(Viene de la entrada anterior) Si la tercera temporada había supuesto un periodo de transición para la serie, la cuarta fue cuando ésta empezó de verdad a cosechar los beneficios de todo el esfuerzo y dedicación que se había invertido en ella. En octubre de 1990 se emitió su octogésimo episodio, demostrando no sólo que TNG era mejor que su predecesora, sino que iba a superarla en longevidad (la serie original se canceló en 1969 tras setenta y nueve episodios). El negocio de licencias, antes limitado a las películas estrenadas en cine, empezó a tomar fuerza. La audiencia seguía creciendo y llegó a ganar incluso dos premios Emmy en apartados técnicos.
El departamento de guionistas todavía vería ciertos cambios en su plantilla, pero hacia el final de la temporada se había conseguido cierta estabilidad. Una de las más destacables
incorporaciones fue la de Jeri Taylor, una productora veterana que, aunque al llegar no conocía prácticamente nada del universo Star Trek, sí sabía muy bien cómo escribir personajes. Rápidamente, se sumergió en un curso de choque en el que vio todos los episodios de ambas series emitidos hasta la fecha, estudió los manuales técnicos de Star Trek, las guías para guionistas, libros diversos…. Al final de ese proceso, sabía más de la franquicia que la mayoría de sus predecesores. Naturalmente, le llevó algún tiempo asimilar todo ese conocimiento, pero tal y como fueron las cosas, dispuso de él, porque aunque inicialmente fue contratada como productora ayudante, pronto ascendió en el escalafón hasta compartir el cargo de productora ejecutiva junto a Michael Piller y Rick Berman. Este trío sería quien también impulsaría “Star Trek: Voyager” en 1995, ocho meses después del cierre de TNG.
La cuarta temporada se abrió con el muy esperado final de “Lo Mejor de Ambos Mundos” en
el que Picard era recuperado para la Federación y se vencía al ejército Borg que iba a invadir la Tierra, aunque no sin sufrir graves pérdidas materiales y humanas. En este capítulo en dos partes, Michael Piller no sólo consiguió darle auténtica intensidad al hasta entonces frío Picard, sino que cambió las bases sobre las que se asentaba toda la franquicia. La Nueva Generación ya había jugado antes con elementos de continuidad –temas recurrentes, personajes secundarios que aparecían varias veces, los problemas familiares de Worf- pero la franquicia nunca antes había tocado el dolor del trauma profundo. De haber sido el capitán Kirk el agredido física y mentalmente por los Borg en la serie original, es poco probable que en los episodios subsiguientes se hubiera recordado tal experiencia. Pero los guionistas de TNG se negaron a olvidar la ordalía personal que experimentaba Picard en este episodio, una ordalía que le dejó un negro agujero en su espíritu. Los espectadores pudieron atisbar su agonía interna cuando, en la devastadora escena en la que los Borg entran en su cerebro, una lágrima resbala desde su ojo.
El segundo episodio, “Familia”, era a todos los efectos un epílogo de lo inmediatamente anterior
y, de paso, confirmaba que a partir de este momento sí iba a existir una auténtica continuidad en la serie. En la historia, Picard viaja hasta su lugar natal, un pueblo vinícola de Francia, tras veinte años de ausencia. Su intención es descansar y tratar de recuperarse física y psicológicamente de la asimilación de los Borg. Por desgracia, a pesar del idílico entorno en el que se asienta el viñedo familiar, Picard acaba viviendo otro trauma, en este caso con su hermano Robert, que todavía dirige el negocio vinícola. Robert considera a Jean-Luc un traidor y un pretencioso que se siente superior por ostentar un cargo de capitán en la Flota. La inquina entre ambos les lleva incluso a un enfrentamiento físico, pero finalmente consiguen resolver sus diferencias y Picard llega a considerar la posibilidad de aceptar un trabajo estable en la Tierra, tal es el quebranto que sobre su confianza ha tenido el episodio con los Borg. Al final, por supuesto, regresará a la Enterprise, que es donde él verdaderamente pertenece. En cuanto a su proceso de curación, el trauma de los Borg nunca llegará a desaparecer del todo y en episodios posteriores –y en la película “Primer Contacto”- se demostrará que la angustia y la furia derivada de aquél todavía hierven en su interior, haciendo peligrar la racionalidad que de él se espera como oficial de la Flota Estelar.
Por supuesto, a Gene Roddenberry no le gustó nada la propuesta de guión. No solamente consideraba que había demasiadas pretensiones “artísticas” y poca aventura, sino que detestaba el conflicto planteado entre Picard y su hermano. Para desesperación del guionista de esta historia, Ron Moore, Roddenberry seguía defendiendo su futuro utópico en el que la gente había dejado atrás sus problemas interpersonales. Sin embargo, Michael Piller se las arregló de alguna forma para que el capítulo entrara en producción, se rodara y emitiera. Quizá fuera que la edad del fundador de la franquicia y su mal estado de salud le habían restado influencia; o quizá, en el fondo, se dio cuenta de que los tiempos habían cambiado, la televisión había cambiado, los espectadores habían cambiado… y que él no lo había hecho.
El quinto episodio de la temporada fue también el nº 79 de la serie, igualando así en este punto
la extensión de la original. La mayoría de los actores de ésta (con la excepción de Leonard Nimoy y Nichelle Nichols) se habían mostrado hostiles hacia TNG. Los fans clásicos, en cambio, habían empezado burlándose de las carencias de ésta y habían terminado entusiasmados con sus virtudes. Cuando Walter Koenig, que en la serie original interpretaba a Chekov, se burló de TNG en una convención de Star Trek, un fan le abroncó enfadado; el humillado actor tuvo más tarde la decencia de molestarse en ver varios episodios y rectificar su opinión.
En el episodio “Misión Final”, Will Wheaton se despidió de la serie. Previamente a ser seleccionado para interpretar a Wesley Crusher, el joven actor ya disfrutaba de una carrera profesional en la industria y había protagonizado o coprotagonizado docenas de películas y series televisivas, incluyendo un papel principal en “Cuenta Conmigo”. Su compromiso con la serie impidió que participara en otros papeles para películas que le iban ofreciendo. En el intervalo entre la tercera y la cuarta temporadas, se le presentó la oportunidad de participar en “Valmont”, la película de Milos Forman. Su participación en ella le habría impedido estar en la primera semana de rodaje de la cuarta temporada, por lo que
pidió que su personaje fuera eliminado del primer episodio de la misma. Los productores le dijeron que era imposible, que Wesley Crusher tendría un papel fundamental en la historia. Dado que estaba obligado contractualmente a ello, Wheaton tuvo que olvidarse de “Valmont”…sólo para darse cuenta de que en el episodio en cuestión no aparecía el alférez Crusher en absoluto. Había llegado el momento de abandonar TNG, y como Denise Crosby en la primera temporada, lo hizo en buenos términos, con su personaje marchándose a la Academia y dejando las puertas abiertas a posibles regresos puntuales como actor invitado.
“La Pérdida” es otro muy buen episodio centrado en la consejera Troi. La Enterprise de
encuentra atrapada en una especie de marea de seres de dos dimensiones que arrastra a la nave hacia una brecha gravitacional que la destruirá. Mientras la tripulación trata de averiguar cómo escapar del problema y si esos seres son inteligentes, el encuentro con éstos ha tenido otra consecuencia: Deanna Troi pierde sus poderes empáticos y se ve reducida a confiar sólo en sus instintos humanos. La pérdida de su capacidad para sentir las mentes de los demás equivale a lo que para nosotros sería la ceguera. La depresión y la pérdida de autoconfianza que ello conlleva la empujan a renunciar a su puesto como Consejera de la nave en el momento en el que más la necesitan.
En “Un día de la vida de Data”, asistimos precisamente a lo que indica el título. El androide
contempla con ánimo reflexivo el inminente matrimonio entre sus amigos Keiko Ishikawa y el Jefe Miles O´Brien mientras lidia con las dudas de última hora de la novia y aprende los necesarios pasos de baile. Al mismo tiempo, investiga la aparente muerte de una embajadora vulcana a la que el Enterprise transportaba a una cita con los romulanos en la Zona Neutral. El episodio fue la fusión de dos ideas que circulaban por la sala de guionistas: seguir a un solo personaje durante todo un día normal a bordo de la Enterprise (concepto enviado por el guionista aficionado Harold Apter) y celebrar una boda en la nave.
Data era la elección lógica para este episodio puesto que al no necesitar dormir, los espectadores podrían seguir sus actividades durante las 24 horas. Elegir a la pareja contrayente fue una
decisión menos obvia. Al fin y al cabo, Keiko Ishikawa era un personaje que no había aparecido hasta ese momento y O´Brien ni siquiera había tenido nombre hasta el comienzo de esta temporada. Sin embargo, O´Brien tenía sus defensores: Ira Steven Behr creía que era el perfecto representante del hombre corriente y su opinión se hizo valer. Ronald Moore, por su parte, salpicó el episodio con detalles acerca del desempeño cotidiano a bordo de la nave. A destacar asimismo la divertida escena en la que la doctora Crusher enseña a Data a bailar claqué, una misión para la que la actriz Gates McFadden estaba más que cualificada: en su currículo figuraban las coreografías para tres producciones teatrales de Jim Henson. A pesar de las dudas de última hora, el matrimonio O´Brien – Ishikawa resultó un éxito. Keiko aparecería en otros siete episodios de TNG antes de pasar a tener una presencia recurrente en diecinueve capítulos de “Star Trek: Espacio Profundo Nueve”.
Jeri Taylor basó el argumento de “Los heridos” en “El corazón de la Oscuridad”, de Joseph Conrad: Picard se lleva una desagradable sorpresa cuando un respetado capitán de la Flota se convierte en un renegado y empieza a atacar naves de los cardasianos, antiguos enemigos de los terrestres. El capitán Maxwell afirma que los cardasianos, que firmaron una tregua años atrás, están rearmándose en secreto para la guerra.
Taylor aborda la interesante idea de que los antiguos enemigos no se convierten en buenos amigos sólo porque el conflicto haya finalizado, idea que requería de un nuevo adversario. En este punto, los diferentes guionistas de TNG habían ido presentando varias especies alienígenas que suponían una amenaza para los protagonistas y, por extensión, la civilización terrestre. Sin embargo, los codiciosos Ferengi no resultaban demasiado amenazadores, mientras que los Borg eran tan peligrosos que no podían
usarse como adversarios relativamente frecuentes.
Y para esa función es para la que se inventaron los cardasianos: una especie poderosa, inteligente y de hablar tan sereno que se antoja siniestro. Su apariencia (que recordaba a una mantis o una cobra) y gélidas maneras apelan a nuestra tendencia instintiva a desconfiar de las criaturas de sangre fría. La idea tuvo éxito y los cardasianos se convirtieron en adversarios regulares no sólo de TNG, sino de “Espacio Profundo Nueve”, serie en la que ostentarían la categoría de “villanos oficiales”.
“Primer Contacto” es un episodio interesante en tanto en cuanto nos muestra la forma de
actuar de la Federación a la hora de establecer relaciones con una civilización que acaba de descubrir el motor de curvatura, que ha estado confinada en su planeta hasta ese momento y que lo ignora todo acerca de la plétora de mundos e inteligencias que pueblan la galaxia. Durante una misión sobre el terreno para observar una de estas culturas, Riker resulta herido y es llevado a un hospital, donde los nativos rápidamente se dan cuenta de que es un alienígena. A pesar de contar con la ayuda de la Ministra de Ciencia del planeta, los esfuerzos de Picard y Troi por recuperar a su compañero se ven coartados por las preocupaciones del gobierno acerca de la crisis que podría estallar en la sociedad, básicamente tradicional, conservadora y temerosa de las aventuras tecnológicas, si se enterara de que unos extraterrestres han estado habitando entre ellos.
A tenor de la cantidad de guionistas que figuran acreditados en este capítulo (nada menos que
cinco) puede inferirse lo difícil que fue desarrollar esta historia a partir de la idea aportada por Marc Scott Zicree. De haberse tratado de otro argumento, todos esos esfuerzos habrían acabado por abandonarse, pero Michael Piller se empeñó en sacarlo adelante en lugar de aceptar la derrota, sugiriendo además que se contara la historia desde el punto de vista de los nativos y no de los miembros de la Enterprise, un enfoque que difería mucho de las directrices que solía seguir la serie. Gene Roddenberry y el productor Rick Berman dieron su brazo a torcer a cambio de la promesa de que ni Piller ni su equipo de guionistas volverían a saltarse de nuevo esa regla no escrita.
Durante su último año en la Universidad de California, Brannon Braga ganó una beca de
guionista de la Academia de Televisión, Artes y Ciencias que le garantizaba una permanencia de ocho semanas en TNG. Allí descubrió que las series de televisión eran escritas por un equipo de guionistas dirigidos por un “showrunner”. Hacia el final de su estancia allí, ese showrunner, Michael Piller, le dio un guión para reescribir. Aquél guión fue el del episodio “Reunión”, centrado en el personaje de Worf y sus cuitas familiares. Fue entonces cuando colaboró por primera vez con el otro joven guionista del staff, Ronald Moore. Los buenos resultados obtenidos le dieron la oportunidad de escribir su propia historia a partir de una propuesta enviada por un fan. “Crisis de Identidad”, en la que Geordi empezaba a transformarse en un ser alienígena a consecuencia de una antigua misión en la que participó. Braga se inspiró en el film “Deseo de una Mañana de Verano” (1966) de Antonioni para la brillante escena en la que Geordi trata de reconstruir en la sala de hologramas lo sucedido en el planeta en el que él y sus amigos se infectaron. El episodio satisfizo a Michael Piller, quien lo contrató como miembro del staff. En poco tiempo, Braga se convirtió en uno de los pilares de la serie.
“El juicio del tambor” es otro episodio sobresaliente centrado sobre todo en Picard, centro
moral de la Enterprise. Una explosión en el motor de la nave lleva a una investigación al más alto nivel para tratar de descubrir una posible conspiración a favor de los romulanos. La almirante Norah Satie, (Jean Simmons) es llamada de su retiro para que aplique al caso su reconocido talento para destapar complots. Satie rápidamente concluye que un oficial klingon visitante consiguió sacar de la nave una información secreta, pero éste, aunque admite su acto de espionaje, niega cualquier intento de sabotaje. Satie se niega a abandonar su investigación aun cuando La Forge y Data determinan que la explosión fue debida a un accidente y acusa a Picard de traición cuando éste se opone a que uno de sus tripulantes, a todas luces inocente, cargue con las culpas.
La fama de los Juicios de Salem en 1692 contra unas supuestas brujas sólo guarda parangón en la historia americana con las audiencias del senador McCarthy en los cincuenta contra
supuestos comunistas; audiencias que, convertidas en fenómeno televisivo, terminaron con las vidas y carreras de muchísimas personas inocentes. Ese tipo de procesos, denominados “cazas de brujas” sirvieron de inspiración a Jeri Taylor para escribir este episodio, un desafío para el director Jonathan Frakes (en su tercera ocasión tras las cámaras) puesto que transcurría básicamente en una sola habitación y, al no haber acción física, descansaba totalmente en los diálogos y las interpretaciones de los actores. Para ello contaron con la participación de la actriz Jean Simmons, una de las grandes de la época dorada de Hollywood y, dato menos conocido, gran fan de la serie.
El siguiente episodio, “Media Vida”, fue otra pequeña joya que ejemplificaba la dirección que
estaba siguiendo la serie en ese momento, prestando más atención a los personajes que a las peripecias aventureras. Lwaxana Troi, la madre de Deanna, se enamora de Timicin, un científico que está a bordo de la Enterprise realizando un experimento con el que espera reactivar la moribunda estrella de su mundo. La prueba fracasa y aunque Lwaxana insiste para que continúe sus investigaciones, el científico le revela que no puede: le ha llegado el momento de su “Resolución”, un suicidio ritual que todos los habitantes de su planeta realizan a los sesenta años para evitar a sus hijos la carga de unos padres envejecidos.
Hasta este episodio, Lwaxana había sido un personaje de corte humorístico, una mujer desenvuelta y arrogante que se dedicaba a acosar sentimental y sexualmente a Picard. Pero aquí el guionista Peter Allan Fields le dio un giro completo: Lwaxana por fin ha encontrado un hombre que aprecia su energía, su sabiduría y sentido del humor, un hombre que verdaderamente se ha enamorado de ella…y cuyos días están contados. Es un episodio de gran contenido emocional que no se concentra en ninguno de los personajes principales sino en un par de secundarios. Aún más, suscita una reflexión madura acerca de la eutanasia.
No fue esa la primera vez que “Star Trek” trataba el tema. En 1967, el capitán Kirk se enfrentó
a las cabinas de la muerte de Eminiar VII (en el episodio “El Apocalipsis”), poniendo fin a los suicidios forzosos que diezmaban la sociedad como subproducto de una larga guerra. Aquí, Picard no aprueba los suicidios asistidos más de lo que lo hizo Kirk, pero la situación es diferente: la Primera Directiva debe prevalecer.
“Media Vida” se emitió en 1991, justo un año después de que Jack Kevorkian realizara la primera de sus 130 eutanasias. El guionista supo integrar en este capítulo los argumentos a favor y en contra de semejante medida y hacerlo sin fanatismos ni moralejas. Al final, el espectador se queda compadeciendo a Lwaxana, quien acepta las creencias de Timicin aunque difieran radicalmente de las suyas y que decide permanecer con él hasta el final. Fue el acto más valiente que se le había visto hacer en la serie y que demostró sobradamente que el personaje podía ser mucho más que una caricatura.
En un discurso pronunciado en Nueva York en 1976, Gene Roddenberry afirmó: “Toda la serie trataba de decir que la Humanidad alcanzará su madurez y sabiduría el día que empiece no sólo a tolerar, sino a disfrutar de las diferencias en ideas y formas de vida”. En el episodio, “El Huésped”, la doctora Beverly Crusher tuvo la oportunidad de poner a prueba esa filosofía.
Al empezar el capítulo, los espectadores veían que la doctora se había enamorado de Odan, un embajador del planeta Trill que viajaba a bordo de la Enterprise con la misión de mediar en un conflicto entre los habitantes de dos lunas. Pero tras resultar mortalmente herido, Beverly averigua que ha sido engañada: Odan es en realidad un simbionte y la varonil forma que había conquistado su corazón no era más que el cascarón utilizado por una especie de gusano de repulsivo aspecto que vivía en su vientre y
que era, en último término, el responsable de las palabras de amor que Odan susurraba al oído de Beverly.
“El Huésped” trataba sobre la naturaleza del amor. Como Cyrano de Bergerac, Odan, el gusano, es quien posee el carisma y el encanto y quien enamora a Beverly utilizando un intermediario más agraciado físicamente. Cuando su cuerpo anfitrión muere y hallándose la Enterprise demasiado lejos del planeta Trill para conseguir un sustituto, Odan es transferido temporalmente al cuerpo de Will Ryker, que se ofrece voluntario. La doctora supera el desafío de Roddenberry, aceptando que el amor es una cualidad espiritual independiente –o al menos no disminuida- por una forma física. Pero más tarde, cuando Odan recibe por fin un nuevo cuerpo huésped permanente, esta vez femenino, Beverly, explicando que no puede soportar
todos esos cambios, decide cortar la relación, dejando las bellas palabras de Roddenberry aparcadas…de momento.
Porque a los productores de la serie les había gustado mucho el concepto de los Trill como simbiontes y cuando diseñaron su galería de personajes principales para “Espacio Profundo Nueve”, incluyeron a un ser de esa especie, Jadzia Dax. Los guionistas cambiaron y mejoraron algunos detalles sobre los Trill, pero no alteraron la noción de que los simbiontes tienen emociones que permanecen con ellos al pasar de huésped a huésped. Dax se enamoraría tanto ocupando cuerpos masculinos como femeninos sin preocuparse de lo apropiado de sus sentimientos hacia hombres, mujeres o incluso Klingons…
El reciclaje no es una invención moderna, en especial el reciclaje literario. Shakespeare encontró material para sus obras en otros trabajos publicados con anterioridad. Sus fuentes para “Romeo y Julieta” incluyen un poema escrito por Arthur Brooke en 1562, poema que, a su vez Brooke compuso a partir de historias publicadas en 1530 y 1544. Y es que si una historia funcionó una vez, lo volverá a hacer. Veamos un ejemplo más moderno.
En 1934, Robert Graves escribió “Yo, Claudio”, que incluía, entre otros muchos temas, un complot de asesinato. La novela inspiró una película en aquel mismo año y luego fue olvidada por el mundo del entretenimiento hasta que cuarenta años después se recuperó en forma de una magnífica miniserie de televisión por la BBC.
En 1959, el novelista Richard Condon escribió “El Mensajero del Miedo”, un libro en el que los prisioneros de guerra norteamericanos eran sometidos por agentes comunistas a un lavado de cerebro para convertirlos en asesinos políticos. Varios pasajes de la novela de Condon se parecían mucho, demasiado, a la de Graves, aunque la similitud no fue detectada hasta después de la muerte de ambos autores.
En 1965, unos pocos años después de que se estrenara la adaptación cinematográfica de “El
Mensajero del Miedo” (1962), la serie televisiva “Viaje al Fondo del Mar” emitió “El Saboteador”, un episodio en el que uno de los protagonistas era secuestrado y sometido a condicionamiento mental por agentes enemigos que pretendían utilizarle para frustrar una misión estratégica y asesinar a su comandante.
Y, por último –al menos en lo que a este artículo se refiere- tenemos el episodio de “La Nueva Generación” titulado “El Ojo de la Mente”, en el que Geordi La Forge es raptado por los romulanos, sometido a un lavado de cerebro y enviado de vuelta a la Enterprise como asesino encargado de implicar a la Federación en un complot contra los klingons y deshacer así su frágil alianza. Se trató de un argumento enviado por un fan, al que dio forma Rene Echevarría y dirigió David Livingstone, un gran amante de la película “El Mensajero del Miedo”, dirigida por John Frankenheimer y del que Livingstone tomó algunas de las soluciones visuales y estilísticas. Así que, ¿quién es el padre de esta historia? Es difícil de decir, pero Shakespeare lo hubiera entendido.
“En Teoría” fue el primer episodio dirigido por Patrick Stewart, segundo miembro del reparto en asumir tal papel tras Jonathan Frakes. Y lo hizo con un interesante guión escrito por Joe Menofsky y Ronald Moore en el que volvía a explorarse la naturaleza androide de Data, de tratar de averiguar si en su interior hay algo más que simple programación. En su interminable búsqueda de la comprensión de lo que significa ser humano, Data acepta el afecto que le brinda su compañera Jenna D´Sora, comenzando ambos una relación “romántica”. Sin embargo, Jenna, que acababa de salir de una difícil relación con otro miembro de la tripulación, pronto empieza a darse cuenta de los inconvenientes de un vínculo tan “programado”.
Para Ron Moore, esta historia fue una oportunidad para regresar a la serie original. Aunque
pueda parecer mentira –al menos para el aficionado masculino- muchísimas mujeres se enamoraron entonces de Spock. Gran parte del correo de fans que recibía Leonard Nimoy provenía de mujeres, mujeres que se sentían atraídas por ese personaje remoto e inaccesible y que estaban cautivadas por la fantasía de que ellas y sólo ellas serían capaces de llegar a su corazón. Así que el guionista decidió aprovechar ese aspecto del fandom y escribir una historia en la que una mujer se enamoraba de un ser que, literalmente, no tenía corazón y que no podría corresponder al afecto de forma emocional. “Quería ver esa relación estrellarse. Quería ver el momento en el que ella se da cuenta de él no puede corresponderle con lo que ella desea”.
Es una idea intrigante que se desarrolla con bastante humor…hasta que llega el inevitable y previsible momento en el que la relación, efectivamente, se estrella. Las relaciones se terminan, incluso las imaginarias. Pero ¡qué duro sería oír a tu reciente expareja decir que va a borrar el programa que había diseñado para ser tu compañero! Jenna tiene problemas emocionales y es insegura, pero a diferencia de Data, tiene corazón y el público no puede evitar empatizar con ella cuando sale del camarote del androide…y es instantáneamente reemplazada por la otra “fémina” en la vida de Data: su gata Spot.
“Redención”, el último episodio de la cuarta temporada –y que constaría de dos partes, siendo
la segunda la apertura de la quinta- fue la primera vez que la serie narraba una guerra. En esta ocasión, Picard vuelve a verse involucrado en los asuntos de los klingon cuando debe servir de árbitro y decidir quién regirá el Consejo rector de ese pueblo. La historia, escrita por Ronald Moore, es una continuación de los episodios anteriores en los que Worf se convertía en renegado de su especie y su mujer moría asesinada, todo ello por obra de Duras, su némesis. Aunque éste ya había muerto, ahora son sus dos hermanas las que intrigan con una misteriosa figura en la sombra para hacerse con el poder. Moore y el productor Michael Piller hubieron de enfrentarse a las objeciones de Gene Roddenberry, al que ni le gustaba la dirección que estaba tomando la serie ni creía que Worf fuera un personaje digno de tanta atención. Para él, “La Nueva Generación” debía centrarse sobre todo en Picard.
No obstante, a estas alturas, la serie había cobrado vida propia y la salud de Roddenberry ya no le permitía involucrarse de forma efectiva en el devenir del programa, por lo que el capítulo no sólo salió adelante, sino que ofreció el clímax que cerraba la temporada y dejaba a los fans deseando más.
(Continúa en la siguiente entrada)
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(Viene de la entrada anterior) Hacia el final de la cuarta temporada, “Star Trek: La Nueva Generación” ya era todo un éxito. Las cifras de audiencia no hacían más que crecer, rompiendo nuevos récords. Aunque no era una serie emitida por una cadena puntera sino que su sindicación hacía que los episodios los ofrecieran una multiplicidad de emisoras en diferentes días de la semana, TNG se había convertido en una de las joyas de la televisión. Personalidades de todo tipo pedían aparecer en algún episodio, o simplemente visitar los sets de rodaje (entre ellos, por aquellas fechas, Ronald Reagan). Conforme se aproximaba el vigésimo quinto aniversario de la franquicia, su popularidad impulsó la producción de otra película, la sexta de la serie: “Star Trek VI: Aquel País Desconocido”, que se estrenaría en diciembre de 1991. Se trataba de un film que asumía el paso del tiempo y, de hecho, las firmas de los siete miembros protagonistas aparecían en los créditos finales, asumiendo que su papel en la franquicia había terminado dando el relevo a La Nueva Generación.
Ya en la quinta temporada, “Darmok” está considerado como uno de los mejores episodios de
la serie, una reflexión sobre los sutiles pero firmes lazos que unen el lenguaje, la comunicación y la mitología escrito por Joe Menosky. Los intentos de Picard por establecer una comunicación con los alienígenas conocidos como “Hijos de Tama” se ven interrumpidos cuando Dathon, el comandante de la nave tamariana, secuestra al de la Enterpirse y hace que ambos sean transportados a la superficie de un planeta cercano. Picard pronto se da cuenta de que el tamariano no es hostil y redobla sus esfuerzos por salvar el vacío de incomprensión que los separa cuando una peligrosa bestia los ataca…
Menosky hubo de encontrar una razón que justificara la inutilidad del traductor universal en esa situación. Y la encontró en algo tan sencillo como complicado: el lenguaje tamariano estaba completamente basado en las metáforas y las referencias a la propia mitología. De esta forma, los terrícolas sí pueden entender las palabras gracias al traductor, pero en absoluto acceden a su significado. Para ilustrarlo, el guionista recurrió a un brillante ejemplo, la expresión “Julieta en el balcón”, que nos remite a una escena romántica…sólo, claro está, si conocemos previamente su origen, la obra teatral de Shakespeare. A continuación, Menosky hubo de crear de cero una porción de lengua tamariana, y ello en una época en la que no existía Internet y en un plazo muy corto. Para ello, recurrió a la obra del psicólogo James Hillman y aforismos tomados del I Ching chino.
En “El Juego”, Riker vuelve a la Enterprise tras haber disfrutado de un periodo de descanso en
Risa, el planeta vacacional. Lleva consigo un juego que le han mostrado allí y que se muestra agresivamente ansioso por compartir. Efectivamente, el juego estimula los centros de placer cerebrales y, a todos los efectos, provoca adicción primero –mediante lo que básicamente son orgasmos, si bien esto no se menciona explícitamente- y la esclavización después. Todo resulta ser un plan de los Ktarians, que utilizan los visores con los que se juega para hacerse con el control de la Flota Estelar. Sólo Will Wheaton, de permiso en la Enterprise, y su recién encontrado interés romántico, la ingeniero Robin Lefler –interpretada por una jovencísima Ashley Judd-, averiguan la verdad pero para entonces están solos…Esta especie de remake-plagio-homenaje de “La Invasión de los Ladrones de Cuerpos” (1956) fue escrita por Brannon Braga a partir de una idea de Susan Sackett y Fred Bronson que llevaba meses circulando por el equipo de guionistas sin que nadie diera con la forma de llevarlo a la pantalla. Braga lo consiguió en lo que fue su primer guión como escritor oficial del equipo de “Star Trek”.
“Unificación” fue una historia que se dividió en dos partes y que supuso nada menos que la reentrada de Spock en el universo Star Trek, cómo no, interpretado por Leonard Nimoy. Picard y Data se trasladan al planeta capital del imperio romulano, tratando de determinar la veracidad de los informes que ha recibido la Flota sobre la posible defección del influyente embajador Spock, cuya fisiología vulcana le da una esperanza de vida que supera los doscientos años y que explica que todavía esté vivo en el mismo universo que la serie original. Una vez en Rómulo, disfrazados como nativos, averiguan que Spock está, de hecho, en una misión personal y no autorizada por la Federación y que consiste en trabajar con ciertos grupos ilegalizados por el nacionalista gobierno para reunificar las ramas vulcanas y romulanas en un solo pueblo.
Cuando se estrenó la primera parte de “Unificación”, la semana del 4 de noviembre de 1991, los
fans pudieron ver una cartela al comienzo, antes de la entradilla: “Gene Roddenberry-1921-1991”. El creador de sueños había muerto el 24 de octubre, sólo dos días después de asistir a un pase preliminar de “Star Trek VI: Aquel País Desconocido”. Como niños distanciados producto de dos matrimonios diferentes, los personajes de la serie original y la Nueva Generación habían tenido muy poco contacto. McCoy y Sarek (el padre de Spock) habían conseguido saltar de una a otra, pero los productores se resistían a mencionar el nombre de Spock. Finalmente, en 1991, ese rechazo a unificar ambos universos parecía ya, sino fútil, sí inconsecuente. Se celebraba entonces el vigesimoquinto aniversario de Star Trek; Michael Dorn, caracterizado como el abuelo de Worf, había figurado en el reparto de la película “Star Trek VI”, y Spock aparecía por fin en TNG tras más de veinte años alejado de la franquicia en su versión televisiva.
De hecho, Nimoy se benefició de la aperturista política de Michael Piller, en virtud de la cual, recordemos, se aceptaban guiones de cualquier profesional o aficionado. Un equipo revisaba todos ellos y decidía si eran aptos para ser llevados a la pantalla una vez repasados por la pluma de los guionistas oficiales. Nimoy estaba muy interesado en La Nueva Generación y acababa de participar en el rodaje de “Star Trek VI”. Vio la oportunidad de unir ambas series a través del personaje de Spock y les presentó el proyecto a Rick Berman y Michael Piller. El destino se alió con aquella idea porque la postproducción del largometraje llevó más tiempo que todo el ciclo de producción del episodio, por lo que “Unificación” terminó emitiéndose un mes antes de “Star Trek VI”.
La muerte de Roddenberry aguó un tanto las celebraciones, pero el proceso de fusión y
consolidación de la franquicia era ya imparable. Una nueva serie, “Espacio Profundo Nueve”, estaba en plena producción y había rumores en Paramount acerca de que La Nueva Generación daría el salto a la pantalla grande. Habría otras encarnaciones de Star Trek en el futuro, todas ellas ya sin la supervisión del creador original. ¿Le habría importado? Probablemente no. Sabía que su creación era más grande que él mismo y que otros talentos más jóvenes deberían encargarse de ella en el futuro.
“Delitos” fue un episodio construido sobre la interesante idea de que una agresión puede no ser
sólo algo físico, sino mental, y no por ello ser menos profundo. La Enterprise recibe a bordo una delegación de Ullianos, una raza de historiadores telepáticos que recolectan recuerdos perdidos de sujetos individuales para elaborar una enciclopedia. En su camarote, la Consejero Troi experimenta la recuperación de un recuerdo agradable pero inmediatamente éste toma un giro dramático y cae en un coma. Cuando Riker y la doctora Crusher tratan de averiguar lo que ha sucedido y empiezan a establecer una conexión con la presencia de los Ullianos a bordo, ambos se sumen también en una especie de trance. Picard no tiene otra salida que considerar que uno de los aparentemente pacíficos Ullianos es un violador mental.
“Delitos” no fue el primer episodio de “Star Trek” en abordar el tema de la violación mental ni
sería el último. En “Espejito, Espejito”, de 1967, una versión alternativa de Spock entraba a la fuerza en la mente de McCoy para obtener el conocimiento que necesitaba desesperadamente. Veinticinco años después, el Spock canónico haría lo mismo al traicionero Valeris en la película “Aquel País Desconocido”. Sus motivos eran similares y en esa ocasión se racionalizó argumentando la urgencia de la situación, pero uno puede imaginar que Spock no estaba satisfecho con sus actos. En un entorno de ciencia ficción, la violación mental es un crimen tan grave como la física.
“La obra de arte social” es quizá el tratamiento más siniestro y extremo del concepto de utopía que se había hecho hasta el momento en la franquicia. Picard se siente frustrado cuando Aaron, el líder de la colonia humana de Moab IV, se resiste a los esfuerzos de la Enterprise por salvar a
su mundo del impacto de un fragmento estelar que se aproxima rápidamente. Dado que los habitantes de la colonia han sido genéticamente diseñados para formar una sociedad perfectamente adaptada a su entorno, Aaron se niega a evacuarlos. Pero esa no es la única razón: también teme que el contacto con otros grupos humanos termine por corromper a sus ciudadanos. Cada miembro de esa sociedad eugenésica ha sido diseñado desde el embrión para ser un genio en algún campo concreto de la actividad humana: la física, la música, la diplomacia… incluso el entorno controlado en el que viven es perfecto. Se ha eliminado la enfermedad, el crimen, los peligros medioambientales, el conflicto social, el hambre, la pobreza… Pero cuando entran en contacto con la tripulación de la Enterprise, en absoluto producto de la excelencia genética, se dan cuenta de que se han quedado estancados, de que su tecnología, a pesar de contar entre ellos con auténticos genios, no puede igualarse con la de los visitantes. ¿Qué ha sucedido? Si el entorno social y ecológico es perfecto, si no hay desafíos, si no hay necesidad de adaptarse ni de buscar soluciones a problemas porque éstos no existen, no hay necesidad de investigar ni de descubrir. Y el resultado es, inevitablemente, el estancamiento.
Es La Forge quien salva a esa sociedad de la amenaza que pende sobre ella, el mencionado
fragmento de una estrella de neutrones. Y ello aun cuando, siendo ciego, Geordie jamás habría llegado siquiera a nacer en esa sociedad genéticamente perfecta. La colonia, no obstante, se ve muy afectada por su contacto con la Enterprise, ya que un par de docenas de colonos deciden abandonarla para explorar nuevas experiencias y posibilidades más allá de su pequeña y aislada comunidad. De nuevo, la Federación, con todos sus defectos, parece mejor opción que esta alternativa utópica incapaz no sólo de enfrentarse a cualquier cambio, sino tampoco de provocarlo. Sin embargo, en este caso, el resultado final es algo ambivalente respecto de lo que normalmente puede verse en Star Trek, quizá porque los colonos, en lugar de haber seguido las directrices de algún ordenador (como en “Duérmete Niño”, en la primera temporada), habían elegido libremente y sin interferencias el camino que debía seguir su sociedad. Al final del capítulo, Picard, que es mucho más respetuoso con la Primera Directriz de lo que jamás lo fue Kirk, expresa cierto arrepentimiento por haber desestabilizado la colonia al intervenir en su destino. De hecho, se pregunta si la ayuda ofrecida por la Enterprise podría haber sido, en último término, tan dañina para la colonia como el fragmento estelar del que la salvaron.
En “Enigma”, toda la tripulación de la Enterprise sufre una pérdida de memoria tras el encuentro con una nave alienígena. Aunque no pueden recordar su propia identidad ni las de los que les rodean, ni cuál es la misión de la nave o su función en ella, sí conservan las habilidades y conocimientos que les permiten operar la Enterprise. En la confusión que se crea, nadie se da cuenta de que Kieran McDuff, identificado por la computadora como oficial ejecutivo, es alguien a quien nunca han visto antes. El ordenador les informa, además, de que se encuentran en una misión de guerra con el objetivo de destruir el centro de mando de una especie extraterrestre. De alguna forma, Picard siente que ese objetivo es erróneo, pero su nuevo primer oficial insiste en que debe obedecer las órdenes.
