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Channel: Un universo de Ciencia Ficción
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1943- EL RAYO U - Edgar Pierre Jacobs

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En 1943, la mitad de Europa estaba en manos de los nazis. Una de las cosas que hicieron en las naciones ahora bajo su dominio fue prohibir la publicación de los comics de prensa de origen norteamericano. "Flash Gordon" en concreto siempre fue una figura incómoda para las dictaduras fascistas. Su lucha contra las tiranías no podía ser vista con agrado por Mussolini o Hitler, que hicieron lo posible por censurar al personaje. Sin embargo, la popularidad de Gordon, aunque con disfraces y bajo nuevas identidades, lo mantuvo vivo.

En Italia, Mussolini prohibió la importación de material cultural de Estados Unidos, entre ellos, claro está, el comic, por considerarlo subversivo para su propio y personalista régimen. La revista “L´Avventuroso”, una publicación ya veterana en el mercado italiano, se nutría principalmente de los personajes de la prensa norteamericana y su interrupción significaba de hecho su fin editorial. Así que, ni corto ni perezoso y sabedor de que tal y como estaban las cosas no tendría que hacer frente a demandas judiciales norteamericanas, el editor Mario Nerbini encargó a diversos autores italianos la continuación de las peripecias de los diferentes héroes. En el caso de “Flash Gordon”, la tarea recayó en las manos de un Federico Fellini de dieciocho años y el dibujante Giove Toppi. Ambos insuflaron nueva vida a Gordon hasta que la revista cerró definitivamente en 1943.



En España, “Flash Gordon” se había publicado desde fecha muy temprana en las páginas de “El Aventurero”, pero la Guerra Civil arrasó el mercado editorial. Tras ella, sólo un puñado de publicaciones obtuvieron el permiso de la dictadura para su edición periódica, siendo una de ellas “Leyendas Infantiles”, cabecera propiedad de la barcelonesa Hispano Americana de Ediciones desde 1943. Por desgracia, y aunque la convaleciente España no participó en la Segunda Guerra Mundial, ésta sí le afectó en cuanto a las comunicaciones marítimas con Estados Unidos. Así, el suministro de material original para su reproducción se interrumpía con frecuencia, obligando a la editorial a encargar a autores hispanos la elaboración de páginas con que llenar los huecos y enlazar unos episodios con otros. Ello se hacía ya por el rústico procedimiento de calcar las páginas de ediciones brasileñas (Alfonso Figueras, Juan García Iranzo), bien dibujándolas enteramente (Jesús Blasco).

Y ahora vamos al caso que nos ocupa en este artículo. Tras la ocupación de Bélgica por los nazis, la revista Bravo” vio interrumpido su acceso al material de Flash Gordon que venía publicando como “Gordon L´intrepide”. No era sólo que la comunicación por mar se hubiera reducido a la mínima expresión, sino que, como he indicado, los alemanes habían
prohibido la importación y reproducción de comics americanos. El asunto revestía gravedad, porque este material era el responsable en no poca medida de la impresionante cifra de ventas que disfrutaba la publicación: trescientos mil ejemplares por semana. Así que el editor de la revista se decidió a echar mano de uno de sus dibujantes más bisoños que venía colaborando con la revista con dibujos e ilustraciones para cuentos históricos y fantásticos: Edgar Pierre Jacobs.

Jacobs había nacido en Bruselas en 1904 y su inclinación por el arte surgió a edad muy temprana. Dotado para el dibujo desde la infancia, su auténtico amor era, sin embargo, la lírica. Diseñó decorados y escenografía para obras operísticas mientras se adiestraba como barítono y aprendía las técnicas de los profesionales. Llegó a ganar un premio oficial como joven promesa del bel canto y durante casi veinte años alternó trabajos como extra en representaciones líricas con encargos de diseño gráfico en Bruselas y Lille (Francia).


Y entonces llegó la guerra. Fue movilizado y trasladado al sur de Francia, pero acabó regresando a su invadido país para tratar de ganarse la vida. La situación en Bélgica no era la propicia para dar trabajo a muchos cantantes de ópera, así que aceptó trabajar para “Bravo”. No mucho después llegaron los problemas para conseguir los materiales de reproducción de las tiras americanas, y la revista echó mano de Jacobs para que realizara su propia versión de Flash Gordon imitando el estilo de Alex Raymond. Así lo hizo hasta que los alemanes prohibieron definitivamente la publicación de comics norteamericanos. Fue entonces cuando, a la vista de los buenos resultados que se habían obtenido, Jacobs recibió el encargo de realizar una aventura de creación propia, pero inspirada en “Flash Gordon”. Así nació “El Rayo U”.

La acción se desarrolla en una especie de Tierra alternativa dividida en dos estados enemigos: la
pacífica Norlandia y la belicosa Austradia. En el primero, el profesor Marduk y su bella ayudante, Sylvia Hollis, han construido el arma definitiva, el Rayo U. Pero para que funcione, necesitan encontrar un mineral muy raro, el uradio, que se encuentra en el interior de un volcán en el Archipiélago de las Islas Negras, en la región más salvaje de Norlandia.

Así, con la ayuda del famoso explorador Lord Calder y su leal sirviente Adji, MarduK y Sylvia dan comienzo a una expedición hacia lo desconocido. Su nave, sin embargo, es saboteada por el capitán Dagon, superespía de Austradia, así que los protagonistas se verán obligados a continuar su periplo a pie, encontrándose con todo tipo de peligros: dinosaurios, serpientes gigantes, tigres de dientes de sable, hombres-simio y una civilización perdida que habita en el propio volcán y que actúa como custodia del peligroso uradio.

Jacobs era un autor novato y se nota (de hecho, fue el primer comic que dibujó). Lo que
encontramos en “El Rayo U” es un batiburrillo desordenado, falto de coherencia (¿un mundo hipertecnológico cuyos espías mandan sus mensajes en cartas de papel?) y con abultados fallos de guión en el que se copia el tono y estilo de las fantasías sobre mundos perdidos de Arthur Conan Doyle o Edgar Rice Burroughs y, desde luego, el romance planetario del Flash Gordon de Alex Raymond, del que se plagia el aspecto y función de varios personajes. Así, el comandante Walton es Flash, el profesor Marduk es Zarkov, Sylvia es Dale Arden y Lord Calder es una suerte de príncipe Barin. Incluso en la primera viñeta vemos claramente al emperador Ming rebautizado como Babylos. Quizá intentando desviarse algo de los esquemas de Raymond, Jacobs le quitó protagonismo al trasunto de Flash, el comandante Walton, a favor del intrépido explorador Calder.

Jacobs no se molesta en ofrecer un contexto para los personajes o una semblanza de los mismos que permita introducir matices en sus personalidades. Son simples herramientas que sirven para hacer avanzar una trama repleta de peripecias que mezclan la épica exploradora, civilizaciones
desconocidas, la naturaleza hostil, razas misteriosas y avanzada tecnología. No hay pausa entre peligro y peligro ni gradación dramática que ayude a construir un clímax. Tampoco el ritmo es el adecuado y, por ejemplo, la secuencia de los hombres-mono se prolonga nada menos que diez páginas. Al final, la búsqueda del uradio no era más que una excusa –no llegamos a saber en qué consiste el tan temido Rayo U- para introducir elementos fantacientíficos por los que Jacobs sentía pasión.

Es una obra primeriza en la que ya se detectan los principales rasgos del estilo de Jacobs, que aún tardaría unos años en madurar hasta cristalizar definitivamente en “Blake y Mortimer”: densos e innecesarios textos descriptivos, interés por la arqueología y los misterios, espionaje y personajes arquetípicos y maniqueos. De hecho y haciendo paralelismos con su futura y muy famosa serie “Blake y Mortimer”, Dagon sería Olrik, lord Calder equivaldría al capitán Blake y el profesor Marduk se asemeja al profesor Mortimer. Cabe destacar aquí la presencia de dos personajes femeninos fuertes, Sylvia e Ica, algo que no se verá en la más “masculina” “Blake y Mortimer”, coartada por la censura que la revista “Tintín” ejercía sobre la presencia de féminas que pudieran revolucionar las sensibles hormonas juveniles.
Por otra parte, bastantes de las ideas, referencias y diseños que vemos aquí serán más adelante reciclados para algunas de las aventuras de Blake y Mortimer, como “El Secreto del Espadón”, “La Trampa Diabólica” o “El Enigma de la Atlántida”.

El dibujo de Jacobs es igualmente bisoño. Su experiencia como diseñador de decorados operísticos se hace patente a la hora de construir con cierto realismo los paisajes naturales o las ruinas de la ciudad perdida. Por desgracia, las figuras vienen lastradas por una excesiva rigidez y una total inexpresividad que obliga a Jacobs a utilizar los cuadros de texto para narrar no sólo lo que sienten los personajes, sino incluso lo que está pasando en ciertos momentos. Es una técnica ésta, la del uso y abuso de los cuadros de texto, que no abandonaría jamás en su carrera y que, en mi opinión, ralentiza el ritmo de lectura e incluso saca al lector de la historia.

Entonces, si tantos defectos le veo a “El Rayo U”, ¿por qué comentarla aquí?. Primero, por su carácter de curiosidad histórica, de versión alternativa del tipo de aventura fantacientífica que Alex Raymond había desarrollado en “Flash Gordon” para los lectores americanos. También, como testimonio de un tipo de ciencia ficción ingenua, optimista, sencilla y más preocupada por la acción que por los personajes, que hoy se ha perdido a favor de ficciones más densas, oscuras y cínicas. Es, en este sentido, hija de una época muy concreta y nos ofrece un destello de cómo era interpretada y disfrutada la ciencia ficción –o al menos parte de ella- en la década de los cuarenta. Y, por supuesto y para aquellos aficionados al comic franco-belga y a “Blake y Mortimer” en particular, porque en esta historieta se pueden encontrar muchas de las claves temáticas y gráficas que Jacobs utilizaría para esa serie.

Al final los paralelismos entre “El Rayo U” y “Flash Gordon” fueron demasiados como para
escapar a la atención de la censura nazi. Ni siquiera la inclusión entre las filas de los “buenos” de un identificable caza “Stuka” alemán en una de las últimas viñetas salvó a la serie de la cancelación. Tampoco debió gustar a los censores que se mostraran a dos potencias peleando por conseguir la supremacía gracias al “uradio”, combustible con el que se alimentaría una temible arma de gran poder destructor. Era una analogía demasiado poco sutil de la carrera por la obtención del poder nuclear.

La primera versión de “El Rayo U” que realizó Jacobs contenía sólo cuadros de texto, no diálogos, algo que era común en los comics de la época. El coloreado se eliminó para acomodarse al formato de periódico, adoptando por la misma razón una disposición apaisada en lugar de vertical. Posteriormente, se reimprimió –también en blanco y negro- en la revista “Phenix”. La versión que podemos leer hoy es la que el autor realizó en 1974 para su serialización en el semanario “Tintín”: coloreada con intensos contrastes cromáticos y con las viñetas retocadas para acomodar globos de diálogo y darle un aire más moderno.

En 1943, Jacobs se unió al estudio de Hergé, al que ayudó tanto en el redibujado, coloreado, remontaje y actualización de las aventuras clásicas de Tintín como en la creación de nuevas
aventuras como “Las Siete Bolas de Cristal” o “El Templo del Sol”. Esta asociación creativa enriqueció a los dos autores. Los álbumes de Hergé nunca lucieron mejor que después de su retoque por Jacobs que, además, enseñó al padre de Tintín la técnica del coloreado. Por su parte, Jacobs aprendió de Hergé la técnica narrativa del comic y la obsesión por el verismo y el amor por el detalle y la perfección técnica.

Pero la personalidad artística de Jacobs era demasiado fuerte para que se conformara con vivir a la sombra del coloso Hergé, y en 1946, con el beneplácito de éste, publicó en la revista “Tintín” la primera entrega de la que iba a ser la serie de su vida, aquella a la que se dedicaría hasta su muerte en 1987 y por la que hoy es recordado: las ya mencionadas “Aventuras de Blake y Mortimer”. Edgar Pierre Jacobs es hoy considerado, junto con Hergé, el padre de la Línea Clara, uno de los estilos gráficos y conceptuales más influyentes y cultivados en el comic europeo. En “El Rayo U” podemos rastrear sus orígenes.

“El Rayo U” es una rareza, una especie de viaje al pasado de la ciencia ficción que debe abordarse sin prejuicios y con la dosis necesaria de ingenuidad. Sólo así podremos apreciarlo como se merece y tomar conciencia del progreso que ha experimentado el género desde entonces.




2001- INTELIGENCIA ARTIFICIAL - Steven Spielberg (1)

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Las películas de CF pueden, muy de vez en cuando, recibir alguna nominación a los Oscar, pero éstas suelen ser a los efectos especiales, el maquillaje, sonido o algún otro apartado técnico. Habría que retroceder al Oscar al Mejor Actor que se le otorgó merecidamente a Fredric March en 1932 por “El Doctor Jekyll y Mr.Hyde” (1931) para encontrar una excepción a la regla (y eso aun cuando muchos no la consideren adscrita al género, clasificándola, como la novela original de Robert Louis Stevenson, como “terror”).

Ni siquiera el premiadísimo director Steven Spielberg llegó más allá de la nominación en sus incursiones en la Ciencia Ficción (por “Encuentros en la Tercera Fase” y “E.T.”), ganando por fin su Oscar por “La Lista de Schindler”, una de sus cintas “serias” centrada, además, en un tema bastante apreciado por los estudios de Hollywood: el Holocausto judío. Con la excepción de “Minority Report”, el resto de sus películas incluyen de forma más o menos protagónica la aventura de un niño. Este es el caso de “I.A.Inteligencia Artificial”, si bien aquí el niño no es exactamente un niño y la aventura discurre por senderos bastante tortuosos y en absoluto infantiles.


En el futuro, la humanidad ha tenido que retirarse al interior de los continentes al quedar los antiguos litorales anegados por la fusión de los casquetes polares. Ante esta nueva situación, los gobiernos han instituido estrictas leyes de control de natalidad. Como resultado, el uso de androides o “mecas” para todo tipo de tareas se ha convertido en algo cotidiano al ser ingenios que gastan poco en relación a su versatilidad y durabilidad. El profesor Hobby (William Hurt), genio al mando de la compañía Cybertronics de Nueva Jersey, propone a sus científicos la creación de algo totalmente nuevo: un niño artificial programado para amar incondicional y eternamente, un meca con verdadera vida emocional. Dos de sus empleados, Henry y Monica Swinton (Sam Robards y Frances O’Connor), que viven en una continua angustia al tener a su único hijo, Martin, sumido desde hace años en un coma, acceden a acoger a ese prototipo y probarlo.

Mónica pronto establece lazos afectivos con el niño androide, David (Haley Joel Osment), hasta el punto de llegar a amarlo de verdad. Pero entonces, Martin emerge inesperadamente de su coma y regresa al hogar familiar. Celoso de David, conspira para hacerle aparecer como una máquina impredecible y peligrosa ante sus padres con el objeto de que éstos lo devuelvan a la fábrica para su despiece, la única salida para el androide una vez activado su protocolo emocional. Pero Mónica se siente incapaz de hacerlo y opta por abandonarlo en el bosque junto a su oso de juguete robótico, Teddy.

Tratando de volver a casa y al amor de su “madre”, David, totalmente ignorante del mundo y sus
peligros, es capturado por la Feria de la Carne, un circo ambulante cuyo espectáculo consiste en la destrucción brutal de robots para entretenimiento de las masas fanáticas. Logra escapar en compañía del meca sexual Gigolo Joe (Jude Law) y comienza entonces una desesperada búsqueda de el Hada Azul, un personaje del cuento de “Pinocho” (que él cree verídico) para que lo transforme en un niño de verdad y pueda así ganarse el amor de su madre.

En términos de su aproximación a la ciencia ficción, es difícil encontrar a dos directores más
dispares que Steven Spielberg y Stanley Kubrick. El primero, en su vertiente de realizador de cine espectáculo, transmite el espíritu de un Peter Pan descubriendo Nunca Jamás, un lugar –sus películas- en el que puede jugar y volar recuperando la inocencia y el sentido de lo maravilloso (una noción que constituye la espina dorsal del argumento de su película “Hook”, 1991). Por otra parte, Kubrick era un cínico desapegado de la humanidad: o bien la gente le resultaba indiferente o bien creaba historias como “Teléfono Rojo, ¿Volamos Hacia Moscú?” (1963) y “La Naranja Mecánica” (1971), que no eran sino grandes y siniestras bromas en las que trataba a sus personajes –y espectadores- como moscas con las que jugar arrancándoles las alas.

Comparemos, por ejemplo, dos grandes trabajos de cada director, “2001: Una Odisea del Espacio” (1968) de Stanley Kubrick, y “Encuentros en la Tercera Fase” (1977) de Spielberg. Ambos son
films sobre un hombre que pasa por una ordalía hasta llegar a un encuentro climático con lo alienígena, tras lo cual es llevado lejos a bordo de un gran espectáculo luminoso. Para Spielberg, el universo estaba lleno de maravillas por descubrir, era un lugar en el que el hombre podía redescubrir al niño que llevaba dentro tan sólo sacudiéndose las telarañas de lo rutinario y lo mediocre. En cambio, para Kubrick el futuro, como el espacio, son lugares fríos en los que la Humanidad queda eclipsada por su propia tecnología; sólo evolucionando más allá de esa misma Humanidad física y mentalmente, podremos ser libres.

Aunque ambos cineastas se guardaban un gran respeto y mantenían frecuentes y larguísimas conversaciones telefónicas sobre lo que fuera en lo que estuvieran trabajando en ese momento, no sólo sus técnicas cinematográficas sino sus mismas personalidades eran radicalmente opuestas.
Spielberg es extrovertido e inquieto. Ha creado su propio estudio, produce los proyectos de otros colegas, ha participado de una forma u otra en numerosas series de televisión tanto de imagen real como animadas…. Mientras que Kubrick era un recluso introvertido que trataba de controlar obsesivamente sus obras hasta el punto de que en su última etapa, pasaba años –incluso, en algunos casos, décadas- perfeccionando un solo proyecto. No en vano ostenta el record tanto del rodaje más largo para un film -15 meses para “Eyes Wide Shut” (1999)- como para el mayor número de tomas de una sola escena -160 en “El Resplandor” (1980). Esa diferencia entre ambos genios del cine se hace patente en “I.A. Inteligencia Artificial”. Kubrick trabajó en su guión durante quince años y murió en 1999 antes de poder rodarla. A partir de ese momento, Spielberg recogió el testigo y en sólo dos años, la reescribió, rodó y preparó para su exhibición.

Pero la colaboración de ambos directores para este proyecto fue algo que vino de antes y que atrajo la atención de industria y espectadores, que se preguntaban hacia qué lado se decantaría el resultado final habida cuenta de lo dispares que eran los dos. De hecho, Kubrick llevaba
preparando la película desde comienzos de los setenta. Conoció a Spielberg en 1979, cuando coincidieron en Londres mientras rodaban “El Resplandor” y “En Busca del Arca Perdida” respectivamente. Mantuvieron un contacto regular y en 1985 llegaron a un acuerdo para que Spielberg, ya entonces en la cresta de la ola, asumiera el papel de productor de esa película de CF cuyo desarrollo estaba convirtiéndose en una interminable carrera de obstáculos. De hecho, se empantanó interminablemente debido a los caprichos y rarezas del director. Durante años fue contratando y despidiendo escritores para que trabajaran en el guión, se distrajo con otros proyectos, lo abandonó frustrado porque los efectos especiales no estaban a la altura de sus exigencias y, por fin, en 1994, a la vista de lo que Spielberg había conseguido “resucitando” digitalmente a los dinosaurios en “Parque Jurásico” (1993), el film entró en preproducción.

La cosa pareció salir adelante durante algún tiempo, pero Kubrick seguía mostrándose disconforme con las previsualizaciones y pruebas que le iban presentando. En 1995, quizá ya cansado, le entregó el guión a Spielberg diciéndole que, al fin y al cabo, era una historia más
cercana a sus sensibilidades. Éste, no obstante, declinó la oferta y lo convenció para que permaneciera como director. Kubrick lo aparcó todo para concentrarse durante varios años en “Eyes Wide Shut”, estrenada en 1999. Cuando murió aquel mismo año sin haber podido siquiera asistir al estreno, la viuda de Kubrick y su hermano, el productor Jan Harlan, contactaron con Spielberg para que se hiciera cargo de “I.A.Inteligencia Artificial” y la llevara a buen término. Aunque llevó la película a su terreno, Spielberg trató de preservar la esencia de su respetado Kubrick no sólo en el respeto a las líneas generales del guión, sino en la atención por el detalle, la cuidada puesta en escena y el secretismo con el que se llevó a cabo el rodaje: no se filtró detalle alguno sobre el argumento hasta el momento mismo del estreno, llegando incluso a lanzar algunas pistas falsas a la prensa.

Spielberg contó, para comenzar a trabajar, un tratamiento de guión de 90 páginas y varios centenares de dibujos conceptuales de Chris Baker. A partir de ahí, escribió personalmente el guión definitivo de “I.A.” –la primera vez que asumía esa labor desde “Encuentros en la Tercera Fase”-. Éste se apoyaba en un relato corto, “Los Superjuguetes duran todo el verano” (1969),
escrito por Brian Aldiss, uno de los grandes autores clásicos del género y responsable de algunas de sus novelas más famosas (podéis leer las críticas de algunas de ellas buscando su nombre en el índice de etiquetas). El tratamiento para la pantalla, no obstante, estuvo a cargo de Ian Watson, uno de los más peculiares, difíciles e infravalorados escritores de CF. Tanto sus novelas como sus relatos cortos son auténticos desafíos al intelecto del lector, escaparates de ideas provocativas y audaces. Por ejemplo, el convertir en gigoló al meca interpretado por Jude Law fue idea suya. (Aunque no acreditados, también parece que intervinieron, no se sabe muy bien hasta qué punto, los escritores de CF Bob Shaw y Arthur C.Clarke así como Sara Maitland).

Todos esos nombres de enorme peso en sus diferentes ámbitos (Spielberg, Kubrick, Aldiss, Watson) se unen a otros habituales en las películas de Spielberg (el compositor John Williams, el director de fotografía Janusz Kaminski, los efectos especiales de Stan Winston y la ILM, el diseñador de producción Rick Baker) para realizar una película de la que es difícil formarse una opinión antes de comenzar a verla. Incluso una vez que ha comenzado, no hay forma de saber por dónde va a discurrir el guión tras cada segmento.

La historia tiene elementos que recuerdan a “2001: Una Odisea del Espacio”, por ejemplo, la
parte final, pero también por su división en varios “actos”, todos ellos diferentes en tono y solapados el uno con el siguiente. El primero sería el más “Spielberg” de la cinta (y el único que se ajusta al relato original de Aldiss): la historia de un niño androide que es aceptado en el seno de una familia humana y en el interior de la cual crece su amor. Es algo así como lo que debería haber conseguido “El Hombre del Bicentenario” (1999) en lugar de fracasar miserablemente en la tarea. Pero aún tiene más similitudes –si bien en un tono adulto- con la serie de anime “Astro Boy” (1963-66), en la que un niño androide construido por un científico para reemplazar a su hijo, es expulsado y trata de encontrar un nuevo hogar. Aunque el referente último de la narración es, claro está, el “Pinocho” de Carlo Collodi sobre cuyo argumento sobra explicación alguna.

La secuencia está fotografiada en tonos apagados y transcurre de forma muy pausada. De hecho, “I.A.” es uno de los films más lentos que Spielberg ha dirigido. Encontramos sus característicos
toques emocionales, incluso sensibleros, pero en el trasfondo acecha siempre, sin desaparecer nunca del todo, la frialdad descarnada de Kubrick. Uno puede imaginarse dirigidos por éste momentos como aquel en el que David comienza a reírse de repente en la cena sin motivo alguno, provocando una incómoda repulsión a sus padres; o los crueles juegos en los que le involucra su “hermano” Martin. De haber sido Kubrick el responsable, la violencia psicológica de esas escenas habría probablemente estado al nivel del segmento del campo de adiestramiento de marines en “La Chaqueta Metálica” (1987)

La segunda parte de la película, el comienzo de la odisea en solitario de David y la secuencia de la
Feria de la Carne, es la que tiene un esquema más tradicional y resulta, por tanto, menos interesante. Al menos, ofrece una ingeniosa interpretación de Jude Law como el androide sexual Gigolo Joe (aunque resulte raro, es la primera vez que la sexualidad se muestra de forma explícita en una película de Spielberg). Haley Joel Osment hace un buen trabajo, aunque sin duda la estrella de esas escenas es el pequeño oso parlante Teddy –cuyo papel equivale al del Pepito Grillo de Pinocho-. Pero, en general, todo lo que ocurre en este segmento resulta demasiado trillado: el androide abandona el hogar, debe vivir y comprender el mundo humano, se topa con el prejuicio de los fanáticos, su vida peligra, encuentra un protector-compañero…

Ya mediada la mitad del metraje, “I.A.” no ha aportado nada que sea verdaderamente especial. La idea de partida es intrigante, pero la trama que la desarrolla es quizá demasiado tradicional,
previsible, siendo su auténtica virtud la de venir punteada ocasionalmente por imágenes de gran belleza, como aquella que trata de remedar aquella icónica bicicleta con la luna de fondo en “E.T.”.; o ese catálogo de androides medio despedazados a la busca de repuestos entre la basura, especialmente la mujer cuya cara no está rodeada de ninguna cabeza… Hay momentos en exceso sensibleros y la narración pasa con demasiada rapidez por escenarios de ese mundo futuro que parecen más dignos de exploración que las vicisitudes de David, como “Rouge City”, una mezcla de Las Vegas y “Blade Runner”; o el peligroso trabajo de Gigolo Joe, que remite a la serie negra clásica.

(Finaliza en la siguiente entrada)

2001- I.A. INTELIGENCIA ARTIFICIAL - Steven Spielberg (y 2)

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(Viene de la entrada anterior)

Entonces, Spielberg empieza a mover la película en otra dirección. En lugar de querer regresar a casa, David se embarca en la búsqueda del Hada Azul para que lo convierta en un niño humano. Durante un rato, uno se pregunta hasta dónde puede llevar Spielberg esta idea tan potencialmente absurda –un niño androide en una narración realista buscando un personaje inexistente de un cuento infantil- y si no estará acercándose peligrosamente al tipo de historias que tanto frecuenta Disney. Pero no, toda esa trama –que también contiene momentos visuales sobresalientes, como el vuelo a través de la inundada Manhattan - desemboca en una imagen de extraordinaria y mágica belleza: David encontrando su Hada Azul entre las ruinas inundadas de Coney Island, sentado en su submarino mientras desea intensamente, una y otra vez, convertirse en un niño de verdad, esperando que sus baterías se agoten y los océanos se congelen. La emotividad de esta escena es incuestionable.



Pero ese dramático momento es también el foco de una de las muchas discusiones que suscita esta película. Para muchos, la historia debería haber terminado aquí y no tratar de llevarla más allá para darle una especie de forzado final feliz. A diferencia de otras películas de robots en las que éstos exceden sus limitaciones, en “I.A.” los mecas se definen por las barreras que los humanos les han impuesto en su fabricación. David siempre será un niño; Gigolo Joe siempre será un sexbot. Se trata de una narración acerca de la crueldad inherente a crear un ser que existe para desempeñar una sola función y al que no se permite ir más allá. Al darle a David lo que desea en la coda final, se diluye la tragedia que supone ser quien (o que) es. Según este punto de vista, la mejor opción hubiera sido dejarlo en el fondo del océano, atrapado en un emotivo bucle, tratando por siempre de superar los límites de su propia naturaleza sin conseguirlo jamás. David –y los espectadores- se quedarían por siempre esperando que pueda convertirse en un auténtico niño sabiendo que nunca podrá lograrlo.

No fue ésa la única crítica que recibió el final. Hubo quien argumentó que se parecía demasiado al de “2001: Una Odisea del Espacio”, que la voz en off de Ben Kingsley narrando lo que pasaba y
cómo se sentía David era redundante y menospreciaba la inteligencia del público, que era un desenlace lento y aburrido…

Desde luego, esto es una cuestión de gustos y sensibilidades y esas críticas no están exentas de peso. Pero a mí personalmente también me parece muy interesante el tremendo salto conceptual que Spielberg y Kubrick dan en esa última parte de la película, trasladándonos mil años al futuro. Es una transición casi tan abrupta y atrevida como la que Kubrick ofreció al pasar del hueso prehistórico en el aire a la nave espacial en órbita en “2001: Una Odisea del Espacio”.

Sí, desde luego que el final tiene una tremenda carga emocional –sentimentalismo bochornoso, según otros-, pero creo que pertenece más a Kubrick que a Spielberg en su imaginería visual y
metafórica. Así, la secuencia final es una inversión de la inicial: el niño creado como compañía artificial se convierte en el portador de los últimos recuerdos de la Humanidad; Monica, que añoraba tanto a su hijo que aceptaba un sustituto robótico, acaba convirtiéndose en el futuro en un simulacro para David, tanto era lo que él la echaba de menos; en los últimos momentos de David y Mónica juntos, el pasado se convierte en algo irreal y el presente en lo real, aun cuando no sea más que una ilusión artificial. Esas imágenes e ideas son mucho más sagaces que nada que se pueda encontrar en los anteriores filmes de Spielberg. El final es sin duda uno de los momentos más tristes de toda su filmografía, un instante en el que las dispares sensibilidades de Spielberg y Kubrick se fusionan de forma armónica.

Desde el momento de su estreno y hasta hoy, las opiniones sobre la película han estado profundamente divididas. Quizá parte del problema resida en las expectativas del espectador. Quienes acudieron a verla animados por el nombre de Spielberg, se encontraron con una cinta alejada en muchos aspectos del cine que de él habían visto hasta entonces: más lento, más profundo, menos optimista y, puntualmente, bastante violento. En cambio, aquellos que esperaban ver una prolongación póstuma del cine de Kubrick, renegaron del protagonista infantil y su osito de peluche y de las escenas demasiado sentimentales para su gusto.

En realidad, la película es una extraña mezcla de ambas sensibilidades. Sí, es verdad que contiene ese sentimentalismo de Spielberg, pero con un toque oscuro e inquietante. Tomemos, por ejemplo, a Monica, la “mami” de David. Es un personaje patético porque su vida carece de opciones: su
único papel y contacto social es su marido, y, dado que su hijo está en coma, no puede ni criarlo ni llorar su muerte para seguir adelante. A medida que su relación con David avanza y crece, uno empieza a sentir la implacable y opresiva exigencia emocional de David. Un aura de obsesión y desesperación engulle a la familia y la insistencia de David en conseguir el amor de Mónica parece más el comportamiento de un niño caprichoso que algo enternecedor. Al final de la película –que uno no sabe si calificar de feliz o no- el clon de Mónica es un ser tan carente de opciones como al principio. No tiene conexión con el exterior de la casa en la que ha sido creada, ni relación mental y emocional con el pasado o el futuro. Su única función es la de amar a David y dejarse amar por él, exactamente igual que al principio.

A menudo se le ha criticado a Spielberg su sentimental retrato del mundo infantil. Algo de eso hay,
puesto que la utilización de niños para suscitar emociones es un recurso demasiado fácil además de un terreno resbaladizo. “I.A. Inteligencia Artificial” es una película de personajes y emociones más que de acción; pero también es algo más que una simple fábula para adultos empapada de sentimentalismo barato. Es una historia que no podía contarse desde la lógica y fría teatralidad con las que Kubrick abordaba sus películas. En cambio, Spielberg ya había demostrado que era muy capaz de transmitir la visión que del mundo adulto tendría un niño (“E.T.El Extraterrestre” es el mejor ejemplo), que es precisamente de lo que se trataba en “I.A. Inteligencia Artificial”. En este sentido, Spielberg refleja perfectamente la sensación de confusión, desamparo y miedo que siente David al verse abandonado en un mundo ruidoso, violento y desconcertante del que no sabe nada. Y, por primera vez en su filmografía, también nos muestra a través del personaje de Martin Swinton lo inmensamente crueles y maquiavélicos que pueden ser los niños

Por otra parte, y aunque parezca sorprendente, las partes y elementos más sentimentales de la
película no provienen de Spielberg, sino de Kubrick: todo el lacrimógeno final, la primera parte con la entrada y posterior desahucio de David de la familia, e incluso el personaje de Teddy. Quizá fuera por eso que Kubrick le ofreciera la producción primero, y la dirección después, a Spielberg: sabía que él sería capaz de alcanzar, narrativa y visualmente, el tono emocional requerido.

Hay otros temas en los que la película se interna con resultados desiguales. Por ejemplo, el concepto del androide que busca convertirse en humano responde a ese viejo sentimiento
antropocéntrico en virtud del cual no hay mejor forma de vida que la nuestra. ¿A qué mejor ideal podría aspirar un robot si no es a ser igual que sus creadores? No es un concepto nueva, ni mucho menos. La ciencia ficción literaria ha jugado con ella desde hace cien años y en lo que respecta al medio audiovisual, es una aproximación que han abordado multitud de obras de la ciencia ficción ( “Star Trek: La Nueva Generación” (1987-94), “Robocop” (1987), “Automatic” (1995),“Solo, el Destructor” (1996), “Almost Human” (2013-14), etc), contraponiéndose a esa otra en la que las máquinas acaban considerándose superiores al hombre (“Matrix” o “Terminator”). En el contexto de esta historia no tendría sentido alguno, pero creo que es más interesante el concepto de una inteligencia artificial que ni nos odie ni aspire a emularnos, sino que tenga su propia individualidad, objetivos y visión del universo. En cualquier caso, poner a un niño en el foco y hacerlo artificialmente esclavo de sus sentimientos, es una idea intrigante que merece reconocimiento, así como que esos sentimientos sean filiales y no románticos, como solía ser más habitual en el subgénero de robots.

De todas formas, adoptando un punto de vista estrictamente científico, construir robots con forma
humana se antoja bastante inútil. La biomecánica que a nosotros nos viene tan bien es algo difícil de replicar y carente de sentido desde el punto de vista de la ingeniería. Si se desea una máquina que levante pesos, cocine, construya otras máquinas o trabaje en lugares peligrosos, lo lógico es fabricarlas con una forma lo más idónea posible para la tarea que deban realizar. Pero ¿y si su función es hacer compañía… o incluso amar?

Tendemos a olvidar que, en el fondo, a la gente no le gustan los robots con forma humana. Cuando
algo artificial se asemeja demasiado a lo humano, sentimos repulsión, una reacción que podemos ver en Mónica cuando le presentan a David por primera vez y durante el periodo inicial en el que el androide deambula por la casa algo desconcertado, escrutando a sus “padres” con una intensidad inquietante. Haley Joel Osment transmite muy bien esa incómoda sensación al espectador cuando actúa como un robot que se esfuerza por parecer humano, oscilando entre la mirada ausente de una máquina y el brillo maravillado de los ojos de un niño. Monica lo resume bien cuando, entre lágrimas, dice: “es tan real… pero no lo es”.

Pero quizá el principal problema de la historia, al menos desde el punto de vista de la ciencia y la
tecnología, es que plantea un mundo en el que Internet parece que nunca existió. En la actualidad, Internet es posiblemente la herramienta más importante para desarrollar programas inteligentes, desde el algoritmo buscador de Google al de Facebook, que nos muestran más de lo que nos gusta y menos de lo que no. El nuestro probablemente no será un mundo de máquinas que caminen junto a los humanos, sino de programas que no necesitarán tener forma física.

Evidentemente, la película no aborda ese tipo de inteligencia artificial porque de lo que trata es de robots. En una escena, David y el excéntrico Gigolo Joe viajan a Rouge City para preguntarle al Doctor Know, un programa de ordenador basado en un entorno fijo y concreto, algunas cuestiones bastante sencillas. ¿En qué futuro posible podemos imaginar que alguien viaje a otra ciudad para preguntarle algo a un ordenador? La información ha de extenderse, no confinarse.

En la primera escena, Spielberg reflexiona sobre la cuestión de la inteligencia artificial y la responsabilidad moral que conlleva. Hay quien ha criticado que Spielberg no resuelva la cuestión de si las emociones que un androide puede expresar son reales o, por el contrario, simples respuestas simuladas. Creo que es un reproche injusto. En primer lugar, habría que definir lo que son las auténticas emociones y preguntarse si las del ser humano no son también respuestas condicionadas por nuestra “programación” biológica. Es cierto que no hay en la película un diálogo, un discurso que explique la auténtica naturaleza de las emociones de David. Sin embargo, creo que los actos del personaje aclaran la cuestión. Su decisión de encontrar al Hada Azul para convertirse en humano y ver así correspondido su amor por Mónica, el miedo a morir y el terror que experimenta al ver la destrucción de otros robots en la Feria de la Carne, el ataque de ira y desesperación que sufre al descubrir a sus “gemelos” en la sede de Cybertronics, su intento de suicidio… son pruebas de una individualidad y capacidad emocional que supera con mucho a la de los otros mecas que aparecen en la película. Las emociones que siente David, en definitiva, sí son reales y, por tanto, el discurso inicial del profesor Hobby sobre la responsabilidad que el hombre debe tener sobre sus creaciones cobra todo el sentido –al menos en el caso de David-.

Por otra parte, el profesor Hobby nos informa cómo el cerebro de David se ha fabricado para emular la función neural, que es la clave del aprendizaje y el concepto sobre el cual están trabajando actualmente los científicos que quieren crear inteligencia artificial. David es único en ese sentido y esa es la razón por la que, durante la película, evoluciona desde una tabula rasa a
una persona formada, a diferencia de Gigolo Joe, que está programado para comportarse y pensar de una forma determinada para siempre jamás. La personalidad de David se ha formado a través del aprendizaje y la experiencia, mientras que la de Joe viene de fábrica. Visualmente, esto se refleja muy acertadamente por el contraste entre el acartonamiento del rostro de Joe, limitado a una serie de expresiones prefijadas sobre un rostro de textura plastificada, frente a la rica expresividad de David, cuya cara sí se asemeja en todo a la de un niño.

Pero lo más interesante de la historia son las ramificaciones culturales y los conflictos que surgen por la interacción entre lo humano y lo artificial. La primera parte de la película, en la que David sigue constantemente a Mónica, inseguro de cómo hacer las cosas e incapaz de otra cosa que no sea responder a una acción humana, enfatiza cómo las Inteligencias Artificiales están inextricablemente unidas a los hombres. No pueden hacer cosas por su cuenta, espontáneamente, incluso siendo lo suficientemente inteligentes como para ser conscientes de su existencia como entes individuales. Al final, Gigolo Joe no ha aprendido nada; lo único que sabe es cómo complacer a las mujeres y nada más. Un robot diseñado para facilitar el desfogue sexual –y ese modelo sí que seguramente lo acabemos viendo en la realidad- no puede diseñar edificios o enseñar física de partículas.

