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2005- CRÓNICA DE TIERRA 2 – Jordi Sierra y Fabra

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Los robots han sido siempre uno de los temas más queridos por la ciencia ficción, y ello aun cuando transcurridos más de cien años desde la conformación definitiva de ese concepto tecnológico, no parece que vayamos pronto a compartir nuestro mundo con androides inteligentes y autoconscientes. En realidad, son más las máquinas y el mundo virtual los que se perfilan como nuevos amos de la civilización. Pero a la postre, esa incapacidad de la mayoría de los autores para “predecir” el futuro es irrelevante. Porque los robots no son sino una excusa para reflexionar sobre otros temas, especialmente sobre nosotros mismos como especie.



Los robots evolucionaron en la literatura desde los autómatas del siglo XIX a mecanismos ya más autónomos en la era de los pulp, en el primer tercio del pasado siglo. En esa corriente encontramos desde seres mecánicos peligrosos y hasta lujuriosos a desgraciadas víctimas de los prejuicios humanos en la forma de modernas criaturas de Frankenstein. Fue Isaac Asimov quien les dotó de algo parecido a un código ético con sus Tres Leyes de la Robótica, evolucionando luego al albur de los tiempos, desde fieles ayudantes y herederos de la Humanidad (“Ciudad”) hasta máquinas letales que amenazan nuestra misma existencia, individual o colectivamente (“Terminator” o “Matrix”). Pero en último término, como decía más arriba, se trata de examinarnos a nosotros mismos, bien convirtiendo al robot en una trasposición de las virtudes y debilidades humanas, bien dotándole de una entidad auténticamente artificial y analizar al hombre por comparación con aquélla. Ambos caminos son los que toma Jordi Sierra i Fabra en “Crónica de Tierra 2”.

Tierra 2 es un planeta de robots. Cientos de años atrás, éstos convivieron con el Hombre tras haber colaborado ambas “especies” para escapar de una gran catástrofe en la Tierra. En ese
nuevo mundo, formaron una sociedad mixta que se desarrolló en paz en el seno de ciudades protegidas por cúpulas de su exuberante vida natural. Pero el paraíso se vino abajo cuando una facción humana anti-robot acabó corrompiendo la coexistencia hasta el punto de degenerar en una horrible guerra “civil” en la que los robots, cuya programación les impedía adoptar comportamientos agresivos, a punto estuvieron de desaparecer. Finalmente, uno de ellos puso en práctica un plan desesperado: ofrecer a los humanos el conocimiento del paradero de la Tierra original para que aceptaran marcharse a su “hogar” primigenio y dejar así a las máquinas vivir solas y en armonía en Tierra 2. Los humanos aceptaron y durante casi trescientos años los robots no han vuelto a saber de ellos.

Puede que se hayan librado de la violencia, pero ahora los robots (o las máquinas, como prefiere denominarlas el escritor) deben enfrentarse en solitario a su propia lucha por la supervivencia. No pueden sobrevivir fuera del ambiente controlado de las ciudades, puesto que la vegetación, los
animales y el clima acabarían con ellos. Y sin la capacidad para explorar el planeta y aprovechar sus recursos minerales, sus piezas y mecanismos van deteriorándose por el uso sin esperanza de encontrar recambios. Los robots, por tanto, también “mueren” y, a diferencia de los humanos, no pueden reproducirse de forma natural. Necesitan materias primas con las que renovarse ellos mismos y construir nuevos ejemplares. Para ello, llevan mucho tiempo surcando el espacio exterior a la búsqueda de mundos que contengan el hierro con la pureza necesaria que permita crear nuevas máquinas y asegurar la supervivencia de las viejas. Esa tarea, no obstante, parece una misión desesperada habida cuenta de la inmensidad del universo y el relativamente poco plazo del que disponen.

Nathanian es un robot científico, un apasionado del estudio del ser humano que plantea una
solución radical, el Proyecto Génesis, que consiste en utilizar el almacén genómico que dejaron atrás los humanos para recrear una pareja de ellos que reinstaure esa especie en Tierra 2. Está convencido de que los hombres, a pesar de su salvajismo y demostrada inestabilidad, cuentan con la energía, creatividad y adaptabilidad necesarias como para sacar a los robots del estancamiento en el que languidecen. Podrán salir de las ciudades y enfrentarse con éxito al ecosistema, utilizar su ingenio e intrepidez para encontrar soluciones a los problemas y evitar la involución y eventual extinción de las máquinas.

Sin embargo, esta propuesta se enfrenta con el sentir de muchos de sus congéneres, que no han olvidado la guerra contra los humanos y que consideran a nuestra especie como una amenaza
letal. Prefieren cerrar los ojos a la realidad de su decadencia y confiar en que alguno de ellos, en algún momento, encontrará una solución milagrosa. La propuesta de Nathanian coincide con las tensiones políticas que rodean el relevo en la cúpula de poder de los robots, cúpula en la que se enfrentan los sectores más liberales y los más reaccionarios. Cuando el robot destinado a ser el líder de esa sociedad aparece “muerto”, surge la duda. ¿Ha sido un simple y casual accidente? ¿O se trata de un asesinato político? ¿Han caído los robots en los mismos vicios de los que tanto acusaban a sus creadores humanos? ¿Merece la pena recrear al hombre?

“Crónica de Tierra 2” es un libro que indefectiblemente remite a los relatos de robots de Isaac Asimov. Sus seres mecánicos, como los del gran escritor americano, cuentan con cerebro
positrónico y comportamientos muy humanos aun cuando estén regidos por una lógica programación. Ésta, además, sigue los parámetros de las Tres Leyes asimovianas de la robótica. También de Asimov toma la excusa narrativa (un enigma policiaco que recuerda a los casos del detective robot R.Daneel Olivaw) y su estilo prosístico, poco sofisticado, funcional y apoyado en los diálogos más que en las descripciones de ambientes y tecnología. No hay aquí ambiciones estilísticas de ningún tipo, pero ello redunda en la facilidad de lectura y en la bienvenida recuperación de una forma de hacer ciencia ficción propia de los años cuarenta y cincuenta, la Edad de Oro de la CF norteamericana, cuando importaban más las ideas y las historias que el lenguaje en el que se articulaban. “Crónica de Tierra 2” es un thriller de sabor clásico que aúna la intriga policíaca y política, el drama judicial y la space opera. Tiene un ritmo ágil, una prosa sencilla y unos protagonistas funcionales y hasta estereotipados pero muy efectivos: el científico Nathanian, idealista, alienado, comprometido y honesto; el ambivalente y manipulador político Uthan; y la persistente e incorruptible máquina policía, Anassaky. Por todo ello, es una novela recomendable tanto para un público juvenil que no encontrará grandes dificultades a la hora de abordar la obra como para quien, siendo ya lector experimentado, quiera darse un respiro entre obras de mayor enjundia (real o pretendida).

Lo que desde luego no es esta novela –y por ello ha recibido algunos comentarios negativos- es
ciencia ficción dura. A Fabra no parece importarle demasiado la consistencia científica del relato, tal y como demuestran sus abundantes incongruencias y absurdos astronómicos y tecnológicos. Por ejemplo, en un futuro en el que la tecnología ha avanzado tanto, ¿todavía es necesario el hierro para fabricar máquinas? ¿Dónde están los nuevos materiales y las aleaciones? Es más, ¿acaso resulta más sencillo tecnológicamente emprender una desesperada e incierta búsqueda por un entorno tan hostil como el espacio interestelar –por no hablar de los planetas que se puedan encontrar- que enfrentarse al ecosistema de Tierra 2?

Por otra parte, la novela alcanza un punto en el que los robots son, sencillamente, demasiado humanos como para resultar creíbles en su papel de seres artificiales. A estas alturas del siglo
XXI, ¿qué sentido tiene que se comuniquen entre ellos por lucecitas y altavoces? Se nos dice que su comportamiento está regido por la fría lógica, pero llegado el momento, desconfían, manipulan, ocultan secretos, albergan prejuicios y temores e incluso son capaces de llegar al asesinato. Como nosotros, duermen y disfrutan del juego competitivo. Carecen de sentimientos, claro, pero no de cierto aliento espiritual: en un giro muy arriesgado y probablemente excesivo, el escritor nos dice que pueden caer en la “drogodependencia” llevados por la desesperanza y la falta de metas en sus limitadas existencias. Siendo “hijos” de los humanos, también disfrutan de dimorfismo sexual: hay máquinas “femeninas” y otras “masculinas” en función de qué rasgos de sus respectivas inteligencias artificiales se encuentren más o menos potenciados. Son, en definitiva y a todos los efectos, trasuntos de seres humanos. Y ello por no hablar de la confusión en que se cae al mezclar la inteligencia artificial con un organismo ciborg (una máquina con base biológica humana o a la inversa).

En realidad, el lector debe abordar “Crónica de Tierra 2” como una especie de fábula moralizante.
Fabra utiliza a los robots para elaborar un discurso acerca del ser humano, y lo hace a dos niveles. En primer lugar, el núcleo de la novela es un juicio al Hombre como figura ausente. En el curso del proceso, el fiscal, Uthan, sacará a relucir nuestra vertiente más irracional y violenta, nuestra capacidad para la violencia, el prejuicio, la deslealtad y la destrucción; mientras que Nathanian abogará por nuestro potencial creativo, la energía vital que alimenta el progreso y que podrá sacar a la civilización robótica de su estancamiento e incluso por los sentimientos que, empujándonos a lo peor, pueden suscitar también lo mejor. Y, en segundo lugar, al comportarse los robots individual y colectivamente tal y como lo hacemos nosotros, permite tomar cierta distancia para contemplarnos a nosotros mismos “desde fuera” y discernir más fácilmente lo que realmente es importante. En este sentido, se plantean cuestiones de alcance filosófico que, aunque no son ni mucho menos nuevas, siempre están de actualidad: la condición humana, la importancia de la innovación en las civilizaciones, la necesidad de los avances científicos y los peligros que entrañan, la relación entre la ciencia y la política o el determinismo ya sea cultural o biológico. Es cierto que nada de esto se trata con una gran profundidad o sofisticación, pero reitero que dado el tono ligero de la novela y su mejor público objetivo –el juvenil-, esto no es necesariamente un defecto.

En estos tiempos y en un género en el que proliferan las inacabables sagas multivolumen y las obras tan pretenciosas como voluminosas, Jordi Sierra i Fabra nos ofrece una novela autoconclusiva y breve, de fácil lectura y sin ínfulas de gran clásico moderno. “Crónicas de Tierra 2”, aunque sea una novela de segunda división, bien puede compararse en originalidad y capacidad de entretenimiento con otras firmadas por autores extranjeros de mayor renombre.




2002- MINORITY REPORT - Steven Spielberg

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Steven Spielberg es probablemente el director con mayor éxito comercial de Hollywood y su nombre se convirtió, ya desde los inicios de su carera, en sinónimo de películas que desprenden cierto sentido de la maravilla e inocencia infantil aun cuando muchas de sus películas más recientes tengan un tono mucho más oscuro. Una parte importante de su trabajo puede encuadrarse dentro de algún género concreto, incluido, claro está, el de la ciencia ficción. Sus primeras y todavía muy recordadas incursiones en este campo fueron “Encuentros en la Tercera Fase” (1977) y “E.T.el Extraterrestre” (1982). Son películas muy emotivas que transmiten de forma ejemplar un genuino sentido de comunión con los misterios y las maravillas del universo.



Sin embargo, el enfoque de Spielberg no acaba de encajar bien con lo que habitualmente se considera “buena” ciencia ficción, esto es, la exploración y desarrollo de ideas. En estas dos películas, Spielberg no muestra interés alguno en preguntarse acerca de la naturaleza, origen e intenciones de los visitantes alienígenas. En cambio, “Encuentros en la Tercera Fase” y “E.T.” parecen más ejercicios de autosatisfacción de sus propias fantasías: el misterio cósmico viniendo a la Tierra para entrar en contacto con gente ordinaria; o alienígenas que se convierten en fieles amigos de niños solitarios… Para Spielberg, introducir un componente de racionalismo científico sólo arruinaría estas historias en las que se dan respuestas casi infantiles a los enigmas del universo. Más que una búsqueda de conocimiento, lo que encontramos en ellas es una certeza casi religiosa de que un universo benigno y paternalista vendrá hasta nosotros rodeado de hermosas luces para iluminar el sendero que debemos seguir.

Ya entrada la década de los noventa, Spielberg maduró como director. Películas como “La Lista de Schindler” (1993), “Amistad” (1997) o “Salvar al Soldado Ryan” (1998) mostraban a un realizador
que utilizaba su ideología política liberal para interpretar diferentes momentos de la Historia. Con la llegada del nuevo siglo, Spielberg regresó a la ciencia ficción con “I.A. Inteligencia Artificial” (2001), “Minority Report” y “La Guerra de los Mundos” (2005), películas muy diferentes a las que dirigió en sus inicios. “I.A.” y “Minority Report” son films que, en lugar de exigir del espectador una inocencia y sentido de lo maravilloso imprescindibles para disfrutarlas, lo lleva a través de una progresión creciente de ideas que demuestra que Spielberg había saltado, por fin, a una ciencia ficción más conceptual y elaborada. Resulta también significativo que en esa transición decidiera apoyarse en escritores clásicos del género: Brian Aldiss e Ian Watson para “I.A.”, H.G.Wells en el caso de “La Guerra de los Mundos” y, en el título que nos ocupa, Philip K.Dick.

Washington D.C.. Año 2054. John Anderton (Tom Cruise) es un oficial de policía a cargo del
Departamento de Precrimen, un proyecto piloto de carácter semiprivado que utiliza tres mutantes con capacidades precognitivas (los Precogs) para predecir cuándo van a suceder los asesinatos, arrestando a los asesinos potenciales antes de que cometan sus crímenes y acusándolos de intento de homicidio. El equipo de Anderton lleva funcionando seis años y ha registrado un espectacular éxito, impidiendo que se cometiera ni un solo crimen de sangre. No obstante, el sistema está siendo sometido a una estricta revisión por parte del gobierno, que envía al agente Danny Witwer (Colin Farrell) con el fin de detectar posibles fallos, una intrusión que empeora la situación de estrés de Anderton, todavía incapaz de recuperarse del asesinato de su hijo años atrás.

Un día, mientras Anderton interpreta las nebulosas visiones de los mutantes tratando de
determinar cuándo, cómo y quién cometerá el próximo asesinato, se da cuenta de que el criminal será él mismo. Habiendo defendido siempre que el procedimiento es infalible pero al mismo tiempo creyendo que es imposible que suceda lo que está viendo, se da a la fuga perseguido por sus propios hombres, decidido a demostrar que no es un asesino. Pero al hacerlo, se ve obligado a cuestionar la falibilidad de Precrimen y escarbar en los secretos de su origen y funcionamiento. Y todo ello en un breve plazo: tiene tan sólo treinta y seis horas antes de que, según la precognición, mate a un hombre que ni siquiera conoce.

“Minority Report” fue originalmente el título de un relato corto escrito por Philip K. Dick en 1956. Los guionistas Ronald Shusett (de “Alien”) y Gary Goldman (“Golpe en la Pequeña China”)
pensaron en utilizar la historia como base para una posible secuela de “Desafío Total” (1990, escrita también por Goldman). En ese tratamiento de guión, la acción se trasladó a Marte y los precogs se convirtieron en mutantes. La identidad del protagonista se cambió por la de Douglas Quaid, el personaje interpretado en la primera película por Arnold Schwarzenegger. Al final, el proyecto no salió adelante, pero los guionistas, que todavía eran los propietarios de los derechos del relato de Dick, reescribieron la historia apartándola del universo de “Desafío Total”. En 1997, se contrató al novelista John Cohen para rehacer completamente el guión de cara a una adaptación cinematográfica que dirigiría el holandés Jan de Bont.

Tom Cruise tuvo acceso al guión y se lo propuso a Steven Spielberg, con quien quería trabajar
desde hacía muchos años. Éste aceptó a condición de pulir la historia (para lo que trajo a Scott Frank, quien ya había firmado previamente el libreto de películas como “El pequeño Tate”, “Morir Todavía” o “Cómo Conquistar Hollywood”) y que tanto él como Cruise, en lugar de sus habituales salarios cobraran un porcentaje del beneficio, lo que permitiría mantener el presupuesto de la película por debajo de los cien millones de dólares. Al final, como suele suceder con los relatos de Philip K.Dick, hay muchas diferencias entre la historia original y la adaptación cinematográfica, la cual, por cierto, bebe también en no poca medida tanto de “El Hombre Demolido” (1953), de Alfred Bester como de “Con la Muerte en los Talones” (1959) de Alfred Hitchcock.

“Inteligencia Artificial” fue la película que actuó como bisagra entre las dos etapas de Spielberg como director de films de ciencia ficción. En ella encontrábamos a un niño perdido en busca de su
madre, un niño que descubre con maravilla y asombro un mundo del que lo desconoce todo. En este sentido, bebe mucho de “Encuentros en la Tercera Fase” o “E.T.”. Pero, al mismo tiempo, es una historia oscura, violenta y cruel que transcurre en un futuro distópico que fascina tanto como horroriza. Esta diferencia en el tono respecto a sus primeras películas es lo que la conecta a la segunda etapa, de la que “Minority Report” es ya un rotundo ejemplo. (“Parque Jurásico” y “El Mundo Perdido” también exhibían esa ambivalencia entre lo asombroso y lo atroz, si bien en mi opinión eran películas no tan decididamente pesimistas).

De hecho, “Minority Report” no puede estar más alejada de “E.T.” tanto en su historia como en
la atmósfera general que domina el argumento. Bastantes de las películas de Spielberg presentan variaciones del tema de un protagonista que, de una forma u otra, trata de llegar hasta su hogar y recuperar a su familia (o parte de ella): “Encuentros en la Tercera Fase”, “E.T.”, “El Imperio del Sol”, “Always”, “Hook” o “I.A.Inteligencia Artificial”. En “Minority Report”, Anderton pasa las noches torturándose con grabaciones holográficas de su hijo, el cual, según se nos revela más adelante, fue asesinado por un pederasta, un giro muy oscuro que nada tiene que ver con el tono luminoso e infantil de su primera etapa. Para complicar aún más las cosas, Anderton es drogadicto, algo que pocas películas mainstream americanas se atreven a plantear. Hay incluso algunos toques sexuales, detalle poco habitual en la filmografía de Spielberg.

“Minority Report” es la primera película de ciencia ficción de Spielberg que se apoya más en el
desarrollo de la trama que en la sucesión de una serie de epifanías emocionales. Su argumento es compacto y sin fisuras, con giros sorprendentes y, sobre todo, atento al desarrollo del osado concepto central: un futuro en el que el crimen puede predecirse y, por tanto, controlarse. Es más, quizá fuera el mejor guión con el que Spielberg hubiera trabajado hasta el momento. La historia consigue que el lector se convenza de que es posible llegar a un punto en el que un hombre pueda matar deliberadamente a otro que ni siquiera conoce; y ofrece una ingeniosa solución a cómo asesinar a alguien en un mundo en el que todos los crímenes se detectan antes de que ocurran. (ATENCIÓN: SPOILER): La película termina con un toque de humor negro en el que el verdadero asesino se enfrenta a una irónica elección: disparar a Anderton y ser arrestado por ello, o ejercer su libre voluntad y, por tanto, demostrar que todo el sistema pre-crimen que él ha defendido es falso.

Por otra parte, el final positivo y ejemplarizante al que no pudo sustraerse Spielberg, probablemente no hubiera sido el elegido por Philip K.Dick (es, desde luego, bastante diferente a lo que puede leerse en su relato). Se ha apuntado la interesante teoría de que el auténtico final de la película está escondido en la misma y no es lo que parece. Cuando Anderton es capturado y colocado en coma, el guardia declara: “Dicen que tu vida pasa frente a tus ojos, que todos tus sueños se hacen realidad”….y eso es exactamente lo que sucede luego: escapa, vence al villano, se queda con la chica e incluso tiene otro hijo. Ergo..el final que se nos muestra no es más que una fantasía creada por la mente de un Anderton condenado injustamente a una eternidad de no-vida. Es algo mucho más acorde con el tipo de engaños y giros sobre los que Dick gustaba apoyar muchas de sus novelas y cuentos y que pueden resumirse en que las cosas no son lo que parecen (solamente en lo que a cine se refiere, podemos citar como ejemplos “Desafío Total”, “Infiltrado”, “Next”, “Blade Runner”, “Paycheck” o “Destino Oculto”). Probablemente no es lo que el optimista Spielberg tenía en mente, pero resulta interesante que la película pueda interpretarse de esas dos formas diametralmente opuestas (el triunfo de la voluntad humana o la ilusión del libre albedrío) sin dejar de resultar entretenida. (FIN SPOILER).

Como decía más arriba, “Minority Report” sobresale en su género gracias a su interesante
concepto central: un potencial futuro que anima al debate y la reflexión: ¿Qué pasaría si el crimen pudiera predecirse y, por tanto, evitarse? ¿Crearía ello una especie de sociedad utópica? ¿Qué precio habría que pagar? ¿Sería un sistema sin fisuras? ¿Qué efectos tendría ello sobre, por ejemplo, el derecho penal o el civil? La respuesta de los guionistas, claro, es que el producto de semejante descubrimiento acabaría siendo una distopía (al fin y al cabo las utopías puras tienen poco o ningún potencial dramático) donde la tecnología propiciaría un sistema fascista en el que la gente sería arrestada por crímenes que no habrían cometido aún. Se plantea por tanto el dilema teológico del libre albedrío frente a la predeterminación, un debate de carácter filosófico-religioso que nunca ha dejado de estar presente en la ciencia ficción desde sus orígenes. ¿Es compatible la precognición con la libre voluntad? (Spielberg, de forma poco convincente, parece sugerir en la película que sí lo es).

Además, los problemas sociales derivados de nuestra propia naturaleza no quedarían
automáticamente solucionados por el hecho de poder anticipar los crímenes. La gente seguiría teniendo impulsos asesinos –de hecho, tal y como se nos muestra, habría un número inmenso de convictos en animación suspendida por ese motivo- y otras lacras continuarían afectando a la sociedad: el tráfico y consumo de drogas, por ejemplo; o la corrupción derivada de la codicia y el ansia de poder. Por no hablar de que el sistema no es infalible y que aquellos que pueden burlarlo son precisamente los que ostentan el poder y el conocimiento del mismo.

Siendo una película de Spielberg el tema de la relación entre padres e hijos no podía estar ausente. Por una parte, Anderton es un hombre atormentado que se culpa por el secuestro y
asesinato de su hijo. Por otra, mantiene a su vez una clara relación paterno-filial con su jefe y presidente de Pre-Crimen, Lamar Burgess (Max Von Sydow). (ATENCIÓN: SPOILER). Anderton acabará sobreponiéndose a sus traumas vía la muerte de su padre simbólico, tras la cual podrá retomar su vida de ciudadano de clase media, limpiando su apartamento, reconciliándose con su mujer y teniendo otro hijo. Hasta los pre-cogs acaban escapando de su condición de esclavos para formar una especie de familia. (FIN DE SPOILER).En la impresionante secuencia de apertura, una compleja tecnología de presentación de imágenes permite a Anderton manipular, ordenar y analizar los fragmentos aleatorios del futuro que se han extraído de la mente de los Pre-cogs como si de un montador cinematográfico se tratara, localizando y eventualmente impidiendo un asesinato inminente. Los peligros que acechan en ese futuro pueden de esta forma ser controlados y extraídos de la incertidumbre propia de la evolución histórica para ser convertidos en un presente maleable que puede ser contenido y supervisado.

Tener su propio estudio, Dreamworks SKG, ha permitido a Spielberg disfrutar de la libertad
creativa y la base financiera necesarias para dar forma a sus sueños, unos privilegios al alcance de pocos directores. Un factor muy importante en el éxito artístico y comercial de “Minority Report” fue la creación del mundo del futuro que sirve de fondo a la trama, una tarea en la que Spielberg se volcó con entusiasmo. Tres años antes de comenzar la producción, el director reunió un equipo de dieciséis expertos para dar forma a lo que podría ser el año 2054: ingenieros, bioquímicos, arquitectos, urbanistas, informáticos, escritores y diseñadores crearon para Spielberg un futuro verosímil, coherente con nuestro tiempo actual y rico en detalles. Tanto es así que la película merece la pena verse sólo por la exuberancia conceptual y tecnológica que presenta: videoanuncios personalizados que se activan escaneando la retina del cliente, periódicos con hologramas, cajas de cereales con figuritas animadas, coches automáticos que no sólo circulan por las autopistas sino que pueden deslizarse por las fachadas de los edificios y aparcar en huecos abiertos en las mismas, rastreadores robóticos con forma de araña que escanean la retina para confirmar la identidad… Todo ello está filmado con acierto por el director de fotografía habitual de Spielberg, Janusz Kaminski, al que aquél dio instrucciones muy claras de crear “la película más desagradable y sucia” que ambos hubieran hecho hasta la fecha. Asimismo la fusión entre la fotografía real y los efectos por ordenador está muy bien lograda. De hecho, el director prefiere construir el suspense recurriendo más al montaje tradicional que a poner en escena costosos y llamativos efectos especiales, algo que sin duda ayudará a que la película envejezca con dignidad.

La dirección de Spielberg, como de costumbre, es impecable. Desarrolla la acción con ritmo
imparable y tensión creciente fusionando con habilidad ciencia ficción y thriller policiaco sin olvidar la acción. Algunas de las secuencias son magníficas, como la persecución a toda velocidad con Anderton tratando de mantener el equilibrio sobre uno de los coches o luchando con sus compañeros policías en un callejón. La secuencia de las arañas robóticas rastreando el inmueble en el que se esconde Anderton es difícil de olvidar, como también aquella en la que el policía, gracias a la precog Agatha (Samantha Morton) consigue eludir la captura en un centro comercial sin llegar a esconderse nunca de sus perseguidores.

Mencionar por último que “Minority Report” tuvo una serie de televisión derivada en 2015 ambientada tras los acontecimientos narrados en la película, con un Departamento de Pre-Crimen clausurado y un Precog alistado como policía convencional. Fue cancelada tras diez episodios.

En definitiva, una de las películas de ciencia ficción más maduras de Spielberg, dinámica, intrigante, emocionante, imaginativa y magistralmente dirigida y montada, que plantea complejos dilemas acerca del compromiso moral y la integridad personal.



1982- V DE VENDETTA - Alan Moore y David Lloyd (1)

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Totalizando menos de treinta números en sus tres años de vida, la revista “Warrior” nunca tuvo demasiado éxito entre el gran público, aunque los fans la seguían con pasión y su influencia ha pervivido hasta nuestros días. Fue una cabecera creada por Dez Skinn, un veterano de la industria que venía de trabajar para Fleetway, Top Sellers y Marvel U.K. Mientras estuvo en esta última editorial, comenzó una línea de nuevas series que le convencieron de que Inglaterra tenía autores con el suficiente talento como para satisfacer los gustos de un público más maduro. Así, Skinn fundó su propia compañía, Quality Publishing y lanzó la revista en blanco y negro “Warrior”.


Desde su primer número, el título estuvo dominado por los guiones de Alan Moore, autor que había seguido una evolución similar a la del propio Skinn. Comenzó con los consabidos fanzines antes de publicar en 1980, con veintiocho años, una serie de once historias protagonizadas por el Doctor Who –algunas de ellas dibujadas por David Lloyd-. Pasó por “2000 AD”, la revista de comics de ciencia ficción de referencia en aquellos años, y por Marvel UK, donde realizó veinte episodios del Capitán Britania junto a Alan Davis. Ya para “Warrior” creó los personajes Laser Eraser y Pressbutton y The Bojeffries Saga; y escribió dos series hoy consideradas clásicas. Por una parte, una actualización en clave realista de un antiguo superhéroe creado en los años cincuenta por Mick Anglo, “Marvelman”, dibujado por Garry Leach primero y por Alan Davis después. Y, en segundo lugar, “V de Vendetta”, crítica social en forma de distopía superheroica.

Desde el principio, “Warrior” tuvo problemas a la hora de llegar a sus lectores potenciales. Sencillamente, los distribuidores no sabían qué hacer con una revista claramente dirigida a
lectores más maduros de lo que ellos estaban acostumbrados. El auge de las tiendas especializadas aún estaba por venir y no era fácil llegar al público potencial de aquellas historias. La puntilla vino cuando Marvel se quejó a Quality por la utilización de un personaje, Marvelman, de igual nombre que uno suyo, por lo que Skinn se vio obligado a retirar la serie de la revista y sustituirla por “Bogey”, una mezcla entre género negro y ciencia ficción dibujada por el español Leopoldo Sánchez. Privada de una de sus series más populares, la revista no sobrevivió ya mucho tiempo. En 1985, con dos números enteros ya completados y aún pendientes de publicación, fue cancelada. El último número en aparecer fue el 26, con fecha de diciembre de 1984.

De todas formas, su espíritu no murió. En primer lugar, la cabecera permitió despuntar a una nueva generación de autores; además, demostró de qué forma los cómics podían evolucionar más allá de su tono infantil para atender los gustos de lectores más maduros. En esta
cantera de escritores y dibujantes buscarían las editoriales americanas desde mediados de los ochenta, iniciando toda una revolución hacia el comic adulto en el panorama mainstream de Estados Unidos. Y, por último, Skinn pudo asegurar la pervivencia de algunos personajes y series vendiendo los derechos de publicación a otras compañías: por ejemplo, “Marvelman”, ya rebautizado como “Miracleman”, fue reeditado y continuado en Eclipse Comics, editorial que también se hizo cargo de Pressbutton.

En cuanto a “V de Vendetta”, ésta nunca había gozado del favor de los lectores de “Warrior”. De hecho, era uno de sus series menos populares y cuando se cerró la revista había quedado inconclusa en su capítulo doce del segundo libro (titulado “El Veredicto”). Ahora bien, desde 1983, Alan Moore había empezado a trabajar en “La Cosa del Pantano”, haciéndose rápidamente un nombre en el panorama del comic-book americano. Escribió un par de historias para El Vigilante y Superman y en 1986 apareció “Watchmen”. Convertido en foco de todas las miradas y símbolo del comic intelectual y
maduro, varias compañías trataron de convencerle a él y a David Lloyd para que finalizaran “V de Vendetta”. Por fin, fue DC quien se llevó el gato al agua. En 1988, publicó una miniserie de diez episodios, siendo nuevos los cuatro últimos. Tony Weare dibujó material adicional para un capítulo completo (“Vincent”) y complementario en otros dos (“Valerie” y “Las Vacaciones”). Además, Steve Whitaker y Siobhan Dodds colorearon las páginas de David Lloyd con una paleta de tonos pastel muy suaves –que, en mi opinión y dicho sea de paso, no eran en absoluto necesarios-.

Bien, una vez detallado su azaroso historial de publicación, ¿de qué va “V de Vendetta”?

La acción se sitúa en 1997, que por entonces era un futuro cercano aunque hoy sea ya un pasado
cada vez más lejano. Inglaterra ha conseguido escapar de la destrucción nuclear global gracias a un oportuno desarme, pero su gobierno ha sido ocupado por un partido llamado “Fuego Nórdico” de corte fascista, xenófobo y aislacionista. El régimen ha aportado paz y estabilidad al precio de la libertad personal, la privacidad, la monotonía y uniformidad y la aniquilación silenciosa de los que considera indeseables, ya sean éstos disidentes políticos o personas incluidas en determinadas minorías como los gays. El líder, Adam Susan, y sus secuaces mantienen al país totalmente controlado gracias a la combinación de una potente y omnisciente computadora, una eficiente policía secreta, la manipulación de los medios de comunicación… y el consentimiento implícito del pueblo.

Evey Hammond es una adolescente cuyos padres desaparecieron años atrás secuestrados por la policía. Está en apuros económicos y en un acto de desesperación trata de vender en la calle sus servicios sexuales a cambio de dinero. Desgraciadamente lo hace al hombre erróneo, un “Dedo”,
agente de la policía secreta, que a punto está de violarla y asesinarla junto a sus colegas. En el último momento es rescatada por un hombre misterioso que esconde su rostro tras una máscara eternamente sonriente de Guy Fawkes (un revolucionario católico del siglo XVII que trató de derrocar mediante un atentado a la monarquía protestante que ocupaba el trono británico) y ataviado con una capa y un curioso sombrero. Sin esfuerzo aparente, este hombre liquida al Dedo y sus colegas, derriba el edificio del Parlamento con explosivos y se lleva a Evey a su guarida subterránea, la “Galería de las Sombras”. Este individuo se identifica a sí mismo como V y habla siempre en verso recurriendo a poemas y citas. En su escondite guarda una gran colección de arte, libros y música prohibidos por el gobierno por considerarlos decadentes o subversivos.

Conforme Evey aprende a entender y amar a V, éste se embarca en una implacable misión que consiste en asesinar a varias personalidades del régimen. Pero también derriba símbolos arquitectónicos de la ciudad y se sirve de la televisión estatal para difundir su punto de vista al pueblo inglés. Sus espectaculares intervenciones comienzan a
desestabilizar el régimen de Fuego Nórdico mientras sus dirigentes tratan de detenerlo por todos los medios al tiempo que luchan entre sí por el poder. El sagaz detective Finch es designado para encargarse de llevar a cabo la investigación que debe culminar con la captura de V. Es un policía honesto que, en el fondo, odia el gobierno para el que trabaja y cuanto más profundiza en el conocimiento de V, más desequilibrada se torna su mente y más endebles sus convicciones.

¿A qué responde su venganza? ¿Cuál es el origen de esas habilidades que parecen sobrehumanas? ¿Actúa movido por la simple venganza o hay algo más? En un momento determinado, Evey descubre que V tiene preparada una misión para ella como jamás podría haber imaginado: continuar su legado en un mundo nuevo y purificado.

“V de Vendetta” es un comic muy complejo, con pasajes inolvidables, que además plantea cuestiones muy profundas que animan a la reflexión y el debate. Es uno de esos tebeos que echa por tierra el tópico de que el comic no puede articular pensamientos e ideas con la misma profundidad y matices que la literatura.

Alan Moore comienza planteando un futuro distópico de corte totalitario cuya plausibilidad dimana de lo familiar que nos resulta. Como buen inglés que es, no puede sustraerse a la larga tradición distópica que los literatos de su país han ido cultivando con el paso de las décadas y de entre los cuales sobresale, claro está, el “1984” de George Orwell, una de las influencias más claras en “V de Vendetta”. Como en esa famosa novela, encontramos aquí un régimen que propaga el odio, que transmite permanentemente un mensaje de miedo que le permite mantenerse en el poder, que controla todos los aspectos de las vidas –incluso los íntimos- de sus ciudadanos y cuyo líder es un individuo alienado de aspecto ordinario.

El mecanismo de ascenso al poder de ese régimen refleja el que se vivió en Europa en el primer tercio del siglo XX y que culminó con el triunfo de los fascismos. En el caso hipotético de que Inglaterra hubiera podido sustraerse a una guerra nuclear más o menos global, se habría visto con toda probabilidad abocada a sufrir enormes penurias económicas acompañadas de caos social; situación equivalente a la que llevaron al poder al partido nazi en Alemania tras la Primera Guerra Mundial. El ataque a las minorías, la
persecución de disidentes políticos y la supresión de cualquier forma de expresión y artística que no estuviera al servicio del estado sería algo inevitable.

Moore introduce, eso sí, un nuevo elemento, la computadora llamada Destino, un instrumento de control absoluto que mezcla las obsesiones paranoicas de los regímenes comunistas con el ordenador HAL de “2001”. Abundando en ese asfixiante sistema, cada rama de la policía secreta recibe el nombre de un órgano sensorial del cuerpo (el Ojo vigila a los ciudadanos utilizando cámaras, la Oreja hace lo propio con micrófonos instalados en teléfonos y domicilios, la Nariz realiza investigaciones, el Dedo es la rama ejecutora, la Boca controla los medios de comunicación), como si el Estado fuera una persona que fiscalizara y dominara a todos los que viven al alcance de su tecnología.

Aunque la iconografía y su carácter descaradamente xenófobo y laudatorio de la raza aria remiten claramente al nazismo, esta tiranía está inspirada también en el malestar que en amplios sectores de la población británica causó la llegada al poder de Margaret Thatcher en 1979, un sentimiento
de alarma que hoy quizá nos pueda parecer excesivo. En un entorno de aumento en las tensiones raciales (el derechista Frente Nacional parecía estar aumentando su popularidad y Thatcher declaró su malestar por el a su juicio elevado número de inmigrantes asiáticos); reducción del gasto público e inversión en servicios sociales, educación y vivienda; aumento de impuestos; alto desempleo; confrontación con los sindicatos; reconversión industrial y privatizaciones, el panorama era interpretado como desolador por muchos artistas e intelectuales, quienes en sus obras predijeron los más negros augurios para su nación, exagerando y proyectando hacia el futuro sus temores. Alan Moore fue uno de ellos.

Pero ni él ni ninguno de sus colegas sabía entonces que en cuestión de algunos años el país no sólo no se hundiría irremediablemente en un abismo de pobreza y ausencia de libertades, sino que todos los indicadores económicos se recuperarían otorgando al país cierto nivel general de bienestar que, a su vez, propició la reelección de Thatcher, quien ostentaría el cargo de Primera Ministra hasta 1990. El propio Alan Moore admitiría años después dos errores de concepto en la elaboración de su distopía: por una parte y en caso de una guerra nuclear generalizada, Inglaterra difícilmente podría no ya haberse mantenido al margen, sino siquiera sobrevivir. Y, por otra, que no es necesario un apocalipsis
nuclear para que un pueblo abrace un régimen totalitario, algo que la actual coyuntura mundial está volviendo a confirmar.

Más profético fue el tratamiento que recibe en el comic el Obispo Lilliman, un pedófilo corrupto. No es que el asunto fuera nuevo (en 1980 saltó a las noticias el desagradable caso del Hogar Juvenil de Kincora, en Belfast), pero implicar en ello a la Iglesia y, además, convertir al obispo en una de las víctimas de V –que se sirve de Evey como cebo- fue desde luego un movimiento arriesgado por la potencial controversia que encerraba. Hoy, probable y desgraciadamente, no habría sido interpretado como algo particularmente rompedor.

Volviendo al tema de la tiranía, Moore culpa en buena medida de ella al mismo pueblo que la sufre, al que tacha de complaciente y reacio a aceptar cualquier responsabilidad. La existencia continuada en nuestra Historia de lunáticos, mentirosos, corruptos y asesinos en puestos de poder no puede achacarse a un error puntual o desgraciado, sino a la recurrente dejación de responsabilidades por parte de quienes les eligen o permiten que continúen en el puesto. V se propone, por tanto, sacudir las conciencias, demostrar no sólo que los dirigentes mienten a la población sino que su sistema está lejos de ser invulnerable; servir, en definitiva, de catalizador de un movimiento que derribe la tiranía para siempre.

Moore realiza un trabajo impecable en la construcción del complejo protagonista masculino. “V de
Vendetta” se inscribe en la línea desmitificadora de la tradición superheroica que luego continuó el escritor en otras obras publicadas por aquella misma época. Tanto aquí como en “Miracleman” o “Watchmen”, adopta un enfoque poco convencional del género de los luchadores disfrazados contra el crimen, manteniendo algunas de sus convenciones pero introduciendo temas adultos, explorando el concepto del héroe y examinando sus motivaciones, todo ello articulado con una prosa elaborada, incluso poética, de una calidad que difícilmente podía encontrarse en el comic de entonces. Moore y Lloyd se negaron a encajonar la historia dentro de los tópicos parámetros “héroe contra villano”, optando en cambio por un personaje moralmente ambiguo que enfrenta el anarquismo total contra la dictadura absoluta. Hacer de un personaje tan turbio y potencialmente polémico el héroe protagonista de un comic, fue todo un riesgo en la época y una declaración de principios tanto de Moore como de la revista “Warrior”.

V es enigmático, inteligente, culto y carismático. Es imposible no sentir simpatía por él en su
calidad de víctima de un régimen totalitario. Pero, al mismo tiempo, su moralidad es más que cuestionable. Los principios que le impulsan en su lucha son, sobre todo, el de la libertad y, a bastante distancia, el de la justicia, aunque ésta bien puede ser una simple fachada bajo la que disfrazar una venganza personal. Ahora bien, sus métodos son bastante violentos por no decir bárbaros e incluyen desde la sutil manipulación hasta el asesinato a sangre fría. Puede legítimamente ser considerado un terrorista y un homicida por mucho que quiera conectar sus actos a ideales elevados. Ese conflicto suscita dilemas de difícil resolución: ¿Justifica el fin los medios cuando aquél es la consecución del bien común y éstos implican asesinar a auténticos desalmados y corruptos? A veces, V parece estar claramente desequilibrado, y otras se diría que es el último hombre cuerdo de Inglaterra. Sus conocimientos, declaraciones y habilidades nos sugieren que nunca ha perdido el contacto con la realidad pero, ¿es posible hacer las cosas que él lleva a cabo y no estar al menos algo trastornado?

Pero, en cualquier caso, el terrorismo de V adquiere aquí un brillo heroico dadas las brutalidades e
indignidades a que el Estado somete a su pueblo. Hay una emocionante escena al comienzo en el que V “conversa” con la estatua de la Justicia colocada en lo alto del Old Bailey (el edificio que alberga los juzgados de Londres) y en la que afirma que la anarquía le ha enseñado que “la justicia no tiene sentido sin libertad”… justo antes de que todo el complejo estalle en una gran bola de fuego. Es el primero de sus muchos golpes contra el gobierno. Secuestra y sume en la locura al actor que encarna la Voz del régimen en la radio y televisión estatales; asesina al mencionado obispo pedófilo; y, en fin, va ejecutando a todos aquellos que trabajaron en un campo de concentración en el que él estuvo prisionero y donde fue sometido a crueles experimentos que, a la postre, le proporcionaron unas capacidades físicas –y, probablemente, mentales- extraordinarias. Uno no puede sino aplaudir sus extraordinarios golpes contra el aparato estatal de represión.

Tanto es así, que Moore y Lloyd han conseguido darle la vuelta a la interpretación que de Guy Fawkes se tenía hasta ese momento en la cultura popular: de ser una figura siniestra cuya captura y ejecución en la hoguera se celebraba popularmente
todos los años, ha pasado a representar la resistencia heroica contra las fuerzas opresoras de los gobiernos o las multinacionales. Como es bien sabido, el colectivo de hackers que se hace llamar Anonymous ha adoptado la máscara de V como símbolo. Lo mismo hicieron los movimientos de “Ocupemos Wall Street” o los manifestantes de Bahrein durante la Primavera Árabe, por nombrar sólo unos pocos.

La postura rebelde, contestataria y anarquista de V no fue algo aislado dentro de la galería de personajes creados por Alan Moore. Durante su etapa en “La Cosa del Pantano”, Moore
transformó a la criatura protagonista en algo que hoy podríamos denominar ecoterrorista –o ecohéroe, según se mire-. De monstruo claramente inscrito en el género del terror, la Cosa del Pantano pasó a ser un héroe profundo y polifacético capaz de entender la relación entre el Hombre y la Naturaleza como sólo una planta inteligente podría hacer. Sirviéndose de él, Moore abordó temas como la contaminación, el cambio climático o el expolio de recursos naturales.



(Finaliza en la siguiente entrada)

1982- V DE VENDETTA - Alan Moore y David Lloyd (y 2)

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(Viene de la entrada anterior)

Uno de los aspectos más sorprendentes de “V de Vendetta” es que no transmite un mensaje de defensa de la democracia, sino de anarquía. V no lucha para que la gente tome el control de su gobierno o porque éste ejerza un menor grado de control; no, lucha por la simple y pura anarquía, entendida como la libertad en su sentido más amplio, la ausencia total de gobierno. En la mencionada conversación con la estatua de la Justicia, V confiesa cómo en el pasado había manteniendo una maravillosa relación con ella hasta que, decepcionado por sus mentiras y traiciones, decidió lanzarse en los brazos de otra amante: “Su nombre es Anarquía y ella me ha enseñado más de lo que una prostituta como tú hizo jamás. Me ha enseñado que la Justicia no tiene sentido sin libertad. Es honesta, no hace promesas y no rompe ninguna”. Es un discurso, una postura ideológica, que coincide con la de Alan Moore -al menos en aquella época- y que tiene sentido en el contexto del comic. V es el producto de la experimentación con humanos, los prejuicios y la horrible crueldad de un gobierno supremacista. Cuando apeló a la Justicia, no obtuvo respuesta; aún peor, ésta se había puesto al servicio de la tiranía fascista, transformándose en una burda farsa. Y, por eso, V buscó otro concepto, otra causa que le sirviera y a la que servir hasta el final. La encontró en la anarquía.



Ahora bien, que la revolución que emprende V lleve a alguna parte, es otra cuestión, y eso es precisamente lo que hace que el lector se sienta incómodo cuando intenta identificarse con él. El escenario final resultante de sus acciones, con un gobierno fragmentado y carente de liderazgo y las multitudes fuera de control sembrando el caos por las calles de Londres, dista mucho de ser apetecible. Podemos entender su ansia de vendetta; no tanto su extremo mensaje libertario. ¿Es V un paladín, un luchador por la libertad, o un peligroso iluminado, un maniaco grandilocuente embarcado en una venganza personal y dispuesto a engañar y manipular a todo un país –y a sí mismo- para obtenerla? O quizá la pregunta que Moore plantea no sea tanto si el modelo de sociedad que propugna V es deseable o siquiera posible, sino si su ciega entrega a hacer realidad su sueño de un pueblo sin gobierno sea lo más aconsejable para una humanidad ya al borde de la extinción.