“Pistas”, “Enigma” y la posterior “Causa y Efecto” se apoyan sobre la misma idea: la
tripulación de la Enterprise encuentra…algo, y luego pierden la memoria, ya sea del encuentro en sí mismo o de sus propias identidades. Sin embargo, cada episodio, a su manera, es muy destacable. “Pistas” está desarrollado como un misterio a la antigua usanza (¿Por qué miente Data?), “Causa y Efecto” como una aventura de altos vuelos (la nave queda atrapada en un bucle temporal) y “Enigma” como un relato producto de la Guerra Fría (ganar una guerra convenciendo a unos poderosos extranjeros de que tu enemigo es también el suyo). De los tres capítulos, sin embargo, sólo “Enigma” trata de destacar el humor inherente a semejante situación, con Worf instalándose en la silla del capitán, Data convertido en camarero y Riker acostándose con Ro Laren, una mujer con la que normalmente se enzarza en amargas discusiones.
“Ética” es otro de los excelentes episodios escritos por Ronald Moore acerca del mundo y la cultura klingon. Paralizado permanentemente de cintura para abajo a resultas de un accidente, Worf prefiere suicidarse antes que vivir como un tullido. Le pide a Ryker que le ayude en el ritual correspondiente, pero éste se niega, argumentando que según esa tradición klingon que Worf tanto invoca, debe ser su hijo pequeño quien debe hacerlo. Incapaz de obligar al pequeño Alexander a pasar por semejante trance, acepta someterse a una nueva cirugía desarrollada por una especialista –a la que la doctora Crusher se opone por considerarla poco ética- que tanto puede curarle como matarle.
Ron Moore afirmó que no le gustó nada tener que encargarse de este episodio. Odiaba los
programas sobre médicos y en esta historia tuvo que recurrir al imprescindible vocabulario y expresiones del oficio. Aun así, supo escribir un excelente drama que abordaba con inteligencia, profundidad y sensibilidad el siempre delicado tema de la eutanasia. Y ello sin tomar partido por una u otra opción. Worf es un guerrero, cuya cultura, educación y temperamento le dice que, sin poder luchar, su vida ha terminado y que más vale morir que vivir paralizado. Picard no tiene las mismas creencias, pero es partidario de respetarlas. Por las mismas razones que Worf, Riker, en cambio, se niega a colaborar en el suicidio de su amigo. Y la doctora Crusher, como médico, no contempla en absoluto dejar que su paciente se quite la vida. A todos estos puntos de vista se añade el tema de la práctica médica en casos extremos. ¿Es ético aplicar tratamientos experimentales potencialmente letales en pacientes desesperados? Es este un excelente ejemplo de la mejor ciencia ficción, aquélla que pone el énfasis no en la tecnología o los efectos especiales, sino en el ser humano –o klingon, en este caso-.
“El Paria” permitió analizar el tema de la intolerancia sexual de una forma que solo la ciencia
ficción es capaz. Cuando varios representantes de la especie andrógina J´naii piden ayuda a la Enterprise para localizar una lanzadera perdida, Riker se encuentra trabajando codo a codo con Soren, una/uno de sus pilotos. Ambos conversan mucho sobre sus respectivas culturas y Soren explica que entre los J´naii está prohibido mantener relaciones asumiendo un rol específico. Aquellos que expresan públicamente sus preferencias sexuales son arrestados y sometidos a un lavado de cerebro que les reconduce a actitudes más “saludables”. Pero Soren admite que “ella” siempre se ha considerado mujer y que, de hecho, se siente atraída por Riker.
No todos los espectadores se mostraron satisfechos con el guión escrito por Jeri Taylor, algo que tampoco sorprendió a los productores. La historia se había escrito para denunciar la injusticia inherente a ciertas actitudes sociales que todavía seguían muy vivas en el siglo XX. Pensaron,
por tanto, que molestarían a aquellos espectadores de talante más conservador. Pero inesperadamente, aunque sí recibieron cartas de protesta de ese grupo, llegaron muchas más procedentes de la comunidad gay quejándose de que no habían ido lo suficientemente lejos y de que el tema de la orientación sexual se había enfocado de manera tan ambigua que los heterosexuales podían pensar que la historia iba sobre la heterosexualidad. Estas protestas se apoyaban en una de las frases de Soren: “Algunos tienen fuertes inclinaciones hacia lo masculino. Otros las sienten para ser mujeres. En nuestro mundo, esos sentimientos están prohibidos”. No había mención a aquellos “con inclinaciones a ser mujeres” que se sintieran atraídos por otras mujeres, o aquellos que se sintieran hombres y que, a su vez, desearan una relación con otro varón. En fin, que no había mención alguna de la homosexualidad. Y aunque el discurso de Soren describía la necesidad de “llevar vidas secretas y resguardadas”, los fans gays pensaron que los productores habían querido evitar el tema.
Aunque hoy puede resultar fácil entender la polémica, también lo debería ser el que semejante tema no pudiera tratarse de forma completamente abierta en una serie destinada a una audiencia lo más amplia posible. Personalmente no tuve ningún problema en entender las referencias, por mucho que estuvieran disfrazadas del modo característico de la ciencia ficción y, en concreto, de “Star Trek”, esto es, colocar el tema de interés social en el marco de una cultura alienígena y adornarlo con elementos propios del género.
En “Causa y Efecto” el guionista Brannon Braga experimentó con una nueva estructura
narrativa que confundió a propios y extraños. Mientras se hallan cartografiando una región desconocida, los tripulantes de la Enterprise experimentan una continua sensación de deja vu. El sistema de propulsión de la nave falla y se encuentra atrapada en un rumbo de colisión con otra nave que parece surgida de la nada. En plena emergencia, Data y Riker ofrecen dos actuaciones alternativas, de las cuales Picard elige una…y paga el precio: la destrucción de la Enterprise… Pero inmediatamente después de su explosión, nave y tripulación vuelven a encontrarse repitiendo la misma rutina de las últimas horas hasta volver al punto del desastre. Están atrapados en un bucle temporal, pero no son conscientes de ello ya que no conservan la memoria del anterior y, por tanto, están condenados a repetirlo una y otra vez hasta la eternidad.
Cuando se emitió por primera vez, muchos espectadores pensaron que sus televisores tenían
algún tipo de problema, o que la emisora estaba repitiendo el mismo fragmento del episodio vez tras vez. La confusión venía motivada porque la manera de contar este tipo de fenómenos temporales era nueva, anterior al estreno de películas que más adelante la popularizaron como “Atrapado en el Tiempo” (1993). Gene Roddenberry había prohibido a su equipo de guionistas historias sobre viajes en el tiempo, pero Braga se lo tomó como un desafío personal y trató de escribir una aventura temporal como no se había visto antes. Pensó que utilizando el Tiempo se podían hacer más historias que la clásica del individuo que regresaba hacia atrás en la línea temporal para evitar que algo sucediera. ¿Y si los personajes se quedaran atrapados en el mismo día, una y otra vez?
No fue un episodio fácil de escribir porque cada vez que los personajes repiten el bucle, hay algo sutilmente diferente en el mismo. A los guionistas les costó días de trabajo imaginar que podían utilizar la partida de poker y a Data para enviar un mensaje al futuro y romper el bucle. También supuso un desafío para el director del capítulo, Jonathan Frakes, que hubo de encontrar una manera de rodar cinco veces las mismas escenas utilizando encuadres y ángulos diferentes.
“La Primera Obligación” fue otro episodio dedicado al desarrollo de personajes y con nula
acción. Un miembro del escuadrón de Wesley Crusher en la Academia Estelar ha muerto durante un accidente mientras ejecutaban unas maniobras en el espacio exterior. Ante la comisión de oficiales de la Academia que investiga el suceso, Wesley y sus tres compañeros supervivientes del equipo declaran que el fallecido sufrió un ataque de pánico y provocó su propia muerte. Pero Picard sospecha que los cuatro muchachos ocultan algo y presiona a Wesley para que revele la verdad, algo que le podría costar al chico algo más que la amistad de sus compañeros: su carrera como futuro oficial de la Flota.
Este episodio vino firmado por Ron Moore y Naren Shankar. Este último, como Moore, había
estudiado en la Universidad de Cornell y, de hecho, ambos pertenecían a la misma fraternidad, donde se hicieron buenos amigos. Cuando Moore se marchó para hacer carrera como guionista en Los Angeles, Shankar se quedó en Cornell y terminó su doctorado en ingeniería y física. Pero para entonces, ya sabía que su objetivo en la vida no era el de ser ingeniero. No le costó mucho a Moore, que había empezado hacía poco a trabajar en “La Nueva Generación, convencerle para que se mudara a la Costa Oeste. Escribió un tratamiento de guión y Moore se lo mostró a sus compañeros; gracias a ello lo contrataron como becario y luego como asesor científico en virtud de su educación universitaria en esas materias, pero también le permitieron presentar sus propias ideas para guiones. El primero en ser aprobado fue este capítulo acerca del dilema ético de tener que elegir entre la lealtad hacia los amigos y el deber.
En “La Compañera Perfecta”, uno de los papeles principales, la irresistible Kamala, lo
interpreta Famke Janssen, una exmodelo holandesa cuyo carisma, tanto como a Picard en la serie, conquistó a los productores de la franquicia. De hecho, mientras se rodaba aquel episodio se estaba llevando a cabo el casting para la nueva serie “Star Trek: Espacio Profundo Nueve” y le ofrecieron el personaje del oficial científico, papel para el que estaban teniendo muchos problemas en encontrar el actor idóneo. Pero Janssen lo rechazó, puesto que quería garantizarse la libertad de participar en producciones cinematográficas y no deseaba encasillarse en un papel concreto. Efectivamente, el público no tardaría en verla interpretando papeles inolvidables, como la villana Xenia Onatopp en la entrega “Goldeneye” de la franquicia de James Bond, o, de nuevo junto a Patrick Stewart, Jean Grey en la serie de películas de “X-Men”.
En la quinta temporada, Rene Echevarría ya había vendido varias historias a los productores de la serie. También le habían encargado reescribir varios guiones firmados por terceros y enviados al estudio, incluyendo “La Pareja Perfecta”. Sin embargo, continuaba residiendo en
Nueva York. No estaba dispuesto a cambiar la vida en los límites de Broadway por un futuro más prometedor en Hollywood. El episodio “Yo, Borg”, cambió todo eso.
Rastreando una señal de socorro hasta un mundo distante, la tripulación de la Enterprise encuentra los restos de una nave Borg y un superviviente de la misma. Aunque Picard inicialmente no quiere intervenir en el salvamento de aquél, la doctora Crusher lo convence para llevarlo a bordo y curarlo. Separado del colectivo Borg, el ser empieza a recobrar su sentido de la individualidad y miembros de la tripulación que eran inicialmente escépticos con la idea de tenerlo a bordo, desarrollan empatía hacia esa alma perdida que adopta el nombre de Hugh. Picard, sin embargo, sigue convencido de que Hugh no puede ser recuperado y ordena a La Forge y Crusher que encuentren una forma de servirse de su conexión mental con el colectivo Borg para destruir a toda la especie.
Es esta una historia que surgió de una de las reflexiones de Echevarría acerca de los elementos
básicos de la serie, en este caso, los Borg. Eran unos personajes que habían tenido mucho éxito, pero los productores no los habían vuelto a recuperar desde su debut casi dos años atrás. Ello era así porque no creían que pudieran superar la escala épica de aquel episodio doble, pero Echevarría pensó que quizá la forma de abordarlo era la opuesta. En lugar de una gran confrontación galáctica entre dos especies ¿Por qué no hacer una historia íntima sobre uno de ellos? ¿Cómo sería un Borg, uno solo, aislado de los demás?
A los productores les encantó la idea, pero fue sólo después de que Echevarría volara a Los Ángeles para desarrollar el guión cuando se dieron cuenta de lo mucho que había madurado como escritor. Había aportado por su cuenta cosas verdaderamente interesantes al guión, como
que el Borg sólo utilizara la palabra “nosotros”, o que Picard se comportara como Locutus, su identidad Borg, para presionar a Hugh hasta que éste demuestra que algo ha cambiado en su interior. Fue entonces cuando le ofrecieron mudarse a California y convertirse en miembro permanente del equipo de guionistas. Echevarría, por tanto, se sumergió en el mundo de la televisión y dejó de soñar con escribir obras revolucionarias para teatros marginales de Broadway.
”Yo, Borg”, además, sentó las bases de una de las principales líneas temáticas para la posterior serie “Star Trek: Voyager”, en la que la Borg Siete de Nueve es separada del colectivo para emprender a continuación un prolongado esfuerzo por recuperar su humanidad y capacidad de existir como individuo autónomo.
En “Luz Interior”, Picard es golpeado por un rayo de energía procedente de una antigua sonda
espacial, encontrándose a continuación en el árido y tecnológicamente primitivo mundo de Kataan. Aunque conserva todos los recuerdos de su vida a bordo de la Enterprise, los habitantes de Kataan insisten en que siempre ha vivido entre ellos como un sencillo agricultor, que su nombre es Kamin y que está casado con una mujer llamada Eline. Es una realidad que Picard inicialmente se niega a aceptar, pero conforme van pasando los años sin tener noticia de la Enterprise, abandona las esperanzas de ser rescatado y se da cuenta de que lo que debe hacer es aprovechar esa nueva existencia que se le ofrece.
Este episodio, inicialmente presentado por el guionista Morgan Gendel y sobre el que
trabajaron varios escritores de la plantilla hasta darle la forma definitiva, es uno de los más queridos por los fans de toda la franquicia Star Trek. Es una historia muy sencilla y al mismo tiempo muy compleja. Picard es obligado a vivir en su mente el resto de su existencia en un mundo moribundo, pero a bordo de la Enterprise solo transcurren veinticinco minutos, al término de los cuales el comandante regresa a su yo habitual y el capítulo se termina. Podría haber sido una historia perfecta para “La Dimensión Desconocida”: intelectualmente apasionante pero emocionalmente plana porque le sucedía a uno de esos personajes anónimos y efímeros con los que trabajaba esa antología televisiva. Los espectadores difícilmente pueden sintonizar sus emociones con un personaje con el cual “conviven” sólo media hora.
Pero sí lo pueden hacer con Picard, porque conocen bien al personaje. A estas alturas de la
serie, los espectadores más fieles han viajado con él por toda la galaxia durante 125 horas, conocen sus manías, temores, virtudes y defectos, por lo que le acompañan en la desorientación y miedo que experimenta en esta aventura. No sólo eso, gracias a la magnífica interpretación de Patrick Stewart, también pueden sentir con él. ¿Cómo sería el ser arrancado de la vida propia y arrojado a otra, una que has pasado muchos años tratando de evitar? Una vez que tomas verdadera conciencia de que ahora esa nueva vida es tu auténtica realidad, que esa es tu casa, que esa es tu mujer… te amoldas y, siendo como es Picard –sea cual sea el nombre por el que le conozcan quienes le rodean-, te comprometes. Te comprometes con tu esposa, con tus hijos, con tus amigos y con el bienestar de tu comunidad. Y cuando el episodio llega a su fin, podemos comprender e incluso sentir su pérdida. Por todo ello, “La Luz Interior” ganó el Premio Hugo a la Mejor Presentación Dramática en 1993, la primera vez que el galardón iba para un programa televisivo desde la emisión de la serie original de Star Trek.
(Continúa en la siguiente entrada)
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(Viene de la entrada anterior) Durante la sexta temporada de La Nueva Generación, llegó también el momento del lanzamiento del esperado spin-off: “Star Trek: Espacio Profundo Nueve”, que se estrenó en enero de 1993. El productor Michael Piller supervisó también esta nueva criatura de la franquicia, dejando a Jeri Taylor el puesto de coproductora ejecutiva de TNG. Los actores Colm Meaney y Rosalind Chao pasaron a formar parte del reparto habitual de la serie, ambientada en la estación espacial que le da título, como también el guionista Peter Allan Fields, el productor Ira Steven Behr y el supervisor de efectos visuales Robert Legato (dejando a Dan Curry como responsable único de ese departamento en TNG).
Los guiones de TNG siguieron estando firmados y/o supervisados por el núcleo de veinteañeros
que habían llevado la serie hasta su punto más alto: Ronald Moore, Rene Echevarría, Brannon Braga y Naren Shankar (Joe Menosky se marchó a Italia durante tres años y aunque siguió colaborando ocasionalmente en algunos episodios no reanudaría su relación con la franquicia hasta el estreno de “Star Trek: Voyager”). “Espacio Profundo Nueve” se estrenó con índices de audiencia astronómicos, pero los de “La Nueva Generación” se mantuvieron igualmente buenos, lo que significaba claramente que el público quería más Star Trek. Paramount tomó nota y empezó a hacer planes para un nuevo spin-off: “Voyager”.
Dos de los primeros episodios de la sexta temporada eran claros homenajes a sendos clásicos. “El Reino del Miedo”, escrito por Brannon
Braga, recuperaba el espíritu de uno de los capítulos de “La Dimensión Desconocida”, “Pesadilla a 20.000 Pies” (curiosamente, protagonizado por William Shatner), en el que el pasajero de un avión se ve incapaz de convencer al resto del pasaje y la tripulación de que hay una criatura en el ala de la aeronave. Por su parte, “El Mediador”, escrito por Frank Abatemarco, era una actualización de “El Retrato de Dorian Gray”, de Oscar Wilde, y del que nadie quedó demasiado satisfecho. “Cismas”, escrito por Brannon Braga, llevaba al universo trekkie el tema de las abducciones extraterrestres (antes del estreno de “Expediente X”).
“Reliquias”, en cambio, fue un episodio muy emotivo por la recuperación de otro de los
personajes de la serie original: el ingeniero Montgomery Scott, “Scotty”. En este capítulo, la Enterprise realiza tres hallazgos históricos el mismo día: un inmenso hábitat artificial en forma de esfera Dyson; los restos de una nave estrellada setenta y cinco años atrás en su superficie, la “Jenolen”; y el capitán de ésta, Scott, todavía vivo tras pasar todo ese tiempo en suspensión molecular dentro del transportador como solución de emergencia para sobrevivir. Scotty es una leyenda y un ingeniero genial, pero no tarda en crispar los nervios de La Forge, que trata de hacer su trabajo mientras su veterano compañero insiste en aportar su grano de arena. Sin embargo, cuando la Enterprise cae en la misma trampa que la Jenolen años atrás, Scotty demostrará que todavía es capaz de obrar milagros con la tecnología.
Escrita por Ronald Moore, fue una historia conmovedora sobre un hombre que, aunque haya contribuido por enésima vez a salvar la Enterprise, debe asumir que su tiempo ha pasado, que ya no podrá ponerse al día, que jamás se acostumbrará a “comandantes sintéticos” y “whiskys sintéticos”. El equipo de producción se tomó muchas molestias para reproducir (sobre un croma) el puente original de la Star Trek de Kirk, recreado por la sala de hologramas a petición de un especialmente melancólico Scotty, el centelleo de los viejos transportadores e incluso un fragmento musical de la fanfarria de entonces.
Para entonces, el trío fundamental de guionistas de la serie estaba en su mejor momento.
Ronald Moore se especializó en historias de intrigas políticas y el mundo klingon; Brannon Braga aportaba guiones construidos alrededor de conceptos imaginativos; y Rene Echevarría sobresalía en argumentos con poca acción pero centrados en los personajes y sus emociones. “Un verdadero Q” fue un ejemplo de estos últimos. Una joven interna, Amanda Rogers, llega a la Enterprise para pasar un periodo de prácticas. Inteligente, atractiva y muy entusiasta, esconde unos grandes poderes que acaban revelándose a su pesar cuando salva a la nave de un escape del reactor. Es entonces cuando aparece Q, quien afirma que la muchacha, aunque ella no lo sabe, es en realidad un miembro de su especie y que debe marchar con él a su dimensión. A Echevarría no le gustaba demasiado el personaje de Q, pero consiguió dar un giro a esta historia –enviada al estudio por un muchacho de 17 años-, dejando a un lado al excéntrico extraterrestre para convertirla en la de una adolescente en proceso de madurez física y emocional.
Durante la quinta y sexta temporadas el encargado de escribir la tecnocháchara y aportar los conceptos “científicos” de los argumentos fue Naren Shankar (Andre Bormanis lo relevó de esa tarea en la séptima temporada, cuando Shankar se convirtió en guionista fijo del staff).
“Capacidad de Vida” es un buen ejemplo del tipo de lenguaje “científico” con que a veces se abrumaba al espectador. Fue el segundo episodio escrito por Shankar pero, bajo toda esa verborrea, se esconde un corazón de excelente ciencia ficción. La doctora Farallon, al cargo de una estación orbital minera experimental, ha creado una serie de computadoras móviles a las que llama exocomp, capaces de reparar averías y replicar los instrumentos que necesiten en cada caso, normalmente en lugares y situaciones letales para los humanos. Pero Data se da cuenta de que esas máquinas son en realidad seres vivos. Aún más, podrían ser tan inteligentes como él mismo lo es. Dado que ninguna vida es más valiosa que otra, Data se opone a que los exocomps sigan utilizándose como mano de obra esclava, aunque ello suponga sacrificar las vidas de Picard y La Forge.
Es un episodio que reflexiona sobre lo que es la vida, cómo la definimos y lo limitados que nos
encontramos por nuestra propia biología a la hora de detectar esa cualidad en otros seres. ¿En qué momento podría considerarse a una inteligencia artificial como “vida”? Era un tema que ya se había tratado en uno de los mejores episodios de la serie, “La Medida de un Hombre”, pero que aquí se lleva a su lógica conclusión. Data, que fue defendido y salvado en aquel episodio por Picard, se ve enfrentado a un dilema ético, el de sacrificar a su capitán para proteger otra vida. Es un gran momento para Data, porque bajo su razonamiento lógico y aunque él no lo reconozca, oculta algo emocional y, por tanto, humano.
“Cadena de Mando” fue un episodio doble, cuya primera mitad fue escrita por Ron Moore. En ella, Picard, la doctora Crusher y Worf son enviados en misión secreta a un planeta en posesión de los cardasianos para investigar la fabricación de una poderosa arma de destrucción masiva.
Mientras tanto, la Enterprise, cuyos tripulantes nada saben de la misión de Picard, pasa al mando del capitán Edward Jellico (interpretado por el veterano Ronny Cox), un oficial estricto y antipático que inmediatamente causa rechazo en Riker hasta el punto de llegar a cesarlo en el mando. Es un personaje que sólo pudo cobrar vida tras la muerte de Gene Roddenberry, a quien le disgustaba ver conflictos interfiriendo en la serena vida a bordo de las naves de la Flota. Y, si algo hace Jellico, es crear conflicto. Pero al mismo tiempo. Moore supo evitar el tópico del oficial odioso que en último término se revela incompetente y ha de ser salvado in extremis por algún otro personaje. Jellico es duro, pero también sabe lo que hace y, de hecho, es él quien consigue evitar la guerra y salvar a Picard del cautiverio en el que ha caído.
La segunda parte, escrita por los guionistas Frank Abatemarco (su última contribución para la
serie) y Jeri Taylor ponía su foco emocional en la brutal tortura a la que era sometido Picard tras ser hecho prisionero por los cardasianos. Aparte de los obvios homenajes al “1984” de George Orwell, ambos escritores se documentaron ampliamente tanto en la psicología de los torturadores como en las experiencias de supervivientes a estas prácticas. Patrick Stewart, por su parte, estudió grabaciones cedidas por Amnistía Internacional, organización que también colaboró en la redacción del guión y rodaje, dando como resultado unas conmovedoras y muy realistas escenas que le permitieron al actor (y a su némesis para ese episodio, el torturador cardasiano interpretado por David Warner) brillar de forma especial.
“Una nave en una botella”, escrito por René Echevarría, recuperaba el hilo argumental de un episodio de la segunda temporada, “Elemental, Querido Data”, para traer de vuelta a Moriarty en la sala de hologramas. Éste, decidido a vivir una existencia real fuera de ese espacio cerrado y virtual, lo consigue y, empeñado en que los técnicos de la Enterprise le proporcionen una compañera, toma el control de la nave en un momento en el que ésta se halla en una situación comprometida. Es un episodio que vuelve a reflexionar sobre la naturaleza de la vida, introduciendo además, en un inteligente giro, ese tema tan querido por Philip K.Dick que es el que la realidad que percibimos no sea sino una ilusión.
Ronald Moore escribió con “Tapiz” el que él mismo considera uno de sus mejores trabajos en la serie. En ella, Picard, tras resultar mortalmente herido, se encuentra cara a cara con Q, que afirma ser Dios. Le ofrece retroceder en el tiempo y cambiar aquellos momentos de su vida de
los que se arrepiente y, concretamente, uno en el que, cuando era un atolondrado e impulsivo cadete, se metió en una pelea de la que salió tan mal parado que su corazón hubo de sustituirse por uno artificial. Moore jugaba con la idea de que, mientras que Kirk había sido un erudito en la Academia para luego convertirse en un buscalíos amante de las mujeres, Picard había seguido el camino inverso. El mensaje del episodio era que, si nos aceptamos como somos, debemos también aceptar la forma en que hemos llegado a ser lo que somos. Incluso aquellos momentos de los que ahora nos podemos arrepentir han contribuido a conformar nuestro yo. El capítulo, además, marcó un nuevo paso en la evolución del popular Q, que había comenzado en la serie como un mero villano casi omnipotente para ir transformándose, temporada a temporada, en un ser igualmente poderoso, pero progresivamente más maduro, empatizando con los humanos, sintiendo la necesidad de ser uno de ellos para comprender sus emociones, representando los intereses de su especie y, por fin, ejerciendo de ángel custodio de Picard (como el Clarence de “¡Qué bello es vivir!”).
“Estado de Ánimo” es un típico ejemplo de la clase de historias que imaginaba Brannon Braga,
quien tenía en la puerta de su despacho un cartel que rezaba: “Príncipe de la Oscuridad”. La víspera de realizar una misión encubierta en el planeta Tilonus IV para rescatar a unos rehenes de la Federación, Riker experimenta cambios en la realidad, saltando de su vida normal en la Enterprise a un confinamiento en una institución mental alienígena. Por si esto no fuera lo suficientemente extraño, pasa su tiempo en la Enterprise ensayando una obra teatral en la que interpreta a un paciente mental atrapado en un manicomio. El fino velo entre la realidad y la fantasía empieza a tambalearse y Riker se ve obligado a creer al terapeuta extraterrestre que le asegura que es un paciente encerrado allí por asesinato… Aunque era un concepto intrigante, también tenía poco recorrido, pero el resto del equipo de guionistas colaboró en afinar una historia que permitió a Jonathan Frakes demostrar su capacidad interpretativa.
Como le sucedía a Gene Roddenberry, muchos de los personajes que viven en la Enterprise son
humanistas más que creyentes. Puede que practiquen alguna fe religiosa, pero no hablan de ello. Por eso resulta irónico que el único personaje abordo que parece atrasado desde el punto de vista de la civilización sea el que atesore y exprese las creencias espirituales más firmes. En “Heredero Legítimo”, Worf se toma un permiso de la Enterprise para viajar hasta un monasterio klingon, donde espera “encontrar a Kahless” a través de la meditación. Aunque ese legendario líder espiritual de su pueblo lleva muerto muchos años, Worf descubre lo que parece ser un Kahless de carne y hueso y que, además, desea retomar su papel de dirigente. Ello despertará los recelos de Gowron, el actual líder del Imperio Klingon, que ve a Kahless como una amenaza a su reinado y trata de demostrar que su reaparición es un fraude. Ambos, Kahless y Gowron, tratan de convencer a Worf para que se una a su bando en el inminente conflicto.
Una historia como la de “Heredero Legítimo” no podría haber funcionado más que con Worf. Hasta ese momento, no se había realizado una reflexión sobre la espiritualidad y la fe, temas que parecían imposibles de encajar en el tipo de universo creado por Roddenberry. Pero el guionista Ron Moore aceptó el desafío atraído por la posibilidad de explorar la idea de conocer a alguien del pasado recreado en el presente. ¿Qué ocurriría si pudiéramos traer de vuelta a Jesucristo o a Buda? ¿Qué efecto tendría sobre la fe de sus seguidores? ¿Qué sería auténtico y qué no? Además, el episodio permitía profundizar en la esfera religiosa y política del Imperio Klingon. Todas esas cuestiones fueron exploradas por Moore utilizando ese estilo indirecto tan querido por Star Trek y que le ha permitido evitar siempre la polémica.
Si “Heredero Legítimo” era un buen ejemplo del tipo de guión enérgico y denso que tan bien se le daba a Ron Moore, y “Estado de Ánimo” de los juegos mentales que proponía Brannon
Braga, “Segunda Oportunidad” definía la especialidad de René Echevarría: historias dominadas por los sentimientos. Tanto es así, que muchos fans pensaban que él era una mujer, algo que él se tomaba como un halago. En este capítulo, William Riker regresa a Nervala IV para recuperar los datos de una computadora que hubo de dejar atrás apresuradamente cuando su equipo fue evacuado años atrás. Las peculiares condiciones atmosféricas del planeta sólo permiten operar a los transportadores en ventanas muy concretas de tiempo cada ocho años. Cuando Riker se materializa en la base abandonada, descubre con inmensa sorpresa un duplicado exacto de sí mismo que, debido al campo de distorsión atmosférico, fue creado en el instante en el que, casi una década atrás, él se transportó fuera del planeta. Este Riker ha vivido los últimos ocho años solo en ese desolado mundo y está ansioso por retomar su vida allá donde la dejó, sobre todo en lo que se refiere a su relación amorosa con Deanna Troi. Por supuesto, ello va a provocar múltiples problemas, tanto con el ahora comandante Riker como con su antiguo amor.
“Segunda Oportunidad” fue una inmejorable ocasión para contar una historia romántica entre Riker y Troi, de los que siempre se mencionaba su antigua relación aunque ahora ésta hubiera terminado. Este capítulo permite profundizar en ella, en el amor que compartieron y las razones por las que se distanciaron. Hasta hoy día, sigue siendo uno de los episodios favoritos de los fans.
“Descenso” fue un episodio en dos partes que, como ya era tradicional, quedó dividido entre la temporada saliente y la entrante, en este caso la sexta y la séptima. En ella, vemos ya algunas de las características que Ronald Moore desarrollaría en profundidad en su siguiente gran proyecto personal, “Battlestar Galactica”. En un encuentro con los Borg (unos Borg mejorados, con personalidad y nombre), Data mata a uno de ellos en legítima defensa, pero para sorpresa propia y ajena, experimenta por primera vez una doble emoción: furia y satisfacción por el acto de matar. Aún más impactante resultará su deserción y su alianza con su malvado hermano Lore, quien ha reunido en torno suyo a una facción de los Borg.
Traiciones de aliados, androides sofisticados dirigiendo a otros que lo son menos (aunque en
este caso los Borg no sean tales sino ciborgs), seres artificiales con emociones... Ronald Moore estaba encantado con la posibilidad de explorar este lado oscuro de los personajes, una faceta que sin duda habría suscitado el rechazo de Gene Roddenberry al ver maculado su universo ideal. Moore, como sus compañeros guionistas, comprendía que el mejor drama es el que se desarrolla entre los personajes protagonistas, aunque ello signifique revelar las facetas menos ejemplares de sus personalidades.
No obstante, Moore no acabó totalmente satisfecho con el episodio. Las escenas de acción le parecieron acartonadas y carentes de imaginación, algo que en buena medida se debía a que el apretado calendario de producción
impedía prestarles la debida atención y preparativos. Son escenas más complejas que las de diálogo, ya que intervienen consideraciones de seguridad, diseño de coreografías, preparación de los especialistas, movimientos de cámara más complejos… Años más tarde, en “Battlestar Galactica”, Moore se aseguraría de disponer del tiempo necesario para que la acción estuviera adecuadamente reproducida en pantalla. Por otra parte, la conclusión de la historia (como primer capítulo en la séptima temporada), fue un tanto decepcionante. René Echevarría, encargado de la segunda parte, admite que tenía demasiadas tramas abiertas y con demasiado peso dramático como para cerrarlas de forma satisfactoria y haciendo honor a los personajes.
(Continúa en la siguiente entrada)
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(Viene de la entrada anterior) Al comenzar su séptima temporada, “La Nueva Generación” estaba en boca de todos, incluso la de la Academy of Television, Arts And Sciences, que por fin se dignó reconocer la valía del programa nominándolo a Mejor Serie Dramática (perdió ante “Picket Fences”). El interés del público estaba en su mejor momento y no decayó en absoluto cuando Paramount anunció que esa séptima sería su última temporada y que en noviembre de 1994 se estrenaría la primera película: “Generaciones”.
Esa decisión tenía sentido para el estudio desde un punto de vista financiero. Con el paso de los
años, el coste por episodio había ido elevándose y la serie ya no era tan rentable como al principio. Tras 178 episodios, era el momento de cambiar el paso y probar otro formato. Por otra parte, el equipo de producción estaba sumido en un torbellino enloquecido que apenas les dejaba respirar: además de “La Nueva Generación”, se encargaban de “Espacio Profundo 9” y el inicio de “Star Trek: Voyager”, que sustituiría a LNG en la parrilla. Además, para encajar en el calendario la producción de la nueva película, hubo de acelerarse el ritmo en el rodaje de la serie principal, lo que significó acortar el periodo de descanso del equipo entre temporadas. Muchos de los técnicos trabajaban tanto en “La Nueva Generación” como en “Espacio Profundo 9” y otros, como los guionistas Ronald Moore y Brannon Braga, lo hacían en la película. Para los agotados actores, fueron momentos agridulces: sabían que estaban en la cima de su popularidad, pero también que ese periodo de sus vidas personales y profesionales llegaba a su fin.
Con la mayor parte de los esfuerzos creativo y de producción centrados en “Espacio Profundo 9” y “Generaciones”, los guionistas empezaron a dar signos de agotamiento. Es ahora cuando
empiezan a aparecer por todas partes familiares de los personajes (la madre de Geordi, el hermano de Worf, Wesley Crusher, la “madre” de Data, el hijo de Picard, el de Worf…) y se reciclaron y recalentaron ideas (“Relaciones” no dejaba de ser una variación de “Misery”, la película basada en la novela de Stephen King; “Gambito” era una historia de piratas espaciales que Roddenberry jamás habría autorizado; en “Fantasmas”, volvíamos a tener a un Data funcionando mal y poniendo en peligro a sus compañeros; “Subrosa” no dejaba de ser un cuento gótico de fantasmas y casas encantadas trasladado a otro planeta; algo parecido ocurre con “El Ojo del Espectador”, otra historia de espectros que, en esta ocasión, “hablan” desde el más allá para señalar a su asesino; “Génesis” seguía las líneas de una historia de monstruos de serie B…)
Por su parte, “Paralelos” no dejaba de ser una vuelta de tuerca más a la idea de los universos alternativos. En esta ocasión, Worf se encontraba inexplicablemente atrapado en un
permanente salto de un universo alternativo al otro tras regresar a la Enterprise de una competición deportiva. De pronto, pasa a vivir en una realidad en la que el capitán Picard no regresó nunca de su secuestro por parte de los Borg, Riker se convirtió en el líder de la Enterprise y él se casó con Deanna Troi. Brannon Braga nunca creyó que le aceptarían este guión –entre otras cosas porque contenía una escena con cientos de naves apareciendo simultáneamente en el espacio, muy complicada técnicamente y costosa económicamente-, pero para su sorpresa así fue. Utilizar el concepto científico de los universos paralelos derivado de la física cuántica fue una apuesta arriesgada para la televisión de la época, tanto, de hecho, que se incluyó una escena en la que Data la explicaba utilizando un gráfico.
De hecho, fue este episodio con múltiples niveles narrativos excluyentes entre sí el que dejó con la boca abierta a un joven aficionado: Robert Orci que años después, en 2009, escribiría junto a Alex Kurtzman el guión de la nueva película de “Star Trek” dirigida por J.J.Abrams. En ella, Orci utilizó aquella misma idea para establecer un nuevo universo alternativo con su propia línea cronológica en la que se desarrollaría la nueva encarnación de la franquicia cinematográfica.
Más interesante fue, por ejemplo, “Cubiertas Inferiores”, una historia que se narraba desde el punto de vista de un grupo de esos personajes sin diálogo que siempre aparecen en la serie de fondo, tecleando paneles o cruzándose con los
protagonistas en los pasillos. Era una aproximación original a la vida de la nave más allá del puente, en el que unos jóvenes alféreces en proceso de obtener –o no- ascensos en la Enterprise deben encontrarse a sí mismos y su lugar en la nave. René Echevarría escribió (sobre una idea de Ronald Wilkerson y Jean Louise Matthias) una historia sobre las dificultades de alcanzar la madurez y el sentimiento de pérdida ante la muerte de compañeros que contó con un grupo de buenos personajes (como el vulcaniano Taurik o la bajoran Sito Jaxa. De haber continuado la serie una temporada más, probablemente habrían sido recuperados para pequeños papeles.