Quizá haya una razón para temer el logro de una verdadera Inteligencia Artificial, pero probablemente tenga menos que ver con una rebelión liderada por Skynet que con la forma en que los humanos explotemos y abusemos de la misma buscando el beneficio personal. Gente con opiniones tan dignas de tener en cuenta como Stephen Hawking o Bill Gates han expresado su preocupación al respecto y la necesidad de que la investigación y
utilización de la Inteligencia Artificial se realice con exquisito cuidado. Por el contrario, empresarios tan ambiciosos como Elon Musk quieren democratizar ese descubrimiento, dando vía libre a que una tecnología tan poderosa se utilice para satisfacer los más oscuros deseos. El niño-androide David es un ejemplo de ello: concebido por Hobby como un prodigio tecnológico, un prototipo único que exorcice el trauma personal que le atormenta, su destino es acabar siendo tan sólo el primero de millones de unidades destinadas a cubrir la demanda de padres frustrados por las leyes de natalidad y necesitados de alguien –o algo, como en este caso- sobre quien proyectar su amor.

Se trata, en definitiva, de la banalización y utilización de una tecnología muy controvertida (¿acaso no está creando en realidad una nueva forma de vida esclava?) para la consecución de un objetivo económico, el de Cybertronics. Al considerarlo como un objeto, no nos sentimos responsables de su destino, que es lo que ocurre cuando a David, como si fuera un juguete viejo o un perro del que se ha cansado la familia, lo envían a la fábrica para que lo destruyan sin pararse a pensar que pueda tener genuinos sentimientos.

Por eso es una lástima que semejante dilema científico-ético se trate en la película de una forma tan burda y superficial. El guión carga las tintas en la Feria de la Carne mostrando de forma explícita el deplorable trato que los humanos dispensan a los mecas. En ella, una multitud de humanos fanatizados, histéricos y deseosos de dar salida a sus peores instintos, reivindican el papel central de la Humanidad en un acto de destrucción de robots. El problema es que ese discurso es tan torpe como el de examinar el fenómeno deportivo concentrándose sólo en el comportamiento de los hinchas más violentos. Esa defensa de los valores “humanos” a que supuestamente responde la Feria de la Carne, esconde tras sus iracundos discursos y violentas escenificaciones algo bastante primario y comprensible: el miedo. Miedo a ser reemplazados, a dejar de ser necesarios. Y no les falta razón, aunque la manera que tienen de transmitirnos su
mensaje sea odioso: en un momento dado de la película, Gigolo Joe le dice a David: “Nos hicieron demasiado listos, demasiado rápidos y demasiado numerosos”. Joe sabe –y la película le da la razón al final- que los robots aún seguirán en el mundo cuando los humanos desaparezcan. (AVISO SPOILER: Contrariamente a lo que mucha gente cree, los seres sin rasgos y vagamente humanoides que aparecen al final no son extraterrestres sino la evolución última de los robots, que buscan aprender sobre sus orígenes y sus creadores, los humanos, viendo en David la clave que puede desentrañar un enigma enterrado por el tiempo y el hielo de las glaciaciones. (FIN SPOILER).

Kubrick había tratado ya el tema de la deshumanización del hombre en “2001: Una Odisea del Espacio”. En esa película, de una forma sutil pero elegante y efectiva, se mostraba cómo el entorno higienizado e hipertecnológico había acabado influyendo en las relaciones humanas. Los
hombres eran tan fríos como máquinas mientras que éstas, representadas por HAL, se comportaban como antes lo habían hecho los humanos. La de nuestra dependencia de las máquinas y cómo la tecnología ya está afectando a nuestro comportamiento individual y colectivo es una preocupación real y legítima. En la película, por ejemplo, vemos cómo los androides han sustituido a los humanos en tareas como la prostitución. El que una mujer prefiera a Gigolo Joe antes que a un hombre auténtico, ya es motivo de reflexión y parece razonable que existiera algún tipo de movimiento organizado de resistencia a ese tipo de “sumisión” a la tecnología, una especie de nuevos luditas. Sin embargo, Spielberg opta, como hemos dicho, por retratarlo como un grupo de paletos embrutecidos que lo único que transmiten es rechazo y no la necesidad de una reflexión sobre sus reclamaciones. Ni siquiera es una escena bien resuelta: el que un público tan entregado a la violencia contra las máquinas sienta una súbita compasión por un robot, por mucho que tenga forma de niño, no resulta verosímil.

En cuanto a los actores, tengo que decir –y esto es algo totalmente subjetivo-, que Haley Joel
Osment me resulta algo cargante y no puedo evitar sentir cierto rechazo hacia él. Pero ello no me impide reconocer que hace un buen trabajo en “I.A.”, oscilando su interpretación entre lo bizarro y lo natural, lo robótico y lo humano. Realiza muy bien la transición desde su presentación inicial, cuando parece una criatura inhumana e incluso siniestra, al momento posterior a su activación emocional por parte de Mónica, cuando da comienzo su auténtica vida, una transformación que puede verse en sus ojos y expresión. Seguramente, parte del mérito puede atribuírsele a Spielberg, que siempre ha tenido buena mano dirigiendo a niños.

Entre los actores adultos, cabe destacar a Frances O´Connor como madre perpetuamente al borde de un ataque de nervios, sin duda uno de los dos papeles más complicados de la película; y un desconcertantemente robótico Jude Law como meca programado para proporcionar placer a las mujeres, cínico y dulce a la vez, que emite música romántica inclinando la cabeza y que tiene una frase preparada para cada situación. William Hurt es un actor de mucha presencia y aunque su intervención como profesor Hobby sea breve, resulta convincente como científico brillante, algo excéntrico y custodio de sus propios traumas secretos.

Especialmente reseñables son los efectos especiales, tanto en su concepción como en su
ejecución. Están pensados para dar forma a un mundo futurista, pero no demasiado, que va trasladándose gradualmente de lo familiar (la casa de Mónica y Henry, los coches) para pasar a lo extraño pero verosímil (Rouge City) y terminar en lo extraordinario (los mecas en sus diferentes versiones, los vehículos voladores, Manhattan sumergida y el futuro glacial habitado por extraños seres). Spielberg vuelve a demostrar su maestría a la hora de utilizar los efectos visuales no como cebo chirriante para impactar a las sensibilidades intelectualmente menos exigentes, sino como herramientas para contar una historia, ambientarla y dotarla de texturas.

“I.A.Inteligencia Artificial” es una película mestiza, extraña. Visualmente es sobresaliente: tiene algunos efectos que seducen al ojo sin tomar el protagonismo. La historia aborda temas dignos de reflexión mediante un protagonista que es mitad Pinocho y mitad Frankenstein, dos caras tan diferentes como las de sus padres creativos. La emotividad de Spielberg queda atenuada por una vena oscura, melancólica y racional heredada de Kubrick. Sospecho que ninguno de los dos trabajando por su cuenta habría sido capaz de crear “I.A. Inteligencia Artificial” tal y como la vemos hoy, pero juntos produjeron un clásico que flirtea con la grandeza aunque nunca llegue a alcanzarla. Se la ha criticado mucho y muy duramente; desde luego, no se cuenta entre lo mejor de la filmografía de Spielberg, pero me sigue pareciendo una cinta inteligente, con momentos de gran belleza y de recomendable visionado.

1973- EMPOTRADOS – Ian Watson

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“Empotrados” es una novela que tiene unas críticas sobresalientes. Se la considera un clásico de la ciencia ficción más intelectual, un libro denso, original, atrevido, polifacético... En el momento de su publicación recibió nominaciones para premios importantes y se la apreció como la más importante novela debut de la década. Estoy de acuerdo en todo eso y admito que para tratarse de la primera novela del británico Ian Watson, resulta sorprendente y prometedora y que contiene momentos muy interesantes. Y, sin embargo, he de confesar que también me parece un libro disperso, pretencioso, puntualmente confuso y, en ocasiones, hasta aburrido.



La narración se estructura alrededor de tres tramas separadas pero relacionadas entre sí en tanto en cuanto todas tienen que ver con la investigación del lenguaje y la percepción de la realidad. En primer lugar tenemos a Chris Sole, un lingüista integrado en un equipo de científicos que efectúa cuestionables experimentos con niños en un centro secreto de Inglaterra, la Unidad de Neuroterapia Haddon. Allí internan huérfanos a muy temprana edad y los someten a ingestas de drogas y aislamiento en entornos artificiales radicalmente diferentes al nuestro sin permitirles contacto con la realidad –con nuestra realidad-, a fin de estudiar si la forma en que construimos nuestro lenguaje está programada en nuestro cerebro desde que nacemos o, por el contrario, viene condicionada por el entorno que percibimos y en el que crecemos. En el caso concreto de Sole, enseña a “sus” niños a hablar utilizando estructuras gramaticales extrañas e inusuales, tratando de encontrar un “lenguaje empotrado”, una especie de idioma universal inserto en lo más profundo de nuestros cerebros y que compartiríamos, sin ser conscientes de ello, todos los seres humanos.

Después tenemos al antropólogo francés Pierre Darriand, antiguo amigo de Chris, que estudia una tribu en el Amazonas, los xenahoa, a punto de ser extinguidos por la construcción de una represa que inundará todo su territorio. Pierre ha observado que el uso de una droga alucinógena muy concreta provoca cambios profundos en el lenguaje de esa tribu, lo que a su vez abre sus cerebros a nuevas percepciones. Con ayuda de su guía mestizo Kayapi, aprende las costumbres, leyendas y cosmovisión de ese grupo humano tan
particular, mientras observa cómo sube el nivel del agua y a su alrededor los sacerdotes, guerrilleros comunistas y ejército gubernamental maniobran siguiendo sus propios intereses.

En tercer lugar, cuando una nave alienígena llega a las proximidades de la Tierra, rusos y americanos guardan el secreto y contactan con sus ocupantes, los Sp'thra, reuniendo a un equipo, en el que se encuentra Sole, para comunicarse con ellos. Los extraterrestres ofrecen un intercambio: conocimiento científico y tecnológico de importancia para nosotros a cambio de seis cerebros humanos vivos en los que poder estudiar las diferentes lenguas habladas en nuestro planeta. Estos aliens se hallan en una suerte de búsqueda milenaria de una realidad paralela a la nuestra, una dimensión que no podemos percibir pero a la que creen poder acceder mediante la consecución de una especie de idioma cósmico que abra la mente a nuevos conceptos y perspectivas de la realidad. Para ello, recorren la galaxia recogiendo especímenes y creando un enorme banco de lenguas.

Mientras tienen lugar las cada vez más tensas negociaciones con los alienígenas y Pierre completa su inmersión en la cultura xemahoa, las cosas se tuercen en el laboratorio de investigación de Sole. Los niños que supervisaba empiezan a desarrollar comportamientos aberrantes…

¿Por qué decía al comienzo de esta entrada que la novela, aunque con puntos de interés, me
parece sobrevalorada? En primer lugar, hay segmentos enteros que carecen de sentido, puesto que no aportan nada relevante a las dos tramas principales ni acaban rematándose de forma adecuada. Por ejemplo, la figura del ingeniero americano traumatizado por sus recuerdos de Vietnam y los problemas que tiene con la cruel policía del lugar, los sacerdotes que aparecen por allí sin que se vuelva a saber de ellos o los guerrilleros que coinciden con Pierre y luego son hechos prisioneros. Quizá Watson pretendía, incluyendo todos esos personajes, añadir densidad a la novela, proponer diferentes puntos de vista o realizar una crítica acerca de la situación política y ecológica en Sudamérica. El problema es que al final no termina de desarrollar adecuadamente ninguno de esos aspectos.

Pero es que además, todo el nudo argumental depende de la feliz e improbable circunstancia de la coincidencia temporal de la llegada de los alienígenas y el descubrimiento por parte de Pierre –y su revelación mediante carta a Chris- de la capacidad de los xemahoa de acceder a su lenguaje empotrado. De hecho, incluso la parte del experimento de Chris con los niños podría eliminarse sin afectar para nada al resto –aunque sí podría haber servido como tema de un interesante relato corto-. El desenlace, con el regreso de Chris al laboratorio y el descubrimiento de los poderes que ha desarrollado uno de los niños, se antoja desconectado del resto de la novela, como también el enfermizo triángulo emocional que mantiene con su esposa Eileen y Pierre, un torbellino sentimental que transcurre en los márgenes de la novela y que nunca llega a cuajar lo suficiente como para despertar verdadero interés en el lector. Tampoco la misión de los alienígenas se explica claramente. Parece ser que en un momento de su pasado lejano entraron en contacto indirecto con unas entidades a las que conocen como Portadores del Cambio y que, a continuación, desaparecieron de nuestro universo. Esa visita fue un momento de gran relevancia mística para ellos, pero no se termina de aclarar en qué consiste aquélla.

Aunque los críticos alaben la cantidad de elementos dispares que aparecen en la novela, no estoy tan seguro de que todos ellos tengan cabida armoniosa en la misma, al menos tal y como lo plantea Watson. Éste comenzó a publicar cuentos en la revista británica “New Worlds” a comienzos de los setenta, cuando aún coleaba la corriente literaria que desde esa misma publicación había
revolucionado la ciencia ficción para maravilla de unos y disgusto de otros. La New Wave, tal y como se conoció a ese movimiento, trató de explorar el concepto de “espacio interior”: la mente, el mundo de las emociones y las percepciones, abandonando la épica espacial a favor de relatos más intimistas y centrados en las ciencias “blandas”: psicología, antropología, sociología…

Por otra parte, impulsó una mejora estilística en un género que, a tenor de sus orígenes pulp, había estado más preocupado por las ideas que por la gramática. Así, se dio entrada a autores con un alto nivel literario y dispuestos a innovar en el ámbito conceptual y narrativo. Como suele suceder en estos casos, se dieron no pocas aberraciones en la forma de novelas experimentales incomprensibles y autocomplacientes. Pero su poso permitió que en lo sucesivo se abriera el campo temático de la ciencia ficción y se prestara mayor atención a la calidad del lenguaje.

Ian Watson sin duda se vio influido por la New Wave, tratando de trasladar su ideario a esta su primera novela. Por supuesto que se pueden incluir muchísimas capas, perspectivas, detalles, información y temas dispares en una novela de ciencia ficción, tal y como demostró, por poner solo un ejemplo significativo, John Brunner en su modernista “Todos Sobre Zanzíbar” (1968) –en la que, además, como vimos, desestructuraba el lenguaje narrativo convencional-.

Pero si se quiere alcanzar ese nivel de complejidad también es necesario mantener el de coherencia y creo que Watson no lo consigue. Reflexionar sobre la metafísica del lenguaje, la ética de la ciencia, imaginar un primer contacto con una civilización alienígena y describir sus angustias
existenciales, criticar las dictaduras militares sudamericanas su connivencia con Estados Unidos, defender la ecología amazónica y la integridad cultural de sus indígenas, dar cabida a los movimientos de liberación latinoamericanos, detallar los ritos, costumbres y mitología de una tribu primitiva, incluir protagonistas torturados psicológicamente por sus inseguridades y traumas vitales y amorosos… son demasiadas piezas para esta novela si, además, tratas de combinarlas con una prosa tan espesa como la que podemos leer en este segmento: “Presa del pánico, se desdobló dentro de su armadura de carne, y por un instante se vio a sí mismo sujeto y sujetando: vio al Yo que le tenía sujeto, y vio al Yo que él sujetaba. Los dos parecían superpuestos. Tan pronto como se formó esta doble visión, se esfumó, y los estados empezaron a alternarse por separado ante sus horrorizados ojos. De pronto, las dos versiones de su Yo empezaron a acelerar la alternancia, desfilando como una película ante su mirada, y produciendo una falsa sensación de continuidad: la continuidad de dos elementos separados y juntos”. En fin, la típica ambición conceptual y lingüística que obsesionaba a los seguidores de la New Wave de los sesenta y que quizá tenía todo el sentido para el autor, pero que a mí me pareció innecesariamente indigesta.

El tema del lenguaje como motor de la narración es una idea intrigante: si cambiamos el entorno de un ser inteligente desde el comienzo de su vida, ¿cambiaremos también la forma en que desarrolle el lenguaje? Es más, ¿podemos modificar nuestra forma de percibir la realidad –o incluso la propia realidad- a través de la forma en que “pensamos” el lenguaje? Ahora bien, la construcción intelectual que sobre el lenguaje “empotrado” realiza el autor a partir de esa premisa inicial no acaba de llevar a parte alguna. Veamos los tres escenarios en los que esa idea toma forma: en el laboratorio donde se experimenta con niños, uno de ellos, efectivamente, desarrolla una capacidad especial que no sólo no parece algo particularmente útil sino que resulta peligrosa. En el Amazonas, el chamán capaz de acceder al lenguaje empotrado mediante la ingesta de drogas, alcanza un estado mental en el que predice que el desastre de la inundación que acecha a su tribu será conjurado, pero, al final, no sabemos si ha sido simple casualidad o si efectivamente el trance le ha otorgado presciencia. Y, por último, los alienígenas, que llevan un tiempo inmemorial recolectando inútilmente cerebros sin conseguir lo que Chris ha logrado prácticamente a solas en un laboratorio con cuatro niños, y un chamán primitivo con ayuda de las drogas. ¿A dónde nos lleva todo eso? ¿Existe realmente ese lenguaje milagroso, llave de una puerta a otra dimensión, al despertar de nuevas capacidades? ¿O es toda esa búsqueda –y su tediosa argumentación intelectual- un esfuerzo inútil? No creo que Watson de una respuesta satisfactoria.

Por otra parte, el concepto de “lenguaje empotrado”, derivado al parecer de teorías lingüísticas de
finales de los sesenta y setenta desarrolladas entre otros por Noam Chomsky, me parece algo demasiado oscuro, rayano en la metafísica; como también creo que está mal interpretada la idea de que dado que las leyes físicas y lógicas son iguales en todo el universo y que todas las especies que desarrollen un lenguaje lo han hecho bajo esas leyes, todas las lenguas deben ajustarse a unas reglas comunes. Desde luego, es esa premisa la que da sentido en la novela a la desesperada búsqueda de los Sp´thra, pero no deja de ser algo cogido por los pelos que ignora la inmensa variedad de formas de comunicación que podrían darse en biologías y entornos físicos muy diferentes al nuestro.

Uno de los temas de la en el fondo y hasta el final muy cínica historia de Watson, es hasta qué punto están dispuestos los científicos a abusar de sus congéneres con tal de obtener conocimientos. Chris Sole y sus compañeros del centro Haddon experimentan sin remordimientos
con niños a los que tratan como ratas de laboratorio, satisfaciendo sus más oscuras fantasías científicas, fantasías que en un mundo regido por la ética y la ley no podrían hacerse realidad, pero que en el aséptico y secreto ámbito del laboratorio cobran vida. En aras de la Ciencia, condenan a los niños a una vida de reclusión física, emocional e intelectual.

Cuando los alienígenas llegan a la Tierra, vuelve a repetirse tal comportamiento. Los negociadores humanos –científicos, políticos, espías, astronautas…- no ven inconveniente en sacrificar seis vidas de inocentes para entregárselas a los visitantes a cambio de un nebuloso conocimiento que no saben si a la postre tendrá utilidad práctica para nosotros. Los científicos en este libro, desde luego, no salen en absoluto bien parados, aunque Watson parece querer compensar tal nefasto comportamiento al final, cuando Chris, atormentado por lo que ha hecho, decide liberar a uno de los niños del laboratorio sólo para verse inmediatamente “castigado” por el propio niño.

Por cada idea original que Watson plasma en “Empotrados”, hay otra que responde a los tópicos más enraizados –por no decir rancios- del género. Por ejemplo, la utilización de proyectos gubernamentales secretos, la desconfianza hacia la figura del científico, los militares embrutecidos que bombardean primero y preguntan después, los aliens que vienen a buscar humanos –o partes de ellos-.. y, claro, siendo una obra hija de los setenta, drogas que expanden la conciencia en lugar
de convertir a su consumidor en un adicto cretinizado… en fin, lugares comunes cuya inclusión resta novedad al conjunto.

He de decir que me resulta difícil recomendar este libro. Comprendo los elogios que ha recibido y suscribo algunos de ellos. Contiene ideas que captan mi interés y que no son en absoluto comunes en las novelas de CF: los límites del lenguaje humano, especulaciones sobre la Gramática Universal, mitos codificados para su perpetuación en un idioma ininteligible, alienígenas a la búsqueda de la trascendencia mediante el contraste y amalgama de infinidad de lenguas… Todas ellas hacen que “Empotrados” sea una novela mucho más ambiciosa que otras obras de la ciencia ficción preocupadas por la belleza formal y/o conceptual del lenguaje.

Pero ni la plasmación concreta ni el desarrollo de esas ideas, ni sus muchos pero poco perfilados personajes me parece que estén a la altura de sus pretensiones. Y, desgraciadamente, tampoco se puede aconsejar empezar a leer la novela para comprobar si la trama “conecta” con uno, porque cuando verdaderamente empiezan a ocurrir cosas interesantes y la acción toma un ritmo aceptable es hacia el final, y para llegar ahí es necesario abrirse paso por largas parrafadas de teorías lingüísticas que no dan idea clara de hacia dónde va la historia

En definitiva y en mi opinión, “Empotrados” tiene ideas intrigantes y algunos momentos sorprendentes y de fuerte carga dramática, pero creo que la estructura elegida por Watson, su recargada prosa y su excesiva ambición conceptual empañan el resultado global.

1958- LA MOSCA – Kurt Neumann

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Hasta su muerte en 1994, James Clavell fue conocido sobre todo por sus novelas ambientadas en Oriente, como “Tai-Pan” (1966) o “Shogun” (1976). Menos gente sabe que antes de obtener el éxito como autor literario pasó bastantes años trabajando como guionista cinematográfico. Suyos son los libretos de, por ejemplo, “Regreso a las Minas del Rey Salomón” (1959), “La Gran Evasión” (1963), “Escuadrón 633” (1964) o “Estación 3 Ultrasecreto” (1965). Llegó incluso a dirigir una película tan icónica como “Rebelión en las Aulas” (1967). Pues bien, “La Mosca” fue su primer guión, escrito a partir de un cuento de George Langelaan publicado en la revista “Playboy” en 1957.



Una noche, la policía de Montreal encuentra el cadáver del industrial y científico Andre Delambre (Al Hedison) con su brazo y su cabeza aplastados por una prensa hidráulica de su fábrica. Su esposa, Helene (Patricia Owens) afirma haber sido ella la asesina. Unos días después, el hermano de Andre, Francois (Vincent Price), la convence para que cuente a la policía lo que resulta ser una increíble historia.

Andre estaba investigando la forma de teleportar materia y, tras algunos fracasos iniciales, consigue desmaterializar y volver a recomponer molecularmente objetos inanimados primero y animales después. Pero un día se encierra en su laboratorio diciendo que algo ha salido mal. Sólo deja entrar a Helen e incapaz de
hablar por algún motivo, oculta su cabeza bajo una capucha y se comunica con ella mediante notas escritas a máquina. Es así como le revela a Helen que es vital que encuentre una mosca de cabeza blanca. Helen acaba descubriendo la horrible verdad: André había decidido probar consigo mismo su invento sin darse cuenta de que una mosca había quedado atrapada en la cabina de teleportación con él. En el proceso, ambos cuerpos se fusionaron y la mente de André empieza a sucumbir a su inhumanidad…

Clavell comete varios errores básicos en este guión. El más evidente es que pasa completamente por alto los obvios problemas fisiológicos que experimentaría un hombre con cabeza de mosca y, a la inversa y especialmente, una mosca con
cabeza humana. ¿Cómo es posible que Andre pueda pensar y recordar experiencias personales y conocimientos científicos con una cabeza de insecto sobre sus hombros? Evidentemente, Clavell no se molestó en informarse sobre las bases de la biología de los insectos: una mosca respira a través de sus patas gracias a un sistema de presión diferencial, pero este recurso sólo funciona a nivel microscópico y se necesitaría la fuerza de un huracán para absorber aire con una cabeza de tamaño humano.

En fin, que si se quiere disfrutar del visionado de “The Fly”, es necesario recurrir a una buena dosis de suspensión de la incredulidad. Dicho esto, se trata de un film excelente. Clavell compensa sus graves lagunas entomológicas construyendo un inteligente thriller lleno de suspense. La historia está narrada en forma de flashback desde el punto de vista de la esposa. La revelación de la tragedia que se ha abatido sobre el científico y su familia está muy bien construida dentro de ese flashback: primero Andre pasa notas a su mujer por debajo de la puerta del laboratorio, luego aparece con su cara oculta por una tela y su mano oculta en el bolsillo, obligándola a salir mientras come haciendo unos ruidos inquietantes. De hecho, Clavell consigue crear tanta expectación que los efectos especiales de la época no pueden estar a la altura; así, cuando por fin se revela al espectador la cabeza de la
mosca, probablemente se sentirá decepcionado. El único defecto de ritmo del guión es cuando detiene la acción para insertar un pesado diálogo sobre la ética de la ciencia.

Y este último es, precisamente, uno de los temas subyacentes de la película: la relación entre el hombre y las máquinas. Aunque de forma algo sensacionalista, la historia ofrece una pista de por dónde discurrirían films posteriores sobre el miedo a las armas nucleares. “La Mosca” es despiadada en su tesis: si la humanidad está dispuesta a construir máquinas capaces de romper nuestra propia biología, también debe estar dispuesta a sufrir las consecuencias….que es a lo que el científico André se condena a sí mismo, en un final muy poco tópico para el cine de género de los cincuenta. También es importante el discurso sobre las repercusiones de nuestros actos sobre otros seres vivos inocentes, ya sea una simple mosca o nuestras familias y amigos, que se ven envueltos involuntariamente en nuestras ruletas rusas
tecnológicas. Somos responsables no sólo de nosotros mismos sino de todos aquellos que nos rodean y que carecen de nuestros conocimientos y capacidades.

Los films de ciencia ficción tienden a ser excesivamente moralistas. El mensaje más frecuente en sus historias es el de los peligros que conlleva el uso inadecuado de la ciencia o la tecnología, un mensaje compartido por muchas películas de terror clásicas, como “Frankenstein”, “La Momia”, “La Isla de las Almas Perdidas” o “El Doctor Jekyll y Mr.Hyde”. Era frecuente en estas narraciones la inclusión de la figura del “científico loco”, un individuo que realiza experimentos peligrosos en contra del sentido común, siendo finalmente destruido por sus propias creaciones. Andre podría ajustarse a este arquetipo: realiza sus dusosos experimentos solo, en un laboratorio privado, sin la menor supervisión o ayuda, lo que le lleva a cometer errores y asumir riesgos innecesarios. Al mismo tiempo, presenta algunas peculiaridades no tan comunes
en los films de “científico loco” de aquellos años: el núcleo sentimental de la película es un matrimonio bien establecido en lugar de la típica pareja con tensión sexual; André es sociable y cariñoso con su mujer e hijo, se retrata como una buena persona a la que su ansia de conocimiento, de profundización en los misterios de la ciencia, le hace perder su buen juicio. Se endiosa, cae en la grandilocuencia e, inevitablemente, empieza a jugar con la vida. La primera víctima será el gato de la familia, desintegrado en el proceso y de cuya muerte Andre guarda silencio. Después, presa de la soberbia, será él mismo quien se someterá a su invento. Andre no crea un monstruo, sino que él mismo se ha convertido en uno al que debe destruir.

A diferencia de otros filmes “de monstruos” de la época, lo que “La Mosca” nos plantea es una
historia íntima, familiar, que transcurre alejada de la épica y el drama de grandes dimensiones que ofrecían otros títulos. No hay aquí intervención del ejército, destrucción a gran escala, muertes a mansalva, persecuciones por desiertos o ciudades… la acción se circunscribe prácticamente en su totalidad a la casa del científico y el jardín que la rodea que, además, se localiza no en una ciudad americana, sino en la francófona Montreal. La tragedia afecta exclusivamente a Andre y sus allegados más próximos, consiguiendo de este modo no sólo una tensión y sentimiento de claustrofobia muy particulares sino poner un mayor acento sobre el drama humano en lugar de la épica efectista.

“La Mosca” destaca también por su carácter de bisagra entre dos épocas, dos modos de abordar
el género fantástico. En 1958 los films , digamos, “procedimentales” de la ciencia ficción empezaron a dar paso en el corazón del público a revisitaciones de los clásicos del terror, en clave gótica y adornadas por brillantes colores, producidas primero por la Hammer y después por la AIP. Este thriller en CinemaScope –una técnica nueva por entonces- parece situarse justo en esa transición: se halla claramente enraizado en la tecnología de los cincuenta, pero su estética, iluminación y colorido remiten ya al nuevo cine gótico.

La película contó con la dirección de Kurt Neumann, un realizador de origen alemán que también firmó otros films de género en los cincuenta: cuatro películas de Tarzan con Johnny Weissmuller y Lex Barker, la fantasía oriental “Son of Ali Baba” (1952) y, en el campo de la ciencia ficción, “Cohete K-1” (1950), “She Devil” (1957) y “Kronos” (1957). Neumann murió una semana antes
de estrenarse “La Mosca”, si bien en los meses siguientes se lanzarían otras dos películas dirigidas por él. En cualquier caso, Neumann nunca salió de la serie B, era uno de esos profesionales a los que los estudios contrataban no buscando talento, sino resultados económicos. “La Mosca” fue su mejor película –para la que también ejerció de productor-, aunque su dirección no puede librarse de ese toque un tanto pedestre tan característico de las producciones de ciencia ficción de los cincuenta. Eso sí, tuvo el acierto de plantear la película como una historia realista, un drama que verdaderamente pudiera llegar a suceder y así se lo transmitió a los actores para que procuraran transmitirlo en sus interpretaciones. Neumann, a pesar de las limitaciones presupuestarias con las que hubo de trabajar –y a las que ya debía estar acostumbrado- consigue momentos brillantes: la apertura, con un gato que busca a su pareja perdida, anunciando la tragedia que va a duplicarse en el mundo de los humanos; el efecto sonoro que reproduce el maullido del gato desmaterializado que nunca llega a reaparecer; la desesperada caza de la mosca con cabeza blanca por el cuarto de estar de la casa; o la más recordada –y parodiada- de todas: la escena final en la que el comisario Charas y Francois se sientan en un banco del jardín sin oír los patéticos gritos de socorro de una mosca atrapada en la tela de una araña….

Ya he mencionado más arriba que los efectos especiales no estaban –no podían estarlo- a la altura del argumento. El maquillador Ben Nye fabricó una especie de cabeza de látex, pintura y plumas de pavo con forma de máscara de gas y una mano-pata que hoy resultan risibles si no se suspende la incredulidad. Más inquietante resulta el maquillaje de Andre en su estado “mosca”, atrapado en la telaraña esperando a ser devorado: envejecido prematuramente debido al corto periodo vital del insecto, con los ojos hinchados por el terror; es el tipo de pesadilla terrorífica que todos los
espectadores de los cincuenta esperaban ver en este tipo de películas. Merece asimismo mención el plano subjetivo en el que aparece multiplicado el rostro de Helene como si la estuviéramos viendo a través de los ojos multifacetados de la mosca. No es que las moscas vean así, claro –al fin y al cabo esas imágenes deben extrapolarse a partir de la visión humana-, pero sí es interesante el intento de ampliar la percepción del espectador “introduciéndolo” en la piel del monstruo, un recurso bastante raro en la ciencia ficción de la época.

Las interpretaciones de los actores, como solía ser habitual en este tipo de producciones, son
correctas sin llegar a ser brillantes. David Hedison se muestra particularmente creativo a la hora de dar vida al infortunado científico Andre. Originalmente, se buscó para el papel a Michael Rennie (“Ultimátum a la Tierra”), pero aunque hubiera resultado más convincente desde el punto de vista físico –por su vago parecido con su “hermano” Vincent Price- Rennie no quería pasarse la mitad de su tiempo en pantalla cubierto por una máscara de mosca. Al final, esto no supuso un problema para Hedison, quien sufrió durante el rodaje un accidente de coche que le provocó cortes y moratones en la cara. En cualquier otra película ello hubiera conllevado retrasos y sus consiguientes consecuencias sobre el presupuesto, pero dado que para ese momento del rodaje su rostro ya debía aparecer tapado por la máscara, no importó…Al menos al director, porque como los ojos de la máscara eran opacos, Hedison apenas podía ver o siquiera respirar.

Vincent Price, con su indiscutible carisma y veteranía, llena la pantalla con su presencia a pesar de
que el suyo sea en realidad un papel secundario y alejado de los personajes villanescos por los que era más conocido. Sin embargo, el peso dramático de la película y el enlace emocional con el espectador recae en Patricia Owens, que resulta razonablemente convincente teniendo en cuenta lo inverosímil que es la historia (quizá en ello tuvo algo que ver la fobia auténtica que sentía por los insectos).

En una época en la que menudeaban los fracasos de las grandes producciones con las que los estudios trataban de ganar prestigio y premios, “La Mosca” se convirtió en un inesperado bombazo de taquilla: con un presupuesto de 700.000 dólares recaudó tres millones, uno de los mayores éxitos de la 20th Century Fox aquel año, recordando a todos que la ciencia ficción podía ser rentable. Así que no es de extrañar que se diera vía libre a dos –aburridas- secuelas: “El
Regreso de la Mosca” (1959) seguía las mismas líneas que su predecesora, mientras que, años más tarde, “La Maldición de la Mosca” (1965) desarrollaba más la idea, teleportando varias personas a Londres que después empezaban a sufrir grotescas mutaciones. Hubo que esperar a 1986 para ver la versión que de la historia realizó David Cronenberg, una película aún más impactante que la original y de la que ya hablamos en una entrada anterior.

Aunque periódicamente sea objeto de parodias e injustas ridiculizaciones “La Mosca” es uno de los crossovers más memorables de los cincuenta entre el terror y la ciencia ficción y hoy está considerado como clásico de toda una era. Aunque científicamente implausible, fue un intento honesto de hacer algo original en el cine de género de los cincuenta, un intento que culminó con éxito, dejando una huella indeleble en los millones de espectadores que la han visto desde que se estrenó hace casi sesenta años.




1993- EL CICLO DE CYANN - François Bourgeon y Claude Lacroix

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Desde 1979 y durante diez años, el historietista francés François Bourgeon se labró justificadamente la fama de ser uno de los mejores artistas de comic del mundo. Sus series históricas "Los Pasajeros del Viento" (ambientada en el mundo de la navegación del siglo XVIII) y "Los Compañeros del Crepúsculo" (cuya acción transcurría en la Baja Edad Media) fueron objeto de premios, alabanzas y apreciación universal por parte de lectores y críticos. Nadie antes que él había volcado en el dibujo de un cómic un detallismo y precisión histórica semejantes, producto de un proceso de documentación tan meticuloso que rayaba en la obsesión. Aun más, ambas sagas ofrecían personajes bien construidos, intensidad dramática y un sólido poso intelectual.



Pero a comienzos de los años noventa, el autor decidió apartarse del pasado para explorar el futuro. Hasta el momento, Bourgeon había manejado todo tipo de fuentes documentales (libros especializados, grabados, fotografías, archivos históricos, museos...) para trasladar con verismo la época que servía de fondo a sus dramas históricos. Era, sin duda, una tarea larga y agotadora que, con todo, abordaba con entusiasmo. Ahora bien, en la ciencia-ficción no existen modelos que copiar o fotografiar; todo debe salir de la imaginación del autor (o así debería ser), lo que supuso un giro radical en su carrera y en su método de trabajo. Sin embargo, la escrupulosidad forma parte de la personalidad artística más profunda de Bourgeon y si quería crear algo de la nada así lo haría, pero con el mismo amor por el detalle que había presidido sus series históricas. Así nació "El Ciclo de Cyann", una saga de seis álbumes con una historia editorial accidentada y punteada de malos tragos para quienes la crearon pero que, con todo, supieron no sólo mantener una excepcional calidad artística sino alumbrar una obra maestra del género.

La primera historia, "La Fontana y la Sonda", comenzó a serializarse en la revista "A Suivre" en 1992. En ella se nos presentaba al planeta Olh. Los humanos se han asentado en las partes más húmedas de ese mundo, desarrollando una cultura centrada en el agua, elemento al que contemplan como deidad. El panorama político está dominado por la lucha por el poder que mantienen la Sonda, un grupo de familias aristocráticas; y la Fontana, una jerarquía religiosa cuyos intereses van más allá de lo espiritual.

Años atrás, la familia más importante de la Sonda, los Olsimar, enviaron una expedición colonizadora a un planeta exterior, ilO. Sin embargo, una guerra interplanetaria que enfrentó a varios mundos -incluido Olh- contra el Imperio y que se saldó con una inestable paz, provocó la interrupción de comunicaciones con ilO. Desde hace décadas nadie sabe lo que ha sido de los colonos y los Olsimar han estado preparando una nueva expedición para averiguar el destino de la primera. Además, se espera encontrar entre la abundante vida natural de ilO alguna cura para una epidemia mortal que está diezmando la población masculina de Olh y, por pura desesperación, haciendo ganar fieles a la Fontana.

La expedición debía estar liderada por el primogénito del patriarca Olsimar, pero al morir víctima
de la epidemia, la responsabilidad recae en su bella hermana Cyann. Ésta tiene un carácter difícil que le lleva a continuos y amargos enfrentamientos con su estricto padre. Testaruda, soberbia, sensual, cínica, caprichosa, algo cruel y poco amante de asumir responsabilidades, su nombramiento como líder de la expedición la convierte en el centro de una serie de intrigas, conspiraciones y atentados. Sólo contará con el apoyo de la antigua novia de su difunto hermano y también miembro de la misión, Nácara, cuyo sentido común y templanza contrastan con los de Cyann.

"La Fontana y la Sonda" no es sólo una sofisticada historia de aventuras espaciales dentro del molde de la CF "dura", sino el comienzo del viaje de Cyann, un intenso y largo recorrido físico y espiritual: de los lujos de su vida aristocrática al lejano y hostil planeta de ilO, de una vida disipada, rebelde y dominada por la satisfacción de sus caprichos a la asunción de su papel de líder, responsable no sólo de la vida de su tripulación, sino quizá del destino de su pueblo.

Bourgeon es, desde luego, el nombre que figura en la cabecera y que sirve de gancho para los lectores que ya disfrutaron de sus series anteriores. Siendo el responsable último de la plasmación gráfica de la historia, es su estilo de dibujo y su capacidad narrativa los que en último término cautivarán o disgustarán a los lectores. Pero el papel que juega Claude Lacroix no es menos importante en el resultado final y dista mucho de ser un mero colaborador. Guionista de comics, dibujante, periodista y amigo de Bourgeon desde antes de que éste obtuviera fama y reconocimiento, Lacroix ha sido quien, en realidad, ha construido los fantásticos y al mismo tiempo muy verosímiles mundos de la Historia de Cyann.

