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Hasta finales de la década de los cincuenta del pasado siglo, el tipo de programas, contenido y orientación de los mismos en las tres principales cadenas norteamericanas de televisión –NBC, CBS y ABC- venían dictados por las compañías que los patrocinaban. Series enteras o programas individuales estaban asociados a un patrocinador en concreto. Se trataba del traspaso a la televisión, prácticamente inalterado, de un sistema de financiación propio de la radio. Es por eso que Estados Unidos los culebrones reciben el nombre de soap operas (“operas de jabón”) precisamente porque en la radio solían estar patrocinados por marcas de detergente.
Sólo tras los escándalos de los concursos a finales de los cincuenta empezaron a cambiar las
cosas. El más famoso de ellos (dramatizado magníficamente en la película “Quiz Show”, 1994) fue el del popular “Veintiuno”, de la NBC, en 1957. Obligado por la cadena, que quería incrementar la audiencia manipulando la rotación de concursantes, el invencible pero escasamente popular campeón del programa, Herbert Stempel, exmilitar judío, tuvo que “olvidar” una respuesta que conocía para permitir su sustitución por el intelectual, anglosajón y atractivo Charles Van Doren, doctor en Historia y profesor universitario, hijo de una influyente familia neoyorquina. Cuando el engaño salió a la luz, quedó al descubierto que no era el comunismo lo que estaba amenazando los valores e ideales americanos sino el rampante capitalismo que llevaba a la televisión y a sus patrocinadores a mentir al público. Fueron casos muy sonados que llevaron a muchos americanos a temer que su país no era la fuerza benéfica que habían creído.
Interrumpir los programas con pausas publicitarias en las que diferentes anunciantes competían por atraer la atención del espectador en lugar de dejar aquéllos en manos de un solo patrocinador, significó que ya no era tan sencillo influir
sobre el contenido de tal o cual concurso o esta o aquella serie. Las cadenas pasaron a controlar su programación y, poco después, a imponer y regular a sus cadenas afiliadas por todo el país. Sin embargo y en un intento de distinguirse unas de otras mientras competían por aumentar los ratings de audiencia, empezaron a mostrarse más dispuestas a correr riesgos. Por ejemplo, produciendo programas de género…como la CF.
Gracias a los avances científicos y tecnológicos y su concreción en la forma de electrodomésticos a precios que los norteamericanos de clase media podían permitirse, no es de extrañar que la ciencia ficción fuera ocupando un puesto
cada vez más importante en la televisión de ese país –y en la cultura popular en su conjunto- durante los años cincuenta. Dejando aparte algunos programas infantiles pioneros, espacios generalistas empezaron a hacer guiños y, ocasionalmente, introducir motivos propios de la CF. Por ejemplo, una sitcom tan inmensamente popular como “I Love Lucy”, mostró en un episodio a sus protagonistas femeninas, Lucy y Ethel, vestidas de “marcianas” con el fin de promocionar una película de CF.
Esa fascinación popular por las posibilidades de la ciencia llevó asimismo a la emisión de programas didácticos, como los nueve especiales de “Bell System Science Series”, patrocinados por AT&T y para los que consiguieron contratar
nada menos que a Frank Capra para dirigir los cuatro primeros. Era esa una serie que, además de contar con notables valores de producción con los que se ensalzaba el prestigio del patrocinador, trataba de combinar el ánimo educativo y el entretenimiento satisfaciendo la demanda popular de conocimiento científico, demostrando de paso a la audiencia que la Ciencia no estaba tan fuera del alcance científico como a veces se suponía.
En contraste, la programación de ciencia ficción de la década no tardó en ganarse la reputación de una forma subdesarrollada de cultura que sólo podía interesar al público infantil o escasamente letrado. De hecho, muchos comentaristas culturales norteamericanos de la
época, lamentaron lo que interpretaban como el ascenso de la “cultura de masas”, un nivel mínimo que amenazaba el supuestamente alto estándar cultural del país. Y el aún joven medio televisivo era fundamental en este fenómeno degradante. La asociación entre CF y televisión durante los años cincuenta hizo poco por mejorar la reputación de una y otra.
Y entonces llegó “La Dimensión Desconocida”, quizá el programa de CF más importante de los cincuenta y el primero en ver reconocidos sus méritos artísticos e intelectuales. Tenía muy pocos efectos especiales, pero
su nivel de calidad en la producción era sobresaliente. Bien escrita, bien interpretada y bien trasladada a la pantalla, “La Dimensión Desconocida” se convirtió rápidamente en una de las series más respetadas de su tiempo. Hoy lo sigue siendo.
En 1959, el más reputado guionista de televisión era un antiguo paracaidista de talante decidido e inquieto: Rod Serling. Con sus intensos dramas televisivos en directo “El Precio del Triunfo” (1947, para el programa “Kraft Television Theatre”; luego llevado al cine
en 1956) y “Requiem por un campeón” (1956, para “Playhouse 90”; llevado al cine en 1962), se había granjeado cierto estatus de “autor” demostrando que era posible para un medio todavía muy joven ponerse a la altura de las grandes producciones de Hollywood o los escenarios de Broadway.
Pero no podía evitar sentirse frustrado. Serling quería escribir historias importantes sobre temas sociales candentes, pero las cadenas no hacían más que ponerle impedimentos, aterrorizadas ante la posibilidad de que sus progresistas mensajes ofendieran a un sector de la audiencia y suscitaran una polémica que, en último término, espantara a los anunciantes. Y fue entonces cuando tuvo la gran idea: esconder esos mensajes bajo la forma de una alegoría fantacientífica. Así nació “La Dimensión Desconocida”.
Como productor y principal guionista del programa, la primera directriz que se impuso a sí mismo y a sus colaboradores fue la de no dejar inexplorado ningún rincón de la imaginación humana. Contrató a los mejores directores y actores disponibles, incluyendo varios que a no mucho tardar se convertirían en estrellas: James Coburn, Peter Falk, Dennis Hopper, William Shatner, Lee Marvin, Leonard Nimoy, Robert Duvall, Bill Bixby, Robert Redford, Burt Reynolds, Martin Landau, Dean Stockwell, Mickey Rooney, Charles Bronson, Buster Keaton… Además de productor y guionista principal, Serling ejerció de anfitrión, dándole al programa su propio rostro (sólo en los anuncios para el siguiente episodio) y voz, ésta resonante, aterciopelada y
algo misteriosa, que servía para presentar cada capítulo y poner al espectador en antecedentes de la historia que va a presenciar a continuación.
Aunque “La Dimensión Desconocida” ha pasado a ser uno de los programas más asociados con la televisión de los cincuenta, en puridad, pertenece a los sesenta porque el primer episodio lo emitió la CBS el 2 de octubre de 1959 y, de los 156 episodios de que constó (se canceló en junio de 1964), sólo doce se pudieron ver en la década de los cincuenta estrictamente hablando. Con todo, el espíritu de la serie sí puede relacionarse más con los cincuenta que con los sesenta. En cuanto a su formato de antología, no era nuevo dado que otros programas anteriores como “Tales of Tomorrow” (1951) ya lo habían ensayado. Narrativamente no hay una continuidad dado que son episodios autocontenidos e independientes unos de otros. En cualquier caso, fue una opción que otorgaba una enorme flexibilidad que, a su vez, le permitió adaptarse a cambios en los gustos y contextos socioculturales, perviviendo, como veremos, en otras encarnaciones aparecidas en posteriores décadas.
Es fácil ver la influencia que sobre la creatividad de Serling ejercieron revistas pulp como “Weird Tales”, “Astounding Science Fiction” o “Amazing Stories”; o comics como los publicados por la EC a comienzos de la década de los cincuenta. Además, fue un acierto que los guiones jamás trataran de explicar lo extraño o misterioso recurriendo a la pseudociencia; tampoco se escondieron detrás de maguffins o efectos visuales chapuceros. No lo necesitaban, porque el corazón de “La Dimensión Desconocida” siempre estuvo en el viaje del protagonista, ya fuera hacia su redención o hacia su condenación.
Muchos de los episodios de la serie podían clasificarse como de ciencia ficción, terror, fantasía o una combinación de dos o tres de esos géneros. Por otra parte y en lo que se refiere a CF, sus historias cubrieron prácticamente todos los subgéneros: los viajes espaciales (“Y Cuando el Cielo se Abrió”, en la que tres astronautas desaparecen misteriosamente tras regresar a la Tierra); la inteligencia artificial (“El Gran Casey”, sobre un robot deportista); los viajes temporales (“La Odisea del Vuelo 33”, en el que un avión queda atrapado en una brecha temporal); post apocalipsis (“El Viejo de la Cueva”, donde un ermitaño ser cuasidivino gobierna sobre lo que queda de la
sociedad tras una guerra nuclear); alienígenas (“Los Invasores”, protagonizado por Agnes Moorehead como una granjera asediada por criaturas del espacio exterior); paranoia alien (“Los Monstruos de la Calle Maple”, en la que una pequeña comunidad acaba autodestruyéndose por la sugestión extraterrestre)…
Hay quien se ha preguntado e incluso puesto en duda si la ciencia ficción de “La Dimensión Desconocida” lo es realmente. Y es que hay elementos que pueden confundir a los menos avisados. Las conexiones con la ciencia ficción vienen de la mano de cierta iconografía asumida convencionalmente como tal: cohetes, máquinas del tiempo, robots, ciudades futuristas, extraterrestres… También se relaciona con el género a través de la participación de guionistas estrechamente asociados al mismo como Richard Matheson o Ray Bradbury.
Pero más allá del irresoluble debate acerca de qué es o no ciencia ficción y sus posibles definiciones, lo cierto es que “La Dimensión Desconocida” también se adentraba en el realismo mágico, la poesía visual, el terror, la fantasía y la comedia tanto
como en la ciencia ficción. De hecho, una de las características de la serie era la búsqueda de una reacción emocional en el espectador por encima del rigor científico o la simple verosimilitud. Y ese es precisamente uno de los encantos del programa: su heterodoxia, su disposición desprejuiciada a cruzar fronteras con tal de permitir al espectador el acceso al plano alegórico que es donde reside el mensaje que Serling quería transmitir en cada ocasión.
Por otra parte, Serling demostró que la ciencia ficción, como el género de ideas que fue al comienzo, no necesitaba apoyarse –como más tarde sí sería el caso y hasta el día de hoy- en espectaculares artificios visuales para llegar al público. Su prestigio ha permanecido incólume con el pasar de las décadas en parte porque supo explorar de forma muy inteligente las preocupaciones de la Norteamérica contemporánea. Ello nos recuerda que la ciencia ficción, independientemente de lo lejana espacial o temporalmente que sea la ambientación de la trama, lo que hace es utilizar escenarios imaginativos y extraños para proporcionar nuevas perspectivas a los problemas del presente.
Y ello no era poca cosa a finales de los cincuenta y primeros sesenta. “La Dimensión
Desconocida” abordó y condensó temas candentes, como la amenaza nuclear, la dependencia de la tecnología, la histeria colectiva y el ascenso del McCarthismo, debates todos ellos que hasta ese momento habían estado prohibidos en horario de máxima audiencia.
Para ello, Serling se rodeó de un equipo de guionistas de primera y que formaban un grupo flexible que se autodenominó California Sorcerers, una hermandad no oficial con base en la zona de Los Ángeles que desde comienzos de los sesenta a mediados de los sesenta dominaron no sólo la CF y Fantasía literarias sino también las películas y programas de televisión de esos géneros. En su mejor momento, este grupo de creadores, cuya relación iba más allá de la profesional, incluyó a gente como el propio Serling, Richard Matheson, Robert Bloch, Jerry Sohl, Ray Russell, Ray Bradbury, William F.Nolan, Charles Beaumont, George Clayton Johnson o Harlan Ellison.
Todos ellos se convirtieron en especialistas en esquivar la censura y las reacciones paranoicas de cierto sector de la audiencia disfrazando sus incendiarios mensajes de fábulas o alegorías.
Para comprender la importancia de lo que esos guionistas trataron de hacer en “La Dimensión Desconocida” conviene tener en cuenta el contexto social de la época. El temor vago pero real, muchas veces incluso subliminal, a la amenaza comunista había dominado buena parte de la política norteamericana desde hacía dos décadas y la Guerra Fría estaba en su punto álgido. Culturalmente, se estaban produciendo grandes desarrollos en la música gracias al nacimiento de géneros completamente nuevos,
incluyendo el transgresor rock´n´roll, que sirvieron para dar voz a la gente joven. Los valores más conservadores estaban siendo desafiados tal y como volverían a serlo con el surgimiento de la contracultura de los sesenta y los punks británicos en los setenta. Hasta ese momento, la norma había sido el conformismo, una reliquia de la Gran Depresión y la Segunda Guerra Mundial.
Los estudios cinematográficos nunca habían sido particularmente progresistas y persistieron en aferrarse al viejo orden. Con el temor al comunismo todavía muy vivo y bajo el amparo de la Motion Picture Association of America, los directivos de los estudios se habían atrevido a asegurar que “No contrataremos intencionadamente a un comunista o un miembro de cualquier partido o grupo que defienda el derrocamiento del gobierno de los Estados Unidos”; y luego abrieron una lista negra a la que añadieron los nombres de
algunos grandes guionistas, productores y directores de la industria que, pensaban, se oponían ideológicamente al interés nacional. Fue una censura en toda regla, algo que no hubiera desentonado en absoluto con los regímenes comunistas que tanto criticaban.
Por tanto, no solo fue importante este nuevo intercambio de ideas que se produjo en la televisión bajo la forma de ficción fantacientífica, sino el que surgiera en un momento tan complicado socialmente. A pesar de ello, pocos críticos contemporáneos creyeron que “La Dimensión Desconocida” fuera a superar nunca el estigma de ser considerado un “vacío escapismo” para ser reconocido como lo que realmente era: un drama social. Entonces y hoy, la ciencia ficción sigue siendo víctima del prejuicio de aquellos que piensan que sus historias no pueden transmitir nada importante ni estar pobladas por personajes profundos.
(Continuará en la siguiente entrada)
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(Viene de la entrada anterior) Muchos episodios de “La Dimensión Desconocida” pueden relacionarse de forma bastante explícita con el contexto histórico, por ejemplo, la Guerra Fría. En “El Espejo” se presenta una visión estereotipada y superficial de Fidel Castro como tirano latinoamericano de manual; mientras que “Toda la Verdad” satiriza la tópica deshonestidad de los vendedores de coches usados aunque en un momento dado se sugiere que decir siempre la verdad (que es a lo que se ve obligado el protagonista en virtud de un embrujo) sería todavía más embarazoso para el premier soviético Nikita Krushev.
Otros episodios sobre la Guerra Fría se abordaban de forma mucho más seria. “Cuatro en
Punto” trata sobre la Caza de Brujas macartista simbolizándolo en un individuo amargado y solitario que se dedica obsesivamente a elaborar informes sobre presuntos sospechosos con ideas subversivas, especialmente comunistas. Más eficaz es el capítulo “Monstruos en la calle Maple” en el que los vecinos de una pequeña comunidad, manipulados por alienígenas, acaban consumidos por la paranoia contra los vecinos. Un tema similar pero tratado de forma más humorística (y menos impactante) lo encontramos en “¿Podría Ponerse en Pie el Verdadero Marciano?”, en el que invasores marcianos y venusianos compiten entre sí mentras los humanos discuten entre ellos acusándose unos a otros de ser los extraterrestres.
En “El Refugio” se cuenta la historia de los asistentes a una fiesta que, ante el anuncio radiofónico de lo que parece ser un ataque nuclear, se desprenden de sus vestiduras cívicas y sus valores civilizados para pelearse salvajemente por hacerse con un lugar en el refugio nuclear... para nada, puesto que la crisis no resulta ser más que la caída de unos inofensivos satélites. El episodio reflejaba uno de los principales miedos de la época: no sólo el peligro mortal que suponía una guerra nuclear sino cómo podía desintegrarse cualquier atisbo de avance civilizador en un panorama post-holocausto.
Este fue un tema que se exploró en varios episodios, el más famoso de los cuales quizá sea “Por Fin Un Poco de Tiempo”. En él, Burgess Meredith interpretaba a Henry Bemis, el típico
marginado por el que tanta predilección sentía la serie: un empleado de banca, miope y de modales suaves, incomprendido por todos y atormentado por su abusivo jefe y su intimidante esposa. En especial, ni el jefe ni la esposa comparten ni entienden el amor que siente Bemis por la lectura, su vía de escape de la destructiva rutina de su vida cotidiana. “La Dimensión Desconocida”, por el contrario, apoyaba esas pasiones y varios episodios tienen como núcleo central la literatura y el amor por los libros. Es por eso que Bemis, a pesar de que su devoción por la página impresa le ha alienado del mundo, es presentado bajo un prisma positivo.
Un día, desesperado por obtener un poco de tranquilidad para leer sin interrupciones, Bemis se encierra en la caja fuerte del banco durante el almuerzo. Y entonces, un ataque nucler destruye la ciudad, quizá toda la civilización. Pero Bemis emerge intacto gracias a la protección que le ha brindado el grosor de la cámara acorazada. Al principio y aunque no tiene problemas para encontrar abundante comida, se angustia ante la perspectiva de ser el último hombre sobre la Tierra y llega a considerar el suicidio. Entonces, descubre que la mayoría de los libros de la biblioteca pública han sobrevivido. De repente, ve el ataque nuclear como una bendición: por fin tendrá tiempo para leer todos esos volúmenes; nadie le interrumpirá ni molestará. Impulsado por su júbilo, empieza a ordenar los libros en pilas mientras disfruta planeando el orden de lectura de los próximos años
Y entonces, buena muestra del gusto de los guionistas por la ironía siniestra y los finales
sorpresa, a Bemis se le rompen las gafas. Sin ellas, no puede leer. Sin nadie que le ayude, sin oftalmólogo u optometrista que le haga unas nuevas lentes, Bemis está indefenso y todos esos libros pierden instantáneamente su valor. La moraleja parece clara: después de todo, no es tan fácil ni deseable vivir al margen de la sociedad. Este tema de la alienación se recupera en muchos episodios, como el menos recordado “La Mente y la Materia”, en la que el amargado protagonista obtiene el poder de hacer desaparecer a todo el resto de los humanos de la Tierra. Y lo utiliza, pero no tiene más remedio que rectificar cuando descubre que la vida en soledad es todavía peor.
Debido a consideraciones tecnológicas y presupuestarias, “La Dimensión Desconocida” incluyó
poco material relacionado con los viajes espaciales o los entornos alienígenas que tan queridos son para la ciencia ficción “dura”. Allá donde se muestran naves, robots y otros aparatos avanzados, suelen ser material reciclado de otras producciones de la MGM, como “Planeta Prohibido”, como cuando la maqueta de platillo volante de ese film aparece en episodios como “Los Invasores” o “La Nave Muerta”. Por otra parte, los paisajes alienígenas tienden a parecerse bastante a los de la Tierra ya que estaban rodados en localizaciones cercanas sin incluir apenas elementos prefabricados (volveré más adelante sobre ello).
En cuanto a los alienígenas, la serie hacía de necesidad virtud y ante la falta de medios,
proponía historias en las que que se subvertían las convenciones asumidas en este subgénero. La figura del extraterrestre fue muy frecuente en el cine de los años cincuenta. Las producciones de serie B la utilizaban bien para definir lo humano por contraste, bien para desarticular las definiciones aceptadas de normalidad. A menudo, la interpretación se hacía desde un punto de vista antropocéntrico: los ovnis y los horripilantes monstruos que emergían de ellos servían para confirmar a la sociedad americana como los amos legítimos de la galaxia. Pero también hubo quien se atrevió a desafiar el estatus quo en películas en las que el aparentemente peligroso alien en realidad simbolizaba los miedos,
paranoias y ansiedades de la sociedad americana (“La Invasión de los Ladrones de Cuerpos”, 1956), mientras que otras presentaban al extraterrestre como víctima de la intolerancia de los terrestres (“Llegó del Más Allá”, 1953). Fue esta última línea la que desarrolló Rod Serling en su programa, en el que a menudo no se presentaba a los humanos como superiores a los alienígenas y se adoptaba el punto de vista de estos últimos.
En los casos en los que los alienígenas amenazan efectivamente a los terrícolas, su presencia física es más implícita que explícita, a través de de las acciones y reacciones de los humanos. Rara vez se veían horribles cuerpos alienígenas y es la gente ordinaria la que se
comporta como monstruos, especialmente en lo que se refiere a su inclinación a devorarse unos a otros cuando se sienten amenazados. Es el caso de la mencionada “Monstruos en la Calle Maple”, donde los extraterrestres ni siquiera necesitan invadir físicamente la Tierra porque la ignorancia, el prejuicio, la intolerancia y el miedo de los humanos ya se encargan de destruir la sociedad desde su interior.
Algo parecido ocurre en el también ya indicado “¿Podría Ponerse de Pie el Verdadero Marciano?”, en el que un grupo de viajeros en una cafetería discute el rumor de que un ovni podría haber aterrizado en las cercanías y que el alienígena podría estar entre ellos. Para cuestionar lo que significa ser
humano –o, en clave de Guerra Fría, un auténtico americano-, Serling presenta aquí un amplio catálogo de personajes de diferentes perfiles étnicos entre los que, de nuevo, emerge una generosa dosis de prejuicios e intolerancias; y, otra vez, el giro final demuestra que los humanos somos falibles: no sólo no consiguen identificar al alien, sino que no detectan que entre ellos mismos hay dos de ellos, un marciano con un tercer brazo bajo su abrigo y un venusiano con un ojo extra escondido bajo su sombrero.
Como solía ocurrir en las historias de invasiones extraterrestres de la década anterior, estos dos
capítulos, con sus movimientos de cámara poco inspirados y fotografía discreta, construían una puesta en escena que recreaba lo cotidiano, aumentando de esa forma la tensión puesto que el espectador podía identificarse con la situación. El énfasis en lo mundano –una cafetería, una calle tranquila, gente ordinaria- hace que la amenaza parezca más real y peligrosa que si el entorno fuera extravagante o el protagonista un héroe de acción.
El Viaje Espacial era otro de los temas recurrentes de la serie, empezando por el episodio piloto, “¿Dónde Está Todo el Mundo?”. Eran historias en las que se utilizaba la soledad del astronauta en sus larguísimas singladuras interestelares como metáfora del sentir de mucha gente a finales de los cincuenta (y también de hoy mismo): el aislamiento respecto al mundo y la incapacidad de comunicarse con quienes están alrededor. En ese episodio, el protagonista (interpretado por Earl Holliman), despierta para encontrarse que es el único hombre vivo sobre la Tierra. Pero toda su peripecia acaba revelándose como una alucinación producto de un test al que está siendo sometido con el fin de comprobar si está psicológicamente preparado para soportar la absoluta soledad en la que tendrá que vivir en el espacio.
Desde el punto de vista psicológico, buena parte de “La Dimensión Desconocida” consiste en
exploraciones de la psique humana, de las debilidades de la carne y el espíritu y del triunfo sobre las mismas. A menudo nos enorgullecemos de controlar nuestros destinos, de ser amos del mundo. Pero los guionistas de la serie ofrecían una perspectiva diferente: la de una especie continuamente tentada por su lado más oscuro. Episodios como “Nada en la Oscuridad”, “El Autoestopista” o “La Larga Vida de Walter Jameson” giran alrededor de una verdad indiscutible: nacemos para morir. La muerte aparece en la serie bajo diversas modalidades: suave, cruel, espiritual…
Dado que la sustancia íntima de “La Dimensión Desconocida” era la ciencia ficción y no el
terror, puede resultar sorprendente la cantidad de episodios que incluían elementos sobrenaturales, especialmente historias de fantasmas de gente recientemente muerta, moribundos o almas de quienes se negaban a continuar su viaje al Más Allá. Quizá el capítulo más interesante de toda esta categoría sea el mencionado “La Larga Vida de Walter Jameson”. El guionista Charles Beaumont ofrece un cuento moral sobre la muerte y el precio de la vida. El inmortal protagonista (interpretado por Kevin McCarthy) toma conciencia, tras miles y miles de años de vida malgastada, de que no se trata de amasar años y siglos sino de lo que se hace y consigue con ellos, de la calidad del tiempo vivido. Da que pensar que este mensaje pudiera aplicarse, aunque él no lo sabía entonces, al propio guionista. Y es que Charles Beaumont murió en 1967, a los 38 años, víctima temprana de una enfermedad cerebral que, aunque truncó su carrera, no le impidió dejar atrás un legado que ha sido muy influyente para posteriores escritores de terror.
Otra de las características del típico protagonista de “La Dimensión Desconocida” es la soledad
ante una circunstancia extraña y/o peligrosa. Los personajes pueden hallarse en tránsito de un mundo a otro; o en situaciones en las que no pueden comunicar sus experiencias; o abandonados en entornos hostiles… También estos personajes se enfocan de una manera amable en línea con la ideología individualista que permea la serie –y a buena parte de la sociedad americana-.
Uno de los mejores ejemplos de esta temática es “El Hombre Obsoleto”, que es una especie de versión/derivación de “Por Fin Un Poco de Tiempo” en tanto que el amor del protagonista por los libros le vuelve a situar en oposición a los valores oficiales de la sociedad. Un solitario bibliotecario, Romney Wordsworth (otra vez interpretado por Burgess Meredith
en lo que se convierte en un lazo intertextual entre ambos episodios) se enfrenta a una distopia totalitaria que declara obsoletos e inútiles tanto a su profesión como a los libros. Vuelve a ensalzarse, por tanto, la literatura en tanto bastión de la libertad individual y némesis del totalitarismo.
“El Hombre Obsoleto” es uno de los capítulos más interesantes de la serie en lo que se refiere a su plantamiento visual, ya que utiliza decorados minimalistas iluminados de forma exageradamente expresionista para intensificar la atmósfera distópica del episodio. Un Estado totalitario ha prohibido todos los libros, todas las religiones y todo pensamiento independiente. La sentencia de “obsoleto” pronunciada por el
canciller al comienzo de la historia conlleva la pena de muerte para Wordsworth. En esta sociedad hiperracionalista, el Estado no puede tolerar algo que no sirva de forma inmediata y absoluta a sus intereses. El monólogo de apertura locutado por Serling remite indirectamente a otras visiones distópicas, como el “1984” (1949) de George Orwell o “El Talón de Hierro” (1907), de Jack London. Se introducen también referencias históricas, como cuando el canciller (empleando una confusa equivalencia entre fascismo y comunismo habitual en la propagada americana durante la Guerra Fría) identifica a Hitler y Stalin como sus predecesores, aunque afirmando que ninguno de ellos llegó tan lejos como él a la hora de eliminar indeseables.
Aunque pueda no parecer tan obvio al ver el capítulo, el director del mismo, Elliot Silverstein, afirmó que la audiencia en la que se declara obsoleto a Wordsworth estaba inspirada en las sesiones del Comité de Actividades Antiamericanas del senador McCarthy, lo que implícitamente conecta la Alemania nazi y la Rusia comunista con los Estados Unidos. De hecho, si el solitario Wordsworth es el paradigma de la alienación, la sociedad en la que vive lo es de la rutina reglamentada, un hecho que el protagonista apunta cuando se queja al canciller de que “su Estado lo tiene todo categorizado, clasificado, etiquetado”.
Sin embargo, más allá de la crítica un tanto vaga a la sociedad del momento, “El Hombre Obsoleto” es pura ortodoxia americana. Presenta a Wordsworth como parangón del
individualismo romántico y ensalza los valores de la cultura tradicional, la religión y los derechos del invididuo frente a un régimen distópico tan radical que pocos espectadores lo relacionarían con Estados Unidos. De hecho, el comentario político de “La Dimensión Desconocida” suele ser sistemáticamente diluido por la inclinación de la serie hacia la defensa de la ortodoxia liberal…que a su vez viene cuestionada por señales no explícitas acerca de las mentiras que subyacen bajo el idealizado American Way of Life.
La soledad era también el centro emocional del siguiente episodio en abordar el viaje espacial: “El Solitario”. Al comenzar la historia, conocemos a James A.Corry (Jack Warden), que ha sido sentenciado por asesinato (aunque él sostiene que fue en defensa propia) a pasar cincuenta años de exilio en un asteroide desértico. La narración en off de Serling al comienzo nos lo define como alguien que está “muriendo de soledad”. Pero un compasivo capitán le envía un robot femenino llamado Alicia, que parece humano a todos los efectos fisiológicos y psicológicos. Reacio al principio a usar un artefacto mecánico como compañía, poco a poco Corry va sintiendo mayor afecto por Alicia hasta que se enamora profundamente de ella. De hecho, su falta de humanidad la hace la compañera
perfecta: sin identidad propia, se convierte en un reflejo de los propios intereses, necesidades y deseos de Corry. Es un interesante y sutil comentario a la situación de las relaciones de género a comienzos de los sesenta, cuando el movimiento feminista estaba empezando a cobrar fuerza en su lucha contra la cosificación de la mujer.
Más tarde, Corry es amnistiado y la nave regresa para transportarlo de vuelta a la Tierra. Por desgracia, el peso que puede llevar consigo es limitado y se le informa de que Alicia no podrá viajar con él. Cuando argumenta que el robot no es equipaje sino una mujer, el capitán le recuerda de manera tan eficaz como brutal la auténtica situación de cada cual: extrae una pistola y le dispara al robot a la cara, destruyéndolo y dejando al descubierto un revoltijo de circuitos y cables. No estarán dejando atrás a una mujer, le dice el capitán a Corry, sino sólo a su soledad.
Algunos de los capítulos más recordados sobre exploración espacial son aquellos que presentan variaciones sobre el tema en las que vemos a los astronautas llegar a planetas y entrar en contacto con especies alienígenas, solo para descubrir al final que los viajeros son en realidad alienígenas y que el extraño mundo es la Tierra (un planteamiento usado repetidamente en los comics de la EC pocos años atrás). Por ejemplo, en “El Tercero desde el Sol”, un grupo de científicos despegan en una nave experimental para escapar de la inminente guerra nuclear. En la conclusión de la aventura el espectador averigua que el punto de partida no era la Tierra sino que ésta era su destino, proponiendo así una inversión de la perspectiva convencional que, a través de la ironía, crea cierta distancia entre el espectador y la historia. Ello permite realizar un comentario sobre los miedos propios de la Guerra Fría al tiempo que servir de eficaz entretenimiento.
Una semana después, “Disparé Una Flecha al Aire”, planteaba una inversión similar. Tres
astronautas sobreviven al accidente que ha estrellado su nave sobre lo que piensan es un asteroide desierto. Uno de los tres mata a los otros para así tener más reservas de agua… sólo para descubrir que en realidad habían llegado al desierto de Nevada y que la civilización humana (y agua abundante) estaba a un paso de distancia. No es difícil ver en esa historia y los áridos paisajes de Arizona que le sirven de fondo, las bases que conformarían el guion que Serling escribió años más tarde para “El Planeta de los Simios” (1968). El guionista se sirve de la fuerza del paisaje desértico para transmitir la homicida autoprotección que acaba dominando a los astronautas náufragos. Los humanos son presentados como seres salvajes y egoístas. Los auténticos monstruos del espacio exterior, son humanos.
En “Los Invasores” –capítulo en el que apenas hay diálogos- una mujer que vive en una miserable cabaña es acosada por unos pequeños alienígenas tecnológicamente muy avanzados que al final se desvela son astronautas de la Tierra que han aterrizado en otro planeta con intenciones de conquista. Cuando malinterpretan los intentos de autodefensa de la mujer como actos hostiles de una especie agresiva, los humanos regresan a su mundo con la impresión de que es un planeta demasiado peligroso. Lo que deja ese claro ese giro final, en el que se utilizan las dimensiones corporales para enfatizar la insignificancia de los humanos en el gran orden de las cosas, es que a menudo somos la especie agresora. El daño físico y el trauma psicológico sufrido por la mujer es testimonio de nuestra crueldad.
Este tipo de desenlace sorpresa –que, como ya he apuntado, el comic había explorado en los
títulos de CF de la EC-, resultaba muy efectivo en un momento de la historia de Estados Unidos en la que se estaban desafiando muchas convenciones. Antes de la Segunda Guerra Mundial, el país había alcanzado una importancia sin precedentes en la política internacional, asumiendo a nivel global el papel que en las dos centurias anteriores desempeñara el Imperio Británico. Como resultado, la cultura norteamericana estaba, a un nuevo nivel, entrando en contacto con otras extranjeras, incluyendo algunas no occidentales y percibidas como exóticas.
Mientras tanto, en casa, el floreciente movimiento por los derechos civiles estaba cuestionando cierto número de asunciones tradicionales de la sociedad americana, ya fuera la oposición “Blanco-Negro” o incluso “Hombre-Mujer”. De hecho, el que muchos abrazaran ciegamente la retórica propia de la Guerra Fría probablemente pueda explicarse por su inseguridad ante el clima de cambios ideológicos, sociales y culturales que estaban experimentando. Resultaba más sencillo y seguro adscribirse a la mentalidad “Bien contra el Mal” propugnada por el gobierno y de la que se hacían eco numerosas ramas de la cultura popular en formatos literarios, cinematográficos, radiofónicos, etc.
El del Género fue uno de esos ámbitos, aunque “La Dimensión Desconocida” fuera
relativamente tímida a la hora de proponer desafíos al reparto tradicional de roles según sexos. En cambio, sí fue más osada a la hora de explorar tópicos de la ciencia ficción, como la brecha entre lo humano y lo artificial. En lo que puede ser interpretado como una variación de los episodios en los que se oponían aliens y humanos, varios capítulos apuntaban la idea de que, conforme nuestras máquinas alcanzaran mayor grado de sofisticación, la separación entre ellas y nosotros sería más y más difícil de discernir.
Por ejemplo, en el memorable y terrorífico “A Su Imagen”, el protagonista descubre que en realidad es un robot humanoide. Este capítulo refleja el miedo que sentía mucha gente a comienzos de los años sesenta de verse controlado por grandes fuerzas impersonales sobre las que no ejercían poder alguno y que les empujaban a comportamientos mecánicos, conformistas y deshumanizadores. En la misma línea estaba “El Centro de Control de Whipples”, uno de los últimos episodios de la serie y que sirvió para integrar varias de las preocupaciones de los trabajadores de entonces (y, desgraciadamente y una vez más, de hoy en día). Wallace Whipple, directivo despiadado de una compañía, está dispuesto a
mejorar la productividad del negocio reemplazando a sus empleados por máquinas. En el giro final, el propio Whipple descubre que él mismo va a ser sustituido por un robot (por cierto, “interpretado” por Robbie, un préstamo de de “Planeta Prohibido”)
Otros capítulos como “Caminando Largas Distancias” o “El Problema con Templeton” se centraban en la nostalgia por el pasado en un mundo en continua transformación. Unos cuantos episodios juguetearon con el horror puro, como la famosa “Pesadilla a 20.000 Pies”, protagonizada por William Shatner como un paciente psiquiátrico que viaja en un avión y ve por la ventanilla a un monstruo en el ala; o “La Nueva Exposición”, donde las figuras de asesinos parecían cobrar vida. Pero en general “La Dimensión Desconocida” era más inteligente que simplemente terrorífica y sus giros finales, como estamos viendo, a menudo contenían una afilada ironía. Entre los abundantes ejemplos puede destacarse también “Estática”, en la que el guión se permitía asestar un par de puñadas satíricas a la propia televisión que le servía de soporte.
(Finaliza en la siguiente entrada)
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(Viene de la entrada anterior) Buena parte de la diversión que aportaba “La Dimensión Desconocida” derivaba de su habilidad para reformular muchas de las ansiedades que atormentaban la psique americana de comienzos de los sesenta, y al mismo tiempo invertir tales temores mediante la ironía, haciéndolos parecer menos amenazadores. Es sorprendente que Serling, que en el fondo era un liberal optimista, se mostrara tan pesimista en los giros finales de muchos capítulos, especialmente en lo que se refiere al potencial deshumanizador de la tecnología. De hecho y aunque pueden hallarse rastros de su idealismo en las cinco temporadas de la serie, lo que siempre ha dejado una huella más profunda en los espectadores es el amargo pesimismo de algunos giros finales, como fue el caso de “Por Fin un Poco de Tiempo”, “Disparé una Flecha al Aire” o “Es Una Buena Vida” entre otros muchos. Esa visión poco esperanzadora respecto de la tecnología, ciertamente comprensible en el contexto de la Guerra Fría, se prolongaría bajo diferentes formas dominando la ciencia ficción televisiva durante los siguientes cuarenta años.