Por otra parte, la serie seguía fiel a algunas de las filosofías de Roddenberry, como la de
convertirse en reflejo de ciertos debates sociales. Tomemos por ejemplo el episodio “Fuerza de la Naturaleza”, en el que la Enterprise se ve abordada a la fuerza por dos científicos que exigen a la Federación que dejen de utilizar los motores de curvatura para desplazarse por el corredor en el que se encuentra su planeta. Esos motores, dicen, generan campos que alteran el subespacio y afectan al clima de su mundo, amenazándolo con tornarlo inhabitable. Tras estudiar la información que aportan, Data afirma que puede ser cierto pero que el asunto debería derivarse al Consejo Científico de la Federación. Uno de los alienígenas, frustrado por los retrasos burocráticos, decide demostrar su tesis de una vez por todas, sacrificando su vida y poniendo en peligro a toda la nave.
En 1973, los Estados Unidos hubieron de hacer frente al embargo de petróleo promovido por
los países miembros de la OPEP. Ante un posible escenario de precios muy altos y suministro irregular, la administración del presidente Richard Nixon hizo diferentes propuestas con el fin de reducir el consumo nacional de combustible, incluyendo el establecimiento de un límite máximo de velocidad, asumiendo que la eficiencia máxima de los motores de combustión se alcanzaba a los 90 km/h. Al año siguiente, ese límite entró en vigor.
“Fuerza de la Naturaleza” se escribió en 1993, cuando el límite de velocidad y el deterioro de la capa de ozono estaban en boca de todo el mundo. Los guionistas convirtieron la polémica en una metáfora a través de la ciencia ficción. Ahora bien,
puede que las intenciones fueran buenas, pero no el resultado. El mensaje y la moraleja estaban articulados de una forma algo burda y, aún peor, derivaron en una limitación que se convirtió en una auténtica molestia: la Federación decidió que las naves no superaran el límite de velocidad de warp 5. Se pensaba que dicha barrera podría generar escenarios dramáticos a partir de los cuales explorar nuevas historias, pero a la hora de la verdad los guionistas prefirieron -y a no mucho tardar- olvidarse del asunto discretamente y seguir utilizando los motores de curvatura con la misma liberalidad que antes.
Quizá fuera porque sabían que esta temporada era la última , pero ahora empezamos a ver a
los guionistas atreverse con ideas que Gene Roddenberry de seguro no habría autorizado jamás. Tomemos por ejemplo, el episodio “La Pegaso”, escrito por Ronald Moore. Erik Pressman, antiguo capitán de Riker a bordo de la nave del título y ahora almirante, llega a la Enterprise para hacerse cargo de una misión secreta: recuperar su vieja nave, perdida doce años atrás, tras explotar y morir la mayor parte de la tripulación. Pero la nave está también en el punto de mira de los romulanos que, a su vez, mandan una expedición para encontrarla y hacerse con su tecnología. Ahora bien, sólo Riker y Pressman saben que a bordo se halla un secreto que podría echar por la borda la frágil tregua entre la Federación y los romulanos: un arma experimental que contraviene un tratado firmado años atrás por ambas partes.
Moore quería explicar en esta historia el por qué la Federación no tenía un ingenio de ocultación similar al que utilizaban los romulanos o los klingon. Roddenberry, siempre fiel a su futuro tan utópico como implausible, lo argumentaba diciendo que utilizar semejante tecnología era propio de mentalidades traidoras y que ello no casaba en absoluto con la mentalidad de la Federación. A Moore –como a cualquier espectador medianamente exigente- no le convencía en absoluto semejante explicación y optó por fundamentarlo con un tratado de limitación de armas.
Pero, sobre todo, Moore dirigió un torpedo contra la línea de flotación utópica de Roddenberry. La Flota Estelar –y, por extensión, la Federación- ya no era esa institución ejemplar cuyos miembros eran modelos intachables de lealtad, eficiencia y honestidad y que sólo recurren a la fuerza cuando no queda otro remedio. No, en su seno hay facciones que abogan por la carrera
armamentística y el abierto belicismo; facciones, además, que conspiran, mienten y traicionan. El bueno de Gene jamás habría autorizado semejante planteamiento. Moore se salió con la suya, si bien no tanto como hubiera deseado. Aunque con remordimientos, Riker había estado involucrado en la conspiración y en este capítulo se nos mostraba bajo una luz bastante poco favorecedora. Había infringido gravemente las reglas y el guionista quería que ello tuviera consecuencias, dejándolo en el calabozo durante los siguientes tres meses. Manchar la reputación del primer oficial, uno de los protagonistas, ya era suficientemente malo para los productores y no autorizaron ir más allá con el castigo. Sin embargo, había sido un paso importante que seguía la línea abierta tres años antes por la sexta película de la franquicia, “Aquel País Desconocido” (1991), también bastante escéptica acerca del carácter universalmente pacifista de la Federación.
Algo parecido hizo el guionista Naren Shankar con la Primera Directiva, esa ley que impedía a
las naves de la Flota Estelar intervenir en el devenir histórico de civilizaciones menos avanzadas tecnológica y socialmente que la Federación. En “De Regreso”, Worf se disgusta muchísimo al enterarse de que su hermanastro humano, Nikolai Rozhenko, ha violado la Directiva mientras se hallaba destinado como observador antropológico en el planeta Boraal II. Debido a un raro fenómeno atmosférico, ese mundo está condenado a ser inhabitable en un plazo muy corto de tiempo y Rozhenko no sólo ha entrado en contacto con sus habitantes -casándose incluso con una nativa- sino que los guía hasta un refugio temporal en las cavernas y ruega a Picard que, al menos, ponga a salvo a un pequeño grupo de habitantes que permita conservar su cultura para el futuro. Pero el capitán se niega a intervenir y, aunque le duela, prefiere cumplir la Directiva y dejar morir a toda esa civilización. Entonces, Nikolai urde un engaño que impone a toda la tripulación de la nave la obligación de ayudarlos.
Shankar y sus compañeros guionistas pensaban, con razón, que la Primera Directiva tenía una
vertiente cruel y cobarde. En situaciones como la descrita, por ejemplo, resulta hasta intolerable. Picard aparece retratado como un oficial insensible y falto de empatía, lo contrario a lo que había representado Kirk, dispuesto a saltarse las reglas cuando consideraba que éstas eran inhumanas. Es difícil pensar que Roddenberry hubiera autorizado el rodaje de un guión que, como es el caso, ponía en cuestión el carácter humanitario, benefactor y altruista de la Federación.
La serie original de los sesenta mencionaba siempre esa Directiva antes de que Kirk la violara sin dudarlo, justificándose con cualquier excusa tonta. Picard, en cambio, se negaba a tomársela a la ligera. Ambas actitudes reflejaban el momento social e histórico de Estados Unidos en esos dos momentos, la década de los sesenta y la de los setenta.
Algunos de los últimos capítulos de la serie siguieron esa línea de cuestionamiento de la bondad
de la Federación. “El final del viaje”, además de modificar sustancialmente el personaje de Wesley Crusher, planteaba cómo un tratado de paz entre la Federación y los cardasianos implicaba el desalojo forzoso de los habitantes de varios planetas, entre ellos unos nativos americanos que se habían establecido allí encontrando un hogar largo tiempo anhelado. La Federación aparecía aquí bajo una luz muy poco favorable y el espectador no podía sino empatizar con la situación de los indios. De nuevo, la utopía imaginada por Roddenberry quedaba en entredicho: los indios habían abandonado la Tierra porque no se sentían a gusto con el tipo de mundo que se había creado allí. Su espiritualidad y la relación con la Naturaleza les hacía infelices en una Tierra cuyo clima y medio natural estaban cuidadosamente controlados, prefiriendo en cambio buscar un nuevo lugar donde establecerse.
Algo parecido ocurre con el penúltimo capítulo, “Ataque Preventivo”, en el que vuelve a
aparecer uno de los secundarios recurrentes de la serie, la alférez Ro Laren, a la que se le ordena infiltrarse en los Maquis, un grupo de guerrilleros que luchan contra los cardasianos para defender sus mundos del abuso de aquéllos, poniendo en peligro el antedicho tratado de paz firmado por la Federación. Resulta evidente lo injusto de tal acuerdo y la indefensión en la que la Federación deja a quienes debía proteger. Aquellos a los que etiqueta como terroristas resultan no serlo tanto y Ro Laren ve comprometida su lealtad.
Toda esta subtrama sirvió además para preparar el piloto de lo que iba a ser el nuevo programa de la franquicia, “Star Trek: Voyager”, que se estrenaría diez meses después. Los espectadores ya sabían a los Maquis por haberlos visto tanto en TNG como en “Espacio Profundo 9” , donde conocieron, en el piloto de “Voyager” a Chakotay, un indio americano que había abandonado la Flota Estelar para unirse a los Maquis. Este personaje pasó a formar parte del reparto fijo de la nueva serie durante sus siete temporadas.
Ahora bien, todas estas discordancias con el espíritu original de la Federación tal y como lo
imaginó Roddenberry, no iban a durar mucho. Las semillas de discordia sembradas en los últimos episodios de TNG sirvieron para impulsar, como he dicho, “Star Trek: Voyager”, en la que un grupo de disidentes Maquis se verían obligados a cooperar con la tripulación de una nave de la Flota con el fin de sobrevivir. Pero con el tiempo, aprenderían a confiar los unos y los otros y todos acabarían siendo indistinguibles. Los Maquis acatarían la política y normas de la Federación y obedecerían a la capitana de la Voyager. ¿Por qué?
La respuesta tiene un nombre, Rick Berman, responsable de mantener viva la franquicia tras la muerte de Roddenberry y encargado por el estudio para expandir el universo creado por él. Comprometido en el fondo a conservar el legado de su antecesor, se enfrentó muchas veces con los guionistas capitaneados por Michael Piller, quienes querían cambiar cosas y tomar opciones diferentes y más conflictivas. Al final, fue su criterio el que prevaleció, diluyendo la grave brecha política que se había abierto en la Federación a raíz del tratado de paz con los cardasianos.
Conforme pasaron los años, todo el equipo de TNG se acostumbró a las buenas cifras de audiencia y a la seguridad de que la serie se renovaría para una temporada más, y otra más… A la altura de la sexta temporada, todo el mundo creía que podrían llegar a la novena o incluso la décima sin ninguna dificultad. El problema era el factor humano.
Como mencioné más arriba, al final de la séptima temporada, los cinco guionistas, Ronald
D.Moore, Rene Echevarría, Brannon Braga , Jeri Taylor y Naren Shankar, estaban exhaustos. La producción se desarrollaba de acuerdo a un calendario preciso. Los episodios se rodaban en siete días, permitiéndose un excepcional octavo si se trataba de uno importante, como los últimos de la temporada, o bien recortando a seis si andaban cortos de presupuesto. También por razones presupuestarias, se rodaba casi enteramente en interiores, con sólo cuatro o cinco días de rodajes en localizaciones exteriores cada temporada. La gran mayoría de paisajes extraterrestres se diseñaban en los estudios Paramount, normalmente en el 16, que recibió el apodo “Planeta Infierno”. Se producían 26 episodios al año (excepto cuando la huelga de guionistas acortó la segunda temporada) y ese inmisericorde ritmo significó que los guionistas sólo tenían un descanso de dos semanas entre temporadas.
Ese ritmo de trabajo era brutal. Veintiséis episodios por temporada supone exprimir las neuronas de los guionistas hasta dejarlas secas e inevitablemente acaban reciclándose ideas anteriormente usadas, a veces incluso más de una vez. Y para empeorar aún más su estado anímico y estrés, Ron Moore y Brannon Braga, como dije, habían tenido que ocuparse del guión de la primera película, “Generaciones”, dejando a Jery Taylor, Echevarría y Shankar tratando de cubrir su hueco en el staff de guionistas de la serie regular.
El personal de producción y los actores sufrían parecido grado de agotamiento y el presupuesto disponible ya no era suficiente para poner en pantalla grandes cosas. Además, como apunté anteriormente, el aumento de los costes de producción había restado rentabilidad a cada capítulo, por lo que, a pesar de las buenas cifras de audiencia, lo más razonable económicamente –además de lo más honesto creativamente- era cancelar la serie en su punto álgido en lugar de esperar a que languideciera y se hundiera. Para cuando la franquicia de películas del reparto original llegó a su conclusión con “Aquel País Desconocido” (1991), Paramount empezó a considerar que La Nueva Generación debía cubrir ese hueco, dar el salto a la gran pantalla y dejar así su espacio televisivo a “Espacio Profundo Nueve” (ya consolidado tras un par de temporadas) y “Voyager” (que empezó a emitirse en 1995).
Esas dos nuevas series tomaron direcciones bastante distintas de lo que la franquicia había sido
hasta el momento. Mientras tanto, la ciencia ficción en la televisión estaba disfrutando de una época de auge y variedad sin precedentes, en buena medida gracias al camino abierto por TNG, pero también a otros factores de tipo empresarial, como el aumento de canales por cable (especialmente Sci Fi Network) que ofrecían nuevas oportunidades a los programas sindicados y espacio a productos de género con los que atraer audiencias específicas, habitualmente poco atendidas por las grandes cadenas nacionales.
Los viajes de la Enterprise-D, por tanto, vieron acercarse su final. Y justo a tiempo. Porque el último año, el séptimo, no fue en absoluto destacable. Mientras que la sexta temporada había ofrecido historias valientes y frescas, como “Una nave en una botella”, “Estado de Ánimo”, “Reliquias”, “Cadena de Mando” o “Un Puñado de Datas”, la séptima transmitía sensación de cansancio y estancamiento. Así, los guionistas se sacaron de la manga un episodio sobre la madre de Geordi, otra sobre la madre de Data, luego la de un medio hermano perdido de Worf… Los guionistas se sabían creativamente exhaustos. Si no hubiera sido por el triunfo del último y doble capítulo de la temporada, “Todas las Cosas Buenas…”, bien podrían haberse ido de la serie con un sentimiento de arrepentimiento en vez de orgullo.
Este último episodio era una suerte de homenaje a la novela “Matadero 5” de Kurt Vonnegut,
cuyo protagonista saltaba en el tiempo. Aquí, Picard trata de impedir que una anomalía temporal destruya la humanidad haciendo que sus “Yos” presentes, pasados y futuros converjan en el mismo punto del espacio. Q, que ayuda a Picard a saltar de un momento a otro del tiempo, encuentra un motivo de respeto y admiración por el atribulado capitán. Es una trama compleja y no lineal que termina con una nota de tranquilidad y camaradería: por primera vez en toda la serie, Picard se une a sus oficiales en una partida de cartas. Se sienta, los mira a todos con afecto y empieza a repartir cartas diciendo: “El cielo es el límite”.
El hecho de que Brannon Braga y Ronald Moore escribieran “Todas las Cosas Buenas…” en el último minuto –siempre se dio por supuesto que Michael Piller lo haría, pero acabó pasándoles la tarea a ellos- y bajo la doble presión de terminar tanto la primera película de TNG como poner punto y final a una serie ya veterana y muy querida, puede que fuera precisamente lo que salvó el final de la serie (ganando además un Premio Hugo con él). De alguna forma, quizá porque no tuvieron tiempo de pensar demasiado en ello, consiguieron dar a los fans y a ellos mismos un adecuado adiós a los personajes con los que habían convivido durante siete años. El final estaba totalmente dedicado a ellos, a quienes fueron al comienzo, quienes eran en el presente y quienes serían en el futuro, ya convertidos en ancianos. No es de extrañar que fuera el primer y único episodio de TNG que llegara a proyectarse en pantalla grande para el público en un cine de la Paramount dentro de los estudios, y cuando el proyector se apagó y se encendieron las luces, toda la sala se puso de pie y aplaudió.
(Finaliza en la siguiente entrada)
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(Viene de la entrada anterior) Aunque el capítulo final ofrecía una excelente conclusión a la serie no fue, como he dicho, el final definitivo de la historia. Seis meses después, “Star Trek: Generaciones”, la séptima película de la franquicia pero la primera en estar protagonizada por el reparto de TNG, llevó a la tripulación de la Enterprise a continuar sus aventuras en la gran pantalla.
El capitán James T.Kirk y algunos de sus antiguos compañeros de aventuras asisten al flete
inaugural de la nueva USS Enterprise. Justo después de que la ceremonia tenga lugar, se recibe una llamada de socorro procedente de dos naves atrapadas en una de esas anomalías espacio-temporales tan frecuentes en el universo de Star Trek. La Enterprise acude en su auxilio pero Kirk acaba absorbido por la tormenta estelar mientras trata de ajustar los motores y es declarado oficialmente muerto.
Setenta y ocho años después, a bordo de la sucesora de la Enterprise comandada por Jean-Luc Picard, Data inserta en su red neuronal el chip emocional diseñado por su creador, sobrecargándola e impidiéndole controlar adecuadamente la avalancha de emociones que experimenta. Mientras tanto, la nave recibe una llamada de socorro de un observatorio estelar en cuyo interior encuentran al doctor Tolian Soran (Malcolm McDowell), un científico consumido por la obsesión y la locura a resultas de la pérdida de su familia. Los miembros de la tripulación descubren que Soran está intentando “apagar” estrellas con un artefacto experimental –lo que provoca ondas energéticas que arrasan planetas habitados en esos sistemas estelares- con el fin de alterar la trayectoria de la anomalía espacio-temporal que habíamos visto al comienzo. Mientras trata de detener a
Soran en la superficie del planeta, Picard es absorbido por la anomalía y aparece en el nexo, un “lugar” más allá del tiempo y el espacio que recrea con realismo lo mejor de la vida que cada uno sueña tener. Allí, Picard se encuentra a Kirk y le convence para abandonar ese estado de felicidad ilusoria y se una a él en la misión de detener a Soran.
En esta primera incursión en la gran pantalla –dirigida por David Carson, quien hasta el momento había desarrollado su carrera en el ámbito de la televisión, incluida TNG y “Espacio Profundo 9”- , la Nueva Generación ofrece un producto algo decepcionante. Más que una superproducción, parece un episodio rutinario de la serie televisiva al que accidentalmente le hubieran tocado en la lotería unos cuantos millones de dólares. Ciertamente, los valores de producción son mucho mejores que en la pequeña pantalla y los efectos especiales, como la destrucción planetaria o la colisión de la Enterprise contra la superficie, son sobresalientes. Otro plano magnífico es el que recorre el exterior de la nave para mostrar la brecha que se ha producido y en el que se distinguen unas pequeñas siluetas humanas que dan idea de las dimensiones de la Enterprise.
Pero el resto de la película parece atrapada por las limitaciones propias de un episodio
televisivo, como el tiroteo y lucha del clímax, que parece rodado en una de esas localizaciones del desierto tan comunes en la serie y con igual escasez de medios. Parece incluso que en algunos aspectos no se tuvo en cuenta que la resolución de la imagen cinematográfica es mucho mayor que la de la televisión, por lo que hay que cuidar más los detalles: así, el maquillaje de Brent Spiner-Data muestra todos sus defectos bajo el implacable ojo de la lente.
“Generaciones” tropieza también en los mismos puntos que sus predecesores fílmicos de la
franquicia, ofreciendo una historia que incluye conceptos de gran calado –alienígenas de poder cuasidivino, naves maravillosas, regresos de la muerte- para luego ser incapaz de tratarlos de forma satisfactoria. Así, una idea de las fenomenales dimensiones del Nexo –una suerte de utopía virtual que otorga el mayor deseo que uno pueda soñar- necesita de una historia a la altura, y aquí a duras penas lo consigue. Los espectadores deberían haber sentido el gran coste emocional, la indecisión, la tristeza de Kirk y Picard al verse obligados a elegir entre disfrutar eternamente de lo que más desean y abandonarlo por completo para salvar otras vidas. Y no es así. Tanto el uno como el otro averiguan pronto que todo en el Nexo no es más que una ilusión y no tienen demasiados problemas para rechazarlo y salir de él.
Mientras que en las últimas temporadas de TNG se había hecho un auténtico esfuerzo por
desarrollar a los personajes y dotarles de matices, “Generaciones” olvida todo ese trabajo y los utiliza como simples peones al servicio de una historia bastante floja. Worf, Beverly o Geordi apenas tienen papel. Naturalmente, en esto tiene bastante responsabilidad el cambio de formato. La propia naturaleza de la serie televisiva permite ir desarrollando, semana a semana, los matices y biografías de un amplio plantel de personajes. El cine, en cambio, dispone tan solo de un par de horas cada dos años (y eso con suerte) para contar una sola historia.
Por ejemplo, Picard sufre aquí una terrible pérdida personal, pero su drama queda sofocado por la trepidante acción y sólo parece jugar un papel: el de anticipar al espectador el tipo de vida soñada que encontrará una vez transportado al Nexo. El único que realmente experimenta un gran salto adelante es Data, aunque por motivos más bien estúpidos: tras años tratando de entender y compartir las emociones humanas, basta que haga una broma que no sale bien para que decida insertarse el chip emocional que había diseñado su creador, el doctor Soong –y que los fans creían irreparablemente dañado desde el episodio “Descenso”, en 1993-. A partir de ese
momento, el personaje entra en otra etapa, la de aprender a controlar y vivir con las emociones humanas. A pesar de lo contenido que siempre ha sido Data, Brent Spiner es un actor de una enorme fisicidad y expresividad facial y aquí lo demuestra en algunos momentos verdaderamente cómicos. Con todo, uno puede preguntarse si este paso fue un acierto, puesto que la humanización plena del personaje anula buena parte de su encanto. Irónicamente, su atractivo en la pequeña pantalla había sido su fría curiosidad , inocencia y crónica incomprensión de los impulsos emotivos de los humanos.
Y luego tenemos a William Shatner, aferrado a la franquicia desde hacía treinta años y que aquí le da un final honorable a su personaje. Shatner hace lo de siempre, ofreciendo su habitual
histrionismo y aire de suficiencia. Para él, esta película supuso una airosa salida de la franquicia y un movimiento profesional inteligente habida cuenta de que por entonces muchos fans habían empezado a retirarle sus simpatías tras leer las autobiografías de otros actores del reparto dejándolo en bastante mal lugar. Con todo, ver a tres actores que habían dejado atrás la mediana edad (Shatner tenía entonces 63 años, Stewart 54 y McDowell 51) soportar el peso de un clímax rebosante de acción, me parece un tanto deplorable por no decir inverosímil –no hay más que ver la pésima forma que Shatner demuestra a la hora de correr y pegar puñetazos con convicción-.
En definitiva, una película con una trama, épica, diálogos y personajes bastante flojos, sobre todo si tenemos en cuenta que el mismo equipo de guionistas y producción habían firmado
excelentes historias para la serie televisiva. No obstante, la película funcionó bien en taquilla y eso fue suficiente para que el estudio se animara a producir una nueva entrega cinematográfica, en esta ocasión con mejores resultados: “Primer Contacto” (1996).
Aunque la Enterprise había quedado destruida a resultas de la anterior aventura, su tripulación ya cuenta con un nuevo y flamante vehículo cuando reciben aviso de que los Borg están atacando a la Flota Estelar y se dirigen a la Tierra. Picard desobedece sus órdenes –sus superiores no se fían de él por haber sido asimilado años atrás por esos extraterrestres y quieren mantenerlo alejado- y aunque llega a la Tierra justo a tiempo para destruir la nave nodriza no puede impedir que ésta lance una sonda hacia el pasado. Picard la sigue a través del portal que aquélla ha abierto y aparecen en el año 2063, el día anterior a que el excéntrico inventor Zefran Cochrane (James Cromwell) pilotara el primer cohete equipado con un motor de curvatura y, a raíz de ese vuelo, hiciera el primer contacto con una civilización alienígena, los vulcanos. De ese encuentro acabaría desarrollándose en el futuro la Federación y la línea temporal a la que Picard y sus hombres pertenecen. El plan de los Borg pasa,
precisamente, por impedir la formación de la Federación y asimilar a todos los humanos en un momento en el que el planeta se está recuperando de una guerra global. A partir de aquí, la acción se divide en dos frentes: por una parte, un equipo de avanzada en la superficie debe asegurarse de que el vuelo de Cochrane tenga lugar; por otra, los que se quedan en la Enterprise han de hacer frente al abordaje de un grupo de Borg encabezado por su Reina (Alice Krige), quien seduce a Data para que se ponga de su parte.
Los problemas con las películas clásicas de Star Trek empezaron cuando se permitió que el reparto original ascendiera por encima del nivel de interpretación para tomar el control
creativo de la franquicia, empezando por “Star Trek III: En Busca de Spock” (1984), dirigida por Leonard Nimoy. A partir de ese momento, las películas quedaron atrapadas en una suerte de bucle que apelaba a la nostalgia de los fans y en el que los personajes se limitaban a tener su momento humorístico sin gozar de un verdadero desarrollo y negándose a asumir su entrada en la tercera edad. Los egos de los actores se confundieron con la dirección creativa y ninguno de ellos quiso aceptar que había llegado el momento de pasar a un segundo plano, que ya no podían seguir corriendo y peleando como antes y que lo más realista era que hubieran sido ascendidos en la cadena de mando y dejaran de abrir frecuencias y pulsar botones en la sección de ingeniería.
Por eso, cuando se anunció que Jonathan Frakes iba a dirigir la segunda película, muchos fans
no pudieron evitar la sensación de deja vu. Frakes había debutado como director en la tercera temporada de la serie, encargándose de varios capítulos con buenos resultados y, a pesar de las sospechas iniciales acerca de la posible interferencia entre el ego de los actores y el departamento de guionistas, lo cierto es que en “Primer Contacto”, Frakes ofrece un trabajo bastante sólido. El control creativo permaneció en las manos de los mismos equipos de guionistas y de producción que se habían encargado de las diferentes series de la franquicia.
Tampoco es esta una película de personajes. Aunque participan todos los actores principales de
la serie, aquéllos están totalmente supeditados a la trama. De hecho, con la excepción de Patrick Stewart y Brent Spinner, ninguno de ellos destaca especialmente sobre el resto, una situación difícil de imaginar con el reparto de las películas clásicas.
Así, “Star Trek: Primer Contacto” es, sobre todo, una película de acción y Jonathan Frakes demuestra bastante pericia a la hora de dirigir las secuencias con efectos especiales. En este sentido, esta entrega ofrece algunas de las imágenes más conseguidas de toda la franquicia cinematográfica (aunque la primera película, de 1979, todavía puede hacerle frente). La nueva Enterprise luce espléndida tanto en el exterior como en su interior y es una de las primeras
veces que puede captarse su auténtico tamaño. Las escenas de combates espaciales están muy bien resueltas y dispersos por todo el metraje hay pequeños momentos que inducen a la maravilla, como ese plano de apertura que empieza en la pupila de Picard y se va alejando hasta abarcar toda la colmena Borg; o el momento en el que vemos a varios miembros de la tripulación caminando –al revés- por la cubierta de la Enterprise (una de las pocas veces en el cine de CF en que se descarta el clásico posicionamiento arriba-abajo). Jerry Goldsmith, por su parte, es recuperado para la franquicia y compone una excelente banda sonora.
El film incluye su dosis correspondiente de guiños a los fans: la alusión sexual de Data a que es “totalmente funcional y programado en múltiples técnicas” está tomada de la escena de
seducción del episodio “El presente inexorable” de la primera temporada; aparece brevemente el ingeniero Reg Barclay, interpretado por Dwight Schultz; la sala de hologramas recrea el ambiente de género negro creado por Picard en el episodio “El Gran Adiós”; y hay un cameo de Robert Picardo en su papel de holograma médico en “Star Trek: Voyager”; asimismo, la inclusión del personaje de Zefram Cochrane enlaza la historia con el episodio “Metamorfosis” de la segunda temporada de la serie original, si bien ambas versiones del mismo inventor son muy distintas. Ahora bien, a diferencia de las películas clásicas de Star Trek, este tipo de toques detectables y disfrutables por parte sólo de los fans más fieles, nunca llegan a apoderarse de la trama o dirigir la película.
“Primer Contacto” no está exento de problemas, aunque no sean de gran calibre. Transcurre con buen ritmo si bien la oscilación constante entre las múltiples tramas lo ralentiza un poco (los quince minutos que dura la cuenta atrás del clímax se antojan demasiado largos). En el plano del guión, no se entiende la necesidad de perder el tiempo adaptando continuamente las frecuencias de los fásers contra los Borg cuando a Picard le basta con una ametralladora tradicional en la sala de hologramas: ¿Por qué no replicar entonces un arsenal de ametralladoras con balas perforadoras? La ventana “tapada” con un campo de fuerza parece una idea de ingeniería bastante tonta (todos deben andar angustiados ante la perspectiva de una interrupción de la energía). Y luego está la Reina Borg.
Los Borg son probablemente la mejor de las creaciones alienígenas de las diversas series de Star Trek, una especie ciborg que vive y funciona como una mente colectiva, asimilando y
absorbiendo de forma agresiva y despiadada todo tipo de formas de vida y tecnologías con las que se encuentra. En la serie televisiva, los episodios en los que aparecieron se cuentan entre los mejores de toda la franquicia (“¿Qué Q?”, “Lo Mejor de Ambos Mundos”, “Yo, Borg”, “Descenso”). Con cada nueva aparición, sin embargo, los Borg habían ido perdiendo intensidad. La película recupera esa sensación de amenaza, de rechazo visceral, que transmitían los Borg en su primera intervención en la serie y su nuevo y perfeccionado maquillaje –que recuerda al de una película de zombis- acentúa ese sentimiento. Ahora bien, la Reina Borg es una mala idea, por mucho que el argumento trate de justificarla. ¿Para qué necesita encontrar un “alma gemela” en Data o un asimilado Picard? ¿De verdad era necesario presentarla como una mujer fatal que trata de seducir al androide?
Pero el principal fallo de la película es la propia trama. El problema con “Star Trek: Generaciones” había sido el parecer poco más que un episodio televisivo ascendido a las grandes ligas. “Primer Contacto” adolece de lo contrario: está claramente rodado para la gran pantalla pero comete el error de muchos blockbuster, esto es, anteponer el espectáculo a todo lo
demás. La trama suele quedar reducida a un mero trámite, una excusa para enlazar momentos visualmente impactantes. Las costuras del guión asoman en secuencias como la de la antena de la Enterprise, un simple pretexto para organizar un combate con los Borg en el vacío espacial; el momento en la sala de hologramas en mitad de una persecución está obviamente inserto para satisfacer a los fans más enterados; la forma en que Worf –que por entonces formaba parte del personal fijo de la estación Espacio Profundo Nueve- se reúne con sus excompañeros y así completar el reparto original de la serie, es bastante inverosímil…
Con todo, “Star Trek: Primer Contacto”, con sus viajes temporales, regreso de los Borg y toques de “Moby Dick”, es quizá la película más interesante de las cuatro con que cuenta esta encarnación de la franquicia.
Jonathan Frakes dirigió también la tercera película de la serie, “Insurrección”, en 1998. La
historia se abre con Data sembrando el caos en una primitiva aldea de un planeta que está siendo monitorizado por un puesto de observación antropológica de la Federación y, en último término, obligando a éste a intervenir y revelar su existencia a los nativos, los Ba´ku. El almirante Dougherty (Anthony Zerbe) llama a Picard y la Enterprise para que, conocedores como son de la mente y el cuerpo de Data, ayuden a detenerlo. Mientras trata de descubrir las razones del mal funcionamiento del androide, Picard descubre una plataforma holográfica escondida en un lago del planeta y se da cuenta de que Dougherty, en connivencia con la despiadada raza de los Son´a, están preparando en secreto el traslado de los Ba´ku fuera del planeta sin que ellos se den cuenta.
A través de una nativa, Anij (Donna Murphy), Picard y sus hombres son informados de que el cinturón radiactivo que rodea al planeta proporciona a quien en él vive un efecto rejuvenecedor que, en la práctica, equivale a la inmortalidad. De hecho, los Ba´ku son centenarios y, siendo en el pasado un pueblo explorador y tecnificado, decidieron hacer de ese mundo su hogar y vivir una vida utópica y en contacto con la naturaleza. Dougherty y los Son´a quieren utilizar la radiación
para su propio beneficio, algo que dejará al planeta inhabitable. La única opción que le dejan a Picard y sus hombres es desobedecer las órdenes directas de Dougherty y rebelarse contra la Federación para proteger a los indefensos Ba´ku.
Se diría que en esta ocasión Frakes tomó prestado una página del manual del director de Leonard Nimoy en la etapa clásica de la franquicia cinematográfica, porque estructura la película de tal forma que cada personaje tenga su pequeño momento de protagonismo. A diferencia de Nimoy, sin embargo, no se limita a que estas desviaciones tengan un tono humorístico, sino que trata de darles algo más de sustancia (con la excepción de Gates McFadden, que apenas tiene presencia en pantalla). Así, el capitán Picard disfruta de un breve pero tierno romance; Riker no sólo se afeita la barba
sino que él y Troi retoman su antigua relación; Data aprende algunas lecciones sobre lo que significa divertirse gracias a un niño; Worf (cuya presencia aquí, lejos de sus obligaciones en Espacio Profundo Nuevo, está de nuevo totalmente injustificada) revive su pubertad klingon y Geordi puede disfrutar por primera vez de sus ojos restaurados.
Sin embargo, esos pasajes parecen pensados para que todo el reparto tenga algo que hacer en un momento u otro de la trama y, lo que es peor, están mal resueltos. El romance Riker-Troi es sensiblero y Brent Spiner, normalmente un actor con talento, ofrece aquí una de sus peores interpretaciones –sus escenas con el niño son
irritantemente cursis. Además, el aspecto de algunos de los protagonistas empieza a deteriorarse de forma evidente acusando el paso del tiempo: Jonathan Frakes y Brent Spinner están rollizos y los primeros signos de su verdadera edad afloran en Marina Sirtis y Gates McFadden –lo cual, dado que se trata de una historia sobre el rejuvenecimiento, no deja de ser una ironía. A diferencia del reparto original de la Star Trek clásica, que consiguió mayormente aguantar el tipo durante un par de décadas tras la finalización de la serie televisiva, los actores de La Nueva Generación evidencian sus edades tan solo cinco años después de la cancelación de la suya. Sólo Patrick Stewart mantiene su acostumbrada dignidad tanto en las escenas románticas como en el clímax de acción.
Donde mejor se desenvuelve “Star Trek: Insurrección” es en los mismos apartados en los que Jonathan Frakes había demostrado ya su pericia: las escenas con efectos especiales (las hermosas nébulas, los planos del colector desplegando sus velas solares, la escena en la que la Enterprise expulsa el núcleo de curvatura- y un buen
sentido del humor. Por el contrario, donde peor funciona es allá donde se amplifican las debilidades de la anterior entrega: un guión quizá suficiente para un episodio televisivo pero no para una producción cinematográfica de mayor empaque, y, relacionado con lo anterior, una tendencia a construir la historia a base de pequeñas escenas y subtramas en lugar de centrarse en una línea narrativa sólida.
La escena en la que Picard y Data descubren la holo-nave y la recreación holográfica del poblado de los Ba´ku suscita el mismo sentido de lo maravilloso que tantos episodios de la serie televisiva, aquellos en los que se descubría algo
verdaderamente misterioso y para lo que poco a poco se llegaba a una explicación científica y racional. Pero a partir de aquí, el resto del argumento es de una calidad indudablemente inferior: villanos estereotipados e intrigas políticas poco elaboradas, cosas que suceden sin explicación –como la capacidad de Anij de detener el tiempo o la razón por la que Data siembra el caos al principio-. Incluso el núcleo de la historia es poco más que una recuperación flagrante de “Horizontes Perdidos”, la novela de James Hilton en la que unos occidentales descubrían una aldea utópica perdida en el Himalaya y cuyos habitantes eran inmortales. El clímax es difícil de seguir, interviniendo en él tres naves distintas que convergen al mismo tiempo con sus respectivos dramas a bordo –dos de ellas a punto de explotar, otra en mitad de un motín- y algunos de los diálogos con peor y más inverosímil tecnocháchara (como en la escena en la que la tripulación del puente de la nave de los Son´a son teletransportados a la holo-nave sin que se den cuenta).
“Star Trek 9: Insurrección” comienza muy bien gracias a un preámbulo que deja al espectador intrigado, pero el resto de la trama ofrece pocos momentos a la misma altura. Siendo mejor que “Generaciones”, no igualó a la inmediatamente anterior, “Primer Contacto”.