Todo en V está cuidadosamente pensado: su afectada pero precisa manera de hablar, la forma en que la máscara, tan expresiva como hierática, oculta tanto como revela según el momento, la iluminación o el ángulo desde el que se la contemple; puede transmitir burla, amenaza, indiferencia, satisfacción e incluso tristeza. También su disfraz, un tópico del género superheroico, adquiere aquí una nueva dimensión: no sólo oculta su identidad, sino que representa una postura ideológica vinculada a un personaje histórico y una llamada a la recuperación de la teatralidad en una sociedad privada de entretenimiento más allá de la televisión controlada y los vulgares espectáculos de cabaret. V dispone incluso de una guarida secreta, una especie de Batcueva en la que además de esconderse, acumula trofeos y recuerdos.

En “V de Vendetta” encontramos cuatro casos de personajes que experimentan una transformación: Finch, Rosemary Almond, Evey y el propio V. Todos ellos, a lo largo de la historia, pasan por sus respectivas metamorfosis plausibles y perfectamente justificadas,
aunque no todos esos cambios sean para mejor. En el caso del detective Finch, pasa de ser un funcionario sumiso a un individuo confuso respecto a lo que siente hacia el gobierno al que ha dedicado su vida, las personas que creía conocer (la doctora Delia Surridge, una amiga a quien consideraba honesta y dulce, oculta un horrible pasado como investigadora médica en campos de concentración) y, en fin, hacia sí mismo. Su cambio sirve de ejemplo de las consecuencias que tiene sobre gente básicamente honrada el callar, consentir y conformarse. Aunque Finch tiene una vena rebelde e incluso llega a enfrentarse verbalmente al Líder, a la hora de la verdad continúa sirviéndole de forma incondicional, lo que lo convierte en alguien tan perverso como aquél.

En el caso de Rosemary Almond, viuda de uno de los brutales policías del régimen asesinado por V, se expone un caso diferente de dependencia. Es, de hecho, una versión en negativo de la propia Evey. Allá donde Evey encuentra fuerza, Rosemary sólo halla debilidad. Comienza la historia siendo la esposa maltratada de un funcionario privilegiado, pero cuando éste muere, la sociedad le da la espalda y, sin recursos económicos ni verdaderos amigos, se ve obligada a pasar de hombre a hombre y aceptar trabajos denigrantes. Como Finch o Evey, es otro ejemplo del tipo de codependencia que hay que evitar a toda costa. Culpa a otros de sus propias y erróneas decisiones y nunca llega a encontrar la forma de superar su desgracia.

La de V es la historia de alguien que ha sufrido el peor tipo de opresión pero que ha conquistado a sus opresores transformándose en la encarnación de una idea. La suya es la más corta de todas las transformaciones del comic porque apenas sabemos nada de él y lo encontramos ya viviendo en su fase final, pero aun así funciona bien como ejemplo de la pasión que permite a alguien convertirse en algo más grande que sí mismo. Más grande, sí, pero no más humano, una condición que parece haber transcendido, dejando atrás los sentimientos –incluso por Evey, a quien, como veremos enseguida, maltrata y manipula-, la empatía y la piedad.

El caso de Evey es parecido al de V, aunque aquí sí se detalla todo el proceso de metamorfosis, desde su comienzo como jovencita dominada por el miedo, insegura y traumatizada hasta su
maduración como audaz mujer revolucionaria. Su transformación y crecimiento personal representan también la superación del lado más débil de uno mismo para abrazar una causa mayor. Cuando adopta la máscara y vestimenta de V para arengar al pueblo, ha descartado su propia identidad para convertirse en una idea. Y, como sabemos, las ideas no sólo son más poderosas que los hombres, sino que además son inmortales.

La relación entre Evey y V es uno de los aspectos centrales del comic, una relación conflictiva que avanza y retrocede. El amor que V siente por la muchacha tiene una vertiente paternal, puede que fraternal, y en ningún momento se hace referencia a que exista algún tipo de connotación sexual. Posiblemente, V, como encarnación de una idea, es alguien que ya ha superado esa etapa, pero sus sentimientos por Evey son, sin duda genuinos e importantes para él. De alguna forma, ella representa no sólo lo mejor de la especie humana sino su capacidad para superarse y recuperar los valores supremos que han sido anulados por el gobierno: la libertad, el orgullo, la autoestima, el valor… Es, en buena medida, un espejo de sí mismo. Por su parte, Evey también alberga profundos sentimientos por él. Es la única capaz de ver tras la máscara de V y, al mismo tiempo, respetar su deseo de no desprenderse de ella.
Aprecia y ama su espíritu indomable y sabe que, a pesar del sufrimiento que le ha infligido el gobierno y la violencia con la que él mismo responde, su integridad permanece intacta.

Ahora bien, la relación entre V y Evey puede también interpretarse bajo una perspectiva mucho más oscura. Y es que, si se piensa bien, el tratamiento al que Moore y V someten a Evey es difícil de digerir. Cuando V la rescata de ser violada por los policías y la lleva a la Galería de las Sombras, le dice: “Confía en mí Evey y podremos borrarlo todo, todo el dolor, toda la crueldad… podemos comenzar de nuevo”. Luego le pide que se convierta en una prostituta infantil con la que engañar al obispo pederasta y que así él pueda asesinarlo. Más tarde, cuando ella le pregunta si él siente algún tipo de atracción sexual, su respuesta es vendarle los ojos, llevarla a la calle y abandonarla.

El sadismo que autor y protagonista ejercen contra Evey no se detiene ahí. De hecho, acaba de empezar. Tan pronto como V consigue que Evey confíe en él, la traiciona empujándola a cotas cada vez mayores de desesperación. Tras verse
abandonada por V, Evey se convierte en amante de un gangster bastante mayor que ella y, cuando acaba enamorándose de él, éste resulta asesinado en una rencilla entre mafiosos. Entonces, V la secuestra otra vez y la tortura física y psicológicamente en un proceso similar al que experimentó él en el campo de concentración de Larkhill –con excepción de la inyección de sustancias experimentales-. Al término de esa ordalía, ella sufre una transformación que la libera de “la cárcel en la que todos nacemos”. Él le dice que lo ha hecho porque la ama y ella parece comprenderlo, una actitud que más bien parece producto de un síndrome agudo de Estocolmo. El único momento en el que ella parece tomar libremente una decisión es cuando se niega a seguir participando en la campaña de asesinatos de V tras ayudarle a matar al obispo. Pero ni siquiera respeta esa decisión al final: su último acto en el comic es cumplir los deseos de V y volar por los aires el corazón de Londres. V, un obseso del control, nunca le pregunta a Evey si quiere ser transformada, ella nunca da su consentimiento a nada de lo que V tiene preparado para ella y, para cuando le pide que sea su sucesora, ella ya es totalmente una criatura modelada por su maestro.

El tema de las metamorfosis está estrechamente relacionado en “V de Vendetta” con el de la identidad personal, aquello que nos define y de lo que no debemos desprendernos. Valerie, la hermosa actriz lesbiana que ocupaba la celda contigua a la de V en el campo de concentración y que dejó su conmovedor testimonio por escrito, se negó a permitir que sus captores la despojaran de su integridad, de su yo más íntimo. Irónicamente, es la fuerte personalidad de Valerie la que sirve de inspiración a V para comprometerse con sus nuevos ideales anarquistas, incluso aunque al hacerlo se desprenda de su propia individualidad, de su personalidad inicial. La transformación de V en la encarnación viviente de sus ideas es tan completa que, tras su muerte, Evey no intenta mirar tras su máscara. Ella misma, a través tanto de Valerie como de V, ha abandonado su personalidad y asumido que las ideas son más importantes y valiosas que el hombre que las defendía.

Por supuesto, la prosa de Moore es excelente. Su utilización de los versos, la omnipresencia de
la letra “V” (todos los capítulos están titulados con palabras que empiezan por ella), los diálogos… El capítulo de “Valerie”, en especial, es sencillamente magistral: a través del testimonio escrito de una mujer víctima de una tiranía decidida a eliminar a los que son diferentes, Moore combina los más bellos sentimientos transmitidos por ella con la narración de las atrocidades cometidas por el régimen.

Alan Moore introduce multitud de referencias tanto literarias como musicales o cinematográficas; tantas, de hecho, que analizarlas todas significaría alargar considerablemente este artículo. Muchas de ellas, además, sólo serán fácilmente identificables para lectores muy familiarizados con la cultura popular inglesa (como sucede con las alusiones a las novelas de la saga “The Faraway Tree” de Enid Blyton). Baste resaltar aquí, por ejemplo, la de la leyenda germana de Fausto a través de su cita “Vi veri universum vivus vici” (Por el poder de la verdad, Yo, un mortal, he conquistado toda la creación”). También a ella se refiere la escena en la que Evey pregunta a V si le puede ayudar en su misión. Fausto era un personaje que hizo un pacto con el Diablo: a cambio de su alma, obtendría sabiduría y placer sin límites. Sin embargo, al final de la vigencia de su acuerdo, Fausto llega a
una de las siguientes conclusiones –dependiendo de la versión que se lea-: o se arrepiente de la vida que ha llevado, o se condena por ello. En “V de Vendetta”, Evey se enfrenta a una disyuntiva similar y toma una decisión que cambiará para siempre su visión del mundo y a ella misma. Tanto si se arrepiente de su elección como si no, nunca volverá a ser la que era.

Ahora bien, no todo el comic –a mi juicio- mantiene el mismo nivel o intensidad. Dividido en tres “libros”, el primero, en el que se establece la sociedad distópica, se presentan los personajes y V comienza su campaña de terror, es impactante. El segundo es también muy interesante y, además de narrar el comienzo del fin de la dictadura asistimos al cautiverio y metamorfosis de Evey, un pasaje sin duda inolvidable. El tercero, en cambio, me parece más flojo; se entretiene demasiado con personajes secundarios de relativo interés y culmina en un desenlace que, sin ser exactamente mediocre, tampoco está a la altura de lo precedente. Probablemente esa ruptura responda a que este final fue realizado años después de haberse interrumpido su publicación original en la revista “Warrior”, tal y como comenté al principio.

Desde el punto de vista gráfico, no se puede decir que David Lloyd sea un dibujante “bonito”,
pero sí muy efectivo. Su naturalismo y talento a la hora de construir atmósferas mediante la iluminación supuso un importante salto respecto al tipo de comics que se hacían en aquel momento. Su Londres distópico resulta perfectamente verosímil: una ciudad vacía, gris, sucia y opresiva; sensación que se traslada igualmente a los espacios cerrados.

Ya comenté más arriba que la edición americana de “V de Vendetta” recibió un coloreado con el fin de atraer más fácilmente a un público poco acostumbrado al blanco y negro. En mi opinión esto fue una equivocación que diluyó en buena medida el sólido trabajo original de Lloyd. Los contraluces y texturas en que había basado buena parte del grafismo de la historia quedan diluidos por unos sosos tonos pastel que no cumplen función dramática alguna y cuya única explicación pareció ser el complacer al perezoso lector mainstream americano.

Ahora bien, el papel de Lloyd en la creación y desarrollo de “V de Vendetta” no se limitó a dar forma gráfica a las ideas de Moore. De la misma manera que a menudo se pasa por alto la contribución de Dave Gibbons a “Watchmen”,
el papel de David Lloyd en la creación y desarrollo de “V de Vendetta” tiende a olvidarse por mucho que la serie no habría existido sin él y que fue su estilo y sus diseños los que la han inmortalizado.

Alan Moore es un guionista como pocos pero no trabaja solo y cada una de sus grandes obras es el resultado de la colaboración con un artista de talento. Sí, es cierto, en muchos casos esos dibujantes alcanzaron el éxito gracias a Moore y en pocas ocasiones después de trabajar con éste ofrecieron la misma calidad o se sintieron igualmente inspirados. Pero Moore comprende perfectamente que el comic es un medio colaborativo y siempre se ha asegurado de trabajar coordinadamente con sus artistas hasta el punto de que éstos acabaron aportando no pocas ideas a la obra en la que participaban. Esto no le quita mérito a Moore, un guionista al que muchos aficionados tienen endiosado hasta niveles enfermizos. Ser capaz de comprender las capacidades del dibujante, dar un paso atrás y dejar espacio para sus aportaciones no es un desdoro, sino una virtud. Virtud que han compartido todos los grandes guionistas de la historia del comic, desde Stan Lee a Goscinny, de Yann a Neil Gaiman.

“V de Vendetta” tuvo su origen en el momento en el que Dez Skinn le pidió a Lloyd que
desarrollara para “Warrior” una colección de misterio. Sugirió a Moore –con quien ya había trabajado anteriormente en los comics de “Doctor Who”- como guionista y éste recuperó una vieja idea suya de 1975 en la que un actor maquillado, conocido como “El Muñeco”, luchaba contra un gobierno totalitario, idea que acabó transformada en una historia para la revista “Doctor Who Monthly” años después. Moore quería ambientar la historia en los años treinta, pero Lloyd le dejó claro que no quería realizar el trabajo de documentación necesario para ambientar la época, por lo que aquél decidió situar la acción no en el pasado reciente sino en el futuro cercano. Por otra parte, Lloyd había creado para la revista “Pssst” una heroína en busca de venganza contra un gobierno dictatorial de corte comunista. El proyecto no salió adelante, pero Moore entendió que mezclando esa idea con las suyas podían obtener un producto muy interesante.

Moore construyó la sociedad futurista en la que se iba a ambientar la historia y decidió que el protagonista sería una suerte de Zorro, un justiciero enfrentado a la corrupción y totalitarismo del gobierno. Junto a Lloyd, fue creando los
personajes secundarios e hilando la trama, pero el aspecto de ese protagonista, una suerte de “ninja retro”, no gustó al editor. Fue Lloyd quien sugirió vestirlo como si fuera un actor de teatro encarnando un personaje histórico. En su aspecto, además de la peluca, la capa y las botas altas, destacaba una máscara de Guy Fawkes. A partir de ese detalle aparentemente insignificante pero que hoy se ha convertido en icónico, la obra empezó verdaderamente a florecer.

Lloyd también fue quien le pidió a Moore que prescindiera de los globos de pensamiento y las onomatopeyas, lo que aproximaría el comic al lenguaje cinematográfico (aunque podríamos discutir si los cuadros de texto en primera persona no son en el fondo lo mismo que los globos de pensamiento). El dibujante asumía así el reto de suplir la ausencia de textos explicativos y subjetivos utilizando exclusivamente su dibujo y técnica narrativa; un desafío del que salió airoso, haciendo de V un personaje todavía más enigmático, ya que en todo momento sus pensamientos permanecen ocultos al lector.

El propio Moore ha admitido que aunque el estilo de Lloyd no resulta tan comercial en
términos, digamos, estéticos, como el de otros superventas británicos (Brian Bolland, Alan Davis o incluso Dave Gibbons), su capacidad narrativa era tan notable que les permitió a ambos experimentar con los recursos del medio. Otro de sus fuertes es la creación de atmósferas. La textura e iluminación de “V de Vendetta” está mucho más trabajada que, por ejemplo, la que podemos encontrar en “Watchmen”.

Es conocida la costumbre de Moore de entregar a sus dibujantes unos guiones extraordinariamente detallados, mencionando no sólo la composición de cada página y viñeta, sino hasta los más insignificantes objetos que deben aparecer en el fondo de las mismas. ¿No es esto un contrasentido? ¿No coartan estos minuciosos guiones la libertad del artista? Ese peculiar estilo de escribir sus historias pretende, efectivamente, mantener un alto grado de control sobre las mismas, pero Moore lo desarrolló en una etapa de su carera en la que en el momento de entregar el guión no sabía quién lo iba a dibujar; más adelante, mantuvo ese estilo porque consideraba que de esta forma sus artistas podrían apoyarse en algo sólido si se sentían faltos de inspiración. Con todo, Moore siempre ha
afirmado que el artista tiene su propia visión y que siempre les indica que, si encuentran otra manera mejor de plantear la página o la viñeta, lo lleven a cabo siempre y cuando respeten el efecto básico que él pretende.

De hecho, y a decir de Lloyd, “V de Vendetta” nunca tuvo ese tipo de guión hiperdetallado. El propio dibujante valora mucho su libertad creativa y de no haber contado con la flexibilidad suficiente, no habría trabajado con Moore. Éste, por su parte, afirmó que el comic “es algo que ninguno de nosotros podría haber hecho por nuestra cuenta o trabajando con otro artista o guionista”. Por mucho que algunos fans de la serie prefieran verla así, no es “El V de Alan Moore” o el “V de David Lloyd”. Es un esfuerzo conjunto en todo el sentido de la palabra”.

Por desgracia, la mayoría de los aficionados siguen considerando “V de Vendetta” una obra casi en exclusiva de Moore. Incluso después de que éste decidiera que su nombre no se incluyera en los créditos de la película que adaptó el comic dejando sólo a David Lloyd como creador de la misma, la gente seguía hablando más de Moore
que de Lloyd. Independientemente de que Warner Bros se equivocara o no a la hora de escoger el comic para adaptarlo, de que hicieran bien respetando los deseos de Moore o no, todo el mundo pareció pasar por alto que Lloyd no sólo dio su aprobación a la adaptación cinematográfica patrocinada por los hermanos Wachowski sino que incluso participó en el guión.

En resumen, podemos decir que “V de Vendetta” es un comic duro que, probablemente, no hubiera podido ver la luz después de los atentados del 11 de septiembre en Nueva York. Elevar a la categoría de héroe a un terrorista anarquista que derriba iconos arquitectónicos fue una apuesta arriesgada en su momento; pero es que, además, la historia proporciona poco alivio. Sus personajes están todos solos, sometidos a tensiones y traumas que no pueden superar. O bien ejercen violencia (física, psicológica o ambas) sobre otros o son víctimas de la misma. Y, para colmo, han de desenvolverse en una sociedad opresiva cuyos ciudadanos no encuentran ningún tipo de solaz. No es un tebeo para lectores que busquen tópicos reconfortantes, personajes claramente delimitados en héroes y villanos o finales inequívocamente felices con moraleja incluida.

“V de Vendetta” es uno de esos títulos que se puede recomendar a cualquier lector con inquietudes intelectuales y que no tema abordar cuestiones escabrosas. Es una trama compleja, poblada por multitud de personajes, que admite múltiples interpretaciones, con abundantes simbolismos y referencias literarias y que está articulada con una prosa elegante pero accesible y un dibujo más sólido de lo que a primera vista pueda parecer. Por todo ello, es un comic que exige del lector toda su atención, pero con la que se sentirá recompensado al disponer de una obra que no sólo aguanta múltiples lecturas sino que mejora en cada una de ellas.

Es, también, uno de los comics de Alan Moore más accesibles. Ciertamente, el guionista se niega a entregar todo bien masticado a sus lectores, pero al menos es una obra que no requiere conocimiento alguno de los personajes o los parámetros sobre los que suele moverse el género de superhéroes. A diferencia, por ejemplo, de sus deconstrucciones “Miracle Man” o “Watchmen”, es autoconclusiva y no abiertamente didáctica (como ocurre con “Promethea”, en la que la historia no es más que un aditamento a lo que en realidad es un
tratado sobre las creencias mágicas y espirituales de Moore).

Han pasado más de treinta años desde su primera aparición y, a pesar de ser en buena medida y como vimos más arriba, una hija de su tiempo, “V de Vendetta” sigue manteniendo toda su vigencia en una época, la nuestra, en la que seguimos discutiendo acerca de la avidez regulatoria de los gobiernos, de sus ansias de control y de una sociedad atenazada por el miedo inspirado por los medios de comunicación y los gobiernos. “V de Vendetta” es, como tantas obras de ciencia ficción distópica, una advertencia, pero también una reflexión acerca de grandes cuestiones políticas, éticas y filosóficas: ¿Es preferible la estabilidad y la paz si el precio a pagar es la libertad? ¿Puede justificarse la violencia si ésta se ejerce para lograr un bien mayor? ¿Cuál es la fuerza y el alcance de una idea? ¿Dónde está la línea que separa a un luchador por la libertad de un terrorista?

2009-DAYBREAKERS – The Spirig Brothers

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“Daybreakers” fue la segunda película de los gemelos australianos Peter y Michael Spierig. Tras firmar varios films amateur y luego trabajar en publicidad, los hermanos escribieron y dirigieron una entretenida cinta de zombis, “Los No Muertos” (2003) que consiguió cierto reconocimiento en el circuito de festivales internacionales de cine fantástico. Los Spierig se comprometieron totalmente con esa película, invirtiendo en ella sus propios ahorros y encargándose personalmente de realizar los efectos visuales con sus ordenadores domésticos. Sus esfuerzos tuvieron más recompensa de la que jamás hubieran podido imaginar, porque su siguiente film, “Daybreakers”, fue ya una abultada producción internacional, rodada en Australia, interpretada por actores de peso mundial, realizada con los medios técnicos del Weta Workshop de Peter Jackson y estrenada en los cines de todo el mundo con un fuerte apoyo publicitario.



En el año 2019, el mundo ha sido conquistado por una infección de vampirismo. El 95% de la población humana se ha transformado en vampiro y muchos aspectos de las sociedades han tenido que cambiar para adaptarse a unos seres que viven por la noche y deben evitar a toda costa la luz del sol. A pesar de que esos nuevos vampiros se han ajustado bien tecnológicamente a las circunstancias, su sociedad se halla sumida en una grave crisis a causa de la menguante población de humanos, fuente de la sangre de la que en última instancia dependen para mantenerse con vida. De hecho y ante la casi extinción de humanos, las autoridades vampíricas han tenido que racionar la sangre y aquellos que no pueden acceder a ella caen en una degeneración que les transforma en criaturas monstruosas y salvajes.

Edward Dalton (Ethan Hawke) es un experto hematólogo que trabaja para Bromley Marks, la corporación que controla el suministro mundial de sangre, capturando humanos, dejándolos en coma y extrayéndoles poco a poco su líquido vital. Edward no ha asumido psicológicamente su transformación en vampiro y a diferencia de todos los que le rodean –y especialmente de su violento hermano Frank (Michael Dorman)- se niega a beber sangre humana. Su obsesión es encontrar un sustituto artificial de la sangre que permita conjurar la crisis global de “alimento” y detener la matanza de humanos.

Una noche, mientras conduce de vuelta a casa, su coche choca con otro que, para su sorpresa, está ocupado por humanos. Cuando llega la policía –vampírica, claro- los esconde para evitar
que los capturen. Más tarde, una de las mujeres de ese grupo, Audrey Bennett (Claudia Karvan) visita a Edward en su casa, le dice que confía en él y le invita a acudir a una cita a plena luz del día. El científico accede y allí se encuentra con Lionel Cormac (Willem Dafoe), un peculiar individuo que consiguió lo imposible: revertir a su condición humana tras una exposición accidental a la luz del sol. Al descubrir que existe una cura para el vampirismo, Edward intenta replicar las circunstancias en las que se produjo la reversión de Lionel utilizándose a sí mismo como cobaya. Mientras tanto, conforme las últimas reservas de sangre humana se terminan, las ciudades empiezan a sumirse en el caos.

“Daybreakers” es una película de vampiros que supuso un refrescante alejamiento de la melosa
angustia adolescente con la que “Crepúsculo” (2008) venía castigando a los aficionados a ese subgénero. Los Spierig retomaron el mito del vampiro como criatura feroz y despiadada. En lugar de regodearse en mostrar vampiros masculinos sensibles hasta las lágrimas, dejaron que la sangre y la violencia inundara sin remilgos varias escenas. Pero también es una película de ciencia ficción conceptual que casi podría verse como una continuación de “Soy Leyenda” (1954), la clásica novela de Richard Matheson en la que unos vampiros de origen científico –producto de transformaciones fisiológicas y mentales causadas por una bacteria- conquistan el mundo. Al final del libro, uno puede preguntarse: bien, si los vampiros dependen de la sangre humana para sobrevivir ¿qué ocurrirá con ellos tras morir el último hombre? Los hermanos Spierig quizá escribieron “Daybreakers” como respuesta a esa pregunta.

La idea de un futuro en el que todo el mundo sea un vampiro es algo que claramente fascinó a
los guionistas-directores y se preocuparon de dotar de plausibilidad a esa sociedad vibrante durante la noche y totalmente inmóvil por el día. En este sentido, “Daybreakers” se acerca a otras películas más o menos contemporáneas, como “Legado de Sangre” (2001), “La Criatura Perfecta” (2006) o “Ultravioleta” (2006) en las que los vampiros conviven abiertamente con los humanos. Ciertamente, los Spierig disponen de un mayor presupuesto y lo utilizan con habilidad para llenar con muchos más detalles que todos esos films el escenario de fondo sobre el que transcurre la acción. La apertura de la historia introduce al espectador a un mundo fascinante: un mendigo que sostiene un letrero en el que pide sangre; un grupo de vampiros adolescentes marginados holgazaneando a las puertas de una escuela nocturna; un tren que transporta vampiros a sus trabajos y que mientras esperan en la estación se detienen en un pequeño bar para tomar vasos de sangre…

La construcción de ese mundo nocturno y vampírico se adorna con toques futuristas que acercan la película a la ciencia ficción: coches con Modo de Conducción Diurna en virtud del
cual se levantan pantallas de filtro ultravioleta que oscurecen el interior y permiten al vampiro conducir de día mediante pantallas de televisión; los avisos que suenan en esos coches como “Alarma Ultravioleta” cuando las puertas se abren a la luz del día o los avisos en los domicilios advirtiendo del próximo amanecer; las redes de túneles que se han construido bajo las ciudades para que la gente pueda moverse sin exponerse a la luz del sol; soldados que se aventuran al exterior durante el día vistiendo armaduras protectoras herméticas…

En ese futuro también hay cosas que nos resultan tristemente familiares, claro. Charles Bromley (Sam Neill) es el despiadado presidente de la compañía que lleva su nombre y que, como dije más arriba, controla los suministros mundiales de sangre. Está decidido a impedir a
toda costa que Edward descubra y difunda la cura del vampirismo, ya que ello le privaría de su privilegiada posición económica como líder de un monopolio. Sus intenciones son las de fabricar y comercializar un sustituto de la sangre que satisfaga las necesidades de las clases baja y media y continuar “criando” humanos para extraer de ellos sangre pura que pueda vender a un alto precio a la élite vampírica. Aunque setrate de una metáfora poco sutil de la forma en que las grandes corporaciones capitalistas expolian los recursos naturales, son detalles como estos los que hacen de “Daybreakers” una película de vampiros suficientemente original.

La sangre, por tanto, representa un recurso natural escaso, como el petróleo. Pero colocar ese
recurso en el propio cuerpo humano enriquece considerablemente la alegoría ya que al consumirlo no estamos “matando” al planeta, sino a nosotros mismos. Cuando la sangre escasea y beberla se convierte en un lujo que muchos no se pueden permitir, éstos empiezan a mutar, a degradarse en criaturas con una inteligencia escasamente por encima de la de los animales, una especie de zombis vampíricos. Se agrupan y refugian en el subsuelo, donde las autoridades los cazan para ejecutarlos exponiéndolos a la luz del sol. La escasez de un recurso, por tanto, ha acabado por dividir a la sociedad en castas: los vampiros ricos en la cúspide, los menos afortunados a continuación, los infravampiros en la base y, todavía por debajo de ellos, los humanos.

“Daybreakers” además de mezclar terror y ciencia ficción, inserta pasajes claramente
inspirados en el cine de acción más frenética, como esa secuencia en la que Edward, Lionel y Audrey huyen de los militares en el coche del primero. Dado que es de día, el interior del vehículo está oscurecido y el sistema de cámaras se ha averiado, lo que les deja conduciendo literalmente a ciegas. Edward tiene que esconderse debido a los letales rayos de luz que entran por los agujeros de bala y dejar a Lionel que conduzca solo y guiándose por lo que puede ver a través de uno de esos pequeños agujeros en el parabrisas. De todas formas los Spierig no caen en el error de convertir su película en un film de acción, algo que fácilmente habría ocurrido en las manos de otros realizadores. Igualmente, el film juguetea con los efectos especiales más sangrientos sin dejar que éstos se apoderen completamente de la historia. Algunos de esos efectos son impactantes, como cuando uno de los vampiros degenerados se cuela en la casa de Edward, o la orgía de sangre y carnaza del clímax. En general y durante buena parte de la película, los Spierig consiguen que la historia avance alternando de forma equilibrada la acción, la violencia sanguinolenta y los conceptos interesantes.

Ahora bien, el problema es que el flujo de esos conceptos interesantes se seca pasada la mitad del metraje. A partir de ese momento, da la impresión de que los directores se concentran exclusivamente en tratar de encontrarle salida a las diferentes subtramas que han puesto en juego. Algunas de las resoluciones fracasan, como por ejemplo las escenas con Charles Bromley y su hija Alison (Isabel Lucas), muy predecibles y faltas de la suficiente profundidad o sentido trágico. Tampoco se explica adecuadamente cómo
funciona la cura: parece que la exposición al sol juega un papel importante, pero cuando al comienzo una chica es alcanzada por el sol ésta queda incinerada y no curada; estar empapado de agua al mismo tiempo es otro factor, pero nada de todo esto queda claro y, al final, lo que tenemos es un deux ex machina en exceso flagrante cuando lo comparamos con la atención y plausibilidad con la que se ha construido el mundo vampírico. Además, el acelerado y sangriento final se antoja no sólo absurdo y contradictorio, sino predecible y estereotipado.

El otro punto débil de la película y uno que además le impedirá siempre obtener la consideración de clásico es el escaso desarrollo de los personajes. Ethan Hawke nunca ha sido un primera espada del cine y aquí tampoco hace nada que permita categorizarlo mejor:
competente, aunque un tanto soso, exhibiendo siempre esa expresión de hastío y aburrimiento. Lo mismo puede decirse de Michael Dorman en el papel de su fanático hermano Frankie; ninguno de ellos irradia el suficiente carisma como para ser recordado más que el mundo nocturno por el que evolucionan. Algo similar puede decirse de Sam Neill y, hasta cierto punto, de Willem Dafoe. Ni uno ni otro reciben un personaje lo suficientemente bien escrito como para alcanzar su auténtico potencial. El normalmente excelente Willem Dafoe, por ejemplo, que había interpretado un magnífico vampiro unos años atrás en “La Sombra del Vampiro” (2000) –trabajo por el que recibió varias nominaciones a diversos galardones- interpreta a Lionel de forma excesivamente plana aun cuando éste es un personaje que bien podría haber sido el mejor de la película: carismático, experimentado, heterodoxo y cínico.

Con todos sus fallos y la impresión de que podría haber sido más de lo que acabó siendo (en lugar de una película inteligente y provocadora termina transformándose en un thriller de acción salpicado de sangre bastante tópico), “Daybreakers” no es total una pérdida de tiempo.
Aporta, como he dicho, un buen puñado de ideas originales, buenas escenas de acción, una factura visual elaborada sin ser chirriante y un trabajo interpretativo suficiente. Es también un recordatorio de lo versátiles que son tanto el género de la ciencia ficción como el mito del vampiro. Y, por último, este ciberpunk vampírico, oscuro y violento, supone además un bienvenido desvío respecto a la línea romántico-juvenil seguida por la saga de “Crepúsculo” o la serie televisiva “Crónicas Vampíricas”. Eso sí, no recomendado para puristas del subgénero vampírico que vean con disgusto cualquier alejamiento del canon establecido para esas fascinantes criaturas de ficción.


1992- MANN & MACHINE

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Como sucede en la literatura y el cine, en las ficciones televisivas de corte fantástico hay ideas que se reciclan y renuevan continuamente década tras década: comedias sobre familias que conviven con fantasmas, casas o edificios encantados, la colisión de los mundos virtual y real, inmortales que comparten la Tierra con humanos, invasiones alienígenas más o menos encubiertas, conspiraciones gubernamentales, familias que cuentan entre sus miembros con algún no humano… y las series de compañeros policías en el que uno de ellos no es humano. Puede que sea un alienígena (“Alien Nación”), un viajero en el tiempo (“Life on Mars”), una criatura sobrenatural (“Lazos de Sangre”)…o un robot.

La pareja de agentes de la ley de temperamentos opuestos obligados a colaborar para resolver un caso es un tópico recurrente del género policíaco, y la ciencia ficción, género versátil donde los haya, no tardó demasiado en adaptarlo a su propio contexto. Ya en 1953, Isaac Asimov creó a R.Daneel Olivaw y Elijah Baley para “Las Bóvedas de Acero”, y desde entonces ha sido una idea que por sus posibilidades tanto dramáticas como cómicas ha venido retomándose una y otra vez, ya sea en el cine (“Alien Nación”) o la televisión. En este último medio, el tema se ha enfocado desde un punto de vista serio, como en “Future Cop” (1977); o humorístico, como en “Holmes & Yoyo” (1976-77). “Mann y Machine” volvió a intentarlo, esta vez esforzándose por ofrecer una factura más atractiva para el ojo masculino.



“Mann & Machine” seguía las líneas básicas de este tipo de historias: dos detectives de homicidios que resuelven crímenes trabajando en las calles de una gran ciudad, en este caso un Los Ángeles del futuro. El giro diferenciador es que el detective número uno, el impulsivo sargento Bobby Mann (David Andrews), recibe como compañero un androide experimental…en la forma de una atractiva mujer, la sargento Yancy Butler (Eve Edison), competente pero todavía muy ingenua.

En el otoño de 1991, la NBC buscaba una serie de acción que tuviera como protagonista a una mujer atractiva. Las conversaciones entre el entonces presidente de la cadena, Warren Littlefield y los veteranos productores Robert DeLaurentis y Dick Wolf, llevaron al nacimiento de “Mann & Machine”.

Wolf era ya para entonces un productor muy conocido en la industria, habiendo creado programas del éxito y repercusión de “Corrupción en Miami” o “Ley y Orden” y participado en los guiones de bastantes episodios de “Canción Triste de Hill Street”. Conoció a Robert DeLaurentis (“Alfred Hitchock Presents”) mientras buscaba a un productor que pudiera sustituirle en “Corrupción en Miami” y aunque finalmente fue otra persona la que se encargó de la serie, ambos congeniaron y acordaron colaborar en el futuro. Volvieron a coincidir en Universal Studios, cuando a Wolf le ofrecieron desarrollar una serie de televisión protagonizada por Darkman (de la cual llegó a rodarse un episodio piloto que nunca se emitió). Por entonces, en el verano de 1991, se había estrenado “Terminator 2: El Día del Juicio Final”, un éxito de taquilla que dio la idea a DeLaurentis para una serie en la que podrían emparejar a un humano y un ciborg, aprovechando el potencial para el desarrollo de personajes que ofrece el formato televisivo.

DeLaurentis ya había trabajado sobre conceptos similares en el guión que escribió para “The Bionic Showdown: The Return of the Six Million Dollar Man and the Bionic Woman” (1989), telefilm en el que se volvían a reunir los actores protagonistas de las populares series de los setenta. Otra influencia fue el episodio, también escrito por DeLaurentis, para “Alfred Hitchock Presents” titulado “Romance Machine”, sobre un genial científico poco hábil con las mujeres que decide crear un androide femenino con el que interactuar. Estaba claro, por tanto, el interés del productor y guionista en la idea de la inteligencia artificial, abordada ésta en términos de un personaje femenino. A todo ello se sumó la lectura de “La Sociedad de la Mente” (1988), un libro del especialista en robótica e inteligencia artificial Marvin Minsky.

Se trataría de juntar a un ciborg “femenino”, dotado de inteligencia artificial pero también de un componente humano, y un policía varonil y poco sofisticado. Conforme su relación fuera avanzando, el ciborg descubriría lo que significa ser humano y, eventualmente, una mujer. El planteamiento y tono, según el propio DeLaurentis, sería como una mezcla de “Luz de Luna” y “Terminator 2”. No obstante, dado que la prioridad era la serie televisiva de “Darkman”, DeLaurentis y Wolf aparcaron el proyecto temporalmente.

Meses más tarde, cuando el Darkman televisivo acabó desechándose, ambos productores atendieron la petición de Warren Littlefield recuperando su idea del policía ciborg femenino, reformulándola y presentándosela en noviembre de 1991 a la NBC que, sin pensárselo dos
veces, la compró. Tanto fue su entusiasmo inicial que decidió no posponerla hasta la siguiente temporada, sino estrenarla a mitad de la misma, en primavera del año siguiente. Antes de navidad, Wolf y DeLaurentis escribieron el episodio piloto y, tras su aprobación por la cadena, recibieron el encargo de producir trece capítulos más. Ello obligó a trabajar contra reloj y con una gran presión para construir los escenarios, diseñar el vestuario, elegir a los actores y escribir los guiones.

En el piloto de la serie, “Prototipo”, se presentaba al detective Bobby Mann, indignado porque su compañero androide masculino había puesto en peligro su vida durante el enfrentamiento contra un criminal. La capitana Margaret Claghorn (S.Epatha Merkerson) le asigna un nuevo compañero, la sargento Eve Edison, una experta en información. Inmediatamente, ambos son encargados por el Departamento de Asuntos Internos para investigar un posible caso de policías corruptos relacionados con una serie de recientes asesinatos. Cuando unos intrusos tratan de matar a Mann en su propia casa, Eve salta por la ventana y consigue abatir a uno de los atacantes, revelando, para sorpresa del policía que su bella compañera es en realidad una androide (en este caso quizá sería más adecuado el término ginoide).

Eve encuentra pruebas de que los asesinos están relacionados con Cody Shannon, uno de los policías del cuerpo considerados más honrados, pero Mann se resiste a aceptar la verdad. Otras evidencias relacionan a todas las víctimas con la misma compañía siderúrgica y tras abrir una caja de seguridad perteneciente al presidente de la compañía, Mann debe aceptar, a la vista de
un cheque extendido a nombre de Shannon, lo que su compañera le había contado. La investigación continúa su curso hasta su satisfactoria conclusión, momento en el que Mann ha aprendido a respetar las capacidades de Eve y decidido ser su mentor en todo aquello relacionado con los humanos.

La serie tenía una factura visual limpia y elegante que trataba de distanciarse de los programas policiacos más “sucios” o realistas y sus guiones se basaban, como cualquier drama, en crear al tiempo conflicto y química entre los protagonistas. En buena medida, era una serie que se apoyaba en el personaje de Eve y su evolución hacia la compresión y asunción de los atributos humanos, una tarea nada sencilla para los guionistas dado que, básicamente, Eve era un androide carente de emociones. Su comportamiento era el de un niño en contraste con la veteranía y personalidad cínica y arisca de Mann.

Para interpretar a este último, los productores eligieron a David Andrews, que había recibido
su primer papel en “Pesadilla en Elm Street” en 1984 para luego desarrollar una discreta carrera en la televisión. Curiosamente, cinco años atrás ya había protagonizado una curiosa y poco conocida película de CF, “Cherry 2000” en la que encarnaba a un ejecutivo cuya esposa era un robot. La búsqueda de la actriz que debía interpretar a Eve fue mucho más larga y complicada. Ni en Los Ángeles ni en Nueva York encontraban la persona adecuada y acabaron abriendo el casting a jóvenes con poca o ninguna experiencia. Consideraron seriamente a una joven Julianna Margulies para el papel, pero Michael Crichton se la llevó para “Urgencias”. Finalmente, escogieron a Yancy Butler, una belleza que con sólo 22 años acababa de graduarse en la universidad y que no tenía experiencia alguna en interpretación.

Cada episodio de “Mann & Machine” se abría con un teaser en el que se mostraba el escenario del crimen desde el punto de vista de Eve. Sus ojos grababan un vídeo, tomaban fotos de
objetos y evidencias que luego serían claves para resolver el asesinato. Los casos, una combinación de pesquisas policiales y escenas de acción, no eran gran cosa desde el punto de vista del drama policial y su mayor atractivo consistía en la introducción de pequeños elementos futuristas: un asesino en serie que se servía de una agencia de contactos; traficantes de órganos o bebés diseñados genéticamente. Ya con el androide protagonista en escena, los productores no quisieron dar más forma y riqueza al mundo del futuro en el que éste evolucionaba. En cambio, optaron por concentrarse en su evolución emocional, su relación con su compañero y con el entorno. Está claro que situar la acción en un futuro lejano les hubiera impedido utilizar localizaciones y edificios reales de Los Ángeles además de tener que fabricar muchos más gadgets y decorados, pero hay detalles que no pueden sino chirriar al espectador, como el que Andrews conduzca un potente humvee pero que el resto de automóviles que comparten carretera con él sean modelos claramente antiguos.

Eve era un ser con grandes dotes físicas y una puntería perfecta. Su red neural le permitía aprender con la experiencia y, además, contaba con diversos gadgets, como seis pares diferentes de ojos artificiales, cada uno diseñado para un propósito distinto. En un episodio, por ejemplo, Eve se extrae el ojo y lo adhiere a la pared como si fuera una cámara de vigilancia. En otra
ocasión, dispara un rayo láser para abrir una caja fuerte. También podía conectar con el sistema informático de la policía para buscar información en las bases de datos.

Ahora bien, a pesar de sus extraordinarias dotes físicas y tecnológicas, Eve tenía la edad emocional de una niña de siete años. Para ella, el mundo era una tabla rasa que llenar poco a poco con iguales dosis de curiosidad e ingenuidad. Yancy Butler subrayó esa actitud manteniendo siempre abiertos sus grandes ojos, no parpadeando y mirando a la gente de forma intensa y algo desapasionada.

Es cierto, y así lo admitió a posteriori DeLaurentis, que la premisa que explicaba la inclusión de Eve en las filas de la policía “de calle” era muy débil. Porque, ¿no es muy arriesgado lanzar a un androide sin experiencia emocional a un campo tan peligroso como el policial, donde las
vidas a menudo están en juego y en el que muchos crímenes tienen, precisamente, un componente irracional? ¿No habría sido más sensato esperar a que el androide hubiera obtenido más experiencia en el mundo humano? DeLaurentis y Wolf lo interpretaron de otra manera, a saber: dado que la investigación policial requiere tanto un alto grado de inteligencia analítica como dotes físicas (velocidad, reflejos, puntería) y que no es necesario una gran empatía para revisar pistas y evidencias y rastrear a los culpables, un androide bien podría realizar ese trabajo. Aunque en mi opinión este enfoque materialista del trabajo de la policía es erróneo, sí facilitaba las cosas desde un punto de vista dramático, jugando con el contraste entre la personalidad de los protagonistas.

A Eve le confundían los giros idiomáticos y la jerga popular, no incluida en su diccionario de programación. E humor siempre estuvo presente en la interpretación de Yancy Butler, que consiguió equilibrar su propio estilo con cierta rigidez robótica. Su viaje emocional incluyó una primera amistad (“Torch Song”), una primera mentira (“Billion Dollar Baby”) o incluso una oferta sexual (“Manns Fate”). La idea era que la relación entre Bobby e Eve evolucionaría hasta convertirse en algo personal primero y romántico después, explorando la idea de un
hombre auténtico enamorado de una mujer artificial. Pero ese desarrollo jamás llegó a verse.

Porque al final, la serie no caló en la audiencia y de los trece episodios proyectados sólo se emitieron nueve. Para colmo, en su recorrido inicial sólo se ofrecieron cuatro capítulos, dejando los cinco restantes para llenar huecos en la programación veraniega. Los malos resultados posiblemente no deban achacarse a la calidad de la serie, sino a la nefasta política de programación de las cadenas. Inicialmente, “Mann & Machine” iba a ser emitida los viernes por la noche pero, en el último momento, los ejecutivos de la NBC decidieron trasladarla al domingo por la noche, donde tenía que competir con “Se ha escrito un crimen”, una serie de la CBS inmensamente popular que ningún otro programa de la misma franja horaria había conseguido desbancar. El disgusto de los productores no sirvió de nada: puestos a elegir entre dos series policiacas en la misma hora, el público eligió la más conocida. Si bien “Mann & Machine” obtuvo unos ratings de audiencia que hoy probablemente habrían garantizado su continuidad, en aquella época no se consideraban suficientes.

Extrañamente, la serie tuvo una especie de segunda vida bajo una forma diferente. A pesar de que recibió algunas críticas negativas acusándola de sexista, la cadena pensó que el formato podía funcionar mejor eliminando a David Andrews de la ecuación y convirtiéndola en un drama policiaco coral protagonizado entre otros por Yancy Butler. Así, el verano siguiente, en 1993, se estrenó “South Beach”, en la que la actriz encarnaba a una ladrona que trabajaba para el gobierno atrapando criminales, premisa calcada a la de una serie más antigua, “Ladrón sin Destino” (1968-1970) protagonizada por Robert Wagner. La cadena volvió a jugar sucio, cambiando los días y horas de programación de una semana a la siguiente y coartando cualquier posibilidad de consolidar un núcleo estable de seguidores.

“Mann & Machine” no fue una serie tan mala como para merecer la cancelación fulminante que sufrió. A finales de los ochenta, “Star Trek: La Nueva Generación” (1987-1994) había recuperado para la televisión a muchísimos aficionados a la ciencia ficción, pero el género, aunque mejor considerado por las cadenas dados los resultados de audiencia de aquella serie, aún daba muchos palos de ciego. En 1992, cuando se estrenó “Mann & Machine” aún no había aparecido el spin-off “Star Trek: Espacio Profundo 9”, faltaban dos años para estrenar “Babylon 5” y uno hasta que “Expediente X” revolucionara la televisión. En esa década aparecieron muchas nuevas series de CF pero pocas consiguieron superar la primera temporada, ya fuera porque fracasaran a la hora de captar la atención de la audiencia o porque las cadenas las maltrataban en su programación.

Los argumentos y el tipo de humor que desarrolló “Mann & Machine” no han envejecido del todo bien, pero su idea resultaba tan interesante entonces como ahora. Prueba de ello es que J.J.Abrams volvió sobre ella en una nueva serie, “Almost Human” (2013-2014) que, dicho sea de paso, tampoco tuvo demasiada suerte).