Lo que no fue impedimento para que algunas de las más queridas series del género, como “Star
Trek”, adoptaran un enfoque completamente opuesto presentando un futuro en el que los avances científicos y tecnológicos darían lugar a un mundo pacífico y material y psicológicamente pleno. De hecho, Gene Roddenberry utilizó el mismo truco probado con éxito por Rod Serling: abordar los problemas contemporáneos con el disfraz de la ciencia ficción.
El equipo de producción recurría, según el episodio, al rodaje en interiores, con decorados claustrofóbicos y poco convincentes; o en exteriores, concretamente en el terreno que el estudio tenía habilitado para ello, bautizado “40 Acres” y originalmente comprado por la RKO antes de caer en posesión de Desilu Productions de 1957 a 1967. Era esta una solución que permitía aportar algo
de variedad respetando el ajustado presupuesto, calendarios de rodaje y limitaciones en el diseño. Aunque se ofrecía muy poco en términos de espectáculo visual ni se trataba de imaginar un ecosistema extraterrestre coherente, estos exteriores facilitaron la inclusión en distintos capítulos de variados alienígenas con los que los protagonistas podían interactuar en un entorno “realista”.
Por supuesto, esto es una mera continuación de una tradición forjada en el ámbito de la producción cinematográfica en serie. Por ejemplo, el rancho de la Universal en Culver City, California, había servido para ambientar los seriales de Flash Gordon protagonizados por Buster Crabbe en los años cuarenta. En Iverson Ranch, también en California, se rodaron productos menores de la Republic, como “Las
Aventuras del Capitán Marvel” (1941) o “King of the Rocket Men” (1949). Muchas películas de ciencia ficción de serie B de los años cincuenta sobre monstruos gigantes o invasiones alienígenas, tuvieron también de fondo panoramas desérticos que resultaban baratos, cercanos geográficamente y al mismo tiempo suficientemente alejados de la experiencia cotidiana del norteamericano urbano medio. Después de “La Dimensión Desconocida”, otros programas seguirían beneficiándose del mismo sistema mixto, como “Rumbo a lo Desconocido” (1963-65), “Perdidos en el Espacio” (1965-68), “El Túnel del Tiempo” (1966) o “Star Trek” (1966-69).
Serling supo sacar el máximo provecho de los progresivamente más magros presupuestos y su equipo de producción pudo permitirse extravagancias visuales que hicieron de “La Dimensión Desconocida” un producto diferente. Su intención siempre fue –independientemente de que los ejecutivos y los presupuestos se lo permitieran en todos los episodios de cada temporada- el de mantener un nivel de calidad visual tan alto como fuera posible, objetivo compartido por el director de fotografía, George T.Clemens, famoso por su perfeccionismo. Guionistas y creativos utilizaban los momentos de justeza presupuestaria que obligaban a reducir el grado de detalle en decorados y atrezzo, para mover las historias al plano poético, jugando con los espacios para mantener la coherencia visual.
La utilización de parajes desérticos –o decorados interiores que recreaban tales paisajes- era
recurrente, pero su significado variaba de episodio en episodio. A veces se trataba simplemente de representar el desierto, como en “Usted Conduce”; en otras ocasiones evocaban momentos históricos determinados o la nostalgia por tiempos más sencillos e inocentes, como en “Caminando Largas Distancias”. El desierto servía también para conectar explícitamente ciertas historias con el western, como en “El Señor Denton en el Fin del Mundo” o “El Señor Garrity y las Tumbas”.
Por supuesto, el desierto servía también para representar bien el mundo del futuro, bien otros planetas en historias que funcionaban como
alegorías. Fue el caso de “Elegía”, “Las Personas son Iguales en Todas Partes”, “Sonda 7, Corto y Cambio”, “La Nave Muerta”, “Gente Pequeña” o “Dos”. En un registro más siniestro están el ya mencionado “Por Fin un Poco de Tiempo” y “El Refugio”, cuyos entornos devastados por la guerra nuclear se construyeron en estudio.
Uno de los ejemplos más potentes de cómo “La Dimensión Desconocida” contribuyó a aportar una nueva visión del paisaje desértico fue el antes comentado episodio “El Solitario”, de la primera temporada. Escrito por Serling y dirigido por Jack Smight, fue el primero de varios capítulos de la serie que se rodarían en el Valle de la Muerte, Nevada. Fueron dos días de rodaje agotador en junio de 1959, durante los cuales el equipo sufrió de deshidratación e insolaciones e incluso el director de fotografía,
George T.Clemens, se desmayó, cayendo de la grúa desde la que filmaba. Fue aquel el inicio de la apropiación por parte de la serie de paisajes fronterizos (formaciones rocosas, planicies vacías, horizontes lejanos, sol inmisericorde) que no solamente aportaban atmósfera y se alejaban estéticamente del rancho de Desilu Productions sino que a nivel simbólico conectaban bien con las historias que narraban.
Rod Serling, en definitiva, refinó una fórmula ya existente y la supo sintonizar con el espíritu de los tiempos. Cada episodio era un ejemplo de cómo narrar una historia más compleja de lo que
parecía a simple vista en tan solo media hora, en el curso de cual se planteaba la trama, se presentaban los personajes, se desarrollaba aquélla y se ofrecía una conclusión que dejaba al espectador sorprendido y dispuesto a volver la semana siguiente a por más. Pero el éxito de la serie y la enorme carga de trabajo que suponía acabó haciendo notar su peso sobre Serling.
Para empezar, las interferencias de la cadena eran una continua fuente de frustraciones. En la segunda temporada, el empeño del nuevo presidente de la CBS, James Aubrey, en reducir costes, hizo más difícil la labor del equipo de producción. Y no sólo desde el punto de vista creativo sino también técnico, puesto que se impuso el más barato formato de vídeo, lo que hacía casi imposible la edición y muy difícil el rodaje en exteriores. Cuando empezó la tercera
temporada, Serling estaba agotado. Había escrito la friolera de 48 episodios y aunque ese año recibió más apoyo del equipo de guionistas y la serie siguió acumulando nominaciones y premios (llegó a ganar tres premios Hugo a la “Mejor Presentación Dramática” y varios Emmy), Serling decidió aceptar un puesto docente en una facultad de Artes y apartarse algo del programa, aunque seguiría figurando como productor ejecutivo en sus dos últimas temporadas.
Para colmo, hubo en la CBS una extraña confusión respecto a la renovación de la serie que llevó a que “La Dimensión Desconocida” fuera sustituida en su franja horaria por otro programa, una sitcom titulada “Fair Exchange”. Finalmente, se contrató una cuarta temporada para reemplazar, en enero de 1963, a esta última, pero con la condición de llenar el
mismo hueco, esto es, una hora. Ese metraje nunca fue del agrado ni de Serling ni de su equipo. Los veinticinco minutos que habían servido de formato estándar durante tres temporadas habían demostrado ser los ideales. No hacía falta más. La nueva imposición obligó a engordar innecesariamente las historias y, por tanto, a diluir la intensidad de la atmósfera y el suspense. Al menos, se tuvo el buen sentido de reconocer el error y en la quinta y última temporada se recuperó la duración original.
En su quinto año, Serling ya estaba demasiado cansado como para mantener el ritmo necesario. Había escrito 92 guiones en cinco años, ocupándose de buena parte de los aspectos de la producción. Además, la entrada de un nuevo productor creó un mal ambiente
entre los guionistas. Así y todo y a pesar de no recibir ya nominaciones para ningún Emmy, el episodio “Lo que pasó en el puente de Owl Creek” ganó el Oscar al mejor corto en 1963.
A finales de enero de 1964, CBS anunció la cancelación de “La Dimensión Desconocida”. James Aubrey estaba harto de los excesos de presupuesto y los decrecientes niveles de audiencia. Pero quizá más importante aún, Serling ya no deseaba seguir al frente. La ABC le ofreció comprar el programa bajo un nuevo título y orientarlo más abiertamente hacia el terror, pero el productor y guionista no estaba de acuerdo y acabó vendiendo su participación del 40% en el programa a la CBS.
El éxito de series como “La Dimensión Desconocida” o “Rumbo a lo Desconocido” (“Outer Limits”, 1963-65) a finales de los cincuenta y primeros sesenta demostró que tanto el público como las cadenas de televisión estaban dispuestas a experimentar con historias adultas que movían a la reflexión tanto o más que las producciones cinematográficas. La ciencia ficción televisiva supo madurar trasladando el énfasis narrativo de las pistolas de rayos y los cohetes de los seriales a la alegoría política y las lecciones morales de “La Dimensión Desconocida”.
Las cadenas supieron ver el potencial financiero del género, ya que a más público más dinero estaban dispuestos a pagar los patrocinadores de los programas; pero también atrajo a
guionistas y productores que creían que la ciencia ficción podía estimular el interés de espectadores cansados del cansino batido compuesto de concursos, sitcoms y entrevistas. Es cierto que las cadenas estaban dispuestas a utilizar cualquier cosa disponible para rellenar su parrilla de programación en un momento de expansión en el que cada vez más gente compraba aparatos de televisión, lo que llevó al estreno de multitud de series tan mediocres como efímeras. Con todo, el espacio disponible para la ciencia ficción en el medio fue aumentando, dándole a productores como Rod Serling o, más adelante, Gene Roddenberry, la oportunidad de explorar sus límites y ofrecer productos de marcado sesgo intelectual. Una corriente que alcanzó su cénit en los sesenta con “Star Trek” pero cuyos contemporáneos no deberían caer en el olvido simplemente porque no obtuvieran el mismo nivel de calidad o atención por parte de aficionados. De hecho, sin el éxito y la influencia de, por ejemplo, las aventuras juveniles producidas por Irwin Allen (“Perdidos en el Espacio”, “Viaje al Fondo del Mar”) o series camp como “El Agente de C.I.P.O.L.” (1964-68), quizá nunca hubiera existido una audiencia dispuesta a abrazar “Star Trek”.
Con toda la influencia que tuvo sobre autores y obras posteriores y el puesto que acabaría ocupando en la cultura popular (su tonadilla de entrada, por ejemplo, ha quedado como representación sonora de cualquier cosa misteriosa o extraña), “La Dimensión Desconocida" no estuvo en su momento entre los programas más vistos de la televisión y dejó de emitirse en 1964. Serling se dedicó a otras cosas, como el desarrollo de “Galería Nocturna” (1969-73), una serie televisiva más inclinada hacia el terror sobrenatural que a la ciencia ficción, utilizando algunas veces un extraño tono cómico.
En 1982, siete años después de la muerte de Rod Serling, Steven Spielberg decidió que era el momento de regresar a la Dimensión Desconocida, pero esta vez en la pantalla grande. Para
“En Los Límites de la Realidad” (1983, que en inglés se tituló “Twilight Zone: The Movie”, mucho más claro para el público anglosajón), Spielberg, como productor, reunió a un equipo de directores de primera división: George Miller, Joe Dante, John Landis… y él mismo. Decidió estructurar la película como una antología de cuatro historias, tres de las cuales eran reinterpretaciones de episodios clásicos: “Pesadilla a 20.000 Pies”, “Es Una Buena Vida” (en el original, un joven Billy Mumy aterrorizaba a todo el mundo con su poder de alterar la realidad), “Patear la Lata” (en la que unos ancianos recuperaban la juventud) y un nuevo segmento guionizado y dirigido por John Landis en el que se recuperaba un tema habitual de la serie clásica: el villano que es mágicamente obligado a ponerse en el lugar de aquellos a los que odia. Ese segmento de la película fue el que más se acercó al espíritu del programa original, aunque su duración hubo de recortarse debido a la muerte en el set del actor protagonista, Vic Morrow, a causa de un accidente. Esa tragedia, que también se cobró la vida de dos niños, oscureció en lo sucesivo cualquier logro que la película hubiera podido alcanzar.
“La Dimensión Desconocida” regresó a la televisión que la vio nacer, la CBS, dos años después, primero como una antología de episodios de una hora primero y de media más adelante. Se contrató a una plantilla de guionistas difícilmente superable y entre cuyas filas podemos hallar nombres como Harlan Ellison, Ray Bradbury, J.M.Straczynski, George R.R.Martin, Theodore Sturgeon, Arthur C.Clarke, Joe Haldeman, Greg Bear, Richard Matheson, Robert Silverberg o Stephen King; y entre los directores se encontraban figuras como William Friedkin, Joe Dante o John Milius. Pero en general, esta nueva encarnación de la serie, titulada en España como “Más Allá de los Límites de la Realidad” y que totalizó tres temporadas, parecía más fascinada por los efectos especiales y el maquillaje que por el corazón
de las historias. Otra versión moderna se estrenó con la mejor de las intenciones en 2002 para la entonces aún joven cadena UPN (United Paramount Network). Se centró en los temas sociales y humanos que siempre fueron los favoritos de Serling pero a esas alturas el público ya no parecía demasiado interesado y desapareció tras solo una temporada.
Poco antes de su muerte en 1975, a la edad de cincuenta años, Serling hizo una sorprendente confesión durante una entrevista: “Dios sabe que cuando miro atrás, a treinta años de carrera como guionista profesional, me cuesta encontrar algo importante. Algunas cosas son cultas, algunas son interesantes, algunas tienen clase, pero bien poco es relevante”. Como la belleza, la importancia está en el ojo de quien observa. Pero si
Serling hubiera tenido el tipo de máquina del tiempo sobre la que alguna vez escribió y pudiera haber viajado hasta el presente, podría ver por sí mismo lo profundamente que “La Dimensión Desconocida” ha quedado imbricada en la cultura popular y la consciencia colectiva.
Desde su emisión inicial, “La Dimensión Desconocida” ha sido reverenciada como un producto seminal del género fantacientífico, un papel que ha venido revalidando generación tras generación de críticos y aficionados. No solamente muchas de sus tramas, personajes y conceptos pasaron a formar parte de la cultura popular norteamericana, sino que a través de la sindicación internacional y los continuos homenajes y parodias en películas, libros y otros formatos, la serie se ha convertido en un continuo proveedor de arquetipos e imágenes icónicas. Rod Serling, creador y alma de la serie, fue el responsable de ese prestigio que ha ido cosechando con el paso de los años no sólo gracias a su habilidad para contar historias en el formato televisivo sino por su reinterpretación de las fábulas y mitos integrando en ellos un agudo análisis de la psicología humana y las estructuras socioculturales de su tiempo.
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“Carrie” (1974) fue la novela de debut de Stephen King así como su primera obra adaptada a la gran pantalla del más del centenar que hasta hoy han seguido ese camino. El escritor tenía 26 años entonces y aceptó la rídicula suma de 2.500 dólares por los derechos del film. A primera vista no fue un buen trato y probablemente la bisoñez e inseguridad del escritor le impidió valorar más a esta hija de su imaginación. Pero lo que sí fue aquel desigual intercambio fue una buena inversión de futuro. Porque, de hecho, podría decirse que el éxito de la película de “Carrie” contribuyó en no poca medida a cimentar la reputación de King, ayudándole a impulsar de forma decisiva su carrera hasta convertirse en el titán que es hoy.
Carrie White (Sissy Spacek), la hija adolescente de una religiosa fanática (Piper Laurie)
obsesionada por el pecado sexual, sufre su primer periodo menstrual en las duchas del gimnasio del instituto. Es tal su ignorancia respecto de la sexualidad femenina que cree que se está desangrando e, histérica, pide ayuda a sus compañeras. Éstas, en cambio, se burlan de ella y le arrojan tampones y compresas antes de que una profesora ponga orden y las castigue.
Poco después, dos compañeras de Carrie deciden tomar cartas en el asunto, cada una de ellas en un sentido diferente. Sue Snell (Amy Irving) se siente culpable y para compensar a Carrie le pide a su propio novio, Tommy Ross (William Katt), que la invite a ir al baile del instituto como su pareja. Por otro lado, Chris
Hargensen quiere vengarse de Carrie por haber recibido un merecido castigo y convence a su novio Billy (John Travolta) para que la ayude a amañar la elección de la reina del baile de tal forma que el objeto de su odio salga elegida y, cuando esté en el escenario, reciba un cubo de sangre de cerdo en la cabeza colocado estratégicamente en el andamiaje la noche anterior. Sin embargo, ninguno de ellos había contado con los nacientes poderes telekinéticos de Carrie, que emergen en momentos de estrés y que canalizan su furia y frustración.
En 1976, con treinta y seis años, Brian De Palma ya no era un jovencito entusiasta, pero goza
ba de la misma energía y osadía que un recién llegado, si bien con la experiencia que ya le brindaba su trayectoria previa. Había empezado su carrera en la década de los sesenta con comedias independientes como “Saludos” (1968), “The Wedding Party” (1969), “Hola Mama” (1970) o “Beeman, el Magnífico” (1972) antes de llamar la atención como director de género con el retorcido psico-thriller “Hermanas” y la opera rock paródica “El Fantasma del Paraíso”. Después de “Carrie”, De Palma se haría con una reputación de realizador polémico dentro del suspense gracias a una serie de personales thrillers muy influidos por Hitchcock como “Fascinación” (1976), “Vestida para Matar” (1980), “Impacto” (1981) o “Doble Cuerpo” (1984). Desde mediados de los ochenta y salvo algunas excepciones, De Palma abandonó el cine de género.
En esta primera etapa de su carrera, De Palma demostró ser un adepto a la extravagancia visual. Sus películas rebosan de efectos estilísticos y narrativos como pantallas divididas, cámara lenta, secuencias efectistas que resultan ser sueños o fantasías u homenajes y pastiches de Hitchcock. “Carrie” es quizá el mejor ejemplo de esta aproximación visual y también se encuentra entre los más conseguidos –sino el que más- de sus incursiones en el cine de género.
Stephen King había basado a Carrie White en dos chicas que había conocido en el instituto, ambas parias sociales provenientes de familias muy religiosas y que murieron jóvenes. Otras partes de la novela las modeló a partir de sus propias experiencias como profesor en Maine y optó por un enfoque realista, casi periodístico,
en el que alternaba la narración desde diferentes puntos de vista con pseudoentrevistas. Por el contrario, el guión de Lawrence Cohen, que inicialmente se había ajustado fielmente a la novela, acabó distanciándose de la misma al abandonar su sobriedad y verosimilitud para construir algo mucho más tórrido y melodramático. Hay incluso momentos en los que la película se aproxima al camp y a los tópicos del cine de instituto.
Lo que hace de “Carrie” una película diferente es que está basada en un mundo físico y espiritual claramente identificable. Su madre, Margaret, es una fanática religiosa que trata de borrar toda traza de pecado de su vida…excepto Carrie, prueba viviente de su relación sexual, elemento que la atormenta
continuamente y sobre la que vuelca todo su odio. Por otra parte y dejando de lado el mundo espiritual, tenemos el instituto, lleno de mezquindad, prejuicios y pasiones. No encontramos aquí esos atractivos muchachitos de teleseries juveniles expertos en lucir magníficos y sin más preocupaciones que mostrar su mejor perfil a la cámara y conseguir el siguiente encuentro sexual. Carrie es el epítome de la marginación y la víctima del abuso escolar. Desde el mismo comienzo vemos cómo sus compañeras se burlan de ella en clase de gimnasia y, durante los títulos de crédito, la cámara va recorriendo lentamente los vestuarios mostrando a las chicas riendo, jugando y vistiéndose…hasta que por último se detiene en Carrie, la última en salir de la ducha. Mientras está bajo el chorro de agua, consciente de los cambios sexuales que se están produciendo en su cuerpo adolescente, tiene su primer periodo menstrual –algo de lo que no le había hablado en absoluto su madre- y entra en pánico provocando la mofa de sus compañeras.
Inesperadamente, tras esta presentación De Palma mantiene la sangre fuera de escena hasta el clímax. La mayor parte de la película transcurre desarrollando temas y personajes, algo poco usual en las películas actuales de terror: el despertar sexual y telekinético de Carrie, los intentos de su profesora de gimnasia
por protegerla y guiarla; la tormentosa relación con su inestable madre; los remordimientos de Sue y el deseo de venganza de Chris... Una venganza, por cierto, ciega y basada sólo en el puro odio ya que Carrie nunca hizo nada y fueron los propios actos y actitud arrogante de aquélla los que la hicieron merecedora del castigo.
Todo ese explosivo caldero emocional llega a su violenta conclusión en el baile, cuando Sue y Billy dejan caer el cubo de sangre sobre Carrie. Si este momento hubiera pertenecido a, digamos, “Sé Lo que Hiciésteis el Último Verano”, habría durado segundos, tan sólo un rápido plano. De Palma lo convierte en toda una ópera en la que encontramos un elaborado
plano secuencia en el que la cámara serpentea por el gimnasio resaltando todos los elementos que van a participar en el drama y que costó todo un día de rodaje, cámara lenta y pantalla partida y en el que la música se silencia excepto por unas espeluznantes notas de fondo.
Durante unos momentos, mientras recibe los aplausos de los concurrentes, De Palma deja que Carrie disfrute de su momento de transición a mujer. Y entonces, cae la sangre, sumiendo a la protagonista en la confusión, el horror, la humillación y la locura, desatando todo el potencial de sus terribles poderes. La
sangre que la cubre la asemeja a una criatura recién salida del útero, un ser que acaba de nacer. Mientras siembra la muerte y aniquila a todos los asistentes, su rostro transmite odio y demencia a partes iguales, alguien consumido tanto por sus pasiones como por su enorme poder.
El director utiliza además abundante imaginería religiosa construyendo escenas al tiempo impactantes y hermosas, como esa en la que Carrie y su madre se sientan en penumbra en una habitación en la que las velas iluminan fantasmagóricamente un gran cuadro de la Última Cena que domina la habitación.
De Palma, como suele ser habitual en su cine, peca de poco sutil en las metáforas. Ahí tenemos
ese terrorífico Cristo crucificado atravesado por flechas que aguarda a Carrie cuando su madre la encierra en el guardarropa, anticipando la manera en que morirá víctima de los poderes de su hija; o el descenso final de la casa a un infierno llameante. Hay también momentos puramente efectistas carentes de sentido narrativo, especialmente el giro final, otro de esos remates engañosos tan apreciados por De Palma y que no tiene más objeto que manipular al público para que reciba un último susto. Con todo, no se puede negar que es efectivo y que raramente se olvida una vez vista la película. Ese tipo de sobresaltos en el epílogo han sido desde entonces mil veces copiados, como por ejemplo en “Viernes 13” (1980).
“Carrie” no habría llegado a alcanzar la categoría de clásico de no ser por el talento de sus
actrices y la convicción con la que interpretaron sus papeles. Tanto Sissy Spacek como Piper Laurie fueron nominadas al Oscar. Esta última, que llevaba retirada del cine desde comienzos de los sesenta, desechó la versión de King de una baptista reprimida y circunspecta y optó por una fiera pelirroja que atosiga a sus vecinas y que, incapaz de superar el abandono de su marido, vuelca sobre su hija su obsesión malsana por el pecado de carácter sexual.
Laurie se hubiera apoderado del film si no fuera por la emotiva interpretación de Sissy Spacek,
que experimenta una auténtica transformación digna de “El Patito Feo” –una analogía a la que De Palma no era ajeno, transformando la secuencia del baile en algo sacado de un cuento de hadas, iluminado con lucecitas parpadeantes como si fuera la cueva de Aladino-. Spacek nunca volvió a brillar tanto en el resto de su carrera.
Pero la película sirvió además de plataforma de lanzamiento para otros actores. Nancy Allen (que se casaría tres años después con De Palma y que intervendría en otras tres de sus películas) bien podría haber sido nominada también por su papel de la perversa Chris. Un joven y entonces desconocido John Travolta da vida al chico malo del instituto, un perfil que
recuperaría – edulcorado- para “Grease”. William Katt participaría luego en “El Gran Miércoles” (1978) y llegó a ser considerado para encarnar a Luke Skywalker en “Star Wars” (1977), si bien donde mayor popularidad alcanzaría fue en la teleserie “El Gran Héroe Americano” (1981-83).
La película fue un gran éxito para United Artists, que sobre una inversión de 1,8 millones de dólares obtuvo más de 33 millones en los Estados Unidos. En 1999, se realizaría una secuela, “La Ira”, en la que intervino de nuevo Amy Irving. A su vez, la novela de King tuvo otras dos adaptaciones: una miniserie televisiva de tres episodios en 2002 con Angela Bettis y Patricia Clarkson en los papeles de Carrie y su madre; y un remake en el cine en 2013 con Chloë Grace Moretz y Julianne Moore.
Aunque no carentes del todo de aspectos de interés, en general son productos mediocres. Se estrenó asimismo un musical en Broadway en 1988, escrito por el mismo guionista que la película de 1976, Lawrence D.Cohen, aunque la iniciativa terminó en un fracaso total, cancelándose tras solo cinco funciones y con una pérdida de siete millones de dólares que la convirtió en uno de los peores batacazos teatrales de la historia (en 2012, con cambios en libreto y música, volvió a estrenarse con mejores resultados).
Por su parte, Brian De Palma volvería al tema de los poderes psíquicos en “La Furia” (1978) y anunció su intención de dirigir una adaptación de la novela de Alfred Bester “El Hombre Demolido” (1953), sobre un futuro en el que la telepatía impide teóricamente cometer crímenes. Aunque es una obra que por su propio estilo narrativo y estilístico es muy difícil de llevar al cine, sin duda hubiera sido interesante ver qué podía hacer De Palma con ella.
“Carrie” fue una de las primeras películas de terror moderno, pionera de una era, la actual, en
la que se puede mostrar en pantalla prácticamente cualquier cosa. Esta libertad ha disminuido el poder del género para sorprender e impactar, pero “Carrie” sigue manteniendo su interés gracias a que su historia va más allá del mero susto o la última carnicería gore. Las mejores películas de terror son aquellas que utilizan los recursos del género, la fantasía o los lados más oscuros de nuestra naturaleza, para esconder lo que verdaderamente nos asusta de la vida real. Así, más que el poder y violencia desatados por la protagonista en el climax, lo que causa auténtico y profundo miedo es el fanatismo religioso de su madre y la tiranía y represión que con él ejerce sobre su hija; los abusos que sufren los más débiles en el instituto a causa de su inseguridad; y los prejuicios e impulsos agresivos de quienes se sienten superiores. Y eso, desgraciadamente, ni ha cambiado desde los años setenta ni tiene visos de hacerlo.
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El de Historias del Futuro es un subgénero de la CF que reviste una especial dificultad. En primer lugar, el autor tiene que imaginar una línea temporal muy extensa sobre la que desarrollar proyecciones del curso que podrían seguir fuerzas tan relevantes para el ser humano como la Sociedad, la Economía, la Política o la Tecnología, reflexionando acerca de cómo los cambios en una de ellas afectaría a las otras. A continuación y dentro de ese marco general, deberá ir insertando historias autónomas, localizadas en intervalos temporales, en las que ir reflejando esas transformaciones.
Además, el del cuento no es un formato fácil porque requiere presentar de cero a los personajes,
desarrollar una trama y llegar a una conclusión satisfactoria sin exceder cierta duración. Y, por si fuera poco, el autor tampoco tiene la ventaja de utilizar personajes recurrentes que lleven sobre sus hombros el peso de la historia y con los que el lector pueda simpatizar. Por el contrario, cada narración debe tener su propio y diferenciado reparto. Es, por consiguiente, un subgénero que exige del autor un gran esfuerzo en términos de creatividad y planificación.
Entre las más famosas Historias del Futuro en el ámbito literario pueden citarse la de Robert A.Heinlein, la de Asimov (que integraría su Ciclo de Robots y el de la Fundación), la de Olaf Stapledon (desarrollada en “Primera y Última Humanidad” y “Hacedor de Estrellas”), “Galaxias como Granos de Arena” de Brian Aldiss o la saga de “Los Señores de la Instrumentalidad” de Cordwainer Smith, por mencionar sólo algunos de los más clásicos.
En el cómic, este formato es aún más complicado, especialmente en el contexto actual de la industria. Por una parte, los lectores suelen demandar álbumes que incluyan historias completas y no compilaciones de narraciones cortas; y, por otra,
muchos autores modernos ya no parecen capaces de contar nada que abarque menos de una trilogía.
Por todo ello, “Fragmentos de la Enciclopedia Délfica” es un rara avis, un comic de Historia del Futuro que pudo ver la luz gracias a una dinámica editorial hoy extinta. En la época dorada de las revistas de cómic adulto en España, sus editores necesitaban todos los meses un suministro continuo de material que combinara historietas firmadas por autores consagrados que se serializaban a lo largo de varios números, con otras “de relleno”, independientes y autocontenidas, que permitieran completar la paginación de la revista. Era en este último formato en el que podían bregarse los autores noveles, desarrollar su estilo, aprender los trucos y técnicas del oficio, acostumbrarse a las fechas de entrega y, sobre todo, hallar su público.
Dado que el espacio que se les asignaba era limitado, cada una de sus publicaciones debía contar una historia autónoma que transcurriera en tan solo seis u ocho páginas. Si el formato del cuento literario ya es de por sí complicado, aún lo es más cuando se trata de narración gráfica, dado que es necesario elegir muy bien las
escenas necesarias y la composición precisa de página y viñeta para transmitir toda la información en el menor espacio posible. Es precisamente en este campo en el que desde sus primeros pasos profesionales destacó el autor que ahora nos ocupa.
El gallego Miguelanxo Prado debutó profesionalmente en 1981, con una historia corta publicada en el número 30 de la revista “Creepy”, editada por Toutain. Tras colaborar con el fanzine “Zero”, coordinado por Toni Garcés, se beneficia tanto del boyante momento que atraviesa la industria del comic adulto en España como del auge de la CF por esos años. Así, le presenta a Toutain varios proyectos relacionados con ese género, del que por otra parte era ya un gran aficionado. Recibe el visto bueno para uno de ellos, “Fragmentos de la Enciclopedia Délfica”, que empezará a publicarse por entregas en la cabecera de Toutain dedicada a la CF, “1984”, a partir de su número 50. Se trata de doce historias cortas en blanco y negro que, reunidas, conforman una crónica de la evolución física, social y tecnológica del ser humano durante un periodo de diez mil años y hasta su desaparición en las profundidades del espacio lejano.
Cada historia empieza con un encabezamiento que menciona algunos artículos de una supuesta “Enciclopedia” elaborada tiempo después de finalizado el último episodio, un recurso que ya habían utilizado, por ejemplo, Asimov en “Fundación” o Frank Herbert en “Dune”. Su función es tanto la de ilustrarnos respecto al estadio de la evolución general de la civilización humana (por ejemplo, avances tecnológicos o dinámicas sociales y políticas) como enmarcar mejor lo que se va a contar en ese episodio específico. Y como suele ser habitual en las Historias del Futuro, lo que se narra no siempre son eventos decisivos para el devenir de la Humanidad sino pasajes más cotidianos que ilustran la forma de vivir y relacionarse en ese momento concreto del futuro y los temas que preocupan a sus ciudadanos.
Los finales irónicos, a veces impactantes, a menudo con un sabor amargo y pesimista respecto a la naturaleza humana, están muy en la línea de los comics de la EC de los 50 o la televisiva “La Dimensión Desconocida” de los sesenta. Su propósito es doble: por una parte, claro está, sorprender al lector; por otra, animarle a reflexionar sobre lo que acaba de leer y que medite sobre la cadena de acontecimientos que han conducido a tal conclusión (algo que no
suele suscitarse cuando lo que se plantea es un final feliz y cerrado).
Pero al mismo tiempo y pese a todos esos frecuentemente negros desenlaces y sobreponiéndose a sus errores y tropiezos, la Humanidad avanza y, tras muchos siglos, entrega el dominio de la Tierra a sus sucesores para encontrarse con su destino en el espacio, una evolución y conclusión que bebe del positivismo de la Edad de Oro de la CF norteamericana, ejemplificada por Asimov, Clarke o Heinlein, cuyas historias defendían que la combinación del ingenio y la pasión humanos y el avance en el conocimiento científico y el desarrollo tecnológico nos acabarían llevando a las estrellas, escapando de la “cuna” de nuestra civilización en la Tierra y transcendiendo nuestro antiguo ser.
Así, se van realizando avances, como los androides, que permiten la expansión a otros planetas y satélites, se crean nuevas entidades políticas y corporaciones mercantiles de inmenso poder; conforme se expanden los dominios humanos más allá del Sistema Solar y las posibilidades de control político disminuyen, las
instituciones se debilitan y surgen tensiones independentistas, tiranías y neofeudalismos. La Tierra no sólo deja de ser el centro de la civilización humana sino que incluso se abandona y olvida.
El rumbo de la especie cambia por completo con la aparición, multiplicación y diseminación de individuos con poderes mentales que acaban conformando una nueva especie, el Homo Novo, cuya convivencia con el Sapiens será difícil hasta que éste, con el paso de los siglos, se extinga. Nuevos conflictos surgirán con los simios inteligentes producto de la ingeniería genética para servir como mano de obra esclava o carne de cañón en guerras en las que los hombres no quieren mancharse las manos; y discordias entre los propios humanos a cuenta de las disrupciones sociales y el nuevo salto evolutivo (al Homo Finis) que provoca el hallazgo de una especie alienígena de árboles inteligentes.
El final, no obstante, es tan abierto como ambiguo, mucho más acorde con el espíritu de la ciencia ficción europea. El Hombre ha sobrevivido, sí, pero no hay sensación de triunfo
exultante, de épica. Es, más bien, un desvanecimiento melancólico hacia un destino incierto y no puede extrañar que el lector termine identificándose más con los simios inteligentes que con un Homo que ya no es Sapiens, sino otra especie diferente sumida en la decadencia por mucho que haya experimentado una transcendencia gracias a su fusión con una inteligencia alienígena.
Para no alargar innecesariamente este artículo, no entraré en la sinopsis individual de las doce historias, apuntando solamente algunos de los temas que están presentes en las mismas, adecuadamente insertos en los respectivos contextos futuristas pero que también sirven de alimento para la reflexión del lector actual (como asimismo lo fueron para el de los años ochenta y lo seguirán siendo para quien acceda a esta obra dentro de cincuenta años). Así tenemos, por ejemplo, los peligros de una tecnología nueva cuyas consecuencias se desconocen (“Sensaciones”),un tema clásico que se remonta al “Frankenstein” (1818) de Mary W.Shelley. También hay varios relatos que tocan más o menos directamente la incomunicación (“Bienvenida”, “Aceite”, “Punto de Partida”)
sobre el que Prado volvería repetidas veces en otras obras, abordándolo tanto desde el punto de vista dramático como humorístico en, por ejemplo, “Quotidiania Delirante”, “Trazo de Tiza” o “Tangencias”.
También encontramos aquí el desprecio de los intereses económicos por las minorías y culturas que no se avienen a inclinarse ante ellos y los genocidios que se producen en nombre de los beneficios empresariales (“Arena”); las siniestras alianzas e intrigas que se tejen entre corporaciones, militares y políticos (“La Voz Última”); el racismo y los prejuicios (“Telmos”); las dificultades de la aplicación de la pena de muerte como castigo (“Miserere Nobis”); la alienación de quien es diferente (“Aceite”); la tiranía ejercida en nombre de la religión (“Sangre de Dioses”); las dificultades de quien se niega a ajustarse a la norma social y se empeña en ejercitar su individualismo (“Yo”); la estrechez de miras que da el antropocentrismo, los problemas a la hora de comunicarse con inteligencias no humanas y los conflictos intergeneracionales a cuenta del ecologismo (“Despedida”)…
La Humanidad, por tanto, avanza, pero cualquier espejismo utópico que proyecten el avance
tecnológico y la expansión interestelar, queda rápidamente anulado por la interferencia de los mismos males que nos han venido aquejando desde el principio de los tiempos: la codicia económica; la ambición política; la lucha entre colectivos (sociales, raciales, intelectuales); el apisonamiento de culturas que estorban lo que se entiende como progreso; la utilización de la religión, la violencia o el dinero para sojuzgar a los pueblos; la supeditación de lo individual a lo colectivo como medio de control social; el maltrato de formas de vida inferiores o simplemente diferentes…
Pueden detectarse asimismo elementos que, consciente o inconscientemente, parecen inspirados por otras obras de CF, como la entonces aún reciente película “Proyecto Brainstorm” (1983) o la saga del “Planeta de los Simios” (1968-1973); o libros como “Solaris” (1961) de Stanislaw Lem, “Navegante Solar” (1980) de David Brin o “Ciudad” (1952) de Clifford Simak.