Fue Lacroix quien diseñó los complejos decorados urbanos o naturales, ciudades o selvas,
cementerios o polos árticos, viviendas o desiertos... y todas las criaturas y objetos que los pueblan, desde aves a herramientas, de flores y plantas alienígenas a muebles y vestidos, de paisajes propios de ecosistemas de lo más variado a mercados o palacios. Lacroix se convirtió en el sustituto de los libros y museos que habían servido de documentación a Bourgeon en sus anteriores obras. Los bocetos, dibujos, pinturas y maquetas que aportó Lacroix -una de ellas, una ciudad para el cuarto álbum, ocupaba varios metros de superficie de su casa- fueron la auténtica base para que el colorido universo de Cyann resulte tan verosímil y riguroso como la Edad Media europea de "Los Compañeros del Crepúsculo". Por supuesto, como en la mayoría de procesos creativos, éste fue interactivo. Ambos autores discutían los diseños y el guión, perfilándolos y modificándolos antes de su traslación final a viñetas.

"La Fontana y la Sonda" es un banquete visual que enganchará a cualquier aficionado a la ciencia-ficción. Con un perfecto dominio del espacio y un trazo elegante y preciso, las viñetas de este cómic atrapan al lector por su belleza, riqueza de detalles gráficos y la avalancha de información que nos ofrecen respecto a ese mundo, imaginario pero tan meticulosamente descrito que se antoja real. Los autores no descuidan nada: la vegetación y la fauna; el estilo arquitectónico, la tecnología, los utensilios y el vestuario, todo ello adaptado a una vida que transcurre entre canales y lagunas; la decoración de las viviendas y objetos cotidianos -diferentes según la clase social a la que pertenezcan-; la comida, los vehículos, las armas, los ritos funerarios, los mercados, los barrios humildes, los salones de los ricos, los cementerios, los centros de investigación... quizá nunca antes en la historia del género, independientemente del medio de que se trate, se había invertido tanto esfuerzo y minuciosidad en la creación de un mundo ficticio.

Pero no sólo la creación de ese impresionante mundo alienígena-futurista es lo que merece la pena destacarse en este primer álbum. Bourgeon siempre ha sentido debilidad por las mujeres fuertes, independientes, decididas e inteligentes y sus dos sagas anteriores venían protagonizadas por sendas féminas cortadas con ese patrón aunque ajustadas a la época histórica en que transcurría la narración. Cyann Olsimar comienza siendo una muchacha malcriada y conflictiva que no puede sino caer antipática al lector. Poco a poco, conforme transcurren las 110 páginas del volumen, se opera una transformación en virtud de la cual aprende a asumir su responsabilidad, ejercer de líder y suavizar la relación con su no menos conflictivo padre.

En cualquier caso y como en sus sagas históricas, Bourgeon convierte esta obra en una aventura coral poblada de multitud de personajes. Nácara es, a todos los efectos, la coprotagonista y responde al ya mencionado patrón de “mujer Bourgeon”. Pero a diferencia de Cyann, sus orígenes están en los estratos más humildes de Olh, y aunque es inteligente, capaz y sueña con ascender en el escalafón social, no deja que su ambición se sobreponga al sentido común y la templanza. Es por esas virtudes por lo que Cyann busca su compañía –además de porque Nácara no se sienta intimidada por el origen aristocrático de su amiga-. Al menos una docena de otros personajes con más o menos peso en la historia ayudan a construir el mundo y la sociedad de Olh y la intriga que se teje alrededor de la plaga y la expedición a Ilo, una expedición que ayudaría a consolidar la posición de la Sonda pero que, por la misma razón, socavaría la de la Fontana.

Bourgeon y Lacroix retratan de forma exquisita las relaciones entre los poderes dominantes de
Olh y la tensión creciente entre ellos: los diálogos cargados de veneno entre el viejo Olsimar y los dirigentes de la Fontana, el sabotaje del simulador en el CercadO y de las naves adscritas a la expedición, los grafitti callejeros –que, aunque están en otro alfabeto, resultan claramente contrarios a los Olsimar-, la presencia cada vez más opresiva de predicadores en los funerales por muertos de la plaga, los atentados contra la vida de Cyann, los irritados comentarios de la gente de la calle… Y aunque toda la historia transcurre en Olh, Bourgeon nos hace saber que ese planeta es sólo una hebra de un tapiz mucho mayor al mencionar la existencia de un Imperio –que tiene representantes en Olh por los que nadie siente mucho aprecio- con el que varios planetas exteriores libraron una guerra y que el viejo Olsimar, para desconcierto de todos y con el fin de proteger a su hija, se ve obligado a incluir como pieza de la lucha que mantiene contra la Fontana.

La cuidadosa preparación que exige cada álbum hace que los lectores deban armarse de paciencia para ver publicada la siguiente entrega de la aventura. Así, no fue hasta cuatro años después, en 1997, que "Las seis estaciones de ilO" nos desvelaría la siguiente etapa en la vida de Cyann y las peripecias de los expedicionarios.

Es este álbum un relato de viajes, una larga travesía por un planeta alienígena descrito con la minuciosidad y colorido de la primera parte. Tratando de encontrar el rastro de los colonos en ilO y sobrevivir a los peligros que les acechan, Cyann y su tripulación deberán atravesar llanuras heladas, ríos, desiertos, pantanos y espesas junglas, enfrentándose a todo tipo de amenazas meteorológicas, animales, vegetales y, en último término, humanas. Cyann ya se ha convertido en una experimentada líder. Sabe que debe ser inflexible y estricta porque de ello depende su supervivencia. Al fin y al cabo ella es la única que, gracias a los archivos de su familia, conoce los secretos del planeta.

Pero su difícil carácter no le hará precisamente popular entre varios miembros de la tripulación.
Así, además de salvar las dificultades propias de la misión, deberá lidiar con desobediencias e intrigas dentro de su propio grupo. La última parte del largo álbum revelará la siniestra conspiración que durante años ha venido manipulando no sólo la vida y el destino de su propio mundo, sino de otros muchos planetas. Aunque Cyann consigue desbaratar el plan de los intrigantes, se siente vacía. Su misión en ilO ha finalizado con éxito, pero ha visto morir al hombre con el que podría haber comenzado una auténtica relación y a muchos de sus camaradas de expedición; su padre también ha fallecido en Olh y no tiene motivos para regresar a casa. Comienza entonces un vagabundeo por otros mundos que abre una nueva etapa en la serie.

La última parte del álbum acusa un cierto bajón gráfico que pudo ser producto del cansancio, la premura de los plazos de entrega o el deterioro de las relaciones con la editorial. Sobre esto último, he comentado más arriba que los aficionados a los comics de Bourgeon siempre hemos sufrido dilatadas esperas entre un álbum y otro debido a la minuciosidad con que los elaboraba. Sin
embargo, la aparición del tercer volumen iba a experimentar un retraso aún mayor, y esta vez por causas ajenas a lo meramente artístico.

Bourgeon había forjado unos sólidos lazos con la editorial familiar Casterman, que le había apoyado incondicionalmente desde el comienzo de su carrera. Pero cuando esta compañía fue adquirida por el grupo empresarial Flammarion comenzaron las desavenencias. Bourgeon y Lacroix llevaron a la editorial a los tribunales acusándola de haber manipulado las cifras de ventas con el fin de escamotearles royalties. Por su parte, la empresa los denunció por no haber entregado un nuevo álbum de Cyann en tres años. La batalla legal fue objeto de una gran atención mediática en Francia, puesto que se dilucidaban importantes cuestiones relacionadas con la libertad intelectual y los derechos de autor. Fue un proceso largo, incierto y desagradable, pero finalmente los creadores vieron satisfechas sus demandas, obtuvieron su libertad contractual y el tercer álbum, por fin, vio la luz en 2005, ocho años después del anterior, bajo el sello de una nueva editorial, Vents d´Ouest.

En "Aïeïa de Aldaal" (2005), Cyann llega por error a Aldaal, un planeta poco desarrollado cuyo
entorno es desolado, húmedo, infestado de peligrosas alimañas y perpetuamente sumido en una mortecina luz anaranjada... al menos la mitad del mundo. Porque la mecánica celeste hace que las noches duren en Aldaal el equivalente a un año terrestre. Nada puede sobrevivir bajo oscuridades de semejante duración y las consiguientes temperaturas asociadas, así que todos los humanos de Aldaal pasan su vida en un viaje interminable huyendo del inexorable avance de la zona de oscuridad.

Cyann, indefensa y confundida tras su llegada al planeta, acaba siendo vendida como esclava a Aïeïa, una mujer a la que la vida ha convertido en un ser duro, cínico y despiadado y cuya intención es utilizar su nueva adquisición como desahogo sexual. Pero Cyann, gracias a su indomable carácter, valentía y abundantes recursos acaba ganándose su respeto. Cuando consigue convencer a Aïeïa de que es posible escapar de ese planeta, la relación ama-sierva va dando paso a una de camaradería. Ambas descubren que Aldaal ha sido artificialmente convertido en un planeta de esclavos que, sin ser conscientes de su situación, extraen una valiosa materia prima, el micomi, para una poderosa corporación galáctica que se
sirve ilícitamente de una red de portales estelares para distribuir su mercancía. Decidida a averiguar quién está detrás de ese funesto entramado, Cyann termina el álbum dirigiéndose al que parece ser el centro de ese comercio: el planeta Marcade.

Lacroix y Bourgeon vuelven a crear en Aldaal un mundo complejo y decididamente alienígena. La ausencia de un ciclo día/noche hace que la percepción del tiempo por parte de los aldaalanos sea muy diferente de la de Cyann -y de la nuestra- y que el perpetuo ocaso en el que viven les prive de la visión de las estrellas y, por tanto, de la conciencia del lugar que ocupan en el universo. Desconocen que existen otros mundos habitados y viven en una autarquía económica subdesarrollada, asfixiante y despiadada. Las difíciles condiciones de ese mundo concentran todos los esfuerzos de sus habitantes en una sola actividad: sobrevivir a cualquier coste. No hay tiempo ni lugar para desarrollos tecnológicos, sociales o morales; y el perpetuo nomadismo les impide fundar una civilización sedentaria que pudiera propiciar el progreso.

El tema subyacente del álbum, más allá de la aventura de Cyann y Aïeïa, es una ácida crítica de la
explotación ejercida por las grandes compañías mercantiles sobre los habitantes de los países más pobres e indefensos. En la historia, la CUM (Compañía Urbica Micomi) mantiene a los habitantes de Aldaal ignorantes de la red de portales interplanetarios y, por tanto, aislados del contacto con otras civilizaciones. Sumidos en la autarquía económica y el analfabetismo, se ha creado un sistema mercantil basado en el trueque entre los diferentes grupos del planeta cuyo fin último es que la compañía obtenga un suministro regular de micomi, sustancia que exporta a otros planetas y por el que paga a los aldaalanos un precio miserable en forma de baterías energéticas. Los habitantes de Aldaal ni siquiera pueden beneficiarse del micomi, puesto que no conocen sus potenciales usos en, por ejemplo, medicina.

Para la CUM, Aldaal es el planeta ideal: aislado y hostil para sus habitantes, por lo que estos dependen de ella para su supervivencia. Allí tiene la compañía una fuente continua y barata de mano obra esclava sin que ni siquiera sean conscientes de ello. Así, cuando Aïeïa afirma orgullosa: “¡Yo no obedezco a nadie!”, Cyan le responde: “Salvo a quien te da la pila…”.

En semejante entorno, en el que todos los nativos sólo pueden preocuparse de su propia supervivencia, la vida de los demás no vale demasiado, como Cyann, para su disgusto, puede comprobar repetidamente. Y es que aunque ella es muy capaz de defenderse y tiene un carácter fuerte y decidido, proviene de un mundo rico y civilizado en el que no se concibe la violencia gratuita. Es en este contexto donde cobran sentido personajes tan duros como el de la propia Aïeïa, cuyas experiencias en la vida son escalofriantes; o el psicópata infante Tilati… Son todos individuos crueles, cínicos y egoístas que no dudarán en explotar a sus propios congéneres si su situación personal les coloca alguna vez en esa posición de dominio.

Tras el bajón de la última parte del álbum anterior, el arte de Bourgeon vuelve a remontarse muy por encima de la media de los artistas de comic, si bien no llega a la altura de la primera entrega. Como en el resto de álbumes de Cyann, el color es "directo", esto es, no se aplica de forma mecánica en la imprenta de acuerdo con especificaciones del colorista, sino directamente por éste sobre el papel utilizando acuarelas o témperas, técnica mucho más compleja pero que, aplicada con pericia, da resultados infinitamente más satisfactorios. El color en esta serie de álbumes forma parte integral del dibujo, ayudando a crear atmósferas e iluminaciones que redondean e incluso sostienen la creación de sus escenarios. En el caso de "Aïeïa de Aldaal", Bourgeon utiliza exclusivamente
tonos terrosos de diferentes texturas para crear una atmósfera de atonía, de eterno crepúsculo, de agobio y pesadez, muy acorde con la vida de sus habitantes.

En "Los colores de Marcade" (2007), Cyann llega a un planeta cuya superficie hostil y desértica está perpetuamente oculta bajo una espesa capa de nubes. Sobre éstas, levantada sobre colosales pilones, se alza la gran ciudad que durante unos días acoge a nuestra heroína. Aunque utilizar el verbo "acoger" llama a engaño. A punto de ser asesinada, es rescatada por un funcionario del imperio que se convierte en su amante y le sirve de guía por la compleja sociedad de Marcade.

Nada es gratis en esta ciudad, ni siquiera las conversaciones. Todo el mundo lleva un dispositivo electrónico en sus vestimentas que, según el color que muestre, indica si su portador está dispuesto a dialogar o responder a una simple pregunta, incluso un saludo, y a qué precio, si quiere que le dejen tranquilo o si está arruinado. Sobre cada individuo planea, además, un artefacto que sirve para llevar la cuenta de los créditos
gastados y cobrados por cada transacción comercial o "interpersonal". No existe la privacidad a menos que se pague un impuesto para ello: los encuentros sexuales "privados" más interesantes de la noche anterior son exhibidos en pantallas públicas ante la indiferencia general.

En un clima de capitalismo extremo, la ética o la misma humanidad, desaparecen: los padres a los que sus hijas deben dinero las ofrecen a las "Casas de Placer" para que trabajen allí hasta que salden sus deudas; los periódicos atentados que causan masacres en los centros comerciales son ocultados y disimulados como espectáculos para que el miedo no aparte a la gente de los mercados y las calles; los hijos de las familias acomodadas se entregan a cacerías humanas nocturnas cuyas víctimas son desgraciados que han caído en la ruina. Asqueada, Cyann consigue tras no pocas tribulaciones huir de ese mundo y llegar al suyo, Olh. Pero allí todo ha cambiado. Sus viajes espaciales a través de las puertas estelares cuyo secreto posee han conllevado desplazamientos temporales y en su planeta han pasado varias décadas desde que se marchó a ilO.

"Los colores de Marcade" es un álbum satisfactorio solo a medias. El dibujo, diseño y color son
magníficos. Lacroix y Bourgeon nos presentan no sólo una ciudad de bella factura estética sino una sociedad aparentemente diferente a la nuestra pero con total coherencia interna. Y digo aparentemente porque en realidad la reconocemos sin dificultad como una versión deformada y exagerada de nuestra insaciable sociedad de consumo. El diseño urbano y arquitectónico recuerda a una fusión de un parque temático y un centro comercial, símbolos ambos del ocio y el consumismo, referencias nada inocentes habida cuenta del espíritu salvajemente mercantilista y nihilista de los marcadianos.

No me extenderé otra vez acerca del minucioso trabajo que los autores vuelcan en la descripción gráfica y conceptual de este mundo, pero sí quiero subrayar, una vez más, la inteligente utilización del color como elemento expresivo inserto en la narración. Si en "Aïeïa de Aldaal" la paleta de colores se limitaba -con una gran variedad de matices, eso sí- a tonos ocres y pardos acordes no sólo al entorno físico del planeta sino al carácter de la propia aventura, en "Los Colores de Marcade" asistimos a una explosión cromática. Ese desfile de colores y formas -en los edificios, las vestimentas, los maquillajes
faciales e incluso las propias nubes que rodean la ciudad- sugieren vitalidad, alegría y riqueza y su efecto dramático se acentúa cuando se pone en contraste con la negra alma que subyace en esa sociedad enferma.

El problema del álbum reside en que fracasa a la hora de alcanzar sus metas. Cyann pasa toda su estancia en Marcade tratando de escapar del planeta y olvidando que en primer lugar llegó allí para investigar la red de explotación de mundos que había montado una gran corporación. Ese punto queda sin aclarar adecuadamente cuando tras varias tribulaciones Cyann consigue transportarse a Olh. Al percatarse el lector de que han transcurrido cuarenta años, que el aspecto de la ciudad de Cyann ha cambiado considerablemente y que la política y el gobierno han dado un giro radical, no puede sino esperar un clímax revelador de gran intensidad emocional -no puedo profundizar más en el comentario sin chafar el final-. Pero lo que encontramos es otra apresurada sucesión de huídas que se prolonga varias páginas y que no resuelve nada. Con todo, es una historia entretenida, excelentemente dibujada y que no afecta negativamente al tono general de la serie.

Bourgeon detuvo aquí su desarrollo de la saga, rematando el álbum en un final abierto y que
dejaba paso a nuevas aventuras de Cyann. Regresó entonces a su ciclo de “Los Pasajeros del Viento” para trabajar en su último álbum –dividido en dos partes-, por lo que los fans de su ciencia ficción hubieron de esperar esta vez nada menos que cinco años –y otro cambio de editorial, de Vents d´Ouest a 12Bis- para descubrir qué había sido de su temperamental heroína.

“Los pasadizos del Entretiempo” (2012) comienza con una Cyann que, tras su amarga experiencia e Olh, ha sido recogida por una peculiar nave, el Entretiempo, capaz de transportarse instantáneamente no sólo entre distintos puntos de la galaxia, sino a diferentes tiempos. Su tripulación –que reserva su propia sorpresa- se dedica a recoger especímenes botánicos por los planetas con destino a la investigación farmacológica. Están en uno de ellos, Fulguru, cuando Cyann se topa con el que, según le informaron en la incursión al futuro de Olh que realizó en el álbum anterior, fue el asesino de su hermana pequeña, Azulea.

Utilizando la capacidad de la nave, Cyann regresa a su planeta natal retrocediendo en la corriente temporal hasta diez años después de su marcha inicial a IlO en el primer álbum. Es difícil contar mucho sin estropear la trama a alguien que no haya leído todavía la saga, pero digamos que Cyann, intentando salvar a su hermana antes de que sea asesinada, se ve envuelta en una trama política en plena descomposición del antiguo sistema social del que ella misma había formado parte.

Lo primero que llama la atención es el descenso en el nivel gráfico. Trazos más gruesos, exceso de primeros planos, un menor grado de detalle en los fondos y la creación de los diferentes mundos, hace que, aunque Bourgeon siga bastante por encima de la media de calidad del comic europeo, estas páginas sí desmerezcan ante la riqueza de las de los tres primeros volúmenes. El hecho de que el dibujo empeore conforme se acerca el final podría hacer pensar que el autor se cansó de la serie, que la edad ya no le permite mantener el mismo grado de obsesiva atención por el detalle o bien, por alguna razón, prisas por entregar el trabajo o descontento con la editorial (que, por cierto,
acabaría quebrando, siendo entonces Delcourt quien se ocupara de reeditar los álbumes anteriores y publicar el siguiente y último).

En cuanto a la historia, transcurre principalmente en Olh, pero el regreso a ese escenario, pese a que se desarrolla a un ritmo frenético en contraste con el más moroso que imperaba en álbumes anteriores, no resulta del todo satisfactorio. Es interesante ver los cambios operados en la ciudad, los personajes y el sistema sociopolítico que tan bien nos describieron Bourgeon y Lacroix en “La Fontana y la Sonda”, pero al mismo tiempo no se puede evitar cierta sensación de “deja vu” no sólo respecto a esa primera entrega, sino al álbum anterior, “Los Colores de Marcade”. Por otra parte, hay determinados elementos que no quedan bien explicados, como la naturaleza y funcionamiento de Entretiempo, un concepto original que habría dado para todo un álbum pero que Bourgeon margina a favor de las desventuras de Cyann en Olh.

Cyann es ahora una mujer madura que trata de salvar a su hermana –peligrosamente parecida a su yo más joven en orgullo, arrogancia e hiperactividad- de su destino. Los antiguos aristócratas quieren alistarla para su causa, pero ella ya no se siente parte de ese planeta en el que todo lo que amaba ha desaparecido: su padre murió, su hermana se ha convertido en una desconocida llena de resentimiento, y Nácara ha cambiado y su amistad es irrecuperable. Antes, durante su juventud –que para ella sólo queda dos años atrás tal es el efecto de las paradojas temporales- la ciudad era su particular patio de juegos; hoy es un lugar peligroso y hostil. Lo único que desea es reconciliarse con su hermana, hacerse cargo de ella, compensarle el tiempo que pasó lejos de su lado… en una palabra, asumir un papel de madre sustituta. Cyann es ya un personaje maduro, muy alejado de la alocada y desagradable muchachita del principio de la saga.

Y, por fin, tras más de diez años, “El Ciclo de Cyann” llega a su final con “Las Suaves Auroras de
Aldalarann”. Es este un largo epílogo en el que se pone punto y final a la vida de Cyann hasta ese momento y se inicia lo que será el resto de su existencia, una existencia completamente nueva, en otro planeta, Aldalarann, y en compañía de personas muy diferentes a las que encontró en sus viajes pero entre quienes consigue encajar. El argumento, preñado de melancolía y con aspiraciones filosóficas, es demasiado frío y algo monótono, como si Bourgeon a estas alturas crepusculares de la serie –y quizá de su propia carrera profesional- hubiera agotado su portentosa capacidad de visualizar nuevos mundos, criaturas y tecnologías.

Lo más interesante llega hacia el final, un final que, sin constituir del todo una sorpresa, sí introduce al menos un punto de drama alrededor de paradojas temporales bastante retorcidas. Cyann parece atrapada en su propio destino, nunca imaginó que regresar a IlO provocaría un bucle temporal. El Wekan –la peor criatura imaginada por Bourgeon, estúpida e irritante- explica a Cyann los efectos que sus viajes por la línea temporal han tenido sobre su propia vida, una
explicación compleja, tortuosa y bastante cogida por los pelos, pero las tres últimas planchas, al menos, ponen un bello punto y ¿final?.

El dibujo, por su parte, sigue en la línea del anterior, a considerable distancia de lo visto en los primeros volúmenes: trazo más grueso, fondos más descuidados, abundancia de primeros planos y, en general, menos riqueza y exuberancia que en el resto de la saga.

“Las Suaves Auroras de Aldalarann” es, en definitiva, un broche algo tibio, incluso decepcionante, para la inmensa creatividad que, en su conjunto, destila esta saga de ciencia ficción.

“El Ciclo de Cyann” no son álbumes de fácil lectura. Son voluminosos, su historia es densa y su dibujo, aunque de corte clásico, exige una atención especial muy superior al de otras obras con un grafismo más sencillo. Hay quien critica al dibujante sobre la base de que sus elaboradas viñetas obligan a ralentizar el ritmo de lectura hasta llegar a perder el hilo de la historia. Algo hay de ello, sí. Además, el autor prescinde de los textos de apoyo y hace uso intensivo de elipsis que hacen necesaria una lectura más reposada y reflexiva, a veces incluso teniendo que volver atrás para revisar pasajes anteriores.

Temáticamente, “El Ciclo de Cyann” es una saga también muy europea. Toca muchos de los
grandes temas de la ciencia ficción: la exploración planetaria, viajes y paradojas temporales, las intrigas políticas de un Imperio corrupto, bestias impresionantes, androides… al tiempo que utilizan el género para abordar temas de actualidad, como la lucha de clases, la explotación, la cara más oscura del capitalismo, el poder de las religiones organizadas, la decadencia ética de la sociedad consumista, la ecología… Y todo ello a través de una protagonista carismática que en 500 páginas inicia, vive, sufre y culmina un viaje iniciático desde sus comienzos como princesa caprichosa, egoísta y rebelde hasta mujer madura y libre de ataduras.

En muchos sentidos, Bourgeon es un autor que nada contracorriente: en un mundo que tiende hacia el producto fácil y rápidamente consumible, él propone historias complejas argumental y gráficamente que exigen para su disfrute de una concentración especial. A cambio de su esfuerzo, el lector saboreará un relato fascinante que podrá releer con el paso del tiempo descubriendo en cada ocasión nuevos matices y detalles en sus viñetas y tramas.

Sin duda, una obra imprescindible dentro de la ciencia-ficción en viñetas y una de las mejores de todo el género en lo que a creación de mundos se refiere.





1982- E.T, EL EXTRATERRESTRE – Steven Spielberg (1)

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A comienzos de los ochenta, Steven Spielberg se había convertido en uno de los grandes talentos del cine mundial. Tras el impresionante debut de “El Diablo sobre Ruedas” (1971) llegó “Tiburón” (1975), con la que alcanzó el éxito universal; éxito que refrendó sonoramente con “Encuentros en la Tercera Fase” (1977) y “En Busca del Arca Perdida” (1981), sufriendo sólo un patinazo menor con su fallida comedia “1941” (1979).

Uno de los problemas que siempre había tenido Spielberg era su propensión a excederse del presupuesto asignado. Aunque parecía que nada que llevara su nombre podía fallar, esto no era sino una ilusión, tal y como se demostró en su arriba mencionada “1941” (1979), en la que el sobrecoste en el que incurrió acabó lastrando todavía más un resultado comercial no desastroso pero sí muy por debajo de lo que se esperaba tratándose de Spielberg. Tratando de moderar esa mala costumbre, el director anunció tras “En Busca del Arca Perdida” que su siguiente proyecto sería algo de pequeñas dimensiones. Irónicamente, esa modesta película, titulada “E.T. El Extraterrestre”, se convirtió no sólo en la más taquillera de 1982, sino de la historia del cine, desbancando a “Star Wars” (1977) y ostentando dicha posición durante una década y media hasta que el reestreno del film de Lucas le arrebató el título. Pero, además, “E.T.” ayudó a cimentar en la mente de críticos y espectadores una equivalencia entre el cine de Spielberg, el concepto de inocencia infantil y cierto nivel de sentimentalismo.



Un grupo de pequeños alienígenas se hallan recogiendo especímenes vegetales por la noche, en las cercanías de un suburbio de Los Ángeles, cuando la aparición de unos agentes del gobierno les obliga a marcharse apresuradamente dejando atrás a uno de los suyos. El extraterrestre, “E.T.”, se hace amigo de Elliott (Henry Thomas), un muchacho solitario que le lleva a su casa y lo esconde de su madre Mary (Dee Wallace) y sus dos hermanos, Michael (Robert MacNaughton) y la pequeña Gertie (Drew Barrymore). Elliott intenta ayudar a su recién hallado amigo a fabricar un artefacto que le permita comunicarse con los suyos y regresar a casa. La relación entre ambos se consolida rápidamente, formando sus mentes un lazo empático. Los hermanos de Elliott se enteran del secreto y acceden a participar en el plan. Mientras tanto, un grupo de siniestros funcionarios gubernamentales dirigidos por un agente sin nombre conocido como “Llaves” (por el distintivo llavero que porta) interpretado por Peter Coyote, siguen la pista del alienígena. Cuando la atmósfera de la Tierra empieza a afectar negativamente a E.T., que cae gravemente enfermo, los acontecimientos se precipitan…

“E.T. El Extraterrestre” es una película que encuentro difícil de comentar de una forma objetiva, porque la aceptación y disfrute de la misma depende mucho de los gustos y sensibilidades de cada cual. Hay gente que no la soporta, criticándola por su excesivo sentimentalismo, su mensaje buenista y el protagonismo de unos niños irritantes acompañados de un alien bondadoso. A otros
les encanta precisamente por esas mismas razones. Y ambas posturas, dado que son subjetivas, son perfectamente aceptables.

Aunque decir que “E.T.” es una película simplona suponga ignorar la maestría cinematográfica que la hace funcionar, lo cierto es que su argumento y tono apelan a las emociones más básicas; no se trata de un film que pretenda transmitir un mensaje intelectual ni profundo.

El guión escrito por Melissa Mathison a partir de una historia de Spielberg (a su vez, refrito de una posible secuela para “Encuentros en la Tercera Fase” y el borrador para una película sobre la vida infantil en los suburbios) es engañosamente sencillo: niño encuentra alien perdido, niño pierde alien, niño recupera alien y lo lleva a la nave nodriza; pero en realidad tiene un amplio
recorrido. Cuenta una historia sobre relaciones: entre E.T., Elliot y su familia ligeramente disfuncional de barrio de clase media. Pero versa también sobre la brecha existente entre el mundo de los adultos y el de los niños, lo cual se muestra de forma implícita -no es una coincidencia el que ET tenga la estatura de niño, o que la mayor parte del film esté rodada desde planos bajos, la perspectiva infantil- y, más explícitamente en la diferencia entre la forma que Elliot tiene de atraer a ET -con pastillitas de chocolate en el seno de su hogar- y la de los adultos –que se desenvuelven en un laboratorio frío y esterilizado de aspecto estremecedor-.

Aborda también, de una forma muy básica, el mundo de las emociones, el gran secreto de esta
película y lo que la separó de prácticamente cualquier otro film de CF hecho antes. Los films del género se habían especializado en asombrar a su público, sorprenderlo con efectos especiales, tal y como habían hecho “2001:Una Odisea del Espacio”, “Encuentros en la Tercera Fase” o “Star Wars”. Pero ninguna otra película de CF había sabido expresar de forma tan eficaz y poderosa las emociones como “E.T.”: el amor, la camaradería, el deseo de proteger a aquellos que te importan y el dolor de tener que dejar marchar a alguien que forma parte de ti. El público en las salas de cine lloraba de forma irrefrenable sobre sus palomitas, no sólo gracias a la excelente dirección de Spielberg y el guión de Melissa Matheson, sino porque se identificaban totalmente con el contenido emocional.

La película expresa un reconfortante mensaje que en su momento caló en adultos y niños por
igual, un mensaje que se remonta en la ficción al menos hasta la épica mesopotámica de Gilgamesh: que el amor es una emoción que trasciende la propia humanidad y que existen pautas universales que unen a todos los seres vivientes. Y aunque el guión está escrito para complacer especialmente a los niños, no evita tocar algunos temas adultos como la vigilancia gubernamental, el divorcio y los hogares rotos o el temor a la muerte. De hecho, los momentos en los que Elliott contempla impotente la enfermedad y muerte de su peculiar amigo son tan duras como las que poco después pudieron verse, por ejemplo, en “La Fuerza del Cariño” (1983), cuando una madre ha de asimilar la enfermedad terminal de su hija.

Steven Spielberg es un realizador que compone y monta sus films de la misma forma que los antiguos artesanos construían los retablos. Como en éstos, incluye en sus historias un fuerte componente emocional. Hay pocos directores capaces de lograr que sus historias contengan tantas
imágenes aparentemente sencillas pero muy emotivas. Es un realizador tremendamente visual que imprime a sus escenas una calidad que los clásicos films “para llorar” no tenían. Hay momentos en “E.T.” que parecen escritos con un lenguaje profundamente emocional que trasciende la imagen y las palabras, como cuando E.T. rodea con sus brazos a Elliott, cierra sus ojos y simplemente deja descansar su cabeza sobre él; la súplica silenciosa de ayuda que el enfermo E.T. dirige a Mary en el momento en que ésta entra en el baño y lo ve por primera vez; E.T. volando con los niños en sus bicicletas con una gran luna llena de fondo; la despedida de Elliott y E.T. o esa nave espacial que se asemeja a un árbol de Navidad iluminado. Son momentos de auténtica magia que han quedado en el imaginario de la historia del cine.

El principal defecto de Spielberg como realizador es su falta de destreza en el campo del humor.
Cuando se ve obligado a apoyarse en él, como sucedió en “1941” o “Hook” (y, en menor medida, las secuelas de Indiana Jones”), el entusiasmo y diversión infantiles que impregnan sus historias se disuelven en un poco sutil y ruidoso caos. En “E.T.” hay momentos en los que no sabe dónde detener una escena, como esa en la que el alienígena se emborracha y empáticamente afecta a Elliott, impulsándolo a agarrar a una compañera y besarla en clase de la misma forma que sucede en la película que el alien está viendo en ese momento en la televisión.

En referencia a esto último, resulta chocante la inclusión de escenas románticas de “El Hombre Tranquilo” (1952), de John Ford, como parte de los programas que un asombrado E.T. ve en la
televisión. En diversas declaraciones Spielberg –como muchos directores contemporáneos- se ha declarado muy influenciado por Ford. Pero lo que hace interesante la selección de esa escena en particular es que la película de Ford, como “E.T.”, también se ha convertido en un film inmensamente popular, una historia que equilibra el sentimentalismo más flagrante con los sufrimientos y desafíos inherentes al mundo adulto. Aún más, ambas historias giran alrededor del tema del amor, un amor que surge bien entre individuos de diferentes países y culturas –“El Hombre Tranquilo”- o diferentes planetas –“E.T.”-.

“E.T. El Extraterrestre” fue acogida con entusiasmo por muchos americanos del Medio Oeste,
reducto del cristianismo más reaccionario, gracias a lo que ellos interpretaban como alegorías religiosas: E.T. llega a la Tierra, hace milagros, intenta transmitir un mensaje positivo, afecta a la vida de los que le rodean y, sobre todo, muere, resucita y asciende a los cielos; hay una madre llamada Mary; los niños, símbolo de la inocencia, “llegan al cielo”… Spielberg ha negado cualquier intencionalidad en este sentido, refiriéndose a ello como simples coincidencias (después de todo, él pertenece a una familia judía).

“E.T.” es menos una fábula de corte religioso que un cuento sobre cómo un niño solitario consigue sanar sus heridas emocionales. Para Spielberg, la mayor felicidad reside en vivir rodeado de una familia feliz. De hecho, la peripecia de un niño perdido que trata de regresar al hogar o la reconstrucción de la armonía familiar son temas constantes en la filmografía de Spielberg que quedan bien ejemplificadas en películas como “Loca Evasión” (1974), “El Imperio del Sol” (1987), “Hook” (1991), “I.A. Inteligencia Artificial”(2001) o “La Guerra de los Mundos” (2005) y, de forma más marginal, en “Parque Jurásico” (1993) o “El Mundo Perdido” (1997).

Pero en ninguna de ellas resulta más evidente esa obsesión que en “E.T.”, cuya historia, según afirmó el mismo Spielberg, era la de su propia infancia. Justo después de una conversación sobre
su padre ausente, Elliott encuentra a E.T. en el patio trasero. Al principio, el alienígena imita a Elliott, pero pronto es él quien se convierte en una suerte de referencia paterna para el niño. Los agentes del gobierno, en cambio, representan la vertiente más amenazadora de la figura paterna, convirtiendo el hogar familiar en un entorno esterilizado y tecnológico y a la ciencia en una amenaza más que en fuente de maravillas. Sin embargo, cuando por fin su jefe, “Llaves”, habla y revela su propio asombro infantil ante la presencia de un alienígena, se apunta a que, después de todo, también podría haber algo de padre comprensivo en él.

“E.T.” encabezó una ola de películas que en los ochenta remodelaron la ciencia ficción y la fantasía para una nueva generación de jóvenes espectadores. Eran películas salpicadas de referencias a la cultura popular y cuya acción transcurría o arrancaba en los suburbios residenciales de las grandes ciudades, barrios de casas unifamiliares en los que vivía una idealizada clase media –un entorno, por cierto, que también utilizaban muchas sitcom de entonces y de hoy-. Proponían fantasías puras y sencillas sobre una galaxia infinita que se extendía más allá de nuestro planeta, pero cuyos temas conectaban con los sueños y angustias de esos acomodados adolescentes.

Los directores de género fantástico nacidos en las décadas de los cincuenta y sesenta del pasado siglo y que empezaron a rodar películas en los ochenta, eran jóvenes nacidos ya en la cultura pop que soñaban con escapar más allá del universo suburbano, sueños que se alimentaron con las películas de ciencia ficción de su infancia. Para George Lucas, habían sido las aventuras
espaciales en forma de seriales protagonizados por Buck Rogers y Flash Gordon; para Joe Dante, una lista interminable de reposiciones de cintas de serie B; para Spielberg, los sueños de una familia unida y feliz y las películas de Disney… Así, y siguiendo la tendencia de los ochenta, la cultura pop tiene presencia en muchos momentos de “E.T.”, mostrando juguetes de “Star Wars”, reposiciones televisivas de “Regreso a la Tierra” (1955) y la mencionada “El Hombre Tranquilo” (1952), comics de Buck Rogers, juegos de rol… los niños incluso se encuentran con un Yoda en la fiesta de Halloween.

Cambiando de tema, años atrás “Encuentros en la Tercera Fase” había suscitado no pocas críticas negativas por parte de un sector de los aficionados a la ciencia ficción. Argumentaban que, aunque efectivamente conseguía utilizar una sobresaliente pericia técnica para despertar ese sentido de lo maravilloso tan inherente al género, lo hacía a través de imágenes y discursos propios de la ufología, un anatema para los partidarios de la ciencia ficción “dura”. Estos mismos aficionados volvieron a levantar sus voces airadas cuando se estrenó “E.T”.

Y es que puede ser frustrante para el aficionado más purista intentar ver “E.T.” como una película
de ciencia ficción. A pesar de sus obvios elementos adscritos al género (extraterrestres, naves espaciales, una misteriosa y siniestra agencia gubernamental, científicos…), la historia tiene más que ver con la fantasía inspiradora de buenos sentimientos que con la ciencia ficción. Además, el argumento es tremendamente manipulador ya que utiliza las ideas sólo en términos de su resultado más que por su solidez lógica. El mundo de Spielberg no está tan alejado del de Disney en el sentido de que ninguno de sus personajes debe morir si su naturaleza es bondadosa. La principal trampa del argumento consiste en manipular al espectador para que llore irrefrenablemente cuando E.T muere…para luego resucitarlo sin mediar explicación.

Lo mismo ocurre con los científicos. Spielberg utiliza todos los trucos posibles para presentarlos
como individuos siniestros y peligrosos: primeros planos de las manos del líder jugueteando con sus llaves, contraluces que sólo permiten distinguir sombras en movimiento, intrusos en el hogar familiar vestidos con terroríficos trajes para la guerra bacteriológica… incluso el profesor de ciencias se presenta bajo la misma luz misteriosa y amenazadora cuando va entregando a sus alumnos bolitas de algodón con cloroformo para que viviseccionen las ranas. Y entonces, cuando conviene a la historia, Spielberg los transforma a todos en buena gente que, en el fondo, también se preocupa por el pequeño extraterrestre. “Llaves” resulta ser un chico grande que confiesa que ha estado soñando con encontrar alienígenas desde que era un niño y que envidia a Elliott por la amistad que ha forjado con él.