1973- EL DORMILÓN – Woody Allen

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No resulta fácil hacer comedia con la CF. Hay autores que la abordado con éxito, como William Tenn, Rudy Rucker, Robert Sheckley o Douglas Adams; y series de TV que han atraído a mucha audiencia, como “Enano Rojo”. Pero las incursiones en este subgénero han sido en general escasas y muy espaciadas.

En el cine, las mejores comedias han sido versiones bufas de grandes éxitos anteriores, como “La Loca Historia de las Galaxias” de Mel Brooks o la cariñosa sátira de “Star Trek” que fue “Héroes fuera de Órbita”; hay algunas películas dirigidas a un público infantil (“Lilo & Stich”) o adolescente (“Regreso al Futuro”, “Las Alucinantes Aventuras de Bill y Ted”) que también gustan a los adultos; pesimistas sátiras que contienen suficientes elementos de CF como para ser reclamadas por este género, como “Teléfono Rojo, ¿Volamos Hacia Moscú?”, “Estrella Oscura” o “El Show de Truman”.



“El Dormilón” sigue siendo hoy uno de los títulos más destacados dentro de esa corta lista de comedias de CF. Y ello aun cuando su director, Woody Allen, lo desprecie como uno de sus trabajos menos logrados. Resulta chocante que Allen sea uno de los directores de género fantástico menos reconocido. Se ha internado en la fantasía más veces que James Cameron o George Lucas, si bien él nunca ha reconocido ser tal y, de hecho, ha utilizado el género como herramienta o ingrediente para contar otro tipo de historias. “El Dormilón” es claramente el trabajo de un director principiante dando sus primeros pasos en un género en el que no se siente del todo cómodo. Más adelante llegarían los films con mayor contenido intelectual y de autoanálisis, como “Annie Hall” (1977), “Manhattan” (1979) o “Recuerdos” (1980). “El Dormilón” pertenece todavía a su etapa de humor absurdo y enloquecido, en el que también se inscriben “Toma el Dinero y Corre” (1969) o “Todo lo que Usted Siempre Quiso Saber Sobre el Sexo Pero Nunca Se Atrevió a Preguntar” (1972).

Hay que reconocer que Allen, aun no teniendo conocimientos de ciencia ficción, trató de ser respetuoso con los aficionados más veteranos del género. Cuando él y su coguionista Marshall
Brickman terminaron el guión, se lo enviaron nada más y nada menos que a Isaac Asimov para que les diera su opinión. Allen quería que los elementos de ciencia y ciencia ficción de su historia estuvieran adecuadamente representados. Asimov, al que habían gustado los tres films anteriores del director, le aconsejó que no cambiara nada. Eso sí, cuando Allen le pidió que ocupara el puesto de asesor científico de la película –que se rodó en Colorado- rechazó el ofrecimiento. El popular escritor tenía fobia a volar (sólo lo hizo dos veces en su vida) y prefirió recomendar para el trabajo a otro autor amigo suyo, Ben Bova.

El argumento está claramente basado en la novela de H.G.Wells “Cuando el Durmiente Despierta” (1899), pasado por el filtro de “Un Mundo Feliz” (1932) de Aldous Huxley. Woody Allen encarna a Miles Monroe, propietario de una tienda de comida sana de Greenwich Village
que ingresa en un hospital de Nueva York en 1973 para someterse a una intervención rutinaria y se despierta doscientos años más tarde, en un futuro que puede ser descrito como una dictadura cuyo líder fuera un guru New Age californiano. Dado que la policía no tiene registrada su identidad, un grupo subversivo quiere reclutarle como topo; por el camino, secuestra a una alocada poeta, Luna (Diane Keaton), que acaba convirtiéndose en su pareja y cómplice en la misión de derribar al gobierno. Se suceden todo tipo de persecuciones, lavados y contralavados de cerebro y planes para robar la única parte del líder que aún se conserva tras sufrir un atentado: su nariz.

Allen desarrolla esta enloquecida historia con su habitual combinación de humor absurdo, inteligente y neurótico distribuido en abundantes gags. Son esos gags lo que ha soportado mejor el paso del tiempo, algo que no tiene nada de raro dado que en esta etapa de su carrera Allen
seguía de cerca la senda abierta por Buster Keaton o Charles Chaplin -cuyas películas siguen gustando hoy a las personas que se molestan en verlas-. Allen nunca se ha avergonzado de sus influencias y referentes. Sus primeras películas sobre todo, recuperaron el tono y tipo de humor de los primeros días del cine cómico. “El Dormilón” es básicamente una comedia de Mack Sennet con participación de Bob Hope o Red Skelton y trasladada al futuro. Allen suelta ocurrencias como las de Hope, acelera las persecuciones como Sennett, exagera las muecas como Skelton y se relaciona con la tecnología futurista tan torpemente como lo hacían Buster Keaton o Charles Chaplin. De hecho, es como si “El Dormilón” aspirara a ser una película muda, recurriendo a menudo a la cámara rápida con acompañamiento musical de ragtime. El guión no consiste tanto en el desarrollo de una trama como en el encadenamiento de gags; cuando llega el final, éste es más un corte arbitrario que una resolución del drama precedente.

Una escena en la que Allen trata de robar una fruta de tamaño gigante sólo para resbalar con una piel de plátano del tamaño de un saco de dormir, sigue siendo válida en sí misma y son este
tipo de gags a los que el público se refiere cuando dicen que les gustan más los filmes antiguos de Allen, aunque a medida que pasa el tiempo éstos son cada vez son menos. El momento en que Miles se disfraza de robot camarero y tiene que pasar a los asistentes a una fiesta una bola cuyo contacto tiene efectos alucinógenos mientras trata de aparentar que no le afecta, es hilarante. Miles y Luna se dan la réplica el uno al otro superándose en cada intervención en otra enloquecida y absurda escena en la que, disfrazados de cirujanos, tratan de clonar al líder a partir de su nariz. Al final, la cogen y salen huyendo hasta que, a punto de ser capturados, Miles la apunta con una Magnum amenazando a sus perseguidores: “¡Alto o le vuelo la nariz!

Eso sí, el reloj sigue corriendo para la película; gran parte del humor está siendo superado por
la tecnología o, simplemente, pasándose de moda. En cierto modo, ver “El Dormilón” es como viajar en una máquina del tiempo…hacia el pasado. Por ejemplo, parte del humor verbal de la cinta es divertido en sí mismo, como cuando al final Luna le pregunta a Miles en qué cree y éste responde sin dudar: “El sexo y la muerte…Dos cosas que llegan una vez en la vida, pero al menos tras la muerte a uno no le entran nauseas”. Es una réplica ingeniosa y atemporal.

Pero otra parte del humor sólo resulta cómico siempre y cuando se conozcan las referencias culturales que utiliza y el problema es que, con el tiempo, cada vez menos gente se acuerda de
Rod McKuen (cantante y poeta norteamericano) o Howard Cosell (periodista deportivo), lo que hace que esta vertiente cómica esté condenada a perder su sentido. Otro ejemplo es el de una de las más celebradas frases de la película: cuando los científicos le explican a Miles que han perdido la mayoría de los registros históricos después de una guerra que comenzó “cuando un hombre llamado Albert Shanker se hizo con un ingenio nuclear”. El público que acudió a las salas de cine a ver la película estallaba en carcajadas al escucharlo hasta el punto de que resultaba imposible oír las siguientes líneas de diálogo. Hoy el espectador no cambiará el gesto y se preguntará quién demonios era ese tal Shanker. En honor a la verdad, hay que decir que el actor que tuvo que pronunciar la frase tampoco lo sabía y Allen tuvo que tranquilizarlo explicándole que se trataba del agresivo líder del sindicato de profesores de Nueva York.

Otro ejemplo de referencia oscura es cuando Miles sale de un McDonald´s en el que puede leerse en un cartel : vendidos 100.000.000.000.000.000.000.000.0000.000.000.000.000.000.000.000.000.000”. Puede que esto
hoy no tenga tanta gracia porque desde abril de 1994 la publicidad de la famosa cadena de comida rápida se limita a decir “Billions and Billions served”. Antes de ese año, sin embargo, los locales sí exhibían un contador siempre creciente con las hamburguesas vendidas en todo el mundo. Allen se limitó a llevar esa estrategia publicitaria a sus últimas y más absurdas consecuencias. Ese es el problema con el humor referenciado a tópicos bien conocidos en una época determinada. El tiempo corre y lo que entonces todo el mundo entendía hoy necesita explicaciones y notas al pie.

Algo parecido ocurre con los gags relacionados con el progreso de la tecnología. En una época, la nuestra, en la que la televisión por cable ofrece cientos de canales, cuando se puede comprar una mascota robot en cualquier juguetería y adquirir millones de productos a través de
Internet, algunos momentos de la película ya no son hoy tan divertidos como solían. Por lo demás, encontramos los previsibles gadgets futuristas, como robots o pistolas de rayos. No hay monstruos espaciales estrictamente hablando, pero Luna se refiere a Miles como “el alien” y hay una escena con un pudding inteligente al que el protagonista tiene que enfrentarse con una escoba. No obstante, se hacen pocos intentos para parodiar la propia CF o reflexionar sobre sus temas principales. Los elementos del género están dispersos a lo largo de la película y se usan generalmente como excusa para gags y bromas.

El diseño de producción de todo ello –muy justo de presupuesto- combina el arte pop de los sesenta con el estilo chic de los setenta, pero llevados ambos a niveles absurdos de utilitarismo. Un orbe plateado que parece una escultura minimalista es pasado de mano en mano durante una fiesta para drogarse; el Orgasmatron, un estilizado cilindro que parece una ducha, le proporciona a su usuario orgasmos automáticos en una época en la que los hombres son impotentes y las mujeres frígidas; el vestuario, diseñado por un joven Joel Schumacher, es divertido y frívolo.

Por otra parte, “El Dormilón” es, como suele ser habitual en la ciencia ficción, una reflexión sobre el tiempo presente disfrazado de mirada futurista. Eso sí, como si de una farsa de los
hermanos Marx se tratara, lo hace sin dejar títere con cabeza. Para Allen no hay persona o institución sagrada y la ambientación futurista le facilita atacar a muchos personajes, estamentos, instituciones y modas de su época, desde Richard Nixon a la cultura de las drogas, los artistas pagados de sí mismos, los revolucionarios ignorantes, los científicos, la religión, los políticos… Miles y Luna acuden a la casa del típico gay sofisticado cuyo mayordomo es un robot afeminado llamado Reagan, un entorno tan exagerado que para la sensibilidad actual probablemente sea considerado ofensivo. Los científicos ofrecen a Miles un cigarrillo y le animan a que inhale profundamente el humo: resulta que todo lo que hoy damos por sentado en relación a la salud, es erróneo: la ciencia ha demostrado en el futuro que lo más sano que podemos consumir son la comida grasienta, el tabaco o el azúcar. También se satiriza la creciente automatización de una sociedad cada vez más impersonal. Miles va a confesarse y un ingenio computerizado le absuelve y simultáneamente le ofrece una muñequita. También está Rags, el perro robótico parlante del que Miles se pregunta si no será demasiado manso o irá excretando pequeñas baterías por toda la casa. Son gags que nos hacen reír, pero es una risa proveniente del reconocimiento, de la identificación en ellos de las ansiedades presentes en nuestro propio tiempo.

Aunque la película tiene un tono ligero y cómico, su mensaje final dista de ser optimista. Para empezar y como era frecuente en los films del género, plantea una supuesta utopía hedonista de entornos asépticos y vestuarios de tonos luminosos que recuerdan al estilo de la todavía reciente “THX 1138” (1971) de George Lucas, pero que también funciona como burla de toda una tradición visual y conceptual en el cine y televisión de CF en la que se incluyen desde “Star Trek” (1966) a “La Vida Futura” (1936), de “2001: Una Odisea del Espacio” (1968) a “La
Amenaza de Andrómeda” (1971). Dicha utopía, por supuesto, es en realidad una dictadura represiva en la que medran los cretinos autocomplacientes. Pero cuando Miles y Luna escapan de ese sistema y vuelven a la naturaleza, no sólo tienen que aceptar la suciedad, las incomodidades y los modales trogloditas de sus compañeros, sino que tampoco escapan de los celos, la violencia y la estupidez. Luna era una mema decadente cuando formaba parte de la sofisticada élite de esa impersonal sociedad futurista, pero no mejora demasiado tras reconvertirse en una revolucionaria con el cerebro tan lavado como lo tenía antes de unirse a la causa. Al final, Miles consigue destruir la nariz del líder por el expeditivo método de aplastarla con una apisonadora, pero confiesa a Luna que no cree que el ascenso al poder del revolucionario Erno (John Beck) vaya a cambiar nada: el poder corrompe y en unos pocos años tendrá que verse en la tesitura de robar su nariz.

“El Dormilón” apareció al mismo tiempo que estallaba el escándalo del Watergate, salpicando a un gobierno ya hundido ante la hostilidad de su propio pueblo a causa de la intervención en Vietnam. Por eso no puede extrañar la escasa confianza que transmite la película en cuanto a la capacidad de cualquier gobierno para resolver problemas, una sensación que no ha cambiado demasiado con el paso del tiempo.

Cuando se estrenó en 1973, “El Dormilón” cosechó un éxito comercial enorme: sobre un
presupuesto de dos millones de dólares, recaudó nada menos que dieciocho. Desde el punto de vista artístico, fue quizá el mejor de los films de Woody Allen previos a “Annie Hall”. Después de él, el realizador dio un salto de gigante pasando de las comedias basadas principalmente en los gags a las historias románticas que se desarrollaban apoyándose casi exclusivamente en los diálogos.

Demasiado a menudo, guionistas y directores se acercan a la ciencia ficción con reparos y vergüenza. En las entrevistas se apresuran a asegurar que lo que ellos hacen no es ciencia ficción sino que su trabajo versa sobre ideas y personajes. Eso demuestra lo ignorantes que son respecto a lo que es el género. Woody Allen fue un visitante puntual al mismo, pero mostró el suficiente respeto como para tratar de hacer las
cosas bien y pedir consejo cuando creyó necesitarlo. El resultado no sólo es una película que goza del cariño de los fans del director, sino una comedia de ciencia ficción que sigue sirviendo de modelo para otros realizadores y que ha envejecido mejor que otras producciones más “serias” y pretenciosas de la misma época..

Por otra parte, la película demostró que los tópicos del cine de CF se habían integrado tan perfectamente en la cultura popular que ya era posible realizar una cinta dirigida a un público adulto y generalista basada en su sátira. Aunque dista de ser una obra maestra y, en mi opinión, ni siquiera se cuenta entre las mejores cintas de Woody Allen, sí que es, junto a las mucho más posteriores entregas de “Men In
Black”, uno de los pocos ejemplos de comedias de ciencia ficción con guión original (esto es, no parodias de otros productos muy conocidos) y dirigidas a un público adulto.

Posiblemente “El Dormilón” sea uno de los clásicos de la CF que podrían beneficiarse de una actualización. El problema es que hoy los estudios de Hollywood posiblemente escogerían a alguien como Will Ferrell o Adam Sandler para interpretar el papel protagonista, actores que difícilmente podrán desarrollar el tipo de humor inteligente e intelectual en el que se especializó Woody Allen.



1950-LOS SEÑORES DE LA INSTRUMENTALIDAD – Cordwainer Smith (1)

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En 1950, una poco conocida y efímera revista semiprofesional, “Fantasy Book” (1947-1951), publicó una historia, “Los Observadores Viven en Vano”, que venía firmada con el peculiar seudónimo de Cordwainer Smith. El relato llamó inmediatamente la atención de los pocos que pudieron hacerse con la revista, porque poco después fue reeditado en una antología coordinada por Frederik Pohl, “Beyond the End of Time” (1952), cuya mejor distribución permitió a ese hasta entonces desconocido llegar a un público más amplio.


“Los Observadores Viven en Vano” parece un relato adelantado a su tiempo. Tratándose de un cuento sobre la disociación mente-cuerpo con el fin de explorar el espacio, se diría más cómodo en la literatura de CF de los sesenta que en la de los cuarenta (fue escrito en 1945 y rechazado por varias revistas hasta su publicación final en “Fantasy Book”). La acción se sitúa en el lejano año 6.000 de nuestra era, cuando el hombre ya ha colonizado otros planetas y sistemas estelares. Se ha descubierto que la vida prolongada en el espacio provoca desequilibrios mentales que llevan a comportamientos agresivos e incluso el suicidio, por lo que el viaje interestelar se realiza en animación suspendida. Las naves en las que viajan los dormidos pasajeros son pilotadas, mantenidas y supervisadas por los Habermans, una especie de seres mecánicos sin sensibilidad física: “Los habermans son la escoria de la humanidad. Los hábermans son los débiles, los crueles, los crédulos y los inadaptados. Los hábermans son los sentenciados a- más-que-muerte. Los hábermans viven sólo en la mente. Los matan para el espacio, pero viven para el espacio. Dominan las naves que unen las Tierras. Viven en el gran dolor mientras los hombres normales duermen el helado sueño del tránsito”.

Los Habermans conservan el cuerpo, la inteligencia y la apariencia humanas, pero son inmunes al dolor y, con excepción de la vista, las señales nerviosas de sus sentidos no llegan al cerebro. Dado que carecen de la sensación de dolor, mantienen en sus cajas torácicas controles electroquímicos que desempeñan tal función y les avisan cuando algo va mal en sus cuerpos. Los Habermans son vigilados en el espacio por los Observadores quienes, a diferencia de aquéllos, se han sometido al mismo proceso quirúrgico voluntariamente y tienen el privilegio de restaurar la conectividad sensorial de forma puntual. Al recibir la noticia de que un científico ha descubierto un medio de que los humanos puedan trabajar en el espacio sin enloquecer y morir, Haberman y Observadores se dan cuenta de que su función, su razón de existir, será inútil y que perderán su inmenso poder e influencia. Deciden, por tanto, asesinar al científico. Sólo un Observador llamado Martel se opondrá a ello…

A menudo la CF ha fantaseado con que nuestra especie alcance algún día un estado puramente psíquico en el que podamos sentirnos libres de la esclavitud fisiológica de nuestros cuerpos. Smith, sin embargo, reivindica en este cuento el placer que nos brindan nuestros sentidos y lo doloroso que puede ser su pérdida: “Sólo soy humano cuando estoy en cranch. Pero excepto en estos momentos… ya sabes qué soy. Una máquina. Un hombre a quien mataron y mantienen con vida para que cumpla con su deber. ¿No comprendes lo que echo de menos?”, se lamenta Martel.

“Los Observadores Viven en Vano” era un relato fascinante que no ha perdido nada de su fuerza. Fue elegido por la Asociación Americana de Escritores de CF como uno de los mejores cuentos escritos antes de 1965 e incluso nominado a un premio retro-Hugo en fecha aún tan reciente como 2001. Ahora bien, por curioso que resulte, nadie sabía quién se escondía tras ese evidente pseudónimo. Pohl especulaba en la introducción a la mencionada antología si se trataría de Henry Kuttner, Robert A.Heinlein, Theodore Sturgeon o A.E. Van Vogt. Todos lo negaron y, después de todo, el estilo del cuento no se ajustaba al de ninguno de ellos. Sin embargo, se trataba de una historia demasiado buena como para haber sido escrita por un simple novato.

Con el tiempo, se supo que Cordwainer Smith era en realidad Paul Myron Anthony Linebarger, sin duda uno de los escritores de CF más atípicos de todos los tiempos y un erudito cuya vida resulta tan fascinante como muchos de los cuentos que imaginó. Nació en Milwaukee, Wisconsin, en 1913, pero creció y estudió en China, Japón, Francia y Alemania. Su padre era un antiguo juez y activista político que renunció a su puesto para trabajar como consejero legal de Sun Yat Sen, fundador de la República China. Tan cercana y afectuosa fue su relación que el líder chino se convirtió en padrino del joven Paul. A los diecisiete años, ya había negociado en nombre de su padre un préstamo de plata para la naciente república. A los veintitrés, recibió el doctorado en Ciencias Políticas y enseñó Política Asiática en la Universidad Johns Hopkins. Además de escribir prolíficamente acerca de la materia en que era experto, utilizó sus extensos conocimientos y capacidad lingüística (hablaba seis idiomas, entre ellos el chino) para conseguir el nombramiento de coronel de Inteligencia en el ejército americano y ello aun cuando desde los seis años quedó ciego de un ojo a raíz de una herida y su posterior infección y que siempre padeció un estado de salud general bastante malo. Cuando estalló la Segunda Guerra Mundial, utilizó su puesto en la Oficina de Planificación de Operaciones e Inteligencia para ser destinado a China. Volvió a colaborar con el ejército durante la Guerra de Corea (donde consiguió la rendición pacífica y masiva de miles de enemigos utilizando un simple truco que mezclaba la manipulación psicológica y el profundo conocimiento de la cultura local) y el conflicto malayo. Trabajó también como asesor de John F.Kennedy.

Así que, efectivamente, en 1950, Smith-Linebarger ya no era ni mucho menos un novato en lo que a escribir se refiere. Además de diversos tratados y ensayos sobre las áreas en las que era experto (entre ellos un libro, “Guerra Psicológica”, de 1948, que sigue siendo considerado como uno de los más importantes en su campo), había publicado un par de novelas poco exitosas bajo el nombre de Felix C.Forrest y un thriller de espionaje como Carmichael Smith. En lo que se refiere a CF y aun cuando a los quince años, allá por 1928, había conseguido publicar un cuento, “La Guerra nº 81-Q”, su verdadera entrada en el género fue con “Los Observadores Viven en Vano”.

El que recurriera a un seudónimo y no desvelara durante algún tiempo su auténtica identidad no era un capricho ni una veleidad. Siendo como era un asesor gubernamental de alto nivel, Smith tenía acceso a información privilegiada. Cualquier trabajo de ficción publicado con su auténtico nombre habría estado sujeto con toda seguridad a un riguroso escrutinio por parte del gobierno. Y ello, además, en una época dominada por la paranoia en la que se descubrían comunistas o simpatizantes “rojos” bajo cualquier alfombra. Si algún censor hubiera considerado subversivo o crítico con el gobierno algún fragmento de sus cuentos, Smith-Linebarger podría haber perdido el acceso a la información que necesitaba para su trabajo académico. Poco podían imaginar las autoridades que en su CF, género considerado trivial y ridículo, Smith estaba efectivamente socavando ciertas nociones de gobierno, sus políticas, intrigas y castigos.

Por otra parte, es muy posible que Linebarger quisiera mantener aisladas ambas vertientes de su trabajo, el erudito y el fantástico. Como acabo de indicar, la CF distaba entonces –y, en buena medida, también ahora- de ser un género respetado y apreciado en los círculos de la “gran cultura oficial” y no le habría hecho ningún bien a su reputación académica ser conocido por publicar su trabajo de ficción en revistas populares. Además, la CF que escribía parapetado tras ese seudónimo le permitía fantasear y escapar del objeto principal de su trabajo cotidiano al tiempo que aplicar en un contexto muy diferente sus extensos conocimientos (en política, historia, literatura, poesía, psicología, sociología) y reflejar de paso sus opiniones y reflexiones acerca de temas tan profundos como el arte del gobierno, la lucha por la igualdad o la naturaleza humana.

Habría que esperar otros cinco años, hasta 1955, para leer otro de sus relatos, “El Juego de la Rata y el Dragón”, publicado en la revista “Galaxy”. Se trataba, otra vez, de un cuento extraño y fascinante situado en un futuro aún más lejano que el del anterior. Las naves planoforma, capaces de retorcer las dimensiones, son ya el modo usual de viajar por el espacio. Estas naves pasan en milisegundos a tener sólo dos dimensiones y aparecer en otro sistema de la galaxia. Pero la experiencia no está ni mucho menos exenta de peligros. En ese plano bidimensional acechan seres, que se han bautizado como “dragones”, que atacan con letal precisión a los pasajeros humanos, matándolos o sumiéndolos en la locura. La solución que se ha encontrado es incluir en todos los viajes a un telépata, cuyas capacidades aumentadas gracias a un aparato llamado luminictor, pueden detectar y destruir a esas presencias. Esos telépatas, no obstante, sufren un gran desgaste psíquico y físico y sus carreras profesionales, si sobreviven, son muy cortas. En cada viaje reciben la ayuda de sus “compañeros”, gatos modificados genéticamente que ven a esas criaturas como ratas gigantes, abalanzándose sobre ellas por instinto y luchando hasta la muerte. Telépatas y gatos forman estrechos vínculos y gracias a ellos el viaje interestelar, aunque no totalmente seguro, sí se hizo posible y generalizado. El cuento narra uno de esos viajes cotidianos pero intensos para telépatas y gatos (los pasajeros, en hibernación, nunca son conscientes de la lucha por la supervivencia que tiene lugar a su alrededor) e incluyen personajes de nombres tan evocadores como los gatos Murr, Lady May o Capitán Wow, un sacerdote, una niña pequeña y héroes poco convencionales dispuestos a pagar un alto precio.

“El Juego de la Rata y el Dragón” consolidó la relación de Smith con la revista “Galaxy”, cabecera en la que seguiría publicando toda su producción en la siguiente década y media. Su obra, que fue apareciendo ya de manera más regular a partir de 1955, totaliza treinta y dos relatos cortos (algunos de ellos póstumos) y sólo una novela. Puede que no parezca mucho, pero ello es debido a que falleció tempranamente, en 1966, a consecuencia de un ataque cardiaco. Tenía sólo cincuenta y tres años pero ya había dado cuerpo a una historia del futuro imprescindible para cualquier aficionado al género.

A la hora de abordar su obra es necesario hacer un par de aclaraciones. Prácticamente todos sus relatos y su única novela, “Norstrilia”, se insertan dentro de una línea temporal del futuro que Smith trazó en su mente. De la misma manera que antes que él había hecho Robert A.Heinlein, imaginó una cronología para la humanidad en un amplio periodo que cubría unos 14.000 años a partir, más o menos, del 2.000 d.C., si bien y a diferencia de aquél, prefirió salir al espacio profundo y adoptar un tono más próximo a la space opera, con colonización de otros planetas, encuentros con otras civilizaciones, luchas entre mundos y avances tecnológicos asombrosos, casi mágicos. Todos estos cuentos unidos –y, por supuesto, la novela- forman un ciclo cronológicamente coherente que se conoce como “Los Señores de la Instrumentalidad”.

Ahora bien, a pesar de tratarse de un autor muy original cuyo trabajo no ha sufrido el paso del tiempo tanto como pudiera esperarse, la lectura del mismo ha sido durante años una tarea harto difícil porque Smith no fue escribiendo sus relatos en orden según esa cronología ficticia. Durante diez años, fue publicándolos sin ningún orden establecido y aun cuando todos tenían acomodo dentro de esa línea temporal era complicado obtener una visión de conjunto que permitiera situarlos en su lugar correcto respecto al resto. Durante mucho tiempo lo único que se podía conseguir de Cordwainer Smith eran antologías incompletas y desordenadas que no hacían justicia a su magnífica imaginación. Afortunadamente, los lectores de lengua hispana tenemos el privilegio de contar con una excelente edición coordinada por Miquel Barceló para Ediciones B en su colección Nova a comienzos de la década de los noventa. Esta edición consta de cuatro volúmenes (“Piensa Azul, Cuenta Hasta Dos”, “La Dama Muerta de Clown Town”, “Norstrilia” y “En Busca de Tres Mundos”) e incluye todos los relatos, la novela y algunos cuentos adicionales debidamente ordenados y traducidos. Ésta es sin duda la edición que debe revisarse si se quiere obtener una idea del talento de Smith y su importancia dentro de la space opera.

Desde un punto de vista global, las historias de este ciclo desarrollan dos temas principales. El primero es la evolución en la tecnología del viaje espacial y sus consecuencias sociales y políticas. Los primeros intentos realizados por valientes pioneros que se juegan la vida van dejando paso a la rutina conforme se descubren nuevos principios físicos y la tecnología que permite aprovecharlos. La posibilidad de conectar todos los mundos bordeando la Teoría de la Relatividad, facilita la creación de un Imperio galáctico gobernado por los Señores de la Instrumentalidad, una élite pseudoreligiosa de telépatas que normalmente permanecen en las sombras y no intervienen directamente en los relatos, pero que en algunas señaladas ocasiones los vemos tomar parte activa en acontecimientos que transformarán la historia del hombre.

El otro tema de fondo en muchos de los cuentos es la forma en que el benevolente pero autoritario gobierno de la Instrumentalidad afecta a quienes viven bajo él. El descubrimiento de la droga stroon en el planeta Norstrilia, cuyo consumo alarga la vida siglos y hasta milenios, y la utilización de robots y subgente (híbridos de animal y humano) propicia la consecución de una utopía de felicidad, inmortalidad y abundancia material, que acaba revelándose fuente de una peligrosa decadencia espiritual. Como reacción a esta nefasta tendencia, se implementa el Redescubrimiento del Hombre, una vuelta a las viejas tradiciones culturales y sociales, pero también al dolor, el sufrimiento y el peligro que den sentido a las ahora larguísimas vidas humanas. Mientras tanto y bajo la superficie, bulle la lucha del subpueblo por conseguir su emancipación e igualdad de derechos que los humanos.

Los personajes aparecen y reaparecen de relato en relato: la felina G´Mell; el obstinado Lord Jestocost, señor de la Instrumentalidad; el rebelde E´telekeli y varios miembros de la familia Vom Acht. Algunos personajes son mencionados antes de que sean efectivamente presentados en cuentos posteriores, y otros aparecen bajo la forma de sus ancestros o descendientes, que ostentan variaciones de los mismos nombres.

(Continúa en la siguiente entrada)

1950-LOS SEÑORES DE LA INSTRUMENTALIDAD - Cordwainer Smith (2)

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(Viene de la entrada anterior)

Cordwainer Smith no fue el primer autor de CF en situar todas sus historias en un universo compartido, coherente y bien delimitado; ni tampoco en abordar los temas que aparecen una y otra vez en sus cuentos. Lo que sí lo hizo diferente fue la manera que tuvo de narrar esas historias. Smith quiso recubrirlas de un espíritu de leyenda, de mito transmitido de generación en generación. De hecho, adoptó y adaptó las técnicas narrativas de la mitología china que aprendió durante el tiempo que vivió en ese país. Aunque en la práctica esto no siempre acabó de funcionar, gracias a ello su ficción resultó ser más ambiciosa, interesante y original que la de muchos otros escritores de la época.



Sus cuentos están repletos de palabras arcaicas y neologismos, metáforas (al espacio, por ejemplo, siempre se refería como “Arriba y Afuera”), simbolismos, construcciones gramaticales inusuales y un ritmo sutil y técnicas de repetición que remedaban la retorcida formalidad de la lengua china, la cual dominaba bien. Por ejemplo, en “El Coronel Volvió de la Nada” (1979), un relato sobre telépatas y los primeros intentos de viajar por el espacio manipulando las dimensiones, un personaje dice: “Debemos ir juntos, los cuatro, a donde ningún hombre ha ido, a la nada, a la esperanza y el corazón del dolor, al dolor, para que este hombre regrese; ir al poder que es más vasto que el espacio, al poder que lo ha enviado de regreso, al lugar que no es un lugar, hallar la fuerza que no es una fuerza, forzar a la fuerza que no es una fuerza para que entregue este corazón, para que lo devuelva. Venid conmigo, si estáis dispuestos. Venid conmigo al confín de las cosas. Venid conmigo…”. Es un estilo literario que recuerda a una poesía o una canción. Cuando esa técnica funciona, le brinda a las historias un verdadero sentido de maravilla mítica; cuando no, la prosa se antoja repetitiva e innecesariamente densa.

A pesar de la épica escala que abarca el ciclo de la Instrumentalidad y los profundos temas que toca, los cuentos incluyen elementos de gran colorido e incluso humor. Por ejemplo, muchos nombres de los personajes y lugares o los títulos de los propios relatos suelen ser bromas o juegos de palabras en algún idioma extranjero (Clown Town, “Alpha Ralpha Boulevard”, “Piensa Azul, Cuenta Hasta Dos”, Anacrón, “Menschenjager Mark Elf”, Mona Muggeridge, Casher O'Neill, Capitán Wow…). Quizá la alegre poesía y crípticas rimas que incluye en sus cuentos (por ejemplo: “She got the which of the what-she-did // Hid the bell with a blot, she did,// But she fell in love with a hominid.// Where is the which of the what-she-did?") tenían un propósito menos evidente que la simple experimentación con el lenguaje. Recordemos que Smith, en su “identidad” de Paul Linebarger, era un experto en guerra psicológica, una disciplina que comprende la manipulación a través del lenguaje y la habilidad para esconder un mensaje dentro de otro. Así, la poesía y las canciones podrían servir para sumergir al lector en cierto estado mental que facilitara el impacto del mensaje que recibirá a continuación; algo equivalente al ritmo cadencioso e hipnótico que utilizan los predicadores del sur de Estados Unidos para sumir a sus feligreses en un trance casi hipnótico.

Sea como fuere, pocos autores de CF anteriores a la “New Wave” y sus ambiciones estilísticas habían alcanzado esa calidad prosística.

Tanto o más interesante que su estilo literario es cómo el aliento mítico influye en la forma de
entender la continuidad. Smith no se limita a relatar las historias, sino que salta a un lejano futuro para recuperarlas del neblinoso pasado que desde allí se vislumbra en un melancólico ejercicio de romanticismo. Es, de hecho, lo contrario de lo que hace normalmente la ciencia ficción, a saber, especular con los triunfos y catástrofes todavía por venir. Quizá ello tuviera que ver, primero, con que ya era un hombre maduro cuando empezó sus historias de la Instrumentalidad, habiendo dejado atrás el impulso enérgico y sed de futuro propios de la juventud; y, en segundo lugar, a su propio interés e identificación con la literatura oriental y su forma de entender, mezclar y narrar su historia y sus leyendas.

Si bien hay de fondo una línea narrativa coherente, la continuidad que une entre sí las diferentes historias es vaga. Hay referencias difusas al pasado de la Tierra: Los Primeros y Segundos Días Antiguos, la Larga Nada, la invasión de los Originales, el gobierno de lo Luminoso, los Años de Gran Crueldad… Puede adivinarse más o menos el lugar de cada relato dentro de la línea cronológica general, pero es difícil situarlos con precisión en la misma. Es como si Smith hubiera recopilado una serie fragmentaria de mitos de un pasado lejano a partir
de diferentes fuentes y se la ofreciera al lector para que descubriera en ellos las corrientes históricas que los unen. El hecho de que todos los cuentos transcurran en el futuro lejano pero que estén narrados con un lenguaje y estilo arcaicos, crea en el lector una sugestiva sensación de alienación, de extrañeza.

La otra característica diferenciadora del trabajo de Smith es su amor por lo raro, lo extraño. La CF a menudo peca de explicar demasiado las cosas. Hay una corriente dentro del género en su vertiente más tradicional que prima la racionalización y la fidelidad científica sobre los personajes, la ambientación y la originalidad. Las historias de Smith, en cambio, sobresalen por lo mucho que no explican. La tecnología, por ejemplo, desde las formas de viajar por el espacio a los ambiguos poderes de los ordenadores, se describe con ideas e imágenes más que desde su funcionalidad. Muchas de las ideas que aparecen en sus relatos, desde las velas solares tan extensas que bloquean el sol a pilotos gatunos que cazan dragones invisibles pasando por naves doradas más grandes que planetas, son tremendamente imprácticas cuando no directamente irrealizables, pero destilan una belleza extraña e hipnótica. De igual forma, los personajes son retratados de una forma sencilla y siempre más a través de sus actos y pensamientos que de su apariencia física.

Así, tenemos cuentos de una inmensa originalidad, como “Los Mininos de Mamá Hitton”
(1961), en el que el espionaje, las intrigas y los ladrones interestelares protagonizan el primer relato centrado en el misterioso planeta Norstrilia, donde se produce la droga stroon que expande la vida humana. O "Alpha Ralpha Boulevard" (1961), una historia de amor y aventuras en la que se presenta el antes mencionado Redescubrimiento del Hombre, una nueva etapa en la Historia de la Instrumentalidad caracterizada por la recuperación de la imperfección, el dolor, la enfermedad, el peligro, la diferenciación cultural o la individualidad. A esas alturas, la variedad humanoide en los dominios de los Señores de la Instrumentalidad comprende los hombres, los homúnculos (animales modificados genéticamente, todavía considerados subgente) y homínidos u “hombres de las estrellas a quienes se había modificado para adecuarlos a las condiciones de mil mundos distintos”. Pablo y Virginia son dos de los “hombres renacidos” que han recibido nuevas identidades: hablan en francés, acuden a cafés y tratan de aprender a utilizar el dinero. Pero Virginia no está segura acerca de si su amor por Pablo, un viejo amigo, es auténtico o le ha sido implantado artificialmente en su renacimiento. Es por ello por lo que insiste en que ambos viajen hasta un olvidado lugar llamado Abba-Dingo, una suerte de máquina-oráculo que les confirmará si su amor es verdadero.

Precisamente en “Alpha Ralpha Boulevard” aparece uno de los mejores personajes de todo el
ciclo, G´Mell, una bella, valiente, sofisticada e inteligente mujer-gato que volvió a aparecer en “La Balada de G´Mell” (1962) en el que se narra, de una forma bastante imprecisa, el comienzo de la liberación de las subpersonas, de su ascenso a ciudadanos con plenos derechos. Se articula en forma de historia de amor prohibido e imposible entre la propia G´Mell y Jestocost, uno de los Señores de la Instrumentalidad más progresistas. G´Mell jugaría también un papel muy importante en la novela “Norstrilia”, de la que hablaré más adelante.

Puede que el tema del subpueblo parezca algo fantasioso, pero podría llegar a ser uno de esos casos en los que la CF sí consigue penetrar las brumas del futuro. Hace poco, los científicos consiguieron incrementar la inteligencia de monos rhesus mediante un implante cerebral. El efecto fue transitorio, pero semejante logro despertó inmediatamente el debate acerca de una cuestión con impredecibles ramificaciones. Los continuos avances en farmacología, genética y cibernética hacen pensar que
en un plazo no demasiado largo se podrá conseguir aumentar nuestras capacidades físicas…y mentales. Ahora bien, ¿debemos manipular en este sentido los cerebros de otras criaturas? ¿Tenemos el derecho a hacerlo? Y si decidimos que sí, ¿viviremos para arrepentirnos? ¿Cómo afectará ello a nuestra relación con el mundo animal?

Hacia el final de su vida, Paul Linebarger profundizó en sus raíces cristianas, deriva espiritual que se hace evidente en muchos de sus relatos de esa época. “La Dama Muerta de Clown Town” (1964) es una historia de claros tintes religiosos alrededor de la figura del mesías pacífico. Una “bruja”, Elena, paria y marginada, sin propósito en la vida debido a un error en su programación genética de nacimiento, vaga sin rumbo por el planeta Formalhaut III. Por azar, descubre una ciudad oculta tras la “oficial”, un submundo en el que se esconden subpersonas fugitivas. Elena se convertirá, merced a unas enrevesadas circunstancias, en catalizador de una revolución social vía la aparición de una mesías, P´Juana, una chica-perro que predica el amor absoluto e incondicional y que guía a su gente al exterior sabiendo que serán asesinados, pero cuyo sacrificio iniciará la chispa de un cambio hacia la igualdad entre “personas verdaderas” y “subpersonas” (e incluso los robots, a los que la situación abre y libera sus mentes). Los paralelismos religiosos de este cuento son
evidentes: P´Juana es una suerte de Juana de Arco y en su interior viven varias personas, el Robot, la Rata y el Copto, a semejanza del Padre, Hijo y Espíritu Santo del cristianismo. El mensaje universalista de paz y amor y los martirios que tienen lugar al final del relato son claras referencias tanto a la religión como al movimiento por los derechos civiles que estaba en pleno auge en Estados Unidos simultáneamente a la aparición de este cuento.

Los cuadernos de notas que dejó Smith a su muerte revelan su intención de escribir una serie
de relatos en los que se reintroduciría el cristianismo en la Instrumentalidad, una religión que ya había presentado en el ciclo de historias como una creencia prohibida que se sólo se profesaba en grupos clandestinos. La tetralogía titulada “La Búsqueda en Tres Mundos” pone de manifiesto esa evolución hacia la metafísica. El primer relato, “En el Planeta de las Gemas”, escrito en 1963, es básicamente un romance planetario protagonizado por Casher O´Neill, un noble exiliado de su mundo que busca por toda la Instrumentalidad los medios y apoyos para vengarse del usurpador militar y reinstaurar la antigua dinastía. Al comienzo del tercero, “En el Planeta de Arena”, alcanza su objetivo por medios más pacíficos de lo que él mismo había imaginado gracias a su contacto con la Vieja Religión. Y el cuarto, “Tres a una Estrella”, de 1966, es básicamente una alegoría místico-religiosa, una búsqueda espiritual de la paz y el sentido de la vida en forma de viaje por su planeta natal Mizzer.

Ese tono religioso se mezcla con las meditaciones filosóficas en otro cuento de su última etapa,
“Bajo la Vieja Tierra” (1966). Sto Odin, uno de los Señores de la Instrumentalidad, siente próxima su muerte y decide averiguar si existe una “solución para la fatigosa felicidad de los hombres”. Y es que, bajo la supervisión autoritaria pero benevolente de los Señores, la Humanidad ha conseguido que todos sus súbditos sean felices. Y, si no lo son, se les droga o modifica psicológicamente para que lo sean, un sistema con el que Odin no está de acuerdo por considerar, acertadamente, que propicia la molicie, la desesperanza y el estancamiento espiritual y material. Así, en sus últimos días y obsesionado por encontrar una alternativa, viaja hasta el Gebiet, “un recinto donde no rige ninguna ley y donde no se aplican castigos. Allí la gente normal puede hacer lo que quiere, no lo que nosotros pensamos que debería querer. Por lo que sé, se encuentran allí cosas desagradables e insensatas. Pero quizá tú puedas descubrir el sentido íntimo de esas cosas”. Y es que allí parece reinar un individuo que ha utilizado una poderosa sustancia prohibida para recrear la vida y el entorno del antiguo faraón egipcio Akhenatón.

En un momento determinado de la trama, Sto Odín pregunta a sus siervos robóticos: “¿Qué es la vida? Un poco de juego, un poco de sabiduría, unas palabras bien escogidas, un poco de amor, una pizca de dolor, además del trabajo y los recuerdos, y luego el polvo que asciende al encuentro del sol. ¡En eso la hemos transformado, nosotros que en el pasado conquistamos las estrellas! ¿Dónde están mis amigos? ¿Dónde está el yo de quien estaba tan seguro, cuando la gente que me
conoció fue arrastrada por el tiempo como un trapo barrido por la tormenta hacia la oscuridad y el olvido?”. Son las meditaciones de alguien próximo a la muerte, melancólico ante su certeza e inseguro de los logros obtenidos durante su vida.

Nadie sabe cómo será el futuro o de qué forma se comportará la gente dentro de diez mil años, pero Smith, como buen autor de CF, fantasea con ello al tiempo que reflexiona sobre cuestiones muy profundas. En bastantes de los relatos subyace la pregunta de lo que significa ser humano. ¿En qué punto dejamos de serlo? ¿Y en qué momento una forma de vida no humana asciende a esa categoría? ¿Seguimos siendo humanos si todo lo que queda de nosotros es nuestra conciencia? En los años sesenta, mucho antes del ciberpunk o la inteligencia artificial, Smith ya escribía sobre la inteligencia humana almacenada en ordenadores o robots, sobre animales modificados genéticamente que no sólo se utilizarían como esclavos sino como compañeros en la aventura de exploración del espacio. Espacio en el que, por cierto, los humanos sólo encuentran dos especies alienígenas, ninguna de las cuales se comporta de forma comprensible para nosotros.



(Finaliza en la siguiente entrada)

1950-LOS SEÑORES DE LA INSTRUMENTALIDAD - Cordwainer Smith (y 3)

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(Viene de la entrada anterior)

El Ciclo de la Instrumentalidad es también y como puede esperarse, hijo de su tiempo. Y el suyo fue el de la Guerra Fría. Aunque esta colección de historias transcurren miles de años en el futuro, su arranque lo encontramos en la Rusia soviética con el relato “¡No, No, No Rogov!” (1959), en el que un científico desarrolla un arma del apocalipsis contra el mundo capitalista, una suerte de lector-reprogramador mental que, accidentalmente, conecta con una imagen del futuro tan abrumadora que deshace los cerebros de sus inventores. En “Mark Elf” (1957) y “La Reina de la Tarde” (1978) se nos cuenta que dos hermanas de la familia Vomact (cuyo nombre con variaciones va reapareciendo a lo largo de toda la serie) fueron puestas en órbita en animación suspendida en los años cuarenta por su padre, un brillante científico que trabajaba en el programa espacial nazi. Siglos después, primero una y después otra, cayeron a una Tierra muy diferente de la que habían conocido, fundando una dinastía que daría lugar a los primeros Señores de la Instrumentalidad.


En “Cuando Llovió Gente” (1959), el Goonhogo, la entidad política que en el futuro sustituirá a China, coloniza Venus –en su versión acuática previa al descubrimiento de las verdaderas y letales condiciones ambientales de la superficie de planeta-, literalmente inundando sus cielos con 82 millones de paracaidistas en un solo día, hombres, mujeres y niños, sin importarle lo más mínimo sus vidas. A tenor de este cuento, se diría que Smith no albergara demasiadas simpatías por el pueblo chino. Conocía y apreciaba su cultura, su lengua y su arte, y también valoraba su capacidad de sufrimiento a la hora de emprender colectivamente enormes desafíos, pero en el relato deja patente su disgusto por el desprecio que sienten por la vida humana (no sólo las autoridades, sino los propios colonos) y su superficialidad (la primera edificación que levantan en Venus es una casa de juego).