El dibujo de Prado tiene ya aquí un estilo muy personal, de línea fina y sombras difuminadas c
on las que se añaden abundantes matices de grises. Puede que sorprenda encontrar en una obra de debut un dibujo tan bien perfilado tanto en lo que se refiere a las figuras como al diseño de fondos. La explicación –además del talento del propio Prado, claro- es que el comic no fue ni su primera ni su única parada en el mundo del arte. Desde que era pequeño y gracias a su padre, se interesó por la literatura y la pintura, llegando incluso a hacer sus pinitos en ese campo a finales de los setenta. Además, cursó estudios de arquitectura. Por tanto, y aunque en la universidad quedó fascinado por autores de comic como Moebius, Hugo Pratt o Sergio Toppi y decidiera intentar abrirse paso en ese medio, sus referentes artísticos iniciales provenían de otros medios
distintos al comic, lo que le dio una perspectiva gráfica heterodoxa y personal que se alejaba de las frecuentes endogamias del medio.
“Fragmentos de la Enciclopedia Délfica” es, en definitiva, un conjunto de interesantes historias en las que Miguelanxo Prado demuestra una gran capacidad de síntesis narrativa, un agudo sentido de la observación del comportamiento humano y un enfoque humanista de la CF muy distanciado de la fascinación fetichista por los logros tecnológicos y la figura heroica que lastra a otros creadores. No hay ni rastro de la pretenciosidad en la que fácilmente podría caerse habida cuenta de la escala narrativa escogida y, por el contrario, el comic destaca por su sobriedad y contención. Prado realizaría en años posteriores obras más personales y sofisticadas desde todos los puntos de vista, pero pocos autores pueden presumir como él de un debut tan redondo y que haya envejecido tan bien como este.
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He escrito abundantemente en este blog acerca de ficciones de todo tipo centradas en la inteligencia artificial (ya sea encarnada en cuerpos androides o confinadas en ordenadores), pero por muchos años que pasen, no pierde su capacidad de atraer el interés de científicos, escritores, guionistas y, por supuesto, el público, que ahora incluso tiene la oportunidad de comprar a precio asequible pequeñas inteligencias artificiales domésticas, como Alexa o Siri. Ya empezamos, por tanto, a interactuar con estos dispositivos por muy primitivos que sean desde el punto de vista de la ciencia ficción. Les estamos otorgando control sobre nuestras casas, dando acceso a información personal y comprometiendo así nuestra propia seguridad. El tema, por tanto, no ha perdido actualidad sino todo lo contrario.
“Tau” es otra iteración más sobre este subgénero, una película acerca de la amistad que surge
entre una máquina de control domótico y una humana a pesar de la programación de la una y la desconfianza de la otra. Aunque es claramente una obra producida sin grandes ambiciones y que ni siquiera se estrenó en los cines sino directamente en la plataforma Netflix, puede ofrecer un satisfactorio visionado siempre y cuando puedan pasarse por alto sus agujeros de guion.
Julia (Maika Monroe) es una joven desarraigada que sobrevive a base de pequeños robos a incautos que conoce en discotecas. Una noche, de vuelta en su cochambroso apartamento, es reducida a la inconsciencia por un
desconocido. Al despertar, se encuentra prisionera en un sótano junto a otras dos personas, todos con mascarillas que les impiden hablar e implantes neuronales en la base del cuello. Julia consigue improvisar una evasión, pero sus compañeros mueren en el curso de la misma a manos de un robot centinela que custodia el piso superior.
El propietario de la casa resulta ser un multimillonario treintañero, Alex (Ed Skrein), sociópata y genio de la cibernética que está tratando de terminar un proyecto de inteligencia artificial a tiempo para concurrir a un importante proyecto militar. Presionado por sus socios, ha venido secuestrando a indigentes para, a través de implantes, captar, analizar y almacenar sus respuestas emocionales, algo fundamental para que la I.A. sea plenamente operativa. Julia es el único sujeto vivo que le queda y restando sólo unos pocos días para
entregar sus resultados, no puede hacerse con ninguno más. Aunque le asegura que la va a mantener prisionera, ella consigue negociar con él para, a cambio de seguir realizando test sobre su memoria, creatividad y capacidad de resolución de problemas, obtener comida, ropa y cierto grado de libertad dentro de los límites de la casa, vigilada continuamente por una inteligencia artificial llamada Tau y el robot que le sirve de brazo armado.
Julia no tarda en percatarse de que su única esperanza de escape reside en manipular a Tau, haciéndose su amiga mientras satisface su curiosidad por el mundo exterior al que él no tiene acceso. Poco a poco y mientras Julia busca la manera de burlar los sistemas de seguridad, entre ambos se establece una relación que ninguno de los dos había previsto.
“Tau” supuso el debut en la dirección de Federico D´Alessandro, que ya acumulaba un considerable prestigio profesional en la industria como artista de storyboards para películas como “Terminator: Génesis” (2015), “La Momia” (2017) o casi todas las producciones de Marvel Studios. En los créditos de producción figura otro nombre importante, David S.Goyer, guionista de películas como “Blade” (1998), “Dark City” (1998) o “Batman Begins” (2005).
El punto débil de la película, como suele ser habitual en la serie B, está en el argumento. No es
tan horrible como algunos críticos han apuntado pero sí demasiado simple y poco ambicioso; tan ingenuo, incluso, como algunas cintas clásicas del género de mediados del siglo pasado. El aficionado veterano encontrará fácilmente paralelismos en la premisa de “Tau” con la de “Engendro Mecánico” (1977), cuya protagonista quedaba encerrada en una casa por un ordenador loco que quería inseminarla; o también con “Hardware, Programado para Matar” (1990), con una heroína perseguida en su apartamento por un robot asesino. La diferencia aquí es que la inteligencia artificial no es malvada y que la muchacha no trata tanto de escapar de aquélla
como del genio chiflado que quiere diseccionar su cerebro, a su manera más robótico que el propio centinela mecánico que ha creado. También podemos hallar similitudes con “Ex Machina” (2014) en tanto en cuanto ambas plantean un drama psicológico entre tres personajes encerrados en un espacio peculiar, de los cuales uno no es humano. Otras referencias obvias son “Saw” (2004) o “2001: Una Odisea del Espacio” (1968).
No hay nada de malo en beber de otras fuentes y tomar prestadas ideas del pasado. De hecho, casi todos los cineastas lo hacen. Ahora bien, si este es el caso, es necesario aportar algo más. Quizá explorar con mayor profundidad algunas de esas ideas, o darles un enfoque nuevo; puede que subvertir el subgénero en cuestión, o hacer una sátira, o plantear un
homenaje… Por desgracia, “Tau” se queda en tierra de nadie y no llega a decidirse por ninguna de esas opciones, lo que hace que muchos espectadores la vean sin poder quitarse de la cabeza esas otras películas sobre el mismo tema que eran mucho mejores.
El primer problema de la película (quizá derivado de la bisoñez de su guionista, Noga Langau) reside en su forma de presentar la inteligencia artificial. Comportarse como un niño ansioso de escuchar más música y asimilar información a raudales sobre los temas más diversos probablemente no sea la opción más realista; como tampoco que Tau pueda desarrollar, llevado
por su deseo de instruirse, una ética relativista que le permita anular su programación básica; o aprender a retener información que cree que no le conviene divulgar; o incluso decir mentiras. Quizá las escenas más absurdas en este sentido sean aquellas en las que Alex “castiga” a su creación borrando parte de su memoria con un simple mando a distancia y que esto, para más inri, le cause “dolor” a la máquina.
Y es que Langau cae en el tópico de historias sobre máquinas inteligentes que aspiran a ser como los humanos o, como mínimo, que desarrollan emociones y sentimientos humanos. Dejando aparte que su programación pudiera permitir a una máquina sentir de forma ge
nuina –al fin y al cabo, el mundo emocional humano, alimentado por cambios bioquímicos y neuronales, cumple un propósito de supervivencia biológica del individuo y, por tanto, de la especie, algo que la máquina no necesita-, ¿por qué una I.A., cuya percepción de la realidad y de sí misma no vendría mediatizada por una estructura orgánica propensa a los fallos y un marco social y familiar determinado, vería deseable acercarse a un ideal humano? La mencionada película “Ex- Maquina” había explorado este tema para concluir que un sistema informático quizá sea inteligente (posea autoconciencia, autonomía, capacidad de aprender y adaptarse, etc) pero no tiene ni mucho menos por qué ser humana. Por eso, muchos espectadores considerarán a “Tau” como una película cuya interesante premisa queda arruinada por no haber sabido entender y desarrollar adecuadamente su elemento de CF.
Pero también es cierto que el no tener una I.A. verosímil no tiene por qué estropear por
completo un argumento. Al fin y al cabo, franquicias del género tan importantes y queridas como “Terminator”, “Star Trek” o “Star Wars” incluyen androides y/o inteligencias artificiales que no se comportan de forma lógica ni creíble. Lo que la guionista parecía querer intentar aquí era establecer un paralelismo entre Julia y Tau en su calidad de prisioneros por partida doble: ella de su pasado y “ello” de su programación. Y, a su vez, los dos lo son de Alex, que los utiliza para sus egoístas fines. La historia nos cuenta cómo dos inteligencias muy diferentes son capaces de contactar, comunicarse, aprender a respetarse, tomar conciencia de que comparten una situación similar y encontrar una salida a la misma.
Es por eso que la película tiene unos cambios un tanto extraños en su tono que pueden despistar
al espectador. Porque lo que empieza siendo una cinta de terror sin mucho diálogo, acaba perdiendo suspense y deslizándose hacia el drama sentimental cuando Julia le enseña a Tau los conceptos del bien, el mal, la amistad… y le hace sentir culpable por las muertes que ha causado y la cautividad de ella. Tau, en definitiva, va humanizándose gracias a su relación con Julia.
Adicionalmente, hay un buen número de agujeros de guion, deux ex machina y absurdeces varias. Por ejemplo, aunque se incluyen algunos fogonazos de información que intentan aportar historia y contexto para Julia y Alex, no son suficientes como para explicar por qué la primera
resulta ser mucho más inteligente que sus predecesores en el laboratorio o, ya puestos, que su propio secuestrador. Alex, por su parte, carece de los matices que le habría aportado el saber algo más de sus orígenes o actividades. Se limita a ser un psicópata megalomaniaco, cruel, tiránico e indiferente al sufrimiento ajeno; un villano de manual sin alma ni personalidad propias. A la película le falta, en resumen, más metraje centrado en la caracterización de ambos.
Tampoco están nada claras las reglas del claustrofóbico mundo en el que se desarrolla la acción ni en qué consiste el plan de Alex, por lo que es difícil hacerse una idea de qué es lo que se halla
en juego. Alex afirma que su I.A. cambiará el mundo, pero no explica cómo ni por qué. Tau le proporciona a Julia rompecabezas y test cognitivos para que los resuelva y alimente así el implante, pero no sabemos en qué ayudan esos ejercicios tan básicos a terminar el –suponemos- complejo proyecto de Alex. Es difícil mantener el suspense ni sentir temor por un personaje cuando el villano se va todos los días a trabajar y deja a su prisionera tranquila para que haga “sudokus”.
Y el final es tan predecible como poco memorable. (ATENCIÓN: SPOILER) Julia se las arregla para volar todo el complejo porque Alex es uno de esos científicos estúpidos que tuvo la excelente idea de instalar un sistema de autodestrucción sin protocolos de anulación ni confirmación adicional. Pero no todo se pierde
porque Tau sobrevive milagrosamente transfiriendo toda su memoria y personalidad a un diminuto dron del tamaño de una webcam que Julia consigue salvar (FIN SPOILER). En resumen, el guion no sabe sacar partido de la premisa inicial y avanza hacia el final como una flecha, sin desviaciones ni sorpresas.
Es probablemente debido a todo lo apuntado por lo que “Tau” sin la confianza de la propia productora, no fue destinada a los cines sino que se estrenó con escasa promoción en Netflix. Y, sin embargo, la película ofrece una buena dosis de entretenimiento y plantea temas interesantes, como la forma en la que el sector tecnológico “cosecha” nuestros datos personales para alimentar sus algoritmos. También nos dice que el miedo que muchos albergan hacia la posibilidad de que algún día surja una auténtica I.A. está mal dirigido. En lugar de preocuparse por ordenadores que alcancen la
autoconciencia y decidan quitarnos de en medio, lo deberían hacer por aquellos humanos que desarrollan y controlan tal tecnología. Y además, en vez de presentarnos la típica I.A. malvada, fría y dominadora a la que derrotar, la película especula sobre los beneficios que podrían derivarse de la colaboración entre humanos y ordenadores (representados por Julia y Tau) siempre y cuando pudieran desarrollar empatía mutua en lugar de una relación amo-esclavo.
A diferencia de su guion, la calidad de producción de la película es muy destacable. Federico D´Alessandro dirige con buen pulso, la fotografía e iluminación son muy atmosféricas. La paleta de colores, bastante saturada, juega con los contrastes de azules, amarillos y rojos, al
estilo de esa moda nostálgica por los neones de los ochenta que también han adoptado directores como Nicolas Winding Refn o Harmony Korine. El diseño de la esterilizada casa-laboratorio no sólo tiene ideas tecnológicas muy buenas (el “ojo” de Tau, el robot Ares, los minidrones, la pintura inteligente o las paredes de cristal que pueden opacarse con un botón) sino que refleja a la perfección la psique enferma y alienada de su dueño. Los materiales presentes en esa mezcla de bunker y palacio egipcio en el que transcurre la acción son todos sintéticos (metal, plástico y cristal) dispuestos para ofrecer múltiples superficies sobre las que jugar con los reflejos y las pautas geométricas. Las escenas de acción, dado el presupuesto que se maneja, están en la línea de una producción del canal Syfy, sobre todo en lo que se refiere a los efectos digitales que dan vida al robot Ares.
En cuanto al aspecto interpretativo, los dos actores principales no están a la altura de una obra
que descansa enteramente sobre sus hombros y, además, sin salir del mismo escenario. Ciertamente, sus personajes, como he apuntado, son planos y faltos de matices, pero un actor competente hubiera podido aun así aportarles algo de carisma, gestos o improvisaciones que nos dieran más información sobre ellos. Skrein trata de transmitir en todo momento amenaza y locura, pero más parece un niño malcriado y caprichoso. Monroe no está mucho mejor. Se esfuerza por hacer que su personaje parezca duro y astuto, pero carece de la sutileza y matices que hubieran dado a Julia una mayor entidad. Mejora algo, eso sí, en la segunda parte, cuando la mayor parte de su interacción es con Tau y puede ir alternando una dulzura falsa (dirigida a seducir a sus captores humano y artificial) y una auténtica basada en los sentimientos que desarrolla hacia la I.A.
“Tau” es, en resumen, una película que tiene muchos tics propios de los creadores primerizos
que son tanto su director como su guionista. Es un thriller bastante tópico con científico loco, chica en apuros e inteligencia artificial; pero si pueden perdonarse las inconsistencias y lugares comunes, los agujeros de guion, la mala ciencia y algunos diálogos poco inspirados, encontramos una película de serie B de metraje ajustado (97 min), con una factura visual más elegante de lo que podría suponerse por su presupuesto y cuyo resultado final es más que digno tratándose de una obra de debut sin pretensiones. Aunque no es imprescindible ni innovadora y posee un potencial que no se explota satisfactoriamente, puede ser razonablemente disfrutable como entretenimiento ligero.
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Charles L.Harness es un autor poco recordado hoy por los aficionados y los críticos pero en su día fue una de las figuras más influyentes de la última etapa de la Edad de Oro de la CF norteamericana. Publicó su primera historia del género en 1948 y la última de sus doce novelas apareció en 2002, por lo que se puede decir que no dejó de escribir hasta su muerte en 2005, a la edad de 89 años. Como fue el caso de Alfred Bester, Harness escribió mucho menos de lo que sus seguidores hubieran deseado. Su producción, aunque intermitente (porque su oficio principal siempre fue el de abogado de patentes en Washington y Connecticut) tuvo una influencia innegable en autores como Michael Moorcock (que le elogió y apoyó a través de su revista “New Worlds”), el mencionado Bester, Philip K.Dick, John Harrison o Kurt Vonnegut. De ahí que resulte tan injusto el olvido al que se le ha relegado.
Su obra más conocida y respetada fue “Flight Into Yesterday”, una historia corta publicada en el número de mayo de 1949 de la revista “Startling Stories” y que fue ampliada en unas 4.000
palabras para la edición en libro con el título “Los Hombres Paradójicos” en 1953 (en 1981 se volvió a expandir en una nueva edición, actualizando de paso el aspecto tecnológico).
Se trata esta de una novela difícil de resumir sin estropear los giros y sorpresas que reserva el final porque es una narración cicular que termina regresando al comienzo. Buena parte del entretenimiento que aporta su lectura deriva del paulatino descubrimiento, conforme avanza la trama, de lo que ha estado verdaderamente sucediendo desde el comienzo de la misma, incluyendo la auténtica naturaleza e identidad de los distintos personajes.
La historia está ambientada en una América Imperial del año 2177, que ha integrado el Norte y el Sur del continente bajo una estructura feudal. Se trata de una sociedad represora en la que una pequeña élite privilegiada acumula grandes riquezas gracias al esclavismo. Aunque la autoridad suprema recae nominalmente en la Imperatrix Juana-María, el auténtico gobernante es su despiadado y arrogante canciller, Haze-Gaunt. En el momento en que arranca la acción, esta América se halla inmersa en un conflicto con el bloque Euroasiático que ha alcanzado un grado de tensión tal que se espera una guerra nucler y la consiguiente aniquilación de la civilización humana.
Cinco años antes, una astronave se estrelló en la Tierra con un misterioso individuo a bordo: Alar. Éste, amnésico y sin saber quién era ni cuál era su relación con la nave, se convirtió en miembro destacado de la Sociedad de Ladrones, una organización clandestina que roba a los ricos para comprar la libertad de los esclavos y cuyo objetivo último es la reforma social, la recuperación de la libertad política y la erradicación del esclavismo en la esperanza de que todo ello contribuya a evitar el inminente colapso.
Los Ladrones están bien adiestrados, tienen informantes y simpatizantes situados en puestos estratégicos y cuentan con una tecnología muy avanzada, como un escudo personal capaz de resistir el impacto de proyectiles pero vulnerable a la penetración lenta de una hoja (¿a alguien le suena esto de la posterior “Dune”?). Así que entre otros muchos ingredientes, esta novela incluye unos cuantos combates y duelos a espada a la vieja usanza. La mezcla entre una tecnología sofisticada que permite viajar por el Sistema Solar y las armas y técnicas de combate del lejano pasado, no solo aportan una pintoresca variedad a las situaciones que se plantean en la aventura sino que subrayan que los avances
científicos no han evitado una regresión social a formas propias arcaicas en las que se abrían infranqueables brechas entre clases sociales y se explotaban esclavos.
Alar descubre que tiene poderes especiales, lo que implica que es un humano más avanzado evolutivamente y que tal fenómeno está probablemente relacionado con su viaje a bordo de la nave. Junto a sentidos extraordinarios que le avisan del peligro, sus ojos pueden proyectar luz además de recibirla, permitiéndole alterar las imágenes que otros perciben. Los Ladrones quieren conocer más en profundidad su auténtica naturaleza esperando que pueda ayudarles en su guerra soterrada contra el gobierno.
El argumento gira alrededor de la lucha de Alar por descubrir su pasado y el lugar que ocupa en el presente, claramente vinculados ambos a las grandes fuerzas históricas que están actuando sobre la época. Y es que esa sociedad cree firmemente en la Teoría Cíclica del Desarrollo de las Civilizaciones de Arnold Toynbee (1899-1975), en virtud de la cual todas las civilizaciones humanas atraviesan una senda similar de crecimiento, prosperidad, decadencia y desaparición.
La impresión general es que se hallan al borde de la guerra que provocará el final de la Civilización Toynbee 21, dejando paso a lo que algún día será la número 22 (ese fue precisamente el título que originalmente pensó Harness para la historia: “Toynbee 22”).
Mientras tanto y en relación con lo anterior, se está fabricando con ese nombre, T-Veintidós, una gran nave interestelar con un nuevo motor hiperlumínico, un proyecto que ha hecho albergar la esperanza de que al menos una parte de la especie humana pueda alcanzar las estrellas y escapar al funesto destino que le aguarda en la Tierra. Pero Alar, que ha estado investigando informes de extrañas anomalías astronómicas, sospecha que esa nave es la misma que aquella en la que él “regresó” al planeta y a ese tiempo concreto cinco años atrás, cuando ni siquiera había empezado a construirse. La aventura de Alar en busca de su origen e identidad y perseguido por Haze-Gaunt, que quiere impedir la paradoja temporal que quizá le otorgó sus poderes, le lleva desde la Tierra a la Luna y al Sol (en cuyas cercanías se produce combustible nuclear en pequeñas factorías cuyos mineros acaban mentalmente enfermos debido a las extremas condiciones de trabajo) para acabar regresando a la Tierra.
Del resto del reparto de personajes destacan dos cuya participación en la trama se produce
desde ángulos diferentes. Por una parte, Kieris, antigua esposa del fundador de los Ladrones e inventor de la tecnología que utilizan, Kennicot Muir. Éste, brillante científico y explorador además de némesis de Haze-Gaunt, lleva una década muerto o desaparecido y el canciller se cobra su venganza en Kieris, convirtiéndola en su esclava y esposa forzosa. Sin embargo, ella continúa ayudando a los Ladrones y descubre una misteriosa conexión personal con Alar que ninguno de los dos puede comprender.
Por otra parte está “Mente Meganet” (“Mente Microfilm” en las versiones de 1949 y 1953), una computadora humana que en el pasado fue un artista circense desfigurado, capaz de correlacionar todos los datos e informaciones conocidos para llegar a nuevos descubrimientos y realizar certeras predicciones basándose en la lógica no aristotélica. Esclavo del conde Shey (el consejero psicólogo de Haze-Gaunt, de tendencias sadomasoquistas), identifica a Alar como una gran amenaza para el régimen pero a su vez mantiene también contacto con los Ladrones, manipulando ambos bandos por razones que al final se descubrirán.
“Los Hombres Paradójicos” es una novela corta hija de su tiempo en el sentido de que se concentra en la sucesión rápida de acontecimientos y el sentido de lo maravilloso más que en la caracterización. Los personajes están adecuadamente perfilados pero sus acciones, relaciones e interacciones (y, por tanto, identidades) carecen de matices. No es de extrañar dado que son meros peones de un drama más grande que la vida misma con consecuencias en la evolución y destino de la Humanidad.
A menudo se ha calificado a Harness de escritor pulp tosco y deslavazado, comparándolo con A.E.Van Vogt. Y, ciertamente, las historias de ambos pueden resultar improvisadas y narrativamente deficientes, pero también emocionantes y repletas de ideas alocadas y llenas de potencial. De hecho, el propio Harness declaró en una entrevista en 1999 que “Los Hombres Paradójicos” fue “un tributo a A.E.Van Vogt…Rebosante de acción, misterio, suspense y superhumanidad. Sus mundos se desplegaban ante nosotros con claridad multidimensional. Traté de imaginar cómo lo hizo. Cincuenta años después, aún lo estoy intentando”.
De todas formas, Harness sí está un peldaño por encima de Van Vogt en técnica literaria:
conserva el interés de éste en los superhombres evolucionados, la lógica no aristotélica y el sentido de lo maravilloso, pero sin prescindir por completo del foco temático o la coherencia y rematándolo todo con un final que dota de sentido a las extravagancias que salpican la trama (Brian Aldiss calificó su estilo como “Barroco de Pantalla Grande”).
Harness, por tanto, adoptó el molde de Van Vogt y le añadió un elemento de paradoja temporal para crear una novela que mantiene en todo momento la atención del lector, que pasa una página tras otra ansioso por conocer la auténtica naturaleza de los sucesos que tienen lugar así como la identidad de los personajes y el papel que juegan realmente en aquéllos. ¿Quién es Alar? ¿Será él quien de verdad viajará –viajó- en la nave cuyo despegue se acerca conforme la trama avanza hacia su desenlace? ¿Qué efecto tendrá sobre la Historia? ¿Puede el ciclo histórico alterarse o interrumpirse? De acuerdo a los estándares modernos, tiene algunos recursos algo torpes pero narrativa y temáticamente, la historia se cierra sobre sí misma de una forma ingeniosa y la acción está bien desarrollada.
Como muchos escritores de CF de su generación, Harness tenía una formación científica (además de en Derecho, se licenció en Química) y como tantos muchachos de su época se apasionó montando su propio receptor/emisor de radio con piezas sueltas. Parte de ese interés por las ciencias se refleja en la elaboración de la paradoja temporal que constituye el núcleo de la historia y en su alejamento de las space operas más alocadas y grandilocuentes que le precedieron y para las que la ciencia no era más que una palabra vacía bajo la que acumular ideas a cada cual más implausible.
En una apreciación superficial, podría pensarse que esta novela no es más que una larga, frenética y tópica persecución en la que unos infatigables villanos hostigan al protagonista mientras éste busca la verdad sobre su origen. Pero “Los Hombres Paradójicos” es algo más que eso. Tiene un argumento más complejo de lo que pueda pensarse a primera vista, poblado de personajes pintorescos, dinámico, original, entretenido y con un final, aunque pueda resultar “paradójico”, tan predecible como sorprendente. Puede que no sea del gusto de todos los lectores y no debe ser abordado con el prisma de las obras actuales sino como lo que es: un ejemplo clásico y moderadamente ilustrado de los últimos coletazos de la era pulp tradicional.
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La Atlántida es una leyenda que ha fascinado a millones de personas durante generaciones. Todo lo que sabemos de ese reino mítico proviene de dos obras de Platón, “Critias” y “Timeo” (alrededor del 360 a. C.), en las que el filósofo describía un vasto y poderoso imperio que acabó sumergido a resultas de una ola cataclísmica supuestamente enviada por Zeus como castigo a la codicia y pereza de sus ciudadanos.
A partir de las descripciones de Platón, varios estudiosos han tratado de situar la localización
geográfica de la Atlántida, sugiriendo lugares tan distantes como las Azores, las Bahamas, la Antártida, el fondo del Atlántico o Escandinavia… La teoría más probable e interesante es que la Atlántida fue en realidad la isla griega de Santorini (conocida antaño como Thera), centro de la cultura minoica, que resultó arrasada por la mayor erupción volcánica registrada en la antigüedad, alrededor del 1470 a. C. Las características del lecho marino del Mediterráneo facilitaron que las ondas sísmicas de la detonación rebotaran en un tsunami que inundó la isla.
Pero, sobre todo, la Atlántida ha sido un lugar que ha existido en la imaginación popular,
especialmente desde finales del siglo XIX y comienzos del XX, tanto en las ficciones sobre mundos perdidos como en las teorías de Madame Blavatsky, Edgar Cayce y otros espiritistas que tenían a ese supuesto imperio desaparecido como fuente de antiguas sabidurías. En el imaginario colectivo, la Atlántida adopta la forma de una sociedad griega idealizada que poseía grandes secretos mágicos y científicos. Lo que es interesante es que nada de esto se desprende de los escritos de Platón y, de hecho y aparte de su “testimonio”, no hay ninguna otra prueba de que la Atlántida existiera jamás. Lo que muchos “creyentes” no parecen comprender es que los escritos de Platón siempre fueron alegorías políticas y no hay indicios de que esperara que sus lectores pensasen que describía un lugar real, de la misma forma que Jonathan Swift nunca pretendió ni esperó que sus lectores creyeran que existían lugares como los Lilliput o Brobdingnag sobre los que escribió en “Los Viajes de Gulliver” (1726).
En cualquier caso, la leyenda de la Atlántida sigue viva. Quizá algo menos que en el siglo XIX
dado que la ciencia ficción espacial ha sustituido a la de mundos perdidos y los navegantes y exploradores de hace 150 años se han convertido ahora en astronautas; pero aún así todavía siguen apareciendo libros pseudocientíficos sobre el asunto. Eso debió pensar alguien en Disney cuando a finales del siglo XX y para su cuadragésimo primera película de animación, decidieron dar luz verde a un nuevo y arriesgado camino y ofrecer una historia que recuperaba el romanticismo de los antiguos libros de aventuras.
En 1914, el lingüista Milo Thatch trabaja como encargado de calderas en un museo de Washington DC. Sus teorías defendiendo el emplazamiento de la mítica Atlántida en la costa de Islandia lo han marginado de la comunidad académica y convertido en objeto de burla para sus colegas. Un día, sin embargo, es convocado a una reunión con el millonario Preston Whitmore, que había conocido al abuelo explorador de Milo, y le ofrece financiar una expedición submarina para descubrir la mítica ciudad. Así, bajo la guía de Milo y a bordo de un sofisticado submarino, un grupo variopinto pone rumbo hacia el norte.
Al acercarse a su destino, sufren el ataque de un Leviatán mecánico y el submarino es
destruido. Los supervivientes viajan por una red de cavernas hasta llegar a la Atlántida, que se halla en un estado de decadencia tras hundirse en el mar debido a una ola monstruosa siglos atrás. Una fuerza desconocida, no obstante, salvó parte de la ciudad y la colocó en una especie de colosal cueva bajo el lecho marino.
Milo es el único que puede comprender la lengua muerta de los atlantes y, por tanto, quien podría dar con la llave para adquirir los arcanos secretos tecnológicos de esa civilización, olvidados ya entre los propios descendientes de aquel orgulloso pueblo y que ahora viven entre las ruinas como hombres primitivos. Pero entonces, el entusiasmo investigador de Milo debe hacerse a un lado para proteger a los atlantes de la rapacidad del comandante de la expedición, Rourke, dispuesto a sacrificarlos a todos con tal de obtener la perdida tecnología.
Los periodos de éxito más prolongados en la historia de Disney siempre han estado asociados al
hallazgo de una fórmula que durante años funcionó a las mil maravillas. En los cincuenta fueron los cuentos de hadas y las adaptaciones de clásicos de la literatura infantil. En los sesenta triunfaron con los musicales de los hermanos Sherman (“Mary Poppins”, “El Libro de la Selva”, “Los Aristogatos”). Y en los noventa abrazaron el estilo de las obras de Broadway. Pero “Atlantis” supuso una atrevida ruptura con la línea que el estudio había seguido hasta ese momento.
El origen de la película se encuentra en una reunión celebrada en un restaurante mexicano de Burbank, California, en 1996. Los directores Gary Trousdale y Kirk Wise y el productor Don Hahn se sentaron alrededor de un gran cuenco de nachos y discutieron sobre el futuro de Disney. Estos tres hombres habían sido los cerebros creativos tras el renacimiento de Disney gracias a su “La Bella y la Bestia” (1991). Su siguiente proyecto fue el relativamente fallido “El Jorobado de Notre Dame” (1996). La reunión surgió del deseo común de mantener unido al equipo de esta última y evitar que todo ese talento se diseminara por diferentes producciones. La solución era obvia: hacer otra película. ¿Pero cuál?
Para entonces, ya estaba claro que la formula “Broadway” había sido agotada por Disney por
mucho que aún diera dinero. El estudio del ratón se enfrentaba a la paradoja de que sabían lo que funcionaba pero no podían seguir exprimiéndolo mucho más. Durante un tiempo, pareció que “Tarzán” (1999) había mostrado una alternativa bajo la fórmula de pseudomusical en el que todas las canciones eran cantadas por una estrella del pop en vez de por los propios personajes. Pero entonces vino el fracaso de “El Emperador y sus Locuras” (2000), que no llegó a recaudar en Estados Unidos ni siquiera el presupuesto invertido en ella.
Pero es que, además y a diferencia de otros equipos de realizadores del estudio –especialmente Ron Clement y John Musker, que firmaron “Aladdin” (1992) y “Hércules” (1997)-, Trousdale y
Wise pertenecían a esa generación de animadores ascendidos a directores que consideraban a sus películas como algo más que mero entretenimiento de masas. No querían hacer otro musical animado. Conforme engullían los nachos, la conversación fue derivando hacia las películas que les habían cautivado en su juventud y, sobre todo, las producidas por Disney. Pero no las de animación, sino las de imagen real.
Y es que, aunque muchos de los aficionados más jóvenes lo desconozcan, hubo una época en la que Disney estrenaba películas de aventuras con actores de verdad, como “La Isla del Tesoro” (1950), “Davy Crockett” (1955) y, especialmente, “20.000 Leguas de Viaje Submarino” (1954). Y ahí nació la idea de “Atlantis”, una apuesta verdaderamente arriesgada que trataba de romper con la fórmula que había resucitado a Disney pero que también lo había fosilizado creativamente.
“Atlantis” parece dirigida a un segmento más adulto del público de lo que suele ser habitual
para Disney. Así, no hay canciones, no hay animalitos divertidos ni esa irritante costumbre de insertar referencias anacrónicas a la cultura pop que tanto han lastrado otras producciones del estudio. Incluso se contrató a un profesional ajeno a la tradición Disney, el dibujante Mike Mignola (creador del comic “Hellboy”), para que aportara un estilo diferente a la producción, mucho más cercano al del comic-book.
Trousdale y Wise (que también firman la historia junto a otros nombres como el de Joss Whedon) adoptaron de la mencionada “20.000 Leguas de Viaje Submarino” el diseño
retrofuturista-Victoriano para sus perforadoras, globos aerostáticos, vehículos de época y, sobre todo, el lujoso sumergible –que, desgraciadamente, desaparece demasiado rápido de la trama-. Menos exitoso es el intento de crear el mundo atlante a base de cristales y estanques. La influencia del anime japonés se deja sentir particularmente en esa escena en la que Kida se transforma en un ser de luz pura (algo que se ha convertido casi en un cliché en el anime). La coreografía de algunas escenas de acción es también sobresaliente, sobre todo la lucha contra los leviatanes y el enfrentamiento en el clímax entre las naves atlantes y los mercenarios. Destaca asimismo el impresionante viaje a través de las enormes cavernas. Hay un plano muy logrado en el que Milo y Kida ascienden a la punta de la pirámide y la cámara gira 360 grados alrededor de ellos para mostrar toda la extensión de la isla hundida.
Ahora bien, dejando aparte los notables logros visuales, el principal problema es que la película intenta llevar sus aspiraciones trascendentales a los tópicos buenistas de Disney, que hoy en día resultan en exceso casposos, especialmente en sus ramalazos New Age. Así, “Atlantis” incluye
una denuncia contra la expoliación medioambiental y la explotación de culturas minoritarias o la creencia en el poder curativo de los cristales (el ser “de luz” resulta ser la encarnación combinada de todo el “corazón mágico” de esa civilización). Hay también algunos puntos en los que los guionistas no se han informado adecuadamente, por ejemplo, que una “lengua raíz” es aquella a partir de la cual evolucionan otros idiomas, no algo que sirve de traductor universal.
La película iba a ser originalmente incluso más oscura, intensa y violenta. Pero tras la masacre
del instituto de Columbine, en 1999, el equipo de producción decidió no cargar las tintas. La Aventura se conserva, pero los monstruos que devoraban seres humanos y los tiroteos muy explícitos se quedaron por el camino (revisando la película hoy, lo que más sorprende es ver cómo uno de los personajes no suelta un cigarrillo durante toda la historia). Por otra parte, hubo presiones del estudio, que no quería un producto que se saliera de su línea ni levantara polémicas o provocara una calificación de edad que no fuera para todos los públicos (cosa esta última que, al final, sí ocurrió).
Otro de los principales problemas de “Atlantis” reside en el excesivo número de personajes.
Sencillamente, no hay tiempo suficiente para desarrollarlos adecuadamente. No es que el guion deje de intentarlo con escenas en los que los vemos pasando el tiempo o intercambiando historias de sus pasados. Lo que ocurre es que no es suficiente. Le hace falta media hora más de metraje. Y esto es algo que no se suele decir normalmente en una época en la que ya nadie parece saber contar una historia en hora y media. Los cineastas trataron aquí de hacer una película de acción y aventuras para un público adolescente-adulto pero las restricciones del estudio impidieron darle el tiempo necesario para desarrollarla con la consistencia necesaria.