“Star Trek: Némesis” (2002) fue el cuarto y último film derivado de la serie televisiva y en su
publicidad se leía la frase: “El Último Viaje de una Generación”, indicando quizás que Paramount había decidido poner punto y final a esta derivación cinematográfica de la franquicia. Inmediatamente después del estreno, Patrick Stewart empezó a hacer declaraciones a favor de que ésta fuera, efectivamente, la última película de TNG. En un contexto más amplio, el fenómeno Star Trek daba la impresión de haber alcanzado un punto de saturación. Mientras que las dos primeras películas habían obtenido unos buenos resultados en taquilla, la tercera, “Insurrección”, recortó aún más el beneficio y, desde este punto de vista comercial, “Némesis” fue con diferencia la peor: costó 60 millones de dólares y sólo recaudó 43. Igualmente y en el ámbito de la televisión, tanto “Espacio Profundo 9” (1992-9) como “Voyager” (1995-2001) y “Enterprise” (2001-5) habían tenido problemas para reunir en torno a sí no sólo los mismos entregados fans que TNG sino obtener una penetración similar en la audiencia generalista.
En rumbo al planeta Betazed, donde va a tener lugar la boda de Riker y la consejera Troi, la
Enterprise capta unas transmisiones positrónicas del planeta Kolarus III, cerca de la Zona Neutral romulana. Al aterrizar, descubren las partes desmontadas de B-4, una versión más primitiva del androide Data. Entonces, reciben la orden de llegar hasta el mundo capital romulano para reunirse con el pretor Shinzon, líder de una raza normalmente marginada y originaria del planeta cercano Remus, que ha liderado un golpe de estado contra los romulanos. Sorprendentemente, no sólo Shinzon es humano sino que se trata de un clon del capitán Picard hecho por los romulanos. Picard desconfía de las declaraciones amistosas de Shinzon, algo que se confirma cuando lo secuestra y le revela que quiere su ADN para impedir el deterioro de sus propias células. Picard escapa, pero su clon le persigue en una nave invisible y con la intención de detonar en la Tierra una letal bomba.
“Star Trek: Nemesis” no incluye en su equipo de producción a algunos de los principales
nombres que habían firmado las anteriores entregas. Jonathan Frakes estaba ocupado con otros proyectos y no pudo encargarse de la dirección, recayendo esta tarea en el británico Stuart Baird, antiguo editor y viejo asociado de Ken Russell y Richard Donner, con quienes había trabajado en multitud de películas, desde “La Profecía” (1976) a “Lady Halcón” (1985 pasando por “Superman” (1978) o los films de “Arma Letal”. En el guión encontramos a John Logan, un nombre entonces en alza que había firmado los libretos de títulos como “Un Domingo Cualquiera” (1999), “Gladiator” (2000) o “La Máquina del Tiempo” (2002).
Esta entrega de la franquicia vuelve a demostrar que el cinematográfico no es el medio en el que mejor se desenvuelve Star Trek. Sobre las películas del reparto original ya hablé lo suficiente en sus respectivas entradas; en cuanto a las de TNG, más o menos entretenidas, no pasaron de ser meros escaparates de efectos especiales en busca de una historia sólida. Ninguna de ellas alcanzó los niveles de calidad, osadía conceptual o desarrollo de personajes de algunos de los episodios de la serie regular comentados en entradas anteriores.
“Nemesis” no es una excepción a esa regla, sino una clara confirmación de la misma. Su
argumento en torno a las maquinaciones políticas orquestadas por el clon de Picard es aburrido y falto de intriga, por no hablar de la escasa profundidad del villano, un auténtico estereotipo del género sin pizca de grises. Hay una trama paralela acerca del descubrimiento por parte de Data de una versión primitiva de sí mismo y que (SPOILER) resulta ser una trampa montada por Shinzon, pero el personaje de B-4 es casi enteramente olvidado hasta el final (FIN SPOILER). Luego tenemos a una nueva raza de alienígenas hostiles que a la hora de la verdad no son más que los típicos extraterrestres de aspecto grotesco (y excesivamente parecidos a los orcos de “El
Señor de los Anillos”) y una sosa e inverosímil secuencia de acción con buggies entre las dunas y tiroteos.
Incluso en mayor medida que en los anteriores films de TNG, los personajes –con excepción, otra vez, de Data y Picard- pasan a segundo plano a favor de la pura acción. Hay pequeñas intervenciones de Kate Mulgrew (de “Star Trek: Voyager”) y cameos de Wil Wheaton y Whoopi Goldberg (que sólo tiene una frase), pero todos ellos no cumplen realmente ninguna función y están incluidos tan solo para agrado de los fans.
A mitad de película, uno tiene la sensación de estar ante un remake de “Star Trek II: La Ira de Khan” (1982). Ambos films tienen tramas casi idénticas: un villano producto de la ingeniería
genética que está obsesionado con ajustar cuentas con el capitán de la Enterprise y que tiene en su poder un arma de inmenso poder; el capitán que descubre a su “hijo” perdido hace tiempo; un clímax construido alrededor de una batalla espacial entre la Enterprise y la nave del villano, ambas muy dañadas, en una nebulosa; y uno de los personajes principales, Data, que se sacrifica para salvar al capitán. Las semejanzas son demasiadas para ser simple casualidad. (Al menos, Riker y Troi contraen finalmente matrimonio dejando atrás esa extraña relación que al final de la serie los guionistas habían establecido entre Deanna y Worf. El klingon, por su parte, también terminaría casándose en “Espacio Profundo Nueve).
La película casi redime su mediocre argumento merced a los efectos especiales del final con algunos momentos verdaderamente impresionantes de las naves disparándose en la nebulosa, la Enterprise embistiendo a su adversario y una descompresión explosiva del ventanal del puente. El sacrificio de Data también está rodado de una forma muy emotiva (aunque ese acto contradiga el futuro ya narrado en la serie en el último capítulo, “Todas las Cosas Buenas…”, donde Data aparecía vivo y coleando).
La historia del cine y la televisión está repleta de remakes, revivals y secuelas que parecieron una buena idea sobre el papel, pero que fracasaron miserablemente a la hora de satisfacer al público. “Star Trek: La Nueva Generación” tuvo no sólo que estar a la altura de la leyenda de
su antecesor, sino enfrentarse a la línea dura de los seguidores más acérrimos, los cuales llevaban 20 años alimentando su devoción por los personajes de la serie original. Si de ellos hubiera dependido, TNG jamás habría cobrado vida. Pero Gene Roddenberry volvió a demostrar su genio insuflando nuevos aires en la franquicia sin necesidad de abrazar continuamente su propio legado. Y los que le rodearon y continuaron su labor tras su muerte consiguieron algo más: la verdadera madurez de la franquicia, aportando a lo que hasta ese momento habían sido aventuras espaciales relativamente sencillas al estilo de la vieja escuela unos personajes elaborados y en continua evolución. La Nueva Generación acabó teniendo mayor impacto todavía que la serie original y su éxito y atractivo universal (en sus valores, argumentos y personajes) no fue igualado por las series de la franquicia que la siguieron.
Pero todavía más importante, TNG consiguió cambiar profundamente la ciencia ficción
televisiva, un género que hasta ese momento estaba considerado un riesgo comercial rara vez asumible. La serie se situó entre las diez más vistas en su rango de duración y la primera entre los televidentes masculinos de 18 a 49 años, un auténtico sueño para los ejecutivos de la televisión. Semejante éxito de público y crítica conllevó, naturalmente, pingües beneficios, y todo ello hizo que muchas otras cadenas y productoras probaran suerte con la ciencia ficción. Es más, el atrevido experimento que supuso prescindir de la emisión a través de una gran cadena y, en cambio, producir la serie de forma independiente para luego venderla en el circuito sindicado, fue un gran éxito que animó a otros guionistas y productores a seguir el mismo camino. Ya no era necesario el visto bueno de los ejecutivos de la ABC, la CBS o la NBC para sacar adelante un programa de ciencia ficción. Se había derribado un mito y a partir de ese momento, docenas de series del género –algunas con éxito, otras estrepitosos fracasos- empezaron a ocupar su lugar en la parrilla de programación de todas las emisoras.
Y todo ello lo consiguió TNG permaneciendo fiel al espíritu de Roddenberry y su optimista
visión de un futuro en el que el hombre podría superar sus peores lacras para emprender la conquista del espacio. Durante siete años, TNG ofreció todo tipo de historias, desde comedias a tragedias pasando por acción, aventuras, misterios y cuentos mitológicos, oscilando entre los conflictos épicos y las historias intimistas. Por supuesto, tuvo capítulos poco inspirados, pero en su mejor época la serie ofreció momentos de la mejor ciencia ficción, algunos de los cuales he ido desgranando en esta colección de entradas.
Sin desviarse demasiado de aquel espíritu original y capitaneados por Michael Piller y Rick
Berman, los guionistas de TNG supieron retorcer y flanquear el ideario de Roddenberry sin llegar nunca a romperlo, dándole a los personajes el espacio y desarrollo que Kirk, Spock y compañía jamás habían tenido. A lo largo de los siete años que duró la serie, los fans vieron cómo sus personajes favoritos ganaban en complejidad y completaban su propia evolución emocional, conocían a sus familias y su pasado, se enfrentaban a dilemas vitales… Los episodios ya no sólo giraban alrededor del alienígena o amenaza cósmica de turno, sino que se centraban en los problemas familiares o psicológicos de los personajes y la interacción entre ellos.
La combinación de su humanidad, excelentes valores de producción, calidad y variedad de los guiones y sobresaliente reparto hicieron de “Star Trek: La Nueva Generación” una de las mejores series de ciencia ficción de la historia. Que aún hoy, veinte años después de su finalización, pueda ser perfectamente disfrutable –algo que no es tan sencillo de decir de su envejecida antecesora de los sesenta- dice mucho de ella.
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“1984” (1948), de George Orwell, es una obra que ha trascendido el género de la ciencia ficción para ascender a la categoría de clásico de la literatura universal. Lejos de perder relevancia conforme pasa el tiempo, la visión de Orwell parece ganar actualidad cada año y en términos de ciencia ficción, es la novela distópica más influyente de la historia: su imaginería, ambiente y conceptos alrededor de un estado totalitario omnipresente y perverso ha inspirado docenas de libros y películas, desde “La Fuga de Logan” (1976) hasta “Matrix” (1999) –además de canciones (The Clash, Radiohead, Bad Religion…), obras radiofónicas y teatrales e incluso óperas-. Y es que resulta difícil encontrar otro libro que retrate de forma más potente y salvaje la anónima maquinaria de la tiranía y las formas que esos regímenes utilizan para lavar el cerebro y quebrar el espíritu de los hombres. De la novela se han extraído incluso palabras que han pasado al imaginario popular como “Orwelliano” o “Gran Hermano” (en inglés también se utilizan otras como “Neohabla” o “Policía del Pensamiento”), todas ellas referidas a algún tipo de pesadilla totalitaria.
Oceanía, antiguamente llamada Gran Bretaña, está en guerra con los continentes de Eurasia e
Eastasia. Winston Smith (John Hurt) es un burócrata de bajo nivel del Ministerio de la Verdad cuyo trabajo consiste en alterar viejos periódicos y documentos oficiales con el objeto de cambiar el pasado –y por tanto el presente- y dar así la imagen más favorable posible del gobierno; un gobierno que sabe perfectamente que el presente controla el futuro manipulando el pasado. Metódicamente, Winston y sus colegas cambian los titulares de los artículos sobre la guerra o borran las fotografías de personas declaradas indeseables por el gobierno –ya arrestadas e inmediatamente vaporizadas-. Su labor consiste, literalmente, en cambiar la Historia. También asiste a reuniones multitudinarias en las que la adoración histérica al amado líder de Oceanía, el Gran Hermano, se alterna con el visionado de aburridos informes sobre la interminable guerra que la nación libra en alguna parte, contra algún enemigo (éste va cambiando según conviene al gobierno).
Winston sólo tiene 39 años, pero su aspecto demacrado y desnutrido le hacen parecer casi un anciano. Vive solo en una lóbrega habitación cuyos únicos muebles son un camastro, una mesa, una silla… y una gran pantalla de televisión que no sirve tanto para que él la contemple como para que el Partido lo vigile a él. Cuando va a trabajar, vestido con una suerte de uniforme estándar unisex de apagado color azul, atraviesa calles llenas de escombros y basura. En los muros cuelgan enormes carteles con el enigmático rostro del Gran Hermano, siempre vigilante.
Winston empieza a cuestionar su entorno y la efectividad del régimen político, compra un diario y vuelca su furia y frustración en sus páginas, escribiendo clandestinamente sus pensamientos en una esquina de su apartamento fuera del alcance de la pantalla que lo
monitoriza. El paso definitivo en su rebeldía lo da tras conocer a Julia (Suzanna Hamilton), otra funcionaria del Ministerio, que le pasa una nota en la que se lee “Te Quiero”. En una sociedad que ha prohibido no sólo la vida privada sino el propio orgasmo, la pareja se convierte en unos disidentes eróticos embarcados en una peligrosa relación sexual. Smith es entonces llamado a la oficina de O´Brien, un importante funcionario del “circulo interno” del partido, que parece ser también un revolucionario y que dice querer compartir con él los escritos prohibidos de un enemigo del Estado. Al final, sin embargo, Winston y Julia son descubiertos, arrestados y torturados en la temida habitación 101 en la que se enfrentan a sus peores miedos. Ambos sufren un lavado de cerebro, se traicionan mutuamente y vuelven a ser los buenos ciudadanos que de ellos se espera, rechazando su individualidad a favor del Partido.
George Orwell era en realidad el seudónimo literario de Eric Blair (1903-1950), originario de una familia británica de clase media-baja –su padre era un funcionario del Departamento de
Opio de la India-. Blair se alistó durante un tiempo en la Policía Imperial en Birmania, trabajó como maestro y luego combatió junto a los republicanos en la Guerra Civil Española. Fue al regresar a Inglaterra cuando encontró su verdadera vocación, la de escritor, publicando trabajos tanto de ficción como de corte periodístico. En todos ellos se percibe un fuerte sentimiento de afinidad por los pobres y las clases trabajadoras y el deseo de convertirse en su portavoz. “1984” fue su última y mejor novela. Escrita cuando el autor se hallaba enfermo de tuberculosis –murió pocos meses después de verla publicada-, sin duda esa dolencia proyectó una sombra aún más oscura sobre todo el libro.
La primera adaptación al lenguaje audiovisual de la novela tuvo lugar en forma de episodio de sesenta minutos para la serie televisiva americana “Studio One”, con Eddie Albert encarnando
a Winston y Lorne Greene a O´Brien. En 1954, la BBC realizó una aclamada traslación teatral emitida en directo, escrita por Nigel Kneale y protagonizada por Peter Cushing. Su éxito llevó a una adaptación para la pantalla grande en 1956, dirigida por Michael Anderson y con el papel principal encarnado por Edmond O´Brien. El énfasis en los detalles futuristas y la dilución del mensaje político dieron como resultado una versión aguada que disgustó tanto a la viuda de Orwell que intervino para retirarla de circulación, asegurándose de denegar en lo sucesivo los derechos de reestreno -para frustración de los historiadores del cine-.
En 1980, el director británico Michael Radford consiguió persuadir a la viuda para que le
cediera los derechos de adaptación de la novela asegurándole que no incluiría los típicos adornos futuristas y llamativos efectos especiales. No sólo eso: consiguió estrenarla justo en el emblemático año del título y, por si fuera poco, la rodó en el mismo periodo en el que transcurre la acción del libro, de abril a junio. Pero con todo el interés por la fidelidad a la obra original que esto demuestra, no dejan de ser detalles con más valor promocional que otra cosa. Al fin y al cabo, el propio Winston se ve obligado a admitir que no tiene manera de saber en qué día o siquiera en qué año está viviendo, tal es el control que el gobierno ejerce sobre todos los aspectos de la vida de sus ciudadanos. Dado que la Historia está reescribiéndose continuamente y que no hay avance social o tecnológico alguno, el calendario resulta irrelevante.
Pero más allá de todo esto, la adaptación de Radford es no sólo una versión fiel del libro de Orwell, sino una excelente película por derecho propio, una cinta que impacta por su vívida
carga intelectual. “1984”, la novela, no es una obra fácil de adaptar por cuanto se asemeja más a un ensayo político que a una narrativa de ficción. Aún así, la sobrecogedora ambientación y la brillantez de las ideas de Orwell se plasman aquí con una claridad y contundencia sobresalientes. En parte, el film resulta tan descorazonador por el contraste entre el agobiante mundo cotidiano en el que viven los protagonistas y los liberadores momentos que pasan juntos al margen del mismo. Estas últimas escenas tienen una cualidad irreal, de tiempo detenido pero simultáneamente próximo a terminar. Imágenes como la de Suzanna vestida con un viejo vestido o la de los dos amantes contemplando algo tan sencillo
como una mujer tendiendo la colada, suscitan una sensación nostálgica por todas aquellas cosas y actos cotidianos que son al tiempo bellas en su sencillez y efímeras por su naturaleza. Esos momentos son pequeños destellos utópicos en una pesadilla distópica. Así, la distopía se identifica con el entorno urbano, la superpoblación y la saturación audiovisual; la utopía con la naturaleza, la soledad y el silencio.
El estilo que Radford utiliza para la película resulta un experimento interesante. Como hizo Chaplin en “Tiempos Modernos”, inserta diálogos que no pretenden ser comprendidos –palabras y frases embrolladas y sin sentido que brotan de las televisiones del Gran Hermano y que tienen el mismo peso sonoro que los mensajes o diálogos con auténtico significado. Es quizá
un intento de trasladar al cine un aspecto muy importante de la novela pero de casi imposible adaptación visual: la importancia del lenguaje, de las palabras, y cómo pueden manipularse, borrarse o crearse para transformar lo que verdaderamente importa: la forma de pensar. Todos los niveles de la vida de Winston están saturados de palabras en la forma de incesantes discursos triunfales y dogmáticos documentales sobre la guerra en curso. Sólo hay tres lugares donde se puede escapar brevemente de semejante bombardeo audiovisual: la zona rural en la que se refugian Winston y Julia los domingos, el dormitorio que ambos alquilan para sus encuentros y, muy significativamente, la oficina de O´Brien. Como funcionario de alto nivel, O´Brien tiene el privilegio y el poder para desconectar la Voz.
Pero lo que dice la Voz son mentiras y las imágenes que la acompañan son al tiempo falsas y verdaderas. “Esta es nuestra gente”, dice la locución que acompaña a las imágenes de soldados cargando, aviones estrellándose, casas bombardeadas, tanques avanzando… todas ellas imágenes reales de grandes conflictos del siglo XX, cortejadas por la Voz glosando las grandes
victorias de Oceanía. Cuando a Winston le invade el escepticismo, se repite ese mismo montaje visual pero esta vez con las reflexiones del propio personaje: “La guerra no es real” o “La guerra no está destinada a ganarse, sino a perpetuarse”. Al final, en la última escena del film, un Winston reformado vuelve a contemplar las mismas imágenes con una voz en off que retoma el mensaje triunfal. Lo que vemos y lo que escuchamos son cosas diferentes. Lo que vemos es, claramente, “nuestra” historia, pertenece a lo que reconocemos como nuestro pasado auténtico. Pero lo que escuchamos como acompañamiento es un pastiche propagandístico, una ficción manipuladora disfrazada de noticias. Vemos nuestra historia y oímos la ficción elaborada por alguien. Esa dicotomía resulta particularmente relevante en nuestra actual sociedad de la “información”, donde sufrimos una continua avalancha de imágenes y palabras. ¿Quién la controla? ¿Quién la manipula? ¿Cómo se mezcla lo auténtico con lo falso? ¿Cómo puede distinguirse una y otra cosa?
Para Orwell, 1984 era simplemente el año en el que estaba escribiendo el libro (1948) con los
dos últimos dígitos intercambiados. No pretendía describir un futuro lejano ni ser profético, sino presentar una exageración alegórica del derrotero que, a su juicio, estaba tomando el gobierno de su propio país tras la Segunda Guerra Mundial, una Inglaterra acosada por el hambre y la pobreza. Los Aliados dividían Europa en bloques, la Unión Soviética absorbía Hungría y Checoslovaquia en su esfera de influencia mientras desarrollaba su propia bomba atómica… Orwell temía que en tales circunstancias, el fascismo, el estalinismo o el centralismo tiránico se aprovecharan del conformismo del pueblo para hacerse con el poder y transformar al país primero y luego al mundo entero en un campo de prisioneros totalitario.
Radford y su diseñador de producción, Allen Cameron, preservan fielmente esa idea y, así, diseño y fotografía tienen un aire de posguerra, con teléfonos arcaicos, aparatos de televisión en
blanco y negro… la única intrusión de la modernidad viene en la forma de un helicóptero. Los edificios y las habitaciones están construidas de hormigón, el paisaje urbano oscila entre una zona industrial y un área recién bombardeada y todo –los cableados eléctricos, los muebles- tiene un aspecto decrépito y gris. Radford y el director de fotografía, Roger Deakins, querían originalmente rodar la película en blanco y negro pero la productora, Virgin Films, se opuso a tal idea por considerarla arriesgada desde un punto de vista comercial. No obstante, ambos cineastas tenían muy claro que la película no podía exhibir unos colores mínimamente vivos so pena de arruinar la atmósfera en la que transcurría la historia. Así que Deakins utilizó una técnica de revelado algo más cara pero adecuada a sus propósitos y en virtud de la cual se lavaban todos los colores del negativo, dando a la película un aspecto visual dominado por el gris y el azul apagado –las únicas excepciones son las ensoñaciones y recuerdos de Winston, bañados por una especie de brillo dorado-.
En general, el aspecto visual de la película recuerda más al de un film de época que a uno de
ciencia ficción. Es un mundo retro tan verosímil que se diría una versión alternativa de 1948. La ausencia de artefactos futuristas o efectos especiales –de acuerdo con lo pactado con la viuda de Orwell- ha permitido a esta película envejecer mucho mejor que otras cintas de ciencia ficción de aquellos años. Parece hecha en algún momento indeterminado de los últimos cincuenta años, una sensación que perdurará al menos otro medio siglo.
John Hurt es un actor espléndido con un fuerte carisma. Y, sin embargo, aquí consigue parecer tan monocromático como el entorno en el que se mueve, exactamente como Winston debería ser y actuar. Su cuerpo escuálido, expresión de agotamiento y aspecto general macilento reflejan perfectamente tanto las consecuencias físicas del sistema en el que vive como la angustia interna en la que está sumido.
Suzanna Hamilton es una actriz mucho mejor de lo que su discreta filmografía daría a entender y aquí construye con eficacia el papel de
mujer con una belleza infantil y un temperamento ferozmente rebelde producto de las privaciones que sufrió siendo una huérfana de guerra. Las escenas de amor que comparte con Hurt transmiten una emotividad desnuda y dolorosa.
Richard Burton ofrece aquí su última interpretación cinematográfica, puesto que murió aquel mismo año tras décadas de alcoholismo. Su precario estado de salud salta a la vista pero Burton lo utiliza para dar forma a su personaje, la perfecta encarnación del Partido corrupto e inmoral. A pesar de que no fue el actor inicialmente elegido para el papel (originalmente fue Paul Scofield, que tuvo que retirarse
debido a un accidente y luego se manejaron nombres como Anthony Hopkins, Sean Connery o Rod Steiger) y que se unió al reparto seis semanas después de comenzado el rodaje, Burton compone un excelente O´Brien, al tiempo simpático e intimidante y totalmente verosímil en la difícil y desasosegante secuencia final, cuando debe desgarrar el alma de Winston y recomponerla a criterio del Partido utilizando maneras suaves, una lógica aparentemente indestructible y un nihilismo persuasivo. Su interpretación es enérgica y sobrecogedora, pero no cae en ningún momento en el sadismo fácil o el histrionismo.
“1984” de Michael Radford, a diferencia de su predecesora de 1956, rehúye los tópicos de la
ciencia ficción y el simplismo, asimilando y transmitiendo el verdadero y oscuro corazón de la novela. No es una película fácil de ver y exige más atención que el blockbuster de turno. Tiene un ritmo lento, carece de acción y es francamente deprimente y psicológicamente brutal... pero al mismo tiempo ejerce una suerte de fascinación casi enfermiza sobre el espectador. Probablemente pueda contarse entre las mejores adaptaciones que se hayan hecho de una novela clásica y, además, de una tan difícil de trasladar al lenguaje visual como “1984”.
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Tras unos años cincuenta en general conservadores y un tanto insultos y a pesar de cierto temor reprimido, la década de los sesenta ha pasado a ser una suerte de icono para la liberación psicológica, el afloramiento de la furia social y la autoindulgencia. Obsesionados con el estilo y la moda, los adolescentes y veinteañeros que crecieron tras la Segunda Guerra Mundial, se lanzaron con avidez -y para desesperación de sus mayores- hacia los productos más atrevidos y sencillos de la industria del ocio, legal o ilegal: música pop y rock, cine, televisión, drogas… Luego transformaron ese hedonismo y vacuidad en pensamiento utópico, compromiso social y político y rebelión contra el establishment. Convivieron un movimiento de liberalización (aborto, homosexualidad, derechos civiles, censura oficial) con momentos en los que las propias instituciones, atemorizadas, intentaron coartar esas mismas libertades.
Al mismo tiempo, un sentimiento de crisis estructural fue permeando el espíritu de la sociedad
occidental, culminando en la Primavera de Praga de 1968, cuando el ejército soviético aplastó el movimiento liberalizador que empezaba a nacer en la comunista Checoslovaquia. Los movimientos estudiantiles de París en mayo de aquel mismo año pusieron en jaque al gobierno francés y la retórica revolucionaria se extendió por muchos países europeos. En Estados Unidos, la crisis moral y la brecha social abiertas por la guerra de Vietnam no empezaron a cicatrizar hasta que Estados Unidos se retiró del Sudeste Asiático a comienzos de los setenta.
Los sesenta (entendidos en este contexto como el periodo que va de 1959 a 1973), aunque políticamente supusieron una época de temor e inseguridad global ante la posibilidad de un holocausto nuclear, fueron también años con una fuerte identidad cultural marcada por la experimentación e innovación. La educación, especialmente en las universidades, mejoró mucho y dio cabida a más alumnos. En plena carrera espacial –con todas las esperanzas y miedos que llevaba incorporadas-, los estudios de ciencias e ingeniería eran los más populares, pero también había abundante espacio para aquellos interesados en las Humanidades. Los
libros de bolsillo de tapa blanda se popularizaron y todos los jóvenes llevaban siempre alguno a mano; los beatniks alimentaban a los más rebeldes y vanguardistas con una poesía furiosa y sensual; y, en la ciencia ficción, la cuidada prosa de autores inteligentes y originales como Alfred Bester, Theodore Sturgeon o Cordwainer Smith, era tan válida e inspiradora para los estudiantes de literatura como la de John Webster, Arthur Rimbbaud, James Joyce o Jack Kerouac. Ambiciosos de una forma que los antiguos escritores pulp jamás hubieran podido imaginar, sedujeron a los lectores con su vívido estilo, atrevida imaginación y visión escéptica del mundo. Sin embargo, esos autores no fueron sino la avanzadilla de un
movimiento que irritaría todavía más a la vieja guardia del género: la Nueva Ola.
Los vanguardismos siempre han tendido a denunciar cualquier autoridad previa, cualquier precedente histórico. El Manifiesto Futurista de 1909 proclamaba: “Destruiremos todos los museos, bibliotecas, academias de cualquier tipo”. Jerry Cornelius, el personaje creado en 1965 por Michael Moorcock, continuó esa tradición incendiaria: “Es la Historia la que ha causado todos los problemas en el pasado”, explica a un escandalizado bibliotecario. Esas palabras encerraban un significado más profundo de lo que aparentaban porque, retomando el ideario futurista, Moorcock pretendía, retomando el ideario futurista, abolir las barreras del género de la ciencia ficción y la fantasía impuestas por la tradición.
Fue un mensaje que inmediatamente ganó adeptos en su país, Inglaterra, donde la ciencia ficción estaba conquistando el respeto tanto del público en general
como de la élite literaria. Así, a mediados de los años cincuenta, mientras un adolescente Moorcock daba sus primeros pasos literarios escribiendo relatos populares del detective británico Sexton Blake, Edmund Crispin coordinó varias antologías de ciencia ficción para la editorial Faber & Faber, un logro nada menor teniendo en cuenta que el catálogo de esa casa estaba dominado por los elitistas gustos de su editor, el poeta T.S.Eliot.
Por su parte, “Nuevos Mapas del Infierno” (1961), de Kingsley Amis, aisló la corriente satírica de la ciencia ficción americana de los cincuenta y la revistió del mismo cache marginal que el jazz (estilo musical que por entonces constituía la línea divisoria entre la música “mainstream” y “experimental”). A continuación, entre, 1961 y 1967, Amis editó junto al sovietólogo Robert Conquest cinco antologías bajo el título “Spectrum” que bebían sobre todo de la revista americana
“Astounding Science Fiction”, pero en cuyas columnas editoriales se establecía un diálogo con los críticos acerca de la prensa “de calidad” y en las que atacaban los prejuicios literarios contra los géneros populares, mostrando además cierto temor a que la ciencia ficción acabara colonizada por ciertas ideologías literarias.
Las relaciones de Brian Aldiss con el establishment literario fueron también importantes en este proceso de dignificación del género. En 1962, el año en el que Anthony Burgess publicó “La Naranja Mecánica”, ciertos autores mainstream ya estaban incorporando en sus narrativas temas o elementos de la ciencia ficción. Aldiss editó las exitosas antologías “Penguin Science Fiction”, en las que desafió a los recién llegados al género con una simple idea: “Hoy ya vivimos en la edad de la ciencia ficción”. La excelente acogida de aquel volumen propició el lanzamiento de más antologías e incluso una línea dentro del catálogo de Penguin dedicada exclusivamente al género y en la cual se editaron por ejemplo “¿Quién?” de Algys Budrys o “El Mundo Sumergido”, de J.G.Ballard.
En 1964, Aldiss coeditó y financió junto a Harry Harrison la revista “SF Horizons”, en la que esperaba cultivar “una literatura floreciente y de amplio espectro, con criterio inteligente”. Estaba significativamente destinada a confundir a “los reaccionarios dentro de la ciencia ficción” que se habían empeñado en conservar celosamente su estatus de “marginados”, una retórica que anticipaba en cierto modo la postura que adoptaría “New Worlds” tan solo unos meses después. El primer número se abría con una amigable charla entre Aldiss, Kingsley Amis y C.S.Lewis en la que se defendía a la CF de los elitistas críticos modernos; el segundo incluía las reflexiones de Aldiss acerca del trabajo temprano de J.G.Ballard, refiriéndose a él como “una reacción consciente contra la CF conservadora” de Heinlein o Asimov y lo situaba “a punto de convertirse en algo distinto a la CF”; se podía leer también una entrevista con el autor postmoderno William S.Burroughs. Aquel segundo número, sin embargo, fue también el último.
Y en este contexto es donde llega Michael Moorcock y “New Worlds”, la primera y más longeva de las revistas británicas de CF.
“New Worlds” había comenzado en 1936 como un simple fanzine llamado Novae Terrae,
fundado por Maurice K.Hanson, miembro británico de la Liga de Ciencia Ficción, una comunidad americana de aficionados impulsada por Hugo Gernsback para promocionar su revista “Amazing Stories”. Los cuatro últimos números de aquella iniciativa amateur fueron editados por otro aficionado: John Carnell. En 1939 se intentó dar el salto a la profesionalización pero la Segunda Guerra Mundial dio al traste con los planes, Carnell se alistó en el ejército y hubo de esperarse hasta el fin del conflicto y su posterior desmovilización para encontrar una compañía que financiase el proyecto. Ésta fue Pendulum Publicactions, que tan sólo llegó a lanzar tres números, ya con el título “New Worlds” entre 1946 y 1947 con un formato pulp de tamaño reducido.
Por aquel entonces, un grupo de escritores y aficionados británicos a la ciencia ficción solían reunirse regularmente en el pub White Horse de Londres. Entre ellos se encontraban el propio Carnell, Walter Gillings, John Wyndham, Eric C.Williams o Frank Edward Arnold. Cuando Pendulum fue a la quiebra, este colectivo formó su propia compañía, Nova
Publications, y retomó la edición de “New Worlds” en 1949, ya con un formato mayor. De este modo, “New Worlds” fue una de las primeras revistas que escapó de las limitaciones inherentes a ser publicada por una gran editorial con múltiples intereses y poco inclinada a experimentos potencialmente polémicos.
Carnell se mantuvo al frente de la cabecera sobreviviendo a esos cambios de propietario y aunque la circulación de “New Worlds” no fue en esta etapa muy amplia, su papel sí fue fundamental a la hora de presentar multitud de nuevos autores e impulsar sus carreras, ofreciéndoles un escaparate para sus cuentos y novelas y un foro para desplegar nuevas ideas: Arthur C.Clarke, John Brunner, Colin Kapp, James White, John Brunner o E.C.Tubb, fueron algunos de ellos. Aunque sus páginas incluían tanto ciencia ficción dura como space opera de corte aventurero, Carnell era partidario de una CF más sobria de lo que era común en Estados Unidos. Tampoco era reacio a introducir material más arriesgado. A finales de los cincuenta y principios de los sesenta, empezó a mostrar un mayor interés por la ciencia ficción psicológica y existencial, serializando novelas de autores americanos más extremos como Philip K.Dick (“Tiempo Desarticulado”) o Theodore Sturgeon
(“Venus Más X”). De este modo, a comienzos de la década de los sesenta “New Worlds” se mostraba más abierta a la experimentación que sus contrapartidas norteamericanas y la decisión de Carnell de publicar los trabajos más intelectuales de Brian Aldiss, Michael Moorcock, John Brunner, James White o J.G. Ballard en la década de los cincuenta fue sin duda uno de los catalizadores de la Nueva Ola.
En 1963, Carnell publicó en “New Worlds” un artículo firmado por Michael Moorcock en el que el joven escritor declaraba que “La Ciencia Ficción se ha ido al infierno” debido a “autores niñatos (…) escribiendo historias para muchachos maquilladas para parecer historias de adultos”, pasando a detallar a continuación sus deficiencias: “Echemos un rápido vistazo a lo que le falta a mucha ciencia ficción. Brevemente, estas son algunas de las cualidades que echo en falta: pasión, sutileza, ironía, caracterizaciones originales, estilos originales, implicación en los asuntos humanos, color, densidad, profundidad y, en general, auténtico sentimiento por parte del autor…”.
El lamento de Moorcock se añadía a la llamada que J.G.Ballard había hecho ya en 1962, en un editorial de “New Worlds” titulado “Which Way to Inner Space” y en el que exigía que la CF se sustrajera a la influencia de H.G.Wells y “diera la espalda al espacio, al viaje interestelar, la vida extraterrestre, las guerras galácticas” así como a sus “actuales formas narrativas y argumentos”. “Los mayores avances en el futuro inmediato tendrán lugar no en la Luna o Marte, sino en la Tierra”, insistía Ballard, “y es el espacio interior, no el exterior, el que necesita ser explorado. El único planeta verdaderamente alienígena es la Tierra”. Años más tarde, en su prefacio a la
edición francesa de 1974 de su novela “Crash”, Ballard abundó en su argumento –compartido por muchos, si no todos, de sus colegas de la Nueva Ola- de que el mundo había sobrepasado tanto a la CF que ésta se había convertido en una víctima del mismo futuro que había ayudado a conformar. Poco después de aquel editorial, Ballard se embarcó en una serie de experimentos bastante extremos en la forma de novelas condensadas y en los que trataba de capturar la violencia de los nuevos tiempos (fueron recopiladas en 1970 como “La Exhibición de Atrocidades”).
En 1964, “New Worlds” pasó a las manos editoriales de Moorcock en su número 142, como
resultado del colapso financiero, la pérdida de confianza de Carnell en la viabilidad del proyecto (posteriormente se dedicó a publicar antologías en formato de libro) y la consiguiente venta de la cabecera. Siendo un adolescente, Moorcock había empezado en el género editando el fanzine “Tarzan Adventures”, para el que escribió una serie de historias de aventuras. Su innegable vigor llamó la atención de Carnell, quien le invitó a contribuir regularmente en la revista hermana de “New Worlds”, “Science-Fantasy”. Fue allí donde nació uno de sus personajes más famosos, Elric de Melniboné, el brujo-guerrero albino que mezclaba el hormonado estilo del ´”Conan” de Robert E.Howard con las decadentes visiones del futuro que Clark Ahston Smith había vertido en su ciclo de “Zotique”. Cuando Carnell se desvinculó de la revista, propuso a Moorcock –que por entonces tenía 24 años- como su sucesor, ya que había aprendido a admirar su dedicación y visión del género.
Inicialmente, los nuevos propietarios, Roberts & Vinter, decidieron que el formato de publicación sería el de bolsillo por ser ésta la opción más económica. Sin embargo, los estados financieros de “New Worlds” durante todos los años sesenta fueron siempre precarios, un problema que también afectaba a sus contrapartidas americanas. Durante los años sesenta y probablemente debido al exceso de oferta, de toda la plétora de publicaciones que convivían en las décadas de los veinte y treinta, en Estados Unidos sólo sobrevivieron “Amazing Stories”, “Astounding Science Fiction” (que se rebautizó como “Analog” en 1960), “The Magazine of Fantasy and Science Fiction”, “Galaxy” e “If”.