(Finaliza en la próxima entrada)

1982- E.T. EL EXTRATERRESTRE - Steven Spielberg (y 2)

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(Viene de la entrada anterior)

Tanto en “Encuentros en la Tercera Fase” como en “E.T.”, Spielberg invirtió los parámetros de la ciencia ficción de los cincuenta, que tendía a contemplar el universo más allá de nuestro paraíso terrestre como algo hostil al hombre. Por el contrario, Spielberg ve al cosmos como un entorno maravilloso, amistoso, con un gran potencial para que nuestra especie alcance la transcendencia. En “Encuentros en la Tercera Fase” el universo llega a la Tierra rodeado de hipnóticas luces para que escapemos de la banalidad mundana y decirnos que ahí fuera hay otros seres bondadosos que nos guiarán en nuestro periplo. En “E.T.”, esa reconfortante visión adquiere todavía más peso al personalizarse en un niño solitario cuyo espíritu –como el del resto de su familia- halla la cura gracias a su relación con un alienígena bondadoso. Fue una manera inteligente de resucitar para las nuevas generaciones el largo tiempo aletargado género de “niño con perro” (ejemplificado en la antaño popular saga de “Lassie”); eso sí, con un envoltorio cinematográfico mucho más elegante y sofisticado. (Demostrando su versatilidad –o quizá un mayor desencanto o cinismo propio de la madurez-, el propio Spielberg daría un vuelco a su aproximación a lo alienígena con “La Guerra de los Mundos” (2005)



En último término, la visión positiva del universo que propone Steven Spielberg, es la propia de una inocencia tan infantil que sólo puede apreciarse en términos de emoción y sentido de lo maravilloso, y no a través del filtro de la lógica y el racionalismo científico. Esta es la única forma de disfrutar este film, porque aquellos que se sienten a verla esperando una densidad intelectual propia de un título de Kubrick o Tarkovski se exasperarán. En cambio, si se adopta la actitud adecuada, la historia y su enfoque funcionan perfectamente, porque técnicamente la película es impecable. John Williams, como siempre, está a la altura de la ocasión componiendo una banda sonora memorable que suscita la magia y el asombro de la niñez. La fotografía de Allen Daviau ofrece imágenes de gran belleza y el trabajo de los actores es de gran calidad teniendo en cuenta su corta edad. Incluso de Drew Barrymore, aquí con tan solo siete años, extrae Spielberg una interpretación notable. Dee Wallace, que encarna a la madre de los niños, dota a su papel de un matiz ligeramente cómico, consiguiendo pasar casi todo el film sin enterarse de que en su casa reside una criatura alienígena.

Por desgracia, la única que acabó teniendo cierta proyección en los años posteriores fue Drew Barrymore, que trabajó en más papeles infantiles, luego pasó a una etapa adolescente
problemática con adicciones al alcohol y las drogas incluidas hasta que, a finales de los noventa, ya adulta, se reinventó como actriz de comedias románticas; pero en ningún título de su filmografía superó su papel en “E.T.” Dee Wallace apareció en otros films encasillada como la típica mamá. A Henry Thomas se le ha podido ver de vez en cuando en diversos films y Robert MacNaughton sólo intervino en otra cinta (“I Am The Cheese”, 1983) y algunos capítulos de series televisivas antes de resignarse a trabajar para el servicio postal estadounidense. Curiosamente, la miembro del reparto que más fama alcanzaría sería la actriz de 13 años Erika Eleniak, que interpreta a la niña a la que besa brevemente Henry Thomas. Primero sería modelo Playboy y luego participaría como chica explosiva en tres temporadas de “Vigilantes de la Playa” y cierto número de películas de serie B.

Desde mediados de la década de los setenta, George Lucas, Steven Spielberg y Ridley Scott
habían convertido la CF en un maravilloso espectáculo para asombro del público y horror de los snobs cinematográficos, que creían que las recaudaciones obtenidas con sus películas harían que los estudios financiaran películas con presupuestos cada vez más generosos con los efectos especiales y guiones cada vez más insulsos. Por ello no dejó de ser una ironía que en 1982 Spielberg dejara el espectáculo a un lado para hacer “E.T”, una película que, aunque no carecía de efectos especiales, su presencia era casi absurdamente insignificante, puesto que en su mayor parte se desarrollaba en y alrededor del hogar de un barrio residencial. “E.T.”, como hemos dicho anteriormente, se centraba en los personajes y en sus relaciones.

El principal efecto, desde luego, era el propio E.T., un animatrón diseñado por Carlo Rambaldi:
una especie de bebé envejecido cuyos grandes ojos le conferían una mirada muy expresiva no demasiado alejada de la de los personajes Disney. El animatrón se utilizó para los primeros planos y las escenas clave en las que la criatura debía interactuar con los actores, mientras que para otros planos más generales se utilizó un enano vestido con un disfraz menos elaborado. La combinación de ambas técnicas dio como resultado un ser no humano tan verosímil como el Yoda de “El Imperio Contraataca” (1980). Spielberg supo extraer una interpretación extraordinaria de lo que no era más que un montón de mecanismos hidráulicos recubiertos de látex que se expresaba de forma temblorosa con la voz de la actriz Debra Winger.

“E.T.” fue nominada al Oscar a la Mejor Película, así como al de Mejor Director, Mejor Guión Original, Mejor Fotografía y Mejor Edición, pero sólo ganó en categorías técnicas (Música, Sonido y Efectos Visuales) llevándose el palmarés principal aquel año la grandilocuente “Gandhi” (1982) dirigida por Richard Attenborough. Pero la popularidad de esta cinta –que Spielberg afirmó fue su trabajo más personal- resultó ser indiferente al número de premios. Obtuvo un éxito colosal
que durante un tiempo la convirtió en la cinta más taquillera de todos los tiempos (con un presupuesto de 10.5 millones de dólares recaudó 800), acuñó algunas frases en el habla coloquial (“Teléfono. Mi casa”), inspiró un éxito musical para Neil Diamond (“Heartlight” -en la película, el corazón de E.T. brilla con luz roja-) y fue incluido por el Instituto Americano del Cine entre las 25 películas más importantes jamás rodadas. La imagen del joven Elliott y su amigo alienígena silueteados contra la enorme luna llena pedaleando en una bicicleta se convirtió en un símbolo de la inspiración, la importancia de la amistad y la misma magia que transmite el cine (además de aportar su logo a la productora de Spielberg, Amblin Entertainment)

La película fue y sigue siendo objeto de repetidos homenajes y parodias (“Aterriza como Puedas 2” (1982), “Planeta 51” (2009) o “Paul” (2011) por nombrar sólo unos pocos). Pero más importante aún fue su papel como catalizador de un cambio de orientación en la ciencia ficción de esos años. Durante buena parte de la década de los setenta, el cine de ciencia ficción se había decantado principalmente por la distopia. Entonces, entre 1977 y 1988, las pantallas grandes y pequeñas se llenaron de historias empalagosas en los que amistosos alienígenas aparecían por todas partes
para cambiar la vida de algún niño/familia/grupo de ancianos, y en las que al final parecía que todo el mundo se quedaba extasiado mirando unas cuantas luces de colores brillantes mientras sonaba de fondo música al estilo de John Williams (excepto en los casos en que la música era del propio John Williams). Algunas de esas películas eran productos decentes (“Cocoon”, “Starman”, “Alf”) pero en su mayoría no pasaron de la categoría de mediocres (“Cortocircuito”). Y todo fue “culpa” de ET. (Por supuesto y como no podía ser de otra manera, también surgió una corriente contraria que disfrutaba con malvada satisfacción corrompiendo el mundo moral y amable de Spielberg: “Gremlins” (1984) o “Critters” (1986) tenían también visitantes pseudoalienígenas en los suburbios americanos, pero en esta ocasión eran seres viciosos e indeseables).

Muchos de esos films de los ochenta se concentraban no sólo en la relación entre humanos y aliens, sino, más específicamente, entre niños y aliens. “Starfighter: La Aventura Comienza”
(1984), “Exploradores” (1985), y “El Vuelo del Navegante” (1986) trataban sobre encuentros de adolescentes y extraterrestres, sugiriendo que los jóvenes son más abiertos a comprender y experimentar las maravillas del universo y, por tanto, más proclives a aceptar seres diferentes. De hecho, la condición juvenil de los protagonistas de esas películas resultaba fundamental en sus argumentos (en el caso de “Exploradores” incluso los aliens eran niños), ya que era precisamente su apertura de mente lo que les permitía triunfar en sus misiones. Los niños tenían el poder y la responsabilidad de representar a la Tierra y defenderla de fuerzas hostiles.

Como en “Encuentros en la Tercera Fase”, los niños de “E.T.” son los miembros más nobles de
nuestra raza, no “contaminados” todavía por el mundo adulto. En el caso de “E.T.”, el alien es sabio, benevolente y dispuesto a intercambiar ideas con otros seres y, además, comparte esas mismas cualidades con Elliott. No sólo establece E.T. un fuerte vínculo con el niño, sino que también es capaz de restablecer la armonía familiar del mismo. Es más, la disposición de E.T. a compartir ideas y emociones con Elliott contrasta con la ignorancia de los adultos: el peligro que sostiene el drama de la película no deriva del propio alien, sino de de la reacción de unas autoridades limitadas por los prejuicios y la estrechez de miras. Para Elliott y su familia, los verdaderos alienígenas a temer son los enmascarados que irrumpen en su hogar para apoderarse de E.T. No es que Spielberg vea a los adultos con desdén; simplemente, no son tan receptivos como los niños a las experiencias que puede ofrecer el universo.

Al final de la película, Elliott madura y “E.T.” regresa con los suyos, pero no sin antes realizar un ritual que asegure que el muchacho reconozca la naturaleza inherentemente bondadosa de su propia raza y se sienta a gusto como parte de ella. Aprende a confiar en el mundo de los adultos y asume la ausencia de su padre. En resumen, ya no necesita a su “amigo imaginario” o, según se vea, “figura paterna”.

Todas estas ficciones tan comunes en los films denominados “familiares” de esta época
respondían a la imagen que los estudios de Hollywood tenían de su público potencial: niños y adolescentes –o individuos adultos con mentalidad infantil-, cuya edad les hacía más receptivos a las maravillas de la fantasía cinematográfica, una interpretación claramente relacionada con el éxito comercial de “Star Wars” y sus secuelas. La prevalencia y popularidad del cine infantil-juvenil es señal de la importancia no sólo social sino económica de ese segmento de la población.

Steven Spielberg nunca se planteó hacer ninguna secuela de “E.T.”, pero sí que se dedicó a remodelar la original. Durante años, él y su productora Kathleen Kennedy se entregaron al molesto hábito de modificar sus películas una vez estrenadas. Y es que a pesar del éxito del film,
el director no había quedado completamente satisfecho con algunas de las escenas. Así, el laserdisc de 1991 y el reestreno de 2002 de “E.T.” eliminaron todas las escenas en las que los niños se disfrazaban de terroristas en Halloween, como también una en la que el director de la escuela expulsaba a Elliott. Todavía más irritante resultó que en la edición 20º Aniversario de 2002 se eliminaran digitalmente las armas que portaban los funcionarios de la NASA, reemplazándolas por walki-talkies, además de borrar un insulto ligeramente soez de Elliot a su hermano. También se añadieron un par de escenas que Spielberg retiró del montaje original por considerar que los efectos especiales no estaban a la altura y que ahora, con la tecnología digital, podían retocarse a su completa satisfacción: una con E.T. en la bañera, por ejemplo; y otra en la que se sustituyeron los dulces favoritos de E.T. por otros de la marca M&M´s –cuyo permiso para aparecer en la película Spielberg había tratado infructuosamente de obtener originalmente, pero que dos décadas después, a la vista del éxito cosechado, la compañía Mars Candy cedió más que gustosa. El cineasta que tanto reverencia la historia de Hollywood y que tanto ha aprendido de los gigantes cinematográficos del pasado, no tuvo problemas a la hora de distorsionar la versión original de su propio film. Cuando se le preguntó al respecto de esos cambios políticamente correctos, quitó importancia al asunto diciendo que los “puristas” también tenían en la nueva edición en DVD la versión original.

El éxito de “E.T.El Extraterrestre” se puede atribuir a sus múltiples aciertos: la maestría de Spielberg a la hora de trabajar con niños, su talento cinematográfico, una historia de gran intensidad emocional que consigue conmover sin ser demasiado sentimental… Es difícil explicar el poder de la película a quien no la haya visto mediante un simple resumen de su argumento, porque éste, a pesar de ser muy sencillo, está abordado de una forma casi espiritual, como si de un mito secular se tratara. En este sentido, “E.T.” es un film que conecta con las raíces más profundas de la ciencia ficción como género.

Hoy, sin embargo, parece que el éxito que la película tuvo antaño se ha diluido mucho entre los
nuevos fans, quienes rechazan lo que consideran una historia simplona sobrecargada de sentimentalismo barato, una poco sutil maniobra para accionar los resortes emocionales del espectador y provocar en él las reacciones buscadas. A cambio, prefieren visiones futuristas oscuras y violentas trufadas de efectos especiales. Quizá esa sea una de las razones por las que hoy “Blade Runner” esté mucho más considerada que “E.T.”. Ambas películas se estrenaron en el verano de 1982, pero en aquella época en la que aún persistía cierto grado de inocencia, el público acudió en masa a enamorarse de la fábula sobre la amistad que proponía Spielberg rechazando en cambio el oscuro film de Ridley Scott –que, en su momento, fue considerado un fracaso comercial-. Hoy, la situación se ha invertido y es “Blade Runner” la que se celebra como una de las películas más influyentes de todos los tiempos. Pero incluso los cínicos más recalcitrantes deberían admitir que la película de Spielberg es un sobresaliente ejercicio de cinematografía realizado por un creador total y honestamente identificado con su inofensiva historia.

En mi opinión, “E.T.” es una buena película, aunque no tan redonda como “Encuentros en la Tercera Fase”. Su mayor interés reside en el estudio de las relaciones entre la infancia y la madurez y la forma en que nos muestra el mundo a través de los ojos de un niño. Como exploración del tema alienígena, la historia resulta plana y no llega ni de lejos al sentido de la maravilla que tan importante era en “Encuentros…”. Quizá ello se deba a que en “E.T.” el alien se convierte en un personaje de peso en lugar de mantener su naturaleza misteriosa y enigmática. Al definir claramente a su extraterrestre, Spielberg fue demasiado lejos humanizando lo que es inhumano y ahí es donde la película funciona peor –al menos desde el punto de vista de la ciencia ficción-.

El hincapié de “E.T.” en el ámbito de lo emocional fue un regalo y una maldición para la CF en el
cine. Un regalo porque desde entonces los cineastas hubieron de tener más en cuenta la construcción de los personajes al rodar sus películas; una maldición porque la mayor parte de ellos no son tan buenos como Spielberg y caían demasiado a menudo en la sensiblería.

Cuando uno pasa tiempo sin ver la película, es fácil burlarse de su sentimentalismo. Para remediarlo basta con verla otra vez y recordar que cuando Spielberg está en plena forma, deja para el recuerdo momentos inolvidables.



1995- LAS NAVES DEL TIEMPO – Stephen Baxter

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El viaje en el tiempo es uno de los temas de la ciencia ficción que ofrece mayores posibilidades no sólo para desarrollar argumentos interesantes, sino para especular y reflexionar sobre la naturaleza íntima del tiempo y de la propia realidad. Además, el choque cognitivo que se sufriría al trasladarse repentinamente de un periodo temporal a otro convierte a este tipo de narrativas en el paradigma de la ciencia ficción. Por si fuera poco, las historias de viajes en el tiempo también brindan muchas oportunidades para enfoques humorísticos y sátiras sobre nuestros usos y costumbres. Esta flexibilidad a la hora de incorporar múltiples elementos lo ha hecho uno de los subgéneros más populares de la ciencia ficción en todos sus formatos, ya sea la novela, el cuento, la televisión, el cine o los comics.



De hecho, las narraciones que incluyen viajes en el tiempo son más antiguas de lo que podría pensarse. Por ejemplo, “Rip Van Winkle” (1819), de Washington Irving, ya contiene una especie de viaje en el tiempo, puesto que su protagonista duerme durante veinte años para despertarse en un mundo muy cambiado en el que ya no encaja, un tema que se convertirá en recurrente en este tipo de historias. Varias de las novelas utópicas que se escribieron en el siglo XIX, como “El año 2000: una visión retrospectiva” (1888), de Edward Bellamy, adoptaron el mismo recurso e incluso H.G.Wells en su “Cuando el Durmiente Despierte” (1899) utilizó a un protagonista que despertaba tras un larguísimo periodo en coma. Algo parecido hizo Mark Twain en “Un Yankee en la Corte del Rey Arturo” (1889).

Ahora bien, el texto verdaderamente fundacional de este subgénero fue “La Máquina del Tiempo” (1895), de H.G.Wells. Fue la primera novela en la que el viaje temporal ocupaba el centro de la historia, si bien tratándose de una obra anterior a la revolución en la Ciencia que propició Albert Einstein, no pudo explorar adecuadamente la física del fenómeno. La historia imaginada por Wells ha subyugado a generaciones enteras de lectores, siendo trasladada al cine y utilizados sus conceptos en películas, comics y series de televisión de todo tipo. Incluso, algunos autores han tratado de continuar la novela original, como “The Space Machine” (1976), de Christopher Priest, en la que fusionaba “La Máquina del Tiempo” y “La Guerra de los Mundos”; o “Morlock Night”, de K.W.Jeter, que, en clave steampunk, trasladaba esas grotescas criaturas del futuro a un Londres victoriano.

Pero quizá el ejemplo más notable sea “Las Naves del Tiempo”, de Stephen Baxter, una secuela autorizada del libro de Wells que se publico con motivo del centenario del libro original y que fue recibida con gran éxito por la crítica y el público. Ganó el Premio Philip K.Dick de aquel año, el John W.Campbell, el BSFA y nominaciones a muchos otros como el Hugo. En ella, Baxter trata de capturar el estilo del original al tiempo que expandir lo que era esencialmente una novela corta a una narración mucho más extensa y sofisticada en la que se profundiza en la física del viaje en el tiempo de acuerdo a las teorías modernas mientras se guía al lector a través de un amplio compendio de temas propios de la ciencia ficción, diversas facetas del viaje temporal y referencias a otras narraciones de Wells.

Cien años atrás, un inventor de la Inglaterra victoriana fabricó una fantástica máquina que podía llevar a su pasajero a través de la cuarta dimensión: el Tiempo. Tras terminar su maravillosa aventura, regresar a su hogar y narrársela a sus amigos, el inventor desapareció para siempre
. ¿Qué fue de él? ¿Qué nuevas aventuras vivió? ¿Viajó al futuro o al pasado? Wells nunca nos lo reveló, pero en “Las Naves del Tiempo” Baxter responde a todas esas preguntas…y muchas más.

La novela comienza cuando el Viajero trata de regresar al año 802.701 para rescatar a Weena, la amable Eloi a la que perdió en la confusión de un ataque de los caníbales Morlocks. Pero en cuanto se adentra en el futuro y contempla desde la máquina la evolución de su entorno, se da cuenta de que la línea temporal en la que se está internando no era la que había conocido anteriormente. Confuso, se detiene en el año 657.208 para ver que la órbita de la Tierra se ha modificado y que el Sol está rodeado de una inmensa esfera Dyson que abarca toda la órbita de Venus. Una nueva raza de Morlocks, pacíficos e inteligentes, son los que habitan en esa colosal construcción producto de una inimaginable tecnología cósmica. Allí conoce a Nebogipfel, un científico Morlock que se convierte en su guía, mostrándole las bases de su civilización y permitiéndole ver un destello de lo que ha quedado de la raza humana, que habita ahora en la superficie interior de la esfera. La esfera Morlock es un vasto mundo de computadoras e información cuyo fin es la acumulación de todo el conocimiento posible. La Tierra, ahora sumida en una perpetua oscuridad, ha sido mayormente abandonada y se utiliza solamente como guardería para los Morlocks más jóvenes.

El Viajero se da cuenta de que su viaje anterior –o, más concretamente, el hecho de que regresara a su época y contara lo que había sucedido a uno de sus conocidos, un joven H.G.Wells que se ocuparía de difundirlo y abrir nuevas perspectivas- ha cambiado el futuro. El futuro en el que esperaba encontrar a Weena, aquel en el que Morlocks y Eloi vivían en una situación de siniestra codependencia, ha sido eliminado. Se las arregla para engañar a los Morlocks y hacer que le
conduzcan hasta su máquina, momento que aprovecha para saltar en ella y retroceder en el tiempo. Pero Nebogipfel reacciona con celeridad y consigue entrar en la máquina, acompañándole en su viaje al pasado.

Ambos regresan a 1891, un pasado en el que él mismo Viajero era joven. Éste pretende impedirse a sí mismo profundizar sus experimentos temporales, pero en ese momento es interrumpido por soldados enviados por un gobierno del futuro que ha desarrollado tecnología de viaje temporal y que trata de frenar cualquier intento de modificar la línea histórica.

A partir de ese momento, se sucede un apasionante y vertiginoso recorrido por las diferentes realidades que aparecen con cada viaje en el tiempo que los protagonistas realizan: un Londres que en 1938 está cubierto por una cúpula para protegerse de los ataques alemanes en una Europa en la que la Primera Guerra Mundial no terminó nunca; las playas del Paleoceno antediluviano, un tiempo en el que el Viajero y Nebogipfel deben arreglárselas para sobrevivir durante años; e incluso un universo en el que los humanos ocuparon la Tierra durante cincuenta millones de años. El desesperado Viajero se da cuenta de que cada salto temporal crea una nueva realidad de la que sólo puede escapar volviendo a saltar y, otra vez, provocando nuevos cambios que le alejan más y más de su propia línea temporal Jamás podrá volver a casa, a su tiempo tal y como él lo conoció.

El libro es un compendio de subgéneros: desde luego, el viaje en el tiempo, pero también la guerra
futura, el contacto con civilizaciones alienígenas –puesto que así podrían considerarse tanto los Morlocks pacíficos como los “mecánicos” Constructores- o la aventura planetaria –en la parte que transcurre en la prehistoria, con su fauna exótica y sus esfuerzos por sobrevivir en un entorno hostil-, ingeniería astronómica…. E incluso dentro del viaje en el tiempo, encontramos muchos de los escenarios que suelen contemplar este tipo de narraciones: desplazamientos hacia el pasado y el futuro, paradojas, encuentros con el propio yo más joven, multiplicidad de universos paralelos, realidades alternativas, “policías temporales”, física cuántica…

Baxter no solo aborda el viaje temporal desde el punto de vista de la CF “dura”, sino que también considera sus implicaciones desde un punto de vista metafísico, cómo podría utilizarse una tecnología tal como arma o las consecuencias que podrían derivarse de ella a la hora de provocar, tanto intencionadamente como no, un salto evolutivo en nuestra especie. Plantea cuestiones y presenta posibilidades que alimentan la imaginación del lector y le hacen reconsiderar lo que creía saber acerca del viaje en el tiempo y sus paradojas y le dejan indeciso acerca de si lo que está leyendo está más próximo a la Ciencia o a la Fantasía.

La bifurcación de universos que contempla la física cuántica aplicada al viaje temporal tiene, sin embargo, bastantes pegas como motor narrativo. La hipótesis del multiverso, esto es, la existencia de infinitos universos paralelos, le permite al escritor evitar las paradojas temporales a costa de restar dramatismo a la historia. De hecho, el viaje en el tiempo ya no es tal, sino una especie de
salto de universo a universo sin posibilidad alguna de regreso al punto de partida. Los viajeros se convierten en meros turistas, puesto que nada de lo que hagan en cada una de esas realidades tendrá efecto en la línea temporal de la que proceden. Baxter trata de evitar este inconveniente dándole al protagonista –y al lector- la ilusión de que sí está afectando a “su” realidad, pero al hacerlo atenta contra la propia infraestructura teórica de la historia. Muchos de esos lectores, al hacerse evidente que ninguno de esos universos pueden verse afectados por los acontecimientos de la narración, perderán quizá interés en la novela.

Dada esa limitación, el autor podría haberse concentrado en la construcción y desarrollo de los personajes, pero lo cierto es que Baxter, como Wells, nunca ha brillado demasiado en este apartado. El protagonista es el mismo que el de la novela original, si bien recibe una inverosímil capacidad aventurera (sus habilidades para sobrevivir cual Robinson Crusoe en el Paleoceno resultan poco creíbles); no hay subargumento romántico –la relación con la capitana Hilary Bond resulta decepcionante y ni siquiera se le da a Weena el papel que merece- y, en general, el tono emocional de la novela es muy frío.

Esta frialdad se hace aún más evidente en el último tercio del libro (ATENCIÓN: SPOILER), cuando la narración deriva hasta el comienzo del Tiempo, una especie de difusa Perfección Óptima que recuerda a las visiones metafísicas de Olaf Stapledon en, por ejemplo, “Hacedor de Estrellas” (1937), pero que aquí se antoja algo confuso e indigesto. El Viajero, con su conciencia expandida,
alcanza la singularidad del Tiempo y el Espacio pudiendo dispersar su Yo por la innumerable multiplicidad de universos que allí tienen su origen. El protagonista cumple el papel de mero testigo y narrador, sin que parezca sentir otra cosa que maravilla primero y aburrimiento después. Más tarde, la despedida del Viajero y Nebogipfel, tras tantos años de vivir aventuras juntos, se antoja igualmente fría y sosa (FIN SPOILER)

Aparecen muchos secundarios, pero siempre quedan borrosos y nunca permanecen lo suficiente en la narración como para retratarlos adecuadamente o que el lector les tome aprecio. Tampoco los principales quedan demasiado bien perfilados aun cuando la novela esté narrada en primera persona por el Viajero, lo que, a priori, debería permitir una mayor empatía con sus sentimientos y pensamientos.

A pesar de las muchas cosas que pasan, la novela no examina adecuadamente el aspecto humano de cada una de las realidades que presenta. Habrá muchos lectores a los que les parezca que cada nueva línea cronológica que van creando el Viajero y Nebogipfel merecería una más detallada exploración. Sin duda, tienen razón. Baxter no sabe o no puede recrear el espíritu de crítica social y política que subyacía en los escritos de Wells; pero aun en el caso de que lo hubiera intentado, ya no tendríamos que enfrentarnos a un único volumen de 600
páginas sino, probablemente, a una saga de novelas –sin duda, de calidad decreciente- que no harían más que expandir lo que ya es una lectura abultada, perdiendo de paso la originalidad y su carácter de homenaje puntual.

La narración se concentra principalmente en asombrar al lector con cada nueva realidad a la que llegan los viajeros y mantener la intriga acerca de cómo se las arreglarán para escapar de ella. Dicho esto, el elemento humano no está del todo marginado. El Viajero se presenta como un hombre admirable pero también constreñido por la visión del mundo que se tenía en su época. Mientras que su desaparición al final de “La Máquina del Tiempo” sucedía sin mediar explicación alguna, Baxter le da una motivación: el sentimiento de culpa que alberga por haber dejado a Weena en manos de los Morlocks. También la relación que establece con Nebogipfel está bien retratada, ya que el Viajero debe superar sus prejuicios hacia los Morlocks derivados tanto de su experiencia en su primer viaje como de la repulsión física que le provoca su compañero. Por su parte, Nebogipfel acaba desarrollando una auténtica lealtad hacia el humano a quien, al fin y al cabo, nunca deja de considerar un simpático ser inferior con excesiva propensión a la emotividad. Es también él quien se encarga de dar las explicaciones científicas que sustentan los giros del argumento, esto es, la física –teórica, claro- del viaje en el tiempo,

(ATENCION: SPOILER) En último término, el propio Viajero experimentará una epifanía cósmica
que le liberará de sus ataduras a una época y una forma de pensar determinada. De ser un individuo conservador, arrogante y moderadamente intolerante propio de la Inglaterra del siglo XIX, pasará al final de la novela a convertirse en un pionero filántropo que renuncia a las comodidades de su época –o de cualquier otra- para construir un mundo nuevo y liderar una revolución agrícola de los Eloi contra los Morlocks sin más ayuda que su determinación, sus manos y su ingenio. Es un final idílico, tranquilo y esperanzador –y también lo más parecido de la novela a lo que Wells podría haber escrito-, que contrasta con la inmensidad cósmica y complejidades físicas y temporales que habían acompañado al resto de la narración (FIN SPOILER).

La utilización de la primera persona del singular para contar la historia responde no sólo al intento de despertar la empatía del lector –intento, como he indicado, fallido- sino también al deseo de imitar el estilo de Wells en “La Máquina del Tiempo”, imitación que se extiende al uso de una prosa victoriana florida, algo rígida y que abunda en múltiples signos de exclamación. Hay también bastantes discusiones sobre la naturaleza del viaje en el tiempo y reflexiones filosóficas y científicas al respecto, poniéndose así en línea con el estilo seco y distante propio de Wells. A pesar de que escribir una novela moderna imitando la prosa de otras épocas resulta un ejercicio arriesgado por cuanto puede alienar o aburrir al lector, Baxter consigue mantener el equilibrio entre lo que supone escribir la secuela de un clásico sin que se aprecie en su estilo literario la brecha de cien años que las separa, y construir una aventura moderna muy entretenida en la que nunca decae el ritmo.

Es posible que Baxter no quedara totalmente satisfecho ni con el final de “La Máquina del Tiempo” ni con su ánimo moralizante. Por ejemplo, los Morlocks eran presentados como seres malvados y horribles en lugar de víctimas evolutivas de unas condiciones de trabajo inhumanas y explotadoras. Así que Baxter decidió corregir eso en su continuación, utilizando para ello las consecuencias que sobre el devenir de la historia podría tener un viaje temporal. De este modo, y gracias al primer viaje de la Máquina, los Morlocks del futuro son presentados como una especie casi alienígena: avanzada, pacífica, racional, serena, sabia y decidida, por mucho que algunas de sus soluciones –en especial lo que tiene que ver con el nacimiento y la muerte- le parezcan repugnantes al Viajero, todavía lastrado por sus prejuicios decimonónicos.

Los Morlocks o la propia Máquina del tiempo son sólo dos de los muchísimos homenajes y referencias a otras novelas y relatos de Wells que Baxter incluye en su continuación. Así, los
pesados tanques de la Inglaterra en guerra remiten a “Los acorazados terrestres”, cuento firmado por Wells en 1903; la ideología fascisto-utópica que defienden los británicos de esa época es la que el propio Wells defendía en novelas como “La Vida Futura” (1933); la idea de los universos paralelos aparecía en “Hombres como Dioses” (1923); el poder de la aviación en “La Guerra en el Aire” (1908), las bombas atómicas de inmenso poder destructivo en “La Liberación Mundial” (1914); el mineral que permite viajar en el tiempo, la plattnerita (cuyo nombre está a su vez tomado del protagonista del relato “La Historia de Plattner”, escrito por Wells en 1896), recuerda mucho a la cavorita que anulaba la fuerza de la gravedad en “Los Primeros Hombres en la Luna” (1901); también de esta última novela está tomada la mención a los selenitas; la maqueta que el viajero encuentra al final del libro en el Palacio de Porcelana es la de la ciudad descrita en “Cuando el Durmiente Despierte” (1899); Nebogipfel es el apellido de un inventor presentado por Wells en “The Chronic Argounauts” (1888)…

“Las Naves del Tiempo” es, sobre todo, una novela que pretende y consigue estimular el sentido de lo maravilloso y subrayar la capacidad sin límite del ser humano para adaptarse y sobrevivir –lo que no deja de ser irónico, puesto que “La Máquina del Tiempo” defendía precisamente lo contrario-. No hay personajes memorables, comentario social, momentos con verdadera pasión o una prosa que sepa aprovechar la poesía de las grandiosas imágenes que se describen, pero sí una gran aventura.

Aunque muchos fruncirán el ceño ante la recomendación de que lean una secuela a una obra clásica, especialmente si no viene firmada por el mismo autor, lo cierto es que “Las Naves del Tiempo” es un libro de ciencia ficción que satisfará tanto a los aficionados a Wells como a los de Baxter. Éste recoge el estilo, ideas y universos de Wells, los hace suyos y los actualiza a la luz de las teorías más modernas. Ciertamente, nunca será una novela tan influyente como la de Wells (carece de auténtica innovación, le falta alma y le sobra ciencia), pero ello no mengua su carácter de obra ambiciosa cuya trama teje un tapiz tan extenso y grandioso que deja al lector sin aliento al término de la misma, tales son las posibilidades que plantea sobre la naturaleza de nuestro universo. Como afirma Nebogipfel al final: “No hay descanso. No hay límite. No hay final para el más allá, ningún límite que la vida y la Mente no puedan desafiar y atravesar”.


1982- LA COSA – John Carpenter

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John Carpenter comenzó a llamar la atención de los fans en 1974 con “Dark Star”, una ingeniosa deconstrucción de “Star Trek” que realizó cuando aún era estudiante de la Escuela de Cine de la Universidad de California del Sur. Siguió una trayectoria ascendente con la policiaca “Asalto a la Comisaría del Distrito 13” (1976) y “La Noche de Halloween” (1978), ésta última un resonante éxito que renovó el género de terror e impactó a todo aquel que la vio. Fue uno de los films independientes más exitosos jamás rodados hasta la fecha e iniciador del subgénero de grotescos asesinos en serie que tomaría por asalto las pantallas en la década de los ochenta. Tras ese título, vendrían la historia de fantasmas “La Niebla” (1980) y la aventura distópica “1997: Rescate en Nueva York” (1981). Su siguiente proyecto fue “La Cosa”, quizá su obra maestra. Aunque desde entonces sus películas han ofrecido grandes momentos y, en general, son bastante disfrutables, ninguna ha recuperado la inventiva e impacto de “La Cosa”.



El personal estacionado en una base norteamericana en la Antártida ve interrumpidas sus actividades por la aparición de un helicóptero procedente de una cercana base noruega que intenta abatir a tiros a un perro husky; pero antes de que puedan conseguirlo los tripulantes del aparato provocan accidentalmente una explosión con una granada y mueren. Los americanos, perplejos por lo sucedido adoptan al perro y le permiten entrar en la base sin sospechar su verdadera naturaleza.

Mientras tanto, el piloto MacReady (Kurt Russell) y otros compañeros se trasladan en helicóptero a la base noruega y descubren que todos han muerto. También se enteran de que éstos habían encontrado una nave alienígena enterrada en el hielo, y que de su interior habían extraído una criatura deforme. cuyo cadáver los americanos trasladan a su base para estudiarlo. Durante la noche se hace dolorosamente claro que una forma de vida alienígena se ha infiltrado en las instalaciones infectando otros organismos y adoptando su forma. Pronto, empieza a duplicar y reemplazar a los hombres de la base, dando comienzo una carrera por la supervivencia en la que la tensión y la paranoia no hacen más que aumentar. Ya nadie puede estar seguro no sólo de si sus compañeros son aún humanos, sino de si él mismo lo sigue siendo. MacReady se erige como líder de lo que cada vez más se parece a una caza de brujas.

“La Cosa” se adscribe a la floreciente moda que en los ochenta favoreció la producción de remakes de películas de CF de los cincuenta. Muchos eran los directores que habían pasado su infancia viendo aquellas películas y que ahora deseaban recuperarlas para una nueva audiencia disfrutando de un mayor presupuesto y mejores efectos especiales. En concreto, Carpenter se fijó en “El Enigma de Otro Mundo” (1951), el primer film de invasiones alienígenas de la Guerra Fría. El reciente éxito de “Alien: El 8º Pasajero” marcó el camino a seguir en cuanto al tipo de personajes que debían utilizarse: un puñado de individuos cínicos, descontentos y egoístas cuyas filas empezaban a menguar conforme el alien los cazaba.

Ahora bien, en honor a la verdad hay que decir que “La Cosa” no es un remake de una antigua película de serie B, sino una nueva versión del relato original en que se basó aquella: “¿Quién hay ahí?” (1938), escrita por John W.Campbell Jr..

Campbell es una de las figuras más importantes de la historia de la CF, no tanto como escritor como en su faceta de inteligente editor. Ocupó ese puesto en “Astounding Science Fiction” (más tarde rebautizada “Analog”) de 1939 a 1971 y fue el descubridor e impulsor de muchos de los principales escritores de lo que se ha dado en llamar “Edad de Oro de la Ciencia Ficción”. Renovó el género, lo llevó a la madurez y supervisó la creación y publicación de algunas de sus mejores historias.

“¿Quién hay ahí?” fue el clímax y casi el punto final de su trayectoria como escritor antes de
centrarse exclusivamente en las labores editoriales. Pero su traslación inicial a la pantalla como “El Enigma de Otro Mundo” distó mucho de respetar lo que hacía grande a esa historia, conservando sólo su esquema básico: una base en zonas polares y un grupo de humanos atrapados y acechados por un alienígena hostil. En cambio, descartó la capacidad metamórfica del extraterrestre y la paranoia que cundía entre los científicos acosados por él.

Carpenter y el guionista Bill Lancaster (hijo de Burt Lancaster) conservaron algunas referencias
directas a ese primer film, como la cinta de video encontrada en la base noruega que muestra a los hombres tomados de la mano rodeando la silueta de la nave sepultada en el hielo. Pero en lo demás Carpenter y Lancaster se mantuvieron fieles a la novela de Campbell y, de hecho, las únicas desviaciones respecto a la misma son la adición de los noruegos persiguiendo al perro al principio y un final más pesimista (mientras que Campbell hacía que los hombres derrotaran al alien, Carpenter opta por una conclusión más ambigua). También el enfoque varía, probablemente para mejor: la novela se centra en un grupo de hombres de acción tratando de utilizar la lógica y la ciencia para detectar al alienígena, mientras que la película ahonda en el miedo y la paranoia que sienten unos individuos corrientes y subraya lo inhumano de la naturaleza de ese ser extraterrestre.

El que la historia de Campbell pueda ser susceptible de diferentes interpretaciones y enfoques sin variar su contenido esencial es lo que la convierte en una obra capaz de saltar más allá de su tiempo. La versión cinematográfica de los años cincuenta es vista por muchos como una alegoría
del peligro “rojo” en su forma de infiltración en la armoniosa y ejemplar sociedad norteamericana (personalmente, soy cauteloso respecto a este tipo de intencionalidad política cuando no existe alguna declaración de los creadores en este sentido). Pero en los ochenta, tras dos guerras (Corea y Vietnam), un magnicidio (Kennedy), un gran escándalo político (Watergate), una crisis económica mundial (la del petróleo en 1973) y el fracaso del ideario de los movimientos juveniles de los sesenta, la historia de Campbell se aborda desde una óptica mucho más oscura y pesimista. Así, “La Cosa” es tanto una película que combina ciencia ficción y terror como una crítica al aislacionismo cultural norteamericano y, sobre todo, un agudo estudio del comportamiento colectivo de un grupo expuesto a una situación límite y cómo la tensión rompe la cohesión del mismo, despertando una irracionalidad que nos puede llegar a cometer actos verdaderamente “inhumanos”.