Las películas de animación tienden a ser algo más cortas que las de acción real y hay una buena
razón para ello. Con estas últimas, se rueda abundante metraje que luego se selecciona y recorta en la sala de montaje para conformar un film de hora y media o tres horas, dependiendo de lo que se busque. La longitud final que alcance la película no tiene repercusión real sobre el coste. Pero con un film animado, cada segundo cuesta dinero. Si a mitad de producción decides que tu trama de noventa minutos necesita media hora más, el coste se incrementa un treinta por ciento. Y en “Atlantis” hay demasiada historia y demasiados personajes para el tiempo del que se dispone y por eso toda la parte final resulta en exceso apresurada. Algunos de los personajes son bastante graciosos (como Vinny o Mrs.Packard), pero también planos y unidimensionales. Esto ya sería
un problema para una película “normal” de Disney, pero en esta, que trataba de ofrecer un producto diferente y más sofisticado, aún se agrava más, especialmente si tenemos en cuenta el giro que se coloca a mitad de historia.
Ya he mencionado cómo los creadores estaban tratando deliberadamente de alejarse de los tópicos Disney y otro de los ejemplos lo encontramos en la figura del villano. Rourke es el líder de la expedición y uno de los pocos villanos Disney que no es obvia y abiertamente perverso desde la primera vez que aparece. Tiene un diseño más heroico que villanesco e incluso se buscó para él la voz –en el original americano- de James Garner, actor famoso por haber encarnado personajes heroicos como Maverick. Pero Rourke no termina de funcionar porque, como la mayoría del reparto, está insuficientemente perfilado como para que la revelación sorpresa sobre sus auténticas intenciones cause impacto. Y como villano, sus motivaciones tampoco son demasiado interesantes: quiere ser rico. No es que un villano impulsado por la codicia no pueda funcionar, pero sí que necesita el soporte de un guion que le aporte un carisma distintivo.
Y lo mismo puede decirse para el resto de la tripulación. En el giro mencionado, se descubre que todos trabajan para el bando mercenario. Todos. Y aunque admito que es una decisión valiente, también lo es fallida. El guion ha querido que nos encariñáramos con todo un reparto que, con la excepción de Milo, de repente se descubre como una banda de despreciables carroñeros. El espectador tampoco tiene oportunidad de simpatizar con los atlantes porque, dejando al margen Kida y su padre Nekadh, ni uno solo tiene una línea de diálogo. Así que toda la empatía del público descansa al final sobre Milo, lo que es exigirle demasiado.
Y entonces ocurre que, otra vez, parte de los mercenarios de Rourke vuelve a cambiar de bando cuando se percatan de que el plan de enriquecerse condenará a los atlantes para siempre. Pero
como están tan escasamente caracterizados, este movimiento inverso no parece tanto fruto de su complejidad y multifacética personalidad sino de la esquizofrenia.
Disney depositó grandes esperanzas, ilusiones y esfuerzo en esta película. Se llegó incluso a encargar atracciones nuevas para los parques temático basados en ella, lo que supuso una inversión considerable. Desafortunadamente, aunque “Atlantis” puede considerarse como uno de los mejores films de Disney en el cambio de siglo (aunque no a la altura de los grandes clásicos), también fue uno de sus batacazos más considerables. Esto fue debido en parte y además de a las negativas críticas, a que se estrenó la misma semana que “Lara Croft, Tomb Raider” (2001), cuyo arrollador éxito eclipsó completamente a “Atlantis”. De hecho, fue el fracaso tanto de esta cinta como de otra
producida por Disney, “Pearl Harbor” (2001), en el espacio de solo un mes lo que forzó la inmediata dimisión del presidente del estudio, Peter Schneider tras tan solo un par de años en el cargo.
En ningún caso tuvo opción “Atlantis” a desbancar como película de animación de la temporada a “Shrek”, estrenada semanas atrás por la gran competidora de Disney en ese campo, Dreamworks. Puede que un factor adicional fuera que “Atlantis” recibiera el sello Parental Guide en la calificación por edades, la tercera del estudio en sufrirlo tras “Taron y el Caldero Mágico” (1985) y “Dinosaurio” (2000). No diría que “Atlantis” sea más violenta que
“El Jorobado de Notre Dame” (que también estuvo a punto de ser marcado con esa calificación), pero sí es cierto que tiene un tono y personajes más oscuros y amenazadores. La debacle afectó también a Gary Trousdale y Kirk Wise, que no solamente no volvieron a trabajar para Disney sino que fueron marginados de la industria (solo el primero consiguió dirigir algunos especiales televisivos de Shrek).
“Atlantis” es una película que, como he dicho, arrastra claros problemas de guion y un tercer acto apresurado y sin sentido. Pero no puedo sino guardar afecto y respeto por la valentía de sus creadores. Fue una iniciativa diferente y arriesgada y en cuyo diseño y dibujo se invirtió muchísimo cariño y talento. De haber contado con un mejor libreto y haberse estrenado en otro momento más propicio, quizá podría haber cambiado Disney para siempre, no solo en sus películas sino también en los parques temáticos y la televisión. Pero tal y como fueron las cosas y con el desastre que también supuso “El Planeta del Tesoro” tan solo un año después, Disney decidió que había tenido suficiente no sólo con los experimentos sino también con la ciencia ficción y regresó a la fórmula ya conocida.
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La ciencia ficción televisiva lleva ya años viviendo una época dorada. Desde que a finales de los ochenta, “Star Trek: La Nueva Generación” (1987-1994) resucitara el interés del medio por este género, se han producido muchísimos programas, algunos con más éxito y otros con menos. El nacimiento y permanencia de un canal dedicado exclusivamente a esta temática, Syfy, demostró que la ciencia ficción contaba con público suficiente como para ser rentable y el impacto de algunas producciones cinematográficas en los últimos años no ha hecho sino confirmar que estudios, guionistas, directores y aficionados, han dejado de considerarlo un género menor.
La aparición de las plataformas de streaming hace ya algunos años y volvió a dar un impulso a
la ciencia ficción. Por una parte, necesitaban producciones propias y, por otra, las querían especializadas en diferentes géneros para cubrir todo el rango de gustos del público. Y así, han ido estrenándose con regularidad un buen número de películas y series distribuidas exclusivamente en streaming. Ello ha enriquecido la oferta pero no necesariamente la calidad. Un buen ejemplo de ello es “Otra Vida”, creada por Aaron Martin para Netflix, un pastiche que mezcla los temas del primer contacto y exploración espacial utilizando como pegamento pedacitos de otros clásicos del cine.
En un futuro no muy lejano, Niko Breckinridge (Katee Sackhoff) es una astronauta que todavía
está asimilando el trauma de haberse visto obligada a sacrificar parte de la tripulación de su última misión cuando es elegida para una nueva y peligrosa tarea. Una nave alienígena aparentemente automática y con forma de ouróboros ha aterrizado en una zona rural de Estados Unidos (cerca de la casa de Niko, primera de las muchas e implausibles casualidades de la serie) y se ha transformado en una gran estructura cristalina, inerte e impenetrable a los esfuerzos de los científicos, dirigidos por Erik (Justin Chatwin), esposo de Niko, por establecer comunicación.
La misión de Niko, abandonando durante varios meses a Erik y la hija de ambos, Jana (Lina Renna), será la de liderar la nave interestelar Salvare hasta un planeta del sistema Canis
Majoris, de donde parece provenir el artefacto a tenor de las transmisiones que está realizando. El objetivo es “devolver” la visita a los alienígenas y averiguar si sus intenciones son amistosas u hostiles. En este futuro, las naves poseen motores hiperlumínicos y tecnología para hibernar a los astronautas pero, por supuesto, los problemas empezarán no mucho después de comenzar el viaje. La inteligencia artificial con proyección holográfica humanoide que controla todos los sistemas de la nave, William (Samuel Anderson), despierta al equipo titular de la tripulación para que se enfrente al primero de lo que va a ser un larguísimo encadenamiento de desastres.
Desastres agravados por la incomprensible selección de personal efectuada por los organizadores de esta misión llamada a cambiar el destino de la Humanidad. En primer lugar,
sustituyen al comandante inicialmente designado, Ian Yerxa (Tyler Hoechlin), rebajándolo a segundo al mando de Niko, pero dejando en sus puestos al resto de los astronautas leales a él y no a ella. Y en segundo lugar, éstos, un conjunto variopinto cuyos miembros han sido cuidadosamente seleccionados por Netflix para tener representadas todas las razas, géneros (includo un médico andrógino inteprretado por JayR Tinaco) y orientaciones sexuales, son un puñado de niñatos caprichosos, poco profesionales, desobedientes, asustadizos y con problemas para soportar el estrés. Más allá de la inexplicable gravedad que se genera en la nave, la velocidad hiperlumínica o la inteligencia artificial con sentimientos, lo más inverosímil de “Otra Vida” es que alguien hubiera elegido como mensajeros y representantes de la Humanidad a esta banda de cretinos, auténticas bombas emocionales.
Y, efectivamente, al poco de empezar la misión, Ian desautoriza a Niko, se enfrenta a ella
abiertamente, organiza un motín, la obliga a entrar en hibernación y luego y bajo su mando, a punto está de estrellar la nave contra una estrella. A partir de ahí, se producirá un intento de asesinato, una muerte, peleas y trifulcas, aireamiento de viejos fantasmas, rencillas e inicio de varias relaciones sentimentales y sexuales (con la correspondiente cuota gay e incluso un trío bisexual) que harán de la Salvare una auténtica olla a presión. En fin, nada que ver con otras películas de astronautas –o, ya puestos, la vida real- en las que, al margen de la camaradería o diferencias personales, el equipo es capaz de trabajar unido como una maquinaria bien engrasada y arrostrando las dificultades con cabeza fría y sensatez.
Para colmo, salvo Niko y Sasha, ninguno supera los treinta años, tienen todos un físico de
gimnasio (salvo el obeso biólogo Bernie) y en vez de vestir con los esperables pero prácticos monos de tarea, deambulan por camarotes y corredores ataviados con tops, shorts, ropas de deporte y modelitos varios como si fueran maniquíes puestos ahí para deleitar la vista del público juvenil. Incluida la propia Katee Sackhoff, que aguanta bien el tipo respecto a sus más jóvenes compañeros de reparto, con su pelo impecablemente moldeado con fijador y un cuerpo perfectamente tonificado.
Así que, en buena medida, la estructura de la serie es tan episódica como el “Star Trek” clásico, saltando de idea en idea de forma un tanto anárquica. En el curso del viaje de varios meses, en
cada capítulo o par de capítulos, la tripulación de la Salvare habrá de irse enfrentando, además de a las animadversiones y el mal ambiente creado a bordo por ellos mismos, a anomalías astronómicas inesperadas, infecciones de parásitos alienígenas, pérdida de oxígeno, invasión de una presencia extraterrestre hostil, averías de la inteligencia artificial, desastres mecánicos y tecnológicos… hasta la llegada, con unos cuantros tripulantes menos, al mundo de destino en el último capítulo.
Esta estructura funciona solo regular. En primer lugar, la acumulación de desgracias no resulta verosímil y muchas parecen más distracciones y desvíos forzados para explotar ciertos tópicos de las películas espaciales que
etapas del viaje con sentido narrativo. Y, en segundo lugar, ese salto de idea en idea, de catástrofe en catástrofe, se consigue sacrificando el trabajo de caracterización, porque todo el mundo a bordo de la Salvare está demasiado ocupado peleando por sobrevivir…o entre ellos mismos. Algunos tienen la pesonalidad perfilada pero de forma o bien insuficiente o bien incoherente.
Y en cualquier caso y excepto Niko y William, todos parecen un grupo de odiosos millenials que se han equivocado de plató de rodaje. Michelle (Jessica Camacho), la experta en
comunicaciones, es una sociópata amargada que sólo se dedica a gritar, jurar y malmeter; Sasha (Jake Abel), el político que está a bordo sólo por las conexiones de su influyente padre Secretario de Defensa, es un inútil oportunista; Bernie (A.J.Rivera), biólogo, es un insensato cuyas reiteradas desobediencias a punto están de acabar con la misión; el ayudante de ingeniería Oliver (Alex Ozerov), es un ruso tan inseguro de sí mismo que cuesta imaginar cómo alguien lo pudo elegir para esta misión… No puede extrañar que el espectador no sienta demasiado las muertes de algunos de ellos ya en los primeros episodios. Pérdidas, por otra parte, tampoco demasiado dramáticas porque muy convenientemente la Salvare lleva reemplazos hibernados para todos ellos.
Esta falta de caracterización de los miembros de la tripulación coloca una gran responsabilidad
sobre los hombros de Sackhoff, que es la encargada de soportar el peso emocional de la serie. Sobre ella volveré más tarde, pero baste decir ahora que en general, sale victoriosa aunque no pueda evitar de vez en cuando caer víctima de la torpeza del guion de ciertos episodios. Resulta creible tanto como amante esposa y madre como líder fuerte y decidida que, en la intimidad de su camarote, busca el consuelo de William o se conmueve hablando con su marido y su hija por holocomunicación. Cuanto más sufre su personaje, más física se torna su interpretación, algo también aplicable al resto de los actores que la acompañan en la nave y que, merced a continuos giros de guion, se ven sometidos a un carrusel emocional que les lleva a la ira, el autocastigo, la violencia, la enajenación o el terror.
Por su parte, William, la I.A., es una combinación de terapeuta, superego y dios todopoderoso
que parece sacado de “Her” (2013) o “Blade Runner 2049” (2017). Pero aunque la interpretación de Samuel Anderson es correcta y la relación que establece con Niko transmite afecto e intimidad, tampoco aporta nada nuevo respecto a otras historias de CF que tienen más que decir acerca de la conexión entre los hombres y la tecnología destinada a mejorarnos.
Es precisamente la tecnología de holocomunicación lo que, durante los primeros episodios, mantiene unidos no sólo a Niko y Erik sino a las dos subtramas de la serie. Pero conforme la Salvare se aleja de la Tierra y a raíz de un inoportuno accidente, se pierde el contacto entre una y la otra. A partir de ese momento, lo que ocurre a bordo y en la Tierra transcurre de forma totalmente
independiente (hasta el final de temporada). La serie se esfuerza, no siempre con éxito, en mantener la claridad y una apariencia de profundidad en una trama bifurcada (reminiscente de “Interstellar”) entre el drama en la Tierra y en la nave espacial.
Erik, por su parte, va haciendo avances en su propósito de obtener una reacción por parte del artefacto alienígena. El ritmo y el suspense de la serie se derrumban cada vez que la trama regresa a nuestro planeta para seguir los desvelos, fracasos y éxitos del científico para descifrar el lenguaje extraterrestre, la preocupación por el destino de su mujer y las interferencias tanto de los militares como de una chismosa youtuber-periodista, Harper Glas
s (interpretada por Selma Blair con una molesta tendencia a la sobreactuación), que quiere la exclusiva sobre cualquier noticia referente a los alienígenas sin importar consideraciones éticas de ningún tipo. Es como si todo esto conformara una serie diferente. El personaje de Erik está pobremente escrito y todo lo que se le permite hacer es hablar delante de pantallas de ordenador, consolar a su hija y tratar de conservar su puesto. Más allá de su amor por Niko y Jana y la pasión por su trabajo, poco se puede decir de él. En resumen, hasta el último par de episodios de la temporada, todo este segmento carece de auténtico interés y todos los supuestos conflictos que aborda son planos e insustanciales.
(Finaliza en la siguiente entrada)
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(Viene de la entrada anterior) Se diría que “Otra Vida” trata de romper el record de acumulación de tópicos de CF, como si hubiera sido el producto de una reunión de ejecutivos con la orden de crear un pastiche del género. Al fin y al cabo, “Stranger Things”, el mayor éxito de Netflix, es un híbrido nostálgico de películas y libros de los ochenta del pasado siglo. Asi que alguien debió pensar, ¿por qué no intentar lo mismo con la ciencia ficción? Si a la gente le encanta “Alien” (1979), “La Llegada” (2016), “Horizonte Final” (1997), “Solaris” (1972), “Abyss” (1989), “Encuentros en la Tercera Fase” (1975), “Perdidos en el Espacio” (1965-68), “Insterstellar” (2014) y “Battlestar Galáctica” (2004-2009), ¿cómo no va a disfrutar con una mezcla de todo ello? Error.
No pongo en duda que el creador de la serie, Aaron Martin, sea un gran fan de la ciencia
ficción, pero ese amor no se traslada a “Otra Vida” de forma coherente y ordenada. Ciertamente, “Stranger Things” toma elementos, conceptos, situaciones e ideas de otras obras, pero al menos las integra en algo nuevo o, como mínimo, con entidad propia. “Otra Vida”, por el contrario, los encaja uno tras otro: primer contacto, contagio de virus alienígena, amenaza extraterrestre a bordo al estilo de “La Invasión de los Ultracuerpos” (1978) –pasada por el filtro de “Battlestar Galactica”-, catástrofes tecnológicas y astronómicas diversas, invasiones extraterrestres, inteligencias artificiales que funcionan mal… De hecho, hay algunas escenas que llegan al borde del plagio, como esa salida del parásito alienígena del cuerpo de una astronauta directamente sacada de “Alien”; o la comunicación con el artefacto mediante música y colores, “inspirada” en “Encuentros en la Tercera Fase”.
Es frustrante también la falta de ambición en lo que se refiere a mostrar la escala del evento.
Un artefacto alienígena, la primera evidencia de vida extraterrestre, llega a la Tierra y se aposenta en la superficie. Y la única reacción que vemos (aparte de algunas caras asombradas de ciudadanos aleatorios al comienzo) es un grupo escuálido de científicos y militares rodeando al ingenio. ¿Qué pasa con el resto del planeta? ¿Cómo afectaría semejante descubrimiento a la vida de la gente? No es sorprendente que, siendo una serie americana, la nave aterrice en ese país pero, ¿qué consecuencias tendría ello en su relación con otras naciones interesadas en participar en la investigación?
En favor de la serie hay que apuntar que no esté artificialmente alargada. No tenemos aquí esos episodios iniciales de relleno tan habituales en las plataformas de streaming y que denotan que la cadena no tenía, en el fondo, historia suficiente para conformar una temporada entera. “Otra Vida” consta de sólo diez episodios y discurre con rapidez de una
aventura a la siguiente sin dejar que el espectador coja aire suficiente como para reflexionar demasiado sobre lo incoherentes, implausibles y torpes que son muchas de las cosas que se cuentan. Prueba de esa celeridad son las antes mencionadas muertes de personajes en los primeros episodios, un recurso que otras series hubieran reservado para el final.
Por desgracia, “Otra Vida” tiene demasiados problemas como para poder disimularlos con un ritmo frenético. Mejora algo conforme avanza la temporada, pero eso es sólo porque el episodio piloto es una incómoda amalgama de eventos y personajes. Ya he comentado lo absurdo de la selección de astronautas para una misión de tal
envergadura; y el giro en el que el segundo de abordo se amotina apoyado por parte de la tripulación es tan injustificado y brusco que hace descarrilar todo el episodio, necesitando luego varias entregas para poder recobrar la coherencia.
Además, toda la serie está salpicada de graves ataques a la lógica y la ciencia. El artefacto alienígena en la Tierra está tan mal custodiado que Erik y Jana pueden dar paseos nocturnos en sus proximidades; después de varias conversaciones muy serias acerca de la naturaleza secreta de su misión, Erik decide revelarle a Harper Glass los entresijos de su trabajo…¡en un trivial electrónico de un bar!; cuando la Salvare pasa junto a un astronauta a la deriva, se añaden efectos de sonido de un
motor rugiendo, ignorando que en el vacío no se oye nada. La supina estupidez de los astronautas se pone de manifiesto en esa escena –“inspirada” quizá en otra de “Prometheus” (2012)- en la que dos de ellos, en contra de cualquier noción de sentido común y prudencia, deciden quitarse los cascos en una luna para comprobar si el aire es respirable. Incluso después de recibir una reprimenda al respecto, uno de ellos vuelve a hacerlo varios episodios después en otro planeta. Cualquier aficionado a la CF comprende que es necesario cierto grado de suspensión de la incredulidad, pero este tipo de ocurrencias son pedir demasiado. Añádase a todo ello la dislocación entre el tono de culebrón que se gastan los astronautas y la trascendental misión en la que se hallan embarcados, y tenemos un resultado que no puede calificarse de inteligente.
Así que lo que puede salvar su visionado –al menos para ciertos espectadores- es, de nuevo,
Katee Sackhoff, una actriz más sólida de lo que podrían hacer pensar las películas en las que ha participado y la principal razón para continuar viendo la serie. Tiene talento y presencia como para coger un material y elevar su calidad independientemente del desastre que sea el conjunto (ahí está como ejemplo el efímero reboot de “La Mujer Biónica”, 2007). Su carrera tuvo un antes y un después con “Battlestar Galactica”, en la que interpretó a la carismática e intensa teniente Kara Thrace “Starbuck” en lo que sigue siendo su mejor trabajo. Tanta huella dejó con su personaje que era cuestión de tiempo que alguien le volviera a ofrecer participar en una space opera espacial. Quizá fueron los famosos algoritmos de Netflix los responsables de que contrataran a Sackhoff para “Otra Vida”, donde vuelve a encarnar a una mujer fuerte a bordo de una astronave.
El suyo es el personaje que más atención recibe por parte del guion, aquél que conforma el núcleo emocional de la serie. Por un lado, por el sentimiento de culpa que la atormenta a tenor de la decisión que tomó en la anterior expedición y a consecuencia de la cual murieron varios compañeros. Fue aclamada como heroína por haber salvado al resto y a la nave, pero lejos de suponerle un consuelo, siente que no merece tal reconocimiento. Por otra parte, están los remordimientos de haber abandonado en la Tierra a su marido e hija, no tanto llevada por el sentido del deber sino por el convencimiento de ser la más indicada para comandar la misión y la seguridad de que, si renuncia a hacerlo y algo sale mal en el curso de la misma, no podría soportarlo. Aunque el desastre acontecido en la nave
hace años sí se explora algo más en la segunda mitad de la temporada, el guion no nos muestra lo suficiente de la vida de Niko con su familia en la Tierra como para poder sentir la intensidad de su pérdida. En cualquier caso, siempre que Sackhoff aparece en pantalla, el mediocre guion se hace instantáneamente más plausible gracias a su capacidad para hacer que lo ridículo lo parezca menos y transmitir la épica y dramatismo de las situaciones en las que se ve envuelta.
Los presupuestos que maneja Netflix para efectos especiales son presumiblemente más
generosos que los de Syfy, así que aunque el guion y la dirección pertenecen claramente al ámbito de la serie B, “Otra Vida” sí ofrece al menos una factura visual moderadamente atractiva. Los planos de estrellas, el espacio, la nave y su equipamiento, el artefacto alienígena… aportan una apropiada sensación de escala y sentido de lo maravilloso. Los problemas de la tripulación con desagradables parásitos o una I.A. desquiciada están resueltos con eficacia. No está a la altura de otras series de CF de Netflix, como “Lost in Space”, “Black Mirror” o “Stranger Things” y al principio se llevó algunas críticas negativas no del todo carentes de razón (hay, por ejemplo, un episodio que transcurre en un planetoide y que fue
claramente grabado en un estudio; o momentos CGI no muy elaborados) pero no son los ocasionales tropiezos en el apartado técnico el principal lastre de la serie.
“Otra Vida” es, por tanto, una propuesta que –al menos en su primera temporada, que es la única disponible en el momento de escribir este artículo- no consigue cuajar en algo original o diferenciado. Es como un menú de sushi compuesto de trocitos extraídos de otras películas y series, para más inri harto conocidas, lo que le impide definirse bien por un enfoque valiente y riguroso, bien por el abiertamente pulp. Eso sí, es una serie directa, sencilla, rápida, que prefiere dar respuestas sin haber formulado antes las preguntas y que está protagonizada por gente irrealmente atractiva. Dado que según Netflix es una de sus diez series de CF más apreciadas por los suscriptores, quizá sea este despues de todo el tipo de CF preferida por los fans actuales.
Puedo entender perfectamente por qué muchos espectadores abandonarán la serie en sus primeros capítulos. “Otra Vida” empieza con mal pie en sus dos o tres primeras entregas. Sin embargo, si se consigue pasar del quinto episodio y disculpar algunos de los problemas de giuon que he mencionado, se percibe una cierta mejora. Las historias de la segunda mitad de la temporada son más interesantes, la trama empieza a centrarse en las intenciones de los alienígenas, buena parte de los tripulantes más enojosos mueren y Katee Sackhoff toma las riendas de su personaje.
Con todos sus inconvenientes,“Otra Vida” es un producto de serie B moderadamente entretenido para espectadores no muy exigentes. No es demasiado original en ningún sentido, pero al fin y al cabo una temporada de diez episodios tampoco supone una gran inversión de tiempo.
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Hay guiones que parecen marcados por la mala suerte, historias que permanecen durante años atrapadas en una especie de lista negra no oficial de la que salen de vez en cuando rescatadas por algún productor o director pero a la que vuelven cuando los hados se confabulan en su contra para seguir esperando mejor fortuna en la siguiente ocasión. Uno de ellos fue el de “Extinción”, que durante bastante tiempo llegó a estar en la agenda de proyectos de, por ejemplo, Joe Johnston (“Cariño, He Encogido a los Niños”, 1989; “Parque Jurásico III”, 2001) hasta que finalmente Universal Pictures le dio el visto bueno definitivo a su producción.
A primera vista, “Extinción” tenía al menos dos de los ingredientes necesarios para asegurarse
un buen recorrido comercial: una historia con potencial coescrita por Eric Heisserer (nominado al Oscar por “La Llegada”, 2016; y con otras incursiones en el género fantacientífico como “Pesadilla en Elm Street” 2010; la precuela de “La Cosa”, 2011; o “Expediente Warren 2” 2016); y un director prometedor, el australiano Ben Young, que tras abandonar la televisión había debutado con el film de secuestros “Hounds of Love” (2016) cuya distribución internacional obtuvo buenas críticas.
Pero en algún punto y por alguna razón no clarificada, Universal renunció a su intención inicial de estrenarla en cines. La mantuvo aparcada durante meses hasta que llegó a un acuerdo con Netflix para vendérsela por una cantidad no revelada. Tal movimiento levantó sospechas acerca de la confianza del estudio en la película. Y, efectivamente, resultó que en este caso, los ejecutivos tomaron la decisión acertada, ahorrándose una fortuna en gastos de promoción para un producto mediocre.
En un futuro cercano, Peter (Michael Peña), un trabajador normal y corriente, lleva una vida feliz con su mujer Alice (Lizzy Caplan) y sus dos hijas, Hannah (Amelia Crouch) y Lucy (Erica Tremblay). Sin embargo, desde hace semanas viene sufriendo visiones, delirios y pesadillas en los que llegan naves del espacio y masacran indiscriminadamente a todo el mundo, quedando él y su familia atrapados en mitad del horror. Atendiendo al ruego de la
preocupada Alice para que busque ayuda, acude a una clínica del sueño sugerida por su jefe, David (Mike Colter). Pero lo que ve y oye allí le produce aún más inquietud y decide no permitir que le examinen y traten.
Aquella misma noche, mientras celebran en casa una fiesta con algunos vecinos por el reciente ascenso profesional de Alice, las pesadillas de Peter se hacen realidad. La ciudad es atacada por una flota de naves y extraños humanoides asesinan a cientos de personas sin que se sepa cuáles son sus intenciones últimas. Consiguen a duras penas huir de su edificio para dirigirse a la fábrica donde trabaja Peter, en cuyos sótanos estarán seguros. Pero en el accidentado camino hasta allí, los
protagonistas tendrán una serie de revelaciones que les descubrirán que la realidad no es tal y como todos creían.
“Extinción” empieza como un drama psicológico sobre un hombre cuya vida familiar está desintegrándose por culpa de unas pesadillas (un concepto ya visto en “Take Shelter”, 2012) pero súbitamente se transforma en otra historia del montón sobre invasiones alienígenas. Nada de lo que vemos durante el largo segmento del ataque destaca ni aporta novedad alguna. Toda la secuencia que transcurre en el edificio de apartamentos donde quedan atrapados Peter y su familia y amigos recuerda a, por ejemplo, “Skyline” (2010) o
“Monstruoso” (2008), aunque con peor factura visual. Durante más de la mitad del metraje, “Extinción” es decepcionantemente aburrida, no por falta de acción o ritmo sino, como digo, por su encadenamiento de lugares comunes del subgénero y consecuente predictibilidad. Es como la hermana pobre de títulos como los arriba mencionados u otros como “Independence Day” (1996) o “La Guerra de los Mundos” (2005).
Hasta que, alrededor de una hora después del inicio, llega el abrupto y siniestro giro (
ATENCIÓN: SPOILERS HASTA EL FINAL) en el que uno de los invasores, que resulta ser humano, se aviene a atender médicamente a una moribunda Lizzy y, cuando le abre el abdomen, se descubre una maraña de circuitos y partes mecánicas; luego, le pide a Peter que se abra el pecho con un escalpelo y, como su esposa, resulta ser una criatura mecánica. Es un momento muy clásico de sorpresa al mejor estilo Philip K.Dick y muy en la línea de lo que ya se había visto en, por ejemplo, “Sospechoso Desconocido” (1995) o “Infiltrado” (2002).
Es un giro que, por fin, capta la atención del espectador, le hace replantearse todo lo que había dado por supuesto en la historia hasta ese momento y le renueva la esperanza de poder, ahora sí, ver algo diferente. Pero no. Porque inmediatamente después y tras unos flashbacks que
describen brevemente la verdad sobre ese mundo y cómo llegó a existir, la película regresa a un tono poco imaginativo y formulaico a base de carreras, tiroteos, actos heroicos, reencuentros emotivos con los seres queridos, etc. No parecería tanto que ese giro se ha encajado exclusivamente para sorprender al espectador, forzando la verosimilitud y coherencia del guion, si se hubiera explicado adecuadamente cómo podría haber funcionado un mundo de máquinas que no conocen su propia naturaleza. ¿Qué sentido tiene para una especie artificial inteligente el borrado de su memoria? ¿Qué ocurre cuando alguna se avería, tiene un accidente o, simplemente, se hace un corte en la piel? ¿No descubrirían entonces su auténtica condición?
El potencial de ese giro sorpresa –que, además, llega demasiado tarde para mantener el interés
de la mayoría de los espectadores- es con seguridad la razón por la que muchos de los involucrados, incluido el estudio que lo financió, se unieron al proyecto. Podría haber sido un buen punto de partida para una serie televisiva que explorara los dramas de una sociedad dividida entre humanos y humanoides artificiales. Pero todo ese potencial se desperdicia en un par de flashbacks y casi todo lo demás que rodea a esa idea es, como mínimo, mediocre, material recalentado de otras películas anteriores y mucho mejores.
Prácticamente nadie del reparto transmite carisma o emoción. Incluso Michael Peña parece
fuera de lugar en su papel de héroe titular. Es un actor que funciona mucho mejor como comparsa de otro de mayor enjundia y personalidad y su presencia aquí sólo sugiere que el presupuesto no permitía contratar estrellas de primera división. Con todo y con eso, Peña, como Luzzy Caplan, Mike Colter o Emma Booth, son actores con talento pero que aquí parecen sonámbulos, contentándose con acompañar a la historia hasta el giro trascendental y luego dejarse llevar hasta el desenlace. Ninguno de ellos cae particularmente bien así que es difícil que al espectador le importe lo que les ocurra al final. Es la consecuencia de sustentar la película exclusivamente sobre la acción y el giro sorpresa, descuidando la caracterización.
“Extinción” es también una de esas películas en las que, para mantener artificialmente viva la acción y el suspense, todo el mundo tiene que tomar decisiones erróneas continuamente, como que Lucy salga de su escondite en el peor momento posible para recuperar su osito de peluche; o que el grupo opte por quedarse en una ratonera y disparar a los alienígenas en lugar de huir. Hay pocos momentos en “Extinción” que sean verdaderamente satisfactorios, lo cual es muy frustrante porque la idea de partida tenía potencial.
Los efectos especiales son adecuados pero se dirían diseñados por una empresa cuyo encargo hubiera sido el de recortar gastos sin que se notara demasiado. Por eso hay mucho polvo, los
tonos cromáticos son oscuros (el protagonista, incluso, lleva una camiseta verde que se funde con los fondos) y todo transcurre de noche. Sí, puede que los alienígenas hubieran decidido que esa era la mejor hora del día para invadir, pero también que de esta forma se puede ahorrar dinero en los efectos y ocultar los fallos. Muchas explosiones son demasiado brillantes y anaranjadas, recordando las casposas producciones de acción ochenteras. La dirección de Young de las escenas de acción es bastante plana y sus intentos de crear suspense totalmente predecibles.
Ya fuera porque el proyecto le venía grande a un director todavía sin recorrido en el género o por presiones para finalizar rápido la película, “Extinción” terminó siendo un buen concepto mal embalado. Habida cuenta del abierto final, quizá Young y el equipo de guionistas la crearan con la vista puesta en hacer secuelas que ampliaran más las ideas expuestas aquí; o continuarla como una serie para televisión. No creo que Michael Peña o Lizzy Caplan le hubieran hecho ascos a la perspectiva de asegurarse el trabajo con una serie de ciencia ficción de varias temporadas.
Pero a la postre y tal y como fueron las cosas, probablemente todos los que participaron en la
película debieron sentirse aliviados de no verla expuesta a una incierta distribución en cines y dejar, en cambio, que reposara semiolvidada en un rincón oscuro de Netflix. Puede que algunos espectadores la encuentren allí, se decidan a hacer “click” con el mando y, si aguantan una hora, se vean recompensados con un interesante giro y un puñado de escenas de acción que les convenzan. Más allá de eso, sin embargo, hay poco en “Extinción” digno de recomendar.
Como reflexión final, me gustaría destacar el papel que pueden jugar las plataformas de streaming a la hora de dar a conocer películas de serie B que de otro modo quizá no vean nunca
la luz. Antes de “Extinción”, Netflix ya había hecho una jugada semejante con Paramount, comprando por 50 millones de dólares “The Cloverfield Paradox”, título que el estudio temía se hundiera en taquilla. En principio, este tipo de acuerdos parecen beneficiosos para todos los implicados. Netflix se hace con los derechos exclusivos de estreno y exhibición sin tener que pagar la factura de producirlas; los estudios pueden compensar los gastos en los que han incurrido y, además, no se ven obligados a pagar costosas campañas de marketing; y los aficionados tienen acceso a películas que podrían ser interesantes, incluso buenas, y que de otro modo quizá hubieran quedado durmiendo el sueño de los justos para siempre. Otra modalidad fue la que siguió “Aniquilación” (2018), que se exhibió en cines en Estados Unidos, Canadá y China, pero que para el resto del mundo solo estuvo disponible a través de Netflix.
La idea puede ser buena, pero suscita dudas acerca de la calidad de las películas que a medio
plazo conformarán el catálogo de Netflix. Si esta tendencia se consolida sin ejercer un criterio selectivo, esa empresa podría acabar siendo un basurero de films no considerados suficientemente buenos para tener una distribución en salas. Y, para colmo, películas cuyos puntos fuertes en pantalla grande (por su belleza visual, por ejemplo) quedan diluidos al verla en formato televisivo ven en cambio resaltados los débiles (diálogos torpes, narrativa irregular). Quizá sea una estrategia rentable para Netflix de cara a llenar su fondo de catálogo, pero no parece un argumento muy atractivo para venderse a posibles suscriptores.
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Isaac Asimov había sido uno de los proyectos personales del editor de la revista “Astounding Science Fiction”, un joven prodigio al que apadrinó, moldeó y guió conforme fue madurando como escritor de CF. Tras cosechar buenos resultados con dos de sus relatos de robots, “Razón” y “¡Mentiroso!” (en este último se presentaba a la robopsicóloga Susan Calvin) y establecer con ellos el inicio de una saga, Campbell le advirtió de que no se atase a una fórmula determinada. Cuando Asimov, que aún estudiaba Química en la universidad de Columbia, se reunió con él el 17 de marzo de 1941, el editor le propuso una idea que había tenido a partir de un pasaje del poeta Ralph Waldo Emerson: “Si las estrellas aparecieran una noche en mil años, ¡cómo creerían en ellas los hombres y las adorarían, y preservarían por muchas generaciones el recuerdo de la ciudad de Dios que les fue mostrada!”