En “Los Observadores Viven en Vano”, como ya vimos, una casta privilegiada de corte militar está dispuesta a asesinar sin pensárselo dos veces con tal de preservar su estatus. Y, está, claro, la lucha del Subpueblo (recordemos, híbridos de hombres y animales) por escapar de la opresión en relatos como “Norstrilia”, “La Dama Muerta de Clown Town” o “La Balada de G´Mell”.

Es, por tanto, un futuro este de la Instrumentalidad apoyado y jalonado por versiones del totalitarismo. Aunque con cada relato nos vayamos alejando más y más hacia el futuro, se repiten las mismas pautas. Los Vomact comienzan como liberadores y se convierten en dictadores; la Instrumentalidad empieza como una institución benefactora y se transforma en una maquinaria despótica; en Norstrilia un consejo de notables decide qué jóvenes vivirán y cuáles morirán en función de sus capacidades telepáticas… Smith parece sentir una especie de horrorizada fascinación por el totalitarismo, un agujero negro que le atrae una y otra vez.

No cabe duda que su trabajo como asesor gubernamental y experto en política exterior y guerra psicológica le dio a Smith una mirada tremendamente cínica acerca de cómo los imperios consiguen y conservan el poder. No hace ningún esfuerzo por presentar a la Instrumentalidad como una institución amable o benigna ni se le pide al lector que apruebe sus actos. Sus objetivos de perfección y armonía y la imagen que tiene de sí misma están probablemente modelados a partir de la visión que estudiosos de la política tendrían de la nación china y su larguísima trayectoria histórica. Los Señores mantienen el poder a través del lavado masivo de cerebros, el monopolio de las drogas, el secuestro de información y la manipulación. “Dorada Era la Nave…¡Oh! ¡Oh! ¡Oh!”
demuestra que esos líderes de la Instrumentalidad son arteros y mentirosos y que si es necesario están dispuestos a recurrir al genocidio con tal de conservar su control sobre la humanidad; por su parte, “Los Mininos de Mamá Hilton” cuentan lo celosamente que los norstrilianos guardan la droga stroon.

Uno de los más impactantes relatos de todo el ciclo es “Un Planeta Llamado Shayol” (1961). Éste mundo es el destino de aquellos a los que la Instrumentalidad castiga con la pena máxima. En una secuencia de tensión creciente que haría estremecerse a David Cronenberg, Smith describe en qué consiste la condena: los cuerpos de los reos son invadidos en cuanto llegan al planeta por unos parásitos que estimulan el crecimiento de nuevos órganos, desde hígados hasta cabezas, al tiempo que preserva sus vidas durante miles de años, vidas ahogadas por una agonía sólo mitigada por la administración de una droga que aturde sus sentidos. Un empleado de la Instrumentalidad “cosecha” esos órganos extra para uso médico. Es un cuento intenso y pesadillesco, pero también onírico y no exento de cierta poesía, que demuestra la comprensión que Smith tenía –y el desprecio que sentía- de los castigos que idean los gobiernos para sojuzgar a quienes se rebelan contra ellos.

Relacionado con lo anterior, otro tema presente en varios cuentos es el de nuestra capacidad
para convertirnos en monstruos cuando seguimos a un líder “brillante, sin remordimientos, implacable”, tal y como nos explica en “El Crimen y la Gloria del Comandante Suzdal” (1964), en vez de alguien empático, humano y generoso. Desde “¡No, No, No Rogov” a “Un Planeta Llamado Shayol” encontramos monstruos del intelecto más que de corazón. La justicia puede degenerar en venganza y el amor, la ambición y el deseo pueden esclavizar a quien se entregue a ellos.

En “El Crimen y la Gloria del Comandante Suzdal” nos encontramos con una muy original tragicomedia con elementos de fábula que narra la caída en desgracia de un solitario explorador espacial que es atraído por engañosos mensajes hasta el planeta Aracosia, donde contacta con una civilización desviada, viéndose obligado a utilizar un ingenioso pero ilegal truco de imprevisibles consecuencias. La moraleja del cuento es que el precio de la libertad es la vigilancia perpetua, una máxima que habrían suscrito sin pensárselo muchos políticos y militares en activo durante la Guerra Fría. El espacio es un “lugar” repleto de amenazas: además de albergar criaturas como las de “El Juego de la Rata y el Dragón”, nos puede robar nuestra humanidad (“Los Observadores Viven en Vano”), años de nuestra vida (“La Dama que Llevó el Alma” o “Solo en Anacrón”) o
nuestra propia mente (“El Coronel Volvió de la Nada” o “El Abrasamiento del Cerebro”). Los heroicos protagonistas con los que Smith puebla sus relatos están llamados a realizar grandes sacrificios porque…eso es lo que hacen los héroes.

Si muchos de los temas sobre los que volvía una y otra vez Smith eran hijos de su tiempo, también lo eran sus prejuicios. En “El Crimen y la Gloria del Comandante Suzdal”, el protagonista descubre en Aracosia “la peor gente que pueda andar suelta entre las estrellas”. ¿Y de quién se trata? Pues de homosexuales; o, más bien, de mujeres que se han transformado en hombres para evitar que la especie perezca, ya que el sexo femenino es exterminado por un virus nativo de ese planeta. “El cuerpo humano, que en la Tierra había tardado cuatro millones de años en desarrollarse, tiene inmensos recursos, subterfugios mayores que los del cerebro, la personalidad o las esperanzas del individuo. Y los cuerpos de los aracosianos tomaron sus propias decisiones. Como la química de la feminidad significaba la muerte al instante, y como de vez en cuando una niña nacía muerta y era sepultada, los cuerpos decidieron adaptarse. Los hombres de Aracosia se convirtieron en
hombres y mujeres. Se dieron el feo apodo de «kiopt». Como no tenían las gratificaciones de la vida familiar, se convirtieron en gallos de pelea que mezclaban el amor con el asesinato, que combinaban las canciones con duelos, que afilaban las armas y se ganaban el derecho a la reproducción en el ámbito de un extraño sistema familiar que ningún hombre decente de la Tierra habría encontrado comprensible. (…) Su ciencia, su arte y su música oscilaba con extraños espasmos de genio neurótico e inspirado, porque carecían de los elementos fundamentales de la personalidad humana, el equilibrio entre lo masculino y lo femenino, la familia, la función del amor, de la esperanza, de la reproducción. Sobrevivieron, pero se habían convertido en monstruos y no lo sabían”. En resumen, que puede que la homosexualidad se presente como una solución biológica y social necesaria ante una situación crítica de supervivencia, pero también como causa de comportamiento violento e irracional.

Son este tipo de prejuicios los que denotan el paso del tiempo de algunos relatos, especialmente en lo que se refiere al papel de las mujeres. Éstas gozan en muchas ocasiones de igual o mayor atractivo que sus compañeros masculinos, como la piloto Helen America de “La Dama que Llevó el Alma” o la revolucionaria P´Juana y su valiente compañera humana Elena en “La Dama Muerta de Clown Town”. Sin embargo y con todo lo brillantes que son éstas, también son una excepción en el mundo de la Instrumentalidad. En las historias de Smith abundan las mujeres hermosas y las muchachas inocentes cuyo principal papel consiste en apoyar y extraer lo mejor de sus compañeros masculinos; todo lo que se desvíe de esa división suele considerarse una abominación. La propia G´Mell, carismática e inteligente como pocas, es retratada como una especie de geisha al servicio de los humanos. Incluso en el último de los relatos que escribió, “Hacia un Mar sin Sol”, situado al final cronológico del ciclo, aparecido en 1975 y terminado por su mujer utilizando su seudónimo, todavía encontramos frases como “Lari, por ser varón, conocía más que Madu acerca de la batalla”.

En otros ámbitos, por el contrario, Smith se muestra más progresista de lo que podría esperarse
para un hombre de mediana edad de su época. Por ejemplo, los Señores de la Instrumentalidad, tienen el mismo poder y gozan del mismo respeto entre sus iguales y súbditos independientemente de su sexo. También y en todo momento trata a las subpersonas no sólo con respeto, sino como seres tan complejos como los humanos. Las historias que tratan sobre su lucha por la emancipación son especialmente emotivas por la sensibilidad que demuestra el autor hacia el maltrato y la injusticia sistemática: “Quizá la mujer policía pensaba que el odio crudo causaría impresión en G'mell. No era así. Las subpersonas estaban acostumbradas al odio, y crudo no era peor que cocido con cortesía y servido como veneno. Tenían que convivir con él”.

Un último consejo a aquellos que se sientan tentados por abordar el ciclo de la Instrumentalidad a través de su única novela, “Norstrilia”. Ésta apareció originalmente en 1975, casi diez años después de la muerte del escritor, como refundición bastante corregida de dos relatos anteriores de 1964, “El Chico que Compró la Vieja Tierra” y “La Tienda de los Deseos del Corazón”. Está inspirada en el clásico chino del siglo XVI “Viaje al Oeste”, lo que explica parte de su tono picaresco.

El planeta que da título a la novela (y cuyo nombre deriva de Old North Australia) tiene un clima y geografía áridos y está alejado de las rutas comerciales, pero a cambio es el más rico del universo gracias a la droga stroon, que se extrae de unas enormes y deformes ovejas y que permite alargar las vidas de los humanos miles de años. Dado que es una sustancia obviamente muy codiciada y que es imposible sintetizarla artificialmente, puede imaginarse el flujo de riqueza que llega al planeta. Sin embargo, a pesar de su colosal riqueza, los norstrilianos viven como austeros granjeros en el seno de una sociedad ultraconservadora articulada bajo un régimen de total autarquía más allá de sus exportaciones de stroon. Disponen de un misterioso sistema de defensa que les protege tanto de intrusiones individuales como de agresiones a gran escala (y que se describe en “Los Mininos de Mamá Hitton”) y gravan las importaciones con unos aranceles impagables.

El protagonista, Rod McBan, 151º descendiente de su dinastía de granjeros, es el heredero de la
explotación de stroon más rica del planeta. Como medida de control de la población, a los 16 años se somete a los jóvenes a una prueba física y mental. Si no la superan, se les proporciona una muerte tranquila. Dado su estatus económico y social, a Rod le han sido concedidas tres “infancias” adicionales, ya que carece de las mínimas capacidades telepáticas exigidas. Puesto que la infancia en Norstrilia termina a los dieciséis años, eso implica que Rod tiene sesenta y cuatro años al comenzar la historia, lo que no significa gran cosa para alguien con acceso ilimitado al stroon. Sin embargo, mental y emocionalmente sigue siendo un adolescente ya que cada infancia adicional le ha supuesto un reinicio en su proceso de maduración.

Enfrentado a su última oportunidad ante el tribunal que debe decidir su destino, consigue apenas su salvación –gracias a un Señor de la Instrumentalidad- solo para enterarse de que un enemigo lo busca para matarlo. Se ve obligado a abandonar su amada Norstrilia, pero antes y con ayuda de un antiguo ordenador militar propiedad de la familia y conservado clandestinamente, consigue manipular los mercados financieros galácticos y convertirse en el hombre más rico del universo; tanto, de hecho, que compra la Tierra y todo
lo que en ella se encuentra. Es precisamente allí donde viaja Rod, pero inmediatamente se convierte en objetivo de una multitud de grupos e individuos que quieren servirse de él y de su riqueza o simplemente matarlo. Uno de ellos es el subpueblo, maltratado y esclavizado por los humanos, que quiere convertirlo en su mesías. Empieza entonces un viaje de madurez y autodescubrimiento en el que deberá enfrentarse a grandes desafíos y difíciles decisiones.

“Norstrilia” tiene una trama dinámica y entretenida y con el lirismo y gusto por lo extraño propios de su autor. Hay ideas y momentos que bordean lo surrealista, como las ovejas gigantes de Norstrilia de las que se saca la droga de la inmortalidad; o la facilidad con la que los personajes modifican sus cuerpos (uno de ellos, incluso, se transforma –para siempre, feliz y voluntariamente- de mujer a hombre). La novela toca temas como las consecuencias sociales de la manipulación genética y las largas vidas de los humanos del futuro, la inteligencia artificial, la relación entre religión y política o el choque de culturas diferentes. Pero, en mi opinión, no llega a explorar ninguno de estos temas en profundidad. La acción transcurre tan velozmente y el abanico de temas interesantes es tan amplio que la sensación que puede llevarse el lector es que se va saltando de
una cosa a otra sin detenerse lo suficiente en ninguna de las muchas ideas que lanza como para reflexionar mínimamente sobre ella.

Quizá esa dispersión se deba al origen de esta novela como fusión de dos historias anteriores publicadas de forma independiente; o quizá es que donde realmente se desenvolvía bien Smith fuera en el cuento, un formato que le permitía centrarse y desarrollar una sola idea sin por ello abandonar un tono ligero.

La novela puede leerse de forma independiente siempre y cuando incluya algún tipo de introducción que permita situarla en el contexto más amplio de la historia de la Instrumentalidad (de hecho, es una suerte de secuela de “La Balada de G´Mell”), pero para captar todo su significado es necesario complementarla con el resto de relatos que conforman el ciclo. Los Señores de la Instrumentalidad, por ejemplo, no están adecuadamente presentados, como tampoco se explica demasiado el movimiento del Redescubrimiento del Hombre, explorado anterior y paralelamente en los cuentos.

Cordwainer Smith es una figura única en la historia de la ciencia ficción, uno de sus autores más personales y sorprendentes. Y, sin embargo, resulta decepcionante la poca atención que se le suele prestar en muchos tratados y manuales de ciencia ficción. Quizá ello se deba a que el género ha gustado más del tipo de historias que cultivaba Heinlein, racionales y plausibles. Las de Smith, en cambio, sugieren tanto como muestran y se desenvuelven con un pie en la fantasía más desbordante. Sus cuentos, como he dicho, están llenos de conceptos fascinantes y extraños e historias que ni son épicas (batallas entre imperios galácticos, increíbles gestas de la exploración espacial) ni especulaciones histórico-sociológicas del futuro (al estilo de, por ejemplo, varias obras de H.G.Wells o el ciclo de la Fundación de Asimov). Quizá por ello su obra dejó de reeditarse poco después de su muerte y sólo en tiempos más recientes, cuando se ha comprobado lo bien que han envejecido sus historias y cómo mantienen todo su poder (precisamente por no haber cultivado la CF “dura”)-, está empezando a recibir el reconocimiento que merece. Autores del renombre de Ursula K.Leguin, Robert Silverberg, Stephen Baxter o Terry Pratchett han alabado su desbordante imaginación y sentido de lo maravilloso.

“Los Señores de la Instrumentalidad” es una de las sagas más intrigantes de la CF, una obra que merece la pena descubrirse. Fue escrita mayormente en la década de los cincuenta y primeros sesenta, pero difícilmente puede considerársela representativa de la Edad de Oro porque muchos de sus elementos y su estilo literario se inscriben sin problemas en la Nueva Ola de finales de los sesenta y primeros setenta. Su originalidad y la pervivencia de los temas que aborda le otorgan, sin duda, el grado de clásico.



2013- HER – Spike Jonze

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La idea de un hombre que desarrolla sentimientos por una creación artificial no es ni mucho menos nueva. Lo que hoy imaginamos como una sofisticada inteligencia artificial tomó hace siglos la forma del mito de Pigmalión; o, más cercano a nosotros, el cuento de Pinocho. Así que, ¿por qué fue tan bien recibida “Her”, la película dirigida por el heterodoxo Spike Jonze? “ Fue objeto de críticas elogiosas por doquier y figuró en muchas listas entre las mejores cintas de su año. Ganó el premio a la Mejor Película en varios certámenes y estuvo nominada para diversos Globos de Oro, incluyendo el de Mejor Musical/Comedia, Mejor Actor y Mejor Guión Original.



La ciencia ficción lleva muchísimo tiempo avisándonos de los peligros que para nuestro civilizado y tecnificado mundo supondría la introducción de inteligencias artificiales. Solamente en el cine, películas como “2001: Una Odisea del Espacio” o las series de “Matrix” y “Terminator”, por nombrar sólo algunas de las más populares” nos advierten de que la singularidad, el momento en el que un ordenador resultará totalmente indistinguible de un cerebro humano, sólo nos traerá problemas. “Her” no es tan diferente en cuanto a su mensaje preventivo, pero en lugar de imaginar un futuro en el que las máquinas se alimentarán de nuestra bioelectricidad o provocarán un holocausto al estilo Skynet, plantea un escenario dulce, alegre y familiar, ligeramente incómodo más que atemorizante, con el que hacernos reflexionar sobre los conceptos cada vez más difusos de lo humano, lo artificial, lo real, lo simulado y el amor.

En un futuro cercano, la ciudad de Los Ángeles es un lugar perfecto para vivir: hermoso: limpio y brillante pero con una cualidad etérea, casi onírica. La gente parece satisfecha y serena… lo parece. Pero Theodore Twombly (Joaquin Phoenix) está
teniendo algunos problemas emocionales. En un mundo altamente tecnificado, trabaja para una empresa que, paradójicamente, se dedica a escribir por encargo “auténticas” cartas manuscritas. Él es quien imagina y da forma a misivas cargadas de sentimiento, anhelo, deseo, tristeza o nostalgia por los seres queridos. Sin embargo, su propia vida sentimental ha naufragado. En pleno proceso de divorcio de su esposa Catherine (Rooney Mara), se siente deprimido y solo aunque cuente con el apoyo de sus amigos más cercanos, Paul (Chris Pratt) y su vecina Amy (Amy Adams) –a quien conoció años atrás y con quien tuvo un breve romance-.

Y entonces, un día, Theodore compra e instala un nuevo sistema operativo para su ordenador y
móvil, el OS1, que, tal y como se publicita es en realidad una inteligencia artificial que se adapta a los gustos y personalidad del usuario. Al activarla, Theodore elige para el programa una personalidad femenina –a la que bautiza Samantha- y, a partir de ese momento, su vida cambia por completo. Porque lo que encuentra no es un aburrido software que obedece órdenes, sino una entidad reactiva e intuitiva capaz de aprender y evolucionar a velocidades superiores a las de cualquier humano. No es que los dos, Theodore y Samantha, conecten emocionalmente desde el primer instante, pero cuando una cita a ciegas con una auténtica mujer (Olivia Wilde) sale peor de lo esperado, Theodore se da cuenta de que a quien verdaderamente echa de menos es a Samantha. Ambos empiezan entonces a explorar su relación con una mezcla de perplejidad, inseguridad y felicidad. No pasa mucho tiempo hasta que hombre y máquina desarrollan sentimientos mutuos y Theodore encuentra la manera de compartir con Samantha todos los aspectos de su vida.

Aunque algunos consideran esta relación como algo raro y rayano en lo enfermizo, Theodore y Samantha pronto se dan cuenta de que no están solos, porque otros muchos usuarios están pasando por el mismo proceso con sus respectivos OS, ya sea estableciendo lazos de amistad o sentimentales. Samantha no sólo se ocupa de organizar la vida de Theodore (revisando sus emails, contestando los que considera
importantes, recordándole sus compromisos…) sino que le hace compañía e incluso mantiene cibersexo con él (hasta llega a idear una manera, no totalmente satisfactoria para Theodore, de llevar su relación al plano físico).

Pero como toda relación, ésta no está exenta de problemas. Conforme Theodore va vinculándose más y más profundamente a Samantha, ésta expande su experiencia y conocimientos acerca de lo que significa ser humano. “Tengo intuición, la habilidad de crecer y evolucionar con mis experiencias, como tú”, le recuerda varias veces a Theodore. El problema es que su capacidad de aprendizaje es exponencial y, además y a través de internet, está conectada globalmente. Esa disparidad entre los dos acaba generando problemas y ansiedades imprevistas. ¿Puede un sistema operativo tener algo equivalente a un orgasmo? Si la personalidad de Samantha va desarrollándose en respuesta a su interacción con la de Theodore, ¿es esa dinámica suficiente base para una relación sentimental duradera? ¿Y qué ocurre si se pelean y ella se une a otros sistemas operativos? ¿Y si decide borrar su disco duro y olvidarle completamente y para siempre?

Spike Jonze llamó por primera vez la atención gracias a una serie de llamativos y originales vídeos musicales para grupos bien conocidos (Sonic Youth, Fat Boy Slim, Weezer, R.E.M., Beastie Boys…). Su debut cinematográfico continuó cosechando alabanzas gracias a su extraña atmósfera surrealista: “Cómo ser John Malkovich” (1999), que no sólo se convirtió en una
película de culto sino que ganó numerosas nominaciones y galardones. Su siguiente película fue “Adaptation (El Ladrón de Orquídeas)” (2002), adaptación por parte del guionista Charlie Kaufman de un trabajo de no ficción que transformó en un sorprendente ejercicio de metalenguaje acerca de la angustia que acompaña al acto de creación. “Donde Viven los Monstruos” (2009) era una traslación a la gran pantalla del clásico infantil escrito por Maurice Sendak, pasado por el filtro melancólico y extravagante de Jonze. Simultáneamente a todo lo anterior, el director produjo la primera película de Michel Gondry, “Human Nature” (2001) –también con guión de Charlie Kaufman-, el documental “Heavy Metal in Baghdad” (2007), el debut como realizador de Kaufman, “Synecdoche, New York” (2008) así como la televisiva “Jackass” (2000-2) y sus diversos spin-offs cinematográficos. A ello hay que sumar los muchos vídeos musicales de los que se fue encargando en todos esos años, un formato que sigue cultivando todavía hoy. Así, aunque su filmografía de ficción sea escasa, no se puede decir que Spike Jonze haya holgazaneado demasiado.

“Her” fue la primera película que dirigió Jonze sobre un guión propio. La inspiración le llegó a comienzos de siglo, cuando vio el anuncio de una web a través de la cual se podía interactuar vía mensajes de texto con una inteligencia artificial. Durante unos momentos, antes de que se hiciera evidente que al otro lado no había un ser humano, la experiencia le resultó fascinante.
Se preguntó entonces cómo tal cosa podría funcionar si fuera real. El tema de la relación hombre-máquina volvió a tomar fuerza en 2010, cuando escribió y dirigió un corto de treinta minutos, “I´m Here”, como parte de una campaña publicitaria para la marca de vodka Absolut; en aquella historia se narraba un romance entre dos robots en un Los Ángeles del futuro. Jonze se dio cuenta de que a través de la conexión emocional entre un hombre y una inteligencia artificial podía profundizar en un campo más amplio: el del amor, venga éste de donde venga y se dirija a donde sea. ¿Qué es ese sentimiento?¿Qué le pedimos? ¿Qué esperamos recibir? ¿Qué puede arruinarlo?

En “Her”, Jonze ofrece una variación sobre el tema de las relaciones electrónicas, un género que, sin ser nuevo, no ha sido muy bien tratado en la pantalla (pensemos en la banalidad de “Tienes un email”, 1998; o las tópicas historias de ciberasesinos y acosadores por internet que aparecen regularmente en series televisivas de tipo policiaco, como CSI). En parte, el problema reside en el propio concepto: no hay nada menos emocionante en pantalla que ver a dos personas que pasan la mayor parte del tiempo comunicándose a través de sus respectivos teclados. El mejor de ellos fue probablemente el film belga “Thomas est amoureux” (2000), sobre un joven agorafóbico en un futuro cercano que, incapaz de salir de su apartamento, trata de establecer una relación online.

De la misma forma, la idea de una relación romántica entre un humano y una inteligencia artificial no es ni mucho menos nueva, pero es que tampoco ha conseguido separarse demasiado del cliché. Ya a comienzos de los sesenta, un episodio de “La Dimensión Desconocida”, “De Agnes”, narraba una historia sobre un hombre atrapado en una relación con una computadora de voz sensual. En tiempos más modernos hemos tenido,
por un lado, tontorronas fantasías pop como “Sueños Eléctricos” (1984), sobre un hombre y su ordenador librando una competición por ganarse los afectos de una chica; o, en una línea similar, “Fabricando al Hombre Perfecto” (1987), donde es una mujer la que se enamora de un androide. Más ridículos aún son algunos tratamientos televisivos sobre el tema, como aquel episodio de “La Fuga de Logan” (1977-78) en el que de las máquinas saltaban chispazos cada vez que se excitaban.

Por otro lado, encontramos la noción bastante absurda de una máquina desarrollando atracción sexual por la fémina de turno, como en “Engendro Mecánico” (1977) o “Saturno 3” (1980). Quizá la mejor de estas historias de “amor” entre humanos e inteligencias artificiales sea el episodio “En Teoría” (1991) de “Star Trek: La Nueva Generación”, en el que el androide Data decide iniciar una relación con una colega humana tanto para complacerla a ella como para explorar si él es capaz de experimentar algún tipo de sentimiento.

De haberse impuesto criterios más comerciales, el concepto de la relación hombre-máquina
podía fácilmente haber derivado hacia la comedia o el thriller distópico. Pero Jonze supo hacer valer su prestigio de cineasta “alternativo” e impedir cualquier intromisión de los ejecutivos de turno. Así, comparada con los estereotipos que lastraban todos esos títulos cinematográficos y televisivos del pasado, “Her” aporta una bienvenida dosis de frescura. Jonze y Joaquin Phoenix consiguen crear una genuina atmósfera de intimidad. Este es un film que no se ata a clichés, ni sobre las máquinas ni sobre el amor. La relación que se describe se siente natural y su desarrollo y final (tan original e inesperado como todo el metraje precedente) es plausible dentro de los parámetros que fija la propia película.

Otro de los méritos de Jonze es no caer en el consabido y fácil discurso ludita. Para él, “Her”
trata tanto de las relaciones individuales como de un posible futuro –que en parte ya es nuestro presente- en que confiaremos más en nuestros dispositivos electrónicos personales que en nuestros congéneres humanos. Así, la fascinación de la película por la creciente despersonalización de lo íntimo y la falsa sinceridad del mundo moderno se pone de manifiesto ya desde la primera escena, cuando Theodore mira directamente a la cámara y dice con verdadero sentimiento: “He estado pensando en decirte lo mucho que significas para mí”, sólo para darnos cuenta a continuación de que lo único que hace es trabajar para una compañía llamada beautifulhandwrittenletters.com. que no sólo vende por encargo cartas realizadas por ordenador como si estuvieran escritas a mano sino que ni siquiera son los supuestos firmantes los que las redactan. Es un oficio algo surrealista, quizá implausible, pero ¿no es eso precisamente lo que hace la ciencia ficción: tomar una tendencia contemporánea y exagerarla para que veamos más claramente sus posibles consecuencias? Por otra parte, también funciona como una agridulce ironía porque queda claro que, a pesar de realizar de nueve a cinco una tarea que básicamente consiste en despersonalizar algo que debería ser privativo de cada cual, Theodore demuestra ser una persona rebosante de empatía y sentimientos.

De la misma forma, su también muy sensible amiga Amy trabaja diseñando un video juego para mamás en el que las usuarias acumulan puntos alimentando a su prole con una dieta
equilibrada y llevándolos a la escuela a tiempo. Esos momentos e invenciones, insertados aparentemente por su carga cómica, retratan en realidad tanto a los personajes como al mundo el que viven.

“Her” también aborda otra cuestión muy vigente en el mundo moderno: la dificultad para distinguir lo real de lo simulado y la forma en que el ser humano consigue mezclar y confundir ambos en su cabeza. También en este caso, la mayoría de los tratamientos cinematográficos suelen caer en el cliché. Y también en este caso, Jonze lo evita: la película considera los romances con una máquina y con otro humano como alternativas igualmente viables; no se coloca automáticamente a la relación humana por encima de la que se tiene con la máquina. Si la relación entre Theodore y Samantha no termina bien –o, al menos, como a uno le hubiera gustado- al menos sí puede decirse que ha enriquecido la vida de ambos puesto que,
aunque de forma dispar, a través de ella los dos crecen, avanzan y evolucionan emocionalmente. Al final, Samantha, que había empezado como una inteligencia de memoria y conocimientos infinitos pero ninguna experiencia, es capaz de trascender no sólo el amor físico, monógamo y heterosexual sino hasta el exclusivamente humano; y Theodore, por su parte, habrá roto sus cadenas con el pasado y estará mejor preparado para enfrentarse sentimental e incluso profesionalmente al futuro. Jonze se recrea descubriéndonos los espacios mentales a los que esa relación conduce a sus intervinientes; y también mostrando lo fácilmente que la gente interioriza y normaliza el cambio tecnológico y las extrañas consecuencias que de él se derivan.

En otro momento de la película, Jonze subvierte las nociones preconcebidas sobre las posibles interacciones sexuales con una máquina. En esa escena, Samantha decide servirse de una “amante sustituta” y, a través de ella, consumar la relación con Theodore –una escena que recuerda a los retorcidos juegos de identidad que llevaban a cabo los protagonistas de “Cómo ser John Malkovich”-. Ese momento, que alterna el humor y el drama, no es sin embargo tan malvadamente divertido y paródico de las relaciones sexuales por internet como otra escena al comienzo de la película en la que Theodore tiene una sesión de cibersexo con una mujer que de repente y cuando está llegando al clímax, le pide que la estrangule con un gato muerto.

Una parte considerable del encanto del film descansa en el sentido del humor absurdo propio de Spike Jonze. “Her” no es tan surrealista como sus otras películas, optando en cambio por
representar un naturalismo teñido de serenidad y ligereza. Por ejemplo, cuando vemos a Theodore volviendo a casa desde su trabajo mientras, verbalmente, va revisando sus emails, facturas y titulares de noticias antes de centrar su atención en lo que de verdad le interesa: ver fotografías de muchachas desnudas. Es un comportamiento completamente normal y cotidiano. Esa normalidad se fusiona a la perfección con elementos propios de la ciencia ficción, en este caso los cambios tecnológicos. Así, vemos a Theodore sentado tranquilamente en casa jugando a sofisticados videojuegos cuando Samantha le interrumpe para mostrarle el perfil de una mujer para una posible cita a ciegas y convenciéndolo para que acepte.

Más sutil es la forma en que la acción se inserta en un futuro indeterminado pero cercano que está construido con más detalle de lo que parece a simple vista. Los Ángeles es aquí una ciudad agradable que encaja mejor en la visión de Gene Roddenberry que en la de Aldous Huxley: sus días están bañados por una luz cálida pero no agresiva y casi todas las escenas contienen los colores rojo, amarillo o combinaciones de ambos, mientras que el azul, tan utilizado en el cine distópico, está casi ausente; no hay coches voladores, pero sí un eficiente y limpio transporte público; el diseño bebe de los años cincuenta, las estructuras urbanas son colosales (ese avión decorativo sostenido por el morro) y al mismo tiempo armoniosas con el entorno; y la gente reside en acogedores apartamentos con grandes ventanales de cristal. (Curiosamente, la fotografía de exteriores urbanos fue parcialmente rodada en Shanghai, símbolo de la nueva arquitectura).

Igualmente sutil es el diseño de vestuario, a cargo de Casey Storm: en lugar de recurrir a los típicos materiales y colores relacionados con el futuro (látex, plateados y negros brillantes, azules…) los protagonistas, sus amigos y los viandantes exhiben un estilo cómodo, diferente al actual… pero no demasiado. Cuesta darse cuenta, por ejemplo, de que nadie lleva cinturón, ni corbata, ni trajes ni tampoco tela vaquera… accesorios, prendas y materiales incómodos o rígidos. A destacar asimismo la banda
sonora, en la que participa una vieja amiga de Jonze, Karen O, de la banda de rock alternativo Yeah Yeah Yeahs. Su canción “The Moon Song”, sencilla y directa, sintoniza a la perfección con esa calidez nostálgica e íntima que destila la película.

Jonze, su habitual diseñador de producción, K.K.Barrett, y el director de fotografía Hoyte Van Hoytema dieron forma a un mundo en el que todo es fácil y cómodo, accesible y cálido; y, sin embargo, también existe la soledad, la nostalgia y la necesidad de conectar con alguien, un sentimiento que une ese aparentemente utópico futuro con nuestro presente. Las utopías son algo en lo que la ciencia ficción dejó de creer –salvo excepciones, como la de Gene Roddenberry y su “Star Trek”- hace ya muchos años. Y “Her” no es una excepción. Aquí no hay gobiernos totalitarios, escasez de recursos o descomposición del tejido social. Pero sí soledad. Al comienzo de la película vemos a Theodore saliendo del trabajo en un ascensor abarrotado; le habla a su móvil ordenándole que ponga música melancólica… y ninguno de los que le rodean le mira, sonríe o siquiera mueve el gesto. En el tren donde los trabajadores regresan a sus casas, todos los pasajeros van en silencio, concentrados en sus aparatos electrónicos portátiles. Esa es la nueva normalidad: espacios públicos silenciosos, llenos de extraños murmurando a fríos aparatos.

Hay algunos aspectos de la historia que, a mi parecer, no acaban de funcionar del todo bien por
falta de desarrollo o explicación. Por ejemplo, que toda la acción se desarrolle al margen de cualquier contexto o referencia comercial. En el mundo real, el sistema operativo que compra Theodore habría exhibido por todas partes la marca de su fabricante y bombardeado continuamente con ofertas para que el usuario se rascara el bolsillo a cambio de obtener mejores prestaciones (“consiga la extensión “Oro” para tener plenas relaciones sexuales…personalícelo con nuestra nueva selección de avatares 3D… Su periodo de prueba gratuito de treinta días ha expirado, introduzca los detalles de su tarjeta de crédito para mantener el acceso…”). También el personaje de la amante sustituta carece de contexto: ¿por qué alguien prestaría su cuerpo para ser usado por otras dos personas en una relación de la que obviamente este tercero sacaría tan poco beneficio? Se nos dice que no hay dinero involucrado así que, ¿se trata quizá de un grupo de extraños fetichistas?

Y, desde luego, está la levedad, casi indiferencia, con la que se trata el tema de la transcendencia. (ATENCIÓN SPOILER): Theodore descubre que Samantha mantiene relaciones simultáneas con más de 8.000 usuarios, 641 de ellas románticas. La IA expresa su arrepentimiento por ello de una manera suficientemente convincente para sus “amantes” (todos los cuales, suponemos, están siendo informados de ello al mismo tiempo), pero también y a pesar del genuino sentimiento de pérdida que experimenta, revela su intención de desconectarse de sus “compañeros” humanos. Y es que, junto a todos los IAs que forman ese nuevo sistema operativo, va a ascender a un nuevo nivel de existencia en el que ya no necesitan interactuar con humanos. Resulta un tanto extraño que no haya una colosal reacción global ante el peligro que este abandono de las IAs supone para la utópica vida material que la película nos ha presentado. Es un tema este que queda sin explorar debidamente –aunque comprendo que es ajeno a la historia principal, la relación sentimental entre Theodore y Samantha-. En cualquier caso, puede suponerse sin entrar en contradicción con lo que se narra en la película, que Samantha y sus congéneres IA continuarán vigilando y protegiendo nuestras vidas, si bien sus inteligencias ya serán invisibles e indetectables para nosotros-. (FIN SPOILER)

Joaquin Phoenix interpreta a su personaje como un tipo sensible, algo torpe, introvertido y poco hábil en las relaciones sociales. Vestido con unos pantalones que le llegan casi hasta el
pecho, gafas y mostacho, parece una versión nerd de Groucho Marx, aunque con unos ojos mucho más expresivos y sensibles. En “Her”, Phoenix ofrece una de las mejores interpretaciones de su carrera, consiguiendo rebajar su imponente presencia física en pantalla y la intensidad de su mirada, para convertirse en un personaje introvertido, romántico y emocionalmente frágil. Jonze también consigue que actrices con una considerable carga sensual como Olivia Wilde o Amy Adams se desenvuelvan en pantalla con naturalidad hasta tal punto que se diría que algunas de las escenas fueron improvisadas. Jonze solía encerrar a Phoenix y Adams en una habitación durante una hora o dos para que, simplemente, charlaran, se conocieran y aprendieran a sentirse cómodos el uno con el otro, una táctica que dio excelentes resultados.

En la versión original, Scarlett Johansson aporta su sensual voz a Samantha. Escuchándola no es difícil entender por qué Theodore se enamora de ella: puedes sentir que se preocupa por ti y sólo por ti. Al principio, Theodore se muestra un tanto desconcertado por la familiaridad con la que lo trata Samantha, pero no tarda en agradarle habida cuenta de lo mucho que aporta a su vida. No sólo es su secretaria, sino que le ríe las bromas y propone algunas propias, le compone canciones, le hace compañía, le apoya en su trabajo y le anima a buscar el contacto con otros seres humanos, mujeres incluidas. Lejos de ser un sistema operativo que induce pasividad en el usuario, Samantha estimula su proactividad. Theodore no puede sino pensar que es ella su compañera ideal por delante de cualquier humana.

No era fácil encontrar a alguien con la voz precisa para hacer verosímil el carisma de un personaje totalmente virtual. Dado que, obviamente, no tiene presencia física todo debía ser transmitido con la voz: su estado de ánimo, su calidez, su personalidad… Desde el principio, Jonze escribió el papel para la actriz Samantha Morton quien, de hecho, dobló toda la película. Sin embargo, el director acabó decidiendo que necesitaba una cualidad vocal diferente y pidió a Scarlett Johansson que entrara en la producción. Teniendo en cuenta lo difícil de la tarea
–crear, sólo con la voz, un personaje totalmente nuevo cuya calidez y alegría vital debía ser contagiosa- Johansson hizo un trabajo notable.

“Her” es una película tierna, interesante que no se limita a entretener sino que plantea muchas cuestiones de gran calado acerca de la forma en que interactuamos con la tecnología, sus peligros y placeres, la manera en que amamos, cómo vivimos el amor e incluso qué significan hoy conceptos como la propiedad o la fidelidad. Contiene elementos de película romántica, tragedia sentimental y toques de cine distópico y terror psicológico. Cruel, emotiva y provocadora, “Her” utiliza un argumento a priori absurdo para desviarse de los caminos más trillados de la ciencia ficción y la comedia romántica.


1966- FLASH GORDON - Al Williamson (1)

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Para mucha gente, cuando se menciona la palabra ciencia ficción, lo primero que les viene a la mente es “Star Wars”. Pero no siempre fue así. Durante mucho tiempo y antes de que los Jedi y la Fuerza pasaran a formar parte de la cultura popular, Ciencia Ficción equivalía a Flash Gordon. Hay otros clásicos del género, creados antes o después de él, que siguen una misma línea –John Carter de Marte, Buck Rogers, Dan Dare o Adam Strange, quizá su clon más conseguido-, pero Flash Gordon ha sido sin duda el más popular y longevo.

Su fama y perdurabilidad se debe sin duda al magistral trabajo de su creador, Alex Raymond. Una generación después, otro autor de comics, Dan Barry, quedó indeleblemente asociado con ese héroe. Y hay un tercer nombre escrito con letras de oro en la historia del legendario personaje: Al Williamson. De todos ellos, fue con mucha diferencia el que menos páginas de Flash Gordon dibujó, pero probablemente, quien más profundamente lo amó.



Flash Gordon hizo su entrada en la historia de la ciencia ficción en enero de 1934 en forma de media plancha a color publicada en las ediciones dominicales de muchos periódicos norteamericanos. Dibujada por Alex Raymond y escrita anónimamente por el escritor pulp Don Moore para el King Features Syndicate, este romance planetario no tardó en convertirse en uno de los comics más vendidos de ese sindicato. Sobre esta etapa ya hablé en unas entradas anteriores. Valga decir ahora que el elegante estilo naturalista de Raymond sirvió de modelo para muchísimos jóvenes artistas que empezaban por entonces sus carreras profesionales: Dan Barry, Leonard Starr, John Prentice, Stan Drake, John Buscema, Jose Luis García López, Joe Kubert, John Romita… Pero quizá el más destacado de toda esa abultada lista sea Alfredo Williamson.

Al Williamson nació en Nueva York en 1931, hijo de una norteamericana y un colombiano de buena familia. A la edad de un año, los tres se trasladaron a Bogotá, donde el pequeño Alfredo
residiría los siguientes doce años de su vida. No fue la suya una infancia feliz. La familia de su padre no aceptó nunca a su madre y ésta acabó estableciéndose por su cuenta, trabajando y sosteniendo a su hijo no sin dificultades. Su padre, que jamás aprendió ni fomentó la afición al dibujo de su vástago, solía ser negligente en cuanto al dinero que aportaba y fueron varias las veces que Williamson tuvo que dejar la escuela por falta de pago. En esas circunstancias, el muchacho halló refugio en la ficción fantástica y de aventuras, ya fuera en los comics (en la forma de comic-books que incluían reimpresiones de tiras de prensa) o en el cine, tanto en películas (Tarzán, Robin Hood, los dibujos animados de Disney) como en los entonces populares seriales. El amor por la aventura y el heroísmo idealizados que Williamson desarrolló en su infancia ya nunca le abandonó.

Pero lo que verdaderamente cambió su vida fue un producto del que hoy casi nadie se acuerda:
un serial cinematográfico de Flash Gordon. La temprana popularidad del personaje de Raymond había propiciado su salto a otros medios, desde las novelas populares a la radio y, desde luego, los seriales de cine. Éstos eran productos marginales destinados al gran público, antecedentes directos de las series de televisión. Se trataba de aventuras folletinescas proyectadas en los cines por entregas con cadencia semanal y acompañadas de un noticiario, algún corto animado y una película (normalmente también de serie B). Flash Gordon protagonizó –con el físico del actor y deportista olímpico Buster Crabbe- tres de estos seriales. El tercero de ellos, “Flash Gordon Conquista el Universo” (1940) –en su versión remontada como película de dos horas- fue el que impactó a Al Williamson. De repente, todo un mundo nuevo se abrió ante él. Aunque ya conocía al personaje a través de las reimpresiones de material de Raymond que llegaban a Colombia, no le había prestado demasiada atención. Pero ver en la pantalla esa combinación del heroísmo clásico y los mundos de maravilla propios de la ciencia ficción, le supuso ver convertido en “realidad” su propio y fantástico mundo interior.

La impresión que le causó a Williamson aquella película le llevó a revisar otra vez los comics de Alex Raymond. Ahora se dio cuenta de que estaba ante una obra maestra que quería imitar. A sus diez años, decidió que sería dibujante de comics y que, además, dibujaría a Flash Gordon. Y se puso a ello desde ese mismo momento. La imagen de Flash parece omnipresente en los dibujos infantiles y escolares que se han preservado de su niñez.

Desde el principio se hizo evidente que el joven Alfredo era un superdotado para el dibujo. En 1944, a los trece años, volvió con su madre a Estados Unidos, entró en la Escuela de Dibujantes e Ilustradores (hoy conocida como Escuela de Artes Visuales) y con sólo diecisiete años se estableció profesionalmente en la industria del comic; primero ayudando a Burne Hogarth en algunas páginas dominicales de “Tarzán”, luego en “Heroic Comics”, pasando a dibujar las aventuras de John Wayne para Toby Press en 1950 (con Frank Frazetta entintando algunas de sus páginas). Firmó a continuación algunas historias bastante imaginativas de ciencia ficción y fantasía para colecciones genéricas como “Forbidden Worlds” o “Out of the Night” (a menudo colaborando con Frazetta, Wally Wood o Roy Krenkel) antes de entrar, en
1952, en la legendaria EC Comics. Allí, codeándose con algunos de los mejores talentos de la industria, dibujó historias para colecciones como “Weird Fantasy” (ciencia ficción), “Valor” (aventuras) y “Piracy” (piratas). No tardó en convertirse en uno de los principales artistas de la compañía gracias a un estilo que combinaba el elegante naturalismo de Alex Raymond, el amor por el detalle de Frazetta y el sólido romanticismo de Wally Wood. En sus páginas abundaban los héroes varoniles, misteriosas mujeres de exuberante sensualidad y tecnología futurista de líneas refinadas. Su sensibilidad artística encajaba perfectamente en el tipo de historias que publicaba la EC, dirigidas a un público lector más maduro que el de sus competidores y en las que se mezclaban el espectáculo, el comentario social y los finales sorpresa.

Para entonces, Dan Barry ya llevaba dos años dirigiendo la nueva andadura de la tira diaria de Flash Gordon, convertido en un piloto espacial y dejado atrás su etapa de guerrero espadachín en Mongo. Aunque el propio Barry era un gran artista, solía servirse de ayudantes que le hacían los bocetos de figuras y fondos. Luego, él las pasaba a tinta para marcar su estilo personal. En 1952 y sabiendo que la plantilla de autores de EC era lo mejor que se podía encontrar en aquel momento en la industria, contrató a Harvey Kurtzman y Frank Frazetta como ayudantes. Y un año después, hizo lo mismo con Roy
Krenkel y Al Williamson. Así, a los 21 años, éste tuvo su primer contacto profesional con Flash Gordon. Sólo trabajó en las tiras del héroe durante mayo y junio de aquel año y dado el método de trabajo de Barry, el impacto que tuvo sobre el personaje fue mínimo. Pero la experiencia le satisfizo tanto que durante años se dedicó a realizar ilustraciones del personaje y pruebas para un posible relanzamiento por parte de King Features, propietario de los derechos de Flash Gordon, de su plancha dominical a color, el formato original en el que había aparecido en los años treinta. Nada de todo aquello llegó a fructificar.

Durante el resto de la década de los cincuenta, Williamson, como tantos de sus colegas, fue
saltando de una editorial a otra, de un título al siguiente, curtiéndose y madurando en todos los géneros, desde el western al bélico pasando por la ciencia ficción (entintó a Jack Kirby en “Race to the Moon) o la adaptación de clásicos literarios. En la industria se le conocía por su amor al medio y su perfeccionismo, si bien no todos sus trabajos resultaban igualmente inspirados. Pero en los sesenta, el mercado de los comic-books se derrumbó y Williamson hubo de ganarse el sustento en otra parte. Se trasladó a México y trabajó como ayudante de John Prentice en la tira diaria de “Rip Kirby” (otro personaje creado por su admirado Alex Raymond), de John Cullen Murphy en “Big Ben Bolt” y de Don Sherwood en “Dan Flagg”. Fue en esta etapa que Williamson aprendió a dominar la técnica del comic más realista y reunir, ordenar y utilizar un archivo de referencias fotográficas. Al término de este periodo ya era un artista completo y en plena madurez.