Lo que resulta interesante de ambas adaptaciones es cómo sus respectivos directores supieron distraer la atención de los fallos de sus respectivas películas. La versión de los 50 escondió sus cutres efectos y bajo presupuesto tras sus personajes y el suspense de su historia; la de los ochenta ocultó sus personajes insulsos e historia ya poco original con su presupuesto de serie A y efectos especiales. Al final, ambas opciones funcionaron muy bien. Pero incluso aunque ambas cuentan la misma historia, no pueden ser más diferentes en cómo la hacen funcionar. Es lo que significan treinta años de diferencia tanto en tecnología cinematográfica como en gustos populares.

He dicho que los personajes eran insulsos. Ninguno de ellos resulta verdaderamente memorable y
MacReady no es más que el típico líder duro de tantas películas: adusto, con recursos, despiadado cuando hace falta y sensible si el guión lo requiere, que sabe siempre lo que hay que hacer, que controla su miedo y hace lo necesario para cumplir su misión. Si MacReady carece de facetas, aún menos tienen sus comparsas, meros peones utilitarios cuyas predecibles muertes no importan a nadie más allá de la curiosidad por saber de qué repugnante manera serán escenificadas. A diferencia de Howard Hawks y sus ayudantes, que eran novatos en el género allá en los cincuenta, Carpenter ya era perro viejo en el fantástico y estaba satisfecho trabajando de acuerdo a lo que los fans esperaban de él.

La sensación de aislamiento, de estar rodeado por una naturaleza hostil, viene reforzada por el
reparto exclusivamente masculino (no hay ni una sola mujer presente, contrastando con la soltura con la que Carpenter dirigió a sus ninfas en “La Noche de Halloween”) y la fotografía de Dean Cundey, en la que dominaban los blancos azulados y que daba al film una pátina de deprimente desolación. “La Cosa” fue la cuarta colaboración entre Carpenter y Cundey tras “La Noche de Halloween”, “La Niebla” y “1997: Rescate en Nueva York” –esta última también protagonizada por Russell- pero fue la participación del gurú de los efectos especiales Rob Bottin lo que verdaderamente le dio a la película un toque distintivo.

“La Cosa” fue quizá la mejor representante de la moda que nació en el cine fantástico de los ochenta por los efectos que reproducían transformaciones físicas desagradables. Había empezado con dos éxitos gemelos relacionados con licántropos: “Aullidos” (1981) de Joe Dante, y “Un hombre lobo americano en Londres” (1981) de Joe Landis. En ambas aparecían metamorfosis de hombre a hombre lobo que mostraban con impactante detalle el crecimiento de pelo, hocico y dientes. John Carpenter contrató a Rob Bottin, el genio de 21 años que había creado las transformaciones de “Aullidos”, para que diseñara los efectos de “La Cosa”.

En la película original, “El Enigma de Otro Mundo”, el alienígena no era más que un tipo grandote
(James Arness) con la cabeza rapada y vestido con un traje de goma que le daba una vaga imagen a lo monstruo de Frankenstein. Además, todas las muertes sucedían fuera de cámara. Treinta años después, esa solución no asustaría a nadie y se le indicó a Bottin que diseñara algo nuevo, más visceral e inhumano. El resultado fue algo extravagante pero perfectamente adecuado al tema y argumento de la película: un engendro parido por los efectos especiales y bañado en sangre y carnaza que hubiera sido inadmisible treinta años atrás.

De hecho, Bottin consiguió que los espectadores se quedaran pegados a las butacas con unos efectos y maquillaje que recordaban a las pesadillas más enloquecidas de El Bosco o H.R.Giger: el cuerpo de un perro revienta descubriendo una masa de carne tentacular que atrapa a otros perros para acercarlos a sus fauces; la cabeza de un hombre poseído se parte en dos; otro, infectado también por el alienígena, hunde sus dedos bajo la cara de un compañero pudiéndose ver cómo los mueve bajo la piel… En la escena
más impactante, le vuelan la cabeza a una criatura grotesca que luego saca de su cuerpo una especie de lengua, la enrolla a la pata de una silla y la utiliza para arrastrarse a cubierto antes de que de ella surjan una especie de patas de araña que le permiten salir de la habitación corriendo. En una época en la que aún nadie soñaba con efectos digitales, Bottin marcó un hito en el cine fantástico con sus realistas muñecos repletos de vísceras y sangre. Tanta fue su dedicación, que tras trabajar durante un año sin descanso siete días a la semana, hubo de ingresar en un hospital por agotamiento en cuanto terminó la posproducción del film.

“La Cosa” es un extraño caso de película generalmente considerada como pobre en el sentido
cinematográfico –argumento lineal, música simple, montaje a veces confuso, caracterización mínima- que, sin embargo, todo el mundo coincide en alabar. En cierto sentido, no es tan diferente de “Viernes 13” (1980) y sus secuelas e imitadoras: un grupo de víctimas más bien anónimas que son despachadas consecutivamente con abundante sangre. A pesar de lo pobremente que están perfilados los personajes –que eran más numerosos y estaban retratados con mayor profundidad en la novela de Campbell- Carpenter sabe construir una intensa atmósfera de tensión y paranoia equivalente a la que podemos ver en otro clásico, “La Invasión de los Ladrones de Cuerpos” (1956). La escena del análisis de sangre, por ejemplo, es una obra maestra del suspense. Aunque los personajes sean escasamente memorables, el director sí sabe manejarlos con total convicción como grupo atenazado por el miedo, la desconfianza y la irracionalidad (y ello a pesar de que el guión –o el montaje- descuide la continuidad en varios momentos de la historia y no resulte fácil rastrear y descubrir quién ha sido poseído por el alienígena).

Desde su estreno, “La Cosa” fue acumulando estatus de película de culto. Sorprendentemente, no
obtuvo gran éxito cuando se estrenó. Posiblemente el problema fue que aquel año nadie pudo competir con “E.T.El Extraterrestre” y su cálida visión de la amistad interplanetaria. La cinta de Spielberg, estrenada dos semanas antes que la de Carpenter, se convirtió en la película más taquillera de la historia, impidiendo que nadie se fijase demasiado en otras interesantes propuestas de CF que se estrenaron a su sombra. Además, se la comparó desfavorablemente con su predecesora, “El Enigma de Otro Mundo”, que para entonces ya era considerada como un clásico intocable, o incluso con “Alien: el 8º Pasajero”. Para colmo y como muestra de la miopía de los críticos y la falta de perspectiva con la que lanzan sus comentarios, “La Cosa” recibió un abundante número de opiniones negativas que acusaban a Carpenter de haber perdido la cabeza y no haber rodado más que un escaparate de efectos especiales y gore. Sin duda, la visceralidad de Rob Bottin fue demasiado para ellos en ese momento, aunque los espectadores no tardarían en irse acostumbrando a ella a lo largo de la década conforme más y más películas siguieran su estela.

A lo largo de las tres décadas siguientes a su estreno, hubo rumores esporádicos de una secuela, mencionando a menudo a Rob Bottin como posible director. Finalmente, en 2011, llegó no una
secuela, sino una precuela que narraba los acontecimientos que desembocaban en el comienzo de la de Carpenter. De ella hablaremos en otra ocasión.

La idea de una criatura metamorfa se usó desde entonces en otros films, como por ejemplo el remake de “The Blob” (1988), “Leviatán: El Demonio del Abismo” (1989), “Proteus” (1995) o “Harbinger Down” (2015). Otras cintas han tomado para sus historias el concepto de un grupo de personas enfrentadas a una amenaza en una base remota, como “Alien Hunter” (2003), “The Last Winter” (2006), “El Infierno Bajo Tierra” (2009), “Deshielo” (2009) o el episodio “Hielo” de “Expediente X” (1993). La editorial Dark Horse publicó varias miniseries de comic basadas en las ideas de la película y muchas otras cintas y episodios de TV han rendido homenaje a “La Cosa” o han tomado prestados algunos de sus hallazgos.

El paso del tiempo ha permitido apreciar debidamente sus méritos y hoy, como su predecesora “El Enigma de Otro Mundo”, “La Cosa” está considerada como un clásico del cine híbrido de CF y Terror que, independientemente de su calidad cinematográfica, cumple todos sus objetivos: entretener, provocar el suspense, aterrorizar y plantear un interesante thriller psicológico.




1980- PESADILLAS – Katsuhiro Otomo

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El nombre de Katsuhiro Otomo es hoy conocido en Occidente sobre todo por su postapocalíptica “Akira”. Ciertamente, no es su única obra, pero tal es su calibre en términos de extensión, ambición e influencia que no puede extrañar que siempre que se mencione su nombre sea para relacionarlo con ella.

Su bibliografía, sin embargo, es más extensa aunque permanece oculta –al menos a los que no son fans rendidos del manga- tras la sombra de “Akira”. No es una cuestión relacionada con la calidad intrínseca de sus otros comics, sino porque parece que el esfuerzo prolongado y sostenido que se vertió en “Akira” ha de colocarla en un lugar destacado sobre todas las demás. Pero también es verdad que recomendarla a alguien ajeno a la obra de Otomo no es fácil. Dada su extensión (más de dos mil páginas) se trata de un comic en el que hay que invertir un considerable tiempo de lectura y mucho dinero para adquirirla. Si alguien quiere, digamos, “probar el agua” antes de lanzarse a la piscina con Otomo, existe una alternativa que le servirá para decidir si puede estar interesado en “Akira” antes de comprometerse con tan importante desembolso. Esa alternativa es “Pesadillas” (“Domu” en su título original).



“Pesadillas” empezó a serializarse en 1980, tardando dos años en completarse. En ese momento, se recopiló y editó en formato de álbum convirtiéndose en un verdadero éxito, sobre todo entre los estudiantes japoneses de enseñanza media y universitaria. Fue el primer trabajo de Otomo en recibir un reconocimiento general, ganando incluso el Gran Premio de Ciencia Ficción de Japón en 1983.

Durante tres años vienen produciéndose extraños accidentes y suicidios en un masivo complejo de edificios de apartamentos, una cadena de sucesos que acaba por llamar la atención de la policía. El lector no tarda en descubrir –al mismo tiempo que el desafortunado detective Yamagawa- que el responsable es Cho-San, un anciano aparentemente inofensivo, pero que tiene unos enormes poderes psicoquinéticos y telepáticos. Está aburrido, se siente solo y, sobre todo, tiene un problema mental de regresión a un comportamiento infantil que le convierte en una especie de niño grande y malcriado que ve el mundo a través de unos ojos crueles. Considera a sus vecinos simples marionetas a las que matar por simple diversión, haciéndolo parecer accidentes y acumulando en su apartamento una montaña de objetos robados a sus víctimas y conservados como recuerdo.

Pero entonces, se mudan al complejo un matrimonio y su pequeña hija, Etsuko. Ésta también tiene poderes mentales y no tarda en darse cuenta de quién es el responsable de las muertes. Su mente, naturalmente, es también infantil pero a diferencia del anciano, le disgusta profundamente la forma en que éste utiliza sus capacidades. Así se lo hace saber de forma muy clara, regañándole y evitando que asesine a un bebé. Ese será el primer enfrentamiento de un antagonismo que irá aumentando en dimensiones hasta convertirse en una lucha apocalíptica que causará muchas muertes y una destrucción masiva.

Lo primero que uno destaca del comic tras haber finalizado su lectura es su impresionante factura gráfica, particularmente en lo que se refiere a los fondos. Otomo le da al entorno físico en el que transcurre la acción tanta importancia –o incluso más- que a los propios personajes. En esta ocasión casi toda la historia transcurre en y alrededor de uno de esos monstruosos complejos de edificios monolíticos preparados para albergar, como si de hormigas se tratara, a miles de personas. Producto de la superpoblación que aqueja a las islas niponas, son espacios alienantes en los que las personas
parecen reducidas a meros insectos sin personalidad ni importancia. El propio Otomo afirmó que parte de su inspiración para “Pesadillas” proviene de la noticia que leyó en un periódico sobre las depresiones que afectaban a los residentes de este tipo de estructuras urbanas. Viendo cómo lo retrata Otomo, resulta fácil imaginar el por qué tantos japoneses sufren de esa enfermedad.

Las enormes masas de hormigón de fachadas monótonamente iguales ocultan el horizonte y dan una sensación de claustrofobia -¿o quizá es agorafobia- y de amenaza inminente pero difusa. A su lado, o mejor a sus pies, los seres humanos han quedado reducidos a la insignificancia por sus propias creaciones. Igualmente siniestros son sus interiores: vestíbulos desangelados y fríamente funcionales, corredores angustiosos de
paredes desnudas... dibujados a menudo vacíos a excepción de uno o dos personajes y en contraste con el enjambre humano que supuestamente habita el lugar. Son espacios que suscitan ansiedad y aumentan el suspense.

El sentido del diseño que muestra Otomo es impecable. Sus líneas precisas y limpias, dignas de un arquitecto o un urbanista, trasladan a las viñetas tanto el desasosiego que emana del estatismo de las grandes colmenas de cemento y cristal como el horror mezclado con fascinación que se siente al contemplar su destrucción. Sus panorámicas y elección de ángulos y planos empequeñecen e incluso eclipsan a los propios personajes y, al mismo tiempo, ofrecen la mejor y más dinámica narrativa.

En contraste, el dibujo de figuras es meramente funcional, algo por lo demás muy común en el
manga. Al realismo con que se retrata el entorno físico se contrapone el estilo casi caricaturesco con el que se construyen los personajes. En esta escuela artística suele ser habitual situar la capacidad expresiva por encima de la representación naturalista. Hay que decir, no obstante, que dentro de las fórmulas habituales del manga a la hora de dibujar personas, Otomo siempre ha estado por encima de la media y las suyas siempre tienen un grado extra de verosimilitud. Además, en momentos puntuales y para realzar el dramatismo, demuestra que es muy capaz de dibujar retratos de corte realista. Por otra parte, sabe situar muy bien a los personajes en su entorno, acentuando por ejemplo la pequeñez de Etsuko al colocarla en entornos vacíos y amplios, o utilizando picados y contrapicados que dejan bien clara su corta estatura y, por tanto, indefensión –sólo aparente, como ella se encarga de demostrar.

También muy destacable es la capacidad narrativa de Otomo; absolutamente dinámica, con un montaje cinematográfico que arrastra al lector de viñeta a viñeta sin darse cuenta, como si estuviera viendo una película de acción trepidante cuyo director no permitiera al espectador desviar la vista: los cambios de plano y ángulo, las líneas cinéticas, la utilización de los silencios… Otomo utiliza con acierto todos los recursos para construir secuencias
tan impactantes como la de la lucha de Etsuko y Cho-San por los tejados de los edificios o la “posesión” y suicidio de Tsutomé Sasaki.

Otomo se ha hecho famoso por sus escenas de destrucción: edificios de hormigón que se vienen abajo, cristales que se rompen en millones de fragmentos, hormigón que se agrieta, explosiones de gas… todo narrado sin apenas texto, lo cual molesta a algunos lectores que consideran que han pagado para leer algo, pero que en realidad otorga todo el protagonismo a lo visual, sin dejar que monólogos altisonantes o explicaciones innecesarias interfieran o diluyan el impacto que causan esas imágenes en quien las contempla.

El argumento en sí de “Pesadillas” es bastante sencillo: se plantea un misterio, se presentan varios personajes de manera rápida y sencilla, se introducen los protagonistas principales y su relación de antagonismo que no tarda en empeorar en sucesivos episodios cada vez más violentos hasta que todo el suspense explota para desembocar en una climática batalla. Concluye con un largo epílogo y un magistral y contenido enfrentamiento final a muerte, violento y despiadado que, paradójicamente transcurre en un entorno sereno y cuyo desenlace asegura que nadie, nunca, será
capaz de desvelar el misterio de lo sucedido en ese complejo de edificios.

Como decía, se trata de una historia muy sencilla de seguir y en la que se da rienda suelta a la fascinación de Otomo con los poderes mentales desarrollados por individuos inestables que terminan causando el caos, un tema que constituiría una de las columnas vertebrales de su posterior “Akira”. Introduce también algunos mensajes bastante obvios pero efectivos, como el simbolismo de la lucha entre Cho-San y Etsuko, que remite no sólo al enfrentamiento entre el Bien y el Mal, el Caos y el Orden, sino al choque intergeneracional.

“Pesadillas” es una historia sobre niños. Todos sus personajes principales, excepto los detectives de la policía, o bien son niños o sus mentes corresponden a alguien de esa edad. Éste es el caso del retrasado Yo-Chan; de Tsutomu, un adolescente con problemas para madurar y aprobar el examen de la universidad; el padre de Hiroshi es un borracho incapaz de ejercer de adulto para su hijo… Pero es Cho-San el caso más evidente y peligroso.

Se nos cuenta poco de su pasado. Tan solo que vivía con la familia de su hija hasta que lo rechazaron. Desde entonces, vive solo y su mente, quizá debido a la demencia, ha involucionado a un estadio inmaduro en el que no distingue el bien del mal. Su existencia es una pura ironía: es anciano, pero se comporta como un niño, debería estar indefenso a causa de los achaques de la edad, pero su poder es inmenso. La suya es la clase de maldad primitiva que uno podría asociar a un niño libre de principios morales y cortafuegos sociales. Comete sus asesinatos y atrocidades por mera diversión, tal y como refleja su rostro, resplandeciente de maravilla infantil e inocencia justo antes de que perpetre alguna de las suyas. Como los niños, Cho está obsesionado con sus objetos favoritos, ya
sea una gorra de beisbol con alas o una simple pelota de goma. De hecho, la codicia de esas cosas es lo que parece funcionar como criterio a la hora de elegir a sus víctimas.


Etsuko, por el contrario, representa los valores infantiles contrarios a los encarnados por Cho: la generosidad y la justicia. A través de ella, Otomo nos dice que los niños pueden ser tan inocentes como mundanos. Aquellas personas que por su edad deberían ser más inteligentes y experimentadas, también son víctimas del cinismo y el egoísmo con que el tiempo los ha lastrado. Son los niños los que son capaces de encontrar lo que de bueno anida en las personas. Así, porque Etsuko puede ver lo mejor de quienes le rodean, hace amistad con otro niño al que el resto de vecinos encuentra desagradable, y con el retrasado Yo-Chan, un gigantón que asusta a casi todos.

A pesar de su corta edad, Etsuko es mucho más madura emocionalmente que Cho. A pesar de que todos parecen ignorar a éste, la niña se da cuenta rápidamente de la maldad que anida en su interior y decide que será ella quien lo detenga. En cierta forma, Etsuko es el padre que Cho
necesita desesperadamente, alguien que lo castigue por sus horribles actos. Y eso es lo que hace: lo vigila y le “quita sus juguetes”, una privación que despierta el odio del anciano, pero también su deseo de llamar la atención de quien piensa que está a su altura, alguien con quien “jugar”.

Por otra parte, Etsuko sigue siendo una niña después de todo y como tal, también está sujeta a sus propias explosiones irracionales cuando se altera, asusta o irrita. Durante su lucha síquica contra Cho-San a lo largo del complejo de apartamentos, Etsuko desata sus poderes provocando muertes tan terribles como las que causa su enemigo. Resulta inquietante ver a la niña actuar de forma tan despiadada, sobre todo porque nos recuerda que ese inmenso potencial destructor recae en quien no es sino un niño.

El resto de personajes, sobre todo los vecinos del edificio de apartamentos, sirven para dar a la
historia un lado humano que la aleja de ser una mera sucesión de incidentes protagonizados por un “bueno” y un malo” peleando y destrozando cosas. La batalla entre Cho-San y Etsuko, la forma brutal en que utilizan sus poderes telequinéticos y de control mental, afecta a los que les rodean y si éstos no tienen cara y voz es imposible que el lector pueda sentir nada si mueren o sobreviven.

Ahora bien, aunque Otomo se preocupe por perfilar sus personajes, no significa que les otorgue ningún tipo de control sobre sus vidas. Y es que “Pesadillas” es un comic tremendamente pesimista. No se trata sólo de que todas las muertes queden sin explicación, sino que tiene que ver con la futilidad, la extrema impotencia de sus personajes. De todos los individuos que componen el reparto del comic, sólo dos, Etsuko y Cho-San, son verdaderos dueños de sus destinos. El resto son meros peones indefensos, maniquíes a la espera de su aniquilación o figurantes que reaccionan a los acontecimientos orquestados por la niña y el anciano. La mujer trastornada por la pérdida de su bebe, el adolescente marginado, el grandullón retrasado mental, el hijo maltratado por su padre… todos ellos son incapaces de influir en sus propias vidas o las de los demás. Ni siquiera la policía puede hacer nada. El comic emplea muchas páginas
detallando las deliberaciones e investigaciones que llevan a cabo tanto el policía veterano como el joven detective, pero en realidad todas ellas podrían haberse eliminado sin afectar al desarrollo y desenlace de la trama. ¿Es un fallo de Otomo? ¿O es quizá su manera de decirnos que en esa lucha secreta entre Etsuko y Cho-San, ni la policía ni ningún otro puede hacer absolutamente nada?

“Pesadillas” constituye una excelente puerta de entrada al mundo del manga y a la obra de Katsuhiro Otomo en particular, una obra que puede gustar incluso a los que no sientan demasiado aprecio por el comic japonés. Es un thriller perfectamente medido con un desenlace poco convencional y una espectacularidad y detallismo gráficos excepcionales. No es tan épico como “Akira”, pero sí más accesible. Ambas comparten una morbosa fascinación con los niños psíquicos, la guerra con poderes mentales, la destrucción masiva y los problemas del Japón moderno. Mientras que “Akira” es una aventura muy extensa y con multitud de personajes, “Pesadillas” es más compacta, menos ambiciosa y mucho más personal.

Para Otomo, “Pesadillas” fue la oportunidad de asentar los cimientos de su obra maestra, incluso aunque en el momento no lo supiera. No es frecuente que el borrador sea tan bueno como la obra final, pero “Pesadillas” es una de esas excepciones.

2006- THE HOST – Bong Joon-ho

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Tras dirigir la comedia “Flandersui gae” (2000), el realizador coreano Bong Joon-ho obtuvo un considerable éxito con “Crónica de un asesino en serie” (2003), basada en un caso real. Bong no solo disfruta rompiendo las reglas no escritas de los géneros que toca, sino que parece reinventarse con cada película: resulta difícil imaginar tres cintas más diferentes que las comentadas: una comedia indie, un thriller policiaco realista y, en 2006, una cinta de ciencia-ficción “de monstruos”, “The Host”, en la que los efectos especiales jugaban un papel fundamental y que, además de convertirse en el film más taquillero de la historia de Corea, causó sensación en su estreno durante el Festival de Cannes (Bong seguiría fiel a su eclecticismo en los años posteriores dirigiendo el drama “Madre” (2009) y la cinta postapocalíptica-distópica “Snowpiercer” (2013)



El haragán Park Gang-du trabaja en el puesto de comidas de su paciente padre en las orillas del río Han, en Seul, pero se pasa la mayor parte del tiempo dormitando. Sus dos hermanos, el inteligente pero desempleado Nam-Il y la campeona de tiro al arco Nam-Joo, no le tienen demasiado aprecio y la única luz de su vida es su hija, la adorable Hyun-Seo, a la que todo el mundo quiere.

Una tarde en la que el lugar está muy animado, los concurrentes contemplan cómo un monstruo surge repentinamente del río y causa una brutal matanza antes de volver al agua llevándose consigo, casi accidentalmente, a Hyun-Seo. Las autoridades ordenan poner bajo cuarentena a aquellos que se han expuesto al contacto con la criatura por miedo a que pueda transmitir algún tipo de virus. Gang-du, su padre y sus hermanos son recluidos y mientras esperan que los médicos les revisen, Gang-du recibe una llamada de Hyun-seo a su teléfono móvil, lo que demuestra que
sigue viva aunque atrapada en algún punto del sistema de alcantarillado de la ciudad junto a otras víctimas del monstruo. La familia escapa y se organiza para rescatar a la niña y detener al ser que la mantiene cautiva, algo que no será fácil puesto que la ciudad se halla bajo la ley marcial y a punto de ser gaseada por los soldados americanos en un desesperado intento por acabar con el engendro.

“The Host” pertenece al subgénero de las “monster movies” que, gracias al avance en las
técnicas de efectos visuales, han frecuentado las salas de cine con regularidad desde “Parque Jurásico” (1993). Críticos y espectadores quedaron gratamente sorprendidos no sólo por la forma original y sorprendente en que Bong integró las imágenes digitales en la película, sino por su visión fresca de una premisa tan ajada que parecía irrecuperable: la del pequeño grupo de individuos confinados en un espacio reducido y asediado por una agresiva y letal criatura.

Cuando Steven Spielberg no consiguió hacer funcionar correctamente su animal mecánico durante el rodaje de “Tiburón” (1975) tomó una decisión que iba a marcar el cine de suspense desde entonces: no enseñar la criatura sino sugerirla a través de planos de visión subjetiva, música ominosa y planos rápidos, oscuros o borrosos del monstruo. El saber que el peligro estaba allí pero no poder verlo claramente y mostrar al monstruo sólo en el clímax final tras una tensión creciente distribuida lo largo de toda la película fue un recurso que adoptaron infinidad de películas posteriores.

Pues bien, Bong Joon-ho, ayudado por el hecho de que los efectos digitales hacen siempre lo que uno les ordena, decide saltarse esa consolidada tradición y presentar al monstruo a los pocos
minutos del comienzo; y, además, mostrarlo a plena luz del día y perfectamente definido. En su primera aparición surge como una figura borrosamente entrevista tras las multitudes en la orilla del río y empieza a correr a grandes trotes entre los gritos de la gente; pero unos segundos después, cuando empieza la matanza, su grotesca forma ya es perfectamente distinguible aunque la secuencia esté rodada de una forma aparentemente improvisada, como si se tratara de alguien captando el momento en la cámara de su móvil. Si esos primeros e intensísimos minutos no consiguen paralizar al espectador en la butaca, nada lo hará.

Incluso aunque parte de la acción se desarrolla en un entorno subterráneo –las alcantarillas y enormes túneles de desagüe de Seúl-, una tradición heredada del terror gótico, el mundo que vemos en “The Host” está, sobre todo, bien asentado en la realidad, lo que permite desviar la
narración a otros puntos de interés, como la relación entre los miembros de la familia, el deseo de recomponer los lazos rotos entre ellos y las dificultades de comunicación en el ámbito de esta institución y con el exterior.

Bong también introduce una dosis de crítica social y/o política en la historia (que él mismo escribió), lo que es doblemente interesante para el espectador occidental al tener así acceso a una sensibilidad y problemas diferentes –o no tanto, según se mire-. La película ataca de forma abierta al gobierno americano tanto por interferir en los asuntos domésticos de Corea como por su desprecio hacia los problemas medioambientales: el monstruo se origina a raíz del vertido de productos tóxicos ordenado por el científico de una base militar norteamericana (esta escena, por cierto, se basó en un tristemente conocido incidente del año 2000, cuando el director de la funeraria de la base militar de Yongsan ordenó verter 120 litros de formaldehido por las cañerías ordinarias. Aunque el líquido pasó por dos plantas de tratamiento
antes de llegar al río Han –del que se toma el agua potable de Seúl-, el escándalo encendió los ánimos antiamericanos en Corea del Sur).

De fondo y a través del hermano de Gang-Du, se introduce el sentimiento de decepción que sienten muchos jóvenes coreanos, de gran cualificación pero incapaces de obtener un empleo. La campaña de desinformación orquestada por los americanos afirmando que el monstruo puede ser fuente de una enfermedad vírica remite a las alertas sanitarias que ha sufrido Asia durante los últimos años. La película ve a la sociedad como algo tan monstruoso como la propia criatura que ha creado, solo que mucho más absurda: mientras que el ser mata para sobrevivir, las autoridades tratan de aniquilarlo utilizando una sustancia aún más peligrosa para los ciudadanos que el propio monstruo.

Pero lo más impactante del film, desde luego, es el aspecto visual. El monstruo es un ser mutante, anfibio, con piel verduzca como la de una salamandra, patas de batracio y un morro que se asemeja a una vagina con doble mandíbula, una referencia sexual similar a la que H.R.Giger incluyó en sus diseños para “Alien”. De hecho, la criatura de “The Host” es uno de los mejores monstruos que se han podido ver en el cine desde la saga de Alien; igualmente feroz, versátil y difícil de matar, pero con su propia personalidad y forma de moverse: puede nadar, trepar, correr, saltar y dar volteretas ayudado por su cola.

Cada aparición del monstruo es dramática y sobrecogedora y los espectadores se mantienen en
tensión morbosa viéndole devorar brutalmente a sus víctimas o ejecutar espectaculares movimientos por los techos de los túneles o las estructuras de los puentes. Para crear todos estos efectos, Bong tuvo el acierto de viajar al extranjero para utilizar las instalaciones y recursos de varias compañías americanas de efectos digitales relativamente desconocidas, así como alquilar el Weta Workshop de Peter Jackson para fabricar las figuras de la criatura.

El problema es que, cuando el monstruo desaparece de la narración, ésta pierde mucho interés.
Bong subvierte otra de las convenciones del subgénero situando al principio el tipo de escena espectacular y sangrienta con la que suelen culminar este tipo de películas. En comparación, el resto de la historia parece un anticlímax en la que se va desplazando el foco de atención de un personaje a otro sin que el espectador sepa muy bien quién sobrevivirá al final (desde luego, no todos los que uno cabría esperar si esto fuera una película de Hollywood). Ni siquiera el enfrentamiento final está a la altura de la primera secuencia, ni en intensidad ni en efectos especiales. Sus dos horas de duración se me antojan excesivas y probablemente podrían haberse eliminado varias secuencias de correrías por las alcantarillas y algunos subargumentos sin que la historia principal se resintiera.

Por otra parte, resulta chirriante –al menos en mi opinión- ese gusto de Bong por la comedia
bufonesca, por la astracanada, tan propia del cine de Hong Kong. Algunas veces se agradece el alivio humorístico tras el drama y la sangre de las escenas con el monstruo (la escena de la gente esperando el autobús mientras un individuo empieza a toser es macabramente divertida), pero otras parecen sobreactuadas y fuera de lugar ya que socavan el esfuerzo por ir acumulando tensión en la trama. El “héroe” es irritantemente torpe y Bong dedica demasiado metraje a recrearse en sus niñerías de retrasado mental. Por último, el subargumento de la posible plaga no está bien desarrollado y parece una adición forzada para intentar impulsar la historia de fondo en alguna dirección.

“The Host” es una película interesante que recupera y renueva el subgénero de monstruos. Como he apuntado, dista de ser perfecta, pero su ambientación, personajes, vitalidad y subversión de los tópicos y clichés más tradicionales la aleja de la típica producción de Hollywood demostrando que incluso los viejos monstruos tienen aún mucho que decir…


1950: OBJETIVO: LA LUNA Y ATERRIZAJE EN LA LUNA -HERGÉ

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Desde el siglo XVII, viajar a la Luna había sido un sueño para muchos astrónomos y científicos. En 1865, Julio Verne escribió “De la Tierra a la Luna”, dando a tal posibilidad, por primera vez, un cierto rigor científico. Tras él, otros autores ofrecieron ficciones similares, pero fue tras la Segunda Guerra Mundial y el comienzo de la carrera espacial, cuando el viaje a nuestro satélite pasó de ser una fantasía a una realidad potencial. Para entonces, Tintín ya era una celebridad en el continente europeo.



Nacido en 1929 de la imaginación de Georges Remi, alias Hergé, el joven reportero belga de rasgos tan poco definidos como universales no tardó en convertirse en uno de los personajes de comic más famosos de todos los tiempos. Pionero de la historieta europea moderna, Hergé creó un estilo, la línea clara, que no sólo tenía un lado estético, sino también conceptual y cuya inmensa influencia supera con creces el ámbito de este artículo. Para quien le interese profundizar en ello le remito al extenso análisis que he ido publicando por entregas en el blog hermano de este.

Las más diversas peripecias habían llevado a Tintín por todo el mundo, desde sus inicios como periodista occidental en la joven Unión Soviética al Congo colonial belga; de Oriente Medio a los Andes peruanos; de las ciudades y praderas norteamericanas a la China ocupada por los japoneses; del Egipto de los faraones a naciones añejas de una Centroeuropa ficticia; de la Escocia rural a las inestables dictaduras sudamericanas. Su profesión de periodista quedó pronto ignorada para transformarse en un simple
aventurero que igual salía a la búsqueda de un tesoro que desvelaba una conspiración en una casa real, investigaba misterios o desmantelaba redes criminales internacionales. Acompañado sólo por Milú en sus comienzos, Hergé le dotó más adelante de algunos compañeros regulares (Haddock, Tornasol, Hernández y Fernández) y secundarios recurrentes que enriquecieron lo que acabó convirtiéndose en un rico universo autorreferencial plasmado con un detallismo y elegancia gráficas impecables.

Hergé, siempre a la búsqueda de la mejor aventura para su personaje y tras haberlo paseado por
los lugares más exóticos, creyó que había llegado el momento de mandarlo a la Luna; pero quería hacerlo de una forma lo más realista posible, algo que era menos sencillo de lo que ahora puede parecernos, puesto que el hombre no llegaría al satélite hasta 1969. Para ello contactó con el científico, explorador y escritor belga Bernard Heuvelmans, quien en 1948 presenta un posible guión a Hergé. Pero tal guión era más un pastiche de secuencias que una verdadera aventura al estilo de Tintín, por lo que el autor desechó la mayoría del material y decidió quedarse sólo con algunos pasajes e ideas, sobre todo relacionados con la tecnología y los fenómenos que tienen lugar en el espacio, como la ausencia de gravedad. Así, entre marzo de 1950 y diciembre de 1953, la revista “Tintín” serializó la nueva aventura del joven héroe y sus compañeros Haddock, Tornasol, Milú y los Hernández y Fernández.

Tras volver a Moulinsart al término de la peripecia anterior en Oriente Medio, Tintín y Haddock se enteran de que el Profesor Tornasol se halla ausente. Tres semanas atrás se marchó a Sildavia, a donde los invita a unirse a él mediante un telegrama en el que se no se aclaran las razones de su estancia allí. Una vez en el aeropuerto de la capital de ese país eslavo, Klow, les recogen un par de hombres de la Zepo, el servicio secreto sildavo, que los conducen a un centro de investigación
situado en un recóndito enclave montañoso y sometido a una fuerte vigilancia. Por fin, se reencuentran con Tornasol, que les informa de que ha acudido allí para desarrollar un cohete que permitirá a un equipo de hombres viajar a la Luna y aterrizar en su superficie. A pesar de sus reticencias, Tintín y Haddock son reclutados para participar en la misión junto al propio Tornasol y otro científico del proyecto, Frank Wolff.

El resto del álbum se desarrolla en el interior del complejo de investigación, donde durante los meses que se tarda en organizar la misión y construir el cohete, se suceden una serie de sabotajes e intentos de robo de secretos por parte de potencias extranjeras que apuntan a la existencia de un traidor en sus filas. En un momento determinado, incluso, todo parece peligrar debido a una accidental amnesia de Tornasol, que es curada por Haddock de forma igualmente fortuita. Por fin, todo está listo y llega la noche en la que se efectuará el lanzamiento. Los cuatro primeros astronautas de la historia suben a bordo del cohete mientras Baxter, el director del proyecto, dirige las operaciones desde el centro de misión en tierra. El cohete despega con éxito, pero conforme éste sale de la atmósfera, nadie a bordo responde a las llamadas cada vez más desesperadas del centro de control…

Al término de esta aventura, el semanario “Tintín” inició inmediatamente la serialización de la
segunda parte, “Aterrizaje en la Luna”, en la que la vertiente más didáctica del primer episodio pasa a segundo plano en favor de una historia de aventuras y suspense. Los héroes llegan a la Luna para iniciar una serie de observaciones y experimentos, pero la existencia de un traidor y un polizonte a bordo ponen en peligro las vidas de todos.

Hergé abordó esta nueva aventura de Tintín con claros tintes de ciencia ficción, de la misma forma rigurosa y documentada que había hecho con todos los anteriores álbumes desde “El Loto Azul”. Además de con las indicaciones y recomendaciones de Bernard Heuvelmans, Hergé consultó textos de astronáutica escritos por pioneros como Wernher Von Braun o Hermann Oberth, reuniendo una apreciable biblioteca sobre el tema. Tampoco se le escapó el reciente estreno de una película “Con Destino La Luna” (1950, Irving Pichel), con la que se dio inicio a la era moderna del cine de ciencia ficción. Se trataba de un film con guión original de Robert A.Heinlein en el que se narraba de manera realista, casi documental, una posible futura misión a la Luna.

No fue la única fuente cinematográfica que inspiró la historia imaginada por Hergé para esta aventura. En 1929, Fritz Lang había estrenado “La Mujer en la Luna”, otro film fundacional de la ciencia ficción, para la que había trabajado como asesor técnico el mismísimo Hermann Oberth. Buena parte de elementos de diseño exterior e interior, soluciones tecnológicas e incluso la intriga del traidor a bordo y las ansias de explotación de las riquezas lunares están tomadas de aquella cinta.

En cuanto al aspecto gráfico, hay que reseñar que en abril de 1950 habían nacido los Estudios Hergé, un grupo de profesionales que colaboraban con el autor titular aligerándole la carga de trabajo. Entre ellos destacó Bob De Moor, que se unió al equipo un año después convirtiéndose en uno de sus pilares. Fue él quien dibujó las elaboradas torres de lanzamiento del cohete, el asteroide Adonis, los hermosos paisajes lunares… y el propio proyectil rojo y blanco que se ha convertido en todo un icono de la cultura popular.

El estudio construyó una detallada maqueta del cohete para que De Moor la pudiera dibujar
fácilmente y Hergé se la presentó en persona para su aprobación a Alexander Ananoff, pionero francés de la astronáutica. El diseño está claramente inspirado en el de las bombas autopropulsadas V2 que los alemanes arrojaron sobre Inglaterra durante la Segunda Guerra Mundial; pero también remite al tipo de cohetes que desde hacía veinte años venían adornando muchas portadas de revistas de ciencia ficción norteamericanas. Era un diseño que permitía a su autor resolver muchos problemas narrativos, como el del alunizaje: éste se realizaría verticalmente, efectuando una maniobra que situara el propulsor de tal forma que lo frenara en su aproximación a la Luna. No se puede culpar a Hergé por este tipo de “errores” Por entonces el programa Apolo ni siquiera había nacido y nadie había pensado aún en diseñar un cohete por módulos que pudieran separarse, alunizar, despegar y volver a ensamblarse con un cuerpo principal dejado en órbita.