Campbell le preguntó qué pensaba él que sucedería si los hombres contemplaran las estrellas
por primera vez en mil años. Asimov, que desconocía ese texto, no sabía muy bien qué contestar. Campbell lo tenía claro: “Creo que se volverían locos. Quiero que escribas una historia sobre ello”.
Fue la segunda idea sobre hombres volviéndose locos que el editor había pasado a uno de sus escritores (la primera había sido “Ocurren Explosiones”, para Heinlein, incluida en su “Historia del Futuro”) y derivaba directamente de su interés por la psicología. Campbell nunca le había propuesto anteriormente nada tan concreto y Asimov no estaba seguro de si lo había reservado para él en particular o simplemente fue el primero de sus autores que se presentaba ese día y al que se lo endosó. Pero, en cualquier caso, se lo tomó como una prueba. Acordaron titularla “Anochecer”, discutieron sobre posibles razones por las que las estrellas pudieran no ser visibles y al final, Campbell lo despidió diciéndole: “Vete a casa y escribe la historia”.
A decir de Asimov, nunca había escrito algo con tanta facilidad y, tras algunas correciones por parte de Campbell, “Anochecer” apareció en el número de septiembre de 1941 de “Astoundig Science Fiction”.
El planeta Kalgash está al borde del caos, pero sólo lo saben un puñado de personas. Esa civilización sólo ha conocido la perpetua luz del día porque durante más de dos milenios, sus cielos siempre han estado ocupados por la combinación de al menos dos de sus seis soles. Nunca han tenido que preocuparse por las bombillas, la electricidad, las lámparas de gas o las velas. De hecho, una de las fobias comunes a todos sus habitantes es la oscuridad, una experiencia generada artificialmente que la mayoría no puede soportar, aunque sea como parte de algún tipo de juego o atracción de feria.
“Imagina la Oscuridad... por todas partes. Ninguna luz hasta tan lejos como puedas ver. Las casas, los árboles, los campos, el suelo, el cielo..., ¡todo negro! Y Estrellas asomándose en medio de todo ello, si escuchas lo que predican los Apóstoles..., Estrellas, sean lo que sean. ¿Puedes
concebirlo?
—Sí, puedo —declaró Beenay, más truculento aún.
—¡No! ¡No puedes! —Sheerin golpeó la mesa con el puño, presa de una repentina pasión—. ¡Te engañas a ti mismo! No puedes concebir eso. Tu cerebro no fue construido para ese concepto,
como tampoco lo fue para... Mira, Beenay, tú eres matemático, ¿no? ¿Puede tu cerebro concebir de una forma real y completa el concepto de infinito? ¿De eternidad? Sólo puedes
hablar de ello. Reducirlo a ecuaciones y fingir que los números abstractos son la realidad, cuando de hecho son sólo signos sobre el papel. Pero cuando intentas realmente abarcar la idea de infinito en tu mente empiezas a sentir vértigo muy deprisa, estoy seguro de ello. Una fracción de la realidad te trastorna. Lo mismo ocurre con la pequeña cantidad de Oscuridad que
acabas de saborear. Y cuando lo auténtico llega a tí, tu cerebro tiene que enfrentarse a un fenómeno que está más allá de los límites de tu comprensión. Te vuelves loco, Beenay. Completa y permanentemente. ¡No tengo la menor duda de ello!”
En un planeta donde jamás se han visto las estrellas porque no hay noche y donde lo único que ocupa los cielos son los seis soles, el trabajo de astrónomo no es particularmente fácil, interesante o diverso. Pero resulta que algunos científicos que están tratando de plantear un modelo para los movimientos de los soles, descubren que, de forma inminente y cumpliendo un ciclo orbital periódico de 2049 años, sus estrellas van a alinearse tras otro planeta del sistema y desaparecer en un eclipse que
oscurecerá por completo al planeta. El hallazgo es aún más preocupante por cuanto su predicción coincide con la de un culto religioso que se autodenomina Apóstoles de la Llama y que han estado profetizando el advenimiento de la oscuridad y urgiendo a la gente a unirse a su fe para salvarse. Para colmo, los últimos descubrimientos arqueológicos muestran que la mayoría de las antiguas civilizaciones han seguido un ciclo ascendente que se detiene bruscamente cada poco más de dos mil años en una orgía de fuego y destrucción.
La historia comienza en la noche del eclipse. Los científicos de la Universidad de Saro están preparados con sus instrumentos y ordenadores para registrar el evento, aunque no pueden evitar el miedo a lo desconocido. Mientras tanto, en el exterior del observatorio, los fanáticos religiosos alimentan el pánico. Sin embargo y hasta ese momento, la mayoría de la gente corriente de Lagash no cree ni a unos ni a otros. Sencillamente, no pueden concebir que suceda algo como la noche. Y entonces, el eclipse comienza.
“Anochecer” es un relato característico de la ciencia ficción de Asimov en tanto en cuanto
describe una sociedad básicamente humana en todos los sentidos –fisiológicos, psicológicos, sociales- y, además, ambientada en el presente. De hecho, Lagash bien podría ser la Tierra del siglo XX. Es este un tipo de CF que recuerda aquellas novelas históricas ambientadas, por ejemplo, en la Antigua Roma, pero cuyos personajes piensan y hablan como caballeros ingleses de la era victoriana. Asimov nos pide que creamos que una cultura que ha evolucionado en un sistema estelar remoto bajo condiciones astronómicas completamente diferentes de las nuestras –condiciones, por otra parte, necesarias para llegar al resultado que pretende- podría, sin haber tenido contacto alguno con la Tierra, ser un duplicado prácticamente exacto de la misma. Incluso se refieren a sí mismos como humanos y la única diferencia con nosotros es que añaden un número a sus nombres. Al comienzo del relato, un impaciente burócrata de la universidad está siendo incordiado al estilo de los periodistas americanos de la vieja escuela por un reportero que habla con expresiones coloquiales reconocibles para el lector de entonces. En este sentido, no se puede hablar de creación de mundos, civilizaciones o futuros alienígenas y quien busque aquí tal cosa puede sentirse decepcionado.
Pero a pesar de ello y algún que otro agujero de guión, Asimov consigue desarrollar una historia dramática, con suspense y muy entretenida que va hilando varias tramas hasta su colusión. Ciertamente, los personajes no están muy bien caracterizados y hoy resulta llamativa la ausencia de mujeres, pero esto no importa demasiado dado que “Anochecer” se apoya en el concepto central (¿qué consecuencias tendría sobre la gente asistir a un eclipse cuando nadie es capaz de concebir tal fenómeno) y la trama más que en los personajes. Por otra parte, esto era común a la inmensa mayoría de los relatos pulp de todos los géneros.
Otro de los aciertos de Asimov y clave en el éxito del relato reside en cambiar nuestro punto de vista y marco de referencia para demostrarnos que nuestra imaginación y percepción están lastradas por nuestra esclavitud a la gravedad terrestre. Puede que pensemos en cosas que nos parezcan imposibles, pero el universo es tan grande y tan diverso que no dejará de sorprendernos. “Anochecer” nos hace pensar en cómo sería nuestra propia vida sin oscuridad. No tendríamos constelaciones, nombres mitológicos para los cuerpos celestes, escenas románticas a la luz de la Luna, espectáculos grandiosos como la aurora boreal o las lluvias de estrellas ni tampoco cuentos y relatos maravillosos sobre lo que nos espera más allá de nuestro sol.
En la historia, uno de los astrónomos más jóvenes pone sobre la mesa el caso hipotético de que
existiera vida un planeta con un único sol, un mundo en el que “los astrónomos habrían establecido la gravedad probablemente antes incluso de inventar el telescopio. Las observaciones a simple vista hubieran sido suficientes para deducirlo todo”.
- Es agradable pensar en ello como en una hermosa abstracción..., como un gas perfecto o el cero absoluto —admitió Sheerin.
—Por supuesto —siguió Beenay—, está el problema de que la vida sería imposible en un planeta así. No recibiría suficientes luz y calor, y si girara sobre sí mismo habría una Oscuridad total durante la mitad de cada día. Ese fue el planeta que me pediste en una ocasión que imaginara, ¿recuerdas, Sheerin? Donde los habitantes nativos estarían completamente adaptados a una alternancia de día y noche. Pero he estado pensando en ello. No podría haber habitantes nativos. No se puede esperar que la vida, que depende fundamentalmente de la luz, se desarrolle bajo unas condiciones tan extremas de ausencia de luz. ¡La mitad de cada rotación axial se produciría en la Oscuridad! No, nada podría existir bajo condiciones como ésas”.
El astrónomo también se atreve a sugerir la fantástica idea de que las estrellas de las que habla el Libro del Apocalipsis de los cultistas pudieran ser “otros soles en el universo”, lo suficientemente lejos como para ser invisibles durante el perpetuo día de Lagash y no afectar al equilibrio gravitacional de los seis astros del sistema.
—Es sólo una idea loca —dijo Beenay con una sonrisa—, pero espero que veas a dónde quiero ir a parar. Durante el eclipse, esa docena de soles se harán bruscamente visibles, porque durante un corto tiempo no habrá ninguna auténtica luz solar que ahogue su brillo. Puesto que se hallan tan lejos, aparecerán muy pequeños, como meras canicas. Pero ahí los tendremos: las Estrellas. Los repentinos puntos emergentes de luz que los Apóstoles nos han estado prometiendo.
—Los Apóstoles hablan de un "número incontable" de Estrellas — observó Sheerin—. Eso no me parecen una o dos docenas. Más bien unos cuantos millones, ¿no crees?
—Una exageración poética —dijo Beenay—. No hay espacio suficiente en el universo para un
millón de soles..., ni aunque estuvieran apelotonados el uno contra el otro de modo que se tocaran.
—Además —ofreció Theremon—, una vez tenemos una o dos docenas, ¿podemos realmente hacer distinción en el número? Apuesto a que dos docenas de Estrellas pueden parecer un "número incontable"..., sobre todo si resulta que nos hallamos en medio de un eclipse y todo el mundo está ya loco a causa de contemplar la Oscuridad. Hay tribus en las tierras interiores que sólo tienen tres números en su lenguaje: "uno", "dos", "muchos". Nosotros somos un poco más sofisticados que eso, supongo. Así que para nosotros una o dos docenas son algo comprensible, y luego, simplemente, nos parecen "incontables". —Se estremeció de excitación—. ¡Una docena de soles, de pronto! ¡Resulta difícil imaginarlo!"
Las sectas de iluminados que se aprovechan del miedo de la gente crédula, son algo que no inventó Asimov (los movimientos cristianos milenaristas hacía tiempo que arrastraban a mucha gente en Estados Unidos) pero desde luego no han muerto ni siquiera en la actualidad, cuando parece que es la tecnología y la ciencia la que dominan nuestras vidas. Ahí está, sin ir más lejos, el Apocalipsis Maya que tanto se publicitó para 2012.
Asimov plantea una oposición binaria y absoluta entre los científicos (el Bien), que se esfuerzan por comprender la mecánica celestial limitados por el brillo perpetuo de su cielo; y los Cultistas (el Mal), cuyas escrituras sagradas, según nos dice, fueron escritas por “algunas de las mentes más listas del nuevo ciclo..., basándose en los fugitivos recuerdos de los niños, combinados con los confusos e incoherentes balbuceos de los idiotas medio locos, y sí, quizás algunos de los relatos contados por los zoquetes”. Escrituras que profetizan que “los seis soles entrarán en la Caverna de la Oscuridad y desaparecerán, las Estrellas se manifestarán a nosotros, y todo Kalgash será pasto de las llamas”. Es una confrontación ideológica que, desgraciadamente, no ha perdido vigencia, solo se ha transformado. Ahí están los avisos de los climatólogos respecto a las catástrofes que provocará el cambio climático, y aquellos que niegan que se esté produciendo.
En cualquier caso, la batalla que plantea Asimov entre Ciencia y Religión es en términos absolutos. Tanto los científicos como los cultistas están de acuerdo en que la Noche se aproxima. Pero mientras que los segundos creen que es un día del juicio divino en el que se castigará a los no creyentes, los primeros están convencidos de que
será sólo un fenómeno astronómico que durará unas cuantas horas. La simple solución de los cultistas para escapar a la locura que sobrevendrá es tener fe en sus escrituras. Para ellos, quienquiera que crea lo que afirman los científicos, está condenado a fenecer por la locura inspirada por la visión de las Estrellas. Por su parte, los científicos están convencidos de que cualquiera que crea lo que afirman los cultistas, acabará víctima de la locura por no tomar las precauciones necesarias (básicamente, encerrarse en refugios preparados ex profeso hasta que el eclipse termine).
Naturalmente, siendo este un mundo imaginado por un ateo y racionalista como Asimov, los científicos son los que terminan teniendo razón, si bien ambos bandos estaban en lo cierto respecto a la histeria causada por la Oscuridad independientemente de la creencia de cada cual. Quizá el enfoque de Asimov fuera producto de la polarización extrema entre Religión y Ciencia que ha existido desde siempre en los Estados Unidos y que se manifiesta de manera especialmente abierta hoy día entre Creacionistas y Evolucionistas; pero lo que plantea es una situación burdamente simplificada en la que dos bandos se enfrentan y entre los que no hay campo común de entendimiento, como si los científicos no pudieran tener creencias religiosas o los hombres de fe siempre fueran enemigos acérrimos de la ciencia.
Cabe destacar también que varios de los temas e ideas que se apuntan serían más adelante mejor y más extensamente desarrollados en el ciclo de la Fundación: el determinismo cíclico
por el que las civilizaciones se derrumban (aunque en “Anochecer” no sería tanto un proceso como un cataclismo natural), los avisos de un desastre inminente que nadie escucha, el grupo de científicos que preservan el conocimiento para la edad oscura que se avecina…
Con más de 13.000 palabras, “Anochecer” fue la historia más larga que Asimov había escrito hasta el momento y la que más ingresos le generó: 166 dólares de la época, nada mal para un jovencito aún en la universidad. John W.Campbell supo apreciar el buen escritor que Asimov prometía ser y, dispuesto a conservarlo, le aumentó la tarifa a 1.25 centavos por palabra. Hasta ese momento, nadie, ni siquiera él mismo, le había considerado más que un escritor de segunda, pero gracias a esta obra su nombre apareció en la portada de “Astounding” por primera vez y pasó a ser uno de los más apreciados colaboradores de la revista. Desde su publicación, “Anochecer” se ha considerado como un clásico del género y en la década de los sesenta, la Asociación Americana de Escritores de Ciencia Ficción y Fantasía la votó como el mejor cuento del género jamás escrito.
En 1988, Martin H.Greenberg (viejo amigo, colega y socio de Asimov, compilador de
antologías, editor y cofundador del Sci-Fi Channel), tuvo una idea –aunque no de las mejores-: coger la historia corta de Asimov y, conservándola básicamente intacta, añadir un comienzo y un final que la expandieran hasta convertirla en una novela. El elegido para llevar a cabo la tarea fue Robert Silverberg en lo que fue la primera de las tres colaboraciones que harían los reputados autores realizando el mismo trabajo con otras dos obras. De todas formas, quizá decir colaboración lleve al engaño, porque el auténtico artífice de estas novelas fue Silverberg, limitándose Asimov a supervisar y aprobar todo lo que hizo aquél.
En cualquier caso, en 1990 aparece “Anochecer”, una novela que puede evaluarse desde dos puntos de vista distintos: como una obra en sí misma o como ampliación de un trabajo más breve. En el primer caso, el trabajo de Silverberg es aceptable pero no particularmente destacable. Como expansión de un relato más breve y antiguo, en general Silverberg ofrece un resultado desde luego más sofisticado que el original. Suaviza los rasgos más pulp del estilo que Asimov tenía entonces, añade personajes nuevos, a los viejos les otorga una mayor profundidad y vida emocional y fortalece el papel y personalidad de las mujeres. La historia cobra mayor sustancia con los añadidos del comienzo y el incremento del
suspense conforme se acerca el día fatídico está mejor llevado. Pero es en el último tercio, centrado en el panorama postapocalíptico tras el eclipse, que la trama se pierde y se diluye la fuerza del concepto inicial.
Silverberg respeta la historia tal y como Asimov la planteó, utilizando las mismas palabras y descripciones, sobre todo en la secuencia que desemboca en el eclipse e inmediatamente después. Ahora bien, el cuento terminaba con la llegada de la oscuridad, dejando que el lector imaginara lo que podría suceder a continuación. Silverberg amplía la historia más allá y ahí es donde tropieza. La trama pasa a ser una aventura postapocalíptica como tantas otras que a esas alturas (recordemos, 1990) ya se habían visto en literatura y cine, se hace tediosa, innecesariamente descriptiva, introduciendo un romance que parece fuera de lugar y estirándose de forma aburrida hasta un final soso y decepcionante.
En concreto, el final incluye un giro sorpresa implausible que contradice en buena medida el desarrollo de la historia hasta ese punto y debilita el conjunto: los malos son en realidad buenos a su manera y el villano supremo es una creación virtual. Por supuesto, Silverberg tenía forzosamente que mantener durante buena parte de la trama el sesgo antireligioso que exhibía Asimov en la primera parte, pero tratar de vender la idea de que el líder religioso principal sea un engaño que jamás se muestra en persona y que quienes se nos habían presentado como fanáticos van a ser, a fin de cuentas, los salvadores de lo que queda de civilización, es quizá pedirle demasiado el lector.
En cualquier caso, “Anochecer”, la novela, no es ni tan buena como las mejores obras de Silverberg ni está a la altura de lo mejor de Asimov. Y ese es el problema. Dada la accesibilidad de la historia corta –que ha sido incluida en multitud de compilaciones- ¿para qué molestarse en abordar su expansión dado que es un trabajo menor?
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"King Kong" (1933) es uno de los clásicos inmortales del cine fantástico. Fue creado por Merian C.Cooper y Ernest B.Schoedsak, dos directores especializados en rodar documentales en regiones remotas del planeta y en circunstancias muy difíciles; y el mago de los efectos especiales Willis O'Brien, pionero en la técnica del stop motion. La película no sólo fue un éxito arrollador en la América de la Gran Depresión, tan necesitada de evasión y maravilla, sino que dio origen prácticamente en solitario a todo un ilustre subgénero, el de monstruos gigantes, que ha dado obras tan famosas como "El Monstruo de los Tiempos Remotos" (1953), las distintas versiones de Godzilla, "Parque Jurásico" (1993) y tantos otros.
Por supuesto, tal éxito hizo que las secuelas y derivaciones no tardaran en llegar. En aquel
mismo año se estrenó también la mediocre pero moderadamente divertida “El Hijo de Kong" (1933), reciclando parte del equipo y reparto de su predecesora. En los años sesenta, los estudios japoneses Toho se hicieron con los derechos para utilizar a Kong y lo enfrentaron a su propia criatura en "King Kong contra Godzilla" (1962) y luego contra un doble robótico de sí mismo en "King Kong Se Escapa" (1967). Después llegó el productor Dino de Laurentiis con su fallido (aunque económicamente rentable) remake de 1976, protagonizado por Jeff Bridges y Jessica Lange y para el que se sustituyó la animación stop motion por un hombre con un traje de simio y se introdujo un incómodo subtexto sexual en la relación entre la chica y el monstruo. La secuela de ésta, "King Kong 2" (1986), fue una de las películas más absurdas jamás hechas.
Bastantes años después, entra en escena Peter Jackson. Sobre su obra y figura no voy a extenderme demasiado, pero a comienzos del nuevo siglo y gracias al inmenso éxito comercial y artístico de su trilogía de "El Señor de los Anillos" (2001-2003), se había convertido en uno de los profesionales más poderosos y mejor pagados de Hollywood. En un periodo relativamente corto desde finales de los ochenta, había pasado de ser un director de películas gore de serie B a llamar la atención de la crítica generalista gracias a un drama/thriller basado en una historia real, “Criaturas Celestiales” (1994). Después de ésta y mientras se hallaba
realizando "Atrápame esos Fantasmas" (1996), Jackson anunció que su siguiente proyecto sería un remake de "King Kong". Según comentó y como le había ocurrido a tantos niños de varias generaciones antes que a él, vio el film en su infancia y le impactó profundamente. Ya a los doce años y con una cámara doméstica, trató de recrear la película a su manera. Ese sueño le acompañó desde entonces y estimaba que había llegado el momento de abordarlo.
Para ello contaba con el apoyo de un estudio importante, Universal, que tenía tras de sí una larga tradición en el cine fantástico y quería aprovechar lo que parecía un momento
particularmente propicio: en 1998 se estrenaron los remakes de gran presupuesto de "Godzilla" y "Mi Gran Amigo Joe" y se disponía de herramientas digitales -creadas para "Parque Jurásico" años antes- con las que dotar de vida a criaturas imposibles. Llegó a escribirse un guion que incluía sustanciales diferencias en algunos de los personajes principales. Pero por diversas razones - entre ellas el fracaso de "Atrápame esos Fantasmas" y el pobre resultado en taquilla de las películas de monstruos mencionadas-, el gran gorila quedó aparcado y Jackson se sumergió en "El Señor de los Anillos”.
Con la perspectiva que da el tiempo, fue una suerte que Peter Jackson no pudiera hacer su
película de Kong en 1998 y hubiera de esperar siete años más para retomar su proyecto, otra vez de la mano de Universal. Cuando se lo planteó seriamente en primera instancia, Jackson no era más que un realizador desconocido con solo un film de primera división, "Criaturas Celestiales”, cuyo éxito había sido más de crítica que de taquilla. Tras "El Señor de los Anillos", sin embargo, su situación era radicalmente distinta. No sólo le envolvía el aura del triunfo absoluto tanto en términos de crítica como de público, sino que él y sus compañías de diseño y efectos visuales, Weta Workshop y Weta Digital, habían aprendido durante la ardua producción de la trilogía a dominar todos los aspectos técnicos relacionados con la creación de mundos y criaturas de fantasía.
En 1998, Jackson no hubiera tenido a su alcance ni el dinero ni los conocimientos técnicos -ni siquiera la tecnología- necesarios para hacer la película que él quería. Pero ahora contaba no
sólo con la confianza de los estudios de Hollywood y los mejores medios disponibles diseñados por su propia compañía sino con una fortuna personal que le permitió financiar parte de la producción: nada menos que 22 millones de dólares, casi el presupuesto de una película de menor enjundia (sobre una factura total que estuvo alrededor de los 200 millones). Todo esto le otorgó una libertad extraordinaria para dar forma a su propia visión y hacer el film que deseaba sin interferencias de ningún tipo por parte de Universal. Jackson obtuvo control absoluto sobre el guion, el montaje, el equipo de producción y técnico (en el que repetirán muchos de los profesionales que participaron en "El Señor de los Anillos") y el reparto.
En la Nueva York de los peores momentos de la Gran Depresión, el director de cine Carl Denham (Jack Black) se entera de que sus productores tienen la intención de paralizar su último y ambicionado proyecto, así que huye con las cintas de película que ya ha rodado. Pero le falta una protagonista y la encuentra en una joven actriz en horas bajas, Ann Darrow (Naomi Watts), a la que convence para unirse al rodaje. El equipo sube a bordo del carguero Venture y ponen rumbo a Singapur antes de que los productores puedan detenerlos.
Pero en realidad, la meta de Denham está en un lugar muy distinto. Tiene en su poder un mapa que muestra cómo llegar a una isla que no figura en las cartas marinas. Al llegar a su destino, la tripulación debe hacer frente a unos nativos hostiles que consiguen abordar el barco y
secuestrar a Ann. Al tratar de rescatarla, contemplan cómo la tribu ofrece a la muchacha como sacrificio a un colosal simio al que llaman Kong, que se la lleva consigo.
Denham y una partida de sus hombres se internan en la jungla de la isla, encontrándose con dinosaurios y diversa vida prehistórica que ha conseguido sobrevivir al paso del tiempo. Mientras tanto, Kong desarrolla un cierto afecto por Ann y nace una relación de respeto entre ambos. Tras diversos percances, el guionista de la película, Jack Driscoll (Adrien Brody) parte en solitario para rescatar a Ann mientras Denham concibe un plan para capturar a Kong. Finalmente, consiguen anestesiarlo y transportarlo en el carguero hasta Nueva York para
exhibirlo como rareza. Pero una vez en la gran ciudad, Kong se libera y siembra el caos tratando de encontrar a Ann.
"King Kong" de Peter Jackson es sin duda un trabajo hijo de su amor por la película clásica y el mito de esa criatura. Se zambulló en la producción con una dedicación intachable, utilizando la referencia de los antiguos armazones de las maquetas de stop motion para modelar las criaturas; recuperando la escena -perdida en la versión clásica- del ataque de las arañas; e incluso preparó un cameo de Fay Wray (que no se materializó debido a la muerte de la actriz en agosto de 2004); y, en general, aplicando una extraordinaria meticulosidad en el diseño y filmación de todos los
detalles de la cinta. Técnica y visualmente, este King Kong y su mundo de maravillas prehistóricas es el mejor que jamás haya podido verse en pantalla.
Jackson y sus habituales coguionistas, Philippa Boyens y Fran Walsh, recuperaron con el máximo respeto todos los elementos de la película original y los ampliaron, rellenaron y expandieron para construir una aventura de escala épica. Se incluyen todos los personajes del film de los años treinta, incluso los secundarios, añadiendo otros nuevos y dándoles a todos su propia historia y una personalidad más elaborada.
La consecuencia, claro, es que "King Kong" termina siendo una película excesiva e innecesariamente larga. La versión original tenía 104 minutos de metraje; la de Jackson se dispara al doble, casi 187 minutos, más de tres horas. Sin embargo, la historia que se cuenta es la misma. No hay ninguna adición relevante al mito de Kong. Pasa una hora hasta que la expedición llega a la Isla Calavera y 72 minutos (casi la duración completa de muchas películas) hasta que aparece en pantalla el gran gorila. Y eso es pedirle demasiado a la paciencia del público, especialmente si tenemos en cuenta que han
acudido a ver la película por la acción y la espectacularidad más que por el trabajo de caracterización, la recreación -extraordinaria- de la Nueva York de los años treinta o la historia romántica de Ann Darrow y Jack Driscoll, todo lo cual constituye básicamente el metraje extra del inicio.
Jackson, recién salido de las larguísimas épicas de "El Señor de los Anillos", no comprendió lo que sí entendieron Merian C.Cooper y Ernest B.Schoedsak en 1933, a saber, que "King Kong" es una historia de monstruos cuya principal virtud es su sencillez. A diferencia de la gran epopeya de la Tierra Media, aquí la trama es muy simple y no se requieren personajes bien perfilados ni abundantes escenas para contarnos qué piensan o sienten, para lograr su objetivo: asombrar y sobrecoger al espectador con imágenes maravillosas de lugares y seres imposibles.
Prueba de que ese esfuerzo por caracterizar a los personajes es innecesario lo encontramos en
el caso de ese tripulante veterano del Venture que cuida de un joven grumete y trata de convencerle para que consiga una educación y lleve una vida mejor que la de marino. La historia retoma este asunto varias veces así que podría pensarse que la subtrama tendrá algún tipo de desenlace en algún momento. Pero no. El joven desaparece de la película una vez la expedición abandona la isla y no vuelve siquiera a mencionársele aun cuando su mentor diera la vida por salvarlo. Entonces, ¿para qué incluirlo en la historia y engordar el metraje con sus escenas?
Dicho esto, hay que admitir que una vez que el Venture llega a Isla Calavera, la película coge un
ritmo intenso que atrapa al público, empezando por la escalofriante escena en la que el barco sortea los diabólicos arrecifes en mitad de una tormenta; le sigue el encuentro con los nativos y el emocionante asalto al barco por parte de éstos utilizando pértigas. Es un momento verdaderamente espectacular al que siguen muchos otros dentro y fuera de la isla, como el combate entre Kong y los dinosaurios con Ann zarandeada de un lado a otro; la huida de ella y Jack de la guarida de Kong mientras éste se enfrenta a unos grandes murciélagos; la recreación de la famosa escena
eliminada de la original en la que los hombres terminan atrapados en el fondo de un cañón y son atacados por enormes arañas e insectos a cada cual más repugnante; la captura de Kong; la huida del simio por las calles de Nueva York, abriéndose paso a manotazos entre el tráfico y cogiendo a todas las rubias que ve tomándolas por Ann; y, naturalmente, los biplanos disparando contra él en lo alto del Empire State Building.
Ahora bien, personalmente encuentro que algunas de esas escenas, aunque técnicamente sean sobresalientes y transmitan toda la energía y emoción posibles, tienen un serio problema más
allá de la ocasional cámara temblorosa: se alargan tanto, resultan tan grotescas o grandilocuentes, que caen en la inverosimilitud, la desmesura o incluso el surrealismo. La secuencia que se lleva la palma en este sentido es la de la estampida de dinosaurios por un estrecho desfiladero primero y el borde de un precipicio después mientras los frágiles humanos tratan por todos los medios de no morir aplastados por los animales más grandes o devorados por los velociraptores que se unen a la fiesta. O esa pelea a tres bandas entre dos tiranosaurios y Kong por hacerse con Ann y que acaba con los tres "animalitos" suspendidos de unas lianas prodigio de la Naturaleza capaces de aguantar semejante peso.
Pero es que, además, esos efectos especiales no vienen apoyados por la necesaria lógica en los eventos que se muestran. Por ejemplo, una vez que los aventureros noquean al simio, quieren
llevárselo a Nueva York. Pero, ¿cómo van a hacerlo si lo único que tienen como enlace con el Venture son unos frágiles botes de remos? ¿Y cómo van a izar a bordo a Kong? Y ya puestos, ¿cómo va a conseguir el baqueteado buque, al que ya tuvieron que aliviar de todo el peso no imprescindible, ser capaz de navegar cargando con el gorila? ¿Y cómo y de qué lo van a alimentar durante las semanas que durará el viaje? ¿Qué plan tienen para mantenerlo sedado todo ese tiempo si ya les costó abatirlo en primer lugar? O ese tiranosaurio que deja la presa de varias toneladas que está devorando gustosamente para perseguir obsesivamente a la escuálida Ann como si fuera un manjar delicioso por el que mereciera la pena morir (cosa que, efectivamente, hace). O esos nativos tan agresivos que en un
momento dado desaparecen completamente de la película, como si se hubieran volatilizado. O la imposible puntería de Driscoll en el cañón de los insectos, etc, etc.
En cualquier caso, el mejor efecto especial de la película (además de la propia Isla Calavera, atmosférica y fascinante) es el propio Kong. Permaneciendo fiel a la línea realista que había establecido para "El Señor de los Anillos", Jackson impone un diseño que abandona la antropomorfización de otras versiones y lo presenta como un gorila grande con los rasgos, cuerpo y movimientos de un miembro de su especie. Esta elección puede gustar más o menos, pero ya aparezca en pie golpeándose el pecho, jugueteando relajadamente con Ann, pelear salvajemente con otras bestias, huir confuso por las calles de Nueva York o caer abatido por las ametralladoras de los
aviones, Kong resulta ser una creación notable (en la que intervino directamente Andy Serkis, cuya interpretación física fue luego tomada de base por los animadores) capaz de despertar simpatía en el espectador y dominar la escena siempre que sale en pantalla.
Y es en este punto donde Jackson demuestra lo buen cineasta que es. Porque mientras muchos de sus contemporáneos -como George Lucas, Michael Bay o Stephen Sommers- se limitan a utilizar las últimas técnicas digitales para mostrar planos elaboradísimos con multitud de naves espaciales enzarzadas en complejas maniobras o crear explosiones cada vez más gordas, Jackson tiene además el talento de servirse de aquéllas para fabricar momentos de gran poesía, intimidad y emoción.
Esta versión de Kong, menos salvaje y cruel que la de los años treinta, que le aleja de su faceta bestial para retratarlo como un ser sensible, moderadamente inteligente y empático, tenía como probable objetivo subrayar, sin dejar lugar a dudas, que el monstruo no era él sino los hombres que le rodeaban. Una interpretación del mito de Kong que no convenció a mucha gente, lo cual no hace mejor ni peor a la película; es, simplemente, la reinvención que el director hace de la criatura y con la que se puede estar o no de acuerdo.
La difunta Fay Wray será la actriz que siempre estará más asociada al mito de King Kong,
pero Naomi Watts se esfuerza por estar a su altura aun cuando la mayor parte de su papel sólo le exija gritar, caerse y correr a trompicones por la selva. Jackson y su director de fotografía, Andrew Lesnie, la enfocan de una manera que parece irradiar una vulnerabilidad beatífica y es en los planos mayormente mudos en los que Watts recrea mejor la inocencia y vulnerabilidad
de su antecesora.
Jackson, sin embargo, le da un enfoque nuevo a la relación que establece Ann con Kong. Mientras que la película original planteaba un equivalente explícito de “La Bella y la Bestia", con la chica continuamente aterrorizada por su captor; y en la de los setenta había un turbio subtexto erótico; en el remake de Jackson se aproxima más a ese esquema clásico de la comedia en el que se emparejan dos individuos opuestos que van desarrollando camaradería, afecto y respeto mutuos al verse obligados a compartir una serie de intensas experiencias. Kong sería la mitad arrogante de la pareja que poco a poco queda cautivado por la insignificante humana. Algunas de las escenas más líricas de la película son las protagonizadas por ambos, como aquella en la
que para salvar su vida Ann divierte a Kong con su número de vodevil; la del estanque helado en Central Park; y los últimos momentos en el Empire State, saludando juntos el último amanecer antes de que la muerte los separe.
Esta relación afectuosa tan insólita tiene un obvio potencial para el absurdo que muchos humoristas han explotado hasta la saciedad y la grosería imaginando el tipo de consumación física que se derivaría de la misma. Es mérito de Jackson y sus guionistas la reinvención del lazo que une a la chica y el monstruo sin caer en el ridículo (al menos desde mi punto de vista, claro, que soy consciente no es compartido por muchos aficionados). Por el contrario, su
relación resulta emotiva y razonablemente creíble. Ann aprende a ver en el simio un ser más inteligente y sensible de lo que podría esperarse, y toma conciencia de su soledad, melancolía y sensibilidad hacia la belleza. Kong, por su parte, valora que ella no le tenga tanto miedo como los nativos, que se esfuerce por divertirlo -aunque lo haga por salvar su vida- y estima su compañía y el respeto que, finalmente, Ann desarrolla por él.
Uno de los puntos débiles de Peter Jackson es que parece más interesado en el aspecto técnico y
artístico de sus películas que en el elemento humano. Los personajes de carne y hueso de "King Kong", especialmente los secundarios, son poco más que caricaturas. Esto queda hasta cierto punto compensado por su habilidad para elegir actores muy sólidos que completan con su talento las limitaciones de sus papeles sobre el guion. Así, el trabajo de todos los actores con peso menor en la historia -sobre todo Thomas Kretschmann, Jamie Bell y Evan Parke- es más que correcto.
En cuanto a Jack Black, tras comenzar en el cine con pequeños papeles había ido ganando
presencia como actor cómico en películas como "Jesus's Son" (1999), "Alta Fidelidad" (2000) y, especialmente, “Escuela de Rock" (2003). Su personaje, Carl Denham, tiene un sesgo cómico y excesivo del que carecía el actor Robert Armstrong en el "King Kong" original. El histrionismo de Black, más comedido de lo habitual en él pero tampoco ausente del todo, no resulta inapropiado para su composición de un individuo algo ambiguo, un canalla simpático, un charlatán del mundo del espectáculo capaz de convencer a quien se le ponga por delante y que antepone sus ambiciones artísticas a cualquier otra consideración, vidas ajenas incluidas.
La elección de Adrien Brody para encarnar a Jack Driscoll es bastante más incomprensible,
especialmente si consideramos que a decir de Jackson siempre fue la única alternativa que contempló. Brody no es el primer actor que viene a la mente como candidato a interpretar un galán romántico. Además, los guionistas hacen de él un dramaturgo eternamente frustrado obligado a trabajar para una industria del cine que desprecia. El producto de mezclar el aspecto físico de Brody y este enfoque del guion es un Driscoll debilucho, tristón y escasamente carismático cuya relación sentimental con Ann Darrow en ningún momento resulta justificada ni verosímil y cuya osadía y habilidades físicas en Isla Calavera son de todo punto implausibles e incoherentes con el personaje tal y como se nos ha presentado.