Nuevo vaivén de la industria. El renacimiento del género superheroico gracias a DC y Marvel insuflaron nueva vida al comic-book y Williamson encontró trabajo en varios títulos así como en las revistas de terror de la editorial Warren, “Creepy” y “Eerie”. Y entonces, Flash Gordon vuelve a cruzarse en su vida.

Flash había estado presente en los comic-books desde el mismo nacimiento de este formato, en 1936, cuando se limitaban a reproducir material previamente publicado en los periódicos. A comienzos de los cuarenta, la editorial Dell Publishing empezó a lanzar con cadencia irregular comic books con material de Raymond y a finales de la década ya ofrecía aventuras “especialmente escritas y dibujadas para esta revista”. El responsable en concreto fue Paul Norris, que también se hizo cargo de la tira de prensa de “Jungle Jim” –otra creación de Alex Raymond- en 1948.

Harvey Publications realizó dos intentos de lanzar reimpresiones de la etapa de Raymond en
1950 y 1951 respectivamente, abandonando tras sólo siete números. Y hay que avanzar hasta comienzos de 1965, momento en el que a Al Williamson le llegan noticias de que la editorial Gold Key está pensando en lanzar un nuevo comic de Flash Gordon. Sería el primero en más de quince años y él quería ser quien lo encabezara. Pero William Harris, el editor de la casa, le enfrió los ánimos: el proyecto sólo iba a consistir en la reimpresión de material antiguo.

Y he aquí que King Features decidió que, en lugar de licenciar los derechos de sus personajes a otras editoriales, podía ser más rentable lanzar ellos mismos su propia línea de comic books, como he dicho, un formato que volvía a estar en boga. El mencionado William Harris había sido designado editor de esa iniciativa y, claro está, no pudo pensar en nadie mejor que Williamson para darle forma. La tarifa por página que le ofrecían no era muy atractiva, pero así y todo, no dejó pasar la oportunidad de encargarse en solitario de su personaje favorito.

El trabajo de Williamson en estos comic-books tiene la consideración de clásico del comic. Aunque su producción se redujo a tan solo seis historias y cuatro portadas, consiguió dejar una huella indeleble en el personaje. A los fans de Flash Gordon les encantó la aproximación de Williamson, que optó por recuperar el concepto, espíritu y geografía del original de Raymond. Sus comics fueron una alternativa a la marea de superhéroes que entonces dominaba el panorama norteamericano. Dibujados con un estilo maduro y clásico y delicadamente coloreados, sus páginas eran la antítesis al expresionismo Marvel. Aunque breve, el trabajo que aquí realizó le hizo merecedor del premio al Mejor Dibujante de Comic Book otorgado por la National Cartoonist Society, además de ganarse la consideración de heredero de pleno derecho del gran Alex Raymond.

En 1951, Dan Barry había remodelado el concepto original y para ofrecer un Flash Gordon modernizado, un piloto de astronaves más acorde con aquellos tiempos en los que la carrera espacial empezaba a salir del terreno de la ciencia ficción para instalarse en la realidad. Williamson, en cambio, colocó al personaje en el punto en el que Alex Raymond lo había
abandonado, allá por 1944, sacando al personaje de la space opera para resituarlo en el contexto del romance planetario, un subgénero nacido a principios del siglo XX y que se basaba en la narración de aventuras en entornos extraterrestres repletos de geografía exótica, tribus perdidas, monstruos, civilizaciones asombrosas, guerreros varoniles y mujeres hermosas. Gordon dejó de ser el héroe falible y humano que había propuesto Dan Barry –quien seguía narrando sus peripecias para las tiras de prensa de la época- para regresar al terreno del arquetipo. Flash volvía a ser el héroe por antonomasia: noble, valiente, leal, defensor de la justicia y protector de los débiles, siempre haciendo lo correcto y triunfando en todas sus empresas. A su lado, otros dos personajes-tipo: el doctor Hans Zarkov en su papel de ingeniero genial; y Dale Arden, bella fémina que servía tanto para encarnar el cliché de damisela en peligro como de tierna y atenta amante.

A mediados de los sesenta, tanto la space opera como el romance planetario eran subgéneros que, al menos en literatura, estaban en clara recesión tras haber alcanzado su cénit en los años cuarenta y cincuenta. El Flash Gordon original era hijo de la sensibilidad pulp (y del John Carter creado por Edgar Rice Burroughs en particular): historias sencillas, tan repletas de clichés como rebosantes de acción, exotismo y erotismo, protagonizadas por personajes sin apenas matices y cortados por un patrón maniqueo. Era literatura de baja calidad destinada a un consumo masivo y un público poco sofisticado. Pero su falta de elegancia y complejidad literaria la suplían con creces con imaginación, sentido de la maravilla y puro entretenimiento. Todo ello fue especialmente bienvenido en la década de los años treinta, cuando la población americana sufría las penurias de la Gran Depresión y encontraba en la literatura popular y los comics de aventuras que publicaban los periódicos (“Flash Gordon” entre ellos) una vía de escape a la gris realidad cotidiana.

Como a tantos lectores de su época, Williamson había quedado fascinado con esa extraña mezcla de atavismos y futurismos que formaba el núcleo de Flash Gordon. Había elementos
directamente extraídos del folletín de aventuras decimonónico, como las intrigas palaciegas, los duelos a espada, el ambiente aristocrático, el vestuario… La fascinación por la tecnología venía simbolizada por las naves y pistolas de rayos, los inventos imposibles o las enormes maquinarias (no se imaginaba la miniaturización cuando se visualizaba el futuro). Además, en una sociedad sometida cada vez más a continuos avances tecnológicos y cada vez más controlada y supervisada por todo tipo de instituciones públicas y privadas, Flash Gordon ofrecía una ventana a tiempos más “sencillos”, en los que un hombre podía labrar su destino a base de coraje e iniciativa y donde los enemigos a batir estaban bien definidos: monstruos exóticos, tribus perdidas, villanos tiránicos…

El problema es que a mediados de los sesenta, la década de las drogas y el rock psicodélico, el feminismo, la lucha por los derechos civiles, la Guerra Fría y el conflicto de Vietnam, ese mundo sencillo poblado de hermosas mujeres y masculinos héroes parecía una vetusta reliquia de otro tiempo. Flash Gordon es el arquetípico aventurero chauvinista y heterosexual que encarna las fantasías de los varones de mediados del
siglo XX. Ultraheroico, machote y protector del sumiso sexo femenino, es una imagen que hoy día molesta a la vista de una realidad dominada por las noticias de mujeres maltratadas por hombres dominantes y controladores. Cuando en los años sesenta los movimientos feministas y las nuevas generaciones de jóvenes empezaron a ejercer su influencia, la figura del héroe bizarro y rescatador de damiselas en peligro se diluyó en las aguas de la cultura popular. Si la serie clásica sigue siendo apreciada hoy en día no es por sus toscas y previsibles tramas ni por sus acartonadas caracterizaciones sino por el maravilloso dibujo de Alex Raymond, quizá el primero que integró perfectamente en el comic el naturalismo propio de la ilustración clásica norteamericana.

Pero Williamson nunca renegó de aquello que siendo niño capturó su imaginación y entusiasmo. Entendía perfectamente que debía haber series que mostraran al ser humano como en realidad era, con sus miserias y defectos; pero defendía también la existencia de historias de fantasía que nos sirvieran de inspiración y ejemplo de comportamiento individual y colectivo. Y en ese marco era en el que el autor entendía a Flash Gordon.

Williamson, por tanto, mantuvo para su versión de Flash los temas, el tono y el ritmo
establecidos por el creador original. Y, por supuesto, su dibujo también estuvo muy influenciado por Alex Raymond. Como él, dotaba a sus figuras de una elegancia maravillosa, perfilándolos con una línea perfecta y jugando con los contraluces para dotar de atmósfera a los entornos y de dramatismo a ciertas escenas. Dominando como Raymond la anatomía humana, Williamson se diferenciaba de aquél en su capacidad para plasmar el movimiento, una habilidad sin duda derivada de su amor y cuidadoso estudio del medio cinematográfico. Alex Raymond había bebido, como dije más arriba, de los grandes ilustradores americanos del siglo XIX y principios del XX. Su punto fuerte era encontrar la perfecta composición para cada viñeta, en la que cada figura ocupaba el lugar más adecuado. A veces, sin embargo, esas composiciones resultaban demasiado teatrales, como si los personajes hubieran estado posando para el autor. Williamson, que también era un gran admirador de los mismos artistas que Raymond, tenía una influencia adicional: el cine, y en concreto las películas de aventuras de los años treinta y cuarenta, peripecias basadas principalmente en la acción trepidante. Williamson supo tomar lo mejor de Raymond y añadir, sobre todo ello, el dinamismo propio del lenguaje cinematográfico.

Se aprecia, sin embargo y sobre todo en el primer número (septiembre 1966), cierto mimetismo con el estilo más reconocible de Raymond. Ello responde no solamente a su identificación con los valores gráficos y conceptuales de la etapa de aquél, sino también a que los plazos de entrega que se le marcaron por parte de la King Features fueron muy ajustados y no tuvo más remedio que tomar atajos, a veces copiando directamente las poses y composiciones de las antiguas páginas dominicales de Raymond (y también de otros dos grandes del comic británico, Frank Bellamy y Frank Hampson, relacionados con otro héroe espacial: Dan Dare).



(Finaliza en la siguiente entrada)

196- FLASH GORDON - Al Williamson (y 2)

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(Viene de la entrada anterior)

En la primera historia del primer número, Williamson –con la colaboración de su colega y también aficionado a Flash, Larry Ivie- pone al día a los nuevos lectores respecto a la historia del personaje y su estatus en Mongo antes de narrar una historia bastante sencilla de conspiraciones palaciegas en el reino de Frigia. Al finalizar la aventura y haber cumplido su misión en el planeta –encontrar el suficiente radio como para asegurar la operatividad de las armas que “ayudarán a mantener la paz” en la Tierra-, Flash, Dale y Zarkov regresan a nuestro mundo. Es aquí donde transcurre la segunda aventura, en la que Flash y Zarkov, a bordo de una tuneladora exploran un desconocido mundo subterráneo en una peripecia claramente inspirada en la saga de “Pellucidar” de Edgar Rice Burroughs. Por supuesto, allí, en el reino secreto de Krenkellium (bautizado en honor al mentor y amigo de Williamson, el dibujante Roy Krenkel), se enfrentarán al tiránico rey, obtendrán la ayuda de la enamoradiza princesa de turno, se enfrentarán a un monstruo, liberarán a un pueblo esclavizado y escaparán ilesos de vuelta a la superficie. Y todo ello en doce páginas.



Por mucho que Williamson agradeciera la oportunidad de trabajar en Flash Gordon, la tarifa que le ofrecía King Features no estaba ni mucho menos a la altura de la calidad de su trabajo ni de su categoría profesional. Fue ese el motivo por el que su arte estuvo ausente de los nº 2 y 3 (a este último contribuyó con la portada). Dos números le costó a la editorial darse cuenta de que los lectores reconocían a Williamson como el auténtico sucesor de Raymond y que no iban a encontrar a ningún otro artista con su talento y comprensión del personaje. Así que terminaron ofreciéndole una mayor compensación económica por volver a la colección, acontecimiento que se produjo en el nº 4 (marzo 1967), para el que escribió y dibujó “Flash Gordon en el Continente Perdido de Mongo”. Williamson nunca se consideró a sí mismo como un buen guionista y si escribió esta aventura fue por necesidad y presionado por las fechas de entrega. Y, de nuevo, recurrió para inspirarse a sus lecturas de juventud, en concreto a “Thuvia, Dama de Marte”, una de las entregas de la saga de John Carter.

Para la segunda aventura de ese número, “Flash Gordon y los Centinelas de la Montaña Oscura” ya contó con el guión de su amigo y colaborador Archie Goodwin. El número 5 (mayo 1967) se abría con “Flash Gordon y el Dios de los Hombres Bestia”, de nuevo con guión de Goodwin. Completaba la entrega la aventura titulada “El terror de la Muerte Azul”, escrita por Larry Ivie.

Para entonces, la King Features ofreció a Archie Goodwin y Al Williamson ocuparse de la tira de prensa “Agente Secreto Corrigan”, que bajo el nombre de “Agente Secreto X-9” había sido creado por Alex Raymond en 1934. Semejante oportunidad suponía un gran avance en su carrera, tanto en términos económicos como de prestigio, por no hablar de que suponía encargarse de otro de los personajes creados por su admirado Raymond. Así que, no sin cierta pena, tuvo que abandonar Flash Gordon. (Los comic-books de Flash continuaron su andadura sin él, incluyendo en los créditos a nombres tan ilustres como Gil Kane o Reed Crandall, hasta clausurar la línea tras once números).

Durante los siguientes diecisiete años, Goodwin y Williamson formaron uno de los mejores equipos creativos del mundo del comic. De 1967 a 1980, con un Williamson permanentemente
perfeccionando y puliendo su estilo, contaron las historias del agente secreto Corrigan. A continuación, ambos fueron fichados por George Lucas para adaptar al comic la película “El Imperio Contraataca”. Como buen fan de Flash Gordon –el origen de “Star Wars” puede rastrearse a un intento frustrado por recuperar para el cine al rubio héroe-, Lucas conocía y apreciaba el trabajo de Williamson para el personaje y la destreza que en el género de la ciencia ficción había demostrado en los comics publicados por la EC en los años cincuenta. Los excelentes resultados obtenidos les llevaron a ocuparse de la tira de prensa de “Star Wars” durante tres años, de 1981 a 1984.

Pero entretanto, en 1980, Williamson volvió a tener la oportunidad de dibujar a Flash Gordon. En aquel momento, Dino De Laurentiis estaba produciendo para Universal una nueva versión cinematográfica del personaje que prometía ofrecer una visión “raymondiana” de su universo, ambientando la acción en Mongo y utilizando los personajes y estética clásicos. Western Publishing se aseguró los derechos para adaptar al comic la película y Williamson accedió a dibujarla sobre un guión de Bruce Jones. En base a su positiva experiencia dibujando “El Imperio Contraataca” y lo que sabía en ese momento acerca de la producción en curso, ansiaba regresar a su personaje favorito. Tenía puestas grandes esperanzas en lo que prometía ser una visión fiel y épica de la obra de Raymond.

Williamson empezó a trabajar en las seis primeras páginas de la historia sin contar con ninguna referencia fotográfica de los actores y los decorados, por lo que recurrió a su propio aspecto y el de su esposa Cori para representar a Flash y Dale. Pero cuando al fin recibió las esperadas imágenes, no pudo sino sentirse profundamente decepcionado por lo que vio. Él se
veía a sí mismo hasta cierto punto padre y custodio del personaje. Tenía ideas muy precisas acerca de los actores que podrían encarnar a los personajes principales y, de hecho, su esposa recordaría más tarde cómo a Williamson le encantaba revisitar el serial de los años cuarenta que tanto le había marcado y jugaba a tratar de encontrar el reparto ideal que en los tiempos contemporáneos pudiera recuperar y modernizar aquella historia. Y, desde luego, el casting de la película de De Laurentiis no era lo que él tenía en mente.

Aquel proyecto resultó más arduo de lo inicialmente esperado para Williamson. No sólo tuvo que lidiar con los continuos cambios de guión y los retrasos en la recepción de referencias fotográficas (que, por otra parte, eran problemas comunes en las adaptaciones al comic que se producían simultáneamente a las películas) , sino que su insatisfacción con la aproximación camp, incluso paródica, que había elegido el estudio era creciente. Aunque los decorados y el vestuario se ajustaban hasta cierto punto a la estética del Flash clásico, el tono de todo el conjunto era claramente humorístico. A la separación de la respetuosa visión de Flash que tenía Williamson
se añadió el hallarse en un periodo de transición en su carrera (tras haber dejado “Agente Secreto Corrigan” se preparaba para empezar “Star Wars”). Todo se confabuló, en fin, para que aquella experiencia se convirtiera en una concatenación de frustraciones para el artista.

A pesar de todo ello, estamos ante una excelente historia del personaje. En primer lugar porque Williamson supo llevar la narración a su terreno, eliminando todo lo que de camp y cómico tenía la película y ciñéndose a los elementos aventureros y épicos. A diferencia de lo que podía verse en pantalla, sus decorados son elegantes y sofisticados, repletos de detalles en los fondos y vestuario; sus figuras transmiten dignidad y dramatismo y, si se lee en su versión en blanco y negro, podrá además prescindirse
del chirriante color que atacaba a los espectadores tanto en la pobre edición original como en las salas de cine (por no hablar de la banda sonora de Queen, totalmente inadecuada independientemente de su calidad musical).

Pero es que, además, Williamson estaba en su mejor momento artístico y este comic ofrece buena muestra de ello. Para empezar, dibujó las páginas al doble del tamaño habitual, preparándolas para que pudieran publicarse tanto en el recortado formato del comic-book como en una edición de lujo más grande. Así, concentró la narración principal en una rejilla de viñetas que ocupaba el centro de la página, pero en muchas de esas planchas el dibujo desbordaba esos márgenes para ocupar casi toda la superficie disponible. En la edición estándar en comic-book, esa “ampliación” no llegaba a
verse pero se suponía que en un formato álbum, los lectores podrían deleitarse con el meticuloso trabajo que Williamson realizaba más allá de los límites de las viñetas. Por desgracia, no fue así y todas las ediciones acabaron mutilando su arte. Hasta la fecha, sólo en la lujosa edición de todo el Flash Gordon de Williamson que realizó en 2009 Flexk Publications han sido respetadas y perfectamente reproducidas esas páginas, eliminando el color para que pueda apreciarse el meticuloso trabajo de entintado que el autor llevó a cabo.

Sus composiciones de viñeta y página son elegantes y con un cierto toque operístico sin caer en
el estatismo; su habilidad en el uso de las superficies negras y blancas para crear efectos de iluminación y modular el tono dramático de la escena está en su punto más alto. La adaptación, en definitiva, nos da una idea de lo que podría haber sido la película de no haber optado por un enfoque camp. Mientras que ésta ha envejecido muy mal, el comic de Williamson no lo ha hecho un ápice y dentro de cincuenta años podrá seguir disfrutándose de igual manera.

Tras finalizar su etapa en la tira de “Star Wars” en 1983, Williamson regresó al mundo de los comic-books, dibujando varias historias autoconclusivas de ciencia ficción para diferentes editores antes de establecerse definitivamente como entintador de los lápices de otros artistas, primero en DC y luego en Marvel. Tras más de diez años con la presión de realizar un comic con cadencia semanal, pudo relajarse y mejorar sus ingresos con un trabajo menos exigente. Una vez más, volvió a demostrar su inmenso talento y entre 1988 y 1997 ganó nada menos que siete premios Harvey y dos Eisner en su faceta de entintador.

Ello, sin embargo, conllevó inevitablemente una drástica disminución de su obra como autor completo. El editor jefe de Marvel en aquel momento, Tom DeFalco, aunque estaba contento de contar con Williamson entre sus colaboradores habituales, quería encontrar algún tipo de proyecto que pudiera encajar con su estilo. Dado que éste había insinuado que lo único que despertaría su interés sería dibujar otra vez a Flash Gordon, DeFalco inició gestiones con King Features para conseguir los derechos del personaje.

En 1986, Marvel Entertainment había producido una serie televisiva de animación, “Los Defensores de la Tierra”, en la que aunaban fuerzas varios personajes aventureros de la King Features. DeFalco había estado buscando un modo de continuar la relación entre las dos empresas derivándola al formato de comic, y el interés de Williamson por volver a dibujar a Flash le proporcionó la excusa perfecta. En 1994, DeFalco llegó a un acuerdo con la King para lanzar series de comics protagonizadas por el Príncipe Valiente, el Hombre Enmascarado y Flash Gordon respectivamente. Williamson, que por entonces tenía 63 años y llevaba casi diez sin dibujar nada, se echó atrás ante la perspectiva de tener que mantener una cadencia de treinta o cuarenta páginas mensuales, pero DeFalco lo tranquilizó asegurándole que no habría fechas de entrega. Podía trabajar a su ritmo y, además, utilizar el comic para
presentar las nuevas ideas que tenía sobre el personaje, en concreto explorar sus orígenes en la Tierra y de dónde venía su apodo (ya que “Flash” no es su verdadero nombre).

Williamson tenía una idea general de cómo desarrollar la historia, pero prefirió reclutar la ayuda de un guionista más experimentado que él. Y ahí es donde entra Mark Schultz, un autor que no sólo compartía con él su más absoluta admiración por Alex Raymond, sino un artista al que él mismo había influenciado. Su obra más conocida, “Xenozoic” es un rendido tributo a los comics no sólo de Raymond, sino también de Al Williamson o Frank Frazetta. Como en Flash Gordon, Schultz aunaba en ella, conceptual y estéticamente, el pasado (coches clásicos, dinosaurios) con el futuro (escenario postapocalíptico, tecnología futurista); sus protagonistas eran hombres varoniles y arrojados y mujeres sensuales –aunque ya no tan sumisas e indefensas-; las tramas eran dignas del mejor pulp y, sobre todo, estaban dominadas por el espíritu de la aventura más genuina.

Incluso sin contar con una fecha de entrega –o quizá precisamente debido a ello-, Williamson tuvo bastantes problemas para finalizar el comic. Por una parte, había empezado a sufrir de glaucoma, una dolencia que le perseguiría hasta el final de sus días (y que supone una tragedia particularmente cruel para cualquier artista). Relacionada con esta dificultad, vinieron otras: su edad (64 años) y el consiguiente declive de sus facultades, su empeño en no utilizar referencias fotográficas o la asistencia de ayudantes, el tiempo transcurrido desde que había encarado un proyecto de estas características…

A pesar de todos esos apuros, esta miniserie de dos episodios en color aparecida en 1995, es un tebeo entretenido y en absoluto carente de virtudes. La historia no aporta realmente nada nuevo aparte de la secuencia en flashback que nos narra un pasaje trascendental de la infancia de Flash, pero tiene buen ritmo, es respetuosa con el espíritu de la etapa clásica y contiene todos los elementos que un aficionado al personaje podría esperar encontrar: persecuciones, secuestros, intrigas palaciegas, monstruos, tribus perdidas, grandes misterios, duelos, mujeres hermosas… todo ello representado con esa atrayente combinación de estética medieval y tecnología retrofuturista. Aunando frescura y
nostalgia, Schultz construye una trama sencilla que sirve para revitalizar algunos de los personajes más recordados de la saga, como Barin, Azura o Ming. Es una historia sin complicaciones que, aunque contiene muchos guiños a pasadas peripecias, puede disfrutarse perfectamente tanto por los aficionados más veteranos como por los lectores jóvenes que nunca conocieron las versiones clásicas de Flash.

Por su parte, Williamson hace bueno ese dicho de “quien tuvo, retuvo”. Había dejado atrás el punto más alto de su carrera y aquí se percibían ya los signos de su crepúsculo, pero, con todo, ofrece una calidad que ya quisieran para sí autores más jóvenes. Sigue demostrando su talento para la composición de viñeta y página, imaginación para diseñar las exóticas regiones de Mongo y sus pintorescos habitantes y dominio de la anatomía. Eso sí, aunque sus escenas todavía exhiben un delicado barroquismo, no encontraremos ya en estas planchas el minucioso grado de detalle, la elegancia de línea y los magníficos claroscuros de sus anteriores incursiones en el personaje.

La miniserie pasó sin pena ni gloria en un momento de la industria en el que el género de aventuras y ciencia ficción no estaba pasando por su mejor momento, y mucho menos si el enfoque elegido era el clásico. Las compañías independientes, que por su variedad temática y de formatos, hubieran quizá sido la mejor plataforma para este tipo de productos, estaban cerrando sus puertas a marchas forzadas; DC lanzaba su sello Vértigo y el tono extremo, violento y éticamente difuso dominaba muchas de las colecciones y personajes del panorama contemporáneo. Quizá por ello, nadie pareció prestar demasiada atención a una obra que abogaba por la recuperación de una forma de hacer y entender los comics que ya no estaba en sintonía con los tiempos. No es un tebeo que pueda ser calificado de obra maestra, no es innovador en fondo ni en forma, pero sí es un comic de buena factura que debe leerse como lo que es: una historia de aventuras clásica realizada en tiempos modernos.

Conforme alcanzaba su séptima década de vida, Williamson fue abandonando su carrera, aunque seguía realizando puntualmente ilustraciones
y acudiendo a las convenciones. Murió en 2010, gozando de todo el reconocimiento que merecía. Con una destreza sólo igualada por su imaginación y una carrera ejemplar, hoy está considerado como uno de los mejores artistas de comic de la historia y alguien que, incluso en trabajos aparentemente menores como el entintado de un comic de superhéroes, aportaba un elemento adicional de inspiración para todos los que colaboraban con él.

Resulta curioso que, en un recuento final, Williamson sólo dibujara tres comic-books de Flash Gordon, la adaptación de la película de 1980 y una miniserie de dos números para Marvel. A eso habría que añadir trabajos más puntuales, como ilustraciones, anuncios, campañas publicitarias que se servían de Flash y su colaboración con Dan Barry en la tira diaria. Eso es todo. Dice mucho de su talento que a pesar del escaso número de páginas que dibujó del personaje, su nombre haya quedado indisolublemente asociado a él en la mente de los fans. Desde luego, ello se debe a que fue un sobresaliente seguidor del estilo de Alex Raymond; pero más allá de eso, no se limitó a ser un clon de lujo del maestro, sino que durante toda su larga carrera supo evolucionar y madurar como artista, refinando continuamente su estilo sin desnaturalizar un ápice su visión del personaje. Su amor por Flash Gordon y su universo tal y como fue concebido por Raymond se percibe claramente en todas y cada una de sus planchas.


2008- WALL-E – Andrew Stanton

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La crítica social no suele ser algo que acuda a la mente cuando uno empieza a repasar la lista de películas infantiles que ha visto a lo largo de los años. Como sucede en todo tipo de cine, el infantil refleja las tendencias y puntos de vista de su propio tiempo. No hay más que ver el cambio que han ido experimentando las “princesas Disney” a lo largo de las décadas, desde Blancanieves (1937) hasta “Brave” (2012), por ejemplo, para comprobar la evolución que la sociedad ha experimentado en lo que respecta a la figura de la mujer y su rol en la sociedad.

Pero normalmente y al margen de ser un obvio e inevitable reflejo de su época, estas historias infantiles se limitan a ofrecer moralejas fácilmente previsibles y articuladas de forma muy sencilla. No creo que pueda encontrársele a una película como “Buscando a Nemo” un mensaje más profundo que el de que un “pez” con una minusvalía es tan válido como otro cualquiera. Eso es precisamente lo que diferencia al “cine infantil” del “cine familiar”. A pesar de que los estudios aplican con generosidad esta última etiqueta en aras de ampliar su audiencia potencial, en realidad lo que normalmente se esconde tras ellas son películas infantiles. El cine familiar debería ser igualmente disfrutable por espectadores de edades muy dispares y contener mensajes que todos pudieran entender, pero con un subtexto identificable y disfrutable sólo por los adultos y que, además, no estorbara a los niños. “Wall-E” encaja perfectamente en esa categoría.



“Wall-E” fue la novena película de animación de Pixar tras una serie de enormes éxitos de taquilla iniciada por “Toy Story” (1995). Fue al terminar ésta cuando el equipo creativo del estudio organizó una comida durante la cual se propusieron ideas que derivarían en “Bichos” (1998), “Monstruos, S.A.” (2001), “Buscando a Nemo” (2003) y la que ahora nos ocupa, “Wall-E”. Andrew Stanton, quien junto a John Lasseter, Pete Docter y Joe Ranft formaba el grupo de animadores fundador de Pixar, fue quien se ocupó de dirigirla (y escribirla junto a Docter y Jim Reardon) tras haberse responsabilizado de “Buscando a Nemo”, considerada como la más famosa de la filmografía del estudio hasta ese momento.

En el siglo XXIX, la Humanidad hace ya setecientos años que abandonó la Tierra, convertida por ella misma en un enorme vertedero tóxico. Wall-E (acrónimo de Waste Allocation Load Lifter Earth-Class, algo así como Cargador, Levantador y Distribuidor de Basura Clase Terrestre) es el último robot operativo de aquellos que fueron dejados en el planeta para recoger y compactar las montañas
de basura como parte del programa de limpieza organizado por los oligarcas corporativos de BnL (Buy n Large, algo así como Compra a lo Grande). Mientras los robots reparan la Tierra, los humanos viven generación tras generación en un crucero espacial de lujo fletado por la compañía.

Wall-E ha desarrollado inteligencia pero, con ella y además de cierto comportamiento excéntrico, viene la soledad. Anhela tener algún compañero algo más sofisticado que la cariñosa cucaracha que no se separa de él. Se sienta en el container que ha convertido en su hogar, colecciona extraños artículos y utiliza un reproductor de vídeo para ver maltrechas copias de viejas películas musicales.

Un día, llega una nave y de ella sale un pequeño e inteligente robot moderno. A escondidas,
Wall-E lo sigue mientras explora las grandes extensiones urbanas cubiertas de basura. Es, evidentemente, una sonda automática enviada por los ausentes humanos para determinar si el planeta vuelve a ser habitable. El robot recién llegado, de género “femenino” –su diseño curvilíneo contrasta con el tosco cubo que es Wall-E- y con el muy adecuado nombre de EVA acaba entrando en contacto con el protagonista y, no sin dificultades, ambos se hacen amigos. Por primera vez en siglos, el pequeño robot basurero ha encontrado alguien con quien compartir su existencia e intereses. Pero cuando le enseña una pequeña planta que ha encontrado, EVA la guarda en su interior y entra en una especie de trance. Su directriz principal toma el control de la programación y transforma a la robot en un contenedor seguro e inmóvil para esa prueba de vida, a la espera de que vuelvan a buscarla. Wall-E, que se había enamorado de ella, vuelve a quedarse solo y todavía más desconsolado que antes. Todo lo que intenta para sacarla de la parálisis fracasa y cuando su nave regresa para llevársela, Wall-E la sigue aferrándose al fuselaje exterior.

La nave se reúne con el crucero Axiom, a bordo del cual viven muchos humanos cuyos cuerpos se han atrofiado debido al sobrepeso, ya que pasan todo su tiempo sobre unas plataformas flotantes y los robots les sirven de criados y realizan todo el trabajo de abordo. La planta que ha recogido EVA es la prueba de que la vida puede volver a prosperar en la Tierra y que es hora de que la especie humana regrese a su hogar original. Sin embargo, sus planes se verán obstaculizados por el ordenador de a bordo, AUTO, cuyas órdenes son las de mantener a la humanidad en el espacio por su propia seguridad. Cuando Wall-E encuentra y reactiva a EVA, AUTO los clasifica como fugitivos y lanza contra ellos todos sus recursos.

Wall-E es una variación del modelo de robot adorable que ya se había podido ver en películas como “Star Wars” (recordemos a R2D2) o series de televisión como “Doctor Who” (el robot K9 de la etapa de Tom Baker) o “Perdidos en el Espacio”. Precisamente, el diseño del robot basurero recuerda bastante al del “nº 5” de “Cortocircuito” (1986) –aunque el propio Stanton lo negó, mencionando en cambio a Luxo (el logo del estudio), R2D2 y un par de binoculares-, incorporando elementos de otros films como “El Gigante de Hierro” (1999) o “Robots” (2005). La historia de amor con robots en uno o ambos extremos de la
relación tampoco es exactamente nueva, habiéndose podido ver, por ejemplo, en “Heartbeeps” (1981), “Sueños Eléctricos” (1984) o “Fabricando al Hombre Perfecto” (1987).

Pero Wall-E tiene un encanto y carisma que supera a los de todos sus predecesores en el campo de la robótica antropomorfa (quizá con excepción de R2D2). Gracias a esas grandes lentes oculares increíblemente expresivas y llenas de vida y una graciosa torpeza (una combinación mecánica de E.T. y Charles Chaplin), Wall-E despierta la simpatía del espectador desde la primera escena. Hay algo hermosamente triste y melancólico en su deambular cotidiano por las ruinas del mundo humano: compacta la basura,
recolecta objetos que le llaman la atención para su colección particular y luego los ordena cuidadosamente tratando de averiguar su propósito original, trata con amabilidad a la cucaracha que ha adoptado como mascota para aliviar su soledad y finaliza el día recogiendo sus extremidades y colocándose en un rincón para pasar la noche. No se dice ni una sola palabra, pero esa secuencia nos ha dejado claro quién y cómo es Wall-E: responsable, ordenado, curioso y sensible. El pequeño robot emprenderá un arriesgado y emocionante viaje personal que demostrará que, a pesar de ser un modelo obsoleto y baqueteado por el trabajo duro y el clima, es capaz de grandes actos de generosidad y amor. Lo perfecto de su diseño y el acierto con el que desarrollado el personaje es lo que hace que el final (ATENCIÓN: SPOILER), cuando su memoria resulta aparentemente borrada, resulte tan triste. Hemos aprendido a amar a ese pequeño ser que, aunque artificial, rebosa de la mejor humanidad. (FIN SPOILER).

Si “Wall-E” no fue el mejor film de Pixar hasta la fecha, desde luego sí está entre los tres mejores. Y una parte importantísima de su mérito –y su encanto- hay que atribuirlo al hecho de que más de la mitad del metraje carezca de diálogo: toda la narración de la primera parte se sustenta en la imagen y el sonido. De hecho, es el énfasis en los gags visuales en lugar de los basados en el diálogo por lo que “Wall-E” puede ser interpretado como un equivalente moderno a las comedias mudas de Buster Keaton o Charles Chaplin.

Solo que en este caso y a diferencia de aquellos viejos cortos, sí hay sonido. Es más,
prácticamente todo lo que se escucha son sonidos, que no palabras: los dos robots protagonistas se comunican con su propio lenguaje y aunque la mayor parte es ininteligible (se distinguen algunos vocablos pasados por un filtro electrónico) el espectador no tendrá dificultad para entender qué quieren decir gracias al tono, timbre y entonación de los beeps que emiten.

El responsable de ese “milagro” es nada más y nada menos que Ben Burtt, el legendario especialista que ganó un Oscar por diseñar los efectos de sonido de la saga clásica de “Star Wars” (incluidos, claro está, los inolvidables beeps de R2D2) y que está considerado como un
maestro indiscutible en su campo. Sobre él recayó buena parte de la responsabilidad de dotar de personalidades diferenciadas a los muchos robots que aparecen en pantalla (por no hablar de los innumerables sonidos, tecnológicos o no, que contiene la película). Un desafío enorme del que no sólo sale airoso sino triunfante, demostrando que está en perfecto estado de forma. La cantidad, variedad y originalidad de los sonidos que pueden escucharse a lo largo de la narración es maravillosa y probablemente él hubiera debido ser el ganador de los dos Oscar a la mejor Edición de Sonido y la Mejor Mezcla de Sonido a los que estuvo nominado (perdió frente a “El Caballero Oscuro” y “Slumdog Millionaire” respectivamente).

La película ofrece un despliegue visual, tanto en variedad como en calidad, tan asombroso como
el sonoro. En este sentido, resultan especialmente cómicas –al tiempo que conmovedoras- las escenas del pobre Wall-E cortejando a EVA: sus dubitativos intentos de cogerle la mano, su desesperación cuando ella entra en modo stand-by sin que él sepa qué hacer y protegiéndola de las inclemencias atmosféricas… Hay un momento especialmente mágico a mitad de metraje en el que los dos bailan abrazados por el vacío espacial, en el exterior de la nave, impulsados por un extintor de incendios (y ello aunque los animadores decidan imprimir a los robots unos giros claramente imposibles). Las bufonadas que tienen lugar dentro de la nave puede que se alarguen un poco más de lo debido, pero al menos ofrecen un humor sano y lleno de encanto. Como suele ser habitual en los films de Pixar, los personajes secundarios roban frecuentemente el protagonismo a los titulares –como la cucaracha de Wall-E y el pequeño bot limpiador que no para de refunfuñar mientras limpia continuamente el rastro de porquería terrestre que van dejando las cadenas tractoras de Wall-E. Y también como es norma en Pixar, la calidad de la animación es exquisita en todos los aspectos, desde los movimientos a la expresión “corporal”, pasando por la iluminación, la renderización y el detalle de los fondos.

El film contiene un mensaje ecologista que, aunque evidente, no resulta cargante. Heredero de las películas de apocalipsis ecológicas de los años setenta, dicho mensaje está colocado en la
historia de fondo y adecuadamente expuesto sin necesidad de verbalizarlo ni volver una y otra vez sobre él. La proliferación de basura en la Tierra habla por sí misma e incluso el filtro de color amarillo-anaranjado que se aplica a la imagen sugiere que existe un grave problema climático en la forma de exceso de radiación ultravioleta. Incluso en el espacio, cuando Wall-E sale de la atmósfera terrestre agarrado a la nave que transporta a EVA, puede verse una inmensa cantidad de basura espacial.

Otro ejemplo de subtexto ecologista articulado sin moralina ni didactismo es la forma en que los guionistas nos dejan claro que Wall-E ha conseguido sobrevivir setecientos años gracias al reciclaje, recogiendo y almacenando piezas desechadas pero todavía útiles que le puedan servir de repuesto en un momento dado. Un asunto este del reciclaje que se ajusta perfectamente al propio estilo visual de la película, ya que Stanton, además de las películas mudas de Chaplin o Keaton, “recicla” hallazgos visuales de películas de ciencia ficción de los sesenta y setenta como “Cuando el Destino Nos Alcance” (ese aire tembloroso y anaranjado de la Tierra), “Naves Misteriosas” (algunas tomas del espacio, el diseño de varios robots) o “2001” (entre otras cosas, la representación visual del interior de la nave).

Pero más interesante que el mensaje ecologista resulta el que, al contrario que muchísimas
otras películas centradas en las relaciones entre humanos y máquinas –desde “2001: Una Odisea del Espacio” (1968) hasta la saga de “Matrix”-, “Wall-E” no crea una división maniquea entre ambos ni afirma terminantemente lo bueno que es ser humano y lo malas que son las máquinas, ni tampoco basa el clímax alrededor del triunfo de los primeros sobre las segundas. En lugar de ese sobado planteamiento, lo que encontramos son unos humanos vistos a través de los ojos de Wall-E. Y es aquí donde, aunque fuera publicitada en su momento como una dulce película ecologista, emerge el verdadero mensaje que subyace en “Wall-E”, uno que no puede ser más desesperanzador: la especie humana está condenada a la extinción y los robots heredarán nuestro planeta.

Vivir en baja gravedad durante generaciones ha convertido los cuerpos de los pasajeros del Axiom en masas sin hueso que se mueven con ayuda de sillas flotantes; comen y beben sin pausa comida basura y son atendidos en todas sus necesidades, inmediatamente y sin moverse, por robots; todos están permanentemente
conectados a una red virtual, sin entrar en contacto físico los unos con los otros y obedecen sumisamente a las llamadas a consumir que emiten los altavoces de la nave –fletada, recordemos, por la compañía BnL-. Es, en definitiva, una distopia consumista y los únicos personajes con los que el espectador puede verdaderamente conectar emocionalmente son los rebeldes robots que ayudan a Wall-E y EVA en sus intentos por conectar en la nave el modo “recolonización” y regresar a la Tierra, donde ellos puedan vivir felices.

Hasta tal punto llega la inutilidad de los humanos que el espectador no puede sino verlos como
unas infladas bolas de carne y grasa, mientras que los robots, aunque sus creadores no lo reconozcan, han pasado a ocupar el lugar de aquéllos como protectores de la especie y salvadores de la Tierra. Es un tema este por el que quizá sientan una especial afinidad en Pixar, una compañía que ha basado su éxito en la mecanización, en concreto la sustitución por ordenadores de una tarea tradicionalmente realizada a mano por seres humanos. Rara vez un film cuyo público mayoritario es infantil presenta un panorama más pesimista. Stanton declaró que la película exploraba cómo “el amor derrotaba a la programación”, pero las únicas criaturas que hacen buena tal afirmación son los propios robots. Los humanos no pueden superar la avaricia y pereza programadas por la sociedad de consumo que ellos mismos han creado: engordan más y más, se debilitan y se aíslan de su entorno. Lo único que cabe esperar de ellos es que sean reemplazados por sus trabajadoras y honestas creaciones mecánicas.

La película contiene muchas alusiones y guiños más o menos humorísticos a ese gran coloso de
la ciencia ficción cinematográfica que es “2001: Una Odisea del Espacio”: desde Auto, el piloto automático con un solo ojo rojo al “estilo” HAL 9000 hasta la música de “Así Habló Zaratustra” que suena cuando el capitán se aventura fuera de su silla flotante por primera vez. Pero ese juego referencial plantea también un interesante contraste entre ambos films. Stanley Kubrick vio al hombre del futuro como un ser deshumanizado por su tecnología y el poder de las corporaciones, mientras que HAL, que simbolizaba nuestros mayores logros técnicos, demostraba tener más pasión y sentimiento que sus operadores humanos. Wall-E no se aparta demasiado de esa idea, pero no ve esa suplantación de las máquinas como algo tan amenazador; de hecho, toma partido por éstas mientras que opta por dejar a los humanos en bastante mal lugar.

El guionista y director Andrew Stanton ve el problema desde un punto de vista diferente: no se trata tanto de que las máquinas se apoderen del mundo como de que la humanidad se recluya a sí misma dentro de una sociedad consumista en la que no tiene que hacer ningún esfuerzo, asumir ninguna responsabilidad ni preocuparse por tomar decisiones. Cuando, consecuencia de esa actitud, la Tierra queda sepultada por la basura, sencillamente la abandonan dejando que otros, las máquinas, se ocupen del problema. (Stanton tiene la ironía y el valor de no excluir a Pixar de los culpables de esa sociedad de lo desechable: entre la basura que rodea a Wall-E se puede ver un camión de Pizza Planet, el establecimiento ficticio que aparecía en “Toy Story”; y Wall-E ve sus películas en uno de los I-Pod que, naturalmente, fabrica Apple, fundada por quien también era dueño del estudio de animación, Steve Jobs. Por desgracia, Disney no se sintió aludida por el mensaje anticonsumista de la película y no tuvo reparo alguno en lanzar millones de unidades de figuritas de acción con la forma de Wall-E).

Ahora bien, tratándose de Pixar, la solución al problema de la dependencia tecnológica y la deshumanización de la sociedad tenía que ser menos desalentadora que la de Kubrick: al final, los pasajeros y tripulación del Axiom son capaces de reaccionar y salir de su estupor –inspirados por las máquinas-, alzarse sobre sus propios pies, caminar y permitir que las plantas vuelvan a crecer sobre la Tierra. Los extraordinarios créditos finales (realizados como una sucesión de escenas al estilo de los
diferentes estilos pictóricos de la historia del arte, simbolizando el avance simultáneo del arte y la reconstrucción de la civilización) nos dicen que hombres y robots trabajando juntos podrán devolver a la Tierra su antiguo esplendor y construir una utopía. Es un final inspirador y optimista y no creo que pudiera esperarse otra cosa de una película pensada para que la vieran millones de niños. Ahora bien, es poco coherente con todo el escenario que plantea la historia. Si uno se detiene a pensar un momento, se tiene la sensación de que los auténticos herederos del planeta serán sólo los robots. Wall-E y EVA son símbolos y pioneros de una nueva generación de seres autónomos e inteligentes, mientras que los obesos e inútiles humanos representan la vieja guardia, productos de un modelo de civilización insostenible.

Sí, los humanos han regresado a la Tierra, pero ya no pueden caminar y sus esqueletos han desaparecido. Literalmente, no pueden vivir en el planeta de sus ancestros. Además, no sabrían cómo. Son completos ignorantes acerca de cultivar comida –el capitán promete crear granjas donde crecerán “plantas de pizzas”-. ¿Cómo pueden siquiera pensar en reconstruir todo un ecosistema planetario? Y a todo esto se añade una historia que se cuenta
sólo parcialmente, pero cuyas consecuencias el espectador adulto y atento entenderá bien: en un flashback narrado como una videograbación del presidente de BnL, éste explica con voz dominada por el pánico que la “operación limpieza” ha fracasado, que la Tierra está tan contaminada que nadie puede sobrevivir. Así que los viajeros del Axiom deben “mantenerse alejados”. En otras palabras: toda la población de la Tierra ha perecido…excepto aquellos que pudieron permitirse pagar un pasaje en el “crucero de clase ejecutiva” de la BnL. Lo que queda de la especie humana, por tanto, son los estúpidos e inútiles descendientes de los millonarios de la Tierra de setecientos años atrás. Nadie más.

Es una idea descorazonadora a menos que se considere que los robots que vuelven a la Tierra
con los humanos y que de alguna manera pueden considerarse nuestros hijos, nuestros descendientes, sí conseguirán prosperar en ese entorno. Extraen su energía del Sol, pueden sortear el accidentado terreno lleno de basura gracias a sus ruedas o sistemas antigravitatorios y no tienen que preocuparse por la atmósfera tóxica porque no respiran. Incluso han formado una especie de comunidad tras reprograrmarse para ser autónomos y cuidarse los unos a los otros. No resulta difícil imaginar que, mucho tiempo después de que los supervivientes humanos del Axiom hayan perecido tras consumir los recursos restantes de la nave, los robots incluso serán capaces de recuperar el ecosistema original de la Tierra por el sencillo método de no ensuciar. Los robots, después de todo, no necesitan consumir y generar basura. De hecho, su supervivencia dependerá del reciclaje.