En 1967, ante la inminente amenaza de cierre tras el abandono de los propietarios de “New Worlds”, Brian Aldiss organizó la solicitud de una subvención al Arts Council (un organismo público de promoción de las artes) que contó con el apoyo y la recomendación de algunos grandes nombres de las letras inglesas, desde escritores a académicos. Esa subvención permitió a Moorcock, a partir del número 179, aumentar el formato al DIN-A4, mejorar la calidad del papel e incluir abundantes fotografías, ilustraciones
y collages; se dio cabida a poetas como George Macbeth, Peter Redgrove o D.M.Thomas y escritores mainstream como Thomas Pynchon. Fue entonces cuando Moorcock pudo dar forma a su visión. Quería no sólo revivir una revista que ya era toda una institución entre los aficionados británicos, sino abrir nuevos caminos para el género y llevarlo al campo de los vanguardismos literarios y las artes modernas.
Desde el principio, Moorcock se mostró mordaz y combativo en la defensa de su proyecto, protegiéndolo del ataque de una reacia vieja guardia en cuyas filas militaban tanto escritores y críticos como lectores. La revista incluía artículos y editoriales –firmados muchos de ellos por J.G.Ballard, erigido como visionario residente de la publicación y su principal propagandista- en los que se tachaba a la CF tradicional como subproducto juvenil y reaccionario al tiempo que se ensalzaban los experimentos de Salvador Dalí o William S.Burroughs. En concreto, Moorcock identificaba a este último, un autor en los límites de la literatura mainstream, como el modelo de “la CF que todos hemos estado
esperando”, abogando por su perspectiva subjetiva, el estilo no lineal y los experimentos metafóricos y metonímicos. Pronto, Moorcock añadiría a Ballard como paradigma a seguir. Tanto Burroughs como Ballard se negaban en sus obras a someterse a cualquier apariencia de realidad objetiva, pero tampoco renegaban completamente de las exigencias de la literatura de entretenimiento. Eso era precisamente lo que Moorcock –y otros autores de la Nueva Ola- pensaban que necesitaba la CF.
Si para la Nueva Ola era fundamental encontrar una nueva orientación conceptual para la CF, igualmente importante era insuflar vigor a su estilo prosístico con el fin de competir con la literatura más “seria”. Sin embargo, esta nueva orientación no tuvo el apoyo de todos los escritores del género, ni mucho menos. Muchos de los más veteranos criticaban su obsesión por la subjetividad en perjuicio de la ciencia, los sentimientos sobre la razón y el pesimismo sobre la visión positiva del futuro y la tecnología.
Eran quejas compartidas también por un gran sector de los aficionados, que no entendían su inconcreción, la deliberada oscuridad en el fondo y la forma y el sacrificio de la legibilidad en beneficio de experimentos egocéntricos.
“The Heat Death of the Universe” (algo así como “La Muerte del Calor del Universo”, de Pamela Zoline, publicada en “New Worlds” en 1967, ejemplifica bien el tipo de experimentos conceptuales y formales en los que se embarcaba la revista. En este cuento, la autora combina de forma impactante el tema de la entropía (presente en multitud de autores de la Nueva Ola) con el formato de novela condensada. Zoline, que era principalmente pintora, entró en contacto con “New Worlds” mientras estudiaba Bellas Artes en Londres en 1966 (durante un tiempo compartió piso con dos pilares de la nueva ciencia ficción, John Sladek y Thomas Disch). Los cruces entre la pintura y la literatura eran algo común en aquella época de fertilizaciones artísticas. En 1967, Zoline ya había regresado a su América natal para estudiar con artistas pop como Claes Oldenberg y Roy Lichtenstein. La autora escribió muy pocas historias, todas ellas inmensamente concentradas y progresivamente más feministas.
“The Heat Death of the Universe” fue la primera de esta serie y, probablemente, el más recopilado de todos los textos de la Nueva Ola. Escrita en 54 párrafos numerados, conceptualmente se basa en la entropía bajo la forma de una descripción del “mundo interior” de la protagonista, un ama de casa californiana invadida por la monotonía doméstica llamada Sarah Boyle, mientras prepara el cumpleaños de su hijo. El formato rígidamente numérico contrasta con el desorden mental, claramente subjetivo, de Sarah. El texto incluye insertos que definen términos como la entropía o el caos, citas del trabajo del matemático y filósofo Norbert Weiner y párrafos que contienen poesía, sociología, publicidad, periodismo, romance y cibernética.
Con sus incongruencias, experimentalismo y alusiones políticas, esta historia, la primera que escribió Zoline y publicada el mismo mes que exhibía una de sus pinturas en la Tate Gallery, es una excelente muestra del tipo de ciencia ficción que se podía encontrar en “New Worlds”.¿Ciencia Ficción? podría uno preguntarse. El elemento que caracteriza el cuento como tal es que la protagonista es descrita a través de un discurso que trata de reflejar su experiencia bajo la forma de información fríamente profesional que contenga el caos de su
locura. En este sentido, el cuento de Zoline ejemplifica la interpretación de Norman Spinrad: la ficción especulativa “refleja la condición de la mente moderna” al examinar “la interconexión de un entorno en rápida evolución y fisión y la resultante conciencia humana en continua mutación”.
Para Moorcock, “The Heat Death of the Universe” conectaba “los mitos modernos de la ciencia (entropía, etc) tal y como los entiende un profano en la materia, con la gran figura mítica de la ficción moderna: la Mujer Doméstica Abusada”. “Heat Death” subvierte el ideal doméstico y yuxtapone el agotamiento gradual de todo el universo con lo mundano. Zoline, como muchos otros autores de la Nueva Ola, adopta nuevas pautas de pensamiento, sentimiento y comportamiento. Se niega a permanecer confinada en la definición clásica de ciencia ficción y deja que la ciencia cosmológica encuentre una expresión abstracta en el ámbito de la literatura.
(Finaliza en la siguiente entrada)
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(Viene de la entrada anterior) Mientras estuvo al frente de la revista, Moorcock animó a los escritores que participaban en ella a experimentar sin miedo con sus temas y estilos narrativos, deconstruyendo el típico formato de relato corto para imaginar algo nuevo al tiempo que mejorar las caracterizaciones de los personajes. Mientras que Brian Aldiss se contentó con subvertir las ideas clásicas de la ciencia ficción y jugar con ellas. J.G. Ballard empezó a escribir las antes comentadas “novelas condensadas”, ficciones cortas que ponían el énfasis en la no linealidad y la descripción impactante de paisajes física y emocionalmente desolados, carentes de dimensión y consumidos por la angustia.
Bajo la batuta de Moorcock, “New Worlds” publicó muchas obras hoy consideradas clásicas,
como su propia “He Aquí el Hombre” y relatos de su apático personaje Jerry Cornelius, quizá su creación más perdurable; “Campo de Concentración” de Thomas M.Disch; “A Cabeza Descalza” e “Informe de Probabilidad A” de Brian Aldiss; “El tiempo considerado como una hélice de piedras semipreciosas” de Samuel R.Delany; “Un muchacho y su perro” de Harlan Ellison… Otros americanos reclutados para la revista fueron Norman Spinrad, Roger Zelazny o John T.Sladek. A su manera, Moorcock fue un editor tan importante para la ciencia ficción como lo fue John W.Campbell al frente de la americana “Astounding Science Fiction” en el sentido de que mantuvo una dirección editorial firme y clara, seleccionando trabajos que cambiaron el género para siempre.
Los experimentos de “New Worlds” y su relevancia en el ámbito de la Nueva Ola no tienen mucho sentido si no se contempla el contexto cultural de los sesenta. No se trató exactamente de un proyecto para sacar a la CF de un gueto o un ruego para que fuera acogida en el seno de la literatura “seria”. La revista fue una manifestación más de
una corriente social y cultural de mayor amplitud en virtud de la cual se cuestionaba el estatus quo y, en concreto, las definiciones tradicionales de “alta” y “baja” cultura defendidas por los intelectuales de la vieja escuela. Las ortodoxias artísticas en sus diferentes formas (música, literatura, pintura…) fueron entonces atacadas desde muchas direcciones distintas.
La Nueva Ola de la ciencia ficción tomó su nombre del estilo desarrollado por la cinematografía francesa (que tuvo su punto más alto entre 1958 y 1968) y encabezado por un grupo de directores de corte intelectual y políticamente activos que, no obstante, estaban fascinados por los géneros populares norteamericanos, desde las películas de gangsters a los musicales. En el cine, esos realizadores o bien fusionaron o bien enfrentaron los estilos populares y vanguardistas. Algo parecido sucedió en otros ámbitos, como el pictórico o el literario. Así, artistas del Grupo Independiente de Londres utilizaron imaginería de la ciencia ficción de los cincuenta para crear una estética que evolucionó en el Pop Art en 1962. Pintores jóvenes como David Hockney, Peter Blake o Richard Hamilton atacaron el modernismo institucionalizado y en Estados Unidos,
Andy Warhol sustentó su celebridad en la producción en masa de sus trabajos y la eliminación de la línea divisoria y el valor entre el “arte” y la publicidad, una equivalencia que entonces tuvo un impacto hoy difícil de comprender puesto que tanto ha cambiado nuestra cultura visual. En Inglaterra, las fotografías de David Bailey retrataban indistintamente a artistas, estrellas del rock, aristócratas, políticos y criminales, eliminando los límites de clase social que imperaban en el arte. Los escritores que colaboraban en “New Worlds” eran asimismo conscientes de los experimentos de la Nueva Novela que fundó Nathalie Sarraute en la década de los cincuenta y que más tarde, a finales de los sesenta, alimentaron teorías literarias más radicales.
De esta manera, algunos intelectuales empezaron a deshacer el monolito de la “cultura de masas”. Susan Sontag, por ejemplo, sugirió en 1965 que las experimentaciones artísticas y científicas estaban fusionándose en “una sola cultura , conformando un “un nuevo instrumento para modificar conciencias y organizar nuevas formas de sensibilidad”. Las fronteras artísticas empezaron a tambalearse ante la introducción de “nuevos materiales y métodos extraídos del mundo del “no arte”, por ejemplo, de la tecnología industrial”. Todo ello diluiría las barreras entre el “alto” y “bajo” arte dado que esa distinción se apoyaba en una ya anticuada “valoración de la diferencia entre los objetos únicos y los producidos en masa”.
Por su parte, el crítico literario Leslie Fiedler anunció la muerte del Modernismo en 1964 y
escribió una colección de ensayos que intentaban delinear un post-modernismo cuya premisa principal era “cerrar la brecha entre la cultura elitista y la cultura de masas”. En su ensayo “Los Nuevos Mutantes”, identificó a la Ciencia Ficción como el ámbito en el que se estaban produciendo las transformaciones más radicales de la cultura (aunque, especificó, en una forma simplificada). La rebelión generacional de beatniks, hipsters y estudiantes incluía las drogas y la experimentación sexual. La “conquista del espacio interior” que perseguían tanto los poetas como los drogadictos y esquizofrénicos se propagó en una época que tenía no poco de ciencia ficción: “El futuro post-humano es ahora”, escribía Fiedler. En 1970, ese autor felicitaba a los novelistas que habían “elegido el género más asociado con la explotación de los medios de comunicación de masas”, esto es, la ciencia ficción, para revitalizar una tradición novelística exhausta. Para él, William Burroughs, John Barth, Kurt Vonnegut y otros estaban transformando “el alto arte en vodevil y parodia al mismo tiempo que el arte masivo está siendo introducido irreverentemente en los museos y bibliotecas”.
Para muchos críticos, como Judith Merrill, el gran mérito del trabajo que Moorcock realizó en “New Worlds” residió en hacer que la ciencia ficción superara los límites que los diferentes escritores habían ido construyendo a su alrededor desde finales del siglo XIX. Para Merrill, el acrónimo en inglés “SF” no significaba “science fiction” sino “speculative fiction” despreciando implícitamente cualquier traza de “aventuras espaciales”. Para echar más sal a la herida, en sus artículos para la revista “Fantasy and Science Fiction” Merrill no dudó en calificar a la CF como un proyecto británico; para ella, la ciencia ficción americana no era sino un largo desvío de la senda correcta. Algo después, Norman Spinrad aún iría un paso más lejos al coordinar una antología de relatos, “Modern Science Fiction”, en la que consideraba la CF como un simple “caso especial” dentro de la ficción especulativa, básicamente su extensión más comercial. En esa colección de historias, la era de J.W.Campbell y “Astounding Science Fiction” estaba prácticamente desterrada.
Este revisionismo y rechazo a la historia del propio género era una estrategia típicamente vanguardista que, como era de esperar, se encontró, tal y como apuntamos más arriba, con las críticas de la vieja guardia. Asqueado por el subjetivismo y la tecnofobia de esos autores, Robert Heinlein denunció a la Nueva Ola como una “literatura enferma” de “neuróticos” y
“maniacos sexuales”. Otros autores en la misma línea fueron Lester Del Rey, John Campbell y Algys Budrys entre otros. Isaac Asimov declaró “Espero que cuando la Nueva Ola haya depositado su espuma, la vasta y sólida orilla de la ciencia ficción vuelva a aparecer una vez más”. El editor Donal Wollheim encontró la novela de Norman Spinrad, “Incordie a Jack Barron”, serializada en “New Worlds”, “una depravada, cínica, profundamente repulsiva e íntegramente degenerada parodia de lo que una vez fue un verdadero tema de la CF”. Jack Williamson, dijo que el “desesperado pesimismo de la generación de la Nueva Ola” era al menos parcialmente responsable de la crisis de fe que caracteriza a nuestros tiempos. El aficionado y crítico Kingsley Amis declaró que los “efectos de la Nueva Ola” habían sido “uniformemente nocivos”: “El nuevo estilo abandonó los sellos distintivos de la ciencia ficción tradicional: su énfasis en el contenido más que en el estilo y el tratamiento, la evitación de la fantasía desbordada y su compromiso con la lógica, motivaciones y sentido común…(a cambio) llegaron las tácticas de choque, trucos con la tipografía, capítulos de una sola línea, metáforas forzadas, oscuridades, obscenidades, drogas, religiones orientales y políticas de izquierda”.
Mientras que el término “Nueva Ola” se ha aceptado de forma general para describir los cambios que tuvieron lugar en la CF durante la década de los sesenta, en realidad esa denominación puede aplicarse sólo al estilo practicado por un pequeño grupo de autores
ingleses: Michael Moorcock, J.G.Ballard, Brian Aldiss, John Sladek, Pamela Zoline, John Brunner, Christopher Priest, Thomas Disch y Samuel R.Delany. Para complicar aún más las cosas, Delany, Disch y Aldiss han negado su participación en ese “movimiento” sin tener en cuenta que lo que todos tenían en común era una actitud hacia la literatura y la ciencia ficción y unos valores e intereses compartidos con la contracultura de los sesenta. Es más, el propio Disch afirmó que todos los movimientos literarios se componen, en proporciones diversas, del genio de dos o tres talentos genuinos, algunos otros escritores capaces y ya establecidos que se ven arrastrados por los primeros de grado o por la fuerza, una legión de aprendices y aspirantes y mucho bombo publicitario. Para Disch, los auténticos talentos tras la Nueva Ola fueron solo dos: J.G.Ballard en el papel de genio residente y Michael Moorcock como publicista y maestro de ceremonias de la causa. Sin “New Worlds”, Ballard jamás habría salido del circuito marginal de la cultura underground; sin Ballard, la Nueva Ola
nunca habría alcanzado la repercusión que acabó teniendo.
Nueva Ola fue una etiqueta que también se suele colgar de ciertos autores americanos de la misma época, como Harlan Ellison, Philip K.Dick, Robert Silverberg, Roger Zelazny y algún otro, lo que llevó a Brian Aldiss a quejarse de que en los Estados Unidos “cualquier escritor con un estilo raro se convertía en un miembro honorable de la Nueva Ola”. Fue la editora y crítica norteamericana Judith Merril la principal responsable de tan entusiasta aplicación del término. Tras visitar Londres a finales de 1965, publicó la antología “England Swings SF”, compuesta principalmente por autores ingleses.
Aunque la “Nueva Ola Americana” fue de hecho catalizadora de algunos cambios importantes
en la naturaleza del género, fue un movimiento menos coherente y unificado que su antecesora británica y siempre se sintió más a gusto con la tradición pulp. De hecho, Delany concretó todavía más indicando que a mediados de los sesenta había no dos sino tres focos de innovación en la CF: la Nueva Ola británica, otro organizado alrededor de una serie de antologías, “Orbit”, editadas por Damon Knight; y una tercera encabezada por Harlan Ellison y su famosa antología “Visiones Peligrosas” (1967), en cuya introducción dejaba muy claras sus aspiraciones: “Lo que tienes en tus manos es más que un libro. Si tenemos suerte, es una revolución”.
Aunque todos esos grupos consideraban a la CF de la Edad de Oro como un modelo agotado, un subproducto de la cultura más populista atrapada en un gueto construido por los propios autores, editores y lectores, fue la Nueva Ola inglesa la que definió más claramente su distanciamiento de la aventura espacial rebosante de testosterona a favor de las exploraciones psicológicas de ese “espacio interior” propuesto por Ballard. Y ello ocurrió, curiosamente, cuando parecía que el advenimiento del mundo propuesto por los autores de la Edad de Oro estaba próximo. La red
de satélites de comunicaciones abría todo un universo de posibilidades; arquitectos y urbanistas proponían estilos futuristas alejados de la conformidad propia de los años cincuenta; economistas y sociólogos auguraban el fin de las escaseces, la solución a los problemas de la producción y la propagación de los automatismos y máquinas que ahorrarían mil y una penalidades; y, por fin, en 1969, el hombre llegó a la Luna.
Sin embargo, la Nueva Ola despreciaba la carrera espacial por considerarla un fenómeno nacionalista y una mistificación ideológica. Brian Aldiss la calificó como una “huida de la Humanidad de sus problemas más acuciantes” y J.G.Ballard la consideraba “la sentencia de
muerte del futuro”. En la misma línea, Barry Mazberg escribía relatos sobre los daños psíquicos que causaba el viaje espacial. De igual forma, los escritores de la Nueva Ola eran reacios a abordar los temas de los lenguajes cibernéticos y la eficiencia capitalista, algo que ya estaba presente en la sociedad gracias a la rápida extensión de los ordenadores en las economías de los países occidentales. El principal satírico de la Nueva Ola, John Sladek, rara vez escribió algo que no versara sobre las locuras de la cibernética, la burocracia y la dirección empresarial. La Nueva Ola comprendió que el futuro predicado en la CF pulp de los treinta y cuarenta estaba tomando forma ya a mediados de los sesenta, pero que junto a las drogas, la promiscuidad, la televisión en color, la música pop y los viajes baratos en avión, venía asociada la amenaza de una catástrofe global que podía iniciarse en Vietnam, en
Oriente Próximo o en cualquier otra parte del globo y que acabaría con todos aquellos logros.
Ese rechazo a abrazar la esperanza de un futuro mejor gracias a la tecnología era un eco de lo que otros vanguardismos contemporáneos predicaban en otros ámbitos culturales, como el teatro, el cine o la pintura. Y también todos ellos compartieron el mismo destino. La Nueva Ola tardó menos en desaparecer que en formarse y James Blish, otro importante crítico y escritor, desencantado con las expectativas generadas y no del todo cumplidas, declaró muerta la Nueva Ola al finalizar la década.
Ya comenté más arriba el rechazo que los planteamientos de la Nueva Ola inspiró en muchos profesionales del medio, pero tampoco es que los lectores estuvieran completamente entregados. La mitad de los nombres que albergó “New Worlds” están hoy olvidados (Langdon Jones, Michael Butterworth, Roger Jones…) y otros no eran más que seudónimos: “Joyce Churchill”, por ejemplo, era en realidad M.John Harrison, un buen escritor que había ido desencantándose con el género. En cierto modo, los intentos de renovación del movimiento acabaron siendo un arcaísmo en sí mismos y un ejercicio de
nostalgia. Muchas de sus innovaciones estilísticas podrían haber causado verdadero asombro en el mundo literario mainstream medio siglo atrás, pero para los críticos generalistas era poco más que un surrealismo recalentado de los años veinte y treinta. Para colmo, los rebuscados experimentos formales tendían a ocultar la verdadera sustancia del relato y confundir a sus lectores.
En retrospectiva, lo más llamativo quizá sea lo influyentes y longevos que han sido los principales representantes del movimiento: Ballard (aunque acabó dejando la CF), Aldiss, Moorcock, Sladek, Delany, Disch, Spinrad… El trabajo de Robert Silvergerg, anteriormente una auténtica máquina de producir relatos, se identificó profundamente con la Nueva Ola a partir de 1967, haciéndole merecedor de un Campbell Memorial Award en 1973.
Todos los movimientos vanguardistas empiezan con la creencia mesiánica en su misión de superar el lastre de la historia y la tradición; y terminan engullidos por esa misma tradición.
Paradójicamente, la muerte de la vanguardia no supone su final definitivo, sino su etapa más productiva e interesante gracias a su dilución en todo tipo de formas culturales, ya sean populares o elitistas. Y, precisamente y sobre todo, los cambios de valores, intereses y estilos que provocó la Nueva Ola implicaron a su vez grandes transformaciones en la relación de la ciencia ficción con la literatura mainstream, su penetración en la cultura general, su actitud hacia la ciencia y la tecnología, el tratamiento del sexo en sus historias y su creciente fascinación por las llamadas “ciencias blandas”, como la psicología, la sociología o la antropología. La CF, por tanto, reflejó las turbulencias y controversias culturales de los sesenta y lo que entonces pareció una revolución en el género sigue siendo, visto en retrospectiva, un momento de cambio. Gracias a ella se empezó a dar mayor importancia a la calidad literaria dentro del género, se interesó a figuras de la literatura general que de otro modo no hubieran prestado atención a la CF y permitió que otros autores escaparan del gueto (Kurt Vonnegut, J.G.Ballard, Robert Silverberg o Michael Moorcock).
Aunque la Nueva Ola no significó la muerte de las tradiciones más consolidadas de la CF, sí relegó a muchas de ellas a un núcleo nostálgico de aficionados al mismo tiempo que introdujo en ella las técnicas y estándares de la literatura mainstream. Se suele cometer el error de suponer que un movimiento literario sucede a otro como si fuera un progreso evolutivo, dinosaurios dejando paso a mamíferos. Esto no es así. Para cuando ese movimiento se hace visible y los lectores tienen acceso a los trabajos adscritos al mismo, ya ha pasado como mínimo un año desde que esos textos fueron creados y vendidos. A menos que ese movimiento esté muy concentrado geográficamente –como fue el caso de la Nueva Ola británica-, las influencias y las mezclas tardan en producirse.
Aún más, en un género marginal como es la ciencia ficción literaria, disfrutada principalmente por lectores jóvenes y escasos de dinero, su difusión se ha producido no sólo a través de las librerías, sino en las tiendas de segunda mano, donde los volúmenes tardan cierto tiempo en llegar. A comienzos de los sesenta, los recién introducidos en el mundo de la CF podían tranquilamente leer la última bofetada de Ballard a los prejuicios burgueses o la sofisticada poesía de Zelazny, y luego coger un gastado volumen de la vetusta space opera de Doc Smith o las joyas de la Edad de Oro firmadas por Heinlein o Asimov, por no hablar de
cualquier antología de relatos de segunda fila o los simples comic-books de la época. La ciencia ficción más tradicional siguió existiendo y autores como Clifford Simak, Gordon Dickson, Murray Leinster, Edmond Hamilton, Ben Bova y otros siguieron ofreciendo obras en la línea tecnológica, racional e incluso militarista de la CF. El refugio espiritual para los seguidores de esta vertiente siguió siendo la revista “Analog” de John W.Campbell. Podríamos aplicar aquí la teoría evolutiva de Stephen Jay Gould: en cada era, la mayoría de las especies son formas de vida sencillas, adaptadas desde el principio a un amplio espectro de ambientes y tremendamente persistentes. Algo parecido ocurre con la ciencia ficción clásica: siempre se mantenido viva en el humus.
Volviendo a “New Worlds”, aunque su enfoque vanguardista atrajo un nuevo sector de lectores poco afín al espíritu pulp, lo cierto es que conforme su experimento editorial y literario se intensificaba, su circulación decrecía (ya he hablado más arriba de sus tribulaciones financieras) y no sólo por la confusión que sembraba entre los lectores más tradicionales y fieles al género. Las provocaciones de los
poemas en prosa firmados por J.G.Ballard sobre Jacqueline Kennedy y sus “textos encontrados” como “La Mamoplastia Reductora de la Princesa Margarita” bordearon lo prohibido por el Acta de Publicaciones Obscenas (la librería Unicorn, en Brighton, fue procesada por distribuir un texto de la Nueva Ola: “Ronald Reagan: A Magazine of Poetry”, en el que se incluía uno de esos poemas de Ballard titulado: “Por Qué Quiero Follarme a Ronald Reagan”).
La ruina de “New Worlds” la provocó en último término la decisión de la cadena de librerías W.H.Smith de no vender la revista durante la serialización en la misma de la novela “Incordie a Jack Barron” (1968), de Norman Spinrad. El relato, ambientado en una América del futuro cercano en el que la marihuana está legalizada, rebosaba de controvertido contenido sexual y racial (como la “peligrosa” palabra cunnilingus). Para colmo, estaba escrito en un estilo prosístico experimental pensado para reflejar el impacto y confusión de las imágenes televisivas. Esta novela llevó a W.H.Smith a adoptar su autoimpuesto rol histórico de árbitro moral de país –el pionero negocio había sido fundado nada menos que a finales del siglo XVIII- y sentenciar de indigna la revista en tanto en cuanto llevase su interior tal contenido. La polémica llegó incluso a la Cámara de los Comunes, donde Spinrad recibió el honor de ser calificado de “degenerado” (ello fue porque la revista se sostenía, recordemos, gracias a una subvención oficial y se cuestionó si el dinero público debía pagar según que “excesos”).
Reflejando a la perfección la evolución de la revista desde sus orígenes pulp hasta la categoría
de experimento contracultural, los últimos números de “New Worlds” fueron realizados desde las oficinas de las principales publicaciones undergound londinenses de la época, “International Times” y “Oz” –las cuales, por cierto, fueron procesadas y canceladas en 1973 como parte de una reacción ultraconservadora, la segunda de ellas acusada de conspiración para corromper a los niños-. Moorcock no quería que “New Worlds” se quedara congelada como publicación dependiente de los fondos públicos del Arts Council y también rechazó una oferta de financiación de Apple, la institución filantrópica fundada por los Beatles para impulsar proyectos contraculturales. Poco a poco, Moorcock fue apartándose de las labores editoriales, cediéndolas a diversos miembros de su grupo y, de este modo, el último número de “New Worlds”, el 200, apareció en abril de 1970 –aunque en 1971, se envió un índice retrospectivo, numerado como 201, exclusivamente a los suscriptores-.
Después de 1970, Christopher Priest y M.John Harrison, desarrollaron una segunda fase del experimento literario de la Nueva Ola entre 1971 y 1976 y bajo la forma de antologías de formato bolsillo y cadencia intermitente, un experimento que se repitió supervisado por David Garnett entre 1991 y 1994.
Al final y en lo que a la etapa de los sesenta se refiere, aquellos altos ideales literarios y sus correspondientes experimentaciones no encontraron el suficiente eco entre los lectores, cuyo gusto mayoritario es, en general, mucho más convencional. El ideario de Moorcock no gozó de la aprobación suficiente entre el público como para pervivir en forma de revista. Sea como fuere, “New Worlds” fue durante mucho tiempo la publicación más importante del género en Inglaterra, dando a numerosos escritores nacionales la oportunidad de ver publicado su trabajo y sirviendo de base para el movimiento de la Nueva Ola. En cuanto a ésta, y a pesar de sus excesos, ha pasado a ser considerada dentro de la historia de la CF como un punto de ruptura con el pasado, una explosión creativa que reniega y supera lo que sus escritores interpretaban como fascinaciones prepubescentes con la tecnología y el espacio. En este sentido, a menudo se la equipara con el Modernismo del género mientras que el ciberpunk de los ochenta ocupa el lugar de un Post-Modernismo. El legado y los caminos que abrieron tanto la Nueva Ola como su principal heraldo, “New Worlds”, siguen vivos en los autores contemporáneos y su manera de entender la ciencia ficción.
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El de “Found Footage” o “Metraje Encontrado” es un género cinematográfico que tuvo su gran momento gracias al éxito de “El Proyecto de la Bruja de Blair” (1999), renovando su aceptación casi una década después con otro bombazo de taquilla, “Paranormal Activity” (2007). Tanto en ese intervalo como después del mismo, muchísimos títulos han adoptado este formato de cámara en mano y supuesta filmación encontrada y revelada al conocimiento público.
Por ejemplo, películas de snuff movies y asesinos en serie como “The Great American Snuff Film” (2003), “Amateur Porn Star Killer” (2007) o “The Poughkeepsie Tapes” (2007); películas de monstruos como “Incident at Loch Ness” (2004), “Cloverfield” (2008) o “The Tunnel” (2011); las historias de fantasmas como “Lake Mungo” (2008), “8213:Gacy House” (2010), “Haunted Changi” (2010) o “Encuentros Paranormales” (2011); films de zombis, como “El Diario de los Muertos” (2007) o “[Rec]” (2007); películas de acosadores psicópatas como “Evil Things” (2009) y “388 Arletta Avenue” (2011); historias de ovnis en “La Cuarta Fase” (2009); posesiones y exorcismo en “El Último Exorcismo” (2010), “Anneliese: The Exorcist Tapes”
(2011), “Ex Inferis” (2011) o “The Devil Inside” (2012); los alunizajes de la NASA y las posesiones alienígenas en “Apolo 18” (2011); poderes psíquicos en “Chronicle” (2012); vampiros en “Afflicted “ (2013) o “The Black Water Vampire” (2014); el mito de Frankenstein en “The Frankenstein Theory” (2013) o “Frankenstein´s Army” (2013); los embarazos satánicos en “Delivery” (2013) o “El Heredero del Diablo” (2014); las conspiraciones de ovnis en “Area 51” (2015); los viajes en el tiempo en “Project Almanac” (2015) o las aventuras en mundos perdidos de la serie televisiva “The River” (2012).
Muchos de estos títulos son muy mediocres y su visionado no aporta absolutamente nada, pero
dan una idea de que este formato ha sido casi exclusivamente utilizado en el género fantástico y de terror. Ello se explica por cuanto la cámara en mano aporta un grado de subjetividad visual que ayuda a que el espectador se involucre en la historia y experimente con mayor intensidad el clima de tensión y horror que suelen plantearse en estas películas. No obstante, esta modalidad también ha encontrado su sitio en otros géneros, desde la comedia televisiva “The Office” (2001-3) hasta la película bélica “Redacted” (2007) pasando por las citas por internet en “Catfish” (2010) o las locuras de Borat.
Y luego está la obra que ahora comento, un film de difícil clasificación pero que sabe utilizar este formato para desarrollar una idea tan intrigante como disparatada.
La película comienza informando al espectador de que en 2008 se encontraron dos discos duros
con una filmación que, una vez comprobada su autenticidad, ahora podemos ver. Se trata de un documental rodado por tres estudiantes de la universidad noruega de Volda, Thomas, Johanna y Kalle, que tratan de demostrar la caza furtiva de osos. Los cazadores con licencia de la región les ponen sobre la pista de Hans, a quien tienen por un furtivo. Se trata de un individuo taciturno que vive en una caravana en un camping y que se niega a hacer ningún comentario, por lo que los aspirantes a periodistas lo siguen en secreto durante sus actividades nocturnas. En una de esas incursiones, son atacados por una criatura y encuentran su coche completamente destrozado. Hans les recoge y les explica que su profesión es la de cazador de trolls. Naturalmente, al trío todo esto les parece absurdo y le piden a Hans que les deje acompañarle por las noches en sus cacerías, a lo que finalmente éste accede, llevándoles con él en su vehículo todo terreno acorazado.
Mientras le siguen a cierta distancia por los oscuros y solitarios bosques del interior noruego, se
topan, efectivamente, con un enorme troll que les persigue hasta que Hans consigue transformarlo en piedra con un foco de luz ultravioleta. El cazador les explica que trabaja para una agencia gubernamental secreta, el Servicio de Seguridad Troll, cuya misión es mantener a raya las incursiones de esas criaturas y ocultar y camuflar las evidencias dejadas por las mismas haciéndolas pasar por inusuales fenómenos meteorológicos, geológicos o ataques de osos. Es un trabajo muy peligroso, solitario y mal pagado y Hans, desilusionado y cansado, se presta a enseñar a los estudiantes muchas cosas sobre el comportamiento de los trolls, sus tipologías y hábitats, su dieta alimenticia –que incluye tanto rocas como animales y seres humanos- y la forma de acercarse a ellos y matarlos si fuera necesario. Hans cree que hay algo que está inquietando a los trolls y está decidido a averiguar de qué se trata. ¿Quizá una guerra entre trolls? ¿Una epidemia? ¿Cambios en el clima?
“Troll Hunter” es un film algo desconcertante por la idea que plantea y por la forma en que lo desarrolla: da toda la impresión de tomarse el asunto en serio y el propio formato cámara en mano apuntala esa sensación de realismo; lo cual contrasta con el asunto del que se trata: que
los trolls de la mitología escandinava existen y que el gobierno noruego trata de mantenerlo en secreto a cualquier precio. Podría pensarse que la película va a parecerse a “El Proyecto de la Bruja de Blair”, que sugería unas terroríficas apariciones pero que las mantenía siempre fuera de cámara. No es este el caso, porque antes de que se cumpla media hora de metraje ya se nos presenta un troll de veinte metros de altura que sale enloquecido de un bosque. En este sentido, la inspiración de “Troll Hunter” parece estar más próxima a “Cloverfield” y su integración de efectos visuales en una tosca filmación de vídeo.
El director Andre Ovredal hace un buen trabajo en lo que se refiere a las diferentes apariciones
de los trolls, especialmente y además de la escena descrita, aquella en la que uno de ellos aparece en un puente y parece liquidar a Hans; o, ya en el clímax, ese troll gigante de las montañas que ataca al jeep. Basados en la interpretación de varios artistas e ilustradores noruegos, los trolls que aquí se nos presentan tienen un aspecto más bien ridículo, casi como si fueran una figura de plastilina: narizotas bulbosas, enormes bocas de dientes partidos, vello crespo y expresión bobalicona. Pero un visionado más meticuloso revela la existencia de no poco talento y sofisticación a la hora de integrar esos efectos visuales en el metraje real.
Como he dicho más arriba, la película aborda la idea de que los trolls existen en nuestro mundo moderno con una total seriedad. Por una parte, el guión demuestra un sólido conocimiento de
la propia mitología, incluyendo referencias al folklore noruego, como las diferentes especies de trolls, su anatomía (desde la cola a las cabezas múltiples), la creencia en que pueden oler la sangre de los cristianos, su dieta a base de rocas y carne, su tamaño y estupidez, su hábitat de bosques, altas montañas y cuevas y sus dramáticas transformaciones en piedra cuando les alcanza la luz del sol…
Por otra parte y en la misma línea, se inventan todo tipo de pautas “científicas” acerca del comportamiento de los trolls y cómo interactuar con ellos, como cuando Hans pone trampas
con pedazos de cemento y carbón, lee los periódicos locales buscando pistas de incidentes extraños que apunten a actividad troll en la zona, el abandono por los bosques neumáticos viejos –que los trolls devoran como auténticas delicatesen-, la comprobación de la distribución de las rocas en un área determinada para ver si los trolls han alterado sus posiciones, la forma de camuflar el propio olor corporal… Hay incluso una notable escena en la que una veterinaria explica a los muchachos, con total seriedad, lógica y “base científica”, por qué los trolls se convierten en piedra al exponerse a la luz del sol.
El tono se aligera y entra en la comedia negra hacia el final –ATENCIÓN: SPOILER-, como cuando el cámara es asesinado por los trolls porque había ocultado su auténtica condición de
cristiano creyente y el equipo decide traer a una sustituta musulmana; o el divertido clímax, en el que Hans atrae al troll gigante emitiendo himnos religiosos desde su jeep –FIN SPOILER-. Por otra parte, ese difícil equilibrio entre comedia y terror cuenta con otro elemento que pasa desapercibido para el público no noruego, ya que cuatro de los personajes (incluido Hans) están interpretados por cómicos muy conocidos en su país. Incluso al final del film, en los créditos, hay una frase en la que se anuncia con total seriedad “Ningún Troll sufrió daño durante el rodaje de esta película”.