No puedo evitar la sensación de que hay algo personal en la reinterpretación que hizo Jackson de los personajes en esta su versión de "King Kong". Estos son ahora un escritor incomprendido forzado a escribir basura y un director que se crece cuando asume enormes riesgos para crear algo a priori imposible y en lo que nadie salvo él confía. No es difícil identificar a Denham con Peter Jackson, el cineasta iconoclasta que dio la espalda a Hollywood y se marchó con su grandioso proyecto al fin del mundo (léase Nueva Zelanda). En el campo
opuesto, los personajes más inaguantables de la historia son caricaturas y estereotipos del lado más oscuro de Hollywood, como los vulgares y empresarialmente miopes ejecutivos de la industria del cine, o el vanidoso y egocéntrico actor protagonista de cintas de acción. Es posible que, en mayor medida de lo que pensara Jackson, "King Kong" reflejara tanto sus sueños de infancia como sus ambiciones y frustraciones de madurez.
A la postre, “King Kong" resultó una relativa decepción, sobre todo por no haber sido el éxito que se esperaba. No recaudó lo previsto y las críticas y el público quedaron divididos. Quizá no sea justo valorar la película comparándola con el trabajo inmediatamente anterior de Jackson en “El Señor de los Anillos". Al fin y al cabo, la primera es una historia muy sencilla
de chica y monstruo, y la segunda una compleja saga épica que figura entre lo más granado de la literatura del siglo XX. Pero sí parece claro que es un film que tiene tantos aciertos como problemas y según los gustos y expectativas del espectador, le dará más o menos valor a unos u otros.
¿Es "King Kong" una mala película? En absoluto y, de hecho, ha envejecido mejor de lo esperable, sobresaliendo por encima de muchas otras películas de acción y aventuras. Ahora bien, ¿es totalmente satisfactoria? Tampoco. Quizá su problema sea la autoindulgencia, el exceso, la incapacidad de Jackson de contener sus mejores ideas y su indudable sentido de lo maravilloso dentro de unos límites y metraje razonables; o el desequilibrio entre la acción y la emoción y los pasajes más sentimentales y de caracterización. Lo que sí es seguro es que no está destinada a marcar un hito en la Historia del Cine, como si hizo su cada vez más lejana antecesora, ni dejará una huella imborrable en el público que la fue a ver a las salas de cine en 2005
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En la década de los sesenta del siglo pasado, la televisión descubrió la ciencia ficción y los comic books descubrieron la televisión. Nunca antes ni hasta mucho después, habría tantos programas de TV basados en conceptos y personajes de ciencia ficción. Al mismo tiempo, las editoriales de comic books, que durante mucho tiempo habían considerado a la televisión como la competencia por la captación del mismo público infantil y juvenil, empezaron a adaptar docenas de series muy populares a su propio formato narrativo.
Aunque en los años cincuenta ya se habían emitido varios programas de CF destinados a
público no adulto (“Capitán Video”, “Buck Rogers”, “Patrulla Espacial” y “Tom Corbett, Cadete Espacial”) y otros cuantos dirigidos a una audiencia más madura (“Tales of Tomorrow”, “Out There”, “Science Fiction Theater”) ninguno tuvo el impacto de “La Dimensión Desconocida”, producida y escrita por Rod Serling, que empezó a emitirse el 2 de octubre de 1959. Durante cinco años, una media de casi 18 millones de personas se sentaba cada semana delante del televisor para disfrutar del programa. En 1960, Dell Comics, que ya había adaptado otros espacios televisivos muy conocidos como “I Love Lucy” o “Bonanza”, se hizo con los derechos para publicar una colección de comic books titulada “La Dimensión Desconocida” (marzo 61).
La serie televisiva totalizó 156 episodios, llegando a su final en 1964. Los comics, sin embargo, sobrevivieron otros catorce años. Durante sus dieciocho años de publicación ininterrumpida, sus páginas ofrecieron casi el doble de historias de las que pudieron verse en la pequeña pantalla.
Aunque ninguna fue adaptación directa de otra vista ya en la televisión, sí seguían la misma fórmula, presentando a gente normal enfrentada a situaciones extraordinarias. “Doce del mediodía. Una escena ordinaria, una ciudad ordinaria. Hora del almuerzo para miles de personas ordinarias. Para la mayoría de ellas, es la hora de descanso, una agradable pausa en la rutina diaria. Para la mayoría, pero no para todos. Para Edward Hall, el tiempo es un enemigo y la hora siguiente será cuestión de vida o muerte”.
Tras la estela de “La Dimensión Desconocida”, el segundo programa más visto de la ciencia ficción televisiva de comienzos de los sesenta fue “Rumbo a lo Desconocido”, emitido por la cadena ABC a partir de septiembre de 1963. A diferencia de “La Dimensión Desconocida”, que en bastantes episodios combinaba ciencia ficción, fantasía y terror, esta nueva antología prefería abordar el primero de esos géneros bajo un enfoque realista. Por allí desfilaron mutantes, visitantes galácticos e invasores extraterrestres, material todo ello perfecto para los comics.
Para cuando se emitió el cuarto episodio, en octubre de ese mismo año, los espectadores podían
también comprar el primer número del correspondiente comic book (enero 64). La única forma de que apareciera tan pronto después del estreno del programa es que las historietas hubieran sido realizadas antes de que el guionista y el dibujante hubieran tenido oportunidad de verlo en televisión. Y aún así el material de aquel número inaugural, encajaba perfectamente en el espíritu y la fórmula de la serie.
Al mismo tiempo que “Rumbo a lo Desconocido”, la ABC tenía en su parrilla otra serie de ciencia ficción, “Viaje al Fondo del Mar”, producida por Irwin Allen. Ambientada diez años en el futuro, contaba las aventuras submarinas del almirante Harriman Nelson y la nave que comandaba, el Seaview. Inspirada por la película del mismo título, dirigida por Allen en 1961, fue también rápidamente adaptada a las viñetas por Gold Key (1964).
Y más ciencia ficción en la ABC: “Los Invasores” (octubre 67), en la que Roy Thinnes era el héroe que descubría una invasión alienígena silenciosa pero era incapaz de convencer a las autoridades de la amenaza. Aunque la trama de todos los episodios era prácticamente la misma, esta fantasía paranoide
caló lo suficiente como para perdurar 43 episodios y cuatro números de su propia serie de comics, editados también por Gold Key.
Tras el éxito cosechado por “Viaje al Fondo del Mar”, Irwin Allen presentó a la CBS una idea que era la traslación de “Los Robinsones Suizos” al espacio. “Perdidos en el Espacio” se estrenó en septiembre de 1965, presentando a la familia Robinson, al doctor Zachary Smith y a Robby el Robot. El programa era tan parecido en su premisa a un comic que Gold Key ya tenía en su catálogo, “Space Family Robinson”, que en 1965, tuvieron que añadir el subtítulo “Perdidos en el Espacio” para aprovecharse de la popularidad de la serie de TV. En 1973, el comic fue oficialmente rebautizado “Perdidos en el Espacio”, aunque nunca llegó a contar ni con el doctor Smith, ni con el Robot ni con ninguno de los personajes televisivos.
La siguiente incursión de Irwin Allen en la ciencia ficción televisiva fue “El Túnel del Tiempo” (1966-67). Esta serie acerca de unos agentes
gubernamentales que viajaban por la corriente temporal le pareció un material con posibilidades a Gold Key, que lanzó su propio título en febrero de 1967, esperando que funcionaría tan bien como “Viaje al Fondo del Mar” o “Perdidos en el Espacio”. No fue el caso. La serie de TV finalizó con su primera temporada y sólo llegaron a publicarse dos números del comic book.
Hubo otra serie de los sesenta, sin embargo, que llegaría mucho más lejos que sus contemporáneas; de hecho, tan lejos que ningún hombre había estado allí antes.
“Esta es la Enterprise, una nave de la Flota Estelar. Su misión de cinco años: adentrarse en los límites más lejanos del espacio, buscar lo desconocido y desentrañar sus misterios, viajar allá donde ningún hombre ha ido antes”. Esta no es la entradilla de la famosa serie de televisión “Star Trek”, sino la que aparecía en el primer número de su comic book, publicado –de nuevo- por Gold Key a partir de julio de 1967.
Los primeros comic books de Star Trek se servían de fotos de la serie para componer sus portadas y de los actores para abrir los episodios. En el primer número, junto a una foto de un perplejo William Shatner se había colocado un texto que describía a Kirk como “un hombre de excepcional carácter y habilidad. Cuenta con la lealtad y confianza de toda la tripulación. Le seguirían de buen grado hasta el fin del universo. Y puede que sea allí donde tengan que ir antes de que su misión haya finalizado”.
Uno de los factores para el éxito de “Star Trek” fueron, sin duda, sus personajes principales: el capitán Kirk, el señor Spock y el doctor McCoy. Aquellos comics intentaron de trasladar a las historias sus personalidades y dinámicas. Cuando Kirk regresa a bordo de la Enterprise habiendo dejado al mando a Spock, su primer oficial le dice con sorna: “De hecho, Jim, me gusta tanto ser el capitán que puede que no te devuelva el mando”. Pero, como nos dice el texto inmediatamente, el lógico vulcano añade serenamente mientras un asteroide se acerca como un rayo a la nave: “¡Pero será sólo teoría si no salimos pronto de su alcance!”
En su mayor parte, sin embargo, las historias de los comics nunca tuvieron la oportunidad de
perfilar como se merecían a los hombres y mujeres de la Enterprise. Sulu y Chekov era prácticamente intercambiables; Scotty y McCoy desempeñaban papeles insignificantes y la teniente Uhura, una de las primeras mujeres negras en aparecer regularmente en una serie de TV a color, fue coloreada “blanca” hasta mediados de los setenta.
El primer número de los comics de “Star Trek” apareció en verano de 1967 y el segundo casi un año más tarde. Lo cierto es que la serie de televisión distaba de ser un éxito y desde el final de la primera temporada estuvo al borde de la cancelación. No sería hasta mediados de 1969, después de que la serie fuera efectivamente cancelada, que en su cuarto número el comic pasó a tener una cadencia bimensual. ¿Por qué sobrevivió? Pues porque en su corto recorrido, “Star Trek” había conseguido reunir en torno a sí un sólido núcleo de fans que, al quedarse sin el programa, se volcaron sobre las novelas y los comic books ansiosos por devorar nuevas historias de sus personajes favoritos. Gold Key continuó publicando los comic books de Kirk y compañía de forma ininterrumpida hasta 1979, lanzando además diversas compilaciones a mediados de esa década.
Hubo otros comic books que ya en los setenta siguieron la misma política de no inventar nada sino aprovecharse del éxito, demostrado o esperado, de programas de televisión: “Espacio: 1999” (1975), “La Fuga de Logan” (1977), “Battlestar Galactica” (1979) o “Buck Rogers” (1979).
Independientemente de su popularidad, los comics de ciencia ficción basados en series televisivas son a menudo productos derivados en los que los autores tienen muy poca libertad. Y en el caso de “Star Trek”, además, se añadía el inconveniente de que no había forma de trasladar a las viñetas los matices y encanto de la interacción personal entre los protagonistas, por no hablar de los largos diálogos y la sofisticación de algunos argumentos. Marv Wolfman, guionista y antiguo editor de los comics de Star Trek, lo resumía perfectamente: “Nunca vamos a ser tan buenos como el programa de la televisión, porque no tenemos a los actores pronunciando sus diálogos, incluso aun cuando tuviéramos mejores guiones, que es posible pero no probable. Lo que tratamos de hacer, sin embargo, es sacar ventaja de un formato que se publica todos los meses. Estamos haciendo historias que van apoyándose unas en otras, que tienen continuidad, que desarrollan la leyenda de Star Trek, historias que no tienen que estructurarse en cuatro actos”.
Aunque con total seguridad no habrían existido comic books de Star Trek sin la serie televisiva, es asimismo probable que tampoco hubiera existido ésta sin que comics pioneros como “Buck Rogers” o “Flash Gordon” hicieran de la ciencia ficción un género popular leído por millones de personas.
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A comienzos de la década de los setenta y como parte del rápido proceso de modernización que estaba experimentando el país, el cine australiano empieza a dar que hablar en la esfera internacional. La aparición de un sector contracultural en lo que tradicionalmente había sido una sociedad muy conservadora confluyó con la instauración de medidas fiscales ventajosas y apoyo gubernamental para dar a luz a dos tipos de películas. Por un lado, un cine “de prestigio”, muy cuidado técnicamente, que saca provecho de los paisajes nacionales y aborda temas históricos o realistas; ahí se encuadran cineastas como Peter Weir, Fred Schepisi o Gillian Armstrong. Por otro lado, películas de serie B con historias de género como la ciencia ficción o el terror. “Mad Max” (1979) es el ejemplo más conocido, pero también hubo otros títulos que merecen atención, como este thriller de asesinos psíquicos que comento en esta ocasión.
Tras separarse de su marido Ed (Rod Mullnar), Kathy Jaquard (Susan Penhaligon) consigue
un trabajo de enfermera en la clínica Roget. Allí se le encarga la tarea de atender a un joven postrado en estado de coma profundo desde hace tres años, Patrick (Robert Thompson), al que al comienzo de la historia y antes de que su cerebro “cortocircuitara”, habíamos visto asesinar a su madre y su amante en la bañera. Kathy no tarda en descubrir que Patrick es consciente de lo que ocurre a su alrededor (obtiene una respuesta sexual a unos tocamientos en sus partes íntimas) y que puede comunicarse con él mediante un código que aprovecha sus actos reflejos, como escupir. Sin embargo y para frustración de ella, Patrick se niega a demostrar su consciencia ante nadie más, por lo que allegados y colegas empiezan a pensar que Kathy se está
obsesionando con el paciente.
Y entonces, en un corto espacio de tiempo, tanto su todavía marido como su nuevo amante, el doctor Brian Wright (Bruce Barry), sufren misteriosos y casi fatales accidentes. Kathy cree que Patrick ha desarrollado unas poderosas capacidades telekinéticas con las que, considerándola solo suya, matará a cualquiera que tenga interés sentimental o sexual por ella.
Esta película australiana fue uno de las mejores de entre las aparecidas en los setenta a tenor de la moda de “terror psíquico” que inauguró “Carrie” (1976). El guionista Everett de Roche tenía ya una larga carrera en la televisión cuando escribió “Patrick”, una historia que urde varios giros inteligentes a las convenciones de este particular subgénero, empezando por hacer que el personaje titular sea un individuo comatoso que no mueva un músculo. Tampoco se ofrece
ninguna explicación satisfactoria acerca de por qué Patrick es capaz de realizar tales hazañas psíquicas (aparte de unas divagaciones poco convincentes y aburridas sobre el alma y la frontera entre la vida y la muerte), pero ello no afecta en absoluto a la efectividad de la película en su conjunto como thriller.
“Patrick” fue dirigida por Richard Franklin, quien, nacido en Melbourne y tras unos escarceos con la música rock, decidió labrarse una carrera en el cine marchándose a estudiar a la Universidad de California del Sur, donde se estaban por entonces incubando los talentos de George Lucas, Robert Zemeckis o John Carpenter. Hizo amistad con su ídolo Alfred Hitchcock (años después debutaría en Hollywood dirigiendo para Universal “Psicosis II”, 1983) y regresó a su Australia natal aprovechando el
resurgir de la industria. Empezó dirigiendo varios films algo subidos de tono sexual antes de hacer su primera incursión en el cine de género con “Patrick”, en la que demostró que había aprendido bien las lecciones de su maestro Hitchcock.
Como sus contemporáneos Brian De Palma y John Carpenter, Richard Franklin tenía un estilo muy personal en el que abundaban las composiciones técnicamente complejas y muy expresivas. La escena inicial del asesinato tiene tanto estilo como suspense y otros momentos de la historia están perfectamente rodados para causar la dosis justa de repulsión y tensión, como cuando la mente de Kathy le es sustraída mientras escribe a máquina; cuando el grimoso doctor Roget (Robert Helpmann) le clava agujas a Patrick para testear sus reflejos en un punto de la trama en el que el espectador
ya puede esperar una reacción violenta; o cuando, por primera vez, el comatoso joven gira lentamente su cabeza y clava su inquietante mirada en una histérica enfermera…
Franklin sabe meter al espectador en la película, obligándole sutilmente a que ponga toda su atención en el asesino comatoso. La historia se desarrolla en tan solo un puñado de localizaciones, transcurriendo la mayor parte del drama en solo una habitación de hospital, pero el director sabe sacar el máximo provecho de esas limitaciones presupuestarias creando una auténtica atmósfera de desasosiego y amenaza. “Patrick” es una película de ritmo pausado
con pocas secuencias de verdadera “acción”, pero Franklin consigue mantener el suspense haciendo buen uso del aspecto psíquico. Dado que Patrick tiene poderes mentales no constreñidos por las paredes de su habitación, se tiene la continua sensación de que puede golpear en cualquier momento. Incluso cuando el joven no aparece en escena, sigue estando presente.
La película, aparte de su evidente falta de presupuesto, tiene varios defectos. El susto final, con el reflejo postrero de Patrick, es bastante tonto; el ritmo, sobre todo al comienzo, tiene altibajos y todo lo referente a la vida privada de Kathy carece del mismo interés que la terrorífica relación con el enfermo que cuida.
Lo cual no deja de ser una lástima porque “Patrick” aborda –además de la inhumanidad de la
ciencia moderna- un tema tan interesante como era el de las dificultades de una joven profesional de los años setenta que quería abrirse camino sola en la vida. Kathy tiene que organizar su existencia (un nuevo hogar, un nuevo trabajo y una nueva designación social, la de “separada”) y defender su espacio físico y emocional. Y es que continuamente debe enfrentarse a las expectativas machistas de su empleador (paradójicamente, mujer como ella), su acosador marido o el doctor playboy que quiere llevársela a la cama como sea. Dados los agresivos comportamientos de todos estos hombres (la enfermera jefe que la contrata le pregunta si su marido le permite trabajar allí; éste, por su parte, la califica de “frígida”), no es de extrañar que Kathy se interese por su comatoso paciente, el cual solo exige cuidados médicos y que no trata de acosarla físicamente (de hecho es ella la que en una escena de cuestionable ética médica, invade sus genitales para obtener una respuesta).
El personaje de Kathy es uno de los aciertos del guión, una joven más compleja que las que suelen encontrarse en las películas de asesinos en serie. Aunque “Patrick” no entra en la categoría de “Slasher”, Kathy sí asume algunas de las funciones de las chicas de este tipo de films, especialmente en lo que se refiere a la conexión que tiene con el asesino. En cualquier caso, es una heroína que, a pesar de su carácter decidido y valentía, tiene defectos (engaña a su marido, pierde la paciencia con Patrick) con los que el espectador puede fácilmente simpatizar.
Llama también la atención el uso narrativo y estético que Richard Franklin hace de la electricidad en esta película, convirtiéndola en símbolo de la pasión y el asesinato. Patric
k asesina a su madre y amante arrojando un calentador a la bañera donde ambos se se encuentran juntos. Tras los títulos de crédito y justo antes de que veamos a Kathy entrar por primera vez en la clínica, vemos un primer plano de unas chispas eléctricas saliendo del cable de un tranvía. Un letrero de neón sobre la entrada del hospital tiene varios segmentos fundidos transformando la palabra “entrance” por “trance”. Y cuando Patrick ataca a Brian en su piscina, las luces empiezan a parpadear. Otro de los personajes acaba grotescamente electrocutado antes de que pueda asesinar a Patrick… La implicación literal más allá de las metáforas, es que Patrick es capaz de mover su consciencia fuera de su inanimado cuerpo utilizando la corriente eléctrica.
El trabajo de los actores es sólo regular pero merece la pena destacar a Robert Helpmann, no sólo por su particular y desasosegante físico sino por escenas como esa en la que devora crudas las ranas de laboratorio. Susan Penhaligon aporta una interpretación de mujer amable y dulce y al mismo tiempo fuerte y decidida; su trabajo puede calificarse de correcto aunque no sobresaliente. Y en cuanto a Robert Thompson, que da “vida” al personaje que da título a la película, no puede decirse que interprete, pero la mirada fija de sus ojos saltones y perpetuamente abiertos ya le da a la cinta todo el mal rollo que necesita.
La producción italiana de serie Z “Patrick Vive Todavía” (1980) fue una secuela no oficial. Y en 2013 se estrenó un remake con el mismo título que la original protagonizada por Shari Vinson como la enfermera y Charles Dance como el doctor que dirige el hospital.
“Patrick” quizá no sea el trabajo más interesante de Richard Franklin, pero sí fue el que le puso en el mapa cinematográfico y, aun cuando podría haberse montado mejor sobre todo en su último tercio, puede considerarse como un clásico menor digno de revisitación dentro de este subgénero de psicokillers que mezcla ciencia ficción y terror.
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Jo Nesbo es una de las personalidades creativas más pintorescas, polifacéticas y carismáticas de su país natal, Noruega. Antiguo futbolista profesional y aficionado a la escalada, compositor y vocalista en un grupo musical, tiene una licenciatura en Economía y trabajó como bróker bursátil y economista antes de darse a conocer mundialmente como escritor con sus novelas policiacas del detective Harry Hole, que han vendido más de 20 millones de ejemplares y se han convertido en los máximos representantes de la nueva novela negra nórdica.
Uno de sus libros, "Headhunters" (2008), fue adaptado al cine con el mismo título en 2011 con
notables resultados. Y con la popularidad de Nesbo en continuo ascenso, no es sorprendente que más proyectos audiovisuales lo buscaran como inspirador o colaborador. Y ese es el caso de la serie televisiva "Occupied", cuyos primeros episodios escribió Nesbo en 2008 pero que no vio la luz hasta 2013, desarrollada por Erik Skjoldbjaerg y Karianne Lund y producida por Yellow Bird, conocida sobre todo por sus series policiacas "Wallander" y la trilogía de "Millennium".
En un futuro cercano, el mundo está sumido en una profunda crisis económica causada tanto por el cambio climático como por la escasez energética. El principal productor y proveedor de petróleo y gas para el continente europeo es Noruega, que continúa explotando los yacimientos del Mar del Norte. Sin embargo, la subida al gobierno de ese país del nuevo primer ministro, Jesper Berg (Henrik Mestad), lleva consigo un cambio de política: de acuerdo con el ideario del Partido Verde al que representa, anuncia que se va a dejar de explotar el petróleo y el gas nacionales puesto que no hacen sino agravar el problema climático global; a cambio y liderando con el ejemplo, anuncia que todos l
os recursos del país se invertirán en la generación de electricidad a partir de la fisión del torio, un elemento metálico moderadamente radioactivo y tres veces más abundante en la Naturaleza que el uranio. Además, genera menos residuos y sus reactores son más seguros.
Este cambio de paradigma alarma sobremanera al resto de Europa. A pesar de las seguridades de Berg respecto a que suministrará sin condiciones energía al continente y que apoyará tecnológicamente a otros países en el inevitable proceso de reconversión tecnológica que tendrán que afrontar, los líderes políticos europeos entienden que no van a tener tiempo para asumir un cambio semejante. Lo más probable es que se hundan económicamente todavía más, lo que a su vez provocará inestabilidad social y política. Es un riesgo que no están dispuestos a correr.
Y así, mientras inaugura la primera central energética de torio, Berg es secuestrado por un comando del ejército ruso. En el helicóptero, le ponen en comunicación con el presidente de la Comisión Europea (de la que Noruega no forma parte),
que le informa de que los países miembros no están dispuestos a permitir la paralización de la extracción de petróleo noruego y que, de no reanudarla, han pactado con el gobierno ruso la invasión de ese país. A continuación, lo dejan en libertad.
Berg encuentra que no tiene opción. Noruega no es rival militar para Rusia y Estados Unidos se pone de perfil en todo el asunto. Así que permite que técnicos de Moscú se hagan cargo de las plataformas marítimas de extracción y somete a su gabinete a la supervisión directa de la embajadora rusa en Oslo, Irina Sidorova (Ingeborga Dapkünaité). Esto, por supuesto causa un profundo impacto en la sociedad noruega a todos los niveles. A pesar de las promesas de Berg respecto a la transitoriedad de la situación, se desencadena una crisis política y se movilizan sectores del ejército para crear Free Norway, un movimiento clandestino y paramilitar de resistencia armada que empieza a atentar contra personal ruso.
A partir de esa premisa de partida, las tres temporadas de la serie (de diez, ocho y seis episodios respectivamente) irán narrando el desarrollo de esa ocupación a través de los ojos de varios personajes que proporcionan diferentes perspectivas sobre la situación. Uno de ellos, por supuesto, es el propio Berg, cada vez más acorralado e insatisfecho consigo mismo hasta el punto de que acabará pasando a la clandestinidad y dirigiendo la resistencia desde el extranjero, perdiendo por el camino su vida familiar.
Hans Martin Djupvik (Eldar Skar) era guardaespaldas de Berg pero tras la ocupación pasa a ser investigador de las fuerzas de seguridad con una labor delicada y nada envidiable. El gobierno es consciente de que los rusos utilizarán cualquier provocación como excusa para invadir militarmente el país, desarticular las instituciones y tomar plena posesión del territorio y sus recursos. Así que da órdenes a la policía de acabar con cualquier organización que pretenda atentar contra los rusos, directrices que no gustan demasiado en esa institución. Djupvik frustra el asesinato de Sidorova por parte de un guardia real y gracias a ello es escogido por los rusos como enlace entre las fuerzas de seguridad de ambos países. El trabajo de vigilar a aquellos de sus compatriotas opuestos a la ocupación no le
granjea el respeto de sus propios colegas por mucho que él crea honestamente que está ayudando a su país. Su esposa, Hilde (Selome Emnetu), tendrá que afrontar sus propios desafíos cuando se trate de respetar los derechos de todos los residentes en Noruega, nativos u ocupantes.
Thomas Eriksen (Vegar Hoel) es un periodista que descubre que la presencia rusa en Noruega va incrementándose de forma secreta e insidiosa. El ejército ruso ayuda a atravesar por la frontera común, en el norte, a inmigrantes ilegales que van instalándose en diferentes estratos de la sociedad noruega. Sordo a las
explicaciones de Berg aduciendo la imposibilidad de resistencia ante un gigante como Rusia, Eriksen arriesga su vida al adoptar una postura beligerante contra el gobierno noruego, al que en sus entrevistas y artículos acusa de blando, cooperador y traidor a sus propios principios y al pueblo que representa.
La esposa de Eriksen, Bente (Ane Dahl Torp), regenta un restaurante en horas bajas por la crisis que azota al país pero con la llegada de los rusos, el local remonta. Sus comensales pasan a ser los miembros de los servicios secretos rusos cuya sede está enfrente, clientes regulares que gastan generosamente. Con ello salva la economía familiar pero agrieta su relación matrimonial y la convierte en objetivo de los militantes de Free Norway.
Utilizando como vehículos tanto estos personajes principales como otros muchos secundarios, la serie va planteando conflictos a múltiples niveles: entre gobiernos, en el seno del propio gabinete noruego, entre el gobierno y los medios de comunicación, entre el ejército y las
autoridades civiles... y, claro, entre los propios ciudadanos.
"Occupied" es un drama político futurista que apenas tiene detalles abiertamente imaginarios. Tanto lo que se cuenta como la forma en que se cuenta es muy realista, sobrio incluso. No hay tecnología llamativa ni ideas de altos vuelos, sino la descripción de un seísmo geopolítico que fuerza un profundo cambio en las relaciones internacionales y la orientación de la Unión Europea. No hay acción en dosis abundantes (aunque sí dosificada en escenas bien orquestadas y realizadas con bastantes medios) ni un ritmo frenético. Como
algunos programas policiacos de corte procedimental, son más importantes los diálogos que la acción física, pero eso no significa que el ritmo sea lento o que no ocurra gran cosa. Todo lo contrario, la trama evoluciona sin pausa y, de hecho, cada episodio está separado un mes -en tiempo ficticio- del anterior y el posterior, lo que permite ir avanzando con rapidez y descubrir los cambios que se producen en Noruega y las diferentes tensiones con Rusia, haciendo sobre todo hincapié en el aspecto humano.
Hay algunos agujeros en el planteamiento inicial. Por ejemplo, ¿por qué no espera Noruega a
dominar la tecnología del torio antes de tomar una decisión tan radical y con consecuencias internacionales tan graves como es la paralización de la explotación de sus hidrocarburos? Pero si se pasa por alto la implausibilidad de la premisa, ésta da pie a explorar algo menos inverosímil y más interesante: cómo puede ejecutarse la invasión “blanda” de un país y qué consecuencias se derivarían a diferentes niveles de la misma. Los rusos no llegan a Noruega con tanques o bombarderos. Empiezan por hacerse con el control del principal recurso energético y económico del país para luego, poco a poco y conforme las autoridades noruegas tratan de apaciguarles tras cada crisis o tensión entre ambos bandos, recortar la soberanía de las instituciones noruegas.
Ese proceso de enquistamiento, no obstante, es tan sutil que resulta visible solo para algunos testigos privilegiados de la situación y no tanto para los ciudadanos corrientes, que no ven sus vidas demasiado alteradas. Eso es lo que le permite a Berg defender su decisión ante la opinión pública, presentando la invasión como una alianza que ayudará a reactivar la economía de Noruega. Poco a poco, el espectador va descubriendo cómo una sociedad democrática va corroyéndose moralmente a causa de los compromisos cotidianos que personas corrientes se ven obligadas a asumir.
No puede extrañar que "Occupied haya provocado bastante polémica por la forma que tiene de presentar a los rusos. De hecho, el gobierno de ese país presentó, a través de su embajada en
Oslo, quejas al respecto, argumentando que la serie presenta una visión de Rusia abiertamente sesgada y lastrada por los prejuicios. "Asustan a los noruegos", decía el comunicado, “con una amenaza inexistente extraída de las peores tradiciones de la Guerra Fría”. Era una declaración que integraba los tres elementos principales en la propaganda rusa del siglo XXI: el victimismo por los abusos y presiones de Occidente; el recordatorio del importante papel y el sacrificio de Rusia en la Segunda Guerra Mundial; y la negación de que Moscú constituya amenaza alguna para los países de la zona. Y, al menos en este último punto, los noruegos no están de acuerdo con ellos a tenor de las encuestas realizadas.
Cabe preguntarse el por qué de tal reacción. Al fin y al cabo, el villano "ruso" ha sido profusamente utilizado por el cine americano y británico durante décadas; y cuando la Guerra Fría llegó a su fin, el espía o el apparátchik fueron sustituidos por los gángsters, mafiosos, militares lunáticos y tiburones empresariales. ¿Por qué no protestó Rusia por la forma en la que era retratada en todas esas ficciones? El hacerlo ahora y contra un programa cuyo único objetivo es entretener no hace sino llamar todavía más la atención y suscitar mayor interés por aquél. Al fin y al cabo, en un drama político de escala internacional siempre tiene que haber un villano y Rusia es un blanco fácil gracias tanto a su pasado como a su presente.
En los últimos tiempos, han vuelto a reaparecer tensiones en el continente europeo a tenor de la
firmeza que el gobierno de Moscú quiere exhibir en su política internacional. Las violaciones rusas de los espacios aéreos y marítimos del Báltico y Escandinavia son frecuentes; sus maniobras en los países limítrofes y los métodos que ha utilizado para resolver sus problemas con ellos o defender sus intereses son, como mínimo, cuestionables; y no hace demasiado se filtró que uno de los juegos de guerra que habían realizado las tropas rusas había consistido en la conquista de la capital estonia, Tallinn, en solo sesenta horas. Por no mencionar, que el gas ruso, transportado vía gasoducto, obliga a países como Alemania (con una dependencia completa de Rusia para el suministro de ese hidrocarburo), a mirar hacia otro lado cuando se trata de abusos del Kremlin.
Todo esto le da a "Occupied" un viso de autenticidad que ha tocado una fibra sensible en Noruega. Poco después de que Rusia se anexara la península de Crimea en 2014, Jo Nesbo declaró en una entrevista: "Creo que el sentirnos a salvo y creer que las cosas no pueden cambiar es un espejismo (...) Y eso asusta, porque las cosas sí pueden cambiar muy rápido. En Escandinavia damos todo por sentado".
Por otra parte, no son los rusos los únicos que "Occupied" deja en mal lugar: La Unión
Europea y los Estados Unidos actúan como instigadores y cómplices de una agresión sin precedentes que socava todo el derecho internacional y sienta un peligroso precedente: subordinar la política y soberanía de un país a los intereses económicos y políticos de otros, por la fuerza si es necesario, propiciando la tiranía y la vulneración de derechos fundamentales. En el caso de Estados Unidos y en este panorama futurista pero no inverosímil, ha logrado recientemente la autonomía energética (cosa que a estas alturas ya es una realidad) y se ha retirado de la OTAN, defendiendo exclusivamente sus propios intereses y abandonando, si así lo considera conveniente, a sus antiguos aliados.
Pero es que, además y en el caso particular de Noruega, la premisa de la serie resulta más
verosímil de lo que podría parecerle a un espectador de otra nacionalidad. Porque entre 1942 y 1945, el país estuvo dirigido por Vidkun Quisling, al frente de un gobierno colaboracionista con los nazis que revocó la autoridad del monarca noruego (quién se exilió a Gran Bretaña tras negarse a transigir con las exigencias alemanas de abdicación), prohibió la acogida de judíos refugiados de la persecución nazi y envió soldados noruegos al frente oriental. Al término de la Segunda Guerra Mundial, Quisling fue ejecutado pero su recuerdo permanece como una sombra de vergüenza sobre la historia reciente del país. Bajo esa luz, por tanto, "Occupied", adquiere un significado distinto al proponer una repetición de ese lamentable periodo histórico con el marco de una crisis energética en vez de una guerra y sustituyendo a los nazis por los rusos.
La idea central de la serie (¿cómo se comportaría la sociedad e instituciones noruegas ante una
ocupación extranjera pacífica? ¿Hasta dónde debe llegar ésta para justificar una resistencia armada?) está inspirada asimismo en ciertos hechos de la historia y la política escandinavas del último siglo. Tras la Segunda Guerra Mundial y ante el agresivo expansionismo ruso, Finlandia firmó tratados con la Unión Soviética en virtud de los cuales cedía la soberanía de amplios territorios (la actual república de Karelia, dependiente de Rusia); rechazó el Plan Marshall y proclamó su neutralidad en la esperanza de que el vecino comunista no interferiría en sus asuntos y respetaría su neutralidad. Esa tendencia a evitar cualquier declaración o política que pudiera
ser interpretada como antisoviética fue peyorativamente bautizada por los periodistas alemanes como “Finlandización" y ha pasado a la terminología política para designar aquel fenómeno por el cual un país pequeño lindante con otro mucho mayor y expansionista, acepta una reducción de su soberanía a cambio de mantener cierto grado de autonomía.
Aunque muchos fineses defienden las decisiones de sus gobiernos de la Guerra Fría en términos pragmáticos y como las mejores posibles de una poco envidiable panoplia de alternativas, ha habido también quien ha señalado las consecuencias negativas que se derivaron de las mismas. En aquella época, Finlandia
difícilmente podía ser considerada una democracia modélica. La Unión Soviética ejercía poder de veto oficioso sobre la composición del gobierno y ordenaba a su subordinado, el presidente Urho Kekkonen, que silenciara las voces de los partidos críticos con la influencia de Moscú. Kekkonen, cuya fructífera relación con la KGB pudiera haber tenido también una vertiente pecuniaria, sirvió como presidente y pseudomonarca de Finlandia durante 26 años. Los desertores del régimen soviético que tenían la mala idea de huir a Finlandia, eran deportados regularmente y los medios de comunicación fineses aceptaban de facto la censura en lo tocante a su opresor vecino.