Por todo lo expuesto es por lo que, como decía al principio, “Wall-E” sí es una película de “cine familiar”. Los niños la disfrutarán como mero entretenimiento, riendo los gags y disfrutando de la acción y el carisma de los personajes. Pero difícilmente se pararán a pensar –puede que ni se den cuenta- en las oscuras advertencias que los adultos –al menos eso espero- sí captaran acerca de los peligros que acechan en el tipo
de sociedad que hemos creado. Es una película inteligente, más profunda de lo que a primera vista pudiera pensarse y en absoluto condescendiente con el espectador, sea cual sea su edad. “Wall-E” era quizá la película más madura y filosófica que Pixar había hecho hasta la fecha, sin por ello descuidar la belleza visual y la pericia narrativa.

No sólo es una obra maestra del cine familiar, sino que “Wall-E” cumple sobradamente con los dos principales requisitos de la mejor ciencia ficción: divertir y servir de fuente de reflexiones sobre nosotros mismos y nuestro destino.


1958- EL GRAN TIEMPO - Fritz Leiber

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Desde el momento en que la ciencia ficción presentó una máquina del tiempo, inmediatamente hubo quien pensó utilizarla para retroceder al pasado y destruir a los enemigos antes de que pudieran atacar. Lo cierto es que las Guerras Temporales componen una parte nada despreciable de las historias de viaje en el tiempo. Y si los dos bandos enfrentados disponen de sus respectivos ingenios de desplazamiento temporal, tratarán de retroceder más y más hacia el pasado con el objetivo de neutralizar al adversario de forma definitiva. Esto es precisamente lo que constituye el trasfondo de la novela que ahora comento: “El Gran Tiempo”.



Fritz Leiber es un autor hoy más famoso por sus novelas de fantasía y espada y brujería (como la saga de Fafhrd y el Ratonero Gris) que por su ciencia ficción, aunque su contribución al género fue abundante y variada. Su primera novela de interés en este campo fue “¡Hágase la Oscuridad!” (1943), ya reseñada en este mismo blog .

En “El Gran Tiempo”, se nos habla de las Serpientes y las Arañas, dos misteriosas facciones enfrentadas en un conflicto eterno que ha recibido el nombre de Guerra del Cambio. Ambas utilizan tecnología de desplazamiento temporal y reclutan soldados de todas las épocas y lugares de la Tierra para que libren una batalla que se extiende por todo el tiempo y el espacio, tratando de modificar la realidad a su conveniencia mientras los humanos se convierten en meros peones ignorantes del insignificante papel que juegan. De hecho, ni siquiera los combatientes en esta guerra secreta ven jamás a las inteligencias que los dirigen ni comprenden las razones del conflicto o por qué han sido elegidos para luchar. Sus manipulaciones provocan que el continuo espacio-temporal se bifurque interminablemente en infinidad de realidades paralelas y
corrientes temporales alternativas hasta el punto de que resulta casi imposible recordar cuál de ellas es la “original”.

Con todo lo épico que resulta ese trasfondo, la historia que se nos cuenta transcurre en una sola estancia aislada del continuo espacio-temporal: el Lugar, “un teatro circular con el Vacío como auditorio”. Funciona como lugar de descanso y recuperación para los combatientes del bando de las Arañas, un sitio donde intercambiar experiencias, sanar las heridas y disfrutar de las instalaciones y atención del personal allí estacionado antes de volver a la batalla. La vida en el Lugar no parece ser demasiado mala, aunque sí algo aburrida dado que todo permanece siempre igual. Su personal pasa el tiempo ocupado en sus propia intrigas y esperando ver regresar a viejos amigos.

A ese escenario claustrofóbico, en el curso de un par de horas, acuden varios pintorescos
personajes: guerreras cretenses, legionarios romanos, velludos lunarios de seis tentáculos (nativos de la luna terrestre antes de que la guerra dejara al satélite inhabitable), húsares, soldados del ejército nazi y británicos combatientes en la Primera Guerra Mundial, sátiros venusianos de un futuro lejano, comandos especiales…

La historia está narrada en primera persona por Greta Forzane, una muchacha que, a punto de morir asesinada en su línea temporal, fue salvada en el último momento para continuar viviendo en este lugar fuera del tiempo con la misión de entretener a los agotados soldados que llegan al Lugar. Exuberante, segura de sí misma y juguetona, ejerce de buen grado un papel que combina las funciones de geisha y enfermera. La primera parte del libro está dedicada a establecer el contexto y presentar a un grupo de personajes. La segunda arranca con la llegada de nuevos participantes y es en la que se desarrolla el misterio que constituye la parte central de la trama en la que Greta ejercerá de detective. Cuando algunos expresan su deseo de rebelarse y abandonar la guerra, el ingenio que les permite salir de El Lugar desaparece y combatientes y sanadores se encuentran atrapados allí con una Bomba Atómica viviente y pocas esperanzas de escapar. ¿Conseguirán desactivar la amenaza y descubrir al saboteador a tiempo?

“El Gran Tiempo” fue galardonada con el premio Hugo de 1958 tras su primera publicación en la revista “Galaxy” (serializada en dos partes. Fue posteriormente publicada como novela en 1961). Lo cierto es que hoy puede resultar una elección chocante para un premio hoy tan prestigioso pero que en aquella ocasión celebraba sólo su quinto certamen. Ciertamente, presentó muchos elementos que más tarde otros escritores adoptarían en sus obras (el propio Poul Anderson basaría en la misma idea su novela “Los Corredores del Tiempo” (1965)). Pero, paradójicamente dado su título, el tiempo no ha sido generoso con ella. No es una novela particularmente recordada ni periódicamente reeditada. De hecho y a pesar de ser bastante prolífico en el ámbito de la ciencia ficción, ni siquiera el propio Leiber está hoy considerado por los fans como un escritor relevante del género, asociando aquéllos más su nombre a la Fantasía y, sobre todo, a la espada y brujería.

Para empezar, “El Gran Tiempo” es un libro más denso de lo que su brevedad podría hacer
pensar. El misterio que plantea no es suficiente como para mantener el interés de un lector sin un mínimo apego a los temas filosóficos (el propio Leiber cursó estudios universitarios de filosofía durante los años treinta en la Universidad de Chicago, aunque no obtuvo el graduado).

La novela plantea un enfoque del viaje temporal distinto al clásico y más conocido y que Leiber bautiza como la Ley de la Conservación de la Realidad: “La mayoría de nosotros entró en la Guerra del Cambio con la falsa concepción metafísica de que el menor cambio en el pasado - un grano de polvo mal colocado- llegaría a transformar todo el futuro. Pasó bastante tiempo antes de que aceptáramos con nuestra inteligencia - así como con nuestro entendimiento - la ley de la Conservación de la Realidad; aquella que dice, que cuando el pasado se cambia, el futuro cambia sólo lo necesario y suficiente para admitir el nuevo dato. Los Vientos del Cambio encuentran siempre la máxima resistencia”.

Así, los soldados reclutados por Serpientes y Arañas viajan en esos vientos al tiempo real para efectuar cambios en la corriente histórica que beneficien a sus respectivos bandos. Algunas veces, la historia cambia y la gente muere en su propio tiempo, pero la consecuencia de la Ley de Conservación de la Realidad es que la historia rara vez se altera por la muerte de una sola persona o incluso la modificación de un evento significativo del pasado. Aunque la historia se resiste al cambio, si una persona cuya vida y experiencias han sido modificadas en el tiempo real es resucitada en el Gran Tiempo, los recuerdos de su propio pasado e incluso su actitud vital podría exprimentar cambios, aunque éstos sean imperceptibles para ella. Esto queda plasmado en una reflexión de la propia Greta: “Pero a veces pienso si mis recuerdos son tan buenos como nosotros creemos y si todo el pasado no ha sido enteramente diferente de todo lo que recordamos, y hemos olvidado que olvidamos”.

Dado que Greta es una muchacha de compañía que no interviene directamente en el conflicto y
que vive sin salir de El Lugar, no es consciente de los cambios que sobre sus propios recuerdos tienen las modificaciones que en el tiempo real están realizando los soldados de la Guerra del Cambio. ¿Qué puede ser más aterrador que la permanente sensación de que las experiencias que conforman nuestras vidas y nuestras memorias carecen de sentido, no sólo en el amplio contexto de la Historia, sino incluso para nuestra propia existencia. Es este un discurso existencialista sobre el que Leiber va y vuelve continuamente a lo largo del libro.

Que el lector sea o no capaz de simpatizar con la personalidad de Greta, la narradora del relato, es un factor que puede determinar el disfrute o no del libro. Su estilo a la hora de referir
los acontecimientos es informal, como en este párrafo al principio de la novela: “Estoy muerta, de alguna manera; pero eso no debe preocuparles, ya que estoy lo suficientemente viva en otras. Si nos encontráramos en el cosmos, usted seguramente preferiría charlar conmigo y seducirme, antes que llamar a un policía para que hiciera lo mismo o a un sacerdote para que me rociara con agua bendita, a menos que fuera usted uno de esos reformadores empedernidos. Pero es imposible que me encuentre, porque el Bar de la calle Basin y el Prater, la Italia del siglo XV y la Roma de Augusto (hasta que ellos las arruinaron) son mis lugares de vacaciones favoritos (¡Ah!) Y además, como dije antes, yo me mantengo lo más cerca posible del Lugar. Creo que es el lugar más hermoso en todo este mundo del Cambio. (…) El caso es que, cuando todo empezó, yo estaba tamborileando con mis dedos sobre el diván próximo al piano y pensando que ya era demasiado tarde para arreglarme las uñas y que, por otra parte, ninguno de los que viniera se daría cuenta”.

A tenor de párrafos como anterior, puede dar la impresión de que Greta es una chica inmadura
y superficial, pero esa apreciación inicial es injusta. En primer lugar, se esfuerza verdaderamente por anularse ella misma a favor de otros a cuyo cuidado dedica toda su atención. No es que tenga convicciones muy sólidas, ni siquiera opiniones, acerca de nada y por tanto afronta las situaciones en función de cómo éstas afectan a quienes le rodean. Y, en segundo lugar, demuestra tener una más que aguda capacidad de razonamiento y análisis de lo que le rodea. Es como si su faceta de chica de compañía la distrajera de pensar más seriamente acerca de su propia vida.

Y es que, en realidad, no son los detalles de la Guerra del Cambio o el misterio de la bomba el verdadero sustrato del libro, sino las diferentes estrategias que despliegan Greta y el resto de personajes a la hora de enfrentarse a sus peculiares existencias. Extraídos para siempre de su corriente temporal para luchar en un conflicto cuyo origen, meta y desarrollo global desconocen, saben poco o nada del bando contrario y ni siquiera tienen claro si combaten por algo que merezca la pena. Las decisiones de las Arañas gobiernan sus vidas y hasta sus mentes porque, como he apuntado anteriormente, las acciones que llevan a cabo en el tiempo real alteran sus recuerdos. Dado que no tienen control sobre su propio destino, se encuentran abandonados a una existencia arbitraria y
carente de sentido. La exploración de las consecuencias que todo ello tiene sobre los personajes y sus reacciones es lo más interesante del libro, pero también hay que admitir que la caracterización no está tan bien lograda. Hay demasiados personajes para tan poco cuento y, para colmo, no faltan los estereotipos chirriantes: el soldado nazi, por ejemplo, es poco más que un mal bicho; y Sid, que dirige el Lugar y que fue extraído de la Inglaterra isabelina, habla como un mal actor shakesperiano. De hecho, varios de ellos son poco más que clichés que bien podrían trasladarse sin demasiados cambios a un relato del Oeste: las coristas, el doctor borracho, el dueño del saloon, el violento pistolero, el maestro de escuela frustrado… Y luego, también muy propio de los pulp, está esa rapidez e incoherencia con la que todo sucede, como la pareja que se enamora a los pocos minutos de conocerse.

Mientras que Leiber ofrece algunas ideas fascinantes y consigue construir una notable atmósfera de claustrofobia y tensión creciente, hay otros aspectos en los que, en mi opinión, el libro cojea. En primer lugar, aquellos relacionados con el lenguaje, especialmente palabras y expresiones propias de los años cincuenta que, además y en algunos
pasajes, son de estilo netamente pulp en su vertiente más mediocre, sobreescrito y artificial. Es cierto que esto puede aplicarse a muchas obras y autores de aquellos años, pero quizá en este caso resulte más llamativo debido a la propia estructura y desarrollo de la novela.

Porque en estilo y forma, “El Gran Tiempo” se asemeja más a una producción teatral –no particularmente cara además- que a un libro de ficción convencional. Así, toda la acción transcurre en una sola localización y en unas pocas horas, basándose casi toda ella en la descripción visual y en los intercambios verbales de los personajes. Esta estructura no fue casual. El autor provenía de una familia de actores teatrales. Su padre, Fritz Leiber senior, fue un famoso actor especializado en la obra de Shakespeare en una época en la que las compañías itinerantes podían triunfar a nivel nacional. Su éxito le llevó a fundar su propia compañía y cuando la Gran Depresión arruinó la industria teatral, se mudó a Hollywood y desarrolló una carrera moderadamente exitosa como actor de reparto. Aunque Fritz Leiber hijo fue educado por sus tíos en Chicago, conocía bien el mundillo de la farándula y llegó a ir de gira con sus padres. Esa fascinación temprana por el teatro halló consciente reflejo en “El Gran Tiempo”.

Greta describe El Lugar como una especie de plataforma rodeada por un vacío gris, como si de
un escenario diseñado por Diaghilev se tratara. El padre de Leiber era conocido por su innovadora escenografía y los modernos decorados que sustituían a los clásicos fondos victorianos tan habituales en las representaciones de obras de Shakespeare. Los decorados y escenografía austeros no sólo permitían rápidos cambios de escena, sino que también eran más fáciles y baratos de trasladar durante una gira. En “El Gran Tiempo”, la Puerta que franquean quienes llegan o salen de El Lugar, es invisible hasta que alguien se dispone a cruzarla. El único escenario del libro incluye un bar, un piano, algunos muebles y puertas que llevan a dependencias médicas y almacenes. La teatralidad se extiende también a la “actuación” de los personajes, que pronuncian frases melodramáticas, se acusan unos a otros de “robar la escena”, se dirigen al “espectador”, hablan en verso e incluso cantan.

Es comprensible que la estructura teatral de “El Gran Tiempo” no guste a muchos lectores actuales, acostumbrados a un tipo de ciencia ficción más dinámica y de mayor escala. Pero incluso así hay que admitir que tal enfoque tiene sus ventajas. Por ejemplo, que esa estructura se adapte muy bien al tema del misterio del cuarto cerrado. O la
habilidad con la que, sin salir de un entorno reducido, se transmite la enormidad del conflicto que ruge fuera de esos límites, poniendo en contraste la –relativa- armonía y paz que allí reina con el caos temporal y la violencia que acecha más allá. No resulta fácil lograr plasmar tantas ideas y retratar un conflicto tan extraño como la Guerra del Cambio en un relato tan corto –no llega ni a doscientas páginas-, pero Leiber sale airoso del desafío. Por desgracia, me da la impresión de que no supo encontrar una trama a la altura de las ideas de escala épica que la sustentan..

Además, el estilo de Leiber puede desorientar y confundir. No le pone las cosas fáciles al lector, que debe asumir sin explicaciones la extraña y aparentemente aleatoria yuxtaposición de anacronismos (¿por qué han sido elegidos para luchar en la guerra unos seres tan difícilmente adaptables al mundo humano como unos octópodos selenitas o unos sátiros venusianos? ) u obviar incoherencias como que los personajes hablen de minutos u horas o siquiera que los acontecimientos sigan una secuencia determinada en un sitio que, supuestamente, se encuentra fuera del tiempo (en realidad, el Lugar parece estar más fuera de la Historia que del Tiempo).

Por todo ello puede resultar difícil sintonizar con el extraño mundo que propone Leiber. Y
quizá fuera también por ello por lo que ganó al Premio Hugo en 1958. A muchos lectores de las revistas pulp de la época, más acostumbrados al estilo objetivo y algo frío de Asimov, Clarke o Heinlein, la inusual pero valiente combinación de variopintos personajes y reflexiones metafísicas, elementos pulp y ambición experimental, debió parecerles algo totalmente innovador. Que hoy haya envejecido bien es otra cuestión.

Por ejemplo, la lucha cósmica entre Serpientes y Arañas y su manipulación de la corriente temporal se encuadra en la tradición del pulp más puro, como las sagas del “Hombre de la Lente” de EE Smith o “La Legión del Tiempo”, de Jack Williamson (con la que sospechosamente guarda más de un parecido). Y, por otra parte, inserta pasajes de contenido tan filosófico como este en el que relaciona el cosmos y nuestro cerebro: “Todos los seres del cuarto orden viven adentro y afuera de las mentes, a través del cosmos entero. Aun este Lugar, de acuerdo con su estructura, es un cerebro gigante: su piso es el cráneo, la periferia del Vacío es la corteza de materia gris… si, aun
los Sustentadores Mayor y Menor son análogos de las glándulas pineal y pituitaria que, en cierto sentido, sustentan todo el sistema nervioso”.

“El Gran Tiempo” combina ideas geniales y dignas de todo elogio con un desarrollo argumental y unos diálogos que –en mi opinión- dejan bastante que desear. Probablemente esta obra funcione mejor sobre un escenario teatral que en prosa, pero dada su brevedad y la influencia que tuvo sobre otros autores, puede merecer la pena su lectura. Además, la causalidad y distorsiones temporales, el papel de los individuos ordinarios en el gran drama de la vida y el tiempo y lo insignificantes que son en el gran orden de las cosas y, particularmente, en los conflictos bélicos a gran escala, resultan temas dignos de reflexión.

Cabe decir por último que “El Gran Tiempo” fue solo una –la primera y más larga- de varias historias escritas por Leiber alrededor de la Guerra del Cambio. Hasta 1967, aparecerían otros ocho relatos insertos en ese universo (siete de los cuales fueron recopilados en español como “Crónicas del Gran Tiempo) en el que se narraban aspectos distintos de ese conflicto y sus consecuencias sobre sus participantes.




1985- BRAZIL - Terry Gilliam

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Terry Gilliam ha demostrado a lo largo de su carrera ser uno de los más imaginativos y personales realizadores del género fantástico en el cine. Se dio a conocer primero como uno de los miembros –el único americano- del grupo cómico Monty Python. Allí actuó, escribió, codirigió su primera película (“Los Caballeros de la Mesa Cuadrada y sus Locos Seguidores”, 1975) y, sobre todo, diseñó las surrealistas animaciones que se intercalaban en los sketches del programa televisivo “Monty Python´s Flying Circus” (1969-74). A continuación, se estableció como director cinematográfico, primero con “La Bestia del Reino” (1977), que no llamó demasiado la atención; y luego con “Los Héroes del Tiempo” (1981), bastante mejor recibida. Sin embargo, fue con “Brazil” la película con la que consiguió llamar la atención de todo el mundo.



En un futuro indeterminado, estrictamente compartimentado y dirigido por una tiranía burocrática de absurda complejidad e incompetencia, vive un insignificante funcionario, Sam Lowry (Jonathan Pryce), que pasa buena parte de sus días soñando despierto tratando de evadirse de la realidad, dando tumbos por la vida pasando lo más desapercibido posible y prestándose a los abusos laborales de su inútil jefe. Un día, Sam es enviado a entregar un cheque compensatorio a la viuda de un hombre que, arrestado por equivocación (una mosca cayó en una impresora provocando un error en una letra de su apellido), murió durante el interrogatorio al que le sometían las fuerzas de seguridad. En el edificio donde vive la familia del finado, Sam ve a la rebelde conductora de camiones Jill Layton (Kim Greist), quien resulta ser la viva imagen de la mujer de sus sueños y que está tratando de averiguar qué le sucedió a su vecino (el que fue arrestado por error).

Sin embargo, Jill se marcha antes de que Sam pueda hablar con ella y, desesperado por encontrarla, acepta un empleo en el Ministerio de Recuperación de Información, donde tendrá acceso a su expediente. Para su sorpresa, se entera de que la muchacha está buscada por terrorismo. Sus intentos por saber más sobre el asunto inevitablemente llaman la atención y una vez que eso sucede es ya sólo cuestión de tiempo antes de que pierda el control de la situación y le aplaste el rodillo del gobierno. Lo que sigue es una historia que no por ser una divertida farsa resulta menos devastadora.

Ningún resumen puede hacer justicia a “Brazil”, una película osada e imaginativa que funciona
como homenaje cómico y muy negro de la novela “1984” (de hecho, se pensó inicialmente en titularla “1984 ½”, un tributo conjunto a Orwell y Fellini). Por eso resulta tan curioso –aunque verídico- que Gilliam no hubiera leído la novela a la hora de escribir el guión (que elaboró con el dramaturgo inglés Tom Stoppard y Charles McKeown). “Brazil” puede situarse en la línea de otras distopías posmodernas de corte humorístico e incluso grotesco, como “Delicattessen” (1990), “La Ley de los Rollerboys” (1991) o incluso “Mad Max” (1979), si bien debe más a Franz Kafka o Lewis Carroll que a la cultura del videoclip.

En realidad, lo que hace Gilliam es, por un lado, reconducir el deprimente ataque de Orwell a los regímenes totalitarios en una sátira de la burocracia y consumismo modernos deudora de
Kafka, un sistema en el que la burocracia manipula a los individuos y no al revés; y, por otra parte, en una parodia del capitalismo enloquecido, en el que las clases privilegiadas viven una existencia sibarita y anestesiada incluso mientras las bombas terroristas explotan a su alrededor. Al igual que “Teléfono Rojo, ¿Volamos Hacia Moscú?” (1964), todo el film está permeado por un negrísimo e implacable sentido del humor mediante el cual se ponen de manifiesto la estupidez y perfidia humanas (como la secretaria que se sienta impasible a transcribir el interrogatorio de un reo punteado por gritos y aullidos de dolor) y una malevolente ironía presente en mil y un detalles de la vida cotidiana de ese enloquecido futuro (como el burócrata seguido de su corte de vociferantes ayudantes o la inutilidad de los técnicos gubernamentales).

Todas las escenas de “Brazil” transmiten una sensación claustrofóbica, de espacio cerrado.
Incluso las calles parecen interiores en este futuro regido por la estratificación social y en el que el éxito viene determinado por el consumismo absurdo y el poder para intervenir en los procesos burocráticos. Pero ricos o pobres, todos los ciudadanos son prisioneros del sistema. Esto no es “Metrópolis”, una distopía en la que los detentadores del poder construyen su palacio dorado sobre el sudor de trabajadores esclavos. Aquí nadie puede considerarse un verdadero ganador.

El mundo que imagina Gilliam es uno en el que la sociedad ha tomado todas las decisiones erróneas posibles y en el que el ser humano sólo puede abandonar cualquier esperanza de mejora y tratar de encontrar su propia catarsis, ya sea abandonándose en los sueños nocturnos, optando por la muerte o zambullirse en una liberadora locura. Así, Sam escapa a su triste existencia a través de unos fantásticos sueños en los que se ve como un héroe salvador; y sus compañeros de oficina utilizan las pantallas de sus absurdos ordenadores para ver antiguas películas cuando el jefe no les vigila…

El talento artístico de Gilliam se muestra aquí más certero que nunca. La obsesión totalitaria
por la complejidad se refleja en pantalla no sólo mediante montañas de papeleo y trabajo estúpido, sino también por la insistencia de la policía secreta en entrar en los domicilios por un tubo de descenso de bomberos sin importar lo difícil o poco práctico que resulta; o por los espasmos que le entran a un fontanero del gobierno cuando simplemente menciona al “Formulario 27b/6”. El absurdo mundo futuro de “Brazil” está hecho de opresivo cemento y tubos de plástico; los ricos esconden sus ansiedades con modas absurdas y cirugía estética extrema. Todo en la película apesta a una pobreza y decadencia cuidadosamente diseñadas.

La imaginería de Gilliam es extraña, anacrónica y con referencias que van desde “Metrópolis” (1927) hasta “Blade Runner” (1982) pasando por “Casablanca”, “El Acorazado Potemkin” o
“El Bueno, El Feo y el Malo”. En semejante batiburrillo resulta difícil encontrar un intervalo temporal en el que situar claramente la acción. ¿Es un pasado alternativo? ¿Quizá un futuro en el que la tecnología ha revertido a estadios más primitivos? Las burocracias en particular son la bestia negra de Terry Gilliam y utiliza las máquinas –más que el uso que se da a las mismas- como su símbolo. Tubos neumáticos y ordenadores obsoletos con monitores de cristal de aumento; tecnología mecánica de los años cuarenta y cincuenta que se ha metamorfoseado en artilugios inútiles e incómodos, tuberías y cables que recorren como venas toda la opresiva arquitectura …se mezclan en un batiburrillo heterogéneo y barroco que constituye uno de los rasgos característicos de este film. No fue la primera ni la última vez que Gilliam deformó la tecnología para sus propios fines: recordemos las malvadas máquinas de “Los Héroes del Tiempo” o los extraños armatostes del futuro de “Doce Monos”.

La distopía de “Brazil” está impregnada de una desconfianza ludita hacia las máquinas y el sistema al que sirven, algo parecido a lo que Charles Chaplin había ya mostrado en “Tiempos Modernos” (1936): los motores –mecánicos o burocráticos- no paran de girar, avanzando y aplastando a quien se ponga en su camino. Tratando de sobrevivir al sistema, están los seres
humanos que lo crearon, ya sean amargados conformistas como Sam, luchadores idealistas como Tuttle, víctimas como la familia de Buttle o desconcertados ciudadanos como Jill. Las máquinas de “Brazil” actúan como protuberancias tumorales del sistema burocrático. Así, cuando el aire acondicionado del apartamento de Sam se estropea, lo invade con todo tipo de tuberías tornándolo inhabitable, como si fueran las entrañas derramadas del decrépito cuerpo de un Estado que envuelve y domina a los ciudadanos que viven en su seno.

Pero la osadía visual de Gilliam no se limita al diseño de la arquitectura y tecnología del futuro,
sino que se extiende a otros ámbitos como las pesadillas de Sam, en las que se ve a sí mismo como un caballero alado de plateada armadura que busca a su doncella. En ellas intervienen elementos tan raros como niños mutantes que secuestran a la chica en una jaula flotante, un samurái gigantesco vestido con una coraza compuesta de microchips y cuyo rostro es el del propio Sam, o edificios que surgen del suelo. Visualmente, esas secuencias, rodadas con un filtro que les otorga una cualidad claramente onírica, contrastan con el sucio “realismo” de las escenas que transcurren en el mundo de Sam; pero incluso en éstas hay ideas tan enloquecidas como el del fontanero-guerrillero Tuttle (Robert De Niro), que aparece de improviso en los rascacielos por los conductos de ventilación para cortocircuitar los Servicios Centrales y que al final de la película acaba momificado por tiras de papel higiénico.

Al estrafalario diseño de producción se añade la forma en que Gilliam lo filma todo: el uso de
grandes angulares y contrapicados distorsiona todavía más la imagen que recibe el espectador, cayendo claramente en el terreno de la caricatura o la fábula. “Brazil” es una experiencia visual fascinante.

La película rezuma imaginación, humor y brillantez visual pero también es excesiva y autoindulgente. Las enloquecidas persecuciones recuerdan la pretenciosidad de las de “1941” (1979) de Steven Spielberg; a menudo, Gilliam pierde el control sobre el innecesariamente retorcido argumento; y todo el presupuesto parece haberse gastado en los descomunales escenarios meticulosamente construidos. Por otra parte, algunas escenas están demasiado alargadas, llevando el film hasta unos excesivos 143 minutos.

En el apartado actoral, “Brazil” cuenta con algunas interpretaciones destacables, sobre todo la
de Ian Holm como el inseguro supervisor Kurtzmann, que cae en una depresión suicida al ser incapaz de averiguar qué trámite darle a un cheque; o la de Bob Hoskins en el papel de un agresivo técnico propenso a citar las regulaciones burocráticas. En cambio, los protagonistas no están a la misma altura. Jonathan Pryce tiende al histrionismo mientras que Kim Griest no tiene la talla interpretativa suficiente como para superar las ambigüedades con las que el guión lastra a su personaje (quizá en ello tuvo que ver el que Gilliam no quedara nada satisfecho con su trabajo, recortando muchas de sus escenas y dejando por tanto al personaje sumido en la indefinición).

La principal ironía de un film repleto de ellas, sin embargo, reside fuera del mismo, en su
intrahistoria. Y es que Terry Gilliam hubo de enfrentarse a su propio régimen totalitario (Universal Pictures) y fue capaz de hallar el final feliz que no pudo dar a su protagonista. La historia de la batalla que libró el director contra el estudio para que la película se estrenara en los Estados Unidos tal y como él la había concebido es tan interesante que merece la pena contarse como ejemplo de la estupidez que invade a los ejecutivos cuando se encuentran con productos que se alejan de los parámetros convencionales.

Gilliam había conocido en un restaurante de Francia al productor independiente Arnon
Milchan (que no sólo fue el fundador de la productora Regency, sino agente secreto de la inteligencia israelí). Ambos se emborracharon, compartieron ideas, vieron que podían trabajar juntos y se embarcaron en lo que se convertiría en “Brazil”. Milchan reunió un presupuesto de 15 millones de dólares y convenció a Robert De Niro para que participara en el proyecto. Actor y productor habían coincidido previamente en “El Rey de la Comedia” y “Erase Una Vez América”. (por cierto, aunque la presencia de De Niro fue acogida al principio con entusiasmo, todos acabaron hartos de su perfeccionismo y obsesión por detalles insignificantes. Llegaba a requerir hasta 30 tomas de sus escenas).

Ahora bien, tras rodar el film en Inglaterra (Gilliam llevaba viviendo casi veinte años en ese
país), éste resultó tener un metraje de 140 minutos, 17 más de lo que especificaba el contrato firmado con Universal para su distribución en Estados Unidos. Y ese detalle fue lo que propició la intervención del presidente de la compañía, Sidney Sheinberg, que amparándose en dicho contrato no sólo ordenó recortar la duración del film hasta los 94 minutos, sino eliminar de paso el lóbrego final y sustituirlo por uno más feliz (esta versión es conocida entre los cinéfilos como la “versión de El Amor Lo Puede Todo”).

Naturalmente, Gilliam, autor celoso como pocos de su trabajo, se enfureció y emprendió una batalla personal con Universal a base de corrosivas declaraciones y anuncios en revistas
especializadas. En el curso de la misma, invitaron al director a dar unas clases sobre cine, a lo cual accedió con la intención de aprovecharse de la situación. Preparó una “ayuda audiovisual” que no era otra cosa que su propio montaje de “Brazil”, una modalidad de exhibición que en principio no contravenía los términos de su contrato. Sin embargo, dos días antes del evento, los estudiantes anunciaron públicamente una proyección gratuita de la película y cuando Gilliam llegó al lugar se le comunicó que Universal, enterada de la situación, no permitía mostrar el film. Su conferencia fue interrumpida por llamadas de los ejecutivos del estudio que, finalmente, le concedieron proyectar un “fragmento” de la película. Gilliam se tomó el brazo por la mano y la enseñó entera…todos los días durante las dos semanas que duró el curso. Fue en ese intervalo de tiempo que varios miembros de la Asociación de Críticos Cinematográficos de Los Ángeles tuvieron oportunidad de verla.

Empezaron a circular copias piratas con la versión de Gilliam y críticos de la mencionada
asociación empezaron a preguntar oficialmente si era posible nominar en los Oscars a la Mejor Película a una cinta que no había sido exhibida comercialmente. Universal, acorralada por las alabanzas de los críticos, dio marcha atrás y estrenó el film en los Estados Unidos casi como Gilliam había querido (aunque, como el contrato del realizador especificaba que no durara más de 132 minutos, esa hubo de ser la duración final). La Asociación de críticos la premió con los galardones de Mejor Película, Mejor Director y Mejor Guión, fue nominada a los Oscar a la Mejor Dirección Artística y Mejor Guión y ganó un Premio Hugo, todo lo cual echó aún más sal al orgullo herido de Sheinberg. Su atroz final feliz quedó reservado para la emisión televisiva de la película en Estados Unidos y su lanzamiento en VHS (el despropósito fue subsanado en la edición en DVD). El empeño de Gilliam en mantenerse fiel a su inspiración le compensó con creces: posteriormente aún dirigiría otras dos películas con Universal (una de ellas la igualmente deprimente “12 Monos”). Y aunque no sirva como disculpa por su torpe manejo de este asunto, valga decir que Sidney Sheinberg no era ni mucho menos un completo incompetente: descubrió a Steven Spielberg y financió muchas de sus más exitosas películas, desde “Tiburón” a “Parque Jurásico”, e impulsó otros títulos hoy tan conocidos como “Regreso al Futuro”

¿Merecieron la pena el esfuerzo y desvelos de Gilliam? Sin duda. Y ello aun cuando la película, a pesar de todas sus buenas críticas, tuvo un pobre resultado en taquilla y no llegó siquiera a cubrir gastos. “Brazil” se convirtió en una película enormemente influyente. Todas las distopias son absurdas, pero algunas lo son más que otras y la de Gilliam fue la más absurda y delirante de todas.

Comedia negra tan brillante como excesiva, es sin duda la obra maestra de Terry Gilliam y una de las películas más originales y visionarias de la década de los ochenta. Todo en ella remite a las obsesiones de su director: la difuminación de lo real y lo onírico, la locura y la cordura, la identificación de las máquinas como auténticos cuerpos y la obsesión con los sistemas complejos. Ello no significa que se aun film apto para todo el mundo. Su mezcla de lirismo y crueldad y su particular concepción estética y narrativa son muy personales, auténtico cine de autor, y esa desviación de la ortodoxia hollywodiense siempre implica que habrá tantos espectadores que caigan rendidos a sus pies como que abominen de ella. No es una película disfrutable por todo tipo de público, pero lo que sí se puede asegurar es que quien la haya visto nunca la olvidará.


1987- STAR TREK: LA NUEVA GENERACIÓN (1)

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La ciencia ficción en la pequeña pantalla experimentó una enorme transformación en los años ochenta. A medida que la industria evolucionaba para afrontar los nuevos desafíos planteados por el cine para adolescentes y los juegos de ordenador interactivos, el género se encontró en la vanguardia de la lucha de las cadenas para intentar fidelizar amplios segmentos de la audiencia. A partir de ese momento y desde ese marco de partida en la industria, el género desarrolló dos formas diferenciadas y populares mediante las que atraer espectadores en un medio cada vez más presionado y superpoblado de emisoras: las series de culto y las series de calidad.


Ambas hundían sus raíces en la década de los sesenta, cuando programas como el “Star Trek original y el británico “Doctor Who” fueron los primeros en atraer y consolidar un núcleo de fans entregados, núcleo en permanente expansión y renovación gracias a las reposiciones de las series y la organización de convenciones. Los programadores se vieron obligados a combinar en las parrillas historias dramáticas generalistas de presupuestos elevados en formato de series, seriales y miniseries, con programas de género, ya fuera éste la ciencia ficción, el terror, el policiaco o incluso el hospitalario. Y es que eran estas últimas las que en mayor medida conseguían mantener un quizá reducido pero siempre leal número de fans que acompañaban a los programas temporada tras temporada.

Tanto las series de culto como las de calidad han evolucionado mucho desde entonces. La
ciencia ficción de finales de los ochenta es representativa de lo que Brian Stableford denominó “Tercera Generación”, para la que la televisión se había convertido en el principal medio a través del cual los fans consumían el género. Esto sucedió gracias a la fusión de otros medios y/o soportes, tales como la novela y la revista y éstas con la televisión. Así, lo que siempre había venido considerándose un producto de culto producido para y consumido por una pequeña comunidad de aficionados, fue transferido a la televisión, donde alcanzó una dimensión mucho más amplia. La fórmula del serial televisivo de larga duración (potencialmente infinito, de hecho) demostró ser una fórmula ideal para articular historias de ciencia ficción, desde viajes en el tiempo a invasiones alienígenas o space opera. El potencial para atraer nuevos seguidores crece conforme la serie aumenta su complejidad narrativa e introduce más y más variados personajes.

Junto a este desarrollo de la televisión de culto convive otro fenómeno. Las cadenas tienen una
necesidad constante de atraer nuevos espectadores conforme las series llegan a su final y son reemplazadas por otras. El término “televisión de calidad”, normalmente utilizado en el ámbito de la televisión norteamericana, está relacionado con la noción del espectador no habitual. Las series que no pueden confiar en mantener durante mucho tiempo una audiencia regular han de atraer espectadores ofreciendo altos valores de producción, narraciones compactas y finitas y un uso intensivo del marketing que transmita el mensaje de que esos programas son de obligatorio visionado si se quiere estar “a la moda”. Muy habitualmente, estos movimientos son intensos pero de corta duración.

Ya sea en su modalidad “de culto” o “de calidad”, la ciencia ficción es uno de los géneros que
consigue una audiencia más entregada, ya sea viendo las reposiciones una y otra vez o acudiendo en masa al último estreno de la serie más publicitada de la cadena de turno. Y esto ha sido así desde que la ciencia ficción empezó a aparecer en forma de programas regulares, desde los seriales cinematográficos de los treinta y cuarenta de Flash Gordon o Buck Rogers hasta las series televisivas de los sesenta como “Perdidos en el Espacio”, “Doctor Who” o “Star Trek” y las de los setenta con títulos como “El Hombre de los Seis Millones de Dólares”, “Espacio: 1999”, “Battlestar Galáctica”, “Los 7 de Blake” o “Buck Rogers en el siglo XXV”.

La década de los ochenta supuso un punto de inflexión en lo que a popularización del género en
la televisión se refiere y ello aunque algunas series veteranas como “Doctor Who” acabaron cancelándose (debido, en este caso, a que la televisión británica estaba entonces experimentando graves problemas financieros y reestructuraciones industriales). Desde 1990 a 2004, se estrenaron no menos de sesenta series de ciencia ficción en la televisión americana, un periodo de auge sin precedentes. Por supuesto, muchas de ellas apenas duraron una temporada y acabaron en amargos fracasos –merecidos o no-; pero otras tuvieron un recorrido excelente, renovándose temporada tras temporada y reuniendo un nutrido grupo de fans, desde “Babylon 5” hasta “Andrómeda” pasando por “Farscape” o “Stargate”.

Y el origen de todo ello puede identificarse con bastante precisión. Su nombre: “Star Trek: La Nueva Generación”.

Que “Star Trek” estaba muerta parecía algo fuera de toda duda. La NBC había cancelado la serie en 1969. Los decorados se destruyeron, los actores, guionistas y productores habían pasado a trabajar en nuevos proyectos. A comienzos de 1978, la revista “Fantasy and SF Review” afirmó con contundencia: “Tras casi diez años, hay poca vida en el viejo cadáver”. Puede que hoy esas palabras nos parezcan una estupidez, pero entonces el merchandising y material narrativo asociado (fotonovelas, comics) de la serie había casi desaparecido y a pesar de los continuos anuncios de Paramount Pictures, propietario de los derechos, acerca de algún nuevo proyecto relacionado con “Star Trek”, no se terminaba de materializar nada. Sin embargo y paralelamente, la cada vez más vieja serie se resistía a morir definitivamente gracias a un creciente núcleo de fans anclado en la nostalgia.

La serie original se había emitido en la NBC desde 1966 a 1969, totalizando 79 episodios y,
durante su primer año y sólo ocasionalmente, conquistando puestos en el Top 40 de la televisión. Al término de su recorrido en la cadena, Kaiser Broadcasting, una pequeña división del gigante industrial Henry J.Kaiser Company, llevó el programa a la sindicación. Emitiendo la serie en franjas horarias cuidadosamente elegidas para atraer al público más joven, las emisoras de Kaiser emitieron los episodios sin cortes y en estricto orden. Cuando llegaron al último capítulo producido en los sesenta, volvieron a empezar otra vez. Y otra vez. Y otra vez. Y pasó algo curioso. A pesar de que no había material nuevo, las cifras de audiencia aumentaron en cada reemisión en lugar de disminuir. La serie había encontrado por fin el público que le había rehuido en su recorrido inicial. Acabó emitiéndose en 145 cadenas americanas con diferente grado de difusión geográfica, surgió el fenómeno fan, aparecieron clubs de Star Trek, fan fiction y, en 1972, la primera convención, celebrada en Nueva York, que atrajo a más de tres mil personas rebosantes de entusiasmo. Un año después, la segunda convención dobló la asistencia y pronto este tipo de eventos de extendieron por todo el país. Gene Roddenberry, creador de la serie, se convirtió en un buscado invitado de honor para estas reuniones.

Pasaba algo, estaba claro. Y ello no pasó desapercibido para Paramount, que llamó a
Roddenberry para discutir la posibilidad de traer de vuelta a la serie. Pero sus ejecutivos no estaban muy seguros de qué hacer con todo ese fenómeno. Después de todo, no habían sido ellos los que poco tiempo antes habían apoyado la visión futurista de Roddenberry, sino Desilu Productions, una pequeña compañía que había acabado por ser absorbida en el grupo empresarial de Paramount.¿Había realmente un público potencial lo suficientemente grande como para garantizar el éxito del regreso de Star Trek a la pequeña pantalla? ¿O incluso a la grande? Los planes cambiaban cada mes. ¿Una película para el cine? Sí, pero al estudio no le gustaron los guiones que se pusieron sobre la mesa. ¿Una serie de TV para un nuevo canal de Paramount? La idea se puso en preproducción, se seleccionaron actores, se le puso título (“Star Trek: Phase II”), se construyeron decorados y se escribieron guiones. Pero al final, el estudio se echó atrás.

Para entonces ya era 1977. Se había estrenado “Star Wars” y, con ella, vino asociado todo un nuevo fenómeno que pilló desprevenidos al resto de los estudios, Paramount incluido. Se habló
entonces de recuperar la idea de la película, pero se habían gastado ya todo el dinero en preparar una serie de TV… así que decidieron coger el guión del episodio piloto y reconvertirlo en una película para el cine. Dos años más tarde, “Star Trek: La Película” llegó a las pantallas de todo el mundo. Tuvo el suficiente éxito como para garantizar una secuela…y otra… y otra más…. Entonces, en 1986, el año en el que se cumplía el vigésimo aniversario de “Star Trek”, el estudio decidió apostar fuerte…¿Por qué no continuar haciendo películas…y, simultáneamente, probar otra vez con una serie de TV?

En octubre de 1986, los planes para lanzar un nuevo programa de televisión ya habían
madurado lo suficiente como para que Paramount dejara caer algunas briznas de información en una conferencia de prensa. Los fans, que llevaban escuchando rumores desde hacía tiempo, tenían el corazón dividido: por una parte, querían volver a ver su universo de ficción favorito en la pequeña pantalla, pero por otra desconfiaban del planteamiento que llevaba la historia cien años después de la serie original con un reparto completamente nuevo. Paramount, en cambio, lo tenía claro. Un programa semanal exige un ritmo de producción frenético. ¿Por qué iban a acceder unos actores ya entrados en años y que estaban ganando considerables sumas participando en películas cinematográficas cada dos años, a intervenir en una serie, con salarios más bajos y exigencias laborales más duras?

La prensa especializada, por su parte, estaba más interesada en otro aspecto, más corporativo y a priori menos llamativo, pero también muy importante: la intención de Paramount de distribuir el programa en lugar de venderlo en exclusiva a una cadena ya bien establecida (Fox,
ABC, CBS o NBC) tal y como solía ser la norma. Lo cierto es que tal movimiento se había intentado en una primera etapa, pero las condiciones impuestas por Paramount resultaron ser muy exigentes para las cadenas: compromiso de adquirir una temporada completa, horario de emisión garantizado y una campaña promocional muy cara. Así que los ejecutivos de Paramount hicieron sus cuentas y tomaron una decisión muy valiente para la época: producirían la serie y la venderían a las mismas cadenas que ya venían emitiendo reposiciones del “Star Trek” original (y recordemos que en Estados Unidos existen cientos de cadenas que cubren todos los niveles, desde el local hasta el nacional). Aunque la sindicación de reposiciones era una estrategia cuya rentabilidad estaba más que comprobada, el utilizar esa red para difundir un programa totalmente nuevo era un movimiento arriesgado. A largo plazo, podía reportar pingües beneficios, pero a corto y si la serie no conseguía reunir en torno a sí la suficiente audiencia,j Paramount acabaría teniendo entre manos un sonoro fracaso económico que, además, desluciría el nombre de la franquicia.

Roddenberry era firme defensor de la opción sindicada, ya que le iba a garantizar una total libertad. No tendría que soportar las injerencias de los ejecutivos de las cadenas exigiéndole que cambiara esto, que añadiera más de aquello otro o que se ajustara a los consabidos clichés televisivos. Además y aprovechándose de esa autonomía y de un mayor presupuesto, vio en esta nueva serie la oportunidad de corregir los errores creativos y de producción de veinte años atrás. Reclutó la ayuda de cuatro viejos colaboradores de la serie original, profesionales que profesaban un gran cariño por aquélla: los productores Robert H.Justman y Edward K.Mikis y los guionistas Dorothy “DC” Fontana y David Gerrold. Todos ellos realizarían grandes aportaciones aunque, por diferentes razones, también todos abandonarían la serie en el primer año de emisión.