Como todo buen cuento de hadas –aunque sea uno tan posmoderno como este- hay una
segunda lectura más allá de la acción y la fantasía. En este caso, y a pesar de la comicidad de algunos pasajes, se lanza un mensaje muy triste como es el de la demolición secreta del mito y el sentido de la maravilla por parte de un gobierno burocratizado y controlador. Es una alegoría, no obstante, que no chirría demasiado ni interfiere con el simple entretenimiento y suspense de la historia y que incluso está abierta a más interpretaciones (¿podría tratarse quizá de la fagocitación de las criaturas del bosque por parte de la industria? ¿o nuestra propia fantasía, que destruimos cuando crecemos y dejamos de creer en sus criaturas?)
Para ser una película noruega de no mucho presupuesto y poco publicitada y distribuida, “Troll Hunter” fue un modesto éxito gracias al boca oído, hasta el punto de merecer un estreno en
Estados Unidos. De hecho, tan interesante debió parecer el proyecto que antes incluso del estreno original del film, Summit Entertainment compró los derechos para producir un remake para el público norteamericano. Nada mal, teniendo en cuenta que se trataba sólo de la segunda película del director Andre Ovredal, que previamente sólo había codirigido el thriller psicológico “Future Murder” y que posteriormente, en 2016, firmaría “La Autopsia de Jane Doe”. Además de narrar con acierto las apariciones de los trolls tal y como indicaba más arriba, hay que destacar que, a pesar de tratarse de un film cámara en mano, Ovredal sabe evitar los mareantes temblores y desconcertantes giros que lastran tantas películas de este tipo, permitiendo siempre en cambio una clara visualización de lo que ocurre.
No es que haya mucho que destacar en cuanto a los actores –de los cuales no menciono ni sus nombres puesto que nadie los va a reconocer-, pero todos ellos están correctos en sus papeles y aportan la necesaria verosimilitud a la historia. Además de ver caras nuevas, es de agradecer el cambio de escenario, puesto que todo está rodado en los espectaculares paisajes noruegos.
“Troll Hunter” es una curiosa y efectiva mezcla de película de monstruos, cuento de hadas, aventura terrorífica, conspiraciones gubernamentales, mitología nórdica y parodia. Film de obligado visionado para todos aquellos amantes de las películas de monstruos con más inteligencia en su planteamiento que excelencia visual.
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(nacido en 1911), firmó una considerable cantidad de relatos para las revistas pulp. Él mismo afirmó haber escrito quince millones de palabras entre 1927 y 1941, aunque no sería extraño que esto no fuera sino otra de sus exageraciones. El caso es que la mayoría de todo ese material ha quedado justamente olvidado en la actualidad, si bien los críticos suelen destacar tres de sus novelas como por encima de la media en su categoría. Se trata de: “Apagón Final” (serializada en “Astounding Science Fiction” en 1940), acerca de una Europa del futuro devastada por la entonces rugiente Segunda Guerra Mundial y en la que un dictador toma el control de Inglaterra e intenta superar a sus oponentes; “Miedo” (“Unknown”, 1940), en la que un hombre debe retroceder en el tiempo para enfrentarse a lo que más teme; y la más reflexiva “Máquina de escribir en el cielo” (“Unknown” 1940) en la que un personaje está atrapado dentro la novela que está escribiendo su amigo, el prolífico autor de pulps Horace Hackett (un trasunto del propio Hubbard).
El estilo y ambición de Hubbard se ajustaba más a la fantasía de “Unknown” que a la ciencia
ficción de “Astounding” y por eso resulta chocante, con la perspectiva que da el tiempo, que John W.Campbell, el legendario editor de ambas revistas, lo incluyera entre sus escritores de CF favoritos. A diferencia de muchos de sus colegas de entonces, Hubbard no estaba tan interesado en reinventar el género como en ofrecer a sus lectores historias de aventuras tan inverosímiles como rebosantes de dinamismo y lideradas por protagonistas cuasi superhumanos.
Sin embargo, no son los méritos de Hubbard como escritor los que le ameritan para figurar en este artículo, sino como fundador de la Cienciología, una religión profundamente imbuida de discursos extraídos de la ciencia ficción. De hecho, si no hubiera sido por su polémico ascenso a la categoría de gurú religioso, es poco probable que sus escasas virtudes como autor pulp le hubiesen ganado más que una mención de pasada en las enciclopedias y tratados del género.
Tras servir sin demasiada distinción en la Armada durante la Segunda Guerra Mundial,
Hubbard pareció desilusionarse con la vida de escritor. En una reunión de la Asociación de Ciencia Ficción del Este de Estados Unidos en 1948, afirmó: “escribir a cambio de un penique por palabra es ridículo. Si alguien quisiera de verdad amasar un millón de dólares, la mejor forma de hacerlo sería empezar su propia religión” (hay tres versiones ligeramente diferentes de esta celebrada -o infame, según se vea- aseveración). Y a continuación, perfectamente consciente de que su talento literario no le llevaría muy lejos, siguió su propio consejo. En su libro “Dianética” (1950), estableció lo que dio en llamar “una nueva ciencia de la salud mental” y que era en realidad un manual de autoayuda y guía de trascendencia espiritual confeccionado con elementos dispersos de filosofías orientales y occidentales y sazonada con conceptos extraídos de las ideas de Sigmund Freud y Wilhelm Reich.
Un extracto de cuarenta páginas se había publicado previamente, en mayo de 1950, en
“Astounding Science Fiction”, bajo el título “Dianética: Una Nueva Ciencia de la Mente”. Su editor, el mencionado Campbell, se convirtió en un entusiasta defensor de esas ideas. En el número de “Astounding” de diciembre de 1950, un lector expresaba su escepticismo hacia las teorías de Hubbard: “Suena muy parecido al tipo de cháchara que escucho de algunos de los pacientes del hospital mental en el que estoy cursando prácticas”. Campbell le reprendió por escrito por su actitud reaccionaria. De hecho, en el editorial del número en el que presentó la Dianética, proclamaba: “Quiero asegurar a todos los lectores, de forma positiva e inequívoca, que este artículo no es ni una estafa ni una broma, sino la manifestación directa y clara de una nueva tesis científica”. Por eso no puede extrañar que cuando Hubbard convirtió esas “tesis” en una religión –que es lo opuesto a la ciencia- alrededor de un año después, Campbell enfriara sus ánimos y le retirara su incondicional apoyo (puede que parte de la simpatía del editor derivara del éxito que tuvo Hubbard a la hora de tratar la sinusitis crónica que le había atormentado durante años).
El caso es que ningún otro autor de CF antes que Hubbard había tenido semejante éxito fuera
del gueto del género y, para colmo, mostrando su peor faceta. “Dianética” vendió más de 100.000 copias en un solo año, muchas de ellos a aficionados a la CF. A pesar de contar con el aval de un médico auténtico, el doctor Joseph Winter, la comunidad científica y médica se mostró hostil a las teorías expuestas en sus páginas. El libro no trataba tanto de poderes psíquicos como de psicoterapia: prometía un nuevo y radical método para curar los males de la mente allá donde todas las terapias anteriores habían fallado, desde la acupuntura a Freud. El propio Hubbard no alardeaba de modestia en la introducción de su libro: “La creación de la Dianética es un hito para el Hombre comparable al descubrimiento del fuego y superior a la invención de la rueda o el arco”.
Grupos de “auditación” (a continuación volveré sobre esto) surgieron por doquier, sobre todo
en la costa oeste de Estados Unidos, donde el colega de Hubbard y también escritor de CF, A.E.Van Vogt, ejercía de terapeuta dianético. Obsesionado desde hacía mucho por las teorías sobre el comportamiento humano, van Vogt fue una víctima fácil para el carismático Hubbard. Referencias a los “Limpios” (un concepto de la dianética que también explico más adelante) empezaron a aparecer en algunas historias de CF. Van Vogt, Blish y otros escritores que flirtearon con el movimiento acabaron volviendo al género quizá dándose cuenta del engaño –Blish, por ejemplo, eliminó las menciones a los “Limpios” de posteriores ediciones de sus obras). Pero para Hubbard, la Dianética no había hecho más que empezar.
Hubbard fundó a continuación la Hubbard Dianetic Research Foundation para ayudar –o exprimir económicamente- a sus seguidores. Animado por su éxito, amplió el marco conceptual de la Dianética hasta convertirlo en un conjunto sistematizado de creencias a la que llamó Cienciología. Cuando en 1953, Hubbard declaró que la Cienciología era una religión, ya no escribía ciencia ficción en absoluto, prefiriendo concentrarse en la mucho más lucrativa ocupación de organizar y extender su culto, llenando de paso los cofres gracias a un merchandising masivo, el desplume de los más vulnerables seguidores, y la diversificación en otras áreas económicas, como la consultoría financiera, los spas y la rehabilitación de drogodependientes, fachadas honorables todas ellas tras las que poder ocultar el verdadero y pedestre origen de esa religión. En 1959, estableció el cuartel general de su movimiento en East Grinstead, en el sur de Inglaterra.
La religión de Hubbard fue extendiéndose durante los sesenta y setenta y alcanzó un gran
predicamento gracias a la adición a sus filas de varias celebridades en los ochenta y noventa. Hubbard fundó, a comienzos de los 80, el certamen “Writers of the Future”, dirigido por el escritor y editor Algis Budrys, uno de los pocos autores de CF que a esas alturas seguían teniendo palabras amables para la Cienciología (entre otras cosas porque trabajaba para ella).
El número de seguidores varía según las fuentes. Los responsables de la Cienciología, claro está, han llegado a elevar su número hasta los 8 millones en todo el mundo, mientras que en 2011 un renegado de alto nivel declaró
que sólo contaban con 40.000 fieles. Pero sea como fuere, estamos ante un notable fenómeno cultural. Como muchas religiones de nuevo cuño, la Cienciología ha generado controversia y ridículo a partes iguales. En parte, esto es un reflejo de la percepción general de que se trata de un culto enfocado a la explotación económica de sus seguidores, pero también tiene que ver con que la fe hunda sus raíces en terrenos propios de la ciencia ficción, algo que para muchos es totalmente risible (o al menos más inverosímil que las narrativas míticas que sustentan otras creencias).
El corazón de la Cienciología es un proceso llamado auditación (de la raíz latina audiv-, ‘escuchar’) por medio del cual los creyentes pueden purgar sus almas inmortales (“Thetans” en el vocabulario de esa fe) de toda la energía negativa acumulada en vidas anteriores. El individuo ya purgado es conocido como un “Limpio”. La Iglesia organiza cursos en los que los asistentes –previo pago de cuantiosas sumas- pueden ir poco a poco librándose de esos “engramas” negativos y así ascender en la estructura jerárquica de la organización, un proceso que ha demostrado ser muy lucrativo tanto para la Cienciología en general como para los líderes de la
misma en particular puesto que una auditación completa puede llegar a costar entre 300.000 y 500.000 dólares- . Al final, no se trata más que una corrupción de la doctrina freudiana por medio del mestizaje con la CF, ofreciendo una forma más sencilla y directa de culpar de los males propios al padre, la madre, los satanistas o los extraterrestres.
Los cienciólogos de alto rango tienen acceso a verdades fundamentales, la mayoría de las cuales supuestamente están relacionadas con eventos clave que ocurrieron en vidas anteriores y que, con toda desfachatez, están tomadas directamente del corpus de la ciencia ficción pulp. Por
ejemplo, la Cienciología predica que el origen de la mayor parte de las desgracias contemporáneas puede rastrearse hasta una catástrofe acontecida hace 75 millones de años cuando un perverso dictador galáctico llamado Xeno, por razones no muy sólidas, trajo miles de millones de individuos a la Tierra en naves espaciales sospechosamente similares a los aviones Douglas DC-8, las situó sobre volcanes y luego arrojaron bombas de hidrógeno en ellos matándolos a todos. La Cienciología dice que nuestras almas conservan el recuerdo reprimido de este trauma, lastrando de esta forma nuestro desarrollo espiritual.
Pero hay muchas otras narrativas extraídas de la ciencia ficción e incorporadas a esta religión.
Por ejemplo, testimonios de creyentes que han pasado por el proceso de auditación y que afirman recordar vidas anteriores sospechosamente parecidas a la CF previa a la Segunda Guerra Mundial: aventuras en otros planetas, robots disfrazados de atractivas mujeres pelirrojas, platillos volantes, catástrofes planetarias causadas por nubes de gas radioactivo… El propio Hubbard afirmó que una de sus vidas anteriores la había pasado en un planeta alienígena fabricando humanoides metálicos y vendiéndolos o alquilándolos a los thetans locales. Son todos ellos escenarios que en este mismo blog hemos visto repetidas veces formando parte de múltiples novelas y cuentos publicados a comienzos del siglo XX. Es una religión cuya metafísica está, por tanto, empapada de clichés y banalidades extraídas de las revistas populares. Es una lástima que para cautivar los corazones de miles de personas ya no sean necesarias la poesía y elegancia presentes en el Corán o el Evangelio de San Juan. Todo lo que se requiere es saquear las tradiciones de la ciencia ficción de segunda fila, el tipo de literatura popular en el que el propio Hubbard había militado antes de decidir que el de líder religioso era un trabajo mejor remunerado.
Esta forma de ver las cosas es bastante común entre los no seguidores del culto. Naturalmente,
los miembros de la Iglesia de la Cienciología tratan este material con mucho más respeto, como si encerrara profundas verdades y, de hecho, sus seguidores defienden sus creencias de una manera tan agresiva que se han labrado la reputación de ser los fieles más litigantes del mundo. Pero la verdad es que las referencias de la cultura popular a esa religión suelen ser más despectivas y satíricas que otra cosas. Dos ejemplos: la novela corta de Greg Bear “Cabezas” (1990), en la que plantea una religión futura muy parecida a la Cienciología, que descubre verdades amargas acerca de su fundador tiempo atrás fallecido (e imaginado a imagen y semejanza de Hubbard) mediante la manipulación de su cabeza congelada; o la ópera rock “Joe´s Garage” (1979), de Frank Zappa, que se ríe de “L.Ron Hoover” y su iglesia de la “Aparatología” y en particular de la obligación que tienen sus seguidores de practicar sexo con electrodomésticos.
Durante gran parte de la década de los setenta, Hubbard vivió a bordo de un yate. En los
ochenta, utilizando los considerables recursos que había amasado gracias a la Cienciología, volvió a los Estados Unidos y empezó a escribir de nuevo ciencia ficción, publicando dos voluminosas novelas: “Campo de Batalla: La Tierra” (1982) y “Misión Tierra” (1985-87), esta última dividida en diez volúmenes que totalizan unas 4.000 páginas. Ambos títulos se vendieron bien (hay acusaciones en el sentido de que las buenas ventas respondieron a presiones de la Iglesia sobre sus seguidores para que las compraran en masa aun cuando en ningún momento la intensa promoción que las apoyó mencionó la palabra Cienciología) pero son obras decididamente malas: prolijas, sosas, poco imaginativas y tediosas.
“Campo de Batalla: La Tierra” detalla, en medio millón de palabras, la lucha, en el 3000 de nuestra era, entre una Humanidad esclavizada y sus amos, los alienígenas Psychlos. Éstos son materialistas, manipuladores y devotos de un sistema social obsceno y artificial. Hubbard lo deja claro: son los malos y están allí para que les disparen y los maten en aras de la libertad. Por parte de los humanos tenemos a Jonnie Goodboy Tyler, un joven y musculoso héroe apoyado por un grupo de valientes luchadores. En el curso de la aventura, claro está, Jonnie se lleva a la chica (que, por supuesto, se queda en casa para dejar que los hombres de verdad luchen como deben), libera a la Tierra, obtiene su venganza en el planeta natal de los Psychlos y acaba erigiéndose dueño de la galaxia. Es una historia así de sencilla y estúpida y, para colmo, lastrada por complejos y aburridos análisis de logística militar alienígena. En 2000 fue llevada al cine en una producción encabezada por John Travolta (uno de los cienciólogos más famosos) que pasa por ser una de las peores películas de CF jamás rodadas.
Por su parte, “Misión Tierra” aspira a ser una sátira enciclopédica de nuestro mundo actual, visto a través de los ojos de los alienígenas del planeta Voltar, un nombre que quizá delate la ambición estética de Hubbard, aunque el resultado no puede parecerse menos a la concisión y capacidad de análisis de Voltaire. Hubbard retrata una Tierra al borde de de la autodestrucción: las escuelas se han corrompido transformándose en centros de adiestramiento para desviados sexuales, las corporaciones malvadas dominan la sociedad, la música rock y las drogas se utilizan para sedar y controlar a las masas… La psiquiatría, una de las pesadillas particulares de Hubbard, se presenta como pieza crucial en esta conspiración global. La novela es poco más que un escaparate de las estrafalarias opiniones y las excéntricas manías de su autor y, de hecho, refleja las bases ideológicas de la propia Cienciología. La prosa de mínima calidad y la chapuza de su planteamiento junto al hecho de que varios volúmenes aparecieran tras la muerte del propio Hubbard en 1986 a los 74 años, ha llevado a algunos críticos a cuestionar su auténtica autoría. Al fin y al cabo, tenía 72 años cuando apareció “Campo de Batalla: La Tierra” y, dado lo recluido que vivía (algunos lo comparaban con Howard Hugues) había incluso especulaciones acerca de que estuviera vivo.
Puede parecer contradictorio el glosar en este blog dedicado a los grandes de la ciencia ficción a
un escritor tan francamente malo como Hubbard. Pero es que su mediocridad literaria está inextricablemente unida a su brillantez –intermitente, eso sí- como visionario. Aunque resulte incómodo, no se puede ignorar la importancia cultural de la Cienciología como religión dimanada de la Ciencia Ficción.
Resulta difícil generalizar sobre el fenómeno de la religión y además hacerlo en abstracto, tal es el número y diversidad de cultos en el mundo y la Historia. Dicho esto, puede resultar útil considerar que la palabra encierra dos conceptos generales: por una parte una religión es casi siempre un cuerpo discursivo de carácter metafísico, más o menos coherente, que incluye todo el cosmos (normalmente definido en términos sobrenaturales, como creación de un dios o dioses en el que los seres humanos ocupan un lugar relevante) y que proporciona un marco de referencia moral al cual debemos
ajustar nuestras vidas; por otro lado, las religiones son prácticas sociales o culturales que ponen el énfasis en la pertenencia del individuo a una comunidad particular de creyentes, una identificación social que muchos encuentran reconfortante y que refuerza un determinado sentimiento de identidad. Naturalmente, hay muchos ejemplos de individuos que se identifican a sí mismos como religiosos y que al mismo tiempo desechan muchos de los aspectos metafísicos asociados a su fe; o individuos que encuentran tanto consuelo y apoyo en la pertenencia a una comunidad religiosa que supera cualquier reserva que pudieran albergar hacia sus aspectos doctrinales.
Los críticos de la Cienciología han atacado a esa religión sobre esas dos bases: como una fe
metafísicamente risible, pseudocientífica y sustentada por un fárrago de tópicos de la ciencia ficción pulp; y también como culto organizado, enfocado al espectáculo y la explotación económica. En este último punto, hay sociólogos que disienten sobre la base de que la distinción entre religión y culto es algo más que una cuestión de retórica. Pero existe un consenso alrededor de que, funcional y socialmente, la Cienciología es una religión y no un culto. Lo cual no impliqua que prácticamente todo el mundo ajeno a la misma considere su contenido metafísico como absurdo.
La Cienciología es una manifestación maligna de la Ciencia Ficción del siglo XX. Hubbard era un mentiroso (basta leer la versión que daba de sus propias hazañas en la vida, desde héroe de guerra hasta pionero prospector en Puerto Rico pasando por trotamundos a los catorce años en el Lejano Oriente –donde aprendía idiomas primitivos en una sola noche-), un caradura y un codicioso que supo ver que las religiones, exentas del pago de impuestos y protegidas por el convencionalismo social, son un paraguas perfecto para los individuos carentes de escrúpulos como él.
Pero sería un error desestimar a la Cienciología como mera estafa. Es un fenómeno relevante como ejemplo muy significativo de la persistente fascinación del siglo XX por mezclar religión y ciencia ficción. Las religiones se han venido inventando desde que el hombre tuvo capacidad para preguntarse por sí mismo, su origen y destino, pero los ejemplos que encontramos en el siglo XX de esta característica esencial de la naturaleza humana casi siempre llevan el sello de la CF.
Y esto es cierto desde las manifestaciones más sencillas a las más grandes, de lo cómico a lo trágico. En 1997, 38 personas se suicidaron siguiendo órdenes de Marshall Herff Applewhite, líder del culto de la Puerta Celestial, que creía que al hacerlo ascenderían a un ovni oculto en la
cola del cometa Hale-Bopp. La Nación del Islam, una variante importante de los musulmanes americanos, conceden a los ovnis un lugar relevante en su teología; y la Iglesia Raelita, una organización internacional que nació en Francia en 1974, cree que los humanos fueron creados por alienígenas extraterrestres.
En otro nivel, se puede destacar la enorme popularidad de la cuasi-religiosa “Fuerza” y sus selectos practicantes, los Jedi, inventados por George Lucas para su saga “Star Wars”. La Fuerza, que debe no poco a las ideas de Hubbard, ha ido calando en la vida cotidiana y la cultura popular de una forma que demuestra lo porosa que es la frontera entre la representación ficticia de temas e ideas propios de la CF y las nuevas religiones. Durante la redacción en Inglaterra del Acta de Odio Racial y Religioso, se presentó una enmienda que dejaba fuera de la protección de la misma a los satanistas, creyentes en sacrificios animales… y Caballeros Jedi. La enmienda fue finalmente retirada y su proponente la justificó como una broma que trataba de ilustrar la dificultad de definir legamente una creencia religiosa.
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Andrew Niccol es un director y guionista neocelandés cuyo trabajo inteligente y elegante le ha hecho merecedor de que los amantes de la CF sigan su obra de cerca. Niccol se dio a conocer con dos magníficas distopias: “Gattaca” (1997) y el guión de “El Show de Truman” (1998), que lo situaron como realizador de enorme potencial. Esas esperanzas fueron hasta cierto punto frustradas por su siguiente título, también de CF, “S1m0ne” (2002), sobre una actriz virtual. Tampoco dio en el clavo con el guión de “La Terminal” (2004), uno de los films más flojos de Spielberg. Sin embargo, demostró seguir en plena forma con “El Señor de la Guerra” (2005), un film muy corrosivo acerca del mundo del tráfico de armas. Bastantes años después, Niccol reaparece con este “In Time”, en el que vuelve a compaginar labores de guionista y director.
En el futuro, todo el mundo ha sido diseñado genéticamente para vivir sólo hasta los 25 años. Al
llegar a ese punto, se activa una cuenta atrás biológica de un año, al término de la cual sus cuerpos mueren súbitamente a menos que puedan permitirse pagar por más tiempo de vida. Como resultado, el tiempo se ha convertido en una moneda de cambio a todos los efectos: los salarios se pagan en horas, los productos de consumo y servicios se compran en minutos y el saldo restante de cada persona queda reflejado en un contador luminiscente y subcutáneo en sus brazos.
En esta sociedad, los ricos lo son en términos de tiempo y, por tanto, pueden vivir eternamente manteniendo un perpetuo aspecto juvenil de 25 años. La otra cara de la moneda son aquellos que luchan por sobrevivir día a día y que quedan confinados en guetos (conocidos como “zonas temporales”) de los que solo pueden salir –o ascender en la escala social- abonando una cantidad de tiempo del que jamás dispondrán. Will Salas (Justin Timberlake) es uno de ellos. Comienza cada día con menos de 24 horas de vida y tiene que trabajar duro para ganar suficiente tiempo para él y su madre, Rachel (Olivia Wilde) antes de que termine la jornada o ambos morirán. Sin embargo, está resignado a esa existencia y a diferencia de su rebelde y ya fallecido padre, se conforma con ir tirando.
Una noche, Will conoce en un bar de Dayton a Henry Hamilton (Matt Bomer), un hombre que proviene de New Greenwich, una zona temporal de la élite, y cuyo brazo muestra un saldo de
más de un siglo. Hamilton ha perdido las ganas de vivir y ha caído en la apatía y el comportamiento autodestructivo. Will interviene para protegerle de unos gangsters locales que pretenden robarle su tiempo y lo esconde en un lugar seguro. Pero a la mañana siguiente, cuando Will despierta, se da cuenta que Hamilton, considerándolo a él más digno de disfrutarlo, le ha traspasado desinteresadamente todo su tiempo (algo que se puede hacer por contacto físico de ambos brazos), lo que equivale de facto a su suicidio.
Pero todo ese tiempo no le permite a Will salvar a su madre cuando su cuenta atrás llega al final. Jurando venganza, Will sale de Dayton y accede a la zona temporal de New Greenwich, donde tras algunas vacilaciones adopta el estilo de vida de los adinerados, ganándole al poker
más de mil años al potentado Philippe Weis (Vincent Kartheiser). Conoce entonces a la hija de éste, Sylvia (Amanda Seyfried), una atractiva joven que simboliza perfectamente la indolencia de una existencia prácticamente eterna pero sin desafíos ni riesgos. Inmediatamente, ambos sienten una atracción mutua, pero Will es arrestado por Raymond Leon (Cillian Murphy), un guardián del tiempo (el equivalente a un inspector de la policía en esa sociedad) que está investigando la muerte de Hamilton y cuyo empeño obsesivo es mantener el estatus quo. Will, ya sin tiempo, escapa y vuelve a Dayton utilizando a Sylvia como rehén. Al principio pelean y roban sólo los minutos necesarios para mantenerse con vida, pero entonces se les ocurre la idea de saquear la riqueza acumulada por el padre de Sylvia y distribuirla entre los pobres.
Con esta película, Andrew Niccol vuelve a transitar por el mismo territorio que “Gattaca”. En ambos films concibe sus respectivas sociedades futuristas alrededor de una idea equivalente: e
n “Gattaca”, la segregación social según criterios genéticos; en “In Time”, dicha discriminación se basa en la riqueza medida en términos de tiempo de vida. Una vez establecidas esas bases, explora las posibilidades conceptuales del sistema social en cuestión, cómo funciona, qué vicios y debilidades tiene y las formas que la gente encuentra para burlar sus reglas. Lo que destaca en estos films de Niccol es la belleza inherente a la lógica extrapolación de esas ideas nucleares. Compárense “Gattaca” o “In Time” con otros films distópicos como “Aeon Flux” (2005), “La Isla” (2005) o “Repo Men” (2010). A diferencia de estos últimos, Niccol no pone el énfasis en los efectos especiales o los decorados muy elaborados.
Hay quien ha interpretado esta elección como pobreza de medios económicos o pereza creativa. No creo que sea el caso. No es que Niccol descuide el aspecto visual, todo lo contrario, sino que no lo convierte en un despliegue exhibicionista que ensombrezca total o parcialmente la
narración. En los films de Niccols, la tecnología ocupa una segunda línea y el diseño no se extiende más allá de ciertos efectos de iluminación y sonido o la inclusión de coches clásicos modificados, algo que, además, encuentra una justificación argumental: dado que los ricos tienen asegurada su preeminencia, no existen incentivos para arriesgarse ni innovar, por lo que la tecnología se ha estancado y se siguen utilizando aparatos que probablemente datan de más de cien años atrás. Ese estancamiento, paralelo al biológico, se pone de manifiesto también en la homogeneización arquitectónica y urbanística. El interés de las películas de Niccol radica enteramente en la idea propuesta y su posterior desarrollo. Un simple ejemplo lo encontramos en el mismo arranque de la historia, cuando Will se levanta de la cama por la mañana, va a la cocina y saluda a su, a priori, imposiblemente juvenil madre: “Buenos días, mamá…Feliz cincuenta cumpleaños”. Es un momento breve, cotidiano y familiar que, sin embargo, ya nos está dando mucha información sobre el tipo de mundo que vamos a encontrar aquí.
“In Time” es indudablemente deudor de “La Fuga de Logan” (1976), una película de cuyo remake se lleva hablando diez años. Ambos son films ambientados en futuros en los que la
gente tiene un periodo de vida artificialmente limitado y cuyo transcurso pueden medir, aquí con un marcador digital y en “La Fuga de Logan” con un cristal que cambia de color. La idea de que la inmortalidad es un privilegio que debe renovarse continuamente ya estaba presente en “Compradores de Tiempo” (1989), una novela de Joe Haldeman, si bien Andrew Niccol hace suyo el concepto y lo lleva a su terreno. En la historia se dan cita asimismo otros temas propios del subgénero distópico, como el del “bárbaro” que llega a Utopía y cuya rudeza fascina a los sofisticados pero estancados habitantes de ésta, un escenario que podemos encontrar, por ejemplo, en “Un Mundo Feliz” (1932) de Aldous Huxley o películas como “Zardoz” (1974), “Buck Rogers en el Siglo XXV” (1979) o “Demolition Man” (1993)
En un brillante primer acto, Niccol propone al espectador esta premisa de un futuro en el que el
tiempo es la moneda de cambio y luego construye a su alrededor un mundo fuertemente jerarquizado social y económicamente en el que los ricos viven durante siglos en una burbuja de privilegios y los más pobres se apiñan en barrios marginales sin la seguridad de llegar al día siguiente. El guionista-director no se queda ahí, sino que acusa a los ricos de diseñar deliberadamente un sistema socioeconómico del que periódicamente pueden “purgar” a los más pobres por el sencillo procedimiento de subir los precios. Como uno de los personajes explica:”No todo el mundo puede vivir para siempre. ¿Dónde los pondríamos?”
Naturalmente, esto es un nada sutil ataque al sistema capitalista o, al menos, al sistema capitalista vigente. Recordemos que a raíz de la brutal crisis económica desatada en 2008 tras el
pinchazo de la burbuja inmobiliaria estadounidense, se produjeron numerosos movimientos sociales que dirigían su indignación y furia contra aquellos pocos que habían conseguido amasar una parte sustancial de la riqueza nacional –y, en realidad, mundial-. Esta película puede inscribirse en este estado de ánimo social. De hecho, cuando Will y Sylvia deciden coger las riendas de su futuro y comienzan una campaña a lo Robin Hood para redistribuir la riqueza sustraída al pueblo, “In Time” bien podría entenderse como un manifiesto dirigido a las multitudes de indignados que ocuparon Wall Street.
En realidad, si se mira más de cerca, “In Time” no funciona demasiado bien como alegoría de la situación económica mundial. Para empezar, en ese futuro no hay desempleo porque quien
no trabaja, muere. Los costes laborales, en términos reales, están por los suelos. Y luego está la capacidad de borrar de la faz de la tierra a miles y miles de personas utilizando la inflación, de tal forma que comprar una simple taza de café puede acortar tu vida en cuatro minutos y un viaje en autobús en tres. Se supone que hay algún tipo de clase media –que viven en las zonas de tiempo que separan Dayton de New Greenwich- pero ni se la ve ni se hace referencia a ella, simplificando la situación a un conveniente “1% de la población contra el 99% restante”. Por tanto, no es que se nos presente un retrato fiel de la última crisis, caracterizada por el desempleo masivo, la deflación y el empobrecimiento de las clases medias, sino una proyección fabulada de un futuro en el que el capitalismo más extremo y desregulado ha ganado la partida.
Aunque no de forma global, sí que hay ciertos elementos de ese futuro que funcionan adecuadamente como alegorías del mundo real. Es el caso de la insegura y agotadora vida que
llevan aquellos que pasan casi todo su tiempo trabajando duramente sin que ello les reporte una recompensa sustancial ni la esperanza de un futuro mejor. O la manera en que el sistema económico puede marginalizar a sectores enteros de la población. O que la riqueza material no es sustituto para otras parcelas igualmente importantes de la vida y sin las cuales el individuo –o la sociedad- caen en la apatía y la desorientación. Son todos estos temas, no obstante, que el guión no acaba de desarrollar o comentar adecuadamente,
Además, todo ese mensaje social y político de la película se articula de una forma mucho menos sutil y desarrollada que en “Gattaca” o “El Señor de la Guerra”. Carece del realismo de la segunda o la plausibilidad de la primera, optando por una aproximación más violenta y afín al espíritu “blockbuster”. Es cierto que no hay que tomarse la premisa del tiempo como moneda de cambio como algo que pudiera llegar a suceder, sino como una excusa casi fantástica para hablar de economía; pero es que el desenlace de la situación en el último tercio del film carece de la elaboración que podría esperarse de Niccol. La brillantez del planteamiento inicial no da para cubrir los 147 minutos de metraje y el realizador opta por seguir el camino más trillado: convertir el tercer acto y desenlace en un thriller de acción al estilo Bonnie & Clyde, basado en la continua y desesperada huida de los protagonistas de un inflexible Raymond Leon. Técnicamente son secuencias bien ejecutadas y no aburren, pero el guión peca de tosquedad, previsibilidad y moralina en lo que se refiere a la resolución de la problemática que permea toda la narración. ¿Existieron quizá injerencias por parte del estudio para que Niccol se doblegase a los postulados más comerciales del cine de Hollywood?
La gran paradoja de “In Time” es similar a la que se produjo con “Avatar” (2009). Ambas cintas fueron producidas por la 20th Century Fox, una corporación propiedad de Rupert
Murdoch, que también dirige el Fox News Channel, brazo propagandístico del republicanismo americano ideológicamente más a la derecha. A pesar de ello, tanto Andrew Niccol como James Cameron consiguieron sacar adelante películas con mensaje claramente de izquierdas sin que Murdoch y su maquinaria mediática se dieran cuenta. Y lo hicieron recurriendo al mismo truco que la vieja serie televisiva de “Star Trek” (1966-69): disfrazando de ciencia ficción un sustrato social y económico claramente referido al presente. En el caso de Cameron, camufló su mensaje ecologista llevando la acción a un lejano planeta habitado por alienígenas azules, mientras que Niccol “oculta” su discurso marxista (que incluye la llamada a la revolución armada y la expropiación de la riqueza de los acaudalados para redistribuirla entre el pueblo) por el sencillo procedimiento de situar la historia en el futuro y sustituir el dinero por el tiempo.
Al final, “In Time” parecen dos películas opuestas fusionadas en una: la ácida e intelectual alegoría acerca de un sistema económico injusto y la más convencional cinta de acción y persecuciones protagonizada por actores jóvenes y guapos. Podría pensarse que aquel 2011 fuera el momento más adecuado para estrenar al menos una de esas películas, pero esperar que la mezcla de ambas diera como resultado un todo unificado y coherente resultó ser tan optimista como creer que ricos y pobres decidirían de pronto fundirse en un abrazo y trabajar juntos por el bien común.
Sin duda, la idea de una película en la que todo el mundo queda “congelado” en los 25 años, mereció la aprobación de los ejecutivos de Hollywood, que vieron así la oportunidad de llenar el reparto de caras jóvenes y bonitas (aunque algunos de los actores ya superaban la treintena).
Por ejemplo, Justin Timberlake, quien había ido labrándose un nombre como actor más allá de su éxito como estrella musical adolescente. Tras haber demostrado su vena dramática en películas como “Alpha Dog” (2006), “Black Snake Moan” (2006) o “La Red Social” (2010), aquí asume el papel protagonista, y si bien su héroe es algo unidimensional y escaso en matices, ello es más culpa de las limitaciones del guión que del actor. Timberlake ofrece un correcto trabajo interpretativo y se desenvuelve bien en las escenas de acción, corriendo, saltando y peleando de una forma creíble y muy física.
Amanda Seyfried tiene pocas oportunidades de brillar más allá de su aspecto de muñeca de
porcelana de lujo y su relación con el personaje de Timberlake es previsible y bastante plana. El que verdaderamente roba la pantalla es Cillian Murphy, quien vuelve a demostrar su carisma como el eficiente y frío policía que actúa de némesis del dúo protagonista. Toda la emoción y complejidad que le falta al personaje de Will Salas, sabe aprovecharlas Murphy para un personaje, el suyo, que sin duda funcionaba peor en el guión de lo que su gran trabajo puede dar a entender. Raymond Leon es un villano que no lo es tanto, un policía honrado que no trabaja como sicario del “malo” nominal (Philippe Weis) sino para un sistema injusto en el que cree
aun cuando es consciente de los vicios que lo lastran. Es una lástima que la historia no entre en más detalle acerca del estatus de los guardianes del tiempo en esa sociedad distópica y su relación con la élite gobernante.
Como curiosidad podemos citar una anécdota que pareció “plegar” el tiempo de una forma que Harlan Ellison sin duda supo apreciar. El belicoso escritor, siguiendo su línea tradicional, presentó una demanda en septiembre de 2011 contra la productora, Regency Enterprises, acusándolos de haber plagiado su famosa historia corta “¡Arrepiéntete Arlequín! Dijo el señor Tick Tock” (1965), en la que también aparecía un futuro distópico dominado por las corporaciones y en la que la vida de todo el mundo estaba predeterminada. Ellison, que no
deja de tener la cara muy dura, cambió de opinión y retiró la demanda en cuanto el film se estrenó y empezó a recibir críticas poco favorables y registrar una recaudación igualmente insatisfactoria.