Igualmente, Hergé sucumbió a la fascinación contemporánea por lo “atómico”, imaginando un combustible químico para las maniobras efectuadas en la proximidad de la Tierra y otro nuclear para el viaje espacial (aunque el funcionamiento exacto de los motores nunca se llega a describir). Los cohetes Saturno del programa Apolo, en cambio, utilizaron propelentes químicos compuestos, por ejemplo, de hidrógeno y oxígeno líquidos. El espinoso problema de la ingravidez lo “resuelve” Hergé mediante la aceleración y frenado del cohete: cuando el vehículo se detiene, la gravedad deja de tener efecto, dando lugar a los esperables momentos humorísticos protagonizados por un especialmente gruñón y desconcertado Haddock. La interpretación del fenómeno (y del significado de la velocidad de escape) fue incorrecta, pero al menos sí procuró adoptar un enfoque realista y científico. Recordemos que por aquel entonces, salir del planeta, no digamos ya llegar a la Luna, seguía siendo tan ciencia ficción como lo es hoy llevar hombres a Marte.

Hergé, como he comentado, se esforzó por documentarse y dotar a la historia de una base de
realismo o, al menos, verosimilitud, en un momento en el que no se sabía casi nada del viaje espacial. Sin embargo, supo evitar el tono abiertamente documentalista y las pesadas explicaciones técnicas o científicas que sí habían lastrado el trabajo de Julio Verne. Y lo hace recurriendo al humor. Así que cuando Wolff o Tornasol se embarcan en algún discurso técnico que podría aburrir al lector, Haddock nunca anda lejos para aligerar el tono de la escena con sus torpezas o comentarios. Este estilo tan característico de Hergé le permitió salir airoso de un guión potencialmente aburrido.

La representación de la superficie lunar está bastante bien conseguida: un desierto dominado por los fuertes contrastes lumínicos y coronado por un cielo cubierto de estrellas que no parpadean y en el que brilla la Tierra sobre el horizonte. Eso sí, el lugar elegido por Hergé para el alunizaje, aunque gráficamente sugerente, no es el más aconsejable: un espacio entre dos cráteres rodeado por una escarpadura rocosa. La misión Apolo acabaría buscando un terreno menos problemático en el que una pequeña desviación no significara caer dentro de un cráter o en la inestable ladera de una montaña. 

Pero la baja gravedad, los problemas de moverse con un traje presurizado o la ausencia de sonido
están fielmente representadas habida cuenta de que nadie había estado allí antes para describirlo. La presencia del agua que Tintín descubre en las profundidades de una caverna lunar, ha sido también motivo de controversia entre los científicos, que aún no disponen de evidencias firmes en uno u otro sentido. Otros errores que se le han atribuido a Hergé fueron deliberados, como por ejemplo el que los cascos de los trajes presurizados fueran transparentes. Los auténticos llevan un filtro que detiene buena parte de las intensas radiaciones solares en el espacio, pero Hergé decidió prescindir de ellos para así poder mostrar claramente los rostros y expresiones de los personajes.

Destacable asimismo es que Hergé pusiera el acento tanto en el lado humano de la aventura como en el meramente tecnológico: las preocupaciones de los futuros astronautas acerca de su seguridad, el contacto entre la nave y el control de misión, las intensas emociones que suscita el primer paso en suelo lunar, el alivio de los técnicos conforme se van cumpliendo las etapas del viaje… Por cierto y como anécdota, cuando el traidor, arrepentido, decide sacrificarse para permitir que el resto tenga suficiente oxígeno como para llegar a la Tierra, tal acto fue censurado por los bienpensantes católicos de turno, argumentando que un acto tan reprobable como un suicidio no debería tener cabida en una aventura de Tintín. Así que Hergé se vio obligado a introducir en la carta del suicida un improbable párrafo en el que sugería un posible milagro que podría salvarle de lo que era una muerte cierta.

Quince años antes de que el proyecto Apolo llevará a Aldrin, Collins y Armstrong a la Luna, Tintín
se convirtió en el primer “hombre” que pisaba el satélite. Hergé, de hecho, se adelantó incluso al lanzamiento del primer satélite, el Sputnik, por parte de la Unión Soviética. Su labor pionera fue recompensada en 1985: cuando el gran autor contaba 75 años, la Sociedad Belga de Astronomía bautizó con su nombre un pequeño planeta localizado entre Marte y Júpiter y descubierto el mismo año en que se publicó por primera vez “Aterrizaje en la Luna”.

Sacar a los protagonistas de la Tierra fue el alarde narrativo más importante y atrevido de la trayectoria de Hergé, pero también se dio cuenta de que era un callejón sin salida. Si quería mantener su línea realista, ya viajara Tintín a Marte o a Venus, no podrían aparecer criaturas alienígenas ni civilizaciones extrañas. Esos planetas, como la Luna, están muertos, por lo que difícilmente podría encontrarse en esas aventuras una amenaza o un desafío más allá del propio viaje, y eso ya lo había tratado en este díptico. Por tanto, en los álbumes que restarían hasta su muerte, Hergé daría a la serie un tono mucho más realista y contenido, llegando incluso a no salir de los terrenos de Moulinsart en “Las Joyas de la Castafiore”.


2004-C.S.A. LOS ESTADOS CONFEDERADOS DE AMERICA – Kevin Willmott

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Aunque en el ámbito literario ha obtenido popularidad y se situado como un subgénero por derecho propio, en el cine y la televisión la Historia Alternativa sólo ha cosechado éxito muy esporádicamente. Excluyendo a aquellos films que exploran líneas temporales alternativas de forma muy leve y limitada –como “Regreso al Futuro II”- o aquellos que técnicamente son Historia Alternativa pero que no prestan demasiada atención al tema –como “Distrito 9”- lo cierto es que el número de películas centradas en una verdadera cronología alternativa, son pocos.

Cabe mencionar como ejemplos “It Happened Here” (1965, los nazis invaden Gran Bretaña), “Quest for Love” (1971, la Segunda Guerra Mundial y el viaje al espacio nunca existieron), “Patria” (1994, los alemanes ganan la Segunda Guerra Mundial), “Atrapado” (1995, los negros dominan en Estados Unidos) o la serie televisiva “Salto al infinito” (1995-2000, un grupo de personajes viajando entre universos paralelos). Y, desde luego, la que ahora revisamos aquí: “CSA: Los Estados Confederados de América”, que se aventura en un tema especialmente querido por los aficionados estadounidenses a la Historia Alternativa: ¿cómo sería su país si el Sur hubiera ganado la Guerra Civil?



Una cadena de televisión de San Francisco emite como parte de su programación “C.S.A.Los Estados Confederados de América”, un documental realizado por la BBC británica en el que se narra la historia de la esclavitud en los CSA. Tras la Proclamación de la Emancipación por parte del presidente Abraham Lincoln en 1861 y la revuelta de los estados esclavistas del Sur, el Norte resultó derrotado en la batalla de Gettysburg gracias a la intervención de potencias extranjeras que acudieron en auxilio del Sur. Lincoln fue arrestado cuando trataba de huir disfrazado de esclavo y obligado a marchar al exilio, al que le acompañan voluntariamente algunas de las lumbreras intelectuales de su tiempo, como Emerson, Thoreau o Susan B.Anthony.

Ambos bandos fueron reunificados por el presidente Jefferson Davis, quien ofreció una reducción fiscal para aquellos ciudadanos –blancos, claro- que poseyeran esclavos, lo que acabó animando a los empresarios del Norte a sustituir a sus trabajadores asalariados por mano de obra esclava. La esclavitud se convirtió así en una institución firmemente arraigada en todo el territorio conforme los CSA expandían su imperio más allá de sus fronteras, conquistando América del Centro y del Sur y tratando de exportar la esclavitud y la idea de la supremacía blanca a esas tierras, si bien a costa de sangrientas guerras y no siempre con éxito. En el caso de México, por ejemplo, se instituyó un sistema de apartheid. Canadá, en cambio, no sólo conservó su independencia, sino que ofreció refugio a los negros que consiguieran escapar.

Durante la Segunda Guerra Mundial, la Confederación se mantuvo neutral. Aunque Adolf Hitler fue recibido calurosamente en Washington, los americanos no le apoyaron en su propuesta de la Solución Final, prefiriendo mantener a las razas “inferiores” como esclavas en lugar de exterminarlas. En cambio, sí se declaró la guerra a Japón en base a que la política expansionista nipona amenazaba la de los propios C.S.A. Para luchar en el frente se reclutaron esclavos prometiéndoles a cambio su libertad, promesa a la que el gobierno nunca hizo honor.

En la década de los cincuenta, las tensiones con Canadá a cuenta de la esclavitud empeoraron y se formó lo que se dio en llamar el Telón de Algodón. Una guerra política y diplomática fue la consecuencia de la filtración de los movimientos abolicionistas desde Canadá hasta los Estados
Confederados. Se construyó un muro de cinco mil kilómetros separando ambos países y el gobierno de los C.S.A alistó la ayuda de Hollywood para lanzar toda una serie de films propagandistas que alertaban sobre los peligros de la penetración abolicionista. Cuando el presidente John F.Kennedy trató de iniciar una política favorable a la emancipación de los negros, fue asesinado. Las mujeres nunca recibieron el derecho a voto, las revueltas raciales de Watts se convierten en rebeliones de esclavos, etc…

¿Por qué, como hemos dicho al comienzo, hay tan pocos films de Historia Alternativa? Sin duda buena parte de la explicación reside en la complejidad de este tipo de ficciones. Mucha de la fascinación que ejerce este subgénero deriva de la relación que se establece entre nuestra
Historia y la línea temporal alternativa. Pero, naturalmente, ello requiere un buen conocimiento de la primera que vaya más allá de los tópicos e hitos más populares. Si el escritor o el guionista no tienen cuidado, la ficción se deslizará hacia algo que el lector o espectador medios pueden encontrar demasiado especializado. Mientras que todo el mundo puede sentir curiosidad por lo que –quizá- habría pasado si los nazis ganaran la Segunda Guerra Mundial, es mucho más difícil vender una película de Historia Alternativa sobre las guerras franco-indias del Canadá en el siglo XVIII.

A ello se añade el factor coste. Cualquier película de ambientación histórica, ya sea ésta verdadera o imaginaria, requiere vestuario, decorados, atrezzo, vehículos, armamento, etc… acordes con la época y, si fuera el caso, adecuadamente modificados, lo cual supone un considerable desembolso que sólo viene justificado si la idea central resulta fácil de vender a una audiencia masiva.

Pero no solamente hay que culpar de la escasez de películas sobre Historia Alternativa a la
cobardía de la industria o a la pereza intelectual de los espectadores. Muchas de esas narraciones son, sencillamente, imposibles de trasladar a la pantalla como películas con una estructura tradicional. A menudo, estas historias –como la propia Historia- incluyen multitud de personajes y siguen sus vidas y las de sus descendientes a lo largo de dilatados periodos de tiempo, mientras que la película “estándar” se centra en un personaje –o un reducido grupo de ellos, como mucho- embarcado en una peripecia concreta que comienza y finaliza con el metraje.

Existe, eso sí, un formato que puede ajustarse a las exigencias del subgénero: el documental.

Se diría que los falsos documentales nunca andan muy lejos de la ciencia ficción. Solo tenemos que recordar la adaptación de “La Guerra de los Mundos” que Orson Welles realizó para la radio en 1938; o las abundantes películas de terror “found footage”, desde “El Proyecto de la Bruja de Blair” a “Paranormal Activity”. Incluso series de televisión como “Battlestar Galactica” han tenido episodios escritos como si de reportajes se tratara. Y este es precisamente el formato que eligió Kevin Willmott para narrar su historia alternativa de los Estados Unidos.

Guionista y director, Willmott es un americano de raza negra muy activo en la lucha por los derechos civiles que ejerce como profesor de Estudios sobre el Cine en la Universidad de Kansas.
Debutó como realizador en 1999 con “Ninth Street”, un film sobre un distrito de Kansas conocido como Junk City y escribió el guión del telefilm “Los 70” (2000) para la NBC. “C.S.A.” fue el siguiente largo que escribió y dirigió, utilizando para ello un reparto y equipo técnico compuesto principalmente por sus colegas de la Univeridad de Kansas. Su interés sobre la esclavitud viene de lejos y tiene mucho que ver con el lugar donde nació y se crió. En la década de los cincuenta del siglo XIX, Kansas sufrió un sangriento conflicto entre partidarios y detractores del abolicionismo, conflicto del cual emergió el radical John Brown y que sentó las bases de lo que acabaría siendo la Guerra de Secesión. Pero cuando Willmott empezó a enviar a los principales estudios sus guiones sobre este tema, se encontró con que Hollywood no lo consideraba suficientemente “comercial”.

Así que decidió sacar adelante su proyecto en forma de documental rodado según las directrices que el influyente Ken Burns había instituido como canónicas para los documentales históricos: banda sonora compuesta por música de la época en cuestión, utilización de viejas fotografías, expertos dando su opinión…a lo que añadió extractos de películas imaginarias que recreaban
periodos y estilos concretos de la historia del cine (las épicas de D.W.Griffith, el Technicolor, los films propagandísticos de los cincuenta…) y anuncios publicitarios ficticios allá donde habitualmente las emisiones televisivas realizan los cortes a tal efecto.

Como he mencionado al principio, el marco de una Norteamérica en la que el Sur se alzó como ganador de la Guerra Civil ha gozado de una gran popularidad en la literatura de ficción, como lo demuestra el éxito de “Lo que el tiempo se llevó” (1952) de Ward Moore, “If The South Had Won The Civil War” (1961) de McKinlay Kantor, varios libros escritos por Harry Turtledove o incluso “Gettysburgh: A Novel of the Civil War” (2003), firmada por el autor y político republicano Newt Gingrich. Como en todas estas narraciones, Kevin Willmott establece el punto de divergencia histórica (o punto jonbar) en la Batalla de Gettysburg. En este caso, el Sur convence a Inglaterra y Francia para que le envíen ayuda financiera y militar, lo que permite a los estados esclavistas derrotar a Lincoln y anular su Proclamación de Emancipación.

La narración contiene las chocantes inversiones de la vida cotidiana tan corrientes en este
subgénero: por ejemplo, la película se abre con un montaje de épicas imágenes con la bandera confederada ondeando sobre la Casa Blanca, siendo levantada por los marines en Iwo Jima o de fondo en las imágenes de la llegada a la Luna. Algunos de estos giros son bastante ingeniosos: cómo el movimiento sufragista se ha reconvertido al de esposas quejosas porque sus maridos tengan relaciones sexuales –e hijos-con mujeres negras; cómo Elvis Presley fue obligado a exiliarse en Canadá por la influencia en su música de los ritmos negros. Hay otros más descartables por novelescos, como el del popular candidato presidencial (que no tiene reparos en calificar a Hitler de “querido amigo de la familia”) cuya carrera política se estrella al ser acusado de tener antepasados mestizos.

El guión tiene momentos devastadores conforme va avanzando en la nueva línea temporal. Kevin Willmott cuenta con una respetable dosis de astucia política y está más que dispuesto a socavar ese romanticismo “buenista” que recubre la percepción popular sobre la historia de su nación. Así, relaciona el pensamiento sudista con la santurronería y fariseísmo de los cristianos de esa región, dando como resultado un movimiento radical que expulsa a los americanos de otras razas y confina a los judíos a reservas. También hay algunas escenas muy desagradables, como aquélla en la que un líder negro se levanta durante una conferencia para defender la esclavización de su propia gente; o la visita de Adolf Hitler (interpretado por un no muy convincente sosias) a Estados Unidos en loor de multitudes y cómo el espíritu mercantilista norteamericano decide no apoyar su Solución Final al considerar el exterminio de otras razas como un derroche económico.

La mayoría de películas sobre Historia Alternativa se contentan con colocar un par de detalles de fondo como los descritos, que sacudan lo que damos por sentado en nuestro mundo. Pero el mérito de Kevin Willmott reside en imaginar toda una línea cronológica para esos Estados Confederados que se extiende desde mediados del siglo XIX hasta finales del XX (la página web oficial aporta incluso más detalles y acontecimientos que no aparecen en la película).

Algunos de los momentos más cáusticos del film se insertan bajo la forma de metraje imaginario
de películas de época. Podemos ver, por ejemplo, una falsa cinta burlesca de los comienzos del cine –en esa realidad alternativa- titulada “La captura del deshonesto Abe”, dirigida por el pionero del medio D.W.Griffith (que en el mundo que conocemos dirigió “El Nacimiento de una Nación” (1916), en la que se retrataba al Ku Klux Klan como una institución heroica), en la que se muestra a Abraham Lincoln tratando de huir disfrazado de esclavo; la escena está rodada como una comedia bufa, muda y en blanco y negro, en la que los subtítulos que corresponden a los diálogos de Lincoln remedan las tópicas expresiones y vocabulario atribuidos a los negros.

Por supuesto, estamos ante una película que no se puede examinar con rigor académico en sus supuestos históricos. Conforme se aleja más y más del punto Jonbar (la batalla de Gettysburgh) la historia que plantea asume cierta evolución de las cosas que no se sostiene si nos paramos a
pensar en ello. Por ejemplo, el uso de mano de obra esclava probablemente habría desincentivado la inversión en investigación tecnológica -¿para qué fabricar y comprar máquinas caras cuando un esclavo lo puede hacer gratis?- y, por tanto, difícilmente podrían haberse convertido los C.S.A. en una superpotencia militar ni mucho menos llegar a la Luna. La música negra jamás habría podido emitirse por la radio o editarse en forma de discos y Elvis Presley no habría existido –al menos como el ídolo que fue, quizá sí como un cantante country- por lo que probablemente la música rock jamás habría nacido. La amistad germano-americana durante la Segunda Guerra Mundial habría significado la no entrada de los C.S.A. en la guerra europea y, aunque la película nos dice que la Unión Soviética acabó derrotando a los nazis –aunque con muchas más pérdidas humanas- la situación geopolítica, no sólo europea, sino mundial, habría sido completamente diferente…

Willmott, sin embargo, no está interesado en las sutilezas académicas. Está claro que nadie puede decir cómo habrían resultado las cosas de haber sido diferente esto o lo otro. “C.S.A.” es, en el fondo, un acto de provocación, una llamada a la reflexión sobre la fragilidad de nuestra Historia. Tendemos a pensar que nuestro presente es el resultado de una cadena de acontecimientos que de ningún modo podrían haber sucedido de otra manera, pero ficciones como esta nos descubren que no es así. Y lo hace mezclando la sátira con el horror, ligando acontecimientos y personajes relevantes de nuestra línea temporal con la imaginaria para que su mensaje resulte más cercano al espectador.

En el caso concreto de los espectadores americanos, además, el falso documental es un zarandeo
a su conciencia y un toque de atención respecto a algunos iconos de su Historia. Por ejemplo, Lincoln no aparece retratado como un santo cuya cruzada era liberar a los esclavos, sino un pragmático motivado por la realidad económica y política de su tiempo. Sólo gracias al persistente discurso de algunos de sus colegas fue que Lincoln acabó simpatizando con los abolicionistas sin llegar nunca, eso sí, a ser uno de ellos de pleno corazón. Para él, la emancipación era una necesidad política más que un acto de humanidad. No es de extrañar que el film levantara polémica y ofendiera a bastante gente, desde estudiosos de la Historia a sureños, pasando por la propia gente de color.

Wllmott reserva la sátira más dura para los anuncios comerciales que van interrumpiendo esta
supuesta emisión de un documental. La película se abre con uno de una compañía de seguros, la Confederate Family Insurance, en la que vemos a una familia blanca feliz con un fondo de suave música de bajo y un joven y sonriente esclavo negro cuidando del jardín. Hay uno de un aceite para motor que hace una divertida pulla a la serie televisiva de ambientación sureña “El Sheriff Chiflado” (“The Dukes of Hazzard”, 1979-85) en la que se apunta a las actitudes racistas inherentes al programa; otro anuncio de “Casa y Plantación” sobre la buena etiqueta en el trato a los esclavos, presentado por una mujer claramente inspirada en Martha Stewart; otro sobre cigarrillos “Niggerhair” (algo así como “pelo de negrata”), en la que se muestra un varonil hombretón a lo “Marlboro”… Hay incluso uno de la universidad animando a aquellos que han abandonado sus estudios a emprender la carrera de capataz, monitor, vigilante, criador de esclavos o incluso algo a lo que llaman contabilidad electrónica de esclavos. Hay también un anuncio de un “reality” llamado “Fugitivos” en la que un equipo de la televisión sigue a los cazadores de esclavos huidos… Aunque en varios de estos anuncios se critica de forma más o menos directa la actitud racista del Sur, la película deja bien claro que en último término todo el país fue cómplice de la extensión del esclavismo.

Puede que parezca que a Willmott se le ha ido la mano con los anuncios. Y, sin embargo y para sorpresa de todos, al llegar a los créditos finales de la película nos enteramos de que muchos de ellos están basados en productos que existieron de verdad: por ejemplo, el tabaco Niggerhair o la pasta de dientes Darkie fueron nombres de marcas auténticas, y existía una cadena de venta de pollo frito denominada “Coon Chicken Inn” (Coon puede traducirse como “conguito”, una forma peyorativa de referirse a la gente de color). Es inquietante comprobar cómo en nuestro mundo muchos de los productos continuaron existiendo cuando su imagen de marca y nombre ya resultaban inaceptables; sus propietarios simplemente diluyeron la terminología, pero mantuvieron el concepto básico. Tal y como constatan esos créditos finales: “Hoy, el uso de imaginería esclavista en la promoción de productos a menudo pasa desapercibido. Tan sólo
pregunta a Tía Jemima y Tío Ben” (el primero es el nombre de un sirope, el segundo de un tipo de arroz). Incluso el médico Samuel Cartwright y su teoría de la Drapetomanía (una enfermedad que, supuestamente, causaba descontento y deseos de huir entre los esclavos), por muy irrisorio e increíble que nos pueda parecer hoy, no es una invención de Willmott para la película, sino que existió realmente.

“C.S.A.: Los Estados Confederados de América” es un film de ciencia ficción con un guión muy interesante y cuidado y que constituye uno de los mejores ejemplos de Historia Alternativa en el ámbito cinematográfico. Los únicos defectos –menores- que se le pueden encontrar residen en ciertas inexactitudes en las recreaciones en forma de film. Hay, por ejemplo, una entrevista con un anciano Abraham Lincoln en 1905; sin embargo, la sincronización de sonido e imagen no se consiguió hasta 1920. Otras recreaciones, como la película de 1940 “The Jackson Brown Story” no está evidentemente rodada en Technicolor tal y como anuncian, sino en video.

Kevin Willmott demuestra con este film que en el cine, para reescribir la Historia a gran escala basta con el más humilde de los presupuestos. A ratos intelectual y a ratos cómico, unas veces dramático y otras polémico, puede que “C.S.A.: Los Estados Confederados de América” “solo” se trate de un falso documental y que haya pasado desapercibido para mucha gente, pero el impacto que causa en aquellos que la vean será muy real.



1979- BUCK ROGERS EN EL SIGLO XXV

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En los años setenta del pasado siglo, los miedos asociados a la Guerra Fría empezaban a difuminarse al mismo tiempo que la llegada de Estados Unidos a la Luna en 1969 diluyó la fascinación del país –y, en realidad, de casi todo el mundo- por la carrera espacial. Así, las posibilidades y riesgos potenciales de la investigación científica fueron motivo de menos interés en el imaginario social de lo que lo habían sido diez años atrás. Ello es sin duda uno de los factores que hicieron que las producciones televisivas de CF fueran tan escasas a comienzos de la década.

Hubo, claro, otros factores. La fallida intervención de Estados Unidos en Vietnam, la crisis energética y el Watergate se combinaron con el temor cada vez más extendido a las consecuencias de la superpoblación y la contaminación ambiental para suscitar un sentimiento de cinismo y pesimismo acerca de lo que aguardaba en el futuro. En el cine de CF, ello se tradujo en una cadena de películas distópicas entre las que podemos citar “La Naranja Mecánica” (1971), “El Último Hombre…Vivo” (1971), “Naves Misteriosas” (1972), “Cuando el Destino nos Alcance” (1973) o “Zardoz” (1974). En la televisión norteamericana, menos proclive a amargar a sus espectadores con semejantes visiones del futuro, el resultado fue la casi desaparición de los programas de ciencia ficción.

La situación era algo mejor en la televisión británica, aunque también es verdad que la serie más importante de la década fue el “Doctor Who”, que no era sino un superviviente de los sesenta. Entre las nuevas series que los ingleses pudieron ver en sus pantallas estuvieron “UFO” (1970-71), “Espacio: 1999” (1975-77) y, ya al final de la década, la interesante “Los 7 de Blake” (1978-81).

El inesperado e inmenso éxito comercial de “Star Wars” en 1977 cambió completamente no sólo el panorama cinematográfico, sino también el televisivo. A su sombra nació, por ejemplo, “Battlestar Galáctica” (1978-79). La favorable acogida de ésta en la ABC llevó a su vez a la NBC a revivir un clásico del género: “Buck Rogers en el Siglo XXV”.



Buck Rogers fue un personaje creado a partir de dos novelas cortas, “Armageddon 2419 AD” (1928) y “The Airlords of Han” (1929), publicadas en la revista pulp “Amazing Stories” y escritas por Phillip Francis Nowlan. No se trata de una lectura demasiado recomendable a día de hoy, atrapadas como están entre la space opera grandilocuente del estilo de EE.”Doc” Smith y un desagradable racismo hacia los chinos, quien aquí adoptan el papel de perversos villanos en vez de recurrir a alguna exótica raza alienígena. Esos relatos, sin embargo, sirvieron de base para la creación de Buck Rogers en su primera encarnación como tira de comic para la prensa, un amplio recorrido que comprende desde su debut en 1929 hasta su cancelación en 1967 y del que ya hablamos en su entrada respectiva.

Más que las novelas de Nowlan, fue la tira de comic la que fijó la imagen popular del personaje como valiente héroe ataviado con un casco de aviador y armado con una pistola de rayos que recorre el sistema solar a bordo de cohetes de estilizado diseño. A raíz del éxito de los tres seriales de Flash Gordon protagonizados por Larry “Buster” Crabbe, se produjo uno de
Buck Rogers–al que dio vida el mismo actor- en 1939. Hubo también una ya olvidada serie televisiva (1950-51) y un programa radiofónico que se emitió desde 1932 a 1947.

No deja de ser irónico que “Star Wars” fuera el resultado final del intento de George Lucas de rodar una película de Flash Gordon o Buck Rogers, cuyos seriales tanto había disfrutado él en su infancia. Al encontrar los derechos de adaptación de ambos personajes demasiado caros, decidió escribir su propia space opera, a raíz de cuyo éxito se produjeron, a su vez, revivals de los dos héroes espaciales: por una parte, el film de Dino de Laurentiis sobre Flash Gordon en 1980; y, por otra, la traslación que el productor Glen A. Larson realizó a la pequeña pantalla de las aventuras de Buck Rogers (1979-1981).

Glen A.Larson fue sin duda uno de los grandes productores de la televisión norteamericana. Además de “Buck Rogers”, en el ámbito de la ciencia ficción creó
la “Battlestar Galactica” original y “El Coche Fantástico”, así como los menos exitosos pero muy apreciados por cierto sector de la audiencia “Manimal” y “Automan” (lanzó también otros programas pertenecientes a otros géneros, como “Magnum” o “Nancy Drew”). Aunque se le acusaba de aprovecharse del éxito de otros productos (como “Star Wars”), Larson siempre afirmó que él sólo daba a los espectadores lo que pedían. Y, dado el nivel de popularidad que alcanzaron sus series, es difícil discutírselo.

En este caso, Larson había heredado un proyecto puesto en marcha un año antes por otras personas. La fiebre de la CF había animado a los estudios Universal a planear una nueva serie protagonizada por Buck Rogers y dirigida por los productores Andrew J.Fenady y Richard Caffry. Dado que se pensó como algo muy cercano a “Star Trek”, con Buck Rogers ejerciendo de explorador galáctico a bordo de una nave, se llamó a guionistas que habían trabajado para aquella serie mítica, como D.C.Fontana o David Gerrold, pero la iniciativa acabó finalmente en manos de Glen A.Larson y su colega en “Battlestar Galactica”, el productor Leslie Stevens.

Ambos trabajaron para desarrollar no una serie televisiva, sino una película, con valores de producción más ambiciosos (se contrató, por ejemplo, al magnífico ilustrador conceptual Ralph McQuarrie, que ya había trabajado en superproducciones como “Star Wars” o “Encuentros en la Tercera Fase”). Universal, no obstante, rechaza la idea y ésta se reconvierte como serie de tres telefilmes para la NBC cuando un cambio en la cúpula directiva de la cadena lleva a la anulación del proyecto. Estaba siendo un recorrido
demasiado accidentado y las perspectivas no eran en absoluto halagüeñas. Pero entretanto, ya se había rodado el episodio piloto y, a la vista de lo que el equipo de Larson había conseguido, Universal reconsidera su primera decisión y decide estrenarlo en salas comerciales en marzo de 1979 realizando algunos cambios (nuevo tema musical, el redoblaje de algunos diálogos demasiado infantiles y la adición de algunas escenas).

No obstante y a diferencia de lo que había ocurrido con la película de “Battlestar Galáctica”, la proyección de “Buck Rogers en el siglo XXV” en pantalla grande dejaba bien a las claras su origen televisivo y los límites presupuestarios que coartaban los valores de producción. Los efectos y los duelos entre naves espaciales están competentemente realizados, pero las costuras se hacen visibles, por ejemplo, en el interior de la nave draconiana (micrófonos que asoman por el extremo del encuadre, la actriz supuestamente desnuda pero que ostensiblemente lleva un mono…). Lo peor, sin embargo, es su forzado intento de estar a la moda, lo que, claro está, la dejó pasada de moda en poco tiempo. La mezcla de humor y erotismo que en el salón de casa resultaba entretenido, perdía buena parte de su atractivo al formar parte de un film de larga duración por el que había que pagar una entrada y del que se esperaba más de lo que ofrecía. Le sobraban erotismo y humor baratos y le faltaba inteligencia. En este sentido, el film de “Flash Gordon”, que seguía una línea similar, funcionó considerablemente mejor.

Sea como fuere, la maniobra salió mejor que bien: sobre un presupuesto de 3,5 millones de
dólares, la película recaudó más de 21 millones. La NBC no necesitaba ningún argumento más para contratar la serie, que empezó a emitirse en septiembre de 1979, arrancando con un capítulo doble que no era sino la película –eso sí, sin las modificaciones que se habían introducido para su estreno en salas-.

La premisa original que planteaba el comic de Buck Rogers comenzaba con un antiguo piloto de las fuerzas aéreas estadounidenses que se veía afectado por un extraño gas tóxico mientras investigaba en el pozo de una mina abandonada cerca de Pittsburgh. Sumido en una especie de letargo durante quinientos años, despierta en el siglo XXV para encontrarse con un mundo amenazado por los orientales. En la serie, por el contrario, Buck (Gil Gerard) era un astronauta que, en 1987, es lanzado en una misión de exploración del espacio profundo. A
consecuencia del paso de un cometa, su cohete se desvía de la trayectoria prevista y él queda congelado durante cinco siglos antes de ser encontrado, despertado y devuelto a la Tierra por una nave Draconiana que se dirige a nuestro planeta para firmar un tratado. Al mando de la misma se halla la malvada pero bella Princesa Ardala (Pamela Hensley), que trata de seducir a Buck. Cuando éste llega a la Tierra, se encuentra con que los últimos restos de la civilización sobreviven en una ciudad protegida por una cúpula y rodeada por los restos de un holocausto. A partir de ese momento, Buck y sus nuevos compañeros terrestres se verán envueltos en el conflicto entre la Tierra, los Draconianos (deliberadamente diseñados como orientales, al estilo de los mongoles, un guiño al racismo inherente a la primera época de la tira de comics) y otras amenazas alienígenas.

Además de Buck y su compañera, la coronel Wilma Deering (Erin Gray), otros personajes
regulares fueron el científico doctor Huer (Tim O´Connor) e, inevitable en cualquier serie de CF de la época, un pequeño robot como contrapunto humorístico: Twiki, cuya vibrante voz era (en la primera temporada y parte de la segunda) era la del gran Mel Blanc, más conocido por dar voz a personajes de animación de la Warner como Bugs Bunny. Por la serie desfilaron una destacable sucesión de estrellas invitadas, como el propio Buster Crabbe (quien, a sus 71 años, salió de su retiro para interpretar a un anciano brigadier), Ray Walston, Frank Gorshin, Cesar Romero, Julie Newmar (estos tres, villanos en la sesentera serie de “Batman”), Roddy McDowall, Jamie Lee Curtis o Jack Palance.

Es una pena que “Buck Rogers en el siglo XXV” se planteara como un intento de aprovechar el éxito de “Star Wars” en lugar de tratar de recuperar el espíritu más nostálgico de la tira de comic. Poco quedó en la serie del personaje de las viñetas–algo que, de todas formas, también ocurrió con el serial de los años treinta-. La entrada en la serie del productor Bruce Lansbury (hermano de la actriz Angela Lansbury) ya en los
primeros episodios no hizo sino empeorar las cosas, al menos para los amantes del género en su forma más pura. Productor de éxito que había llevado al estrellato series como “Misión Imposible” o “Jim West”, no sentía el menor interés por la ciencia ficción. Su filosofía era ofrecer historias sencillas que pudieran funcionar bajo los parámetros de cualquier género, protagonizadas por personajes sin matices interpretados por actores atractivos. Con todo ello pretendía llegar al mayor número posible de espectadores y no sólo a los –minoritarios- aficionados de la ciencia ficción. Ello, por supuesto, implicaba nivelar el contenido intelectual al mínimo común múltiplo.

No puede extrañar que los puristas se rasgaran las vestiduras, pero “Buck Rogers en el siglo XXV” era, sin duda, un héroe típico de los ochenta. En lugar del virtuoso adalid de los comics de los años treinta, Gil Gerard daba vida a un tipo descarado en la línea de
Han Solo: valiente pero irreverente, virtuoso pero cínico, capaz y al mismo tiempo amigo de la diversión, y que se negaba a tomarse en serio la frialdad computerizada de la sociedad del futuro.

Tampoco es que la serie se tomara en serio a sí misma, todo lo contrario. Pretendía solamente ser un entretenimiento escapista con un estilo visual y unos efectos especiales llamativos que, como en el caso de “Battlestar Galactica”, se beneficiaban de las nuevas técnicas desarrolladas por Lucas para “Star Wars”. Sin embargo, mientras que “Galactica” trataba de recuperar la grandeza épica de relatos como “La Odisea” o “La Biblia”, “Buck Rogers” era pura cultura pop: banal y tan efervescente como efímera. Además, los creadores del programa se aprovecharon de la permisividad erótica que
traían los nuevos tiempos para proporcionar al héroe una nueva arma con la que enfrentarse a los ratings de audiencia: el sexo, encarnado en la figura de la actriz Erin Gray, quien interpretaba a la sofisticada compañera de Buck, Wilma Deering, siempre ataviada con ajustados monos de licra brillante; o la Princesa Ardala, modélica mujer fatal cuyos escasos modelitos hacían olvidar al héroe –y a muchos espectadores- que su meta era la destrucción de la especie humana.

Desde un punto de vista objetivo, hoy se puede encontrar poco material salvable en la serie. Puede que a finales de los setenta, cuando la CF espacial comenzaba a despertar de su letargo y aún había pocos productos que ofrecer al siempre agradecido aficionado infantil, causara impacto, pero hoy no sólo su aspecto visual ha quedado
caduco, sino que demasiados de sus guiones resultan no sólo absurdos, sino hasta reaccionarios. Es el caso, por ejemplo, de “Space Rockers”, en el que se retrata al rock (bueno, más bien una especie de tecno-pop sin letras) como una música que ejerce una perversa influencia sobre la juventud y en el que el villano es un productor discográfico que utiliza los conciertos de un grupo para convertir a los adolescentes en anarquistas violentos.

Si uno echa un vistazo a algunos de los títulos de los episodios puede hacerse una idea de la calidad del material: “El Planeta de las Chicas Esclavas”, “Las Vegas en el espacio”, “El Niño Prodigio Cósmico”, “Crucero a las Estrellas”, “El Planeta de las Mujeres Amazonas”… Otro episodio que ejemplifica bien el tono de la serie es “Escape de la Felicidad Matrimonial”: la
Tierra está en peligro porque la malvada Princesa Ardala (ataviada, claro está, con su lencería brillante y una tiara) ha declarado que utilizará una superarma para destruir Nueva Chicago a menos que Buck acceda a casarse con ella –y así poder colocarle un “collar de obediencia”-. Cuando llega a la Tierra para encontrarse con su futuro esposo, los terrícolas la agasajan con un popular “baile tradicional” que resulta ser…¡disco skating!”. Y por si ello no fuera suficiente para hacer saltar las lágrimas del espectador moderno, éste puede ver tras la Princesa a dos soldados lucir sus uniformes gay, hechos de poliéster blanco y con brazaletes de arco iris.

En general, ése es el problema de la serie: ha quedado tan anclada en su tiempo que hoy sólo
puede verse como producto kitsch con el que arrancar sonrisas abochornadas por lo anticuado que resulta. Gil Gerard resulta petulante hasta la irritación con su despliegue de mal entendida masculinidad, el robot supuestamente ingenioso acaba siendo insufrible, las referencias a las modas del momento son hoy risibles (el disco-dancing, los peinados cardados, los brillos y lentejuelas…), el tratamiento del género es cínico y el humor, que se derivaba en buena parte del choque cultural entre el pasado de Buck Rogers como hombre del siglo XX y su nuevo entorno de quinientos años después, tenía un recorrido muy limitado.

Con todo y en un primer momento, la serie obtuvo un considerable aunque efímero éxito. En Inglaterra, por ejemplo, donde se estrenó en agosto de 1980, reunió una audiencia de 9.9 millones de espectadores frente a los 9 millones del “Doctor Who” (entonces en su última temporada con Tom Baker). La razón de ese éxito temporal probablemente no residía tanto en el humor de la serie, sino en sus efectos especiales y en unos personajes estereotipados con los que muchos espectadores podían identificarse, en parte porque no eran más que transposiciones casi sin adulterar de las modas de la época a un entorno futurista.

Si en su primera temporada la serie ya había explotado su lado más camp, alguien debió darse
cuenta de que esa vena tenía un límite y Buce Lansbury dejó paso a John Mantley, otro veterano productor en cuyo currículo figuraban muchos episodios de “La Ley del Revolver” o “La Conquista del Oeste”. Fue él quien, cuando se inició la segunda temporada en la primavera de 1981 (tras una huelga de actores que impidió su arranque en el otoño de 1980), introdujo cambios sustanciales tanto en la premisa como en los personajes: en lugar de pasar la mayor parte del tiempo en la Tierra con el doctor Huer, Buck y Wilma pasan a formar parte de la tripulación de la nave “Searcher”, cuya misión es explorar la galaxia buscando a los descendientes de aquellos que abandonaron siglos atrás la Tierra escapando del “gran holocausto” que se produjo poco después de que el cohete de Buck despegara en el siglo XX. De este modo, la serie trasladaba su énfasis de la invasión alienígena a la exploración espacial.