Una serie como "Occupied" sería, todavía hoy, difícil de producir en Finlandia, que treinta años después de finalizar la Guerra Fría todavía no ha sido capaz de afrontar el coste ético, individual y colectivo, de la “finlandización". Dado que ambas partes consideran exitosa
aquella componenda (Finlandia prosperó económicamente y Rusia la mantuvo bajo su sombra), no es de extrañar que el Kremlin trate de articular el mismo plan con otras naciones limítrofes. Y mucho de eso hay en la serie que ahora tratamos.
"Occupied" adopta el estilo de otras series nórdicas muy populares como el drama político danés “Borgen" (2010-13) y expande su escala añadiendo acción y múltiples niveles narrativos que, como he dicho, aportan una visión amplia de las consecuencias sociales, políticas y personales de la invasión rusa. Es más, conforme avanza la historia, ésta se abre para acoger otros países y ampliar su universo (los productores
consiguieron incluso convencer a la BBC para colaborar como medio principal de información internacional sobre los sucesos ficticios que se narran en la serie). Algunos personajes principales de la primera temporada mueren o quedan relegados a secundarios en la segunda y viceversa; y en lugar de quedarse estancada en la resistencia noruega contra la ocupación rusa, la historia evoluciona y plantea nuevos escenarios y dilemas éticos y políticos...que no voy a revelar aquí para no estropear el visionado a aquellos lectores que desconozcan el producto pero puedan estar interesados en él.
La serie tiene un tono visual y una estética muy distintos a los de las producciones norteamericanas o británicas. La cuidada fotografía, en la que dominan los tonos grises y azulados, captura la especial luminosidad nórdica según la estación del año así como paisajes naturales y urbanos diferentes a los que estamos habituados a ver. Lo mismo puede decirse de los actores, en general todos muy sólidos, cuyos desconocidos rostros -para los espectadores no escandinavos, claro- aportan un grado extra de verosimilitud a sus personajes. Eso sí, su estoicismo nórdico puede hacer algo difícil para algunos espectadores conectar con ellos. Todo el conjunto tiene un cierto aire austero y contenido, distante incluso, no tanto consecuencia de un presupuesto ajustado (ha sido la serie más cara de la historia de la televisión noruega) como, sospecho, reflejo estético del propio espíritu nacional.
No todo en la serie es notable. La tercera temporada es la más irregular y aunque sigue siendo
entretenida, toma cierta deriva un tanto inverosímil, con la muerte de un personaje principal y el giro radical de otro (que, tampoco aquí, desvelaré). Se cierra la trama primaria relativa a la ocupación rusa y se abren otras en direcciones diferentes pero el sexto y último episodio no ofrece un final propiamente dicho. Está por ver si se produce una cuarta temporada.
Por otro lado, no debería acercarse a esta serie quien espere un producto optimista o se deprima fácilmente. Porque "Occupied" presenta un futuro desesperanzador en el que la crisis económica y medioambiental ha llevado a la desintegración de los valores democráticos y donde los ideales y la ideología son sofocados por el gangsterismo de políticos hipócritas ante la indiferencia internacional. Tampoco a los personajes se les permite alcanzar la paz y resolver de una vez por todas sus problemas. Algunos mueren asesinados o por su propia mano, otros se ven obligados a exiliarse, son traicionados o amenazados, sus familias se desintegran... No hay final feliz para ninguno de ellos ni tampoco una fácil, o al menos incondicional, identificación por parte del espectador común. Los personajes evolucionan con los acontecimientos y combinan momentos de valentía, honestidad y heroísmo con otros en los que su actitud y comportamiento son abiertamente reprobables. Ni todos los
rusos son unas bestias pardas ni todos los noruegos unas víctimas dignas de compasión. Aunque no frecuentes, se forman lazos de comprensión y sentimentales entre las dos comunidades. Hay rusos que se integran bien en la sociedad noruega y que comprenden los sentimientos de animadversión hacia ellos; y noruegos radicales que encuentran en la causa de la liberación una salida para sus pulsiones más violentas. Son, en definitiva, personajes más humanos y mucho más grises de lo que suele verse en las series dramáticas más corrientes.
La historia y ficciones europeas están llenas de cicatrices dejadas por siglos y siglos de guerras intestinas. Sobre todo, después de la Segunda Guerra Mundial, el cine y la literatura han ofrecido incontables historias sobre la resistencia ante el invasor y la colaboración con el mismo. "Occupied" aporta un nuevo giro argumental y estético a estas narrativas clásicas y refleja a la perfección las nuevas ansiedades que despierta la inestabilidad geopolítica provocada por las crisis económicas, el cambio climático, la inmigración masiva, una Rusia cada vez más fuerte y agresiva y unos Estados Unidos progresiva y voluntariamente más apartados del escenario europeo. Una ciencia ficción, en definitiva, en el límite de no serlo.
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Junto a E.E. “Doc” Smith y Jack Williamson, Edmond Hamilton fue uno de los principales pioneros de la ciencia ficción norteamericana y, en concreto, del subgénero de la space opera, que empezó a popularizarse en las revistas pulp a finales de los años veinte.
Hamilton nació en 1904 en Youngstown Ohio. Abandonando sus estudios superiores en
Pensilvania, decidió ganarse la vida como escritor. A los 21 años, en 1925, publicó su primera historia en “Weird Tales”, y en 1933, su relato “La Isla de la Irracionalidad” (aparecido en “Wonder Stories”) ganó el primer Premio Julio Verne a la mejor historia del año (fue el primer galardón otorgado por los fans antes de la creación del Premio Hugo). En 1946, Hamilton empezó a escribir guiones de comic para DC, sobre todo en los títulos de Superman y Batman además de otros personajes de CF, como la serie “Chris KL-99”, incluida en la antología “Strange Adventures”.
El 31 de diciembre de 1946, Hamilton se casó con otra colega escritora de CF y guionista de cine, Leigh Brackett. Fue la colaboración de ambos la que produjo, en la siguiente etapa de su carrera, algunos de sus mejores trabajos: “La Estrella de la Vida” (1947), “El Valle de la Creación” (1948), “La Ciudad del Fin del Mundo” o “El Embrujo de las Estrellas” (1960). Aunque trabajaron codo a codo durante 25 años, Hamilton y Brackett
rara vez firmaron juntos. De todas formas, él nunca tuvo reparos en admitir el valor de las aportaciones de ella. En su introducción a la compilación “The Best of Leigh Brackett” (1977), escribió: “tener una competente crítica en casa me ató corto siempre que hacía algo demasiado deprisa y descuidadamente…ella fue, y sigue siendo, la más amable de los críticos”. Hamilton murió aquel mismo año en California, a raíz de complicaciones surgidas tras una cirugía renal.
La ciencia ficción con un toque fantástico y de terror fue asiduamente practicada por Hamilton desde su primera historia, “El Dios-Monstruo de Mamurth” (“Weird Tales”, 1926), muy en la línea de la extraña ciencia ficción que practicaba Abraham Merritt o los relatos terroríficos de H.P.Lovecraft y Clark Ashton Smith, aunque rebajando la recargada prosa de éstos y acercándola al nivel del lector más corriente. Pero fue
dos años después, con la publicación de “Crashing Suns” (“Weird Tales”, 1928), que Hamilton empezó a labrarse un camino de gloria en la space opera, subgénero por el que hoy es más conocido: relatos cuyo marco es de dimensiones galácticas, incluso universales, a menudo protagonizados por un terrestre y sus camaradas (éstos no necesariamente humanos) que descubren una amenaza de proporciones cósmicas, la cual consiguen conjurar en solitario o con la ayuda de una armada espacial, enfrentándose a los alienígenas responsables.
Colaboró, por ejemplo, en la saga del Capitán Futuro, un personaje creado por el editor Mort Weisinger (más tarde responsable de los títulos de Superman en DC y quien convenció a Hamilton para probar suerte en ese medio) y que disfrutó de su propia revista llegando a totalizar casi una veintena de aventuras. Pero su space opera más famosa fue la saga de los Reyes de las Estrellas, cuya primera entrega apareció publicada en “Amazing Stories” en 1949.
John Gordon lleva tres años trabajando en una oficina de seguros de Nueva York. Tras haber pilotado bombarderos durante la Segunda Guerra Mundial, no consigue ajustarse a la tranquila y aburrida vida de un agente de seguros. Una noche, mientras yace en la cama al término de otro insatisfactorio día, empieza a escuchar voces en su cabeza. Resulta que ha establecido comunicación mental con un príncipe-científico de 200.000 años en el futuro. Su nombre es Zarth Arn y le informa de que ha diseñado un sistema para intercambiar mentes a través del tiempo y el espacio y tiene curiosidad por investigar el lejano pasado y sus bárbaros habitantes. Si Gordon accede a cambiar la mente con él durante unas semanas, podrá descubrir cómo será el futuro. Además, es un procedimiento seguro, reversible y temporal. ¿Cómo iba a negarse, especialmente teniendo en cuenta lo insatisfecho que está con su vida? Sólo hay una condición: bajo ninguna circunstancia debe Gordon desvelar su auténtica identidad a nadie del futuro.
A Gordon le cuesta unos días decidirse pero finalmente acepta y, momentos después, despierta
en el laboratorio de Zarth Arn, situado en el remoto Himalaya terrestre, ocupando su mente/alma/espíritu el cuerpo de aquél. Todavía no ha tenido tiempo para aprender los aspectos más básicos de la vida en ese futuro cuando las cosas se tuercen. Gordon es convocado al mundo trono de Throon por el padre de Zarth Arn, Arn Abbas, gobernante del Reino Galáctico Medio. Como no puede revelar su auténtica identidad sin romper el juramento a Zarth Arn, se ve obligado a desempeñar el papel del joven príncipe y no tarda en verse atrapado en un extraño triángulo entre dos mujeres: la inteligente y enérgica Lianna, gobernante del Reino de Fomalhaut (con quien su “padre” le ha ordenado casarse y de la que rápidamente Gordon se enamora) y la tierna Murn (a quien ama Zarth Arn).
Simultáneamente, la civilización galáctica se enfrenta a una gran crisis: una conspiración previa a una guerra de conquista promovida por Shorr Kan, tirano de la Liga de los Mundos Oscuros y residente en la mayor nebulosa de la galaxia. El villano trata de convencer a los otros reinos galácticos de que rompan su alianza con el
emperador y antes de que John pueda orientarse y comprender bien lo que ocurre y qué papel juega él (o, más bien, Zarth Arn), se ve envuelto en las intrigas y maquinaciones de palacio. Su “padre” muere asesinado y él es culpado del crimen.
Lianna lo salva y ambos huyen para iniciar una búsqueda por toda la galaxia del secreto del Disruptor, la única arma que puede derrotar a los Mundos Oscuros y preservar la libertad en las estrellas. Pero mientras tanto, el héroe a la fuerza tendrá que hacer frente a secuestros, tortura mental, mutantes… sin revelar nunca que él no es el científico que todo el mundo cree y tratando desesperadamente de volver al laboratorio de la Tierra donde se encuentra el equipo que le permitirá regresar a su propio tiempo. Lo cual plantea otro problema porque si triunfa en su propósito, perderá el amor de Lianna; si, por el contrario, decide quedarse en el futuro, traicionará a Zarth Arn al dejarlo atrapado 200.000 años en el pasado, lejos de su amada Murn.
Este libro tiene todo lo que puede pedírsele a una space opera pulp: un Imperio Galáctico,
fuerzas oscuras que tratan de hacerse con el poder, una hermosa princesa, épicas batallas espaciales, mundos alienígenas, naves interplanetarias, romance, mundos pintorescos, tecnología de altos vuelos, traidores y espías, armas de inimaginable poder destructivo, villanos grandilocuentes… Sí, claro que resulta familiar, pero eso es porque todos esos ingredientes fueron después reciclados miles de veces y grabados a fuego en el imaginario colectivo, especialmente gracias a la huella que dejó treinta años después “Star Wars”. Al fin y al cabo, Leigh Brackett, esposa de Hamilton y sin duda con más talento que él, fue quien escribió el guion de “El Imperio Contraataca”.
Aunque ni siquiera en su momento se trató de un planteamiento original (no deja de ser una reformulación de la clásica “El Prisionero de Zenda” (1894), de Anthony Hope), “Los Reyes de las Estrellas” sí es una lectura sencilla y entretenida. Además, el protagonista está cortado por un patrón más evolucionado respecto a lo que menudeaba en los primeros escarceos del subgénero con la aventura espacial. Así, ya no es un superhombre que pueda resolver los problemas del futuro a base de iniciativa,
fuerza bruta e ingenio sino que su mérito es más bien el aceptar la responsabilidad que le toca y actuar en base a ella. Y, por otra parte, el gran villano mostraba ciertos signos de humanidad hacia el final de la novela, lo suficiente como para situarse, aunque solo sea parcialmente, con un pie fuera del estereotipo.
Hamilton no fue uno de esos escritores pulp de prosa hiperflorida que buscaba un hálito poético. El suyo es un estilo limpio y directo -aunque no pudo evitar, como sucedía a menudo en este tipo de literatura, pasajes y diálogos excesivamente melodramáticos. En sus space operas, se servía de la verborrea pseudocientífica para, como si fuera magia, justificar prácticamente cualquier cosa. Podía así presentar más fácilmente tramas que discurrían por toda la galaxia y personajes y mundos pintorescos, liberándose de las ataduras de la auténtica ciencia y definiendo un Sentido de lo Maravilloso que cautivó a una generación de jóvenes lectores (además de hacerle merecedor de apodos tales como “Destruye Mundos” o “Salva Mundos Hamilton”.
El ritmo de la aventura es notable y parece mentira la cantidad de personajes, lugares y
acontecimientos que Hamilton consigue comprimir en menos de doscientas páginas. Como era la norma en la literatura pulp, primaba la acción y el sentido de lo maravilloso sobre el trabajo de caracterización de los personajes o la plausibilidad científica (de hecho, hay abundantes ejemplos de superciencia abracadabrante, como esas naves que viajan a 600 años luz por hora). El principal problema de Hamilton con este subgénero siempre fue la falta de cohesión y estructura de sus tramas así como cierta incapacidad para subrayar donde y cuando convenía narrativamente aquellos momentos de mayor épica y espectacularidad. Tanto Jack Williamson (“La Legión del Espacio”) como “Doc” Smith (“La Alondra del Espacio”, “Los Hombres de la Lente”) fueron escritores de mayor talento en este campo y por eso sus sagas son más recordadas hoy que las de su contemporáneo. Éste, no obstante, seguiría escribiendo relatos de space opera, si bien con éxito decreciente y utilizando con mayor frecuencia seudónimos (Robert Castle, Hugh Davidson, Robert Wentworth, Will Garth).
Resulta llamativo que en pleno auge de la Nueva Ola, cuando muchos autores de CF decidieron romper con la tradición del género y renegar, entre otras cosas, de sus clichés más rancios, existiera un sector de los fans lo suficientemente amplio como para que, a su demanda, Edmond Hamilton decidiera publicar una segunda parte de su más popular space opera: “Regreso a las Estrellas” (1969). Se trata de un fix-up: una serie de historias cortas inicialmente independientes y escritas en un periodo de cinco años (1964-69) pero hábilmente conectadas por Hamilton para su publicación como novela.
Dos años después de lo narrado en la primera entrega, encontramos a John Gordon en el siglo XX, buscando ayuda psiquiátrica dado que ya no está seguro de que las aventuras que viviera en el futuro no fueran delirios. Pero Zarth Arn, fiel a la promesa que le hizo, consigue trasladarlo a su tiempo sin abandonar su propio cuerpo. Gordon tiene un incómodo reencuentro con Lianna (que nunca había visto su verdadero rostro antes), pero inmediatamente surgen problemas más graves. El primo de Lianna, Narath Teyn, está conspirando para robarle la corona imperial y reclutando para ello un ejército de seres no humanos de diferentes mundos, así como los
traidores condes de las regiones exteriores de la galaxia. Aún peor, de la Nube Magallánica Menor surgen los H´Harn, cuyos poderes mentales los hacen invencibles.
Y así, Gordon vuelve a entrar en la trifulca galáctica, saltando de planeta en planeta hasta participar en la gran batalla final. Le acompaña su amigo y experto piloto Hull Burrell, al que había conocido en el libro precedente; y el aliado más inesperado, el mismísimo Shorr Kan, que resulta que no murió al término de “Reyes de las Estrellas”.
No parece que Hamilton, quien contaba 65 años por entonces, tuviera para “Regreso a las Estrellas” muchas ideas nuevas o pretensiones más allá de entretener a sus lectores pero, al menos, eso lo cumple con creces. El libro cuenta con un ritmo firme, especialmente en su último cuarto; sus personajes tienen gancho (incluso Shorr Kan, un “granuja de negro corazón” y “el mayor villano de la galaxia”, como le califica Burrell, se gana la aprobación del lector con su inteligencia y sus puntillas cómicas: “Cuanto más próximo estoy a este negocio de morir heroicamente, más descorazonador me parece la perspectiva”); los malos de turno son pintorescos y los principales villanos, los H´Harn, no demasiado sobrecogedores.
Es un libro que podría interesar no sólo a los fans de aquellos viejos seriales de los años treinta, como los de Flash Gordon o Buck Rogers (si bien la historia de Hamilton está mejor perfilada y
es más inteligente que los guiones de aquéllos) sino a los amantes de la saga de “Star Wars”, porque sin duda encontrarán en él una fuente de diversión con todas estas peripecias galácticas en las que confluyen una guerra civil, una hermosa princesa, un descarado piloto, un entrañable compañero no humano (Korkhann, amigo de Lianna, que sería el equivalente a Chewbacca), duelos, peleas, villanos de diferente categoría, alienígenas diversos y una misteriosa amenaza con fantásticos poderes de control y coerción mental.
“Regreso a las Estrellas” es un libro mejor escrito que su predecesor, producto de la madurez que fue acumulando el propio Hamilton con el paso de los años. Y aunque necesariamente su premisa carece de la frescura y originalidad de la de “Reyes de las Estrellas”, sí es más ambicioso y épico en su escala. Como más tarde haría George Lucas para el cine, el libro arrastra consigo al lector de una escena emocionante a la siguiente, de un planeta fascinante a otro.
Estas dos novelas junto a la historia corta “Stark y los Reyes de las Estrellas” (escrito junto a su esposa y en la que confluye la saga de Hamilton y la creada por su ella centrada en el héroe Eric
John Stark) conformaron durante bastante tiempo la saga conocida como “Reyes de las Estrellas”… hasta que hace relativamente poco tiempo una editorial norteamericana descubrió, olvidadas en las páginas de revistas de pequeño formato, un par más de novelas completas ambientadas en el mismo universo. “El Cazador de Estrellas” (1958) transcurre unos cuantos miles de años antes de “Reyes de las Estrellas”; “El Hombre Tatuado” (1957), por el contrario, lo hace decenas de miles de años después, cuando los hechos narrados en el meollo de la saga se han convertido en leyendas semiolvidadas que solo interesan a los niños. El que estas dos entregas (publicadas conjuntamente como “El Último de los Reyes de las Estrellas”), se pasaran por alto durante tanto tiempo podría deberse a que Hamilton las firmó con un seudónimo impuesto por el editor de la revista y sólo se identificaran como parte del ciclo porque el clímax transcurría en una de las principales localizaciones de la saga.
“Reyes de las Estrellas” es la obra por la que Edmond Hamilton será recordado en el género y una de las principales space operas de la Edad de Oro de la Ciencia Ficción. Una lectura que permite olvidarse por un rato de las estrictas leyes de la ciencia, que discurre a ritmo vertiginoso y en la que pueden identificarse muchos de los elementos, situaciones y personajes que poblarán las fantasías espaciales de las futuras generaciones de niños, algunos de los cuales se convertirían ellos mismos en fabricantes de sueños para millones de personas.
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De acuerdo con las hermanas Wachowski, el origen de “Sense8” se remonta a varios años antes del estreno de la serie, en una conversación a altas horas de la noche sobre las formas en que la tecnología nos une y nos separa simultáneamente. Cuando se decidieron por fin a convertir la idea en una serie para televisión, Lana eligió para desarrollarla a Joe Michael Straczynski en base a la amplia experiencia de éste como guionista para el medio. Lo invitaron a su casa en San Francisco y pasaron varios días discutiendo el tema y el enfoque que iba a adoptar la historia, optando por explorar la relación entre la empatía y la evolución. El título, “Sense8” lo imaginó Lana en el segundo día de conversaciones, como un juego de palabras entre “sensate” (sensible) y el número de personajes principales.
En 2012, los Wachowski y Straczysnki habiendo escrito el guion de un piloto de tres horas y
teniendo planificadas nada menos que cinco temporadas, empezaron a entrevistarse con posibles compradores para el proyecto. Su primera reunión fue con Netflix y a la cadena le convenció la idea de una serie novedosa que abordara temas como el género, la identidad, el secreto y la privacidad. En marzo de 2013, encargó una primera temporada de diez episodios que, ya durante la fase del rodaje, se ampliarían a doce. El presupuesto asignado fue de 4,5 millones por episodio.
La historia de “Sense8” comienza con el suicidio de Angelica (Daryl Hannah) a punto de ser capturada por unos paramilitares liderados por un tal Whispers. Ella resulta ser la “madre” psíquica de un grupo de ocho individuos, desconocidos entre sí, repartidos por todo el mundo y cuya identidad ella quería mantener en secreto a toda costa. El eco mental traumático de la muerte de Angelica provoca pesadillas en todos ellos y activa el enlace mental, primero de dos en dos y más adelante grupal. A través de esa conexión, pueden “ponerse en el lugar del otro”, ver y sentir lo que sienten los demás, comunicarse y compartir sus conocimientos, emociones, recuerdos, idiomas y habilidades.
En la primera temporada, los ocho -Cafeus, Sun, Nomi, Kala, Riley, Wolfgang, Lito y Will- descubren desconcertados ese poder y tratan de compaginar sus vidas cotidianas con ese don al tiempo que mantener su cordura y tratar de comprender de dónde proviene, cómo funciona y por qué. Paulatinamente aprenden a ayudarse mutuamente en momentos de peligro. Mientras tanto, otro Sense8 llamado Jonas, que había estado sentimentalmente unido a Angelica, aparece en su ayuda; y una siniestra organización, la BPO (Biological Preservation Organization), trata de encontrarlos por medio de uno de sus principales ejecutivos, el mencionado Whispers.
El guion de la primera temporada lo realizaron a medias Straczynski y las Wachowski, repartiéndose los episodios y trabajando más o menos independientemente. Lilly Wachowski, tras completar su transición a mujer, decidió tomarse algún tiempo para sí misma y en la segunda temporada ya no intervino ni como guionista ni como directora. Fueron, por tanto, Lana y Straczynski quienes se encargaron de escribir los guiones, esta vez conjuntamente y con ayuda de David Mitchell y Aleksandar Hemon. El presupuesto por episodio pasó a ser el doble: 9 millones de dólares.
La segunda temporada se hizo esperar dos años (con excepción de un episodio de dos horas
ofrecido en diciembre de 2016) pero cuando se estrenó seguía manteniendo el mismo ritmo y lenguaje visual. En ella, los ocho se han acostumbrado ya a su enlace y se ayudan frecuentemente con sus respectivos problemas. Averiguan más sobre el Homo sensorium (el nombre científico de la nueva especie que ellos encarnan, los Sense8), la historia y objetivos de la BPO, el papel que desempeñó Angelica en todo el plan, cómo funcionan sus poderes y cómo neutralizarlos. También contactan con otros Sense8, adscritos a otros clanes, no todos amistosos. Al mismo tiempo, Jonas intenta al ayudarlos y protegerse a sí mismo tras ser capturado por Whispers, el
cual se halla inmerso en un juego de caza y captura con Will, tratando el uno de flanquear al otro y acabar con él. La situación se complica sobremanera dado que resulta difícil detectar quién es el villano, de qué parte están muchos de los personajes y la intervención de unos gobiernos preocupados por la existencia de seres con poderes que podrían afectar a la seguridad nacional. Una segunda temporada, por tanto, que amplía las fronteras del universo ficticio que solo se había apuntado en la primera y mantiene y amplía todo lo que había funcionado bien en aquélla.
La serie se apoya en una idea muy interesante: ¿Cómo podría experimentarse un enlace telepático grupal? Así, la historia explora, imagina y refleja muy bien las posibilidades que
podrían derivarse de semejante poder, los peligros y ventajas que conlleva, la disrupción que causa en las muy diferentes vidas y entornos de todos los miembros del clan… Aunque los orígenes, géneros, orientaciones e identidades sexuales, ambiciones y temperamentos de los personajes son muy diferentes, ese nexo mental les permite eliminar las barreras levantadas por la geografía, la cultura y la educación y abrazar una unión profunda a todos los niveles: cada uno de ellos puede sentir las emociones de los demás; incluso la experiencia sexual se amplía para eliminar las distinciones de género o los prejuicios.
Lo que en el fondo postula “Sense8” es que nuestros problemas derivan de la incomunicación. Cuanto mayor sea ésta, más profunda es la ignorancia de la circunstancia ajena y más fácil caer en tópicos, prejuicios y, consecuentemente, intolerancia y odio. Si pudiéramos ponernos en el lugar del otro, comprender qué experimenta física y mentalmente y por qué, nos sentiríamos más próximos a él y, por tanto, reduciríamos los conflictos.
Y precisamente eso es lo que hace el enlace telepático de los Sense8: brindar la comunión total, aquella que permite trascender los prejuicios, las desconfianzas y los egoísmos, ayudar y ser
ayudado, compartirlo todo y desprenderse de la carga de los secretos y las dobles vidas. Es esa fusión lo que permite a los protagonistas sobrevivir frente a inmensos peligros, utilizar de la forma más eficiente posible los respectivos talentos, experiencias y particularidades tanto en aras de la misión común con la que se comprometen como en los desafíos individuales que cada uno de ellos debe afrontar. Y, sobre todo, trascender la condición humana tal y como se había concebido hasta ese momento. Es por ello que el Homo sensorium es una especie más evolucionada que el sapiens, mejor preparada para sobrevivir.
Narrativamente, esa cesión temporal de habilidades se materializa en su forma más visible en las habilidades de Sun (Doona Bae) en las artes marciales, que “presta” a otros personajes cuando se ven en apuros y que aporta algunas de las escenas de acción más rotundas; y también en el sexo: ¿qué pasa cuando un miembro del clan está practicando el sexo y a medio mundo de distancia otros están tratando de hacer algo cotidiano como tomar un café con un amigo y pueden sentir la misma pasión y placer? (la serie hace trampas, claro, porque todos los personajes son físicamente atractivos y ese sexo compartido nunca resulta desagradable ni incómodo).
Conforme avanza la intriga, todos aprenden a enlazarse simultáneamente y ceder de forma
instantánea sus habilidades a otros, conformando un equipo formidable. Will (Brian J.Smith) aporta sus recursos y experiencia policiales; Riley (Tuppence Middleton) su empatía y conocimiento del submundo criminal; Cafeus (Aml Ameen) su habilidad como conductor; Kala (Tina Desai) sus conocimientos en química y biología; Wolfgang (Max Riemelt) contribuye con la fuerza bruta, valentía e inclinación a la violencia de la que sus compañeros carecen; Nomi (Jamie Clayton) es la experta en informática -con ayuda de su novia Amanita-; y Lito (Miguel Ángel Silvestre) es el actor, el hombre que puede mentir y convencer de cualquier cosa.
Menos original es la idea de la despiadada organización secreta, privada o gubernamental, que los persigue para esclavizarlos o destruirlos, un concepto que ha sido abundantemente explorado desde los tiempos de la ciencia ficción más clásica y en diferentes formatos: la literatura (“Juan Raro”, 1935; “Slan”, 1940), el comic (“X-Men”, 1963), el cine (“La Furia”, 1978; “Scanners”, 1981; “Push”, 2009) o la televisión (“Héroes”, 2006-2010; “Alphas” (2011-2012).
Uno de los aspectos más destacables de “Sense8” es la forma en que está estructurada y
narrada: ocho tramas diferentes que van siguiendo a otros tantos personajes y sus circunstancias, pertenecientes a culturas y países muy diversos. Nomi es una hacker y activista transexual de San Francisco; Will trabaja como policía en Boston; Kala es una bióloga y ferviente hindú a punto de contraer matrimonio con el hijo del propietario de la empresa para la que trabaja; Wolfgang es un ladrón de cajas fuertes vinculado a las mafias rusas de Berlín; Cafeus es un conductor de autobús keniata que mantiene una actitud valiente y optimista hacia la vida a pesar de la escasez material en la que vive; Riley es una DJ islandesa residente en Londres que trata de escapar de un pasado trágico; Sun Bak es una alta ejecutiva coreana, hija del dueño de una
poderosa corporación, con excepcionales habilidades en kick boxing; y Lito es un popular actor mexicano que no ha hecho pública su condición gay. Todos ellos (la mayoría interpretados por actores de las mismas nacionalidades que los personajes que interpretan) viven sus propias vidas y cargan con los fantasmas de sus respectivos pasados; pero, al mismo tiempo, intervienen en las de los demás, a veces tan solo hablando mentalmente con otro miembro del clan, otras veces ocupando su cuerpo para ayudarlo en momentos de crisis aportando habilidades que aquél no tiene.
Todos los personajes van reuniéndose -telepáticamente pero también, poco a poco, físicamente-
para combatir la amenaza que los persigue a todos; pero también han de continuar sus respectivas vidas y los problemas que les acarrean. Así, Kala, a punto de casarse con un rico hombre de negocios indio al que no está segura de amar, se sume en la indecisión cuando contacta telepáticamente con Wolfgang y se siente atraída por él; por si fuera poco, se ve envuelta en las violentas luchas entre el laicismo de la familia rica de su marido y la religiosidad del estrato social al que ella pertenece. Riley tiene que lidiar con las drogas, los mafiosos relacionados con ellas y el sentimiento de culpa por la muerte de su madre; Will tiene un padre alcohólico.
Lito es homosexual con pareja estable, pero se ve presionado para tener una novia falsa con la que mantener su fachada ante su público, mayoritariamente tradicional; Wolfgang tiene sus propios esqueletos en el armario y su deseo de autoafirmación le lleva a enfrentarse con la familia de gangsters a la que pertenece; Cafeus se ve involucrado en un incidente con las mafias locales que lo convierte tanto en una celebridad como en diana de aquéllas; la denuncia de Sun de las corrupciones en las que se ven inmersos su padre y su hermano, se volverá contra ella y, traicionada, acabará injustamente en prisión; y Noomi, expulsada de su acaudalada familia por su cambio de sexo, tiene sus propios problemas con la ley a cuenta de sus actividades de hacker.
En vez de diluir la intriga principal y desviarse de la misma (la conspiración contra los Sense8),
todas estas subtramas aportan un sólido contexto emocional para todos los personajes y son las que en realidad van haciendo que los unos se aproximen a los otros. Todos ellos evolucionan y cambian de forma coherente y progresiva conforme avanza la serie, hasta tal punto que puede decirse que ninguno sigue siendo el mismo que empezó la aventura. Cada uno de los principales, además, está apoyado por su propio grupo de secundarios, por lo que el reparto de la serie es amplísimo y variado.
Abundando en la diversidad que constituye el núcleo de la serie, otro acierto fue escoger a actores de diferentes nacionalidades que, aunque no son caras muy conocidas en Hollywood, sí encajan a la perfección en sus respectivos papeles y resultan absolutamente verosímiles. Tuppence Middleton (Riley) y Doona Bae (Sun) ya habían participado en otras producciones de los Wachowski (“El Ascenso de Júpiter”, “El Atlas de las Nubes”). Destaca también Miguel Ángel Silvestre como Lito, el actor con baja autoestima e inseguro que decide “salir del armario” solo para ver hundirse su carrera.
El esfuerzo de producción es notable. Se rodaron escenas en San Francisco, Chicago, Londres,
Reykjavik, Seúl, Mumbai, Nairobi, Berlín y Ciudad de México; y no sólo planos generales para marcar la localización de las escenas sino con los propios protagonistas evolucionando en ese entorno. Y, por si fuera poco, se funden esas escenas para representar la forma en que se comunican los personajes. Técnicamente, gracias al montaje y a los efectos digitales, se consiguen momentos sobresalientes que rompen las reglas narrativas convencionales. Por ejemplo, podemos ver charlar a Wolfgang, sentado en un bar del invernal Berlín, y a Kala en la soleada Mumbai. Cuando se unen telepáticamente, los personajes aparecen por los límites del plano, intercambian lugares o mezclan la percepción de sus entornos físicos. Es una forma de narrar tan compleja como
original que se utiliza tanto para los momentos íntimos como para aquellos dominados por la acción.
Evidentemente, la dirección de la serie, dada la gran cantidad de actores y localizaciones, hubo de repartirse y coordinarse con mucha precisión. Además de en las Wachowski, la tarea recayó en profesionales de cierto recorrido y discípulos de las hermanas: Tom Tykwer, que había codirigido “El Atlas de las Nubes”, se encargó de las escenas de Berlín y Nairobi; y James McTeigue (“V de Vendetta” y “Ninja Assasin”) de las que transcurren en Mumbai y Ciudad de México. Otros nombres ya conocidos en la industria y colaboradores en pasados proyectos de las Wachowski fueron el
director de fotografía John Toll (“El Ascenso de Júpiter”, “El Atlas de las Nubes”), el diseñador de producción Hugh Bateup (saga de “Matrix”) o los compositores Ethan Stoller y Johnny Kilmek.
“Sense8” es claramente un receptáculo para muchas de las filias de las Wachowski. Es ambiciosa en su escala y en su estándar de producción; tiene un pretencioso subtexto filosófico; hay una sobreabundancia innecesaria de sexo y se insertan largos y redundantes pasajes musicales en los que se muestran a los personajes bailando desaforadamente en fiestas, discotecas, bodas…, una mezcla entre Bollywood y video musical de VH1. La serie es una propuesta interesante desde el punto de
vista conceptual, pero también muy marcada por los gustos y obsesiones de las creadoras, por lo que no resulta apta para todos los paladares (algo que quedó demostrado cuando Netflix, ya lo veremos, decidió no renovar la serie para una tercera temporada). Por otra parte, la conspiración principal va desenvolviéndose con cierta lentitud y múltiples desvíos que pueden acabar con la paciencia de no pocos espectadores.
Siendo ella misma una transexual, Lana Wachowski escribió el personaje de Nomi Marks (interpretada por una auténtica actriz transexual, Jamie Clayton) en base a experiencias personales (como la escena en la que la joven Nomi es agredida por chicos en las duchas de un gimnasio) y la novia del personaje, Amanita (Freema Agyeman) está basada en su propia
esposa, Karin Winslow. Es a Nomi y a Lito, por su condición gay, a quienes se dedica probablemente más tiempo de metraje y a cuyas espaldas se carga uno de los principales mensajes de la serie en favor de las minorías sexuales y, de forma más global, la aceptación de las diferencias ajenas. Es este un aspecto que, siendo honestos, está sobrerrepresentado en la serie y abordado de una forma poco sutil. Lo cual no quiere decir que no tenga sentido en una historia que trata acerca de la comprensión mutua en aras de mejorar como individuos, como sociedad y como especie.
En 2017, Netflix anunció la cancelación de la serie argumentando que la audiencia no había sido suficiente como para justificar el elevado coste de la misma. Una explicación que, en esta ocasión, sí parece tener sentido habida cuenta, como he indicado más arriba, de las abultadas cifras que manejaban los presupuestos, el amplio reparto y las complicaciones -no solo financieras- que suponía rodar en diferentes países (contratación de personal local, permisos oficiales, peculiaridades climáticas, organización de los servicios y apoyo a los equipos de rodaje…).
Pero tras la cancelación pueden ocultarse otros factores dignos de análisis. Los programas de
CF con conceptos originales han sido históricamente difíciles de vender porque no pueden resumirse en una sola frase que colocar junto a una foto. La presunción general es que, si tienes la intención de construir un universo amplio y complejo, tienes que empezar con el núcleo más simple e ir construyendo y elaborando a partir del mismo. No es el caso de “Sense8”, que empuja al espectador a un remolino de personajes y situaciones sin explicarle demasiado. Además, describir eficientemente de qué va la serie -por ejemplo: un grupo de ocho personas de todo el mundo descubre repentinamente que están psíquicamente unidos y empiezan a ser perseguidos
por una siniestra corporación que quiere destruirlos- sólo refleja aquellos aspectos más llamativos pero no los que en último término acaban seduciendo al espectador. Porque de lo que realmente trata la serie es del poder de la empatía, un concepto imposible de explicar y transmitir claramente. Es por ello por lo que el trailer de noventa segundos solo da la impresión de presentar una serie de acción, un tanto confusa, con personajes guapetones y bonitos escenarios.