A priori y tratándose de Andrew Niccol, quizá pueda esperarse de “In Time” una historia con más enjundia, pero con todos sus defectos en cuanto al desenlace se refiere, “In Time” sigue siendo una película interesante, entretenida, con un buen ritmo, unos planteamientos dignos de reflexión y una factura visual impecable, que hay que abordar no como un film realista, sino como una fábula para adultos. Y, por último, es un bienvenido recordatorio de los tiempos en los que las películas de ciencia ficción servían como vehículos de diversión y crítica social más que como escaparates vacíos de efectos especiales, aventuras y acción.
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Dos de las preocupaciones existenciales que dominaron la segunda mitad del siglo XX fueron el holocausto nuclear y la integridad humana ante la amenaza cibernética. Pero al mismo tiempo, hoy se mira la década de los cincuenta con cierta nostalgia como la última época en la que reinó cierta seguridad económica, cohesión social y efecto benigno de la tecnología sobre la vida cotidiana. Símbolo de ese optimismo y bienestar son esas aletas que adornaban las carrocerías de los automóviles americanos de entonces, un detalle que sugería audacia, velocidad y modernidad. Los propios coches, a su vez, fueron el elemento característico y prominente de toda una sociedad convencida de su papel de baluarte de la libertad y motor económico y tecnológico del mundo. El gasto en armamento y los grandes proyectos de infraestructuras constituían las bases de ese edificio ideológico conocido como American Way of Life, el cual aprovechaba incluso los movimientos críticos con él –la abstracción modernista, el rock and roll, los beatniks…- para fortalecerse, aduciendo que esas corrientes no eran sino prueba de la Sociedad Libre que les había acogido en su seno; manifestaciones contraculturales culturales que, por otra parte, no tardaba en incorporar al sistema, debidamente diluidas, eso sí.
En 1960, el sociólogo Daniel Bell anunciaba el Fin de la Ideología, definiendo como tal “el agotamiento de las ideologías del siglo XIX, especialmente el Marxismo, como sistemas intelectuales que puedan reclamar la verdad para sus diferentes visiones del mundo”. Estados Unidos optó por renegar del peligroso fanatismo emocional y el colectivismo. Occidente había alcanzando un consenso respecto a que el mejor sistema ensayado hasta la fecha era el capitalismo. No era perfecto, claro, y Bell afirmaba que aún quedaba lugar para el pensamiento utópico en tanto en cuanto fuera “anti-ideológico pero no conservador”. Este tipo de afirmaciones son características de los años cincuenta, no tanto por su diagnóstico de la situación como por sus contradicciones: el final de la ideología anunciado con un brío y convencimiento claramente ideológico.
El ensayo de Bell proseguía enfrentándose a los intelectuales estadounidenses que veían dicho consenso sobre el capitalismo de maneras muy diferentes, por no decir opuestas: como el producto de un régimen represivo que encarcelaba a los disidentes y medicaba a los “desviados”; como una tiranía de igualitarismo en
un entorno suburbano; como una sociedad conformista e interesada solo por intrascendencias escupidas por la “cultura de masas”…
Todo este discurso intelectual estaba presente de una manera u otra en la esfera pública norteamericana y, por tanto, acabó encontrando su traslación en la ciencia ficción de los cincuenta. Este tipo de CF tendía a evitar los compromisos con el realismo científico o la alabanza de la tecnología, interpretando el futuro y sus problemas a través de la lente de la sociología, la psicología y la economía. Aquí es donde puede encontrarse el comienzo de esa distinción crucial en el género entre “ciencia ficción dura” y “ciencia ficción blanda” que tanta relevancia adquiriría en los años sesenta pero que críticos y comentaristas ya utilizaron en los cincuenta.
Quizá el mejor ejemplo de esta nueva ciencia ficción americana sea la novela “Mercaderes del Espacio”, que escribieron conjuntamente Frederik Pohl y Cyril
M.Kornbluth y que fue serializada a mediados de 1952 en la revista “Galaxy Science Fiction” (con el título “Gravy Planet”) antes de ser recopilada como volumen independiente un año después. Fue aquel un gran año para esa cabecera. Tras haber publicado “Amo de Títeres” o “El Hombre Demolido”, la revista dirigida por Horace L.Gold regaló a sus lectores “Bóvedas de Acero” o “Anillo Alrededor del Sol”. Su ciencia ficción satírica y centrada en aspectos sociales había ya empezado a eclipsar el tipo de historias racionalistas y construidas alrededor de la ciencia y la ingeniería que caracterizaban a su directa competidora, “Astounding Science Fiction”. “Mercaderes del Espacio” puede que sea el mejor ejemplo del tipo de ciencia ficción que defendía “Galaxy”.
Aunque el periodo más conocido y exitoso de la carrera profesional de Pohl fue probablemente el de finales de los setenta, cuando ganó los Premios Nebula y Hugo por novelas como “Pórtico” u “Homo Plus”, lo cierto es que su obra anterior era ya muy extensa, si bien bastante de ella eran colaboraciones con otros autores, entre ellos Cyril M.Kornbluth. Ambos habían sido aficionados a la ciencia ficción desde niños y en su juventud militaron en las filas del grupo neoyorquino de los
Futurianos, época en la que Pohl, además, había tenido una breve relación con la Liga de Jóvenes Comunistas (durante toda su carrera mantuvo sus inclinaciones izquierdistas). La carrera de Kornbluth fue, por desgracia, breve: murió en 1958 a los treinta y cuatro años de edad, dejando tras de sí bastante obra corta y diez novelas, la mayoría de ellas colaboraciones con otros escritores.
Pohl y Kornbluth coescribieron bajo seudónimos varios cuentos desde finales de los años
treinta hasta principios de los cuarenta, antes de ser llamados a filas. Pohl, además, editó simultáneamente dos revistas de corta vida: “Astonishing Stories” y “Super Science Stories”. Tras servir en el ejército durante la Segunda Guerra Mundial, cada uno desarrolló su vida profesional en el ámbito de empresas relacionadas con los medios de comunicación: Kornbluth como recopilador de noticias en una emisora de radio de Chicago, y Pohl como editor y redactor de una agencia publicitaria en Madison Avenue, Nueva York (aunque no tardó mucho en reconvertirse en agente literario de muchos escritores de CF, entre ellos Isaac Asimov). Las ocupaciones de ambos, por tanto, les brindaron una posición privilegiada desde la que observar el nuevo énfasis en el consumismo dominante de la economía americana tras la guerra. Y esas observaciones, modeladas en forma de sátira y articuladas en forma de diversos cuentos y novelas, hallaron su máximo exponente en “Mercaderes del Espacio”.
El futuro que nos presenta la novela está dominado por enormes corporaciones multinacionales, las más poderosas e influyentes de las cuales son las relacionadas con la publicidad y la comunicación de masas. En este sentido, como en muchos otros, el libro es hijo
de su tiempo, ya que muchas novelas y películas de la época se hicieron eco de la creciente importancia de la publicidad en la cultura americana contemporánea. Por ejemplo, “Mercaderes de Ilusiones” (1946), dirigida por Frederic Wakeman, ya había criticado las tácticas agresivas y poco éticas del mundo publicitario, mientras que el bestseller “El Hombre del Traje Gris” (1955, llevado al cine un año después), de Sloan Wilson, atacaba el conformismo que amenazaba no sólo la identidad individual sino que prometía cierto nivel de confort para aquellos que se doblegaban a la masa. De hecho, la novela, a pesar de ciertas críticas a la cultura corporativa y su énfasis en situar el éxito por encima de todo lo demás, era en el fondo un texto positivo que aseguraba a los americanos que podían triunfar y, al mismo tiempo, seguir siendo ellos mismos. “Mercaderes del Espacio” se muestra menos seguro del valor redentor del capitalismo.
En la novela, la vida cotidiana está dirigida por el consumo y éste lo orquestan las agencias
publicitarias, enfrascadas en largas y violentas rivalidades mientras llevan a cabo su “sagrada” misión de fomentar el consumo hasta niveles suicidas. Los gobiernos son irrelevantes ante su poder (el desautorizado presidente de los Estados Unidos comparte taxi con el protagonista hacia el final del relato), la religión no es sino otro producto a vender y el arte no relacionado con la publicidad ha desaparecido. De hecho, el capitalismo ya se ha extendido por todo el globo, dejando el camino abierto a la siguiente etapa: la expansión a otros mundos.
El narrador y protagonista es Mitch Courtenay, un ejecutivo que trabaja para el gigantesco conglomerado publicitario Fowler Schocken y que recibe una promoción en su carrera profesional al ser nombrado responsable del próximo proyecto de la compañía: colonizar Venus, un planeta del que ha obtenido derechos exclusivos gracias a sobornos y manipulaciones políticas. El trabajo de Courtenay no sólo es supervisar el desarrollo de tecnologías que permitan llevar a cabo dicha colonización, sino lanzar una campaña de publicidad con la que convencer a potenciales colonos, algo nada fácil dado que se trata de un planeta que, durante mucho tiempo antes de que la terraformación dé resultado, será letal para los humanos. Es un trabajo difícil que, sin embargo, tiene una recompensa a la altura, porque una vez colonizado Venus, Fowler Shocken se asegurará el control de todo un nuevo mercado de ámbito planetario, incluidas sus ventas y compras de materias primas y productos elaborados a la Tierra.
Ese encargo debería ser el sueño de todo ejecutivo de publicidad, la cuenta definitiva. Tal y
como Courtenay reconoce: “¡El valor potencial del negocio equivalía al de todo el dinero circulante! ¡Todo un planeta, y del tamaño de la Tierra, tan rico en teoría como la Tierra, y cada micrón, cada miligramo, totalmente nuestro!”. Ahora bien, por si el trabajo no fuera ya complicado de por sí, el protagonista debe hacer frente a los problemas de su vida personal, ya que su “esposa temporal”, la doctora Kathy Nevin, quiere romper su preacuerdo matrimonial; y su rival en la empresa, Matt Runstead, parece estar saboteando todos sus esfuerzos. Además de todo esto, Fowler Schocken, está inmerso en una fuerte rivalidad con sus enemigos corporativos, Taunton Associates, y en este futuro esas hostilidades tienden a ser muy sangrientas. Se nos cuenta, por ejemplo, que la dirección de empresas enteras es a veces liquidada en este tipo de guerras y que las escaleras de la Oficina Central de Correos de Londres todavía está teñida de la sangre de una batalla librada por conseguir un contrato de reparto entre United Parcel y American Express.
En el curso de su misión, el propio Courtenay queda atrapado por esta guerra cuando viaja hasta la Antártida para acusar a Runstead de traición a la empresa. En un paraje solitario es dejado inconsciente por un atacante misterioso y despierta en un transporte que lo está llevando como trabajador semiesclavo a una gran plantación proteínica en Costa Rica. Allí, el antaño acaudalado y poderoso Courtenay cae hasta lo más hondo de la escala social, experimentando de primera mano cómo viven los “consumidores” (que es como la élite llama despectivamente a la clase trabajadora). Los obreros de la plantación acaban convertidos en adictos por la propia empresa que, además, se asegura de generarles tantas deudas con ella que nunca podrán liberarse de su contrato.
Mientras se encuentra allí, Courtenay entra en contacto con los Conservacionistas o Consistas. Se trata de una sociedad secreta de ámbito global que trata de impedir –a veces mediante actos terroristas- el deterioro medioambiental del planeta por parte del capitalismo industrial. Aunque el tema ecologista es secundario en la novela respecto a la sátira de la codicia e imperialismo capitalistas, es también importante e indicador de hasta qué punto la ciencia
ficción fue pionera en asumir su ideario (cuyo inicio muchos sitúan en el libro de ensayo científico “Silent Spring” (1962), de la bióloga Rachel Carson). El caso es que Courtenay, transformado en propagandista, presta a los consistas su talento como publicista con la esperanza de que le ayuden a volver a Nueva York y recuperar así su antigua vida. Reorganiza su campaña subversiva y modifica la terrible prosa de sus panfletos, ganándose el aprecio de sus nuevos jefes de la resistencia.
Efectivamente, acaba regresando a Nueva York donde (ATENCIÓN: SPOILER) una trama cada vez más rocambolesca e inverosímil narrada al estilo de la ficción detectivesca, revela que tanto la doctora Nevin como Runstead eran en realidad agentes consistas. Courtenay también descubre que le habían llevado a Costa Rica tanto para abrirle los ojos a la realidad de la clase trabajadora en el Tercer Mundo como para protegerle de los asesinos de Taunton Associates, ya que éstos esperan arrebatarle a Fowler Shocken el contrato de Venus por cualquier medio, incluido el asesinato de sus directivos. Irónicamente, Courtenay obtiene el control de su empresa justo cuando ya ha dejado de creer en el sistema. Cuando se descubre públicamente que está utilizando los inmensos recursos de la compañía para sabotear ese mismo sistema, se une a un grupo de consistas que se dirigen a Venus, como si de unos nuevos Puritanos se trataran, dejando atrás una Tierra irrecuperable (FIN SPOILER).
Como ya dije, “Mercaderes del Espacio” es, en muchos sentidos y tanto para bien como para mal, una obra de su tiempo; y no sólo porque determinados detalles científicos (como el insuficiente conocimiento de las condiciones planetarias de Venus) o tecnológicos hayan quedado desfasados. La sencilla trama inicial acaba complicándose de una forma absurda que debe mucho al espíritu pulp. El papel de las mujeres en la obra es ambivalente: por un lado, tenemos a la amante y “casi esposa” de Courtenay, Kathy Nevin, una cirujana de espíritu independiente y con las ideas muy claras; pero la balanza queda compensada por Hester, la tópica secretaria enamorada en secreto de su estúpido jefe. Por otra parte, seguro de que en los años cincuenta la idea de un contrato matrimonial de periodo limitado que pudiera no renovarse y que la mujer tuviera plena libertad para elegir resultó novedoso y atrevido.
Sus personajes son muy básicos y sirven más como peones de la trama que como auténticos y bien perfilados actores de la misma. La única excepción podría ser el protagonista puesto que al ser también el narrador en primera persona, nos revela mucho de sí mismo, sus opiniones sobre lo que le rodea y sus sentimientos. Que Courtenay comience su personal viaje hacia la iluminación siendo un auténtico idiota, le da un bienvenido cariz de verosimilitud. Ama de verdad su profesión y cree en el sistema para el que trabaja: las sagradas ventas (“Nos sentíamos capaces de hacer
cualquier cosa en honor del dios de las Ventas”) y la lealtad sin fisuras a la empresa. No le resulta fácil cambiar su visión de las cosas y su fe en la publicidad no flaquea ni siquiera cuando se ve reducido al estatus de “consumidor” en la plantación de Costa Rica, donde todavía desprecia a los consistas como “fanáticos estériles” que rechazan el capitalismo en lugar de “haber ocupado su puesto en el mundo, comprando y usando, dando trabajo y beneficios a sus hermanos de todo el mundo, acrecentando constantemente sus deseos y necesidades, trabajo y los beneficios en el círculo del consumo, y criando niños que serían a su vez consumidores”. Al final del libro, en cambio, ya ha llegado a la conclusión de que “el interés de los productores no es el interés del consumidor. Casi todo el mundo es desgraciado. Los trabajadores no encuentran automáticamente el empleo para el que son más aptos. Los hombres de empresa no respetan las leyes del juego”.
Pero lo realmente original de la novela y lo que sorprendió a los lectores de la época no fue ni su trama ni sus personajes sino su aproximación al género, haciendo de la sociología y la economía su idea central en lugar de la tecnología o la ciencia. Hay cohetes en “Mercaderes del Espacio”, sí, pero en realidad de lo que trata es de los ambiciosos ejecutivos que tiran de los hilos en sus despachos. Las peripecias del argumento no son más que el marco del que colgar la sátira político-económica que constituye su auténtico interés, una sátira que examina tanto el clima político de los Estados Unidos de comienzos de los cincuenta como la dirección general que el capitalismo de consumo estaba tomando.
En un discurso pronunciado en el Congreso de la nación por Courtenay justo antes de que se revele su nueva filiación, construye una obra maestra de fiel americanismo diseñado para ocultar el plan consista: “Y les vendí a los legisladores lo que ellos querían. Les hablé brevemente de la iniciativa americana y de la patria. Les ofrecí un mundo abierto al saqueo, y luego la posibilidad de robarnos todo el universo. Sólo era necesario que los esforzados pioneros de Fowler abrieran el camino. Les ofrecí una brillante imagen de una fila de planetas explotados por sus únicos propietarios: los hombres de negocios norteamericanos que habían creado la grandeza de la civilización. Les gustó muchísimo. El aplauso fue ensordecedor.” Courtenay, como buen publicista que es, les ha ofrecido a los congresistas (que ya no representan a los votantes sino a corporaciones específicas), lo que quieren oír: un paraíso capitalista en el que todo el espacio ha sido rehecho a imagen y semejanza de América.
(Finaliza en la siguiente entrada)
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(Viene de la entrada anterior) Naturalmente, la Tierra de “Mercaderes del Espacio” ya ha sido rehecha de esa forma, pero la novela deja muy claro que para todos excepto para una élite de ricos y poderosos, el mundo de ese futuro capitalista por antonomasia dista de ser un sueño. Pohl reconoció haberse inspirado en la distopia capitalista de Aldous Huxley, “Un Mundo Feliz” (1932), si bien en muchos sentidos –aunque no en el aspecto de tiranía política- se parece más al “1984” de Orwell.
Las condiciones de vida son precarias ya que la cultura del consumo, en lugar de ofrecer más
bienes a la población, ha esquilmado los recursos y provocado una escasez generalizada. Escasez agravada por la superpoblación, una situación que se adelantó a trabajos posteriores como el “¡Hagan Sitio! ¡Hagan Sitio” (1966) de Harry Harrison. Tan grave es el problema del alojamiento que aquellos que no pueden permitirse pagar una simple habitación se ven obligados a dormir en las escaleras de los grandes edificios de apartamentos. Un apartamento de dos habitaciones con mesas y camas plegables está considerado un lujo incluso por los relativamente acomodados y hasta los ejecutivos del más alto nivel como el viejo Fowler Schocken, poseen Cadillacs que se mueven a pedales debido al agotamiento de combustibles fósiles. Aún peor: la superpoblación ha sido deliberadamente fomentada por las corporaciones: más gente significa más consumidores y más ventas…y demasiada gente provoca escasez y un mercado en el que los precios aumentan escandalosamente. “El aumento de población nos alegraba. Más gente, más ventas. Lo mismo el descenso de la inteligencia media. Menos cerebros, más ventas”.
Los ciudadanos de este mundo superpoblado deben enfrentarse también a un aire tan contaminado que necesitan filtros nasales o incluso cascos completos, para salir a la calle y respirar el aire. El agua de boca es muy escasa (y cara, claro) por lo que está racionada e incluso alguien de la posición de Courtenay no puede permitírsela para ducharse, debiendo utilizar en cambio la más barata y abundante agua salada. Toda la población está sometida a constante vigilancia tanto por el gobierno como por las corporaciones privadas. Y, aún más desesperante, aunque viven bajo un permanente bombardeo publicitario que les urge a consumir, los ciudadanos se encuentran con que hay verdaderamente poca variedad de productos que comprar. La voracidad capitalista ha provocado el fin de la naturaleza y la sustitución de los alimentos tradicionales por preparados sintéticos.
En ese contexto, el verdadero propósito de la campaña para la colonización de Venus es ocultar el desvío de enormes cantidades de recursos escasos a semejante proyecto cuando podrían utilizarse para mejorar la calidad de vida de los ciudadanos. De hecho, en esa economía de
supervivencia en que ha degenerado el capitalismo, la principal tarea del trabajo publicitario no es vender productos específicos, sino el propio sistema, de tal manera que la lobotomizada población aceptará resignadamente la pobreza y la opresión que se ejercen sobre ella. Tal y como Courtenay reconoce: “En un principio sólo se trataba de vender productos manufacturados. Un trabajo de niños. Actualmente, y con el fin de satisfacer las necesidades del comercio, creábamos nuevas industrias y remodelábamos las costumbres del mundo”.
Esas “necesidades del comercio” pueden interpretarse en este contexto como la completa americanización de la cultura global y la mercantilización desenfrenada de todos los aspectos de la vida cotidiana. En este mundo del futuro no hay poesía ni arte. El lenguaje se ha simplificado tanto que difícilmente puede producir algo que no sean eslóganes publicitarios; e individuos de clase alta como Courtenay sienten rechazo hacia la literatura de épocas pasadas. En un momento dado, el protagonista se encuentra en una habitación llena de viejos libros como “Moby Dick”, y, dado que no venden nada, los encuentra obscenos hasta el punto de sentirse físicamente indispuesto. Nos dice: “La presencia de tantos libros sin una sola palabra de publicidad no me dejaban tranquilo. No soy un mojigato que se opone a toda clase de placeres solitarios, y menos cuando sirven para algo útil. Pero mi tolerancia tiene sus límites”. En otro pasaje, Courtenay visita el Museo Metropolitano de Arte y se siente complacido al
comprobar que contiene pocas cosas excepto celebraciones de la cultura corporativa, como un busto de George Washington Hill (presidente de la American Tobacco Company, pionero en la publicidad radiofónica de tabaco en los años veinte del siglo XX) y exposiciones de campañas publicitarias clásicas: “Eran exactamente las doce menos cinco y yo estaba contemplando una de las Maidenform de la última época —número 35 en el catálogo: «Soñé que estaba pescando en el hielo sólo vestida con mi corpiño de doncella».
Entretanto, esta cultura de corporaciones profundamente mercantilistas se dirige directa hacia el desastre, confiada en que, de algún modo, en alguna parte, alguien encontrará el milagro tecnológico que permitirá salvar a la Humanidad de sí misma antes de que sea demasiado tarde. La colonización de Venus es contemplada como una solución de este tipo. La Tierra ha sido destruida por la codicia capitalista pero Venus (y, posteriormente, otros planetas) aún está ahí para ofrecer el espacio necesario a la creciente población terrestre…y los productos de Fowler Schocken. Los consistas, por otra parte, ven en Venus una utopía potencial en lugar de sólo una oportunidad para seguir cometiendo los mismos errores algo más lejos. Para ellos, es un nuevo comienzo de la misma forma que el continente americano lo había sido para los europeos en siglos pasados. Así, al final del libro, la
doctora Nevin explica a Courtenay: “Nosotros los conservacionistas deseamos la conquista del espacio. La raza humana necesita Venus. Necesita un planeta virgen, nuevo, intacto…inexplotado”.
En este sentido, resulta también sangrante la descripción de las consecuencias negativas del poder creciente del capitalismo y la influencia que los medios de comunicación de masas y la publicidad ejercen sobre las vidas de gente de todo el mundo. Estas descripciones funcionan perfectamente en la mejor tradición de la sátira literaria, exagerando la realidad con aliviador efecto cómico pero sin por ello dejar de animar a la reflexión sobre el estado de las cosas. Por ejemplo, las tácticas de marketing de Fowler Schocken parecen extremas hasta que se comparan con lo que ese gremio perpetra hoy. Una de sus tácticas favoritas es emplear formas sutiles de sugestión subliminal para que los consumidores asocien ciertos productos con la frustración o desviación sexuales; uno de sus clientes más importantes es el fabricante de una bebida llamada “Mascafé”, que incluye un ingrediente químico adictivo que asegura que sus consumidores lo serán de por vida –¿parece exagerado? ¿qué hace pues el tabaco, por ejemplo?-.
Se ha dicho que “Mercaderes del Espacio” es más una crítica a un estilo de dirección empresarial que al capitalismo americano propiamente dicho. Desde luego, algo de lo primero hay, describiendo el detestable comportamiento e infecto código ético de empresarios y ejecutivos (“Ya conoces el viejo dicho: «El poder ennoblece. Y el poder absoluto ennoblece de un modo absoluto»”). Pero lo cierto es que el segmento de las plantaciones de Costa Rica, por poner sólo un ejemplo, constituye un clarísimo ataque al modelo de imperialismo americano dominado por las corporaciones que se implantó en el centro y sur del continente durante los años cuarenta y cincuenta. El imperialismo planetario propugnado por Fowler Shocken es una exageración satírica de la doctrina Truman y su pretensión de extender por doquier la democracia americana como excusa para sostener el aparato industrial, comercial e incluso militar.
De hecho, “Mercaderes del Espacio” bien podría ser una novela de cabecera para un marxista
tradicional. Marx describió el capitalismo como un sistema en el que el trabajo se convierte en una mercancía y los seres humanos se integran en clases definidas por su relación con los medios de producción: los propietarios del capital controlan esos medios de producción, y los trabajadores, “con nada para vender excepto su propio pellejo”, deben trabajar para los propietarios si quieren sobrevivir. En la novela, el proletariado descrito por Marx es reemplazado por una nueva “clase consumidora”.
Marx también señaló la importancia de la ideología como medio de mantener a una clase social sierva del sistema económico y a otra en una posición dominante –creyendo, además, que su preeminencia sobre la clase trabajadora es buena y necesaria-. Esa ideología pudo ser el catolicismo en la Edad Media europea, pero hoy, en la Era Capitalista, es la fe en el “libre mercado”. El gobierno trabaja para mantener la estructura y, en la práctica, funciona sobre todo como un agente para la élite económica (en la novela, los congresistas, como ya dije, representan a empresas en lugar de a votantes). De nuevo según Marx, la transición del capitalismo al comunismo tendrá lugar cuando la clase dominada comprenda la posición en la que se encuentra y rechace la idea de que necesitan a la clase gobernante.
Por todo lo anterior, en la novela los Consistas, aunque hoy los podamos asociar más fácilmente con organizaciones ecologistas como Greenpeace, son en realidad una transposición bastante clara de los comunistas. La sociedad comunista soñada por Marx carecería de clases sociales y, tal y como Courtenay nos dice respecto a su lugar en el nuevo mundo que se establecerá en Venus: “El pensamiento me inmovilizó unos instantes. Yo estaba acostumbrado a mi categoría. No sería nada agradable ser otra vez un cualquiera. Le di un repaso a mis conocimientos de conservacionismo. No. Era muy difícil que volvieran a mimarme”.
Todo lo cual resulta bastante audaz teniendo en cuenta que en 1952, cuando se serializó originalmente la novela, la histeria anticomunista encabezada por el senador Joseph McCarthy y su Comité de Actividades Antiamericanas estaba en su punto álgido (de hecho, el papel de los Consistas en el libro sirve a los autores para satirizar la contemporánea persecución de comunistas). Durante esa caza de brujas, miles de norteamericanos fueron acusados de afiliación comunista, se crearon listas negras, se arruinaron familias y carreras profesionales, se forzó al exilio y se encarceló. Y, sin embargo, ahí estaba la revista “Galaxy” (y, un año más tarde, la editorial
Ballantine Books), publicando una historia cuyas simpatías izquierdistas estaban claras para quien quisiera verlas.
¿Cómo se salieron autores, revista y editorial con la suya? No sólo fue gracias a que nadie pensó que una revista juvenil barata sirviera de plataforma ideológica. En lugar de articular sus observaciones e ideas como un tratado político, Pohl y Kornbluth fabricaron una sátira. Y, para colmo, dentro de un género habitualmente tan despreciado por los intelectuales de salón como la ciencia ficción. Manteniéndose por debajo del radar, la CF ha conseguido abordar temas controvertidos, incluso explosivos, con mayor libertad y franqueza que la literatura generalista. Después de todo, los fanáticos y partidarios de cazas de brujas no suelen tener ni la inteligencia ni el sentido del humor ni la capacidad de penetración necesarias para comprender una sátira bien hecha.
Si bien no se puede decir que las advertencias de “Mercaderes del Espacio” hayan sido escuchadas, su visión del futuro sí ha tenido una gran influencia en el mundo de la ciencia
ficción y, de hecho, es uno de los textos básicos de la sátira dentro del género. Su descripción pesadillesca de una cultura corporativa violenta, sórdida y carente de alma ha sido asumida por muchos otros autores y cineastas (como Ridley Scott en “Blade Runner”). Lo mismo ocurriría con su visión de un mundo asfixiado por la superpoblación y la destrucción medioambiental, un escenario luego repetido mil veces en novelas del género.
Como decía al principio, no fue “Mercaderes del Espacio” la única obra de Pohl y Kornbluth en satirizar la apisonadora capitalista. Pohl, de hecho, tenía el convencimiento de que la ciencia ficción era un vehículo perfecto para la exploración de temas sociales y políticos. En una carta a Kornbluth fechada en diciembre de 1956, decía que “la novela de ciencia ficción, en general, es crítica social de un modo que ninguna otra categoría de novela (excepto quizás la religiosa o proletaria) puede serlo”. Así, Pohl firmaría, por poner sólo dos ejemplos,“El Túnel Bajo el Mundo” (1954) y “El Mantenimiento de la Paz” (1959), ambas historias sobre los efectos deshumanizadores del capitalismo y la automatización y las tensiones propias de la Guerra Fría. Junto a Lester Del Rey (bajo el seudónimo conjunto Edson McCann) publicó una abrasadora sátira sobre el
mundo de los seguros en “Riesgo Preferencial” (1955) y, también con Kornbluth, “El Abogado Gladiador”, sobre el mundo de los deportes y la ética americana basada en la competitividad. En 1984, apareció una tardía secuela de “Mercaderes del Espacio”: “La Guerra de los Mercaderes”, acerca de un conflicto entre las sociedades de la Tierra y Venus. Si resultó menos impactante y provocativa fue porque, para cuando fue publicada, la publicidad ya dominaba nuestras vidas. La realidad había alcanzado a la ficción.
La sátira ágil y rebosante de humor cínico de “Mercaderes del Espacio”, funciona sólo como ataque al establishment. No formula alternativas ni soluciones. Pohl y Kornbluth saben que un mundo mejor es posible, pero reconocen que no tienen la solución. Y quizá sea precisamente por no sucumbir al didactismo que su mensaje sigue teniendo total vigencia por mucho que la tecnología que describa haya quedado desfasada. El poder de las corporaciones, los peligros del crédito fácil, la seducción de la televisión como forma de evasión de la realidad, la obsesión por ganar prestigio y poder, los prejuicios de clase, el expolio de los recursos naturales, la letal combinación de superpoblación y ansias consumistas…. siguen siendo todos ellos, por desgracia, temas de plena actualidad.
La ciencia ficción de los cincuenta siempre ofrece un respiro para cerebros agotados de historias taciturnas y argumentos hinchados. “Mercaderes del Espacio” no tiene ni doscientas páginas, pero ello no le ha impedido alcanzar categoría de clásico y pionero en la introducción de los temas humanistas en la CF, una corriente que alcanzaría su máxima plenitud –y pedantería- con la Nueva Ola a mediados de los sesenta.
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August 10, 2017, 10:28 am
Entre 1990 y 2001, las historias de invasiones alienígenas tomaron sobre todo la forma de ataques en masa en lugar de discretas infiltraciones puntuales. Naturalmente, películas como “Species” (1995) aún seguían presentando amenazas individuales, aunque incluso en ese caso los extraterrestres no eran sino la avanzadilla de una invasión a mayor escala. De igual forma, “Expediente X” o “The Faculty” se concentraban en aliens solitarios que trataban de fusionarse con la sociedad humana antes de que la horda llegara para completar la tarea de conquista.
Sin embargo, como decía, este periodo se caracteriza por películas en las que los humanos entran en contacto con enormes masas de aliens que se describen como una entidad pestilente
concentrada en la invasión, destrucción y/o expolio de nuestros recursos planetarios. Todos los intentos de interactuar con estos seres como sujetos independientes–tal y como se había narrado en, por ejemplo, “E.T.” (1982) o “Starman” (1984)- son fútiles dado que carecen del concepto de relaciones interpersonales o individualidad. Para que los humanos –casi siempre americanos- puedan derrotar a semejante amenaza, deben asumir su propio sentido de la responsabilidad colectiva, olvidar sus diferencias y unirse para luchar juntos. La paranoia, la desconfianza, la xenofobia y el racismo deben dejarse a un lado para combatir la mentalidad de colmena de los alienígenas. La inserción de estos elementos de globalización y transnacionalidad reflejaban el cambio en el orden internacional producido tras el final de la Guerra Fría.
Películas que pueden mencionarse adscritas a esta tipología son “Mars Attacks!” (1996), “Tropas del Espacio” (1997), “Campo de Batalla: La Tierra” (2000), “Evolution” (2001) o –algo más tardía- “La Guerra de los Mundos” (2005). Pero sin duda, el que mejor ejemplifica este grupo es “Independence Day”.
El alemán Roland Emmerich es un aficionado a la ciencia ficción que vio cumplido el sueño de convertirse en un realizador de éxito (sueño que, por cierto, inspiró el visionado de “Star Wars”). Llamó por primera vez la atención en 1984 con “El Principio del Arca de Noé”, un prometedor intento de transitar por la CF dura relacionado con la manipulación del clima pero que al final quedaba lastrado por una trama mediocre. Sus siguientes títulos, “El Secreto de Joey” (1985), “El Secreto de los Fantasmas” (1987) o “Estación Lunar 44” (1990) no parecían indicar que la carrera de Emmerich fuera nunca a ser destacable. Sin embargo, su oportunidad resultó ser la violenta y ruidosa “Soldado Universal” (1992), una cinta que le permitió a él y a su socio guionista-productor, Dean Devlin (quien había aparecido como actor en “Estación Lunar 44”) entrar en el mercado norteamericano.
El dúo sorprendió a propios y extraños con “Stargate” (1994), que demostró que, contando con
un gran presupuesto, podían convertir un potaje de clichés –un romance planetario al estilo de los años 50 pasado por el colador de las teorías de Erich von Daniken- en una película razonablemente buena que tenía el aroma de las viejas épicas cinematográficas y la emoción de la buena CF dura. El éxito de Emmerich se consolidó y disparó a niveles estratosféricos con su siguiente película, “Independence Day”.
La historia transcurre en el curso de tres días, empezando dos jornadas antes de la celebración norteamericana del Cuatro de Julio. Poco después de que el programa SETI detecte señales de radio provenientes de la dirección de la
Luna, una enorme nave nodriza entra en órbita de la Tierra y envía a la superficie varias naves, cada una de ellas de unos treinta kilómetros de diámetro, que se estacionan sobre cada una de las principales ciudades del mundo. Se desvela así el misterio de si existe vida inteligente en el universo. Inteligente sí, pero ¿amistosa?.
El ingeniero del SETI David Levinson (Jeff Goldblum) detecta un mensaje alienígena codificado en los satélites de comunicación terrestres y advierte al presidente norteamericano, Thomas Whitmore (Bill Pullman) de que se trata de
una cuenta atrás. Las intenciones de los alienígenas pronto quedan claras cuando, al finalizar dicha cuenta atrás, en un ataque coordinado cada nave lanza un rayo que aniquila todo lo que encuentra en su camino en las ciudades sobre las que se han situado. Los ejércitos del mundo se muestran impotentes ante semejante amenaza.
Whitmore, que ha conseguido evacuar la Casa Blanca justo antes del ataque, se refugia en la base militar del Área 51, en el desierto de Nevada, donde acaban llegando un pequeño y variopinto grupo de supervivientes, incluyendo a Levinson y el capitán de las fuerzas aéreas Steve Hiller (Will Smith), cuyo avión fue derribado mientras atacaba una de las naves. Levinson encuentra un punto débil en la tecnología alienígena que les permitiría salvar los campos de fuerza que protegen las naves y descargar un
virus en el sistema informático de éstas. Mientras él y Hiller se preparan para lo que puede ser una misión suicida volando en un vehículo alienígena capturada al encuentro de la nave nodriza para salvar la humanidad, Whitmore reúne lo que queda de las fuerzas aéreas internacionales para encabezar un ataque de distracción que brinde una oportunidad a aquéllos.
“Independence Day” supuso una decepción para aquellos que habían visto en “Stargate” el inicio de una carrera potencialmente interesante en la CF. La capacidad para inspirar maravilla y animar a la reflexión es el ingrediente esencial de la buena ciencia ficción. Por desgracia, en el cine esto es algo que a menudo o bien se margina o bien se banaliza reduciéndolo a un mero despliegue de efectos
especiales. Y eso es precisamente lo que tenemos aquí, un refrito de viejas ideas adornado por depurados efectos visuales de todo tipo y condición (desde los CGI más avanzados del momento a las tradicionales maquetas) y una producción de primera línea.
Lo que vendía “Independence Day” ya desde sus trailers promocionales era su escala épica y sus efectos especiales. Es una película que se regodea en lo espectacular pero que lo articula de una forma absolutamente rutinaria. Es cierto que muchas imágenes resultan impactantes: naves que empequeñecen a las
ciudades, destrucción masiva a un nivel sin precedentes, vuelos en el interior de astronaves que dejan en ridículo al Gran Cañón… Los espectadores de entonces –menos acostumbrados quizá a estos excesos que los de hoy en día- se quedaban asombrados y con la boca abierta ante lo que veían en la pantalla y se dejaban seducir por ello permitiendo que la capacidad de análisis y el sentido común pasaran a un segundo plano. Salas enteras aplaudían y vitoreaban ante las imágenes de destrucción, sin pararse a pensar que lo que contemplaban era la aniquilación de su propia civilización. Puede que unos años después, inmediatamente tras los atentados del 11-S, la productora no se hubiera atrevido a exhibir esas escenas de destrucción masiva de forma tan lúdica, pero en el verano de 1996 los espectadores disfrutaban contemplando cómo las naves extraterrestres reventaban la Casa
Blanca.