El Searcher estaba comandado por el Almirante Asimov (Jay Garner) y otros miembros de la tripulación incluían al excéntrico doctor Goodfellow (interpretado con sufrida dignidad por Wilfrid Hyde-White); y el nuevo compañero de Buck: Hawk (Thom Christopher), último superviviente de una raza de hombres-pájaro, que parece sacado de una juerga de los Village People. Aunque el robot Twiki seguía formando parte del reparto (con una voz todavía más estúpida que en la primera temporada), el personaje “artificial” más importante de este segundo año era Crichton, un ordenador tan sofisticado que despreciaba a los humanos y no podía creer que hubiera sido creado por ellos.

Sin embargo, a pesar del cambio de orientación de la segunda temporada, con una mayor
presencia de los viajes espaciales y nuevos personajes, la serie ya había tocado techo. Tras sólo trece episodios, fue cancelada en abril de 1981.

El fenómeno de las series televisivas inspiradas en “Star Wars” no duró mucho. “Battlestar Galáctica” no superó la primera temporada y “Buck Rogers”, con sus treinta y siete episodios, sobrevivió tan sólo un poco más. La ciencia ficción volvió a descender a niveles mínimos en la televisión hasta que en 1987 acudió al rescate “Star Trek: La Nueva Generación”, propulsando al género en la pequeña pantalla a una nueva dimensión de la que todavía hoy nos beneficiamos.





1993- ATRAPADO EN EL TIEMPO – Harold Ramis

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En el mundo anglosajón, cuando alguien siente que su vida se ha convertido en algo insufriblemente monótono y rutinario, se refiere a ello como “El Día de la Marmota”, título en inglés (“Groundhog Day”) de la película que ahora comentamos. Esa intrusión de un film en el habla cotidiana dice mucho acerca del impacto que ha tenido en aquellos que lo han visto. Y es que esta cinta dirigida por Harold Ramis no es una simple comedia, sino una reflexión sobre la vida y la forma en que decidimos pasar por ella.



Phil Connors (Bill Murray) es el hombre del tiempo de una cadena de televisión. Individuo cínico, sarcástico, quemado y soberbio, como todos los años, se ve obligado a viajar hasta la pequeña ciudad de Punxsutawney, en Pensilvania, para cubrir la “noticia” del festival conocido como “El Día de la Marmota” y que se celebra anualmente el dos de febrero. Es un encargo tedioso que Phil, acompañado de un cámara, Larry (Chris Elliott) y una productora, Rita (Andy McDowell), con la que trabaja por primera vez, acomete con desgana y escasa profesionalidad.

A consecuencia de un temporal de nieve, el trío se ve obligado a pernoctar en la ciudad. Pero cuando Phil despierta a la mañana siguiente, se encuentra con que es otra vez dos de febrero y que los eventos del día anterior, todos y en el mismo orden en que los vivió, se van sucediendo otra vez. Lo mismo sucede al día siguiente, y al siguiente…. Aunque jornada tras jornada consigue introducir cambios en la cadena de acontecimientos, invariablemente y sin importar lo que haga, al día siguiente vuelve a ser exactamente el mismo dos de febrero. Aún peor, él es el único consciente de esa situación y sus esfuerzos por explicarlo a sus compañeros caen en saco roto.

Tras un periodo de angustia y desconcierto, Phil acaba asumiendo la situación, primero con cierta alegría perversa al darse cuenta de que es libre de hacer lo que quiera puesto que no tendrá consecuencia alguna en el futuro –ya que no hay futuro-; luego con desesperación suicida, aunque sus intentos por acabar con su vida no hacen sino devolverlo al casillero de salida; más adelante con renovada ilusión al intentar conquistar a Rita organizando la cita perfecta –con igual nulo éxito-; y, por fin, encontrando un sentido a su existencia, aún cuando ésta se halle congelada en un bucle temporal, mejorándose a sí mismo y ayudando a los demás aunque ello suponga ir contra su antigua naturaleza.

A priori, el guión que nos ofrecen Harold Ramis y Danny Rubin no es en absoluto nuevo. “La
Dimensión Desconocida” ya ofreció en la televisión de 1963 un episodio particularmente inquietante (¿cuál no lo era en aquella serie?) titulado “La Nave de la Muerte”, en la que un grupo de astronautas aterrizaban en un planeta, encontraban una nave estrellada que parecía exactamente la suya, se imaginaban que estaban muertos y…lo volvían a repetir todo otra vez, y otra vez… La del hombre atrapado perpetuamente en el mismo día es una situación abrumadora, terrorífica… que Harold Ramis transforma de manera magistral en la base para una encantadora comedia romántica.

Porque lo que hace Ramis es recoger la idea y modificarla de manera sorprendente, planteando vez tras vez la misma cadena de eventos pero vista a través de toda una variedad de enfoques que oscilan desde la comedia negra hasta el romance. Esas variaciones y la forma en que Ramis las va superponiendo son un modelo de guión y montaje, como los interminables intentos de Phil de averiguar lo que gusta y disgusta a Rita para construir (infructuosamente) sucesivas versiones de una cita perfecta con ella; o la divertida escena en la que él trata de convencerla de que es Dios y lo demuestra revelándole detalles acerca de las vidas de cada una de las personas que les rodean en la cafetería.

“Atrapado en el Tiempo” es también una historia emotiva y muy romántica. Ver a Phil
equivocándose vez tras vez en sus intentos por conseguir sus objetivos inspira verdadera lástima, mientras que cuando trata de explicarle a Rita lo que ella significa para él resulta conmovedor. Bill Murray interpreta a su personaje con su habitual talante sarcástico, pero por una vez el guión le proporciona un digno sustento emocional que le permite transformarse gradual y coherentemente de un individuo arrogante y ofensivo –eso sí, sin levantar un ápice la voz- hasta alguien carismático y encantador. Y lo hace sin perder su ingenio. Se convierte en alguien mejor, no diferente.

La elección de Murray no fue casual. Ramis y él se conocían desde hacía muchos años, cuando ambos trabajaban como cómicos de improvisación en un club de la comedia de Chicago, y conocían perfectamente las virtudes y debilidades del otro. Probablemente, Ramis no habría sacado adelante el proyecto de esta película de no haber podido contar con Murray (recordemos que ya habían colaborado anteriormente en películas de tanto éxito como “Los incorregibles albóndigas”, “El Club de los Chalados”, “El Pelotón Chiflado”, o “Los Cazafantasmas”).

El final de la historia, la cual discurre en continuos meandros alrededor de un hilo invariable,
resulta difícil de adivinar y aunque nunca llega a explicarse a qué se debe el fenómeno experimentado por Phil (que permanece atrapado en ese recurrente día, según los cálculos de gente ociosa de internet, algo más de ocho años), no importa, porque no es relevante y el desenlace, tranquilo y desenfadado, tiene sentido a su manera en el contexto de la película.

Aunque el tema de los fenómenos temporales ha sido tradicionalmente un coto reservado a la ciencia ficción, “Atrapado en el Tiempo” puede igualmente ser considerado una historia
fantástica, una fábula con moraleja. La situación en la que se encuentra Phil no es sino una alegoría de lo que la vida se ha convertido para mucha gente de hoy: levantarse a la misma hora todos los días, hacer las mismas cosas en el mismo orden, ir al mismo trabajo, llegar a casa a la misma hora, mantener las mismas conversaciones, ver los mismos programas en la televisión… La película nos dice que no es necesario romper con todo y exiliarse en la Antártida, sino aprovechar esa rutina para asumir pequeños riesgos cotidianos, utilizar correctamente el tiempo de que disponemos, esforzarnos por observar y disfrutar las cosas pequeñas que normalmente pasamos por alto y pensar que vivir es también ofrecer algo al mundo y a quienes nos rodean.

Prisionero de su rutina, Phil acaba viéndose a sí mismo como realmente es, dándose cuenta de que
ama a Rita. Sus torpes e infructuosos intentos para seducirla le hacen comprender que ese no es el camino: debe ser él quien mejore como persona y, así, hacerse digno de su amor. Le cuesta mucho tiempo, pero finalmente Phil aprende y se convierte en una buena persona. Su viaje es una parábola de los tiempos modernos, dominados por un materialismo e infelicidad que ahoga nuestra capacidad de disfrute y transformación. El hombre, nos viene a decir Ramis, está atado a la rueda del tiempo y destinado a repetir una y otra vez sus mismos errores hasta que se gane su ascenso al siguiente nivel. A la vista de esto quizá no sea tan extraño que diferentes líderes religiosos recibieran la película como uno de los films más espirituales de todos los tiempos.

Independientemente de que la película se haya convertido en un clásico muy querido que ha soportado perfectamente el paso de las décadas, la idea de un hombre atrapado en el tiempo fue reciclada posteriormente en bastantes ocasiones, como en el telefilme “12:01: Testigo del Tiempo” (1993), “Retroactive” (1997), “Repeaters” (2010), “Código Fuente” (2011), “Al filo del mañana” (2014) e incluso dio soporte a toda una serie de televisión, “Atrapado en el Tiempo” (2006).

En resumen, una comedia de ciencia ficción inteligente y entretenida, tan fluida y bien escrita que su genialidad pasa a menudo desapercibida. Pero lo que es cierto es que todo el que la haya visto la conservará en algún pequeño rincón de su memoria.



2009- LA CHICA MECÁNICA – Paolo Bacigalupi

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La concesión de premios siempre es un tema polémico sobre el que rara vez hay consenso. Los críticos suelen disentir unos de otros y el público con ellos. Hay obras galardonadas que al cabo de cinco años han quedado viejas y otras que no lo son y que todo el mundo considera clásicos. Pero muy de vez en cuando, aparece algún libro en el que todos parecen ponerse de acuerdo, como fue el caso de “Neuromante” (1984), de William Gibson, que ganó el triplete de los premios más importantes del género fantástico: el Hugo, el Nebula y el Philip K.Dick. Hubo que esperar nada menos que un cuarto de siglo para que se produjera la misma conjunción, y nada menos que, como había sido el caso de “Neuromante”, en una novela de debut: “La Chica Mecánica”.



Paolo Bacigalupi sólo había escrito anteriormente algunas historias cortas, eso sí, muy bien recibidas. Dos de ellas, nominadas al premio Hugo, “The Calorie Man” y “Yellow Card Man”, prefiguraban –y, de hecho, son a todos los efectos precuelas- el futuro que constituiría la base de su primera novela, “La Chica Mecánica”, un complejo relato que ganó el Hugo, el Nebula, el Locus y el John Campbell entre otros de menos renombre. Dado que estos premios los otorgan bien aficionados, bien profesionales o críticos especializados, sin duda se trataba de una novela digna de atención capaz de conquistar con sus méritos a un amplio espectro de lectores. No sólo eso, dada la relativa juventud de Bacigalupi en el momento de su publicación (36 años), apuntaba a una bienvenida y necesitada renovación generacional en el género.

¿Cuáles son, pues, las virtudes que granjearon a “La Chica Mecánica” semejante reconocimiento? Probablemente puedan resumirse en tres: tratamiento inteligente de temas de actualidad; valentía y destreza a la hora de construir un mundo futurista; y gran capacidad como narrador, tanto en el desarrollo de la trama como en la caracterización, ambientación y uso del lenguaje. Bacigalupi construye su mundo a partir de nuestra propia realidad geopolítica, social y tecnológica, centrándose en un futuro relativamente cercano y olvidándose de las extravagancias propias de la space opera, el viaje en el tiempo y otros temas de la ciencia ficción. Ese futuro resulta verosímil en tanto extrapolación de las tendencias que hoy podemos identificar en nuestro mundo. Y hay que decir que, desde luego, la suya no es una visión muy esperanzadora.

La Expansión –tal y como doscientos años en el futuro conocerán a nuestra época- llegó a su fin hace mucho tiempo, aniquilada por el agotamiento del petróleo y la incapacidad de las fuentes de energía alternativas para sustituirlo. Ahora la humanidad vive en la Contracción, un regreso a formas de vida materiales y sociales más primitivas y mucho menos satisfactorias. El mundo tampoco ha podido regresar al agrarismo, entre otras cosas porque la industria había cambiado demasiado las cosas como para que, simplemente, pudiera deshacerse lo hecho y retroceder en la Historia. Así que los supervivientes de este futuro moribundo siguen apiñándose en las ciudades, donde barrios enteros de rascacielos han sido abandonados. La energía se extrae de la
compresión de muelles a base de pura fuerza bruta y cuya tensión, liberada de forma controlada, impulsa las máquinas, desde ordenadores a vehículos terrestres o marítimos. El transporte aéreo, extinguido hace décadas, está renaciendo ahora en forma de dirigibles. El calentamiento global ha obligado al abandono de regiones enteras del planeta debido a la elevación del nivel de los océanos. Consecuencia de todo ello fueron las guerras civiles, las revoluciones, las matanzas…que movieron las fronteras transformando el mapa político del mundo.

Peor que todo eso han sido las consecuencias que sobre el medio ambiente han tenido los experimentos genéticos de las grandes compañías. Los megodontes, elefantes de gran tamaño modificados genéticamente, se utilizan como fuerza de trabajo para retorcer los muelles antes mencionados, los gatos domésticos, entre otras especies, han desaparecido eliminados por una nueva especie felina camaleónica creada en algún laboratorio que se ha convertido en una plaga. La manipulación genética de los cultivos ha aniquilado especies vegetales enteras y, peor aún, creado plagas que han arrasado ecosistemas de inmensas regiones del planeta y degenerado en virus que matan a millones de personas. Dada la capacidad de éstos para mutar continuamente y
que buena parte del conocimiento genético es custodiado celosamente por compañías privadas, resulta muy difícil acabar con esas letales enfermedades, un fantasma muy real al que todos temen y contra cuya expansión los gobiernos deben tomar medidas radicales y muy crueles.

El derrumbe del ecosistema global ha provocado la consiguiente ruina de la agricultura y, por tanto, hambrunas generalizadas. La mayor obsesión de los agrónomos es cómo proporcionar comida a la población, porque el mercado de la alimentación ha quedado en manos de grandes compañías multinacionales, únicas proveedoras de preparados artificiales o especies modificadas genéticamente. La dependencia de ellas es casi total y el descontento de muchos ha dado lugar incluso a movimientos globales de corte místico que abogan por una vuelta radical a la Naturaleza.

Al comienzo de libro, sin embargo, existe la sensación de que el mundo podría estar al borde de una nueva Expansión. Nuevos desarrollos tecnológicos en el transporte marítimo y aéreo y el consiguiente aumento del comercio internacional hacen pensar a algunos que las cosas están cambiando. Pero no todos están de acuerdo en lo que ese cambio puede conllevar.

Anderson Lake es un espía a sueldo de AgriGen, una compañía de ingeniería genética, que vive en Bangkok bajo la fachada de gerente de una ruinosa empresa que fabrica muelles. Su verdadera y secreta misión es la de encontrar nuevos especímenes vegetales, ya que Tailandia, que ha seguido siendo ferozmente independiente del resto del mundo, cuenta con una inusitada riqueza biológica que sólo puede explicarse por la existencia de algún genio de la genética trabajando en
las sombras y protegido por el gobierno. Los tailandeses siguen consumiendo alimentos naturales que en el resto del mundo están extintos desde hace años. Además, Lake debe encontrar la forma de contactar con el gobierno y proponerle un trato para que AgriGen pueda beneficiarse del banco genético del país. Por el momento, le sigue la pista a una nueva fruta, llamada ngaw, que se vende en los mercados y que probablemente es producto de la ingeniería genética.

Entonces, Lake conoce para su desgracia a Emiko, la Chica Mecánica del título. Se trata de una criatura fruto de la ingeniería genética japonesa, originalmente diseñada para satisfacer las exigencias de los hombres como secretaria, amante y ayudante personal de individuos pudientes. Tras ser abandonada por su benefactor durante un viaje de negocios en Bangkok, ha quedado reducida a esclava sexual en un tugurio de mala muerte. Legalmente se la considera un objeto y su dependencia de uno de los capos del submundo de Bangkok se explica por las particulares necesidades de su biología artificial: su piel se diseñó tan suave que carece prácticamente de poros y no puede sudar, por lo que cualquier actividad física puede sobrecalentarla hasta la
muerte. Por tanto, sólo puede sobrevivir en ambientes controlados y a base de consumir abundante agua muy fría (algo no tan fácil de conseguir en un mundo en el que las fuentes de energía son un lujo). Además, los movimientos sincopados que realiza en sus movimientos corporales y que no puede impedir, le hace imposible pasar desapercibida entre auténticos humanos.

Emiko sólo desea una cosa: la libertad, y utiliza a Lake para acercarse a ese sueño. Sin embargo, y aunque ella misma lo desconoce, su cuerpo esconde un asombroso potencial para la violencia que sacudirá completamente los cimientos no sólo de la vida y planes de Lake, sino el delicado equilibrio sobre el que se sustenta el gobierno de Tailandia. El involuntario despertar de los “poderes” de Emiko pondrá en marcha una cadena de sucesos que culminará con un cataclismo que, al menos para el país asiático, supondrá al tiempo un final y un nuevo comienzo.

Lo primero que llama la atención de la novela es la elección de la ciudad en la que se ambienta. En lugar de situar la acción en algún distante planeta o una futurista urbe al estilo del Los Angeles de “Blade Runner”, Bacigalupi elige una ciudad asiática en un estadio postindustrial y decrépito ¿Por qué Bangkok y no las tradicionales Nueva York o Londres? La capital de Tailandia, como Hong Kong u otras grandes capitales de la nueva Asia, es un crisol de lo tradicional y lo moderno, de lo exótico y lo familiar. El feng-shui y el budismo son tan importantes para sus ciudadanos como internet o la realidad virtual y junto a rascacielos de última generación se apiñan pequeños templos donde los estudiantes queman palillos de incienso venerando a los espíritus de sus
antepasados antes de acudir a la tienda Apple más cercana…. Es un cosmos vibrante, desconcertante, un batiburrillo que no debería existir…pero que lo hace.

Además, Tailandia, el antiguo reino de Siam, es una nación fuerte, con una rica historia, que tiene a gala no haber sido sometida nunca a la influencia colonial. Descendiente de un antiguo y agresivo imperio, su espíritu nacionalista le ha granjeado conflictos con sus vecinos, pero en el futuro planteado en la novela también ha sido lo que la ha salvado del cataclismo ecológico que se ha abatido sobre el resto de naciones de la región. A ello se añade una accidentada trayectoria política, con gobernantes corruptos, un ejército poderoso siempre con un pie en el poder y, sobre todos ellos, la figura del monarca, por la que el pueblo siente auténtica veneración y que constituye la razón de la estabilidad nacional.

Todos esos aspectos se hallan presentes de una u otra forma en la novela, en la que se describe el Bangkok futurista como una urbe densa, decrépita, vibrante y sensorialmente exuberante. El sudor, los perfumes, el calor y la humedad, los colores y los sonidos confluyen y se materializan en texturas palpables y omnipresentes al estilo de una de las novelas de ambiente colonial que
firmaran Graham Greene o Somerset Maugham. La ciudad misma se convierte en una metáfora de la condición humana: es sofocante, opresiva, demasiado húmeda…todo parece estar a punto o bien de fundirse o bien de derrumbarse.

La tecnología y cultura imperantes en la Contracción están bien descritas mediante pequeños detalles, como el que los ciudadanos de ese futuro consideren a los escasos y toscos automóviles impulsados con motores de gasolina como máquinas espantosamente rápidas. A lo largo de la trama, los personajes se mueven por diferentes ambientes y estratos sociales de la ciudad, desde los bares a los que acuden los expatriados occidentales a los barrios populares, de los decrépitos bloques de la época de la Expansión en los que se apiñan los inmigrantes malayos de raza china (expulsados violentamente de su país por fundamentalistas islámicos) hasta los clubs nocturnos… añadiendo complejidad y riqueza al entorno urbano de la novela.

Bacigalupi, además, introduce alusiones, comentarios de pasada en los diálogos, que sugieren la riqueza del mundo que se extiende más allá de Tailandia: las masacres islámicas en Tailandia, la caída del gigante chino y la ruina de la India, los movimientos fundamentalistas americanos, los enigmáticos japoneses y sus herméticas cultura y tecnología, las referencias a las pasadas
Guerras del Carbono, la destrucción en un ataque terrorista de la Bóveda Global de Semillas de Svalbard… Son pinceladas que lanzan un anzuelo a la curiosidad del lector y abren puertas a ampliar la novela con secuelas o historias cortas que exploren ese mundo del futuro.

Pero es la dinámica e impredecible interacción entre los componentes del rico reparto de personajes lo que constituye el aspecto más absorbente del libro. “La Chica Mecánica” es una historia sin héroes, aunque varios de los personajes se perciban a sí mismos como tales en algún momento. Los protagonistas, son complejos y verosímiles en tanto en cuanto están lastrados por defectos, secretos, obsesiones y miedos. Con la posible excepción de Jaidee y Kanya –que, a su vez, son también individuos muy cuestionables moralmente en ciertos aspectos- nadie parece albergar la más mínima preocupación por el prójimo aunque esto no los convierta en villanos.

A su corrupta y mercenaria manera, Anderson Lake es un sujeto sensible a la belleza del mundo botánico, lo que da sentido a la atracción que siente por alguien tan hermoso y sentimental como Emiko. El capitán Jaidee, héroe popular conocido como el Tigre de Bangkok, comanda los Camisas Blancas, una fuerza de choque del Ministerio de Medio Ambiente encargada de proteger al país de las intrusiones biológicas del exterior; es un individuo al tiempo insigne y corrupto, valiente pero insensato, leal a sus ideales pero tan inflexible que acaba causando su desgracia y la
de los suyos. Su segunda al mando, la eficiente y taciturna Kanya Chirathivat, vive atormentada por un terrible secreto que a lo largo de la novela le causa profundos dilemas existenciales acerca de su auténtica lealtad…

El chino-malasio Hock-Seng, supervisor de la fábrica de Anderson Lake, es, en cambio, una especie de reverso oscuro de Jaidee: ladino, manipulador y traidor, no tiene más ideal que su propio beneficio. Pero su motivación no es la maldad o la codicia, sino el terror a que se repita en Tailandia lo que ya tuvo que vivir en su nativa Malasia: la pérdida de su familia, su riqueza, su condición social y hasta su propia humanidad. Su cobardía, el impulso de sobrevivir a toda costa, de recuperar parte de su dignidad perdida, hace de él un personaje fascinante y ambiguo al que uno no sabe si condenar o compadecer. A ellos se suman hombres de negocios occidentales que operan en la sombra, señores del crimen, proxenetas, soldados, ministros… Y, por supuesto, Emiko, una refrescante variante del paria de naturaleza noble, (ATENCIÓN: SPOILER) una figura trágica que de la resignación autocompasiva pasa a convertirse en la madre de toda una
nueva estirpe destinada a suceder al Homo sapiens como especie dominante del planeta (FIN SPOILER).

Emiko es la que más se aproxima al estereotipo heroico, pero ello es más por su firme determinación de alcanzar la libertad que por la defensa de cualquier otra virtud personal o colectiva. De hecho, ella tiene pocas razones para querer defender a los humanos. Su papel en la novela comienza siendo anecdótico, un toque de bello exotismo erótico en un mosaico mucho más amplio. Pero pronto crece como personaje gracias a que, pese a haber sido creada y adiestrada para ser una esclava, tiene la capacidad de comprender que debe haber algo mejor que la vida que se ve obligada a llevar, y la fortaleza emocional para anhelar y perseguir su sueño. Ese rasgo tan humano que encuentra en su interior hace que también trace un límite a la cantidad de abusos que puede soportar. Cuando la cruza, se convierte en el catalizador del terremoto político que acaba destruyendo la ciudad, una tragedia a la que asiste indiferente.

Ha habido quien ha encontrado deprimente este plantel de personajes imperfectos, pero lo cierto es que resulta coherente con el distópico futuro descrito por el autor. En nuestro mundo occidental
contemporáneo, las comodidades y seguridades de las que disfrutamos hoy –al menos por el momento y puede que no por mucho tiempo-, nos permiten desviar nuestra atención y desvelos desde nuestra propia persona y familia hacia el exterior. En un mundo en el que las necesidades básicas no estén cubiertas y la perspectiva de mejora material y social sea mínima, el código moral de la población sin duda pasa a un segundo plano respecto a la pura supervivencia.

Ciertamente, algunos pasajes del libro provocan incomodidad por su perversa intensidad, como es el caso de los abusos sexuales a los que Emiko se ve sometida cotidianamente. Aunque Bacigalupi no recurre al sexo de forma gratuita ni con ánimo de provocar, tampoco huye de ello. El futuro es desagradable, incluso horrible, para quienes viven en él, y el autor no tiene inconveniente en mostrarlo con toda su crudeza. Si, por el contrario, hubiera optado por evitar los momentos más escabrosos de su vida (las violaciones, humillaciones, maltratos, traiciones y chantajes), el personaje habría perdido buena parte de su fuerza y su autosuperación y liberación no tendría el significado e intensidad emocional. Puede que el lector se sienta incómodo y molesto en algunos momentos de la novela, pero si eso no le impide continuar leyendo se sentirá más próximo a las tribulaciones emocionales de los personajes, se dejará llevar por ellos y se congratulará o lamentará por lo que el destino –y el escritor- les depare al final de la historia.

La estructura narrativa del libro está construida a base de desarrollar individualmente en cada capítulo la trama de cada uno de los principales personajes. Ello aporta no sólo agilidad, sino también diferentes perspectivas de ese mundo del futuro, conformando un tapiz en el que se
entrelazan hebras de ambición, política, lujuria, corrupción y desesperación. Es cierto que, mientras se van tejiendo las intrigas políticas y especialmente al principio, el ritmo es lento y la trama difusa –en el primer tercio no pasa prácticamente nada de relevancia-, pero conforme las acciones de unos personajes influyen y actúan de catalizadores de las de los demás, la historia cobra cada vez mayor pulso hasta que todo converge en un final explosivo. Como punto negativo cabría destacar lo innecesario, por reiterativo, de algunas descripciones y reflexiones internas de los personajes

Está claro que la novela constituye una feroz crítica a lo que las actuales compañías alimentarias –Monsanto es el ejemplo paradigmático-, pueden llegar a provocar con su codicia e ignorancia de las consecuencias de sus experimentos: expolio de la riqueza biológica de países enteros, creación de seres mutantes imposibles de exterminar, plagas, empobrecimiento genético, hambrunas…

Por otra parte, el libro expone con acierto el tipo de maniobras que realizan las grandes
multinacionales con el fin de mantener en una situación de dependencia a todo un país y a sus habitantes como rehenes. De ellas depende, por ejemplo, el mantenimiento de las compuertas que impiden que el mar –cuyo nivel, como dijimos, había subido en los últimos doscientos años- engulla a Bangkok, lo que significaría el fin del gobierno tailandés. Igualmente grave es el hecho de que plantar una cosecha o criar ganado tal y como se hacía en el siglo XX se haya hecho imposible. Las semillas y animales naturales no fueron lo suficientemente fuertes como para resistir las pesadillas genéticas que asolaron la Tierra. Todo lo que existe ahora son alimentos, vegetales y animales, diseñados por las multinacionales, y que están dispuestos a vender al precio que ellos marquen. Si el país en cuestión paga, no hay problema; si no, llega el desabastecimiento, la hambruna, las revueltas, la barbarie, el genocidio, la revolución y la consecuente e inevitable caída del gobierno.

En el caso de Tailandia, a la vista de tal situación, existen profundas divisiones y luchas entre el Ministerio de Medio Ambiente, encargado de impedir la entrada de productos foráneos potencialmente contaminados, y el de Comercio, que quiere alentar las importaciones y está dispuesto a dejarse sobornar por los “demonios extranjeros”. Es un conflicto no sólo ideológico, sino de poder entre los líderes de ambas instituciones. Para lograr la supremacía, unos y otros recurren al soborno, el chantaje e incluso el asesinato.

Pero, con toda la crudeza con la que expone sus argumentos, Bacigalupi consigue evitar el sermón fácil al tiempo que avisa sobre lo que puede suceder cuando los productos básicos –en este caso la
comida- llegan a ser tan difíciles de obtener que cierta gente hará cualquier cosa por controlarlos. No hay moralina, afán didáctico ni dedos que señalen el camino correcto; y quizá por eso resulte tan convincente.

Ese mensaje de advertencia contra un futuro en el que el poder no resida en los gobiernos sino en las multinacionales y en el que éstas controlen de forma privada una tecnología cuyas consecuencias pueden afectar al ecosistema de todo el planeta no es lo único sobre lo que “La Chica Mecánica” anima a reflexionar. El tortuoso viaje personal de Emiko suscita otras cuestiones. ¿Somos capaces de superar nuestra programación original? Los humanos también estamos programados, aunque sea genéticamente. ¿Podemos realmente sobreponernos a la dictadura de la biología? Si es así, ¿bajo qué circunstancias? La lucha de Emiko lanza un mensaje de esperanza en un mundo muy necesitado de ella: en nuestro interior hay un potencial oculto esperando a que venzamos nuestros miedos para manifestarse.

Ese mensaje de redención que encarna sobre todo Emiko se extiende también a otros personajes.
Los “ganadores” aquí son aquellos que logran sobrevivir con su integridad moral intacta, mientras que aquellos que comprometen alegremente los pocos principios que puedan tener, acaban siendo engullidos por el torbellino que ellos mismos provocan. Aunque quizá lo más inquietante y digno de reflexión del libro no sea el retrato de un mundo post-capitalista sin fuentes de energía baratas, sino lo poco que sus habitantes han aprendido de la Historia. Mientras todo se colapsa a su alrededor, siguen luchando entre ellos por el dinero, el poder y la ideología en lugar de unirse para resolver los problemas.

“La Chica Mecánica” es un gran thriller bio-punk repleto de protagonistas apasionantes, un libro complejo que no complicado, vívido y absorbente. Puede que cueste un poco entrar en su mundo ya que el autor no brinda demasiadas concesiones, pero una vez que se consigue la inmersión es completa y ya no puede abandonarse la lectura. Sin duda, una de las novelas más interesantes de la ciencia ficción moderna.


2008- BABYLON – Mathieu Kassovitz

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Puede que Francia sea uno de los pocos países que más hayan hecho para mantener con vida y dignidad al cine ciberpunk. Uno de sus films más influyentes fue, por ejemplo, “El Quinto Elemento” (1997), de Luc Besson, cuya fusión de acción ciberpunk y la temática metafísica de una mesías adolescente, todavía alimentan casi diez años después películas como la que ahora comentamos. Desde comienzos del nuevo siglo hemos podido ver otras incursiones galas en el ciberpunk más o menos explícito en “Distrito 13” (2004), “Immortel, ad vitan” (2004), “Renacimiento” (2006) o “Chrysalis” (2007).

El director francés Mathieu Kassovitz salió de la nada con su segundo film, “El odio” (1995), sobre la violencia incubada en los barrios de minorías étnicas de su país. A partir de entonces, el realizador se movió en el terreno del cine de género con “Los Ríos de Color Púrpura” (2000), un thriller sobre asesinatos y programas eugenésicos; la fallida producción americana “Gothika”, una historia de fantasmas con el sello de Dark Castle; y, por fin, su sexto film, “Babylon”, una incursión en el campo del cine de ciencia ficción ciberpunk.



Estamos en un futuro cercano. El planeta está sumido en un estado de cuasianarquía y el mercenario Toorop (Vin Diesel) sobrevive día a día en el duro ambiente de una ciudad rusa cuando es reclutado a la fuerza por el mafioso Gorsky (Gerard Depardieu) para que recoja, transporte y proteja un “paquete” hasta Nueva York. Éste resulta ser Aurora (Melanie Thierry) una bella adolescente de aspecto frágil recluida en un convento Neolita en Mongolia. Junto a ella, viaja como mentora y guardaespaldas una de las monjas, la hermana Rebeka (Michelle Yeoh). Aurora no ha salido en toda su vida del convento y una de las peticiones que la hermana Rebeka le hace a Toorop es que la ayude a proteger su inocencia de la corrupción del mundo exterior.

El trío viaja por Asia hasta cruzar el Estrecho de Bering, atravesar Canadá y entrar en los Estados Unidos, todo ello, como era de esperar, bastante accidentadamente, puesto que alguien,
por algún motivo oculto, quiere apoderarse a toda costa de la muchacha y ha enviado a perseguirlos grupos fuertemente armados. Durante el periplo, Toorop se da cuenta de que Aurora tiene poderes y habilidades que la hacen más que humana…

Lo primero que habría que decir en descargo de Kassovitz es que lo que podemos ver hoy bajo el título “Babylon” no es más que el fantasma de la película que él dirigió –o quiso dirigir-. Preparó con ilusión este proyecto durante nada menos que cinco años, sólo para perder el control sobre el mismo y verlo desviarse completamente de su idea original. Así, cuando la película quedó terminada y lista para su estreno, desahogó en varias entrevistas su amargura con alarmante sinceridad desatando la polémica. Afirmó que la 20th Century Fox había interferido durante todo el rodaje hasta el punto de ordenarle cómo debía filmar determinadas escenas; padeció problemas de presupuesto y mala organización; y, para rematar, el estudio recortó la versión original de la película, dejando sus 161 minutos en 101 para su distribución europea y todavía diez minutos menos para la americana.

Según el director, la película debiera haber sido mucho más que una simple peripecia de acción. El
núcleo de su historia era el tráfico de refugiados en el futuro así como temas políticos como la censura y el declive del nivel educativo. En lugar de eso, Kassovitz dijo que todo había quedado en “pura violencia y estupidez (…) Se suponía que la película debía enseñarnos que la educación de nuestros hijos condicionará el futuro de nuestro planeta. Todas las escenas de acción tenían un objetivo: o bien venían motivadas por un punto de vista metafísico o bien aportaban experiencia a los personajes. En lugar de eso, algunas partes del film son como un episodio malo de “24””.

La polémica estaba servida y en este caso no fue en beneficio de la taquilla, puesto que este tipo de problemas siempre tienden a suscitar sospechas entre los espectadores potenciales. Para colmo, la Fox, quizá para castigar a Kassovitz o bien por no invertir más en lo que consideraba iba a ser un desastre sin paliativos, no hizo prácticamente ningún esfuerzo en promocionar “Babylon”, estrenándola sin los preceptivos pases para la prensa, algo que ya manda señales negativas a los críticos y espectadores (todo ello no impidió, sin embargo, que el film subiera hasta la cima de las listas de recaudación francesas… en su primer fin de semana).

En beneficio de su director hay que decir que “Babylon” resultó ser, a pesar de todos esos obstáculos y desencuentros, una película a ratos decente con varios momentos destacables. El propio Kassovitz admitió haber quedado satisfecho con algunos pasajes. Al comienzo hay una escena espectacular que capta la atención del espectador y en la que la cámara inicia un tremendo descenso desde la órbita terrestre hasta la pupila de Toorop, en la que vemos reflejada una explosión antes de que pronuncie las palabras: “Qué lástima que hoy fuera el día en que morí”.
Las primeras secuencias son puro cyberpunk: Toorop atraviesa andando decrépitos barrios de alguna ciudad rusa, regatea en un mercado para comprar lo que parece un gato muerto, vuelve a su apartamento para cocinarlo y se sienta a comer justo antes de que un grupo de mercenarios armados hasta los dientes irrumpan en la habitación. El protagonista reacciona con aparente indiferencia antes de explotar en un festival de acción homicida, arreglar cuentas con el líder del comando y luego rendirse pacíficamente a los supervivientes. Igualmente impactante es la escena en la que Toorop accede a realizar la misión, se monta en un coche y éste es izado por un helicóptero y transportado a su punto de origen dejando atrás bajo sí ciudades corroídas por su propia industria.

Kassovitz se las arregla en esos momentos iniciales para atraer al espectador a su idea del futuro:
una Rusia empobrecida en la que la gente vive en barriadas miserables, vehículos acorazados, discotecas decadentes, emigrantes desesperados, una Nueva York cubierta de anuncios de neón y proyecciones láser…todo punteado por artilugios de alta tecnología, desde el estupendo plano electrónico que porta Toorop hasta los coches con ventanillas-pantallas digitales pasando por drones o pasaportes electrónicos implantados. En el mundo de “Babylon” la tecnología ha seguido avanzando de forma espectacular…para que la disfruten sólo unos pocos. La mayoría vive aún entre artefactos mecánicos en ciudades dirigidas por señores del crimen.

Las escenas de acción no llegan a apoderarse de la película suplantando todo lo demás, tal y como los ácidos comentarios de Kassovitz podrían hacer pensar. No nos enfrentamos aquí a algo como “Desafío Total” (1990) o “La Isla” (2005), en las que una acción desaforada y metida con calzador marginaban lo que de otra forma hubieran sido historias inteligentes y absorbentes. Hay sólo un
puñado de momentos de acción de cierta duración: la lucha en la jaula de la discoteca, la persecución sobre las motonieves a través de Canadá y el tiroteo que se desata en el clímax. Sí que es difícil, sin embargo, determinar lo que el director pretendía que significaran, ya que, como hemos citado antes, cada secuencia de acción no era simplemente un recurso para acelerar la trama, sino etapas dentro del viaje espiritual de los personajes. La secuencia más extraña –y quizá la que se acerca más a la visión original de Kassovitz- es la agónica carrera para subir a bordo del submarino ruso que emerge del hielo, la angustia de Aurora al ver al resto de refugiados abandonados a su suerte en las aguas gélidas y la súbita aparición de su habilidad para determinar intuitivamente el funcionamiento de las cosas cuando intenta hacer regresar al submarino para rescatarlos.

La trama se desploma al final, cuando el guión se queda atrapado en un confuso misticismo del que es incapaz de sacar nada en claro. También aquí es difícil imaginar lo que acabó descartado en la sala de montaje, pero cuando llegamos a la explicación que ofrece el personaje de Darquandier
acerca de lo que está pasando, la historia cae en picado en lo absurdo para no recobrarse nunca más. (SPOILER) Resulta que Aurora había sido diseñada genéticamente por su padre para servir de mesías a la iglesia encabezada por su mujer y cuyo embarazo, de algún modo no explicado, es de gran importancia para la Humanidad. Tampoco está nada claro por qué esa iglesia trata de asesinarla cuando se supone que va a ser su mesías. O, ya puestos, por qué ponen a Aurora bajo la protección de Toorop y luego se pasan el resto de la película intentando recuperarla. Se menciona que ella podría ser una especie de arma virológica, pero la idea se desecha tan pronto se expone. El final nos deja con Toorop criando a los niños de Aurora (dos gemelas que, de forma bastante extraña, parecen ser de razas diferentes) y el críptico comentario “Se aproxima una tormenta”, que no explica nada en absoluto. No es de extrañar que tanta gente se sintiera irritada con una película cuyo final es desastroso, aunque es difícil determinar, dada la injerencia de estudio en el montaje, quién es el verdadero responsable.