Como no consiguió llamar lo suficiente la atención, “Sense8” tuvo pocas críticas y análisis en los
medios y los que hubo se limitaron a comentarios positivos pero tibios. Así que a pesar del peso que tiene el nombre de las Wachowski -que fue por lo que Netflix accedió a financiarla-, la serie quedó fuera del radar de la mayor parte de su público potencial.
Ahora bien, estos eran problemas relativamente fáciles de solucionar. Antes del nacimiento de las plataformas de streaming, los programas de CF que arrancaban con menos fuerza en las cifras de audiencia o aquellos en los que la cadena tenía menos confianza, acababan exiliados a alguna franja horaria de emisión por la que los anunciantes no tenían interés alguno y que, consecuentemente, las condenaba a una muerte más rápida que lenta. Es conocido el ejemplo de “Firefly”, que además de sufrir una campaña de marketing que sugería lo que no era en
realidad la serie, fue emitida los viernes por la noche y, encima, en desorden. Ahora bien, en una plataforma de streaming, no hay horarios ni franjas más o menos buenas para la publicidad.
Esta liberación de las cadenas de programación tradicional también ha proporcionado a los fans mayor poder que los departamentos de marketing de las empresas. Es más probable que los potenciales espectadores se enteren de la existencia de una serie de su interés vía las redes sociales o los análisis de youtubers o podcasters que por las campañas articuladas por la productora o la cadena. Y así es como rescataron los fans a “Sense8”. Como si fueran los personajes de la serie, utilizaron internet y sus herramientas para establecer un vínculo y actuar colectivamente presionando a Netflix para renovarla.
Su victoria fue solo parcial. Netflix accedió en 2018 a emitir un emocionante especial de dos
horas y media que, esta vez sí, se promocionó como el final de la serie y en el que, al menos, se cerraron las tramas y se ofreció un cierre satisfactorio. Con todo y al final, seguían sin ser suficientes fans como para convencer a Netflix de embarcarse en una tercera temporada de una serie que costaba más dinero aún que la mayoría de los ya por sí caros programas de CF. El mismo presupuesto que le había dado a “Sense8” un estilo visual distintivo, fue la causa de su cancelación.
Existe un problema adicional que tiene más que ver con el fandom que con la propia ciencia ficción o el medio televisivo. Las visiones del futuro y los universos alternativos son inherentemente políticos porque los cambios son producto, en buena medida, de la política. Muy a menudo, los aficionados pertenecen a uno de dos bandos: quienes quieren imaginar un futuro en el que habremos solucionado nuestros graves problemas endémicos del presente; y quienes lo que desean es ver al fortachón varonil de turno pegando tiros y rescatando a una neumática princesa. Esa dicotomía, sin embargo, no es real. Como suele suceder en todos los ámbitos de la vida y el arte, son los situados en los extremos quienes hacen más ruido. El problema es que
para este tipo de programas son esas voces polarizadas las que pueden inclinar la balanza en uno u otro sentido. Las propuestas más valientes, extrañas y menos vendibles son las primeras en ser rechazadas o canceladas porque no satisfacen las demandas de lo que las cadenas perciben es la mayoría de los fans.
Las cadenas han tendido históricamente a forzar a los creadores de series hacia el campo de lo políticamente seguro y lo fácilmente vendible. “Star Trek” tuvo que eliminar a su primera oficial femenina para obtener la luz verde y William Shatner pelear para asegurarse de que el primer beso interracial de la televisión no sufriera el mismo destino. Fox amenazó con no comprar “Firefly” no porque su
reparto incluyera una prostituta sino porque la primera oficial no se enamoraba del capitán. Piénsese ahora en el caso de “Sense8”, que aboga abiertamente por la inclusión de colectivos que todavía sufren un alto grado de marginación y rechazo por parte de la población, fans de CF incluidos; y que trata y muestra el sexo de una forma abierta, natural y lúdica. Aun sin las ataduras y condicionantes que suponen los anunciantes -siempre dispuestos a retirar su publicidad de productos que consideran polémicos- y el mérito de haber apostado por un producto arriesgado, Netflix no pudo escapar a los prejuicios de sus propios suscriptores y su renuencia a darle una oportunidad a un producto algo más sofisticado de lo habitual que no resulta totalmente nítido desde su primer episodio. Al menos, debemos felicitarnos porque este tipo de series rebeldes lleguen a ver la luz, aunque sea efímeramente.
“Sense8”, más que como una serie de 24 episodios, se disfruta como una larga película. Es un producto que sólo tiene sentido en un formato como este, alojado en una plataforma como Netflix. La historia que cuenta es tan amplia, extensa y con tantos personajes que hubiera resultado imposible articularla como película de dos horas o como serie de episodios de
cuarenta minutos para una gran cadena nacional, inflexible tanto con la duración como con el contenido potencialmente polémico. Su historia se apoya tanto en la caracterización y desarrollo de los personajes (para lo que sin duda fue imprescindible la aportación de Straczynski) como en el misterio y la acción (especialidad de las Wachowski). Si se aceptan los tics propios de las hermanas responsables de la serie, ésta puede disfrutarse a varios niveles: por su mensaje globalizador y de aceptación jubilosa de las diferencias que constituyen nuestra riqueza; por su atrevida propuesta temática, visual y narrativa; o, más básico aún, por su trama repleta de misterio, suspense y acción articulada a través de una amplia variedad de personajes.
Un thriller de CF, en resumen, que explora los lazos que unen a los seres humanos y la flexibilidad de nuestra identidad, género, sexo y amor, apelando tanto a las más profundas esperanzas de nuestra especie como a nuestros peores miedos.
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King Kong es uno de los grandes (en todos los sentidos) monstruos de la Historia del cine. La criatura original conquistó en 1933 el corazón de los espectadores gracias a su indudable carisma y su trágica muerte en lo alto del Empire State Building. RKO hizo inmediatamente una secuela, “El Hijo de Kong” (1933), pero el reinado del gran gorila fue breve debido a la irrupción, ya en los cincuenta, de Godzilla y una avalancha de películas de serie B protagonizadas por monstruos progresivamente más ridículos. En los sesenta los derechos se cedieron a Toho, que integró al simio en su universo de kaijus nipones. Hubo que esperar hasta 1976 para ver mediocremente reformulada la historia original en una producción de Dino De Laurentiis; y ya en 2005, Peter Jackson recuperó a la criatura en un remake de bastante mejor calidad pero que no terminó de convencer a todo el mundo. Asimismo, existe una ridícula secuela del remake de 1976 y un par de series animadas.
“Kong: La Isla Calavera” fue un proyecto que anduvo circulando por Hollywood durante
varios años. Neil Marshall, director de “The Descent” (2005) estuvo vinculado a una versión temprana del mismo, “Skull Island: Blood of the King”, basada en un comic y que habría servido de secuela directa de la historia original, con el hijo de Carl Denham regresando a la isla maldita. Posteriormente, se reconvirtió en un reboot que pasó por varias manos, incluyendo las de los directores David Slade y Joe Cornish, antes de que se pusiera al frente definitivamente Jordan Vogt-Roberts, un relativo recién llegado que aparte de cierto recorrido en la televisión tan sólo contaba con un título cinematográfico previo en su haber, “Los Reyes del Verano” (2013).
En 1973, Bill Randa (John Goodman), un científico que está obsesionado con la criptozoología, convence al gobierno norteamericano para que financie una expedición a Isla Calavera, en el Pacífico, una zona que ha permanecido inexplorada debido a las pésimas condiciones meteorológicas que siempre se registran allí. Randa solicita también apoyo militar y se le asigna una unidad aerotransportada comandada por el coronel Preston Packard (Samuel L.Jackson) y que acaba de ser desmovilizada de la guerra de Vietnam. También se une
al equipo James Conrad (Tom Hiddleston), un excomando británico que ahora ejerce de rastreador; y la fotógrafa de guerra Mason Weaver (Brie Larson).
Al llegar a la isla, el grupo de helicópteros es destrozado en pleno vuelo por un mono de cuarenta metros de alto. Aislados en la jungla y separados en dos grupos, los supervivientes tratan de acudir al punto de recogida inicialmente establecido pero su propósito se ve dificultado por la peligrosa fauna que habita en la isla. Packard, por su parte, sucumbe a sus demonios de la guerra y se obsesiona con matar a King Kong al coste que sea necesario. Sin embargo, tras encontrarse con Hank Marlow (John C.Reilly), un piloto
norteamericano cuyo avión se estrelló en la isla durante la Segunda Guerra Mundial, se dan cuenta de que Kong es en realidad el protector de la isla, una barrera natural contra unos monstruos subterráneos infinitamente más peligrosos y agresivos que él.
“Kong: Isla Calavera” construye un universo cinematográfico muy diferente al de sus predecesoras y también más complejo (a excepción, quizá, de las versiones japonesas). La película aparece en un momento en el que Marvel Comics había registrado en un colosal éxito creando una serie de films de superhéroes unidos por una continuidad interna. A la vista de esto, otros estudios se lanzan a replicar la fórmula utilizando sus propias franquicias. DC-Warner había emprendido ya una carrera frenética por conseguir la misma cohesión entre sus superhéroes y Universal recuperó sus monstruos clásicos (La Momia, Drácula, el Hombre Invisible) con el mismo propósito en su Dark Universe.
Pues bien, habiendo obtenido unos buenos resultados con su remake de “Godzilla” (2014), Warner decide expandir un nuevo universo a partir de ese núcleo y de acuerdo con la productora Legendary Pictures (que había conseguido la cesión de derechos de Kong por parte de Universal), creando lo que se ha denominado el “Monstruoverso”. Así, en la película –con un primer guion de Max Borenstein, responsable también del de “Godzilla”- encontramos referencias a un MUTO mientras que los créditos finales muestran imágenes de pinturas rupestres representando a Godzilla, Mothra y Ghidorah, todos ellos intervinientes en la siguiente entrega de este universo compartido, “Godzilla: Rey de los
Monstruos” (2019), en la que, a su vez, hay varias referencias a Kong y la Isla Calavera. En su momento, Warner anunció “Godzilla contra King Kong” para 2020, aunque la irrupción del virus Covid-19 ha torpedeado esos planes.
Esta reimaginación de Kong como parte de un universo más amplio de criaturas ha transformado completamente su naturaleza. Ya no estamos ante una historia sobre el destino trágico de un monstruo que se enamora de una chica hermosa y acaba aplastado por las mezquindades de la civilización, sino una épica
protagonizada por un protector heroico de la humanidad. Un camino similar, por otra parte, al que siguió Godzilla, que de destructor de ciudades acabó ascendido a héroe en las secuelas de los años sesenta producidas por la Toho.
También es destacable que “Kong: Isla Calavera” se separe de la narración original del mito de King Kong. Se conservan la isla y el simio gigante; pero aunque hay nativos, éstos son marginales en la trama y no llevan a cabo ningún sacrificio humano –de hecho, protegen al equipo expedicionario-. No hay tampoco dinosaurios, aunque sí algunos otros monstruos, incluyendo los MUTOS y varias especies de insectos gigantes. El equipo de
filmación ha sido sustituido por una mezcla de exploradores, científicos y militares. Y no existe el tradicional tercer acto en el cual Kong era capturado y llevado al mundo civilizado, donde encontraría su trágico final encaramado a la cima del emblemático rascacielos. Ello implica, por tanto, que el monstruo no muere y se deja abierta la puerta a una mayor exploración de su universo.
Y quizá lo más llamativo de esta versión es la ausencia de nada que se parezca a Fay Wray,
Jessica Lange o Naomi Watts. La única mujer presente es una aventurera no precisamente indefensa ni remilgada, Mason Weaver, con la que Kong forma una especie de asociación implícita y a la que salva de ahogarse transportándola en la palma de su mano. Pero en ningún momento el simio la coge prisionera o se obsesiona con ella, quizá porque los guionistas decidieron –con acierto, en mi opinión- que el secuestro de damiselas y el forzado romance interespecies no funcionarían narrativamente tan bien en los tiempos que corren.
Dentro de su propio universo y no comparándolo con otras encarnaciones de King Kong,
“Kong: La Isla Calavera” funciona bastante bien como lo que es: un film de aventuras. En la película de 1933, las escenas en el mundo perdido de la isla ocupaban parte pero no todo el metraje; en la de 2005, ya tenían más peso que el segmento de Nueva York; y ahora, toda la acción se concentra en ese lugar. No en vano, el propio título ya deja clara la importancia que va a tener el escenario en el que transcurre la acción. El director divide ésta en diferentes grupos de personajes que pasan por distintas peripecias conforme atraviesan un territorio lleno de paisajes impresionantes (excelentemente fotografiados por Larry Fong en localizaciones de Vietnam, Hawai y Australia) y fauna sobrecodedora: insectos palos camaleónicos del tamaño de troncos, arañas de inmensas dimensiones; pulpos capaces de enfrentarse con Kong; incluso un búfalo de agua tan grande como un camión.
La Isla Calavera que crean Jordan Vogt-Roberts y Larry Fong bien puede ser la definitiva. No han caído en los excesos digitales que lastraron la versión de Peter Jackson y cada uno de sus bestiales habitantes tiene una presencia física creíble. Y esto significa que esta Isla Calavera parece lo que debería ser: un lugar terrible, peligroso, casi lovecraftiano, un ecosistema único en el que los humanos no son bienvenidos. Es, también, un lugar sorprendentemente polifacético en el que existe tanta belleza como muerte. Hay planos dignos de un poster en mitad de cada escena de acción, pero más allá
de su atractivo estético tienen un sentido narrativo: impulsan la trama o revelan nuevos aspectos de los personajes, los monstruos o la propia isla. Además, el director inserta momentos de inesperada tranquilidad en este paraje de múltiples peligros, como el encuentro con el búfalo de agua. Esos pasajes, repartidos por el metraje, le dan a la isla una verosimilitud que nunca antes se había alcanzado.
Los nativos están asimismo bien retratados. Mientras que en versiones anteriores los habían imaginado como unos nihilistas adoradores de la muerte directamente extraídos de la imaginería pulp, “Isla Calavera” ofrece una interpretación algo más sofisticada, como descendientes de una cultura en decadencia que saben más de lo que parece y que han aprendido a coexistir con los enormes animales con los que comparten la isla. Sí, en el fondo siguen siendo un adorno, un aderezo exótico, pero al menos no tan flagrante ni ofensivo.
Los trailers se centraban sobre todo en los personajes de James Conrad y Mason Weaver, pero realmente ninguno de los dos registra un arco propio. Pasan por mucho y hacen un montón de cosas, pero no se puede decir que experimenten un desarrollo, que terminen la aventura siendo diferentes a como la
empezaron. Al principio se nos informa de que Conrad es un amargado soldado de las fuerzas especiales inglesas reconvertido en rastreador… y exactamente eso es lo que sigue siendo al final. De la misma forma, el pacifismo de Weaver –cuya inclusión en el equipo está escasamente justificada y sólo parece obedecer a la obligación no escrita de incluir un personaje femenino fuerte- es su característica definitoria al principio y al final. Esa falta de evolución, en sí misma y para una película de puro entretenimiento como esta, no es necesariamente malo.
Sí hay personajes que el guion desperdicia, como San Lin (Jing Tian), que apenas tiene nada que hacer y cuya presencia sólo se explica por la participación china en la financiación de la película; o Victor Nieves (John Ortiz) y Landsat Steve (Marc Evan Jackson), que quedan reducidos al segundo plano poniendo caras de preocupación. Para compensarlos, tenemos a John C.Reilly interpretando al náufrago Marlow, errático y socarrón pero entrañable en último término; y, claro, Samuel L.Jackson, tan sólido siempre en su papel de militar al que la situación revela como un lunático violento trastornado por la guerra.
De hecho, la guerra, la de Vietnam, juega en la historia más papel del que podría parecer. La
acción arranca en los últimos estertores de ese conflicto y el coronel Packard es un producto del mismo, un oficial dispuesto a cometer actos monstruosos apoyándose en razonamientos aparentemente sensatos. Hubiera sido fácil para un actor menos dotado tropezar y caer en la autoparodia, pero Jackson esquiva el peligro y nos ofrece a un militar esencialmente honesto, preocupado por sus hombres y eficaz, pero que no sabe hacer otra cosa más que combatir y que, incapaz de enfrentarse a una vida de paz, termina convirtiéndose en una especie de capitán Ahab, persiguiendo a su monstruo particular con la excusa de rescatar a sus hombres primero y vengarlos y proteger a la especie humana después. Y Kong es su enemigo soñado, el último
soldado sobre el campo de batalla que es Isla Calavera, herido y cansado tras mil combates. Packard quiere una nueva guerra; Kong, por el contrario, es lo último que desea.
Frente a Packard, en el nivel humano, se alza su opuesto: James Randa, interpretado por otro actor, John Goodman, que mejora cualquier película con su sola presencia. Randa es uno de los enlaces con “Godzilla”, el representante de la organización secreta Monarch, un individuo al que Goodman dota de múltiples facetas, desde la autoridad y la frialdad científica hasta aspectos bastante más oscuros. Si Packard, ya lo he dicho, quiere una guerra, Randa necesita un enemigo que de sentido a Monarch, el proyecto de su vida. Los dos
hombres orbitan uno alrededor del otro atrapados por una red de dependencia y desconfianza mutuas. Un aspecto este en el que habría merecido la pena profundizar más.
Por tanto, y quizá con excepción de los veteranos, Packard y Randa, el resto de personajes humanos encajan en arquetipos bien conocidos y, por tanto, predecibles aunque también eficaces en el contexto de una producción de aventuras como esta: el líder, el mártir, el forzudo, el cerebro, el malo, el narrador, el científico obsesionado que pone a todo el mundo en peligro… Individualmente no son particularmente interesantes ni tienen demasiado carisma o personalidad, pero en conjunto funcionan bien y cumplen con su principal misión: hacer de Kong un personaje más complejo e interesante de lo que nunca lo había sido.
Desde su primera aparición y hasta la película de Jackson, las historias de Kong siempre habían hecho hincapié en su humanidad, escondida en algún lugar bajo su exterior bestial. Pero en “Kong: La Isla Calavera”, el enfoque es diferente. Se nos informa de su historia y propósito y de adversario terrorífico que se limita a cuidar de sus necesidades básicas, pasa a ser un protector heroico con una misión definida, la de garante del equilibrio de la vida sobre el planeta. Incluso su lenguaje corporal cambia a lo largo de la película: su ferocidad animal del principio se transforma en la arrogancia de un rudo campeón con el que resulta más fácil simpatizar. Es un Kong nuevo y del que el espectador queda con ganas de saber más.
En mi opinión, Industrial Light and Magic no ha conseguido hacer de Kong un personaje tan carismático, sutil y detallado como el que Weta Workshop diseñó y animó para Peter Jackson; no imprimen en su rostro y cuerpo la extensa galería de expresiones, gestos y movimientos que veíamos en el gorila de aquella película. Dado que la intención es integrar a Kong en el universo de Godzilla, forzosamente había que abandonar el diseño “realista” de la versión de 2005 para recuperar al primate de enormes dimensiones y con aspecto antropomorfo del original. Lo cual no quiere decir que el trabajo de ILM aquí sea mediocre, ni mucho menos. Los combates entre las criaturas son técnicamente sobresalientes y la batalla del clímax entre Kong y el MUTO es
absorbente. Asimismo, Jordan Vogt-Roberts consigue construir imágenes icónicas que apelan al sentido de lo maravilloso, como la cara de Kong saliendo de un muro de llamas para clavar su mirada en el coronel Preston; el simio emergiendo de la niebla o su mano descendiendo bajo el agua a cámara lenta para rescatar a Mason.
A menos que se tenga una predisposición abiertamente negativa hacia las películas de monstruos gigantes, “Kong: La Isla Calavera” ofrece exactamente lo que vende. No se van a encontrar aquí conceptos de altos vuelos con los que estimular el cerebro ni reconsiderar la naturaleza de la existencia, sino un espectáculo de aventuras muy entretenido y de argumento sencillo que recupera con dignidad al icónico simio
y fusiona, sin pretenciosidad pero con mucho acierto, el clasicismo del género (mundos perdidos, criaturas tan fascinantes como peligrosas, heroísmo, traición, locura, peligro) con referentes del cine moderno (“Apocalypse Now” de Coppola, John Woo, Zack Snyder, Terrence Malick…). Dentro del Monstruoverso, es superior a las películas de Godzilla que le precedieron y sucedieron, pero está por ver que la propuesta pueda estirarse mucho más sin caer en la reiteración.
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En 2019, la CF se había convertido ya en la plataforma predilecta para plantear cuestiones filosóficas en el cine mainstream, tal y como había sucedido unos años antes con las películas postapocalípticas. Títulos como “La Llegada” (2016), “Blade Runner 2049” (2017), “Ex Machina” (2014) o “Aniquilación” (2018) habían conseguido aunar los conceptos de altos vuelos y los argumentos inteligentes con una estética atractiva: pocos personajes, interacción con robots, inteligencias artificiales o extraterrestres, protagonistas lastrados por una soledad existencial… Películas, en definitiva, que le dan a los ojos un festín visual al tiempo que al cerebro ideas sobre las que reflexionar.
Ese planteamiento se filtró desde las grandes producciones protagonizadas por estrellas de peso hacia el estrato de la serie B que, aprovechando el clima favorable hacia la CF que se estaba viviendo incluso en los festivales tradicionalmente menos inclinados al género y la necesidad de contenido de las plataformas de streaming, empieza a generar material más modesto pero no por ello menos interesante. Es el caso de la película que ahora abordamos.
“I Am Mother” fue el debut en la dirección del australiano Grant Sputore, cuya carrera hasta
ese momento constaba de tan solo un corto. El guión de la película, firmado por Michael Lloyd Green, había dormitado durante años en el limbo de Hollywood hasta que Sputore consiguió reunir financiación suficiente como para atraer a nombres conocidos (Hilary Swank y su compañera australiana Rose Byrne, que presta su voz al robot) así como tener acceso a los talentos de Weta Workshop para que diseñaran al androide. La película se estrenó en Sundance, hizo el circuito de festivales y sus derechos acabaron siendo comprados por Netflix, seguramente con la esperanza de elevar el mediocre nivel de su cine de CF. Y, efectivamente, las buenas críticas la situaron entre los títulos de ese género más vistos de la plataforma.
La superficie de la Tierra ha sufrido algún tipo de catástrofe que provoca una extinción masiva. En las Instalaciones de Repoblación Unu Hwk, el robot Madre cuida de 63.000 embriones humanos que se han almacenado allí para repoblar el planeta en el futuro. Un día, de forma un tanto inexplicable al principio, el robot decide desarrollar uno solo de los embriones y producir lo que se convierte en Hija (Clara Rugaard). La educa y atiende durante años, ambos seres viviendo en completo aislamiento del exterior hasta que, alcanzada la adolescencia, la muchacha empieza a sentir el deseo de salir fuera del complejo y descubrir por sí misma qué se extiende más allá, especialmente cuando descubre que un ratón ha penetrado en el búnker desde el exterior, prueba irrefutable de que no toda la vida ha desaparecido. Sin embargo, Madre la
disuade insistiéndole con firmeza en que todas sus mediciones confirman que más allá de las fortificadas paredes del complejo todo está letalmente contaminado.
Un día, Hija escucha a otro humano fuera de las puertas del complejo y decide darle paso. Se trata de una Mujer (Hilary Swank) gravemente herida. Hija fracasa a la hora de esconderla para que Madre no la encuentre. La Mujer no quiere que se le acerque el robot y le cuenta a Hija una historia muy distinta de la que ella conocía: que los humanos supervivientes de la Tierra están siendo exterminados por robots idénticos a Madre. Ésta, sin embargo, lo niega. Hija no está al principio preparada para asumir que Madre, el único ser inteligente que ha conocido jamás, la haya engañado de tal forma y sea capaz de semejantes
atrocidades, pero aún así, la duda empieza a crecer en su interior.
Ha habido comentaristas y críticos que han establecido paralelismos entre “I Am Mother” y otros clásicos del género en los que las inteligencias artificiales jugaban un papel relevante, como “Alien” (1979), “Terminator” (1983), “Ex Machina” (2014) y, naturalmente, el más famoso y siniestro de todos: “2001: Una Odisea del Espacio” (1968).
Pero en realidad, donde quizá mejor encaje la película es en ese subgénero con cierta tradición en la CF como es el de dramas o thrillers ambientados en “refugios atómicos”. Títulos, como “The Divide” (2011), que retrataba brutalmente el colapso de la cohesión social y los valores
comunes entre un grupo de supervivientes encerrados en un bunker tras una guerra nuclear. “I Am Mother”, sin embargo, se acerca más a films como “Air” (2015), “Hidden: Terror en Kingsville” (2015), “Calle Cloverfield 10” (2016) o “Llega de Noche” (2017), en los que se presentan supervivientes en refugios que no saben lo que les puede aguardar en el exterior. También podemos incluir aquí, por ejemplo, al episodio “La Cripta” (1977) de la serie “La Fuga de Logan”, en la que aparecía un refugio con seis humanos en hibernación elegidos para reconstruir el mundo, descubriéndose que uno de ellos es un asesino; o “Los Sobrevivientes Elegidos” (1974), en el que un grupo de personas en un refugio son atacadas por murciélagos vampíricos.
“I Am Mother” sigue una línea similar a “Calle Cloverfield 10” o “Air”. Una vez que la Mujer irrumpe en la trama alrededor de treinta minutos iniciada ésta, la película se convierte en un thriller sobre quién miente a Hija, si aquélla o el robot. Guionista y director desarrollan esta parte con un razonable grado de suspense, lanzando pistas contradictorias que hacen dudar a
la protagonista y al espectador sobre quién dice la verdad y quién miente. La única pega quizá sea que el film apunta repetidamente hacia una gran revelación final que, cuando se produce, resulta no serlo tanto.
Sobre todo hacia el final se introducen varios giros que pueden confundir al espectador poco atento que haya estado mirando su móvil más de la cuenta. Parece también que hay ciertas dudas respecto al desenlace, así que entraré a partir de aquí en terreno spoiler para comentarlas.
En principio, cualquiera que tenga cierto bagaje en el cine de CF imaginará que el robot resultará ser el villano de la historia. Afortunadamente, “I Am Mother” es menos predecible de
lo que parece. Sí, Madre es bastante voluble cuando se trata de la santidad de la vida humana, pero todo lo que hace está dirigido a mantener viva nuestra especie y hacerla más fuerte de lo que jamás en toda su historia lo ha sido. Al comienzo, se establece que el androide exige continuamente a Hija que estudie y se someta a test diversos, pero lo que no se revela hasta más adelante es que esas pruebas tenían un propósito más insidioso que la mera educación. De hecho, toda la película es una gran farsa, una representación destinada a probar la valía de Hija y, por extensión, de la Humanidad.
Aunque no llega a confirmarse explícitamente, se insinúa que ha sido Madre la que destruyó la civilización humana y ahora su inteligencia artificial, como una mente colmena, dirige todos y cada uno de los droides que patrullan por la superficie, más allá de los muros del refugio. Su misión, no obstante, es la de educar y moldear al humano perfecto, a partir del cual poder reconstruir la especie y la sociedad con unos estándares más altos.
Como he dicho, tras la intrusión de Mujer, Hija empieza a sospechar que Madre no es la
amable matrona que ella siempre había creído y acaba descubriendo que no fue el primer humano que desarrolló. No sólamente encuentra los requemados restos de otra chica en el incinerador –una que, de algún modo, no superó las pruebas de Madre- sino que se sugiere de forma indirecta que Mujer fue también criada en el búnker a partir de uno de los embriones en conserva.
Sea ello cierto o no, se descubre también que Mujer tampoco es digna de confianza. Después de escapar con ella del bunker y salir a la superficie, Hija descubre que le ha mentido: no vive en una comunidad de supervivientes en el interior de una mina, tal y como dijo; al contrario, se esconde sola en condiciones miserables y admite que manipuló a la joven para que la ayudara a huir. En otro giro más, resulta que Mujer no es la única manipuladora; probablemente Madre la ha estado usando a
ella toda la vida. Esto se descubre casi al final, cuando uno de los droides controlados por Madre se presenta en el escondite de Mujer y le dice: “Es curioso que hayas sobrevivido tanto tiempo. Como si alguien hubiera tenido alguna misión para ti. Hasta ahora”. La puerta se cierra y queda claro que Madre asesina a Mujer.
Pero, ¿por qué Madre se arriesga a perder a Hija añadiendo a Mujer a la intriga? Como ya he dicho, todo lo que le sucede a Hija es parte de una prueba continua destinada a comprobar si es digna de liderar a la Humanidad hacia su renacimiento. A Mujer se le permite vivir durante tanto tiempo para que, como la bíblica serpiente, tiente a Hija para abandonar el
laboratorio-Paraíso. Cuando Hija decide finalmente regresar al bunker y cuidar de sus “hermanos” –los embriones congelados-, Madre comprende que ha pasado la prueba. Mujer ya no es necesaria y la liquida.
Puede que Madre parezca absolutamente perversa, pero no asesina a Hija cuando regresa al refugio porque lo hizo para cuidar de su nuevo hermano, nacido poco antes de que ella decidiera huir al descubrir la terrible realidad. Al demostrar su entrega y la determinación de cuidar de sus congéneres, Hija ha superado la prueba definitiva: “Para esto me criaste, ¿no? ¿Cuidar de mi familia? Pues déjame hacerlo”, le ruega Hija. En este punto, Madre podría haber fácilmente permanecido al mando del bunker gracias a su fuerza física y su gran ejército de droides, pero en lugar de ello le cede el control a Hija, convencida de que los embriones, ahora sí, están en las manos adecuadas. El robot dice: "Fui enseñada a valorar la vida humana por encima de todo lo
demás”. Y ahora que Hija ha demostrado ser el guardián que la futura Humanidad necesita, la misión de Madre ha terminado. Aún así, eso no impide que el robot siga ofreciendo su ayuda: “Si alguna vez necesitas encontrarme…” pero Hija la interrumpe disparándole a la CPU, postrándose en el suelo y rompiendo a llorar.
Más un acto simbólico de rebeldía que un intento legítimo de derrotar a Madre de una vez por todas, ese momento señala el fin del experimento. La inteligencia artificial todavía pervive en los droides del exterior, pero ahora le ha otorgado a Hija la libertad de criar a los embriones como estime conveniente y sin interferencia externa.
Esta no es una película sobre lo que significa ser humano, una cuestión ampliamente tratada en
las historias que incluyen interacciones, amistosas u hostiles, con inteligencias artificiales, sino sobre la maternidad, lo que no deja de ser curioso tratándose de un guión escrito y dirigido por hombres. “I Am Mother” aparece en un momento de revolución cultural en el que no sólo se están reconsiderando los roles tradicionales de los sexos sino incluso la necesidad de que las mujeres sean las que deban tener y criar a los niños. Lo que afirma la película en último término es que la maternidad sí es necesaria para la supervivencia de nuestra especie. Las mujeres tienen que tener niños y educarlos bien, porque las madres controladoras son autócratas y tóxicas.
Madre es un robot dirigido por una IA que cría a seres humanos para que alcancen su máximo
potencial. Pero también está programada para destruir a aquellos que se desvían del camino o los parámetros establecidos por ella o quienes la programaron. Representa a esa mala madre de la que hablaba antes. Son los propios instintos maternales de Hija los que despiertan cuando Madre le ofrece elegir a un embrión para incubarlo. Aunque Mujer le ha garantizado libertad y emancipación de los dictados de Madre y la “esclavitud” de cuidar de una familia, decide volver para hacerse cargo de su “hermano-hijo”.
Quizá pueda pensarse que este es un análisis demasiado profundo para una película como esta,
que Madre no es más que un robot peligroso que de ninguna forma puede encarnar los instintos maternales. Pero no se trata solo de Madre. La película incluye numerosos simbolismos no particularmente sutiles: el laboratorio cumple la función del útero productor y el hogar del que Hija no puede escapar porque “fuera es demasiado peligroso”; el color rojo que sucede a las señales de peligro; el blanco para representar los misterios de la emancipación… Todo para articular una moraleja muy sencilla: las buenas madres garantizan la supervivencia de sus hijos y, por extensión, de la especie; las malas, provocan desequilibrios emocionales, violencia y caos. La realidad no es tan simple, claro. Nunca lo es.
Realmente, sólo hay dos actrices humanas cuya interpretación pueda valorarse. Hilary Swank
da vida con eficacia e intensidad lo que no deja de ser un personaje bastante plano. La mayor parte del peso actoral recae sobre la joven Clara Rugaard, que hace un trabajo sobresaliente a la hora de transmitir el carrusel emocional por el que pasa su personaje: desde la inocencia a la madurez, de la entrega y la confianza a la sospecha y el miedo. Rugaard consigue darle a Hija tanta fuerza, inteligencia y nobleza que es difícil que el espectador no simpatice con ella.
Hablando de personajes, uno de los puntos fuertes de la película es el robot. Weta Workshop hizo un trabajo ejemplar en su diseño inspirado en los ingenios que realiza la compañía Boston Dynamics (derivada del Instituto Tecnológico de Massachussets): una criatura mecánica bípeda con una estilizada cara antropomorfizada que “sonríe” desplazando un par de luces al unísono. Los sutiles movimientos de su cabeza y las pautas de luces que exhibe reflejan su “estado de ánimo”, como si fuera una especie de WALL-E menos extravagante.
Madre es básicamente un traje bajo el que se oculta el actor y especialista en efectos Luke Hawker (quien también lo diseñó) y retocado digitalmente por el equipo de la australiana Fin Design+Effects (también responsables de efectos para “Thor: Ragnarok” o “Logan”). La excelente labor realizada se puede apreciar desde el mismo comienzo, cuando vemos a la máquina cuidar de las instalaciones, incubar el embrión y atender y criar a la niña. Es una secuencia llena de imágenes de gran belleza y
ternura, con Madre apretando al bebé contra su acolchada carcasa metálica, alimentándolo y, conforme va creciendo, abrazándola y cogiéndola de la mano; un arranque que sabe llamar la atención del espectador e introducirle en la historia. Tanto el equipo técnico como el director supieron ir transformando la perspectiva que del robot recibía el espectador conforme se iba sucediendo la trama, pasando de una entrañable Mary Poppins mecánica a una diabólica Rebbeca De Mornay de “La Mano que Mece la Cuna”. Causan escalofríos los contrastes entre los momentos de afecto (aunque se descubran simulados) y aquellos en las que se la ve correr imparable a toda velocidad por los corredores mientras imaginamos lo que sus manos podrían hacerle a un cuerpo humano.
Aunque no se puede decir que “I Am Mother” proponga nada verdaderamente original o subversivo, las cuestiones filosóficas que pone sobre la mesa acerca de la maternidad, la inteligencia artificial o nuestra dependencia de la tecnología son dignas de reflexión. ¿Quién es
más fiable, el imperfecto humano o la perfecta IA? Y relacionado con esto, ¿debemos seguir nuestros instintos y emociones o nuestro intelecto?
Tanto si se adivina el curso que seguirá la trama como si no, “I Am Mother” es una película de agradable visionado que sabe sacar el máximo partido de su ajustado presupuesto gracias a una estética minimalista pero funcional y visualmente agradable (a cargo de Hugh Bateup); un buen trabajo de fotografía firmado por Steve Annis; y la meritoria labor de su joven actriz principal, que consigue poner de su lado al espectador y mantener el interés de principio a fin. Para ser la obra de un cineasta ambicioso que todavía no ha alcanzado su potencial, es un logro notable. No es una película perfecta y no puede competir conceptual y visualmente en la misma liga que films como “Al Filo del Mañana” (2014), “Ex Machina” o “Aniquilación”, pero sí tiene suficientes méritos propios como para garantizar un visionado agradable.
Una película, en fin, de serie B pero con más virtudes que defectos, superior a muchos blockbusters más ambiciosos y caros pero también más vacíos y fallidos; y también a tantas otras películas de segunda división de las que llenan la sección de CF de Netflix.
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