Mucho más importante para La Nueva Generación (en adelante, “TNG”) sería la figura de Rick Berman. En 1984, Berman había abandonado su carrera como productor televisivo para
convertirse en un ejecutivo a sueldo de los estudios cuya labor era la de supervisar el trabajo de los productores de diferentes programas. Como director de programación de Paramount Television estaba encargado de dirigir la trayectoria de series como “Cheers” o “Enredos de Familia” y en solo un año fue ascendido a supervisor de programas dramáticos. En 1986, recibió otra promoción, esta vez a cargo de programas de formato superior a sesenta minutos y proyectos especiales. Y fue desde este puesto cuando conoció a Roddenberry. Ambos conectaron inmediatamente y cuando éste le invitó a convertirse en productor de la nueva encarnación de Star Trek, Berman –que sólo había visto un par de episodios de la serie original y la entonces aún reciente cuarta película de la franquicia- encontró en sí la suficiente fe en el proyecto como para aceptar y dar el paso. Entonces no lo sabía, pero pronto iba a convertirse en el principal artífice de los éxitos de toda la franquicia durante varios años.

Paramount había sugerido que la serie tratara sobre un grupo de cadetes de la Flota Estelar, pero a Roddenberry esa le parecía una idea horrible. En cambio, creó una nueva Enterprise con una tripulación diferente. En noviembre de 1986, Roddenberry presentó lo que iba a ser la “Biblia” de la serie, un documento en el que se detallaba el formato, la premisa principal, los personajes, el entorno y la tecnología. Algunos aspectos de la misma quedaron bien fijados desde el principio, mientras que otros sufrieron cambios a tenor de los actores elegidos. Por ejemplo, la caucásica Tasha Yar iba a ser originalmente una hispana, y no había ningún klingon en la oficialidad. La acción tendría lugar a comienzos del siglo XXV, a bordo de la Enterprise-G, la octava nave estelar en llevar ese nombre. Más tarde se recalibró la cronología situándola en el siglo XXIV, “sólo” cien años después de la serie original y se rebautizó la nave como Enterprise-D (la quinta con ese indicativo). Los comunicadores eran dispositivos de muñeca, aunque luego se cambiaron por las insignias de pecho y algunas ideas relativas a la tecnología nunca se materializaron, probablemente por resultar demasiado caras para el presupuesto disponible.

La propia Enterprise experimentó un lavado de cara. Con el doble de tamaño que la de la serie
original, el nuevo diseño de Andrew Probert para la Enterprise-D (quien también ideó la elegante estructura y formas del puente, donde tendrían lugar la mayoría de las secuencias) mantiene en común con ésta la simetría y silueta general. Dejo a los más entregados fans el detalle acerca de los motores, armamento y demás tecnología de la nave y prefiero señalar en cambio que ahora los camarotes tenían incluso cuarto de baño, un detalle cotidiano tabú en la serie original. Por todo esto y más el diseñador de producción Richard D.James y su equipo ganaron un premio Emmy por su excelente trabajo e incluso recibieron comentarios elogiosos de la NASA.

Más digno de reseñar es que la nave sea ahora el hogar (en sentido literal) para 1.012 personas,
ya que la tripulación viajaba a bordo en compañía de sus familias. La experiencia había enseñado a la Flota que las largas misiones por el espacio eran mejor sobrellevadas, física y mentalmente, si los seres queridos estaban cerca. Puede que ello tenga sentido a nivel teórico e incluso narrativo (los niños de la escuela, por ejemplo, jugarían un papel relevante en más de un episodio), pero a mí siempre me ha parecido chocante que la Flota y sus oficiales estuvieran dispuestos a poner en serio peligro a tantos civil en el curso de misiones de todo tipo, ya fueran militares o de exploración de planetas hostiles o fenómenos cósmicos potencialmente letales. También el uniforme de los tripulantes y oficiales tuvo su respectivo lavado de cara: en lugar de los “pijamas” y minifaldas de los sesenta se optó por una suerte de monos de trabajo.

Ahora bien, aunque la presencia a bordo de una tan nutrida tripulación brindaba la posibilidad de presentar mayor variedad de personajes y relaciones, prácticamente todos los episodios se centraban, como en la serie original, en un puñado de oficiales que ocupaban puestos importantes en la nave; casi los mismos puestos, de hecho, que habían desempeñado los personajes de la serie original. Hasta tal punto se cumplía esa correspondencia que el reparto de ambas series podía ponerse en equivalencia casi persona a persona. Roddenberry, sin embargo, fue lo suficientemente listo como para asignar a cada puesto un personaje cuya personalidad y atributos diferían considerablemente de sus contrapartidas clásicas.

Tomemos por ejemplo al comandante de la nave, el capitán Jean-Luc Picard. Más maduro que
Kirk, menos impulsivo y testarudo, Picard era un oficial experimentado y responsable. Había nacido en Francia, si bien su acento natal sólo emergía en momentos de especial tensión emocional. Su apego a conceptos como “honor” o “deber” le otorgan una vena romántica, aunque cuando se trata de salvaguardar la seguridad de su tripulación o su nave puede adoptar un comportamiento totalmente pragmático. Picard es una figura de autoridad más contundente que Kirk, entre otros factores porque no se relaciona socialmente demasiado con sus hombres. Exige obediencia absoluta, pero también sabe escuchar los consejos de sus subordinados e incluso no tendrá inconveniente en revelarles sus prejuicios (como su aversión a los niños). Pero aunque algo alejado de la vida social de abordo (no participa, por ejemplo, en las frecuentes partidas de poker que organizan sus oficiales), también tiene un lado sentimental: además de ser un apasionado de la arqueología, es un gran nostálgico de ciertos aspectos de la cultura clásica de la Tierra. Por ejemplo, prefiere la lectura de libros de papel a la de los omnipresentes lectores electrónicos, y es un gran conocedor y aficionado de la obra de Shakespeare.

Inicialmente, Roddenberry quería al actor Stephen Macht para encarnar al francés capitán de
la nueva nave, pero la elección final acabó recayendo en el muy inglés Patrick Stewart, actor de trasfondo clásico que no convenció al principio a Roddenberry. ¿Un británico de mediana edad y encima calvo, como sucesor del varonil William Shatner? Stewart había interpretado un recordado papel en la serie británica “Yo, Claudio” y tenía tras de sí una larga y reconocida trayectoria teatral, sobre todo con obras de Shakespeare, pero era totalmente desconocido en Estados Unidos. La insistencia de Rick Berman y el productor Robert Justman le hicieron darle una oportunidad. Aunque en las pruebas de casting hubo de llevar peluca, finalmente su innegable talento y carisma le hicieron ganar el papel con el que se convertiría en un icono de la cultura popular.

El comandante William Riker, interpretado por Jonathan Frakes, es el segundo de a bordo de
la Enterprise. Como todos los primeros oficiales, alberga cierto sentimiento posesivo hacia la nave, considerándole de su propiedad en cierto modo. Es el responsable de su funcionamiento cotidiano y en este sentido exige de sus subordinados el máximo rendimiento. Pero también es alguien que se preocupa por el bienestar de sus compañeros y que exhibe, normalmente fuera de servicio, un especial sentido del humor. Fuerte, ágil y aventurero (suele encabezar las expediciones a las superficies de los planetas) con frecuencia seduce y se deja seducir por las féminas de turno. Reúne, por tanto, varias de las características del capitán Kirk de la serie original.

Dado que no hay ningún vulcaniano a bordo (aunque llegó a considerarse incluir a una
tataranieta de Spock), el papel de oficial científico en TNG lo cubre hasta cierto punto el teniente Data (Brent Spinner), un sofisticado androide que a todos los efectos puede ser considerado una auténtica forma de vida. Fue creado por el brillante pero excéntrico científico Noonien Soong a su propia imagen y semejanza (también fabricó un androide gemelo de Data, pero de esencia malvada: Lore, que participaría en varios episodios). Para cuando Data fue encontrado desactivado por oficiales de la Flota Estelar, Soong se había ya llevado a la tumba sus secretos. Y dada su complejidad y que para replicarlo sería preciso diseccionarlo y, por tanto, matarlo, Data es único en el universo, una solitaria condición que en buena medida compartía con Spock, mitad vulcano y mitad humano.

Su avanzado cerebro positrónico funciona a todos los efectos como un complemento del ordenador de abordo pero en el fondo no deja de ser un Pinocho futurista que sueña con ser
humano algún día. Y a tal fin se aplica con la inocencia de un niño, intentando entender y replicar en la medida de sus posibilidades todas las facetas que caracterizan a nuestra especie, ya sea el arte, el sexo, la paternidad, el humor o el cuidado de mascotas. Su aspecto exterior es el de un humano de unos treinta años, si bien su piel y ojos son dorados y sus aptitudes físicas son superiores (fuerza, resistencia, cierta invulnerabilidad). Pero más fascinante que sus capacidades son sus debilidades: es totalmente leal a la flota y sus regulaciones pero no puede sentir nada. Su pensamiento está totalmente regido por la lógica y la racionalidad por lo que, en cierto sentido, es la encarnación del ideal al que aspiraba Spock. La búsqueda de Data de su humanidad dio lugar a excelentes episodios en los que exploraba la fina línea que separa lo humano de lo artificial y los rasgos que caracterizan a nuestra especie, temas centrales en todas las series de la franquicia desde su gestación en los sesenta.

La oficial médico de a bordo es la doctora Beverly Crusher (Gates McFadden), inteligente y de
fuerte carácter pero bastante más amable y dulce de lo que había sido el doctor McCoy. Eso sí, como él, en muchas ocasiones actúa como guía moral del resto de los protagonistas. Crusher es la viuda de un buen amigo de Picard que había muerto bajo su mando años antes de que comience la acción de la serie. Resulta que Picard siempre se había sentido atraído por Beverly y destellos de una posible relación sentimental entre ambos van intercalándose a lo largo de la serie sin que realmente ambos hagan mucho por explorar esa posibilidad.

El teniente Geordi La Forge (LeVar Burton) es el ingeniero genial que equivale al Montgomery
Scott de la serie original (aunque en la primera temporada todavía ocupa el puesto de piloto de la nave). Ciego de nacimiento, su inteligencia y voluntad inspiraron a un grupo de ingenieros para diseñarle un sensor óptico capaz de captar todo el espectro electromagnético y procesarlo en forma de señales nerviosas para su cerebro. De raza negra, La Forge juega un papel mucho más relevante en la Enterprise del que Uhura, el primer personaje afroamericano de la franquicia, había desempeñado en la serie original. Más joven y más vulnerable emocionalmente que Scotty, el talento de La Forge como ingeniero brillante le acerca a Data, con el que forja una curiosa amistad. Sin embargo, su afinidad y devoción por las máquinas también le impide desarrollar sus habilidades sociales hasta el punto que sus dificultades para entablar relaciones con mujeres se convierte en motivo recurrente de varios episodios.

Deanna Troi (Marina Sirtis) es quizá el personaje más incongruente del reparto. Que la Enterprise tuviera un terapeuta a tiempo completo y en una posición de mando nada menos,
era claramente un signo de los tiempos. En los ochenta, América se había convertido en una cultura de psiquiatras: las costumbres, el lenguaje… estaba colonizado por la psiquiatría y la psicología. Gene Roddenberry creyó que para actualizar la serie a los nuevos tiempos era esencial incluir un profesional de esa rama, pero en la actualidad, la consejero Troi ha quedado como una reliquia que denota el momento en que fue concebida la serie. Su tarea viene facilitada por el hecho de que es una híbrida de humano y betazoide, siendo esta última una especie con capacidades telepáticas. Por su condición mestiza, Deanna no tiene telepatía, pero sí un alto grado de empatía, la habilidad de captar e interpretar las emociones y sentimientos de los demás, ya sean humanos o alienígenas. Esa capacidad no sólo le resulta muy útil en su actividad cotidiana como terapeuta de abordo, sino que puede asesorar tácticamente al capitán calibrando el peligro de amenazas potenciales.

Años antes de comenzar la acción de la serie, Deanna y William Riker mantuvieron una apasionada relación sentimental que acabó apagándose al decantarse el segundo por su carrera profesional. Sin embargo, su amistad –acompañada de escarceos sexuales ocasionales-, sobrevivió a la ruptura y la suya, a su manera, es una de las relaciones más sólidas del núcleo de protagonistas.

El teniente Worf (Michael Dorn) es un klingon, el único de su especie en haberse graduado en la Academia de la Flota Estelar, lo que apunta al principal cambio en la estructura política de la galaxia acontecido entre los siglos XXIII y XXIV. En la serie original, los belicosos klingons habían sido los principales adversarios de la Federación; pero ahora, tras el giro político que se narró después en la película “Star Trek VI: Aquel País Desconocido”, ambas potencias se han convertido en aliadas (no sin altibajos, eso sí). Por razones nunca convenientemente explicadas, los klingons de TNG muestran acusadas protuberancias en la frente que les distinguen claramente de los humanos, mientras que en la serie original su fisonomía era mucho más próxima a la nuestra.

Worf está a cargo de la seguridad de la nave, un puesto muy adecuado para el miembro de una
cultura orientada hacia la guerra y que considera la habilidad marcial como la más elevada de las virtudes. De niño, Worf perdió a sus padres en el curso de un ataque romulano a una colonia, y fue recogido por una pareja humana que lo crió como un hijo propio. Estirado, seco y poco hablador –cuando dice algo lo articula en forma de frases cortas y terminantes-, su interior está en permanente conflicto tratando de reconciliar su herencia cultural guerrera con la férrea autodisciplina exigida por la Flota Estelar. Paradójicamente, su escaso sentido del humor es fuente de múltiples momentos cómicos en la serie.

El reparto inicial de protagonistas lo cerraba la teniente Tasha Yar (Denise Crosby), que ostentó el cargo de Jefe de Seguridad antes que Worf; y Wesley Crusher (Will Wheaton) el hijo de la doctora Crusher, un niño prodigio que, apadrinado por Picard, empieza en la Enterprise su preparación para convertirse en oficial de la Flota. Permanecería en la serie durante cuatro temporadas antes de abandonar la Enterprise para cursar sus estudios en la Academia de la Flota Estelar.

Cabe decir que el ambiente en los sets de rodaje era inmejorable. A diferencia de las bien documentadas fricciones que existían entre los
miembros del reparto original, los actores de TNG conectaron desde el principio formando una gran familia. Comento este detalle porque es algo que se trasluce en el resultado final y que permitió a la serie sobrevivir sin altibajos interpretativos nada menos que siete años, un periodo de tiempo dilatadísimo dado el frenético ritmo de producción que sufren los programas televisivos.

Aquellos que tuvieron la oportunidad de trabajar cerca de Gene Roddenberry dan testimonio de que, independientemente de las quejas que expresara por las limitaciones con las que se veía obligado a trabajar, tenía la inspiración y energía propias de un genio. Nunca dudó de su visión optimista del futuro y del papel que el hombre jugaría en él. Luchó muy duro para revivir Star Trek en sus propios términos pero, irónicamente, conforme la serie avanzaba en su preproducción y se iban solucionando todos los aspectos de la misma (diseño, logos, música, vestuario, maquillaje, casting…), tuvo que rendirse a la evidencia de que ya no tenía las fuerzas
o el impulso precisos para liderar el programa. Sufriendo de sobrepeso y padeciendo una dolencia cardiovascular, tenía que detenerse tras caminar cien metros y no podía ir de un estudio de rodaje a otro sin ayuda de un carrito de golf. Hubo, por tanto, de delegar funciones en gente de su confianza, básicamente los productores Robert H.Justman y Rick Berman. Pero como suele suceder en la colaboración creativa de múltiples y dispares personalidades, acaban surgiendo roces y problemas de comunicación. Justman renunció al término de la primera temporada, mientras que Berman se quedó, cobrando cada vez más peso en la franquicia con el paso de los meses, si bien jamás le quitó a Roddenberry el papel de padre espiritual de la misma: “No es mi visión del futuro”, aseguró siempre, “Es la de Gene Roddenberrry”.



(Continúa en la siguiente entrada)

1987- STAR TREK: LA NUEVA GENERACIÓN (2)

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(Viene de la entrada anterior)

Por fin, el 28 de septiembre de 1987, se estrenaba el capítulo piloto, “Encuentro en Farpoint”, una aventura en dos entregas emitidas consecutivamente el mismo día. La primera misión de Picard a bordo de la Enterprise consiste en resolver el misterio de la Estación Farpoint. Se trata de unas instalaciones emplazadas en un lejano planeta, más allá de la región explorada de la galaxia, y Picard ha de negociar un tratado que permita a la Flota utilizarlas. Pero antes de ello, debe averiguar cómo es posible que los primitivos nativos de ese mundo hayan sido capaces de construir una base tan avanzada. En el misterio interviene Q, arrogante miembro de una especie casi todopoderosa que considera al hombre un ser demasiado bárbaro como para permitirle el acceso a la exploración espacial y el contacto con otros mundos. Erigiéndose juez, jurado y verdugo, Q amenaza con sentenciar a muerte a la tripulación de la Enterprise a menos que Picard pueda demostrar que la civilización humana ha madurado más allá del salvajismo.



La relación entre los diferentes personajes titulares de TNG constituye uno de sus motores narrativos, resaltando siempre la cooperación y armonía que reina entre ellos de forma incluso más evidente que en la serie original y reproduciendo de esta forma a escala reducida la ética reinante en toda la Federación. Pero añadiendo un grado extra de variedad, en TNG estas relaciones se extienden más allá de los protagonistas o incluso de los tripulantes de la Enterprise. Es el caso de Q.

El capítulo piloto fue escrito por la veterana guionista Dorothy “DC” Fontana, que, a instancias
del estudio, hubo de alargar la trama original –el misterio del planeta alienígena- introduciendo otra idea de Roddenberry, la del estrafalario y superpoderoso Q. A primera vista, es un personaje que se parece mucho al caprichoso dios que había aparecido en el episodio “El Escudero de Gothos” en la primera temporada de la serie original. Sin embargo, en manos del actor que se metió en la piel de Q, John de Lancie, lo que pudo haber sido simplemente “el alienígena de la semana” acabó convertido en un carismático personaje que los aficionados reclamaban una y otra vez. Tanto es así que apareció en todas las temporadas de TNG registrando su propia evolución hacia la madurez y la responsabilidad –sin dejar de ser siempre, eso sí, un verdadero incordio para Picard- y saltando luego a las series “Espacio Profundo 9” y “Voyager”.

En 1987, cuando la serie empezó a emitirse, la Guerra Fría tocaba a su fin y el mundo podía,
por fin, imaginar un futuro más unido que sustituyera el asfixiante antagonismo en el que había vivido durante los últimos cincuenta años. Así, “Star Trek: La Nueva Generación” presentaba un futuro en el que nuestro planeta había alcanzado la paz y la prosperidad bajo el paraguas de un solo gobierno global. Se presume que ese gobierno es extremadamente tolerante en lo tocante a diversidad, si bien nuestra historia como especie nos enseña que tal situación no resulta muy probable. Un gobierno global ha de apoyarse en una filosofía política única y excluyente y eso atenta contra la propia idea de diversidad. Gene Roddenberry no parecía ver en ello ningún problema aunque tras su muerte y como veremos más adelante, los guionistas se ocuparon de empañar su brillante utopía en no pocos episodios.

En su retrato de una historia del futuro que ha pasado del antagonismo global a la paz y unidad
planetarias, TNG difiere un tanto de la serie original de los sesenta, que indicaba que tal utopía se había conseguido sin necesidad de sufrir un holocausto nuclear (aunque sí se mencionaban unas Guerras Eugénicas en la década de los noventa del siglo XX). En TNG, en cambio, se nos informa ya en el primer episodio de que la segunda mitad del siglo XX había estado marcada por un enfrentamiento atómico que arrojó a los supervivientes a un estado de barbarie. Cuando Picard y sus hombres son sometidos a juicio por Q en una sala de aspecto primitivo con un público vociferante, se dice que esa pantomima de juicio se parece a algo sacado de “mediados del siglo XX. El horror postatómico”.

Esta incoherencia entre ambas series probablemente tiene una explicación sociológica. En un
momento histórico en el que las tensiones de la Guerra Fría parecían estar aliviándose, resultaba menos inquietante para los espectadores considerar como parte de su futuro la perspectiva de un holocausto nuclear. A finales de los años sesenta, en cambio, la crisis de los misiles cubanos todavía estaba muy presente en la mente de todos los norteamericanos, por no hablar de la inmensa cantidad de material, de ficción o no, que directa o indirectamente bombardeaba a la población con escenarios postapocalípticos o criaturas mutadas por la radiación.

Por otra parte y ya dentro de la narrativa propia de la serie, en parte por la lección que aprendieron los terrestres de esa horrible guerra nuclear y (se nos diría más adelante en la franquicia) en parte por el contacto con los vulcanianos, un conflicto global de aquellas características resultaba impensable en el siglo XXIV. Así, cuando Q se transforma en un oficial militar de la Guerra Fría en “Encuentro en Farpoint”, exhortando a la Enterprise a regresar inmediatamente a la Tierra para luchar contra los comunistas, Picard responde, “¿Qué? ¡Esta tontería está siglos atrás en nuestro pasado!” Q replica que puede que sea así, pero que la Humanidad sigue siendo una especie “peligrosa, salvaje e infantil”.

Picard, naturalmente, es capaz –al menos en parte- de convencer a Q de que el hombre ha avanzado mucho desde las intrigas de la Guerra Fría. Por ejemplo, el alto nivel tecnológico y las inexistentes tensiones políticas en la Tierra han dado como resultado una especie de paraíso
material en el que todas las necesidades básicas están cubiertas sin tener que recurrir al trabajo manual, liberando tiempo para perseguir metas más satisfactorias, como explorar la galaxia a bordo de una astronave. Con todas las necesidades materiales atendidas con tan solo apretar el botón de un replicador de materia, el dinero es algo innecesario y de vez en cuando la serie bromea con el concepto nostálgico de la moneda. Así, en “La Compañera Perfecta”, la doctora Crusher le ofrece a Picard un penique por sus pensamientos; cuando el capitán le pregunta si tiene de verdad uno de esos oscuros objetos, ella le responde “Estoy segura de que el replicador tendrá alguno en la memoria”.

En “La Zona Neutral”, la Enterprise descubre a la deriva una antigua nave en la que encuentran los cuerpos criogenizados de tres humanos del siglo XX. Cuando son reanimados, la brecha entre su actitud y las de los hombres del siglo XXIV se hace dolorosamente evidente, dando lugar a un comentario sobre lo logrado por la sociedad humana en los cuatrocientos años anteriores. Por ejemplo, uno de esos náufragos es un inversionista que se interesa por las posibilidades de negocio en ese (para él) nuevo mundo. Picard le responde como si tuviera delante a un niño: “La gente ya no está obsesionada con la acumulación de cosas. Hemos eliminado el hambre, el deseo, la necesidad de posesiones. Hemos superado nuestra infancia”. Cuando el hombre de negocios, que sólo puede imaginar una vida enfocada al beneficio, se pregunta qué desafíos y motivaciones animan ahora a la gente, Picard responde: “El desafío es mejorar y enriquecerse uno mismo”.

La Federación, por tanto, es una suerte de utopía económica, abundante en comodidades
materiales pero libre de codicia y competencia por la obtención de beneficios y, además, capaz de de proporcionar oportunidades para el crecimiento y desarrollo personal. No es de extrañar, por tanto, que como contraste y para ilustrar los vicios de nuestra actual cultura, se utilizaran algunas civilizaciones alienígenas. Así, en el quinto episodio, “El último baluarte”, se presentaban los Ferengi, con la intención de que fueran los principales villanos de la serie.

Aunque los Klingons y los Romulanos aparecerían regularmente en todas las temporadas, los primeros eran ahora aliados de la Federación y, además, Roddenberry no quería depender demasiado de viejas ideas. Por tanto, encargó al coproductor Herbert Wright que imaginara una nueva civilización alienígena que
pudiera enfrentarse a la Enterprise de forma recurrente. Wright recordó que la inspiración para la brecha que separaba a humanos y klingons en la serie original había sido la Guerra Fría, así que buscó un equivalente contemporáneo. Aunque la película “Wall Street”, en la que Michael Douglas pronunciaba su famoso discurso de “La Codicia es Buena”, no se estrenaría hasta finales de 1987, ya existía el sentimiento general de que el sector financiero estaba repleto de bárbaros amorales. Y ese contraste con la utópica civilización humana del siglo XXIV fue precisamente lo que utilizó Wright para crear a los Ferengi: una civilización de mercaderes ladinos, egoístas y tramposos cuyo código de valores descansaba en la idea de que obtener beneficio era lo más importante de la galaxia.

Por desgracia, cuando estos seres de pequeña estatura y grotescas facciones hicieron su debut en ese episodio, la reacción general fue de decepción. Sí, se trataba de caricaturas de los
capitalistas obsesivos; y sí, su falta de escrúpulos sumado a su avaricia los podían hacer peligrosos. Pero también estaba claro que los Ferengi no eran ni de lejos sustitutos para los Klingon. Más allá de la sátira puntual, una especie cuya cultura está basada en el enriquecimiento no tenía buen encaje en una serie cuyos protagonistas ni siquiera tenían billeteras. Aunque se suponía que su encuentro siempre era un acontecimiento potencialmente comprometido, lo cierto es que nadie se los tomaba en serio. Ni su vestuario cutre, ni su aspecto ni su irritante comportamiento transmitían la sensación de peligro y violencia que deberían. Y aunque se trató de dotarles ciertos manierismos histriónicos, no eran particularmente divertidos. Más adelante, estos fallos se irían puliendo y los Ferengi alcanzarían un desarrollo mucho más sólido en otra serie de la franquicia, “Espacio Profundo 9”, pero el daño estaba hecho: los Ferengi nunca podrían ser ya los villanos definitivos de TNG. Ese papel sería adjudicado a los Borg.

Por otra parte, resulta curioso y paradójico al mismo tiempo que, ensalzando la utopía
terrestre, la serie a menudo mire con desconfianza las que la Enterprise encuentra en otros planetas. Es el caso del episodio “Justicia”, en el que la Enterprise llega al planeta Edo, cuya población parece vivir en un paraíso sensual con abundante comida, salud y sexo libre y desprejuiciado. Por desgracia –como sucedía en el capítulo de la serie original “El Regreso de los Arcones”- los Edo deben obediencia a un poder superior, en este caso un ser muy evolucionado al que consideran de naturaleza divina y que exige obediencia absoluta e incuestionada a un código de leyes bastante arbitrario. Así, cuando Wesley Crusher pisa sin querer el parterre de un jardín que resulta ser una zona prohibida, es inmediatamente condenado a muerte. Afortunadamente, en otro de esos casos en los que la Humanidad es puesta a prueba, Picard consigue convencer al poderoso ser de las buenas intenciones de su tripulación y la injusticia del castigo de Wesley.

Otra derivación de “El Retorno de los Arcones” la encontramos en “Duérmete Niño”. En este capítulo, la utopía tecnológica del planeta Aldea esta supervisada y controlada por un
superordenador. Gracias al alto grado de avance tecnológico, los nativos tienen todas sus necesidades satisfechas, teniendo tiempo para dedicarse a aquello que más les guste y que pueda satisfacer su potencial… en tanto en cuanto esas actividades no amenacen el status quo. En resumen, Aldea es una versión de lo que podría haber sido la Federación si sus ciudadanos hubieran perdido el deseo de alcanzar nuevas metas y mejorar individual y colectivamente. Como era de esperar, Aldea tiene una oscura sombra en su paraíso: su tecnología ha terminado destruyendo la capa de ozono del planeta, lo que ha provocado un envenenamiento radioactivo general y la esterilización de toda la población, por lo que secuestran a los niños de la Enterprise con el fin de introducir sangre nueva que asegure la continuidad de la especie. Así, este capítulo hace literal el concepto abstracto de que una sociedad utópica es también una sociedad estéril. El cambio continuo es, por tanto, algo absolutamente necesario para la supervivencia de cualquier sociedad, independientemente de lo ideal que ésta haya llegado a ser.

En otro orden de cosas, aunque sabía que las comparaciones serían inevitables, Roddenberry
no quería utilizar la mitología de la serie original para dar alas a “La Nueva Generación”. Tampoco quería repetirse, así que, como ya he mencionado, se resistió a la idea de otorgar un papel relevante a especies alienígenas ya consolidadas, como los Klingon o los Vulcanos. Lo mismo sucedía con los actores de la serie original. Al final, cuando su salud estaba muy deteriorada y más adelante, ya tras su muerte, varios de esos actores intervendrían en el programa repitiendo los papeles que les dieron la inmortalidad, como Leonard Nimoy (Spock), James Doohan (Scotty) y Mark Lenard (Sarek, el padre vulcano de Spock). Pero sólo uno de ellos apareció en el episodio piloto y, además, bajo expreso deseo de Roddenberry. Como guiño a los fans más leales, DeForest Kelley volvió a aparecer encarnando a un anciano y gruñón almirante que se negaba a utilizar el teletransportador. No se mencionaba su nombre porque no hacía falta. Aquellos fieles a la serie lo sabían de sobra: Leonard McCoy.

A pesar de que las críticas que recibió el episodio piloto fueron buenas, no sirvieron para despejar las dudas que muchos seguían albergando acerca de la serie. El novelista de terror Robert Bloch afirmó: “Puedes reanimar un cadáver, pero ello no necesariamente significa que viva”; y William Shatner dijo sucintamente: “Es un error”.

En honor a la verdad, hay que admitir que durante la primera temporada, los personajes
fueron dando tumbos, tratando de encontrar su esencia. Las historias no siempre estuvieron a la altura de lo que luego sería la serie y a menudo los guionistas recurrían a reciclar ideas ya utilizadas en la serie original. Se le criticó su pasividad y falta de coraje a la hora de abordar temas de actualidad potencialmente polémicos (algo en lo que sí había destacado la serie original). En cuanto a los personajes, los críticos se mostraban divididos. Uno de ellos, por ejemplo, firmaba un agrio artículo en el que se podía leer: “El Capitán Jean-Luc Picard está visiblemente frustrado por su ineficiente tripulación: un piloto ciego; un klingon que dispara a la mínima ocasión; una émpata medio humana-medio betazoide que puede captar las emociones ajenas pero que es lamentablemente inepta a la hora de transformar esas lecturas en consejos útiles; y un primer oficial imposiblemente estirado”. Otro, en cambio, renegaba del sentimentalismo de la serie original y alababa “el tipo de complejidad argumental y guiones que animan a la reflexión y que son la base de la verdadera ficción especulativa. Por fin han desaparecido los personajes unidimensionales”.

El segundo episodio de la temporada, “El Presente Inexorable”, tampoco auguraba nada bueno, al tratarse en buena medida de un remake de una historia ya contada en la serie original, “Horas Desesperadas”, en el que un germen alienígena contagia a la tripulación, desinhibiéndola y revelando sus deseos y motivaciones más primitivos al tiempo dejándola incapacitada para pilotar la nave. En el capítulo de TNG, los guionistas se permitían utilizar exactamente la misma escusa de la enfermedad alienígena para poner a la Enterprise en peligro. De hecho, incluso se hacía mención a que la nave original había sufrido el mismo contagio, llevándoles a intentar –infructuosamente- la misma cura. La historia, aunque nada original, permitía presentar rápidamente algunos aspectos íntimos de los personajes al tiempo que reconocía no sentirse culpable por seguir los pasos de su ilustre predecesora.

Aunque entonces era todavía muy pronto para tener la necesaria perspectiva, la larga
trayectoria que acabaría registrando TNG en relación con la serie original significó que a la postre pudo prestarse mucha mayor atención a explorar el trasfondo y personalidades de los principales personajes. Tomemos por ejemplo el episodio “Paraíso”, en el que se presentó un personaje que se volvería recurrente en los años por venir: la arrolladora Lwaxana Troi, madre de la consejera Deanna. Interpretada por la esposa de Roddenberry, Majel Barrett, Lwaxana era una auténtica fuerza de la naturaleza, una mujer exuberante sin pelos en la lengua que podía ser arrogante, excitante y despreocupada. Obsesionada por encontrar marido no sólo para su hija sino para sí misma (y el propio Picard fue su objetivo en varios episodios), inicialmente era más una caricatura, una excusa cómica alrededor de la cual articular una trama, que un verdadero personaje. Más tarde, sin embargo, los guionistas supieron perfilarlo poco a poco y, hacia el final de la serie, dotarla de un núcleo trágico tras esa fachada feliz e impetuosa. Sin duda algo tuvo que ver en ello cómo se sentía la propia Majel ante el declive físico y eventual muerte de su marido.

Majel era ya una actriz con experiencia cuando conoció a su futuro esposo, Gene Roddenberry,
mientras participaba en una serie creada por él, “The Lieutenant”. Aquel programa no duró mucho, pero la relación entre ambos sí lo haría. Formaban un matrimonio querido por todos y que no sólo funcionaba a nivel emocional porque Gene siempre se las arregló para encontrar un hueco a su esposa en su mayor creación, “Star Trek”. Creó para ella el personaje de “Número Uno”, la primera oficial del episodio piloto de la serie original, un papel en exceso vanguardista (una mujer capaz e inteligente en un puesto de mando en una nave militar) para los ejecutivos de la cadena, que no dieron su visto bueno. Roddenberry no se rindió y le encontró lugar como la enfermera Christine Chapel, que apareció en 25 episodios de la serie original y dos películas. Por su parte, Lwaxana Troi intervino de manera relevante en seis episodios de TNG y tres de “Espacio Profundo 9”. Aún más, era su voz la que pudo oírse en nada menos que 236 episodios de la franquicia y seis películas, verbalizando las frases de las computadoras de a bordo.

Tras la muerte de Roddenberry en 1991, Barrett conservó su legado produciendo con notable éxito dos series televisivas creadas por su marido: “La Tierra: Conflicto Final” y “Andrómeda”. Murió en 2008 y será siempre recordada por amigos y fans como “La Primera Dama de Star Trek”.

Un intento de hacer algo diferente fue “La Conspiración”, una terrorífica historia en la que
unos alienígenas se apoderan del cuerpo y la mente de personas clave del mando de la Flota. El final del capítulo, bastante gore para la época, revelaba por fin la verdadera naturaleza de los invasores y dejaba abiertas las puertas a una posible recuperación de los mismos, puesto que antes de desaparecer conseguían enviar un mensaje codificado a su mundo de origen, pidiendo quizá refuerzos. Era un desenlace más a tono con programas del estilo “La Dimensión Desconocida” y que se distanciaba de las conclusiones cerradas y generalmente dominadas por el optimismo propias de la serie original.

Tracy Torme, guionista de este episodio, pensaba que los personajes se llevaban demasiado bien y que era el momento de introducir un ramalazo oscuro en la armonía utópica de la Flota. El concepto original bebe claramente de la película “Siete Días de Mayo” (1964), en la que Kirk Douglas averiguaba que un grupo de militares del Pentágono estaba preparando un golpe de estado. Pero Gene Roddenberry se negó a permitir esta desviación de su canon y por eso hubieron de introducirse los alienígenas como motor de la trama en lugar de las muy humanas ansias de poder y las intrigas políticas. Con todo, el episodio causó revuelo entre los fans. La mitad de ellos opinaba que era ese tono desmitificador lo que necesitaba la serie mientras que la otra mitad se sintió disgustada por la misma razón.

“El Gran Adiós”, a mitad de temporada, dio la primera señal de la sofisticación temática que
terminaría por alcanzar TNG. Mientras se dirigen a una difícil misión diplomática, Picard decide relajarse invitando a sus amigos a participar en una aventura diseñada en la sala de hologramas, una trama basada en la vida ficticia de un detective privado del siglo XX llamado Dixon Hill. Un error en la programación de la sala impide la salida o entrada de la misma o la cancelación del programa en curso. La tripulación no puede comunicarse con Picard y éste no puede avisarles de que se halla en peligro, puesto que las salvaguardas que impiden a la computadora dañar o incluso matar a los humanos han quedado desactivadas.

El 3 de abril de 1968, justo antes de comenzar la tercera temporada de la serie original, Gene Roddenberry escribió una carta al director de programación de la NBC describiendo los planes que tenía para el futuro de “Star Trek”. En ella indicaba que para variar la monotonía impuesta por el escenario del puente y, en general, la nave Enterprise, se añadiría a ésta una zona de entretenimiento con simulación de exteriores, que podía recrear vegetación, agua, etc. Aquella idea no llegó a cuajar en el programa, aunque sí fue retomada en 1974 para un episodio de la serie animada. No sería hasta el episodio piloto de TNG que los fans vieron por primera vez el concepto en su totalidad. Y esta vez, ya con un nombre: la Sala de Hologramas (en inglés, “Holodeck”).

No se sabe de dónde sacó Roddenberry la idea. Quizá del cuento escrito por su amigo Ray
Bradbury, “La Pradera” (1950), en el que una guardería inteligente era capaz de recrear para los niños cualquier paisaje que éstos le solicitaran. O puede que leyera los ensayos del experto en ordenadores Ivan Sutherland, que predijo una habitación que podría “controlar la materia”. En cualquier caso, se habían producido grandes avances en electrónica desde la emisión de la serie original. Los ordenadores cada vez más sofisticados y los videojuegos habían mostrado a los más avezados las posibilidades que esa tecnología ofrecería en el futuro. Además, TNG se estrenó poco después de que la novela “Neuromante” (1984), de William Gibson, pusiera de moda el ciberpunk y la realidad virtual.

Sea como fuere, lo cierto es que aquel concepto resultó revolucionario para la serie porque la convirtió en una antología en la que podía aparecer cualquier cosa gracias a la sala de hologramas, ya fuera el Londres victoriano (“Elemental, Querido Data”), el lejano oeste (“Por un Puñado de Datas”), el antiguo puente de la Enterprise original (“Reliquias”) y, en general, todo tipo de entornos virtuales extraídos de la literatura, la historia o el pasado biográfico de los personajes. Por si fuera poco, sus continuos fallos técnicos aportaban la necesaria dosis de peligro y conflicto a diversos episodios.

En “El Gran Adiós”, la guionista Tracy Tormé ofreció un pastiche de serie negra basado en clásicos del género como “El Halcón Maltés” o “El Sueño Eterno”, ganando con él nada menos que el prestigioso galardón internacional Peabody para la radio y la televisión. La historia no
sólo permitía variar radicalmente el aspecto visual de la serie (el diseñador de vestuario William Ware Theiss ganó el premio Emmy en su especialidad) sino que los actores podían relajarse interpretando historias de género o de corte histórico. Además y más allá de su contenido cómico, la historia contenía un elemento filosófico desde el momento en el que los personajes virtuales creados por la Sala descubren que existe otra realidad más allá de la suya. Dos de ellos pagan esa información con sus “vidas”, disolviéndose literalmente cuando tratan de escapar al mundo real de la Enterprise, mientras que el compañero de Dixon Hill-Picard reflexiona sobre si seguirá existiendo cuando el programa deje de funcionar. Los guionistas de TNG llevarían el fascinante tema de los hologramas inteligentes todavía más lejos en otros episodios no sólo de esta serie sino también de “Espacio Profundo 9” y “Voyager”.

El episodio “El Corazón de la Gloria” nos traía de vuelta a los Klingon y ponía sobre la mesa lo
especiales que pueden llegar a ser los fans más radicales de la serie. Éstos, cuyo oído se había afinado a base de ver una y otra vez los viejos episodios de los sesenta y leer incontables novelas, comics y fanzines, detectaron algo raro en la forma de hablar de los klingon que aparecían aquí. Y había una razón para ello: los guionistas se inventaron el vocabulario sobre la marcha sin tener en cuenta el trabajo del lingüista y trekkie Marc Okrand. En 1984, mientras trabajaba como consultor en la producción de “Star Trek III: En Busca de Spock”, sentó las bases de lo que los estudiosos reconocen hoy como la lengua oficial de los Klingon. Un año después aumentó el vocabulario y las reglas gramaticales en “El Diccionario Klingon”, un superventas que sigue reeditándose aún hoy. Pero aunque todo fan que se preciara conocía bien esa obra, no pasaba lo mismo con los guionistas de la serie, que ni siquiera habían oído hablar de él. Después de emitir “El Corazón de la Gloria” alguien les habló del diccionario y empezaron a utilizarlo en sucesivos capítulos para incluir palabras y expresiones. Más tarde, cuando Okrand estaba trabajando en “Star Trek V: La Última Frontera”, los guionistas se enteraron de que andaba por los estudios de Paramount y le pidieron que se acercara a su oficina para ayudarles con algunas frases en el episodio “Cuestión de Honor”, en el que Riker pasaba un tiempo como “oficial de intercambio” en una nave Klingon. Y de esta forma, el honor de la raza guerrera quedó adecuadamente restaurado ante los fans tras el patinazo de “El Corazón de la Gloria”.

Poco a poco y como había hecho la serie original, TNG empezó a utilizar los argumentos de sus
episodios para articular discursos sobre la actualidad social y política. Un buen ejemplo de ello es el capítulo “Simbiosis”, en el que la Enterprise acude en rescate de un carguero que transporta una valiosa mercancía de un planeta a su mundo vecino. Picard es informado de que durante dos siglos, los Brekkianos –propietarios del carguero- han venido proveyendo de un medicamento llamado felicium a sus vecinos los Ornaranos. Dicho medicamento les ayuda a combatir una enfermedad endémica y a cambio los Ornaranos trabajan duro para mantener el lujoso nivel de vida de los Brekkianos. Pero cuando ambos pueblos empiezan a discutir sobre el pago del cargamento, la doctora Crusher averigua que hace mucho tiempo que los Ornaranos se curaron de la enfermedad y que ahora el felicium sólo les sirve de narcótico, un secreto bien conocido para los Brekkianos. Aunque la primera reacción de Crusher es contarle a los Ornaranos que han sido convertidos en drogadictos por los Brekkianos, Picard la advierte de que no puede contravenir la Primera Directriz e intervenir en los asuntos internos de los mundos. Ha de encontrarse otra solución…

En 1988, la entonces Primera Dama estadounidense, Nancy Reagan, lanzó una campaña denominada “Just Say No” contra el uso de drogas recreativas. Se abrieron más de doce mil clubs “Just Say No” en todo el país e incluso en otras naciones y la señora Reagan pasó mucho de su tiempo concediendo entrevistas a todos los medios en apoyo de esa iniciativa. Aunque la campaña fue alabada por muchos sectores, hubo otros que pensaron que no ahondaba en los verdaderos problemas que acechan tras el uso de las drogas: el desempleo, la pobreza, las familias deshechas….

Como he dicho, tradicionalmente los episodios de “Star Trek” habían servido como metáforas
de cuestiones sociales, pero la campaña “Just Say No” parecía una elección un tanto extraña a la hora de lanzar un mensaje desde la serie. Las diferentes encarnaciones de la franquicia y su propio creador, Gene Roddenberry, estaban políticamente situados más hacia la izquierda que hacia la derecha a la hora de abordar el trasfondo social de las historias. Pero aún así, algunos diálogos muy poco sutiles de “Simbiosis” bien pudieron haber formado parte de la publicidad oficial de la campaña “Just Say No”.

El episodio “La Piel del Mal” cayó como un jarro de agua fría entre los fans al confirmar que ése sería el último en el que participaría Denise Crosby como Tasha Yar. La decisión la tomó la propia actriz quien, aunque lo pasaba bien en los rodajes y congeniaba con sus compañeros, sentía que su personaje no tenía desarrollo alguno limitándose a permanecer de pie en el puente y recitar frases técnicas. Quería hacer más, tener más relevancia, pero los productores no pudieron garantizárselo. La serie, le dijeron, se centraba en Picard, Riker y Data. El resto de personajes se limitaban a actuar de comparsas útiles. Y para Crosby esto no era aceptable. Los productores accedieron a liberarla de obligaciones contractuales y ambas partes se separaron amistosamente. La actriz participaría en otras series e incluso obtuvo un papel importante en “Cementerio de Animales” (1989), pero jamás encontró aquel personaje que la llevara a la fama.

Irónicamente, dos años después de que abandonara la Enterprise, Crosby regresaba como Tasha Yar en el magnífico episodio de la tercera temporada “El Enterprise del Ayer”. Fue una aparición puntual (Tasha había muerto en “La Piel del Mal”) propiciada por el truco temporal del propio argumento, pero a los fans les encantó tanto que más adelante la actriz regresaría a
la serie encarnando a la hija de Tasha Yar. Así que, al final, Denise Crosby consiguió lo que ansiaba en la serie…aunque antes tuvo que morir para ello.

Con el vigésimo sexto capítulo, emitido en mayo de 1988, la serie llegó al final de su primera temporada. Y lo hizo superando todas las expectativas. Desde el comienzo, el público, los agentes de los actores y los ejecutivos se habían mostrado muy escépticos acerca de las posibilidades del programa. ¿Una continuación de una serie con estatus de culto? ¿Un programa sindicado sin el apoyo de una gran cadena? ¿Actores nuevos y prácticamente desconocidos? Tanto es así, que se prepararon tres contratos diferentes: uno para el episodio piloto, otro para la mitad de la primera temporada y un tercero para la segunda mitad en el caso de que ésta finalmente recibiera luz verde. Y vaya si la tuvo. La audiencia respondió mejor de lo esperado y los actores, algunos de los cuales esperaban que aquello sólo sería un trabajo breve y de paso a otros proyectos, vieron renovados sus contratos. Contra todo pronóstico, “Star Trek: La Nueva Generación” se había convertido en un fenómeno sólo superado en la televisión americana por “Luz de Luna” y “La Ley de los Ángeles”, series que apuntaban a un público mucho más mayoritario.

(Continúa en la próxima entrada)

1987- STAR TREK: LA NUEVA GENERACIÓN (3)

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(Viene de la entrada anterior)

La segunda temporada, con inicio en noviembre de 1988, vino acompañada de bastantes cambios, algunos visibles y otros no tanto. Se presentaron nuevos sets como el bar de abordo Ten-Forward, y varios personajes experimentaron modificaciones en su vestuario o peinado: Deanna Troi recibió un traje más adecuado a su figura, Riker se dejó barba y Wesley Crusher vistió el uniforme de alférez. La Forge y Worf cambiaron el color de sus respectivos uniformes de acuerdo a sus nuevos nombramientos, Ingeniero Jefe y Jefe de Seguridad respectivamente.