La historia del “guardaespaldas-mensajero” del futuro no era en 2008 algo ni mucho menos nuevo y ya la habíamos podido ver desarrollada en otras películas como “Ciborg” (1989), “Johnny Mnemonic” (1995) o “Hijos de los Hombres” (2006). Con esta última es con la que “Babylon” guarda más similitudes, especialmente en la idea de la chica de estatus casi divino en tanto portadora en su vientre del destino de la Humanidad. El personaje de Aurora bien podría ser una antepasada de la Leloo de “El Quinto Elemento” o la River de “Firefly” (2002), jovencitas de aspecto angelical que esconden en su interior un poder letal.

Ahora bien, en este caso se introduce deliberadamente un paralelismo religioso que parece fuera
de lugar habida cuenta de que la película acaba siendo básicamente una cinta de tiros, persecuciones y explosiones. Y es que Aurora, como la Virgen María, no sólo tiene de su lado el poder del amor y la inocencia, sino que es, literalmente, una madre virgen. Situar su origen en un laboratorio de ingeniería genética, su persecución por parte de una iglesia –cuya líder, por cierto, también es una mujer, como si de la madrastra de Blancanieves se tratara- y sus múltiples y un tanto incoherentes poderes milagrosos no son consecuencia de la torpeza del estudio en la mesa de edición, sino de Kassowitz y su coguionista Eric Besnard (aunque el responsable último bien podría ser el escritor Maurice G.Dantec, en cuya novela “Babylon Babies” se basó el guión. No he leído el libro, así que no puedo aclarar este punto).

America, en el mundo futuro imaginado por Kassovitz, está gobernada por corporaciones empresario-religiosas que compiten por el poder como las mafias criminales hacen en Rusia. Y Aurora es el producto de un plan pergeñado por la lideresa de uno de esos cultos (Charlote Rampling) para hacerla pasar por un milagro que refuerce su posición. La idea de la redentora creada genéticamente no es mala, pero por desgracia Kassovitz quiere convertirla en una auténtica Virgen María. Por eso tiene el poder de usar su aspecto angelical e indefenso para romper las defensas de los violentos hombres que la rodean –y predecir el futuro, y sentir el dolor
ajeno, etc…- Y, naturalmente, Aurora, la Virgen, también ha de redimir a nuestro protagonista, Toorop, a quien literalmente mata para luego devolverle la vida. En fin: una Virgen María, una redención vía resurrección, un falso profeta y un confuso final en el que el antiguamente rudo y desaseado Toorop viste resplandeciente lino blanco y cuida a las criaturas nacidas de la virgen… Una alegoría católica sin demasiado sentido y totalmente fuera de lugar en una película que, al fin y al cabo, va sobre mercenarios, terroristas, refugiados y malvados cultos religiosos que quieren dominar el mundo.

Para Vin Diesel, “Babylon” podría haber sido la oportunidad de avanzar en su desde hace años
adormilada carrera –podría incluso habernos hecho perdonar, que no olvidar, su participación en horrores como “XXX” (2002) o “Un canguro super duro” (2005)-, pero nos encontramos con el mismo personaje-tipo en el que él mismo se ha encasillado: duro, de imponente vozarrón, taciturno, cínico, ocasionalmente socarrón… pero con un corazoncito generoso y leal latiendo bajo su endurecida coraza. La única variación que introduce es haberse dejado el pelo un poquitín más largo que en otras películas.

Michelle Yeoh es mucho mejor actriz que Diesel, pero dispone pocos momentos que le permitan demostrarlo. Melanie Thierry tiene una belleza de carácter angelical muy adecuada al personaje que encarna, pero éste es tan enigmático y confuso que tampoco podemos apreciar nada más en su interpretación. Como curiosidad, destacar el breve pero divertido papel de un especialmente narigudo Gerard Depardieu como el jefe mafioso Gorsky.

El principal problema es que a nadie del reparto se le da la oportunidad de desarrollar su
personaje. Hay una escena con el trío protagonista metido en una tienda de campaña en el desierto helado del Ártico y otra en la que una semidesnuda Aurora se aproxima física y emocionalmente a Toorop, que destilan un mayor sentimiento y contención; pero ambas parecen fuera de lugar en la película, como si sólo se tratara de los obligatorios puntos y aparte de ritmo más lento con los que ahondar un poco más en los personajes y que son rápidamente olvidados en cuanto acaban.

“Babylon” es, por tanto, el tráiler de una película que nunca fue. Su idea de base –al menos la que ha llegado hasta nosotros, no la original de su director- no es nueva, pero al menos la puesta en escena sobre un decorado distópico resulta interesante. Los primeros cuarenta o cincuenta minutos son entretenidos e incluso prometedores; a partir de ese momento se convierte en un film de acción del montón pero con unas pretensiones metafísicas que no sabe cómo encajar ni explicar, para terminar –por decir algo- de una manera confusa e inconcluyente.


2010-SPLICE: EXPERIMENTO MORTAL – Vincenzo Natali

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El canadiense Vincenzo Natali debutó como realizador cinematográfico con la original “Cube” (1997), un extraño e ingenioso thriller a mitad de camino entre el terror y la ciencia ficción conceptual que le valió elogiosas críticas. A continuación rodó “Cypher” (2002) y “Nothing” (2003), también adscritos a la ciencia ficción y de recomendable visionado. Aunque “Splice: Experimento Mortal” fue su cuarto film, en realidad llevaba trabajando en él desde que finalizó “Cube”, aunque retrasó su puesta en marcha a la espera de que los efectos especiales estuvieran a la altura de las exigencias del guión. Por fin, consiguió para su rodaje no sólo la financiación de diversas productoras canadienses, francesas y una americana, Dark Castle Entertainment (que llevaba años imprimiendo su sello en cintas de género fantástico como “House on Haunted Hill” (1999), “13 fantasmas” (2001), “Gothika” (2003) o “La Casa de Cera” (2005)) sino el propio aval de Guillermo del Toro y Joel Silver, que figuraron como productores ejecutivos.



“Splice” Fue estrenada en el Festival de Cine Fantástico de Sitges en 2010 y luego exhibida en Sundance, donde la acogida fue lo suficientemente favorable como para que Warner Brothers la fichara para su distribución. Mientras que los críticos habían elogiado unánimemente a “Cube” como un film atmosférico y absorbente, en esta ocasión se mostraron más divididos: o bien la despreciaron como una “exploitation” demasiado gore del mito de Frankenstein, o la alabaron como producto de factura original firmado por un director personal e independiente.

Clive (Adrien Brody) y Elsa (Sarah Polley) comparten relación sentimental y profesional. Ambos son brillantes genetistas contratados por Newstead Pharmaceuticals para diseñar proteínas modificadas que puedan aplicarse en diversos campos y, especialmente, en la industria láctea. Cuando consiguen su propósito, todo un mundo de posibilidades se abre ante ellos: curar deformidades, regenerar órganos, prolongar la vida… pero esos no son los objetivos de la compañía que, ansiosa por exprimir la gallina de los huevos de oro, comunica su intención de dar por terminado el proyecto y patentar inmediatamente la proteína híbrida sin atender a las complejas implicaciones y
potencial de la investigación. Por su cuenta y riesgo, Elsa decide ampliar el experimento mezclando ADN humano con el de varios animales para crear un embrión que luego incuba en una matriz artificial. Clive tiene serias dudas al respecto pero se deja arrastrar por la pasión de su compañera y accede a finalizar la gestación, ver cuál es el resultado e, inmediatamente, matar a la criatura.

Sin embargo, el embrión se revuelve en la incubadora y logra escapar. Se trata de un extraño ser hembra, semihumanoide, carnívoro y anfibio, al que bautizan Dren (Nerd, “extraño”, al revés) y al
que esconden en un almacén del laboratorio, donde se desarrolla a gran velocidad, adoptando forma cada vez más humanoide y demostrando ser altamente inteligente y capaz de imitar a sus “padres”. Ante el riesgo de que pueda ser descubierta por los otros investigadores del complejo, la trasladan a la aislada granja de la difunta madre de Elsa. Allí, conforme Dren continúa su acelerado crecimiento hasta convertirse en una joven de extraña belleza animal, su comportamiento se hace también más impredecible y peligroso.

En “Parque Jurásico”, el teórico del caos Ian Malcolm le recrimina al empresario John Hammond: “Sus científicos estaban tan preocupados por si podían o no hacerlo, que no se pararon a pensar si debían hacerlo”. Esta reflexión es perfectamente aplicable al personaje de Elsa, cuya pasión por el descubrimiento científico sólo es igualada por su indiferencia hacia las consecuencias que pueden derivarse del mismo. Y es que “Splice” recupera el muy manido tema de Frankenstein, el monstruo creado por la mano de un hombre (o mujer, como en este caso) que, jugando a ser Dios, ignora las funestas consecuencias que sobre él y su entorno tendrá su experimento. De hecho, el propio Natali reconoce expresamente su deuda con el mito de Mary Shelley en su versión cinematográfica más clásica al bautizar a sus personajes como Clive (Colin Clive fue el actor en “El doctor Frankenstein” dirigido por James Whale en 1931) y Elsa (Elsa Lancaster, la estrella de “La Novia de Frankenstein”, 1935). Además, mientras que el relato original narra una enfermiza relación “padre-hijo”, aquí se repite el esquema trasladándolo al binomio “madre-hija”.

Como “Frankenstein”, “Splice” es una de esas historias admonitorias sobre los peligros del mal
uso de la ciencia que Natali escribió (figura acreditado en el guión) inspirado por las muy difundidas fotos de un ratón diseñado genéticamente en un laboratorio para que de su lomo creciera una oreja humana. A raíz de aquella noticia, la prensa norteamericana se lanzó inmediatamente a comparar aquel experimento con películas como “Parque Jurásico” (1993) o “Species” (1995), probablemente porque, aparte de la ciencia ficción, no existe otro género en el que la ingeniería genética sea un tema con entidad propia -aunque a menudo y por desgracia éste quede reducido a historias muy simplonas sobre criaturas grotescas y/o sanguinarias-. Para encontrar algo cercano a “Splice” a la hora de abordar con seriedad temas y cuestiones relacionados con la ética de la experimentación genética, habría que retroceder en el tiempo a productos como la miniserie británica para televisión “Evolución: Experimento Mortal” (1988) o la también televisiva “Chimera” (1991).

Pero a diferencia de éstas, Vincenzo Natali logra mantener el componente científico de la historia a un nivel verosímil (en los créditos finales aparecen consignados asesores en ingeniería genética), lo que sitúa a “Splice” por encima de las “monster movies” ordinarias y la aproxima al campo del thriller científico. No es que los temas propios de las películas de monstruos se olviden completamente, todo lo contrario, pero resulta refrescante ver una historia que se esfuerza por mantenerse dentro de los límites de lo realista incluso en aquellos aspectos que no están directamente relacionados con la ciencia en sí: el peligro de la investigación financiada y controlada por corporaciones privadas, la legitimidad moral de las patentes de material genético o la ética de ciertos experimentos. En palabras del propio director: “La vida es algo más que una colección de elementos químicos y proteínas. Es una auténtica fuerza (…) No puedes detener una nueva vida. Una vez el genio ha salido de la botella, no lo puedes devolver a ella…”. Mientras Natali trabajaba en el proyecto, los investigadores del mundo real clonaron a la oveja Dolly y se legalizó la creación de híbridos humano-animales, lo que da una idea de la estrecha línea que, en este caso, separaba la realidad de la ficción.

Esta bienvenida verosimilitud científica no oculta que, al final y en su fuero interno, “Splice” sea básicamente una “película de monstruos”. Tenemos, por ejemplo, la pareja protagonista, propia de las más tópicas cintas de terror, tomando una decisión errónea tras otra a pesar de su supuesta genialidad intelectual. Además, algunos de los momentos más fascinantes del film son precisamente los relacionados con la presentación de la criatura. Hay un indudable sentido de la maravilla - mezclado con repulsión y extrañeza- en las escenas en las que la criatura aparece por primera vez, correteando y escondiéndose por el laboratorio; o cuando
demuestra su inteligencia utilizando para expresarse las letras del Scrabble. Visualmente, la película incorpora influencias de David Cronenberg (no sólo de “La Mosca”, sino “Cromosoma 3” o “Rabia”), Guillermo del Toro, el “Alien” de Ridley Scott, o “Cabeza Borradora” de David Lynch: el diseño de la criatura (esa cola con un aguijón retráctil), la sangrienta lucha de los gusanos diseñados genéticamente en el laboratorio o el angustioso momento en el que Drenn emerge del útero artificial junto a una cascada de líquido amniótico.

La trama pierde algo de interés cuando Dren crece y, de estar generada mediante animatrónica y
CGI, pasa a ser interpretada por la actriz francesa Delphine Chaneac. Ésta, con todo, realiza un muy buen trabajo, incorporando una intrigante serie de movimientos corporales, expresiones faciales y gestos animales que se añaden al acertado trabajo del departamento de maquillaje y efectos especiales, que transforman su anatomía humanoide mediante una cola con aguijón, alas, manos de tres dedos y patas con pezuñas. En lo que se refiere al apartado visual, Natali consigue un buen equilibrio entre CGI e imágenes reales, efectivo que no efectista, y al que hay que añadir la fotografía fría y estilizada de Tetsuo Nagata, que envuelve al film en una extraña y enfermiza atmósfera.

Ahora bien, Natali no está interesado en contar tan sólo la típica historia de monstruos de laboratorio que acaban volviéndose contra su creador: “De ningún modo quiero que este film se interprete como algo contrario a la biotecnología o la biomedicina. Estos investigadores hacen un trabajo muy importante. Creo que lo que la película dice es que estamos manejando herramientas y fuerzas muy poderosas, y tenemos que aproximarnos a ellas de una forma madura y prudente. Los protagonistas son muy jóvenes, muy inteligentes, muy ambiciosos y comprenden la vida en su forma química, pero no la esencia de lo que significa la vida, lo que es la vida. Y ahí es donde las cosas se tuercen (…) Y, de algún modo, ésta es una película sobre el descubrimiento de lo humano en el monstruo y de lo monstruoso en los humanos, de lo que nace en los científicos tras crear esa cosa y qué tipo de puertas abre esa creación en ellos”.

Así, de forma inteligente y bastante siniestra, la historia explora la crueldad de los científicos,
tanto con Dren como entre ellos mismos, construyendo una angustiosa red de tensión psicológica que los engulle a todos. Hay quien ha querido ver en la película una alegoría de la familia que trata de asimilar el despertar de la adolescencia, sobre el que saben poco y controlan aún menos (en realidad, tampoco entienden ni controlan sus propias obsesiones y deseos). De hecho, en “Splice” la familia es, como Dren, otro experimento que da resultados desastrosos porque, además de plantear los límites éticos de la ciencia, se pregunta también por los de la familia. De hecho, como sucedía en “El Último Exorcismo” (2010) y “Déjame Entrar” (2010), la película versa sobre una chica que dista de ser normal y su incapacidad para encajar en nuestro mundo.

Dren es un experimento de incalculable valor (de su cuerpo pueden extraerse proteínas que, por ejemplo, curen el cáncer), pero también una hija a los ojos de Elsa. La relación entre Dren y Elsa especialmente, irradia intensidad y verosimilitud. Por desgracia, la desorientación de Elsa acerca del lugar que ocupa Dren en su vida la lleva primero a maltratarla y luego a odiarla. De hecho, mediante una serie de flashbacks, nos enteramos de que la propia Elsa fue tratada por su madre como un animal de laboratorio, lo que la dejó psicológicamente traumatizada e incapaz, ya en su madurez, de distinguir entre su faceta de científica y la de madre. Aunque anhela tener hijos, Elsa teme fundar una familia y opta –no queda claro si inconscientemente o a propósito pero en cualquier caso a espaldas de Clive- por utilizar su propio ADN para “fabricar” su hija-clon.

Y, como cualquier padre sabe, los desafíos de la niñez –alimentar, limpiar, soportar los berrinches
y los sustos de repentinas e inexplicables fiebres- no son nada comparados con las complejidades emocionales, psicológicas y sociales de la pubertad. Cuando Dren alcanza ese estadio, Elsa empieza a comportarse como una madre tirana e intolerante mientras que Clive, que semanas atrás no hubiera dudado en asesinar a la criatura, ahora se siente más cercano a ella. La situación empeorará todavía más cuando el impulso genético de Dren la lleve a desarrollar una enfermiza atracción sexual hacia Clive.

Hay una escena hacia la mitad del metraje que simboliza perfectamente la fina línea por la que
camina la película, a mitad de camino entre la ciencia, la familia y el subgénero del monstruo. Como ya he dicho, Elsa y Clive recluyen a la ya adulta Dren en la granja de aquélla. Sola en un granero, sin nada que hacer excepto esperar las esporádicas visitas de sus “padres”, aburrida y sintiéndose sola, Dren hace amistad con un gato, acurrucándose junto a él por la noche. Cuando Elsa descubre al animal, se la arrebata a Dren, justificando tal acto de crueldad por el peligro que pudiera suponer el animal para ella, que se queda enrollada en su lecho de paja llorando de frustración. Cuando Elsa recapacita y trata de devolverle el gato a Dren, ésta , en un arrebato de ira, lo mata con el aguijón venenoso de su cola. Es un ejemplo clásico y horrendo de abuso infantil, en el que la crueldad se ejerce de los más poderosos a los más indefensos.

También hay momentos en los que la historia tropieza. Mientras que el torturado amor entre Elsa
y Dren se retrata con crudeza y verosimilitud, la tensión sexual que nace entre Dren y Clive resulta torpe e irreal. Por mucho que los magos de los efectos especiales doten a la desnuda Dren de una extraña belleza, a mitad de camino entre lo repulsivo y lo sensual, es fácil ver por qué muchos espectadores se sintieron disgustados por este giro del guión.

Adrien Brody y Sarah Polley hacen un trabajo competente, con pasajes notables. Polley transmite bien la forma en que la pasión por el conocimiento propia del científico se transforma en una obsesión alimentada por sus traumas infantiles –si bien estos nunca acaban de ser adecuadamente explorados-. Aunque Brody es un actor que podría haber dado más de sí de haber tenido un personaje algo más interesante, interpreta con oficio al neurótico y menos talentoso compañero de Elsa. El conflicto que se
establece entre ambos –el deseo no satisfecho de tener hijos, la injerencia de lo profesional en lo personal, el lastre de un pasado tormentoso sobre una relación sentimental- tiene más interés que el previsible desarrollo de la criatura, pero al final el guión opta por encasillarse en la “seguridad” de los tópicos del subgénero.

Y es que lo que comienza como un thriller atmosférico y contenido, centrado principalmente en la psicología de los protagonistas humanos, acaba desviándose hacia el género más estereotipado de terror con monstruo. No es descabellado pensar que el respaldo económico de Dark Castle viniera condicionado a que el guión otorgara mayor peso al lado más tópicamente sangriento de la historia, aspecto que toma el control de la
trama en el último tercio de la película y que encajona a ésta en el terreno del cliché. El resultado es que, a pesar de toda la atención que se presta a la vertiente científica y el tormento psicológico de los protagonistas, “Splice” nunca se aleja demasiado del tópico de “Frankenstein”, siendo más una visión pesimista de la ciencia que una reflexión ponderada de los peligros y potencial benefactor de la misma. Se plantean cuestiones interesantes acerca de la investigación genética, pero los guionistas no llegan a ofrecer algo verdaderamente original al respecto.

Tampoco el final resulta sorprendente, casi como si Natali a esas alturas hubiera perdido el interés y se dejara llevar por los lugares comunes del subgénero (criatura enloquecida y fuera de control que ataca violentamente a sus creadores) y sin que tampoco sus compañeros guionistas, Antoinette Terry Bryant y Doug Taylor, pudieran imaginar una forma mejor de terminar la historia (a pesar de contener una de las más bizarras escenas sexuales de la ciencia ficción moderna).

Aunque quizá sea el film menos interesante de Vincenzo Natali hasta ese momento y su potencial temático no llegue a estar adecuadamente explotado, “Splice” merece un visionado. Film de monstruos disfrazado de thriller científico, su mayor logro no es tanto la criatura propiamente dicha como la enfermiza relación entre sus personajes y la forma en que afrontan la obsesión, la pasión por el conocimiento y el enigma de la vida. Crear vida no tiene por qué ser un acto generoso, y la película nos explica por qué.


1951- FLASH GORDON - Dan Barry

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Alex Raymond dibujó la plancha dominical de Flash Gordon desde enero de 1934 hasta abril de 1944, cuando se alistó en los Marines para combatir en la Segunda Guerra Mundial. Fue durante esa etapa inicial que el personaje consiguió un rotundo éxito, siendo adaptado a otros medios y protagonizando tres seriales cinematográficos que aún lo hicieron más popular. Los sucesores de Raymond en el comic siguieron su estela, pero carecían de la brillantez artística de su predecesor y tampoco pudieron aprovecharse de unos guiones, escritos por Don Moore, que cada vez se antojaban más rancios. Austin Briggs, el ayudante de Raymond y un dibujante bastante competente, se hizo cargo de la página dominical desde mayo de 1944 a junio de 1948. También dibujó la tira diaria –que contaba historias diferentes de la plancha dominical- desde su arranque el 27 de mayo de 1940 hasta su cancelación en junio de 1944-. Emmanuel Mac Raboy sustituyó a Briggs en la página dominical en 1948, permaneciendo en ella hasta su muerte en 1967.



Mientras tanto, en el mundo real, la televisión ascendía a principal medio de entretenimiento de millones de norteamericanos. En 1950, la Fox emitió los seriales cinematográficos de Flash Gordon adaptados como serie de televisión y a raíz del buen resultado obtenido, la Interwest Film de Berlín y la Intercontinental Films Corporation se asociaron para producir una nueva serie de televisión de Flash Gordon que constó de 39 episodios de 25 minutos y cuyos papeles principales recayeron en Steve Holland (Flash), Irene Champlin (Dale) y Joseph Nash (Zarkov). La serie fue emitida entre 1954 y 1955, pero desde que empezó a hablarse de ella, la King Features Syndicate, agencia propietaria de los derechos, decide aprovecharse del posible tirón del personaje resucitando su tira diaria, difunta desde hacía seis años. El director artístico de la agencia, Sylvan Byck y su editor en jefe, Ward Green, le ofrecen el proyecto a un artista sólido de reconocida trayectoria a pesar de su relativa juventud –no llegaba a los treinta años-: Dan Barry.

Barry había nacido en Long Branch, New Jersey, el 11 de julio de 1923. Recibió clases de los prestigiosos pintores Raphael Soyer y Yasuo Kuniyoshi en la American Artist´s School y en septiembre de 1941 conoció al dibujante e ilustrador George Mandel, quien le sugirió que podría hacer carrera en el mundo del comic. En agosto de 1943, Barry se alistó en el ejército, para el que realizó una tira cómica, “Bombrack”, publicada en la revista de las Fuerzas Aéreas. Tras su desmovilización en enero de 1946, trabajó en comic-books como “Captain Midnight”, “Crime Does Not Pay”, “Big Town”, “Gang Busters” o “Airboy”. Su primera tira para un periódico fue la diaria de “Tarzán”, de la que comenzó a encargarse en 1947, permaneciendo en ella durante un año. En 1950, se dedicaba a la ilustración publicitaria y los comics educativos y cuando la King Features le ofreció “Flash Gordon”, lo rechazó.

Sus motivos eran tan sencillos como razonables. Le encantaba el dibujo de Alex Raymond -¿a
quién no?- pero detestaba los guiones, que consideraba simplones y más relacionados con la fantasía que con la ciencia ficción a la que supuestamente estaba adscrito el personaje. Sólo accedió a encargarse de Flash si se le otorgaba total libertad para encuadrarlo en guiones de auténtica ciencia ficción, lo que pasaba por eliminar al planeta Mongo y todos sus pintorescos habitantes y circunscribir la acción al ámbito del Sistema Solar. La King Features accedió. Después de todo, no consideraban este relanzamiento de la tira diaria a blanco y negro como uno de los puntales de la agencia.

La aproximación de Barry al personaje, para utilizar la terminología actual, supuso un auténtico “reboot”. La ciencia ficción americana había tomado forma en las revistas populares a través de aventuras muy sencillas plagadas de tópicos. De una de aquellas series pioneras, “John Carter de Marte”, fue de donde el escritor Don Moore
y el dibujante Alex Raymond extrajeron la inspiración para crear el primer romance planetario del mundo de las viñetas: “Flash Gordon”. Como Carter, Flash era un terrícola que llegaba a un planeta alienígena, luchaba contra tiranos, se convertía en gobernante, rescataba y enamoraba princesas, se enfrentaba a monstruos, inspiraba inquebrantable lealtad entre sus amigos, era tan diestro con la espada como con la pistola de rayos y pilotaba tan bien un cohete como luchaba a puñetazos en la arena de un circo de gladiadores.

Pero durante los años cuarenta, la ciencia ficción literaria, inspirada por la línea marcada por el editor John W.Campbell para la revista “Astounding Science Fiction”, había ido alejándose de
aquellas aventuras plagadas de héroes invencibles y monstruos alienígenas escritos por autores con más imaginación que talento, para adoptar una mayor verosimilitud y sobriedad, poniendo énfasis no sólo en provocar el asombro y el sentido de la maravilla sino en construir personajes sólidos que se sirvieran de la ciencia para resolver problemas. Escritores como Robert A.Heinlein, Isaac Asimov, Arthur C.Clarke (todos ellos con formación científica), A.E.van Vogt, Ray Bradbury, Frederik Pohl… cambiaron la CF, dejando obsoleta su etapa pulp. En el cine el género también estaba experimentando su propia revolución. Tras una década prácticamente ausente de las pantallas, el estreno de “Con Destino a la Luna” (1950) cosechó un notable éxito abriendo paso a otras producciones de similar corte realista.

Por otra parte, en el mundo real, la Unión Soviética y Estados Unidos se hallaban enfrascados en una carrera armamentística desde el final de la Segunda Guerra Mundial en 1945. Los ingenieros
de ambas potencias diseñaban misiles cada vez más sofisticados propulsados por cohetes que, en un momento determinado, ya fueron capaces de poner vehículos en el espacio. Aunque oficialmente el inicio de lo que se dio en llamar Carrera Espacial no tendría lugar hasta 1955 (cuando soviéticos y americanos revelaron sus planes de poner satélites en órbita), hacia 1950 ya resultaba evidente que viajar al espacio había dejado de ser una fantasía. Aún se tardaría algún tiempo, pero se iba a lograr, y esa era una puerta hacia una gran aventura que se adivinaba muy diferente de las repetitivas peripecias del “viejo” Flash Gordon en Mongo.

El Flash de Dan Barry, por tanto, fue hijo de una nueva modernidad suscitada por el desarrollo tanto de la literatura de ciencia ficción como de la tecnología aeroespacial. De esta forma, el
primer arco argumental, “Prisión Espacial” (19 de noviembre de 1951 a 16 de febrero de 1952), nos presentaba a un Flash Gordon y una Dale Arden reconvertidos en veteranos exploradores espaciales que despegan desde el centro espacial de Ohio (Cabo Cañaveral aún quedaba casi una década en el futuro) en misión a Júpiter a bordo del X-3. Era el tercer viaje que se intentaba a ese planeta, habiendo acabado los dos anteriores en desastre. En la segunda viñeta de la primera tira, los cohetes se averían y la nave se ve obligada a atracar en una estación espacial que sirve de penitenciaría. Naturalmente, su llegada sirve de catalizador a un intento de fuga que se complica y que acaba involucrando a todos los internos.

Se trata de un drama carcelario con momentos de gran suspense e incluso claustrofobia, en el que los personajes son lo de menos. Los tripulantes del X-3 apenas tienen identidad y los protagonistas nominales, Flash y Dale, se comportan de forma absolutamente predecible. De hecho, es una historia que no se diferencia demasiado de las muchas que aparecieron por entonces protagonizadas por “patrullas espaciales”, con el consabido convicto redimido que se une al grupo de Flash y que cubre el puesto de “científico oficial” que habría correspondido al doctor Zarkov (ausente en esta nueva encarnación de la tira). Con todos sus defectos argumentales, el tono general del nuevo “Flash Gordon” no podía ser más diferente del que dominó al personaje en sus inicios.

En 1952, a través de su compañero de estudio, Ric Estrada, colaborador de los comics de EC,
Barry conoce a un editore, guionista y dibujante de esa editorial, el gran Harvey Kurtzman. Ambos deciden comenzar a colaborar en la escritura de los guiones de “Flash Gordon” y durante un año, Kurtzman se ocupó de escribir varios de sus arcos argumentales, esforzándose porque la información científica tuviera una base real. El resultado fueron aventuras que, aunque con un considerable grado de fantasía, eran más plausibles que las imaginadas por Moore y Raymond en los años treinta (Moore había seguido escribiendo los guiones de la tira para Austin Brigs hasta 1944, y, desde 1948 hasta 1967 para Mac Raboy).

La siguiente aventura nos da un ejemplo de lo que funcionaba y lo que no en este nuevo Flash Gordon. “La Ciudad de Hielo” se serializó del 18 de febrero al 14 de junio de 1952 y contaba cómo
la nave X-3, tras una arriesgada aproximación a Júpiter, se ve obligada a aterrizar en una de sus lunas, Ganímedes, para realizar reparaciones. El suspense previo derivado de los riesgos de una misión espacial se convierte entonces en la familiar rutina explotada por Don Moore y los dibujantes que ilustraron sus guiones. Así, resulta que el interior de Ganímedes no sólo resulta ser habitable, sino que alberga un reino dirigido por la Reina Marla, una mujer fatal modelada a partir de la Princesa Aura de la primera época. Flash se ve entonces involucrado en las luchas internas de poder dirigidas por el malvado y manipulador primer ministro, Garl. También encontramos la típica batalla con monstruo-dinosaurio en la arena de gladiadores y la huida por un planeta –o luna, en esta ocasión- habitado por pintorescas razas como los hombres-mariposa, los sátiros de Tártaro o los hombrecillos utópicos de Pasturia, cada una de las cuales supondrá un peligro y un desafío diferente para el protagonista. Además, se presenta a Ray Carson, un sidekick adolescente cuya misión, además de ponerle a Flash las cosas más difíciles –o ayudar, según venga bien al guión- es la de servir de enlace emocional con el lector más juvenil.

Por tanto, esta nueva aventura no lo es tanto y su lectura sabe a versión recalentada del Flash Gordon de Alex Raymond. El problema, como hemos dicho, es que ese tipo de ciencia ficción ya
había sido ampliamente superado en la literatura, el cine e incluso el comic (recordemos los magníficos relatos incluidos en “Weird Science” bajo el sello de EC Comics desde 1950). Todo el realismo se deja de lado y se le pide al lector un esfuerzo extraordinario de suspensión de la realidad para poder disfrutar unas aventuras que están más relacionadas con la fantasía que con la ciencia ficción. Las cosas mejoran algo cuando encuentran –aún sin salir de Ganímedes- a un alquimista llamado Murlin, procedente de la Tierra del siglo XIV y que vive en una casa directamente extraída de la Inglaterra de ese siglo. Semejante comienzo no augura nada bueno, pero lo que sigue a continuación es una peripecia de viajes en el tiempo bastante bien narrada y entretenida aun cuando no resulte particularmente original.

Aquella fue la última aventura de Flash guionizada conjuntamente por Dan Barry y Harvey Kurtzman. A pesar de la sintonía de ambos en relación a la dirección que debía seguir la serie, sus respectivos modos de trabajo era demasiado diferente, casi opuesto, como para que aquella colaboración perdurara. Porque Kurtzman, además de guionista, era dibujante y elaboraba sus guiones mediante storyboards ejecutados con su característico estilo suelto y casi caricaturesco. Esta forma de trabajar incomodaba a Barry, que sentía coartada su libertad de composición y el poder utilizar su propio estilo gráfico. Finalmente, Kurtzman abandonó “Flash Gordon” para concentrarse en su labor de editor y guionista de la revista paródica “Mad”.

Desde 1957 a 1964, Barry residió en Europa, pero continuó enviando las tiras de “Flash Gordon”
para la King Features. Eso sí, empezó a depender cada vez más de sus colaboradores tanto en el planteamiento de las historias como en el apartado gráfico. Después de Kurtzman, por ejemplo, uno de sus guionistas fue Harry Harrison, el luego famoso escritor de ciencia ficción. Estos colaboradores nunca figuraron acreditados en las historias, pero su influencia se percibe en los vaivenes temáticos y artísticos que pueden detectarse en ellas. De todas formas, la mayor parte del “Flash Gordon” de Barry lo escribió Fred Dickenson, quien ofreció historias superiores a la media de lo que se podía encontrar en las viñetas del género –durante el mismo periodo también firmó los guiones de “Rip Kirby”-.

Sería demasiado largo detallar todos y cada uno de los arcos argumentales de la tira diaria de “Flash Gordon” durante la etapa de Dan Barry. Digamos, eso sí, que en lugar de quedarse
lastrado en las peleas de esgrima, las princesas enamoradizas y los monstruos de turno, intentó tomar el pulso a lo que iba ocurriendo a su alrededor. Por ejemplo, en 1949 se empezó a emitir el programa televisivo “Captain Video and His Video Rangers”, dirigido a un público infantil-juvenil. Así, entre abril y octubre de 1953, Flash y Dale visitan a Ray Carson, que ha fundado un club, los Space Kids, para construir un modelo de cohete, a lo que Flash accede a prestar su ayuda. Verle fumando tranquilamente su pipa mientras contempla los progresos de los muchachos y luego actuando como mediador entre un chico y su estricto padre resulta desconcertante. De repente, la tira se había decantado por un tono mucho más juvenil, algo que, afortunadamente, no duraría.

Algo más adelante y siguiendo otra nueva moda, Flash sería abducido por un ovni mientras conducía por una carretera solitaria. Aunque hoy esto nos parezca un cliché, en 1955, cuando
apareció esa historia, era algo relativamente nuevo. Los alienígenas, de apariencia vagamente asiática –otro remanente del viejo Flash y su obsesión por el Peligro Amarillo- lo esclavizan y obligan a participar en un circo…hasta que, naturalmente, el héroe consigue los esperados aliados y decide cambiar las cosas. Los viajes espaciales seguirían formando parte importante de la serie y antiguos conocidos como el doctor Zarkov, incluso el planeta Mongo, que parecían haberse borrado de la biografía del nuevo Flash, regresarían a la mitología del personaje cuando Barry pasó a encargarse de la página dominical tras la muerte de Emmanuel Mac Raboy (a partir del 18 de febrero de 1968, retomando su colaboración en los guiones con Harvey Kurtzman).

El Flash Gordon de Barry, en resumen, era más humano que el de Raymond. Sin dejar de ser un héroe de corte clásico, sí se encontraba a menudo derrotado por el enemigo de turno, sus heridas tardaban en sanar, sufría desengaños amorosos y dependía tanto de su valor como de su inteligencia y conocimientos científicos. Incluso su aspecto y expresividad físicas eran más cercanas a los de un hombre normal en contraste con el porte de estatua divina del Flash raymondiano.

Puede que Dan Barry no parezca a primera vista un artista de la excelencia de Alex Raymond,
pero para ser justos hay que tener en cuenta que este último se movía, en el caso de Flash Gordon, en el ámbito de la página dominical a color. En cambio, Barry se ocupaba de entregar todos los días una tira en blanco y negro que sólo podía dividir en dos o tres viñetas –cuatro a lo sumo, sacrificando considerablemente la claridad-. Desde luego, no era el formato más adecuado para desarrollar un dibujo preciosista y espectacular, que es lo que parece demandar el género de la ciencia ficción. Sin embargo, su arte siempre fue muy sólido e incluso, según los ayudantes con los que contara en cada momento, detallista. De hecho, Barry fue uno de los artistas que definieron la moderna escuela realista en el comic hasta que Jack Kirby fundara una nueva escuela en Marvel Comics en los años sesenta. Fue asimismo un competente narrador que combinaba la limpieza y síntesis expositiva con la elegancia. Su utilización de fotografías como referencia visual, la iluminación expresionista de algunos primeros planos y la atención a la elaboración de texturas hacían de muchas de sus tiras auténticos ejemplos del mejor comic realista.

Ya desde los mismos inicios de la tira, Dan Barry dio forma gráfica a su Flash y su estilo, pasado
por el filtro de sus múltiples colaboradores, no variaría demasiado hasta que abandonó al personaje décadas después. La huella de esos asistentes es más o menos intensa dependiendo de su propia personalidad gráfica y el grado de intervención en el proceso creativo. Entre los nombres más relevantes de quienes ayudaron anónimamente a Barry en un momento u otro se encuentran Frank Frazetta, Jack Davis, Bob Fujitani, Fred Kida, Sy Barry (que era su hermano), Ric Estrada, Paul Norris, Wil Elder, Leonard Starr, Al Williamson, Mike Sekowsky, Joe Giella…

Ciertamente, responsabilizarse de una tira diaria es una labor muy exigente. Hay que trabajar sin
descanso y de forma disciplinada; todos los días los periódicos deben tener listas y en su poder las viñetas comprometidas. No es raro, por tanto, que los autores recurrieran a ayudantes que les desahogaran de trabajo fuera de regularmente o en momentos puntuales –vacaciones, enfermedad, otros compromisos profesionales…- . Ahora bien, la cantidad de nombres asociados a Barry en “Flash Gordon” es tal que uno no puede evitar pensar que el autor no siempre se tomó demasiado en serio su trabajo. De hecho y como ya mencioné más arriba, de 1957 a 1964 trasladó su residencia a Europa, según dijo para impulsar su carrera como pintor abstracto expresionista, aunque las ganas de vivir bien y evadir impuestos –delito por el que acabó yendo a la cárcel en 1982- probablemente fueron razones igual de poderosas. El guión, la rotulación y el entintado lo realizaban terceras personas e incluso a veces ni siquiera era Barry quien abocetaba. Por ejemplo, durante años fue Bob Fujitani quien, imitando el estilo de su patrón, dibujaba la tira si bien su nombre no aparecía como el del principal responsable.

La etapa de Barry en “Flash Gordon” finalizó en 1990 tras rechazar el autor la rebaja en sus honorarios que proponía King Features Syndicate. La tira diaria sólo le sobreviviría tres años más y ni siquiera profesionales tan competentes como Bruce Jones, Ralph Reese o Gray Morrow consiguieron salvarla de la cancelación.

Sus casi cuarenta años manejando el destino de Flash Gordon convierten a Dan Barry en el autor más larga y estrechamente asociado con él. Es evidente que no todo lo que hizo puede ser considerado bueno, pero sus dos décadas iniciales, los cincuenta y los sesenta, deben sin duda incluirse entre lo mejor que ha ofrecido el aventurero espacial.

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