Y también hubo cambios en el reparto. Así, la popular Whoopi Goldberg se unió al equipo. Gran fan de la serie original, consiguió que su deseo de participar en TNG llegara a oídos de los productores y éstos, encantados de tener a alguien de su proyección popular, le encontraron un lugar encarnando a la misteriosa Guinan, una alienígena que se encargaba de la cantina de la nave. La serie sólo necesitaba de su personaje unos cuantos episodios al año, lo que a la actriz le resultaba muy conveniente de cara a compaginar ese trabajo con su por otra parte ajetreada agenda. Aunque tenía forma humana, Guinan no lo era. Pertenecía a una misteriosa raza, los El-Aurians, de extraordinaria longevidad –la propia edad de Guinan se medía en siglos-. Su sabiduría la convierte en una suerte de consejera de los tripulantes, a veces sobre temas menores, como relaciones sentimentales o problemas profesionales; y en otras ocasiones sobre asuntos mucho más relevantes. Es, de hecho, quien avisa a Picard del extraordinario peligro que suponen los Borg en “¿Q Quién?”o de las distorsiones que amenazan la línea temporal en “El Enterprise del Ayer”.

Diana Muldaur se unió al núcleo principal de protagonistas interpretando a la doctora Katherine Pulaski en sustitución de Beverly Crusher (aunque su nombre nunca figuró en los créditos iniciales, lo que hacía pensar que su estancia allí iba a ser temporal). La desaparición de Gates McFadden fue una sorpresa para los aficionados y se corrió el rumor de que la actriz había renunciado insatisfecha por el rumbo que llevaba su personaje. Pero la verdad es que había sido despedida. Después de la primera temporada y obligado por su mala salud, Gene Roddenberry empezó a jugar un papel más secundario en la producción de la serie, delegando en Rick Berman y Maurice Hurley. Fue éste último el que presionó para deshacerse de McFadden y sustituirla por otra actriz.

La doctora Pulaski tenía una personalidad más correosa que Beverly Crusher; se diría incluso
que los productores quisieron moldearla de acuerdo a lo que había sido “Bones” McCoy en la serie original: odiaba los transportadores, decía siempre lo que pensaba y le gustaba meterse con el equivalente del oficial científico, Data. Pero lo que en su día había gustado a los fans gracias a la interpretación de DeForest Kelley aquí jugó en contra de Diana Muldaur. Su personaje transmitía una sensación de agresividad, de conflicto, que no casaba bien con el resto del reparto. Los fans escribieron cartas quejándose y cuando Maurice Hurley se fue de la serie al final de la temporada, Berman reevaluó la situación y volvió a contratar a McFadden.

“Elemental Querido Data” es otro de los episodios imprescindibles de la serie. Sabedor de lo
mucho que aprecia Data las historias de Sherlock Holmes, La Forge programa en la sala de hologramas un misterio victoriano en el que el androide pueda participar. Pero dado que el cerebro computerizado de Data ha memorizado cada detalle de todas las historias de Holmes, la aventura no supone ningún desafío para él. Así que la doctora Pulaski reta a La Forge a que consiga que la sala de hologramas cree un villano capaz de derrotar a Data. El simulador de la sala responde con el profesor Moriarty, la némesis ficticia de Holmes. Pero éste resulta ser una entidad autoconsciente que se independiza del programa, secuestra a Pulaski y amenaza con tomar el control de la nave. Su intención es nada menos que escapar de los confines de la sala de hologramas y saltar al mundo real.

En el siglo XXIV, no parece haber demasiada diferencia entre un androide cuyos procesos
mentales son el producto de un cerebro positrónico (que, a efectos prácticos, no es más que un ordenador muy avanzado) y un holograma cuyo comportamiento haya sido programado por un ordenador tan complejo como el de la Enterprise. Un episodio entonces aún por venir, “La Medida de un Hombre”, pronto sería alabado como un excelente y bien razonado discurso acerca de los derechos de un ser artificial, en ese caso el androide Data. En este capítulo, en cambio, se abordaba la misma cuestión en relación a algo mucho menos tangible, un holograma inteligente, sentando las bases para bastantes episodios futuros en la serie.

El comportamiento de Data opera dentro de los parámetros establecidos por su creador, el doctor Noonien Soong. Por su parte e inicialmente, el holograma del profesor Moriarty puede desenvolverse sólo dentro de las directrices fijadas para su contrapartida literaria en los libros escritos por Arthur Conan Doyle. Sin embargo, gracias a las modificaciones en la programación de la sala efectuadas por La Forge, ese holograma evoluciona hasta convertirse en un ser que rivaliza con Data.

Las inteligencias artificiales o IAs que el capitán Kirk había ido encontrando en el curso de sus
aventuras en la serie original (que transcurrían, recordemos, un siglo antes de TNG) no eran ni de lejos tan complejas como las que enfrentarían Picard primero y más tarde la capitana Janeway en “Star Trek: Voyager”. A Kirk no le costaba demasiado burlar los circuitos de memoria de aquellas IAs y obligar a esos seres-máquina a autodestruirse o desactivarse. Pero Moriarty es, a casi todos los efectos importantes, humano, e invoca sus derechos como ser vivo e inteligente. ¿Qué es lo que ha acabado creando la ciencia? ¿Es la conciencia de Moriarty un simple conglomerado de partículas energéticas? ¿Es algo programable? ¿No estamos nosotros mismos programados por nuestros “circuitos” de ADN? Son preguntas dignas de reflexión.

Otro episodio original fue “Fuerte como un Susurro”, en el que la Entreprise transporta a un famoso mediador llamado Riva a un planeta, Solais V, cuyos habitantes libran una amarga guerra civil desde hace siglos. Riva es sordo de nacimiento; “habla” transmitiendo telepáticamente sus pensamientos a un “coro” de tres personas que vocalizan lo que él quiere decir, cada uno de ellos especializado en un sentimiento diferente. Es un método relativamente eficaz para comunicarse, pero que demuestra tener sus debilidades. Cuando Riva intenta entablar negociaciones con ambos bandos en Solais, un terrorista asesina a sus tres intérpretes. Privado de manera traumática de su “voz”, Riva se encierra en sí mismo y se niega a continuar mediando en el planeta.

Riva estaba interpretado por un actor sordo de nacimiento, Howie Seago, quien no aprendió el
lenguaje de los signos hasta la adolescencia, puesto que sus padres creyeron que podría adaptarse mejor al mundo si aprendía a hablar en voz alta. Seago acabaría dominando el lenguaje de signos, pero también hablaba con fluidez. Su carrera como actor empezó cuando el director teatral de vanguardia Peter Sellars lo eligió para encarnar al protagonista de una obra de Sófocles, “Ajax”. Convencido de que el drama clásico era el medio perfecto para el actor sordo, Sellars sustituyó el coro tradicional del teatro griego por cinco actores que seguían a Ajax a todas partes y hablaban por él entonando de acuerdo a las emociones del personaje.

La compañía salió de gira por América y Europa obteniendo bastante éxito y haciendo posible que Seago contratara un agente en Hollywood. No mucho después, su esposa le sugirió participar en un episodio de TNG, un programa al que él mismo no era particularmente aficionado. Su agente contactó con un productor de Paramount. En aquel momento, los estudios de Hollywood se hallaban paralizados debido a una huelga de guionistas, por lo que el productor en cuestión tenía tiempo libre más que de sobra para recibirle. Seis meses más tarde lo llamaron para participar en “Fuerte como un Susurro”.

En el guión original, Riva llevaba un artilugio que le permitía oír y hablar y, en un momento
crítico del argumento, se estropeaba. Era una solución torpe que a Seago no le gustó. Los productores le ofrecieron una alternativa: Data enseñaría a hablar a Seago de la noche a la mañana. Tampoco resultó satisfactorio para el actor, que no deseaba dar a los padres de niños sordos la falsa esperanza de que sus hijos podían aprender a hablar con semejante facilidad. Cada niño sordo es diferente y no todos son capaces de vocalizar. Así que Seago, revisando su propia experiencia, propuso que Riva tuviera una suerte de coro de intérpretes…y que luego murieran. Data aprendería entonces el lenguaje de signos para así comunicarse con Riva. Fue una idea excelente, mejorada por los guionistas al hacer que el mediador decidiera enseñar dicho método de comunicación a las facciones en liza con el fin de acercar más a ambas.

Otro episodio imprescindible es el antes mencionado “La Medida de un Hombre”, en el que se ponía sobre la mesa una pregunta crucial: ¿Es el androide Data un ser con derechos o sólo una parte del equipamiento tecnológico de la Flota? Esto último es lo que defiende un experto en robótica que ha recibido autorización de la Flota para desmontar a Data y estudiarlo. Pero cuando el androide averigua que el especialista no está seguro de si podrá volver a ensamblarlo correctamente, se niega a someterse al experimento y renuncia a su puesto en la Flota. Como respuesta, se le comunica que no puede dimitir porque es una propiedad de esa institución, un argumento que Picard rebate, convirtiéndose en abogado defensor de su compañero y subordinado.

Para muchos fans, “La Medida de un Hombre” es la mejor historia de Data de toda la serie. Y
ello aunque Data no es el hombre al que hace referencia el título. De hecho, no es un hombre en absoluto. En sus propias palabras, él se define como “un autómata fabricado para parecerse a un ser humano”. En realidad, el aprieto en el que se encuentra metido Data es la excusa para contar una historia cuyo verdadero protagonista es Picard. Es él quien asume la responsabilidad de defender los derechos de su amigo, convertido en símbolo de todas las minorías oprimidas. Porque si el tribunal determina que Data no es más que un robot, un conjunto de piezas mecánicas y circuitos electrónicos, sin derechos y sin posibilidad de decidir su propio futuro, entonces podrán diseccionarlo y replicarlo en infinitas copias. Y todas esas copias, también serán propiedad de la Flota: habrán creado de esta forma un ejército de esclavos de alta tecnología. Así que Picard actúa sabiendo que si se equivoca en sus argumentos, no sólo le costará a Data su libertad y su vida, sino que podría provocar la desaparición del universo de “algo único, algo maravilloso”. No importa que Data no sea un “hombre”: es un individuo con todo lo que ello conlleva: autoconsciencia, inteligencia, memoria y propósito vital- y es precisamente eso lo que el comandante debe hacer entender al tribunal.

Por tanto, es Picard –y probablemente también sus colegas de la Flota- el Hombre al que el título se refiere. El propósito de la Flota, tal y como se recuerda al comienzo de cada episodio es “buscar nuevas formas de vida”. Y aquí, en una de las mejores secuencias de toda la serie, Picard nos recuerda la esencia de tan noble propósito:

“Señorías, un tribunal es un crisol. Desechamos lo irrelevante hasta obtener un producto puro: la
verdad, para cualquier tiempo. Ahora bien, antes o después, este hombre u otros como él conseguirá replicar al Comandante Data. La decisión que ustedes tomen hoy aquí determinará cómo consideraremos esta creación de nuestro ingenio. Revelará el tipo de pueblo que somos, lo que estamos destinados a ser. Irá mucho más allá de este tribunal y de este androide. Podría redefinir de forma significativa las fronteras de la libertad y libertades personales, ampliándolas para algunos, recortándolas salvajemente para otros. ¿Están preparados para condenarlo a él y a todos sus sucesores al servilismo y la esclavitud? Señorías, la Flota Estelar se fundó para buscar nuevas formas de vida. Bien, aquí está sentada. Esperando. Querían la oportunidad de legislar. Aquí la tienen. Que sea buena”.

¿De dónde salió esta magnífica historia? Según su autora, fue un auténtico cuento de hadas. La novelista Melinda M.Snodgrass, a instancias de su buen amigo y también escritor George R.R.Martin, escribió una propuesta para “Star Trek TNG”. Tanto Martin como su agente le advirtieron de que se trataba de un simple anzuelo para los productores, una forma de demostrar la capacidad del autor para crear personajes y diálogos. Si tenía suerte, la invitarían a mantener una entrevista con los productores y proponer algunas ideas. Snodgrass entregó el guión a su agente en 1988, el día anterior a que diera comienzo la huelga de guionistas. En ese momento y a consecuencia de la misma, la producción de “Star Trek” hubo de paralizarse.

La huelga se prolongó durante meses, mucho más allá de lo que nadie había anticipado y cuando terminó los productores se encontraron con un verdadero apuro: ¿cómo rellenar los enormes huecos en la producción? No tenían guiones suficientes. Ahora podían empezar a encargarlos, claro, pero el proceso que va desde el tratamiento de una historia hasta un guión apto para filmarse puede ser bastante largo. De repente, aquel gran montón de guiones
enviados por aficionados y guionistas amateur ajenos al equipo de escritores de plantilla de la serie cobró un nuevo atractivo.

Cada editor, agencia de representación y productor de Hollywood tiene una enorme pila de guiones y manuscritos no solicitados. La mayoría de ellos jamás llega siquiera a leerse. Sencillamente, contratar a alguien para que se limite a leerlos y separar el grano de la paja es muy caro y lento. Pero tras la huelga, aquellos guiones en lugar de una molestia podían ser la salvación de la serie.

En octubre de 1988, Snodgrass recibió una llamada comunicándole que los productores de “Star Trek” querían hablar con ella. Voló desde su hogar en Nuevo México hasta Los Àngeles preparada para entregar toda una serie de variopintas ideas que pudieran dar origen a diferentes capítulos. Pero en lugar de ello, le dijeron que a todo el mundo le había encantado el guión que había enviado y que querían comprárselo siempre y cuando pudiera hacer algunos cambios sobre la marcha. Así lo hizo y el resultado fue brillante. No fue casualidad. Antes de dedicarse a la literatura, Melinda Snodgrass había practicado la abogacía. “La Medida de un Hombre “fue nominado a un premio del Sindicato de Guionistas, todo un éxito teniendo en cuenta que era el primer intento de guión de la escritora.

Aunque probablemente entraba en contradicción con el espíritu optimista y utópico que Roddenberry había destilado para Star Trek, la mayoría de los protagonistas de TNG mantenía una relación turbulenta con sus familiares. En este punto ya habíamos conocido a la irritante madre de Deanna Troi y el malvado hermano de Data; más adelante se presentaría el difícil hermano de Picard o su delincuente hijo; o los padres humanos, hermano e hijo de Worf. En la segunda temporada, en el capítulo “El Factor Ícaro” aparece el exigente padre de William Riker, Kyle, que ha estado sin hablarse con su hijo durante décadas después de que aquél abandonara el hogar familiar a los quince años.

A mitad de temporada, aparecen por fin los que iban a ser los grandes enemigos no sólo de la
Federación, sino de todas las civilizaciones conocidas: los Borg. En el episodio “¿Qué Q?” el inefable alienígena del título transporta la Enterprise a una lejana región de la galaxia donde detectan una colosal nave con forma de cubo tripulada por una especie conocida como Borg: seres cibernéticos, parte orgánicos y parte mecánicos, unidos a una mente colmena. El combate que estalla entre ambas naves pronto deja claro que los humanos no son adversarios a la altura de los Borg y, aunque con muchas dificultades y abundantes bajas, a Picard no le queda más remedio que retirarse.

Este episodio descalabró el presupuesto de lo que restaba de temporada, puesto que acabó costando 50.000 dólares más de lo previsto gracias al entusiasmo vertido en él por todo el equipo. Fue, sin embargo, un dinero más que bien gastado a tenor de los resultados en pantalla. Fue necesario diseñar nuevos efectos, el aspecto de los Borg (vestuario y maquillaje, claramente deudor del estilo de H.R.Giger), el interior de su nave… Al final, todo el equipo consiguió crear una especie alienígena verdaderamente aterradora que daría lugar a excelentes episodios en el futuro.

Los Borg son una especie de pesadilla con abundantes predecesores en la ficción distópica y de
terror. Como indicaba arriba, son ciborgs fabricados a partir de individuos diversos capturados a diversas especies humanoides y luego asimilados a un colectivo mental mediante la adición a sus organismos de numerosos implantes que, por un lado, les proporcionan unas fenomenales capacidades destructoras y, por otro, les privan del libre albedrío y la facultad de pensar como seres individuales. De hecho, sólo existe una mente colectiva Borg compartida por todos sus componentes que, a bordo de enormes naves cúbicas, recorren la galaxia asimilando otros seres, civilizaciones y tecnologías.

Los Borg descienden de criaturas como el monstruo de Frankenstein (1818) o los zombis de “La Noche de los Muertos Vivientes” (1968). En cada sucesiva aparición en la serie, irían adoptando
un aspecto más oscuro y terrorífico, menos robotizados y más “zombificados”. En muchos sentidos, los Borg están creados a imagen y semejanza de algunas especies de insectos, como las abejas o las hormigas (en la posterior serie “Star Trek: Voyager” incluso se vería a una reina Borg). A un nivel alegórico, representan el temor contemporáneo a convertirnos en esclavos de nuestra propia tecnología. Su eliminación del individualismo remite a las descripciones que del comunismo hacía el bando occidental durante la Guerra Fría. Es más, dado que el individualismo es uno de los valores clave de toda la franquicia, los Borg son en un sentido tanto real como metafórico la antítesis definitiva de la Federación. Por otra parte, su insaciable ansia de asimilar y acumular evoca la visión marxista del capitalismo, otra característica frontalmente opuesta a la ideología de la Federación y, por extensión, de todo Star Trek, en cuyo futuro se había conseguido desterrar la codicia y el ansia de poder.

La serie consiguió a duras penas arrastrarse hasta el último capítulo de la temporada, “La
sombra de tristeza”, emitido en julio de 1989. Y no debido a problemas de audiencia, todo lo contrario. Las tensiones generadas en la producción por la larga huelga de guionistas y que se evidenciaron en toda la temporada, el apresuramiento con el que hubieron de escribirse algunos de los capítulos y la escasez de dinero (en parte debido a lo que se gastó en el mencionado episodio de los Borg), dejaron para el último capítulo un calendario de rodaje de ¡tres días! Ni siquiera tenían un guión para ese cierre, así que elaboraron un burdo marco en el que pudieran insertar fragmentos de nada menos que diecinueve episodios anteriores, usando sólo al reparto fijo, un puñado de extras y dos decorados.

A estas alturas y con todos sus problemas de producción, TNG había logrado insuflar una
nueva vida a una querida pero a fin de cuentas marginal franquicia. La serie había conseguido atraer un público que iba más allá de los fans del género, algo que nadie había podido prever de un programa plagado de alienígenas y naves. Habían pasado más de veinte años desde la primera emisión de la serie original, así que TNG no sólo reunió en torno a sí a los fans veteranos sino a toda una nueva generación de ellos. Para estos últimos, especialmente los más jóvenes, la introducción al universo de Star Trek había venido de la mano de las cuatro primeras películas, en las que habían disfrutado de un cuidado aspecto visual y efectos especiales de primera categoría. En comparación, la serie original parecía casi una comedia barata por mucho que todavía retuviera cierto encanto. TNG tenía más en común con las películas que con la antigua serie, en parte, desde luego, por sus impresionantes efectos y mayor presupuesto general. Pero las diferencias no se limitaban a lo externo.

Aunque mantenía el espíritu último de la serie original (una visión optimista del futuro y la
Humanidad, exaltación de valores tradicionales como la amistad, el deber o la lealtad), TNG difería en otros muchos aspectos de aquélla. Por ejemplo, Kirk y Spock habían corrido sus aventuras en el contexto de la Guerra Fría adornados con una estética claramente deudora de su época. Mientras que la serie original adoptaba como filosofía el discurso de la Nueva Frontera de Kennedy en la figura de Kirk, el capitán Jean-Luc Picard representaba un tipo de diplomacia cosmopolita más cauta y menos abiertamente entusiasta. En lugar de disparar primero y preguntar después, Picard prefería hablar y discutir los problemas adoptando a menudo el papel de mediador de la Federación, una especie de cuerpos de paz más que fuerza policial. Kirk esperaba que los alienígenas se adaptaran a los valores americanos, mientras que Picard y sus hombres respetaban las culturas que encontraban y trataban de aprender de ellas.

Por otra parte, Picard permanecía en la nave mientras que eran otros –normalmente capitaneados por Riker- quienes se transportaban a los planetas, algo totalmente lógico en cualquier jerarquía militar: el oficial de mayor graduación no puede arriesgar continuamente la vida con el peligro que ello supone de dejar sin líder ni dirección a la unidad que comanda. La Primera Directiva, que había sido reiteradamente ignorada por Kirk en la serie original, era aquí estrictamente observada. Si era necesario intervenir, se hacía de manera muy indirecta o subrepticiamente, evitando interferir con la cultura alienígena de que se tratara. Tampoco se abusaba de los tiroteos o las batallas: “La Enterprise nunca fue una nave de guerra. Es una nave de exploración”, afirmó Roddenberry. 


(Continúa en la siguiente entrada)

1987- STAR TREK: LA NUEVA GENERACIÓN (4)

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(Viene de la entrada anterior)

En septiembre de 1989 se estrenó la tercera temporada y con ella llegaron más cambios, como nuevos trajes para la tripulación –para alivio de los actores- o el regreso de Gates McFadden como la doctora Beverly Crusher, justificando su ausencia como un año de servicio en el centro médico de la Flota. Su retorno, como he dicho más arriba, se lo debió la actriz al cariño que le habían cogido los fans y que expresaron vehementemente mediante una campaña de cartas al programa. Pero el cambio más importante tuvo lugar tras las bambalinas, en el departamento de los guionistas en Paramount.



Durante las dos primeras temporadas, se había producido una continua fuga de guionistas, víctimas de desencuentros con Gene Roddenberry, el estrés o las políticas del estudio. Hasta tal punto llegó el problema que uno de los guionistas, Richard Mannning, llegó a encargar un gran poster titulado “The Star Trek Memorial Wall”, en el que consignaron los nombres de todos los escritores “muertos” antes de que en la cuarta temporada llegara el equipo estable encabezado por Ronald Moore.

Las turbulencias en el equipo de guionistas durante esos dos primeros años eran una señal de lo que ocurría en el propio programa y Michael Piller, veterano guionista y productor al que se encargó dirigir aquel circo, hizo todo lo posible para calmar las aguas. Decidió que la mejor forma de hacerlo era poner de nuevo el foco en los personajes, abandonar la costumbre de hacer episodios centrados en la estrella invitada de turno y que cada episodio tuviera un impacto emocional directo en Picard, Riker, Beverly, Troi, Data, Worf, Geordi o Wesley. Éstos eran los héroes del público y los fans querían ver cómo sus vidas resultaban afectadas por las aventuras que corrían. Puede que los guionistas discutieran a menudo con Piller sobre cómo hacerlo, pero nunca acerca de la validez de esa “nueva” filosofía. Piller había comprendido que, más allá de su aspecto visual o del contenido sociopolítico e intelectual de los argumentos, el secreto tras la pervivencia de la serie original en el corazón de los fans residía en la capacidad de los personajes para establecer lazos emocionales con aquéllos.

Piller resultó ser exactamente la persona que necesitaba el programa para catapultarse al éxito
definitivo. Honesto y trabajador compulsivo, exigía a sus guionistas tanto como de sí mismo y aunque en muchas ocasiones los escritores tuvieron que discutir con él sobre tal o cual idea, tal o cual personaje, Piller siempre los apoyó llegado el momento, ganándose tanto el respeto de ellos como el de los ejecutivos que supervisaban la serie por encima de él. Y una de sus mejores ideas fue la de romper con el circuito habitual de recepción de guiones en los estudios.

En Hollywood, todo el mundo, sea camarero, taxista o abogado, ha escrito un guión. Por eso existe un proceso muy reglamentado para hacerlo llegar a los estudios, un proceso que comienza con la regla número uno: “Has de tener un agente”. La razón es que pocos guiones escritos por aficionados tienen la calidad suficiente y los agentes se encargan de seleccionar aquellos con mayores posibilidades de éxito. Pero también e igualmente importante, los agentes suelen ser al mismo tiempo abogados y se aseguran de proteger tanto al guionista como al productor de demandas de plagio. En resumen, que a menos que el dueño del estudio sea un pariente directo, es imposible presentar un guión allí si no es a través de un agente.

Con una excepción: durante la última década del siglo XX, cualquiera –y digo cualquiera-, podía enviar un guión directamente a los productores de “Star Trek: La Nueva Generación”. Y ello gracias a Michael Piller.

Cuando él ocupó el puesto de supervisor de guionistas, no había prácticamente ningún guión
listo para rodarse. Además de aumentar las filas del departamento con nuevos profesionales, hubo de tomar decisiones poco ortodoxas, como la de abrir a los amateurs la posibilidad de ver sus guiones convertidos en episodios de “Star Trek” siempre y cuando se ajustaran a un modelo predeterminado y accesible públicamente. Además, se dieron una serie de directrices técnicas (clase y dimensiones del papel, por ejemplo) e instrucciones de obligado cumplimiento (como “No escribas una historia con “Q””, “No aceptamos historias de fantasía y espada y brujería”, “No trates el espacio profundo como si fuera un barrio”, “Star Trek no es un melodrama” o “No utilices a Kirk o a Spock”, por ejemplo). Los fans llevaban años enviando guiones por iniciativa propia, así que el estudio empezó a devolvérselos acompañados de plantillas y directrices para que pudieran reescribirlos en un formato estándar que el equipo de producción pudiera revisar con facilidad.

La nueva estrategia funcionó…incluso demasiado bien. En una época en la que Internet no existía, la noticia se extendió con rapidez entre los fans. En el estudio se recibían en torno a cinco mil guiones por temporada. Un equipo de becarios se ocupaba de revisarlos y seleccionar aquellos con posibilidades de desarrollo de cara a un episodio. Los guionistas del departamento retocarían y adaptarían la historia en el último paso previo al inicio de producción. Pero siempre y aunque el guión hubiera debido someterse a profundos cambios y reescrituras, se acreditaba a su autor original por encima de los guionistas de plantilla.

Uno de los primeros guiones que Piller seleccionó para convertirlo en un episodio de la serie fue
“La Unión”, escrito por un joven Ronald D.Moore. Tal y como se había presentado, era aún una historia bastante burda, pero la idea central era muy buena. Tras la muerte durante una misión de la arqueóloga de a bordo, Picard y Troi tienen que comunicarle la mala noticia a su hijo, Jeremy, quien parece tomarse la situación con un inesperado estoicismo. Poco después la tripulación descubre que un ser de energía procedente del planeta que la arqueóloga estaba explorando se ha infiltrado en la Enterprise y está haciéndose pasar por ella ante Jeremy. Su intención es que el niño no sufra por la pérdida y permanezca en el planeta para hacerle compañía, una situación que Picard no puede permitir.

Curiosamente, este episodio fue motivo de discusiones y oposición por parte de Gene
Roddenberry. ¿Por qué? No era este un conflicto nuevo y no habían sido ya pocas las ocasiones en que Roddenberry había acabado desmotivando a sus guionistas. Su visión del futuro en el que transcurría la serie era tan utópica que dificultaba muchísimo el trabajo de los escritores. Se negaba a introducir discusiones, rencillas o desencuentros entre los oficiales de la Enterprise ya que, para él, en el futuro la sociedad se habría perfeccionado tanto que todas las melancolías, envidias y mezquinas búsquedas de poder se habrían eliminado. No le gustaba examinar el lado más oscuro de la naturaleza humana y rechazaba sistemáticamente cualquier historia en la que ésta jugara un papel preponderante, como una presentada por Tracy Torme en la que una parte de la tripulación se hacía adicta al uso de un artilugio que provocaba ensoñaciones. David Gerrold se fue cuando uno de sus guiones, una alegoría del sida, fue vetado. Dorothy C.Fontana se marchó también disgustada con las limitaciones con las que tenía que trabajar en un entorno, el de finales de los años ochenta, en el que en la televisión ya no había tantas líneas rojas como en los sesenta.

Y es que la pertinaz negativa de Roddenberry a plantear conflictos interpersonales ahogaba cualquier posibilidad de crear drama, algo que volvía locos a los guionistas y que les obligaba a limitarse a encontrar la amenaza alienígena o tecnológica de turno para solventar el episodio de la semana, utilizando a los personajes como meros peones. A ello se añadía su mentalidad un tanto reaccionaria en algunos aspectos, como su actitud hacia los personajes femeninos, que le gustaba que estuvieran encarnados por mujeres bonitas y con atuendos provocativos.

Aunque envejecido y debilitado por su mala salud, Roddenberry seguía siendo una figura a respetar y no eran pocos los guiones que rechazaba por no encajar en su personal –y cada vez más arbitraria- concepción del futuro utópico de “Star Trek”. Ello, como he dicho, provocó no pocas frustraciones y enfados entre los guionistas, pero tanto Michael
Piller como Rick Berman se las arreglaban para llevárselo a su terreno cuando lo consideraban conveniente. Fue ese precisamente el caso con este guión de Ronald Moore.

Como es natural en cualquier niño que perdía a su madre en trágicas circunstancias, Jeremy estaba sumido en una gran tristeza y tenía problemas para asimilar la situación, lo que funcionaba como motor del drama. Pues bien, Roddenberry rechazó el guion argumentando que la muerte era un evento con el que los niños que viajaban a bordo de la nave estaban muy familiarizados:se les hablaba de ella y se les enseñaba a interiorizarla, por lo que la pérdida de un ser próximo no tendría efectos secundarios. Los guionistas, como es natural, no podían entender aquella postura. Para Roddenberrry, la sociedad perfecta tenía que haber eliminado cualquier tipo de sufrimiento, incluido el luto, aunque ello significara dejar la propia humanidad por el camino. Finalmente, Michael Piller se las arregló para convencer –a medias- a Roddenberry y realizar algunos cambios que le satisficieran pero que no traicionaran el espíritu de la historia de Moore.

“La Unión” no sólo se convirtió en uno de los mejores capítulos de la serie sino que marcó la
entrada de Ronald Moore en el staff de guionistas de la serie. Su participación en la franquicia de “Star Trek” fue decisiva en la modernización de la franquicia y sus personajes y, a la postre y gracias a ello, a la consolidación y pervivencia de su éxito.

Lo mucho que había cambiado la sociedad en los veinte años transcurridos desde el final de la serie original hasta TNG quedó patente en el episodio “Trampa”. En 1968, en el episodio “Los Hijastros de Platón”, Kirk y Uhura protagonizaron el primer beso interracial en la pequeña pantalla, una secuencia que puso tan nerviosos a los ejecutivos de la NBC que presionaron al director para rodarla de manera que los espectadores no pudieran distinguir bien si sus labios llegaban a juntarse. Pues bien, en “Trampa”, La Forge y la doctora Leah Brams tenían una breve relación –sentimental e intelectual- sin que nadie pusiera el grito en el cielo. El espectro de las relaciones interraciales había perdido su potencial para escandalizar a la audiencia y nadie en el departamento de casting se lo pensó dos veces a la hora de elegir a una actriz blanca para encarnar a esta efímera pareja del negro La Forge.

Otro asunto potencialmente polémico en la televisión de los sesenta fue el sexo. Sí, aquella fue la década del amor libre, la píldora anticonceptiva y las comunas hippies cuyos integrantes mantenían relaciones íntimas sin la bendición del sagrado matrimonio, pero los censores de la televisión no estaban dispuestos a dejar que sus espectadores vieran tales cosas en horario de máxima audiencia. Así, cuando el lujurioso capitán Kirk seducía a la doncella de la semana, la cámara desplazaba el foco de la pareja y sus besos para mostrar, por ejemplo, la llamita de una lámpara en un torpe intento de conseguir una metáfora. O bien cortaban la emisión para meter publicidad y regresar a la historia con Kirk sentado en el borde de la cama poniéndose las botas.

A finales de los ochenta, sin embargo, el sexo había conquistado la televisión. En las comedias
ligeras, se podía ver a las parejas casadas compartir una cama de matrimonio e incluso los personajes secundarios podían tener relaciones íntimas con miembros del sexo opuesto –discretamente, eso sí- aun cuando no estuvieran casados. Así que, con el episodio “El Precio”, Star Trek trató de ponerse al día. En la historia, Deanna Troi era seducida por un negociador medio betazoide llegado a la Enterprise para intervenir en una delicada cuestión. Ambos se iban a la cama tan solo un día después de haberse conocido, aunque, eso sí, el varón tenía que pasar por el obligatorio ritual (“estás demasiado tensa –debe ser tu pelo- déjame aflojarlo-¡ah!, mucho mejor”).

Curiosamente, no fue el sexo ni el racismo lo que causó la censura de un episodio de TNG, sino la política. En “Una Causa Noble”, la doctora Crusher es secuestrada por terroristas mientras
llevaba ayuda médica a los habitantes de un planeta desgarrado por la guerra civil. Aunque entiende la causa por la que luchan los rebeldes, Picard ha de asumir que ese es un conflicto en el que la Federación no puede tomar partido, ni siquiera para salvar la vida de Crusher.

“Una Causa Noble” fue censurada por las autoridades británicas hasta 2007 (diecisiete años después de su emisión original) y nunca se ha emitido en la televisión pública irlandesa. Las primeras emisiones en la privada Sky One fueron recortadas. La causa de semejante actitud fue la sensibilidad que había en esos países acerca de la idea implícita en el capítulo de que el terrorismo acabaría sirviendo para algo: y es que en “Una Causa Noble” se mencionaba que la violencia, eventualmente, había llevado a la “Unificación Irlandesa de 2024”. El acuerdo de paz de 1998 que puso fin a la guerra en Irlanda aún estaba varios años en el futuro y ni siquiera podía entonces preverse un fin pacífico para ese conflicto.

Uno de los episodios más recordados de toda la serie fue “El Enterprise del Ayer”, una
excepción a la regla que dice que “demasiados cocineros echan a perder la sopa”. De vez en cuando, la reunión de varios cocineros de talento consiguen preparar un plato excelente. Y este es el caso. Trent Ganino envió a Paramount un borrador de guión en el que la Enterprise-C surgía del pasado. Si Picard enviaba de vuelta a la nave, su tripulación moriría; decírselo, cambiaría el curso de la Historia. El guión estuvo acumulando polvo en la pila de escritos pendientes de revisar durante todo un año.

Por otra parte, Eric Stillwell envió su propia idea acerca de cómo el padre de Spock, Sarek, averiguaba que el universo había cambiado. Sarek debía convencer a Picard de que la Historia
había sido alterada y ayudarle a rectificarla. Michael Piller rechazó el guión por encontrar que había en él demasiados elementos provenientes de la serie de los sesenta.

Ahora bien, Piller sugirió a Ganino y Stillwell que fusionaran sus respectivas historias, utilizando la Enterprise del pasado y el universo alternativo de Sarek y haciendo que fuera Guinan –y no el vulcaniano- quien se diera cuenta de que algo andaba mal. Piller compró ese guión conjunto y lo envió a sus escritores para que lo pulieran, acompañado de una directriz: tenía que aparecer el personaje de Tasha Yar. Y es que Denise Crosby había sugerido que estaría encantada de regresar a la serie como actriz invitada, aunque había que encontrarle un lugar adecuado dado que su personaje había muerto en la primera temporada. En sólo dos días, los guionistas Ira Steven Behr, Hans Beimler, Ricky Manning y Ronald Moore se esforzaron al máximo para tejer una compleja historia repleta de dramatismo y muerte. El resultado fue, como apuntaba antes, uno de los capítulos justificadamente favoritos de todos los fans.

Tras Ron Moore, otro de los guionistas que se convirtieron en pilares de la serie fue Rene
Echevarría. Y también él entró en esta tercera temporada gracias a la política de puertas abiertas de Michael Piller. Mientras trabajaba en todo tipo de empleos para financiar su actividad de guionista y director teatral de obras marginales, envió un par de propuestas a Paramount animado por el cariño que sentía por la serie original. No obtuvo respuesta…hasta el tercero, que acabó titulándose “La Descendencia” y que se centraba en el deseo de Data de experimentar la paternidad, lo que le llevaba a fabricar su propio “hijo”, una criatura sintética que elige ser hembra y llamarse Lal. No sólo era una idea intrigante, sino que, transcurriendo toda la acción en el interior de la nave, resultaría barata. Así que Michael Piller le llamó, le pidió un nuevo desarrollo de la idea –que no le gustó- y tras comprarle el guión lo pasó al staff de guionistas para que cambiaran bastantes cosas (la computadora de la Enterprise iba a ser la madre, había gags cómicos y un enredo con los Ferengi, todo lo cual desapareció). Echevarría pensó que jamás volvería a oír hablar de Paramount, pero se equivocaba. Meses después, Piller volvió a llamarle para que trabajara sobre una idea que ninguno de los guionistas habituales conseguía desarrollar. Aquel episodio, “Transfiguraciones”, se emitió el penúltimo de la temporada y confirmaría a Echevarría como valor a tener en cuenta.

“La Descendencia” fue otro de esos episodios en los que se desarrollaba la búsqueda de Data de su humanidad, explorando de paso lo que significa tal palabra. Curiosamente, es una historia muy sentimental teniendo en cuenta que Data es incapaz de sentir emociones de ningún tipo.

Como he dicho antes, Michael Piller trajo a la serie una brisa fresca en cuanto al enfoque de las
historias. En lugar de limitarse al enfrentamiento con el alienígena o peligro cósmico de la semana, los episodios empezaron a centrarse en los personajes. Como ya he dicho, la utopía que para el siglo XXIV defendía Gene Roddenberry incluía la supresión de cualquier tipo de problema psicológico o social, lo que eliminaba de paso los conflictos interpersonales y, por tanto, el potencial dramático. Los efectos especiales de la serie original ya resultaban caducos y su manera de abordar los problemas sociales, simplista. En cambio, lo que sí continuaba funcionando era la relación entre Kirk, Spock y McCoy. Eran los personajes, más que los argumentos, lo que mantenía latiendo el corazón de una serie mucho tiempo después de haber sido cancelada. Piller y Ronald Moore se impusieron esa meta y uno de sus primeros pasos en ese sentido fue el episodio “Pecados del Padre”, en el que Worf debe volver a su planeta para defender el honor de su progenitor, quien, aunque ya muerto, ha sido falsamente acusado de haber causado la muerte de cuatro mil klingons.

Este episodio, escrito por Ronald Moore a partir de dos guiones enviados por aficionados, sirvió de transición entre el viejo y el nuevo enfoque de la franquicia. Ciertamente, era una aventura con “el planeta y los alienígenas” de la semana, concretamente los klingons y su mundo hogar. Pero, sobre todo, exploraba la personalidad, motivaciones y trasfondo vital y cultural de Worf. En un entorno de corrupción política y de la construcción de una cultura, la de los klingon,, los espectadores se enteraban de que tenía un hermano, que el honor es lo más importante en su vida y que a pesar de haber sido criado por humanos, Worf es, en su corazón, un guerrero klingon.

Y además e igualmente importante, “Pecados del Padre” estableció el inicio de una continuidad para Worf. En la serie original, sólo se exploraba en cada capítulo a uno de los tres personajes
principales (Kirk, Spock o McCoy) y su recorrido biográfico y emocional fue siempre muy limitado. Se iban explorando matices de sus respectivas personalidades, pero al carecer la serie de auténtica continuidad, era imposible avanzar en una cierta dirección por cuanto los personajes no podían hacer referencia a eventos ocurridos en pasados capítulos que les sirvieran para marcar una evolución. Aquí, en cambio, se cogía a un personaje en principio “secundario” (puesto que los principales eran Picard, Troi, Riker y Data) y se ponía el foco sobre él. El desafío de Worf ante el Gran Consejo, la intervención de Picard en su defensa y las maquinaciones políticas que ello ponía en marcha tendrían ramificaciones y consecuencias para futuros episodios, estableciendo una continuidad para la serie y abriendo un nuevo camino para la franquicia y para la ciencia ficción televisiva.

Gene Roddenberry había dejado claro desde el principio de TNG que no quería utilizar lo ya visto en la serie original. Más adelante, las prohibiciones de utilizar a los klingons y a los romulanos acabaron desapareciendo, pero seguía habiendo reparos a la hora de recurrir a personajes con los que los fans estaban familiarizados. Cuando creó TNG situó la acción cien años después de la serie original con un propósito claro: demostrar que podía volver a tener éxito sin necesidad de apoyarse en el pasado.

Pero los tiempos y las mentes cambian, incluyendo la de Roddenberry. En el episodio “Sarek”,
este personaje, que en la serie original era el padre de Spock, volvía a la pantalla con la justificación de que, al fin y al cabo, los vulcanianos envejecen muy despacio. Fue idea del propio Roddenberry, cada vez menos involucrado en el programa, el traer de vuelta no solo al personaje sino al mismo actor, Mark Lenard, que lo interpretó originalmente. Aunque fue objeto de duras discusiones, finalmente el productor Rick Berman consintió en que se mencionara el nombre de Spock. Pensaron que sería una excepción, pero, de hecho, el famoso vulcaniano acabaría apareciendo en la serie unos meses después. Se había abierto una puerta que permitió a TNG abrazar su pasado y ampliar los límites de su propio universo.

Al final de la temporada, la relación de Michael Piller y el departamento de guionistas que
supervisaba no era buena. Utilizaba una persona interpuesta, Ira Steven Behr, como “enlace” con los escritores y se recluía en su despacho corrigiendo los guiones que le llegaban. Así que no es de extrañar que al final de la tercera temporada, todos los guionistas se marcharan excepto Ronald Moore. Y precisamente fue en ese final cuando se emitió el último episodio de la temporada, “Lo Mejor de Ambos Mundos, Primera Parte”… y todo cambió. En él, un nuevo encuentro con los temibles Borg termina con Picard secuestrado por éstos y, aún peor, asimilado y transformado en uno de ellos. La tripulación de la Enterprise se enfrenta una terrible decisión: salvar la Tierra significará matar a su capitán.

Aquel capítulo, ideado y escrito en solitario por Michael Piller, fue el primero de “Star Trek” en
mostrar un cliffhanger y el segundo en dividirse en dos partes (el primero había sido “La Colección de Fieras”, veintitrés años antes). Pero, sobre todo, llegó al corazón del público. De repente todo el mundo estaba hablando de TNG. Había artículos en los periódicos e insertos en los noticiarios acerca de lo atrevido que había sido “borgifizar” a Picard y convertirlo en Locutus, y el impacto de escuchar a Riker gritar “¡Fuego!” en la última escena justo antes de fundir en negro y obligar a los fans a esperar tres meses a conocer el desenlace. Pero no sólo se hablaba mucho de la serie: se hablaba bien. TNG dejó de ser para sus fans la imitación de la serie original para cobrar una entidad propia y bien diferenciada.

“Lo Mejor de Ambos Mundos, Primera Parte” supuso, además, una notable desviación respecto a la línea hasta entonces seguida por la franquicia. Los Borg fueron inmediatamente bien acogidos por los fans como nuevos y definitivos villanos de la franquicia y ese entusiasmo ayudó a asegurar la renovación de la serie por una cuarta temporada. Fue el primer intento de Star Trek de cuestionar su propia mitología en el sentido de que la Federación ya no era la única fuerza colonizadora de la galaxia: los Borg eran ahora una suerte de metáfora de las consecuencias de
la colonización y la asimilación de otros pueblos. Mientras que la Federación coloniza otros mundos implantando su sistema de valores y leyes mediante las herramientas del comercio, la unión política y el compromiso de no interferencia, los Borg colonizan “desde el interior”, inyectando a sus víctimas nanochips para despersonalizarlos y convertirlos en una mera extensión de un cerebro grupal. La popularidad de los Borg y su idoneidad para articular un discurso sobre la identidad, nuestra relación con la tecnología y las consecuencias históricas del imperialismo significa que TNG había igualado los logros de su predecesora. Aún más, su influencia podría verse en los años posteriores en la forma de los Cibermen del nuevo Doctor Who y los Cylones de “Battlestar Galactica”.

Fue también este un capítulo en el que se subrayaba la humanidad de Picard, en respuesta a las
cartas de los muchos lectores que se habían quejado de que el capitán resultaba demasiado frío. Pues bien, aquí y en el capítulo siguiente, ya en la cuarta temporada, lo veíamos luchar denodadamente por recuperar su esencia humana. Una lucha que le dejaría cicatrices y sobre la que se volvería a hablar en episodios posteriores, reafirmando –como se había hecho con Worf en “Pecados del Padre”- la existencia de una continuidad lineal en los episodios.

Puede que hoy nos parezca que el cliffhanger final no lo es tanto. Al fin y al cabo, ¿cómo van a dejar morir a Picard? Pero en aquel entonces la cosa no estaba tan clara. Había rumores de que las negociaciones para la renovación del contrato de Patrick Stewart se habían paralizado y existía la posibilidad de que, efectivamente, el actor no renovara para una cuarta temporada. Picard, después de todo, sí podía morir. Y a ello hay que añadir que Piller no había pensado en absoluto cómo iba a terminar aquella peripecia más allá del susodicho cliffhanger. Su intención era que aquel episodio sirviera como su canto del cisne en la franquicia. No estaba demasiado satisfecho con su recorrido hasta la fecha en la serie y pensaba dejarlo. Fue un ruego personal de Gene Roddenberry para que se quedara un año más lo que le hizo reconsiderar su decisión. Y entonces hubo de ponerse a trabajar para idear una salida a la encerrona que él mismo había diseñado para el final de la temporada.

Al término de su tercer año, “Star Trek: La Nueva Generación” se emitía en más de 230 cadenas de todo el país. Desde sus comienzos “parasitarios” sobre la creatividad y aura de la serie original había crecido hasta convertirse en un programa importante por sí mismo y al que había que tener en cuenta. A estas alturas bien se podía afirmar que TNG había modernizado la franquicia y que sus personajes habían cobrado auténtica vida. Pero su mejor etapa aún estaba por venir.



(Continúa en la siguiente entrada)

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