Ahora bien, tras todas esas explosiones y acción frenética, los alienígenas y todo lo que les rodea no son más que un McGuffin. Existen sólo como fuerza inanimada contra la que los protagonistas puedan embestir. Las razones por las que los extraterrestres han llegado a la Tierra, los detalles de su civilización o sus razones para embarcarse en nuestro genocidio son, cuando menos, vagas–se especula sobre ello un par de veces, nada más-. La belicosa actitud de Hiller supone la burla de cualquier pretensión de comunicación y amistad al estilo de lo que Spielberg nos había prometido en, por ejemplo, “Encuentros en la Tercera Fase” o “E.T.”. Los alienígenas son presentados como seres completamente malvados:
cuando uno de ellos logra comunicarse con el Dr.Okun (Brent Spinner), el mensaje que transmite es de un odio sin fisuras. Por otra parte, su fuerza reside en su número y la superioridad tecnológica porque individualmente no son gran cosa: Hiller captura uno de ellos a base de puñetazos.
“Independence Day” es, primero y sobre todo, una colección de clichés presentada con un envoltorio de efectos especiales (que ganaron un Oscar) y acción. La historia de la invasión alienígena, desde luego, es claramente deudora de la novela de H.G.Wells “La Guerra de los Mundos” (1898), reemplazando como arma contra los alienígenas el inadvertido virus biológico uno deliberado e informático. Pero también debe mucho a películas como la adaptación cinematográfica de ese libro (1953), de la que toma las escenas como la de los ilusos terrícolas recibiendo a los visitantes con banderas blancas, el uso inútil de la bomba atómica, los amantes
reuniéndose entre las ruinas tras creer que el otro había muerto, la única y última oportunidad para derrotar a los invasores, toda la especie humana uniéndose para una batalla decisiva, etc, etc. –la gran diferencia radica, sin embargo, en que Wells era básicamente pesimista acerca de las posibilidades de los humanos en un enfrentamiento contra invasores extraterrestres, mientras que Emmerich y Devlin afirman rotundamente que América puede salvar al mundo sin importar lo feroz o peligroso que sea el enemigo-.
También se pueden trazar paralelismos con otras películas de los cincuenta sobre invasiones alienígenas, como “La Tierra Contra los Platillos Volantes” (1956), especialmente en lo que se refiere a sus escenas de destrucción masiva y aniquilación de iconos arquitectónicos. De
“Cuando los Mundos Chocan” (1952) toma una escena del principio en la que astrónomos utilizan placas fotográficas para ilustrar un cambio en la posición de cuerpos celestiales; la disección del alien es un homenaje a un momento similar de “La Cosa” (1981),… y así podríamos seguir durante un buen rato, porque se cuentan referencias a otros clásicos del cine como “Ultimátum a la Tierra” (1951), “Star Wars” (1977), “Alien” (1979), “Aterriza como Puedas” (1981), “Encuentros en la Tercera Fase” (1977), “Parque Jurásico” (1993), “Poltergeist” (1980), “Elegidos para la Gloria” (1983), “El Planeta de los Simios” (1968) e incluso “2001: Una Odisea del Espacio” (1968).
La película recoge asimismo otros elementos propios del folklore popular moderno relacionado con los ovnis: el Área 51, Rosswell, la filmación de la autopsia de un alienígena cabezón, las
abduciones… “Independence Day”, además de ser un compendio de dos horas y media del cine de ciencia ficción y la ufología ofrece una estructura al estilo de los títulos clásicos de desastres de la década de los setenta producidas por Irwin Allen (“La Aventura del Poseidón”, “El Coloso en Llamas”), como puede ser la presentación de diferentes personajes con sus respectivas subtramas que acaban reuniéndose en el clímax final. Aunque Hiller, Whitmore y Levinson son los claros héroes de la aventura, otros personajes sí que mueren, a veces de forma inesperada, dejando a los espectadores preguntándose quién acabará sobreviviendo y quién no.
Las películas de invasiones alienígenas funcionan un poco como el test Rorschach utilizado por los psicólogos. Dado que nadie sabe cómo es o puede ser un extraterrestre, cualquier concepción
del mismo es necesariamente una proyección que, inevitablemente, traslada los propios prejuicios y los de la sociedad en la que se vive. Así, los films de este subgénero que se hicieron en los años cincuenta transmitían el miedo al comunismo y la división social; la televisiva “Star Trek”, en cambio, era una correa de transmisión de la era Kennedy y la filosofía de los Cuerpos de Paz; E.T. (1982) no trataba tanto del contacto con alienígenas como del deseo íntimo de recuperar unos idealizados valores familiares. En esta línea, “Independence Day” recoge la ansiedad política de los años noventa: su tema subyacente es cómo una América derrotada redescubre su unidad nacional, se reconstruye y devuelve el golpe. Lo que resulta sorprendente es que todo eso proceda de un director alemán como Emmerich (una tendencia que todavía se haría más pronunciada en su posterior película “El Patriota” (2000)).
“Independence Day” ofrece discursos predecibles y demagógicos y heroísmo pomposo. Las
emociones que evoca son simplonas y manipuladoras. Es un guión en el que el Presidente, un veterano de la Guerra del Golfo, lidera personalmente a la “caballería” en su última carga; en el que todos están a la altura de sus capacidades cuando se trata de luchar contra la amenaza e incluso el borracho terminal consigue redimirse con un noble sacrificio. La cámara ofrece un desfile reverencial de símbolos americanos: la Estatua de la Libertad, el Memorial de Lincoln, la estatua de Iwo Jima… y el plano de apertura es nada menos que la bandera Americana plantada en la Luna. No mucho después, esos iconos patrióticos son destruidos por los alienígenas en un intento de suscitar en el espectador un impacto emocional –impacto que, como es de esperar, se diluye en el público no americano (de hecho, en muchas salas se aplaudió enfervorizadamente la imagen en la que la Casa Blanca vuela por los aires).
Y es que, aunque esté dirigida por un alemán, “Independence Day” es una llamada a recuperar el patriotismo americano de la vieja escuela. Incluso el título hace referencia a una de las principales festividades del calendario de ese país, el cuatro de julio, en la que se conmemora la Declaración de Independencia. Sí, hay una suerte de invocación a la cooperación internacional para enfrentarse a los alienígenas, pero a la hora de la verdad no hay ni un solo personaje con diálogo que no sea americano. El enaltecimiento del heroísmo, las emociones ramplonas y la apelación al sentimentalismo patriótico son las mismas teclas que pulsan los partidos políticos en sus propagandas.
Resulta interesante analizar “Independence Day” a la luz de los ataques del 11-S en Estados Unidos. La película casi parece un ensayo de aquella tragedia en la manera de utilizar el
sentimiento nacional de pérdida y derrota ante la sangrienta embestida a símbolos nacionales (el World Trade Center, el Pentágono) para llamar a las armas, recuperar el nacionalismo y organizar una respuesta militar. De hecho, los presidentes en ambos escenarios –Bill Pullman en la ficción y George W.Bush en la realidad- habían sido pilotos de las fuerzas aéreas (aunque Bush no igualó a su contrapartida cinematográfica y no lideró personalmente el ataque contra Afganistán e Irak). Llama igualmente la atención cómo la película nos presenta a un presidente impopular y blando (como Bush Jr) que de repente recupera apoyos e incluso talla heroica presentándose como inflexible guardián de América. Como sucedió también tras los atentados de Nueva York y Washington,
“Independence Day” introduce dos peligrosas ideas: por una parte, que lo que necesitan unos divididos Estados Unidos para recuperar el sentimiento nacional es un agresor externo; y, por otra, que cualquiera que espere benevolencia es un estúpido, como los pacifistas (en la película, un grupo de ellos, agitando banderas blancas a la nave que les sobrevuela, son inmediatamente vaporizados cuando la cuenta atrás llega al final y empieza la masacre).
También puede resultar llamativo comprobar lo diferente que es “Independence Day” de otro producto audiovisual contemporáneo que trataba sobre la llegada de alienígenas a nuestro mundo, la televisiva “Expediente X” (1993-2002). Ambas ficciones parecen representar los extremos opuestos del espectro político. “Expediente X” deriva de una paranoia izquierdista
que se alimenta de la desconfianza hacia el gobierno federal; por su parte, la película parece un panfleto firmado por la derecha republicana. Una considera al gobierno un ente engañoso y manipulador, la otra ensalza a los defensores del establishment como héroes y hace un llamamiento a la unidad nacional. Y, sin embargo, ambas comparten el mismo punto de intersección: Roswell y el Área 51. “Expediente X” considera estas dos célebres localizaciones como pruebas de la conspiración gubernamental para ocultar la verdad al público americano; “Independence Day”, en cambio, las convierte en la principal base de operaciones contra las fuerzas alienígenas.
No hay que esperar demasiada lógica ni verosimilitud científico-técnica aquí. Utilizar como arma definitiva un virus informático puede parecer un giro original respecto a la solución adoptada por Wells en “La Guerra de los Mundos”, pero para aceptarlo hay que creerse que un ordenador portátil con el sistema operativo de Apple es compatible con las computadoras alienígenas. La influencia de Steve Jobs fue inmensa, pero esto es ir demasiado lejos. Igualmente inverosímil resulta que un piloto humano pueda aprender en un santiamén a manejar una nave de una tecnología alienígena diseñada para ser operada por
seres multitentaculares. Tampoco es que el desenlace del clímax sea para celebrarlo, puesto que la victoria humana sin duda ha dejado varados en la Tierra a un enorme número de extraterrestres hostiles sin forma de regresar a su hogar (la destrucción de las naves no es ni mucho menos total hasta el punto de que no puedan existir supervivientes). Tampoco se dice cómo es posible que los extraterrestres sepan qué monumentos destruir para quebrantar la moral humana…
No hay mucho que decir respecto al trabajo actoral, principalmente porque a Emmerich y Devlin les importa tan poco la caracterización como la trama y los personajes están escritos como auténticos clichés: el judío quejica, el gay histérico que gesticula exageradamente y un Brent Spinner interpretando al típico científico loco, estrafalario en aspecto y maneras. Difícilmente los actores podían inspirarse en el guión para extraer de sus estereotipadas líneas una interpretación brillante. Lo único que pueden hacer es resignarse y dar vida como mejor saben a los tópicos que les han tocado en suerte: el héroe, el interés romántico del héroe, el militar duro, el científico extravagante, el “carne de cañón”… Will Smith debuta aquí en un género, el
de la ciencia ficción, del que acabaría convirtiéndose en veterano con títulos como las dos entregas de “Men in Black” , “Wild Wild West”, “Yo, Robot”, “Soy Leyenda” o “After Earth”. Su estilo aquí oscila entre lo serio y lo cómico y su interacción con Jeff Goldblum (otro veterano del género) se encuentra entre lo más salvable de la película en lo que a actores se refiere.
Al final, “Independence Day” es una película con más diversión que calidad y probablemente no entre en la categoría de “visionado obligatorio” del género. Y, sin embargo, resulta sorprendente la cantidad de manuales y enciclopedias de CF que la mencionan. Desde luego, algo que ver tiene el éxito que cosechó (fue la película más taquillera del año –recaudando 817 millones sobre un presupuesto de 75- y entró en la lista de los diez films con mayor recaudación de todos los tiempos), pero
también y relacionado con ello, porque representa muy bien una rama del cine de CF moderno en el que podrían incluirse cintas como “Encuentros en la Tercera Fase” o “E.T.”: con un guión que mezclaba lo absurdo con ramalazos ingeniosos y unos efectos especiales sorprendentes, sin duda es uno de los mejores ejemplos del cine de CF volcado en el mero espectáculo.
“Independence Day” ha sido fuertemente criticado por todas las razones antedichas y, especialmente, su final bochornosamente patriotero. Pero en lo que se refiere al cine comercial es un producto honesto y tiene mucho que enseñar a otros profesionales con más ambición que
talento. Hay quien se ha lamentado de que durante muchos años, las películas americanas de CF eran un espectáculo visual mediocre que aspiraba a ser un entretenimiento sofisticado con algo que decir; y que ahora esa tendencia se ha invertido y la mayoría de los films de género son un espectáculo visual sofisticado sin nada sólido que aportar, entre otras cosas porque creen que cuanto menos profunda intelectualmente sea la historia, mayor será la audiencia potencial.
Ahora bien, no hay que ser tan duros con una película que sólo se puede disfrutar de una manera: no tomándosela demasiado en serio y apreciándola como lo que es: la película de serie B definitiva, con sus personajes de cartón piedra, su mensaje simplón, desarrollo esquemático y diálogos de vergüenza; solo que ahora, la tecnología ha permitido superar la mediocridad de los efectos especiales de antaño y vestir al producto con una excelente calidad visual.
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No es fácil encontrar ciencia ficción de calidad apropiada para los niños. Los libros pueden resultar un material algo pesado y muchas películas y series de televisión son o bien demasiado complejas o bien excesivamente violentas para los espectadores más jóvenes. Otros productos que utilizan un contexto de CF son, sencillamente, una birria que insulta a la inteligencia de adultos e infantes. Por eso me parece interesante comentar aquí una obra en viñetas, salida de una de las mejores factorías de entretenimiento para lectores de todas las edades: la revista belga “Spirou”, en cuyas páginas y a lo largo de su dilatadísima trayectoria (debutó en 1938 y sigue publicándose en la actualidad) han nacido multitud de personajes que figuran entre lo más granado del comic mundial.
Roland Goossens nació el 1 de marzo de 1937 en la localidad belga de Thy-le-Château. Tras
trabajar como operador cinematográfico y aprendiz de impresor, entró en la armada de su país donde permaneció once años. Por las noches y durante sus periodos de asueto, se dedicaba a lo que realmente le gustaba, el dibujo de comics. El suyo fue un periodo de aprendizaje largo y solitario. Su primera historieta, de diez páginas, apareció en 1961 publicada en una revista militar, un debut en el que ya se apreciaba un autor maduro tanto gráfica como narrativamente.
Gos conoció entonces a Peyo –el famoso creador de los Pitufos-, para quien trabajó como rotulista perfeccionando de esta manera su técnica. En 1965, abandonó la carrera militar para dedicarse exclusivamente al comic como parte del Estudio Peyo, donde ayudó a su titular a coguionizar y dibujar varios álbumes de Los Pitufos y Benito Sansón. Al mismo tiempo, creó varias historias cortas para el semanario “Spirou” y escribió guiones para Walthery, incluyendo las dos primeras aventuras de la famosa “Natacha”. También colaboró con Peyo en la finalización del último álbum de “Spirou” firmado por Franquin: “Un Bebé en Champignac” (1969). Maurice Tilleux le pidió en 1969 que se ocupara de dibujar sus guiones para el detective creado por él en 1956, “Gil Pupila”, labor que realizó (ya fuera del Estudio Peyo) durante cuatro álbumes hasta la muerte de aquél en 1979.
Es en noviembre de 1972 cuando, en el número 1806 de “Spirou”, debuta por fin su propia
serie, “Quena y el Sacramús” –que sería rebautizada a un más sencillo “El Sacramús” en 1979 – Aquella primera aventura, titulada “La Herencia del Inca”, nos presentaba a Quena, un joven belga que había sido hallado en Perú siendo un niño muy pequeño por el arqueólogo y etnólogo Jorge Guijarro. Al no poder encontrar a sus padres y considerándolo un huérfano, Guijarro lo adoptó y se lo llevó a vivir con él al bello pueblecito belga de La Rosaleda. En el punto de arranque de la historia, unos diez años después, Quena encuentra en las cercanías de su casa un platillo volante pilotado por el Sacramús, un curioso ser inteligente y pacífico, mezcla de oso y gato, vestido con un mono azul y un casco multiusos, que inmediatamente se da cuenta de que el muchacho es algo especial dado que parece inmune a los efectos del armamento y tecnología extraterrestres. El secreto, tal y como averiguan más tarde, reside en el medallón que porta y con el que fue encontrado por el Tío Jorge en Perú, un objeto que tiene inscritos unos signos que el Sacramús identifica como alienígenas.
Gos se inspiró para la creación de su serie en una de las tareas de las que se había encargado mientras servía en el ejército en una sección dependiente de la OTAN: clasificar las descripciones de avistamientos ovni realizadas por los pilotos de caza. Eran los años en los que la carrera espacial entre Estados Unidos y la URSS cobraba su máxima intensidad y el “fenómeno ovni” llegó a su apogeo. La nave del Sacramús responde claramente a las descripciones que muchos “testigos” dieron de este tipo de avistamientos y el mismo extraterrestre recordaba los primeros lanzamientos al espacio de animales que se llevaron a cabo por parte de los programas espaciales de rusos y americanos.
La serie tuvo éxito desde el principio gracias a la pericia de Gos, no sólo en lo que se refiere al dibujo, sino a su planteamiento. Adoptando la forma de aventura ligera, optimista y humanista, abordó tópicos del género de la ciencia ficción tanto universales (los viajes hacia atrás y delante en el tiempo, las invasiones alienígenas, las intrigas por el poder en otros planetas, las guerras galácticas) como muy del momento (los platillos volantes y la impresión
que causaban en la sociedad, las influencias extraterrestres sobre civilizaciones humanas del pasado). Y lo hizo sirviéndose, primero, de un muchacho preadolescente con el que los lectores podían identificarse fácilmente; y, segundo, del pintoresco Sacramús, un ser que aunaba sabiduría con espíritu juguetón. Con la presentación de los Galaxianos (en el álbum nº 7), los primitivos Kromoks (en el 8) y otros personajes y especies secundarias como los Ramuchas (en el 3), el universo de la colección se enriqueció permitiendo a Gos ampliar las miras de la serie a otros elementos de la ciencia ficción y la fantasía, como las intrigas palaciegas o los viajes en el tiempo. Varios de los primeros álbumes (“El Heredero del Inca”, “El Continente de las dos Lunas”, “El Dilema de Quena” o “El Gran Regreso”) tratan sobre los orígenes de Quena. Algunos de los temas recurrentes en la serie y que se abordan bien directa o bien indirectamente son la protección del medio ambiente, el pacifismo (las armas del Sacramús y los Galaxianos son siempre incapacitantes y no letales), el respeto por el prójimo, la eliminación de los prejuicios y la aceptación de las diferencias, el altruismo y la democracia como sistema ideal de gobierno.
Por otra parte, las aventuras son a menudo excusas para emprender viajes a lugares exóticos, desde Canadá al Amazonas pasando por el Tíbet lo cual supone una oportunidad para que el niño descubra otros lugares y culturas. Además la ciencia y la tecnología que sustentan algunos de los argumentos son siempre explicados de forma clara y sencilla para que así los más jóvenes puedan entenderlo sin demasiadas dificultades; esto no quiere decir que dichas explicaciones siempre se ajusten a los principios científicos conocidos, pero eso tampoco es grave teniendo en cuenta que nos hallamos ante ciencia ficción. Es más, la serie mezcla con facilidad la ciencia con lo paranormal (como el poder telepático de Sacramús) o la magia.
“Los Kromoks enloquecidos” (1985) quizá sea el último álbum del mejor periodo de la serie. El siguiente, “El Aprendiz” (1986), y todavía más con “El Gran Regreso” (1987), supondrá un giro hacia lo infantil, reduciendo así la edad del público objetivo. No fue, de todas formas un fenómeno aislado en el mundo editorial francobelga. Muchas de las series veteranas de esa escuela del comic (como Lucky Luke o
Spirou) experimentaron, durante finales de los setenta y los ochenta, una acotación en el tipo de lectores a los que iban destinadas. De ese espíritu universal y atemporal tan característico que habían creado los artistas clásicos de “Tintín” o “Spirou” y que apelaba a lectores de todas las edades, se pasó a enfoques que o bien estaban destinados a adultos o bien a niños.
Así, tras un periodo de máxima inspiración y originalidad, “Quena y el Sacramús”, como por entonces sucedió con “Los Pitufos” o “Johan y Pirluit”, se infantilizó. Ojo, no quiero decir con esto que su calidad gráfica o narrativa empeore notablemente. Los guiones todavía ofrecen aventuras originales a pesar de la simplificación de sus diálogos y el acartonamiento de sus personajes centrales (el Tío Jorge siempre gruñón; los traviesos galaxianos; un Quena bastante plano y un Sacramús sin personalidad destacable). Pero está claro que el espíritu de las primeras aventuras, como “El Mago de la Osa Mayor” o “El Continente de las Dos Lunas”, se ha diluido.
Hay quien incluso considera –y no sin cierta razón-, que la magia se rompió ya en el sexto álbum, “La Fuga del Sacramús” (1978), en el que se detecta un claro bajón en la inspiración y que precedió a la inclusión de los Galaxianos, una suerte de Pitufos espaciales que lastró cualquier intento de dar a las aventuras cierto matiz adulto. Esta tendencia infantilizadora alcanza su máxima expresión en el decimoséptimo álbum, “Los Galaxianos se van de gags” (1988), 44 gags de esos animalitos con escasa o ninguna gracia. En el siguiente, “¿De donde vienes, Sacramús?” (1989), se desvela el origen del protagonista: en lugar de ser un alienígena proveniente de un misterioso planeta, es un producto de la manipulación genética cuyo divertido nombre no es más que un estúpido acrónimo: “Sujet Créé par Radiations Artificielles et Manipulations Extra-Utérines Sans Toucher Aux Chromosomes Héréditaires Endogènes” (Sujeto creado por radiación artificial y manipulación extrauterina sin tocar los cromosomas hereditarios endógenos”). En lugar de situarlo como parte de una civilización extraterrestre y, por tanto, otorgarle un contexto cultural y un pasado concretos, resulta ser un individuo sin raíces y, por tanto, bastante hueco. En este sentido, resultan más interesantes
-siempre dentro de su carácter infantil, claro- los Galaxianos. Puede que no tengan el encanto y la personalidad individual de los Pitufos (todos ellos son bastante intercambiables), pero colectivamente Gos los integró en una cultura razonablemente bien construida (sin exagerar, no estamos hablando de Frank Herbert), especialmente a nivel político, como puede apreciarse en los álbumes “El Príncipe de los Galaxianos” (nº 10, 1981), “El Renegado” (nº 11, 1982) o “El Presidente Galaxiano” (nº 29, 1997).
La infantilización de la serie puede que alienara al público algo más adulto pero está claro a tenor de su longevidad (desde 1972 y hasta 2017, han aparecido 43 álbumes. Desde 2005, la colección cambió de la editorial Dupuis a Glenat) que sigue manteniendo su encanto entre un amplio sector de los lectores más jóvenes. De hecho, su éxito multigeneracional ha permitido que “El Sacramús” se convierta en una empresa familiar por cuanto el hijo de Gos, Walter Goossens, “Walt”, empezó a colaborar con su padre en los guiones y dibujo de la colección desde 1982 y hoy es ya su sucesor oficial. Su otro hijo, Benoit, colabora en la serie como colorista.
Centrándonos exclusivamente en la primera y más inspirada etapa de la serie, podemos decir que el mundo creado por Gos rebosa encanto e imaginación. Mientras se encuentran en la Tierra, Quena, el Sacramús y el Tío Jorge viven en un apacible entorno semirrural que parece encerrado en una suerte de burbuja temporal. Esa atemporalidad ha preservado a la colección del paso del tiempo y casi cincuenta años después de su debut, estas aventuras pueden seguir leyéndose sin que el vestuario o la tecnología chirríen demasiado (un efecto más difícil de conseguir en el caso de la ambientación puramente urbana, donde los cambios en arquitectura, moda, vehículos y aparatos son más patentes).
Las peripecias de Quena y el Sacramús, aunque en ningún momento revolucionarias, tampoco son pretenciosas y, en cambio y en la mejor tradición de la editorial Dupuis, sí resultan simpáticas y sólidas desde un punto de vista gráfico y narrativo. Es cierto, no obstante, que todo el carisma del reparto se lo lleva el Sacramús, dejando al teórico héroe inicial de la serie, Quena, en un segundo plano y como mero
enlace con el lector más joven; y al tío Jorge en el papel de adulto corto de miras, gruñón y emisor de discursos admonitorios. Los villanos normalmente son presentados como más estúpidos que peligrosos, como es el caso de los Kromoks o los Acusmalas.
El dibujo de Gos, claramente deudor del de Peyo, es claro y preciso, de líneas curvas y amables. Sus figuras son elásticas, a mitad de camino entre lo naturalista y la abierta caricatura, y sus fondos completos sin llegar a saturar la viñeta. Es cierto que el artista no tiene el talento de su colega Roger Leloup (creador y dibujante de Yoko Tsuno) a la hora de diseñar tecnología extraterrestre: los cohetes, alienígenas, robots, arquitectura, armas o aparatos carecen de originalidad; pero tampoco se puede decir que estén mal dibujados y, al fin y al cabo, el principal objetivo de esta serie son lectores de una edad cuya exigencia y experiencia en el género no les ha permitido todavía desarrollar un criterio suficientemente sólido como para valorar negativamente este apartado.
“Quena y el Sacramús” constituye una idónea introducción de la CF para el lector más joven. Tiene acción sin violencia, aventura y parodia, humor ligero y sentido de lo maravilloso en las dosis precisas para despertar la imaginación de los niños de 8 a 14 años, si bien sobre todo las primeras entregas (publicadas hasta la fecha en España por Dolmen Editorial en forma de tres volúmenes que recopilan los nueve primeros álbumes de la serie), pueden igualmente ser disfrutadas por los adultos gracias al buen hacer con el que están resueltas.
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“Infiltrado” llegó a las pantallas en 2002 tras una serie de considerables retrasos. Su rodaje se llevó a cabo nada menos que en 1998 con la intención de ser uno de los tres segmentos, de unos cuarenta minutos cada uno, de una película compuesta por tres de ellos y titulada “Light Years”. Ahora bien, por algún motivo el proyecto se malogró y los ejecutivos de Dimension Films pensaron que el material ya filmado de uno de ellos era suficientemente bueno como para alargarlo y convertirlo en una película independiente (los otros segmentos acabaron desembocando en “Mimic” de Guillermo del Toro, y el corto “Alien Love Triangle” de Danny Boyle).
Se exhibió el tráiler en los cines a mediados de 2000 pero el estreno volvió a posponerse. En
2001 se anunció una edición directa a vídeo solo para cancelarse cuando se afirmó otra vez, a finales de ese mismo año, que definitivamente se estrenaría en salas al año siguiente –probablemente por intereses fiscales-. Como resultado de todas esas vacilaciones la película fue sometida a diversos remontajes y añadido de escenas adicionales escritas por los diversos guionistas que en un momento u otro fueron participando en el proyecto… parches todos ellos que resultan evidentes en el resultado final y que no le hacen ningún favor.
En el año 2079, la Tierra está en guerra con los alienígenas de Alfa Centauri. Spencer Oldham (Gary Sinise) es un brillante científico que debido al conflicto ha abandonado sus sueños de explorar el espacio y se dedica a diseñar armas avanzadas para el gobierno. Como resultado de la guerra, la atmósfera de la Tierra ha sufrido graves daños y los miembros más afortunados –y acaudalados- de la sociedad se han refugiado en magníficas ciudades protegidas de la toxicidad ambiental y los bombardeos alienígenas gracias a campos de fuerza.
Un día, cuando se dirige al trabajo, Spencer es arrestado por el mayor Hathaway (Vincent
D´Onofrio) de las fuerzas de seguridad. Hathaway cree que el verdadero científico ha sido reemplazado por un duplicado androide que no es todavía consciente de su auténtica naturaleza, pero que en el momento indicado, cuando vaya a reunirse con el Canciller ese mismo día, “despertará” y detonará la bomba que alberga en su interior. Spencer protesta vehementemente y niega la tesis del mayor pero no le sirve de nada. Al final, ha de recurrir a la violencia para escapar antes de que le abran en canal ya que la autopsia es la única forma de determinar su verdadera identidad. Huyendo de la policía, ha de salir de la seguridad de la ciudad para establecer relaciones con el mundo criminal, contactar con su esposa, la doctora Maya (Madeleine Stowe) y demostrar que es humano.
“Infiltrado” está dirigida por Gary Fleder, que ganó cierto crédito con el film de serie negra “Cosas que Hacer en Denver cuando Estás Muerto” (1995), para luego encasillarse en una serie de eficientes pero poco destacables films de corte eminentemente comercial como los thrillers “El Coleccionista de Amantes” (1997), “Ni una palabra” (2001) o “El Jurado” (2003). Su primera película, un telefilm titulado “The Companion” (1994), fue precisamente una historia de CF que abordaba
el tema –un tanto manido ya para entonces, eso sí- del androide aparentemente benévolo que luego enloquece. En cuanto al guión para “Infiltrado”, Fleder contaba con David Twohy, director él mismo de películas del género tan interesantes como “Huida a Través del Tiempo” (1992), “¡Han llegado!” (1996) o “Pitch Black” (2000) entre otras. Colaborando con él figura Ehren Kruger, guionista de “Arlington Road” (1999), “Scream 3” (2000), “The Ring” (2002), “El secreto de Los Hermanos Grimm” (2005) y varias entregas de los Transformers.
El film se apresura a anunciarnos (antes de los créditos, el reparto e incluso el propio título) que estamos ante una adaptación de un trabajo de Philip K.Dick, originalmente publicado en 1953. Dick es uno de los grandes de la ciencia ficción pero su literatura no es apta para todo el
mundo. Sus historias se enmarcan en una visión del mundo paranoide en la que los protagonistas se encuentran habitualmente sumidos en una crisis existencial, no siendo capaces de distinguir si ellos mimos son duplicados androides indistinguibles de los humanos o si el mundo que les rodea es real o una ilusión creada por sus cerebros o la tecnología manipuladora de un tercero. Con todo y a pesar de ese pesimismo y paranoia –o quizá precisamente por ello-, es uno de los escritores cuya obra más veces ha sido adaptada en la gran pantalla, con títulos como “Blade Runner” (1982), “Desafío Total” (1990 y 2011), “Asesinos Cibernéticos” (1995), “Minority Report” (2002), “Paycheck” (2003), “A Scanner Darkly” (2006), “Next” (2007), “Radio Free Albemuth” (2010) o “Destino Oculto” (2011).
El espíritu y temas de Dick están claramente representados en la historia: la incertidumbre
sobre la identidad de Spencer y la realidad de las acusaciones contra él son sin duda dos de las obsesiones del escritor. Ahora bien, colocar el nombre de Philip K.Dick al principio de la cinta (antes incluso que los créditos, el reparto y el propio título) en un intento de impregnarse del prestigio del escritor no augura nada bueno. Y es que parte del problema de esta película y posible explicación de sus numerosos retrasos es que se trata de una historia relativamente modesta y corta de pretensiones. Nos ofrece un puñado de actores moderadamente conocidos (incluyendo a Gary Sinise, que también figura como productor, quizá intentando escapar de una carrera basada en personajes secundarios), pero no estrellas de empaque. Tiene algunos fondos urbanos muy logrados a cargo de Industrial Light and Magic (eso sí, para la época; hoy no han envejecido bien), pero tampoco es este un film que atrape por sus efectos especiales. Hay varias escenas de persecuciones, tiroteos y peleas, pero claramente tampoco eso la acredita indiscutiblemente como película de acción. Y, desde luego,
no es en absoluto una historia intelectual que explore a fondo el tema de la identidad y la forma en que ésta se construye. Al final, “Infiltrados” es un film desequilibrado que confía casi exclusivamente en la fuerza de una idea de arranque original y un final impactante, lo que puede explicar las dificultades a la hora de publicitarla. Podrían haberla convertido en una plataforma vistosa pero más o menos hueca, rebosante de acción y efectos especiales –como se hizo con “Desafío Total” o “Paycheck”-, pero el director y los guionistas decidieron que no era necesario asumir esa hipoteca. De hecho, a pesar de los evidentes añadidos y remontajes, se conservó el inesperado y poco reconfortante final.
A favor de Fleder habría que decir que probablemente se vio atrapado en un proyecto que no deseaba: había firmado para dirigir un corto y de repente le endosan una película entera cuyo
guión no estaba ni medio masticado; contaba con un presupuesto muy ajustado tratándose de ciencia ficción y para el estudio esta película nunca fue una prioridad. Desde luego, no tenía razones para estar muy motivado…y se nota. El origen de la película como segmento corto de una antología resulta demasiado evidente: empieza y termina bien pero todo el segundo acto es básicamente metraje de relleno con Spencer huyendo fuera y dentro de la ciudad. Fleder intenta generar tensión y suspense colocando la cámara en ángulos inusuales, haciendo que toda la acción transcurra por la noche e insertando efectos de sonido cada vez que la cámara se mueve, recursos todos ellos bastante manidos aunque ocasionalmente efectivos. Igualmente, resultan muy visibles todos esos clichés del cine distópico que puntean la película: los violentos agentes de seguridad y sus retorcidos instrumentos de tortura, el paisaje urbano hipermoderno generado por CGI con una estética a mitad de camino entre “Metrópolis” y “Blade Runner”, la desolada “Zona” exterior habitada por seres embrutecidos o la omnipresente propaganda gubernamental a base de eslóganes totalitarios al estilo “1984”.
El diseño de producción oscila entre lo incoherente y lo olvidable. La gente vive en una especie de cabañas de campamento que son más grandes por dentro de lo que parecen por fuera. Los edificios públicos se asemejan más a vestíbulos de hotel que a funcionales hospitales o laboratorios. Hay una escena en la que aparece una extraña capilla de estilo expresionista alemán, pero aparte de eso poco más se puede reseñar porque los efectos visuales parecen hoy extraídos de un videojuego. El resto de este mundo –básicamente todo lo que vemos tras los quince primeros minutos de metraje- está compuesto de fábricas abandonadas, callejones y túneles oscuros y espacios industriales ruinosos.
Sinise hace lo que puede para sacar adelante la película, pero tiene poco con lo que trabajar.
Hay pocos momentos que sirvan para que los espectadores conecten con su personaje más allá de su amor por el rock and roll clásico; y menos tiempo aún para que pueda definirse bien la relación con su mujer, interpretada de forma bastante rígida por Madeleine Stowe, lo cual es una lástima porque en último término la historia depende del nexo entre ambos. Hay, sin embargo, algún buen momento desde el punto de vista emocional basado en el conflicto interior que ambos sufren acerca de si traer o no a un niño a ese mundo sumido en la guerra. Es una escena resuelta son sutileza y una de las mejores de la película. Por desgracia, cualquier intento de profundizar en la caracterización queda rápidamente sepultado por la larga secuencia de persecuciones.
“Infiltrado” no es una película que vaya a gozar jamás de estatus de culto o siquiera figurar entre las más destacables de ese año en el ámbito de la CF, pero ofrece un entretenimiento modesto y razonablemente efectivo. El planteamiento de la historia es interesante, dura solo hora y media y Gary Fleder la conduce con solvencia aunque sin originalidad. Quizá el principal defecto sea precisamente ese: su falta de pretensiones además de dar la impresión de ser un episodio televisivo de “La Dimensión Desconocida” excesivamente alargado. Pero, con todo, hay films mucho más impresionantes visualmente y mejor publicitados cuyo visionado es considerablemente más aburrido. Podría decirse que “Infiltrado” es un ejemplo modélico de serie B moderna, un producto menor al que le falta la chispa, el talento y los medios necesarios para ascender a la división de honor pero que tampoco llega a aburrir.
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August 31, 2017, 10:08 am
“Ultimátum a la Tierra” (1951) es uno de los clásicos imprescindibles de la Edad de Oro de la CF. Se estrenó seis años después de las bombas de Hiroshima y Nagasaki y reflejó con acierto los temores que dominaban a los estadounidenses de esa nueva era dominada por la energía atómica. En lugar de plantear la llegada de un alienígena como una amenaza invasora, se presentó a un ser superior que había viajado desde muy lejos para avisarnos de forma muy directa y clara: o la Humanidad desistía de su proliferación atómica o seríamos aniquilados. Es sobre todo por ser un perfecto representante del sentir de su época por lo que este film ha pasado a la historia del cine.
Sorprendentemente y durante mucho tiempo, nadie en Hollywood se planteó hacer un remake
de “Ultimátum a la Tierra” (algo que también sucede con otros clásicos, como “Regreso a la Tierra” o Planeta Prohibido”). A comienzos de los ochenta circularon rumores acerca de una posible secuela escrita nada menos que por Ray Bradbury y que nos habría presentado al hijo de Klaatu regresando a nuestro mundo para juzgar el desempeño de los humanos desde la visita de su padre. Aunque el proyecto nunca llegó a prosperar, la idea de que otro Klaatu llegara a una América presidida por Reagan y su política de proliferación nuclear era cuando menos interesante.
Ya en el nuevo siglo, aparece no una secuela sino un remake dirigido por Scott Derrickson, un realizador tan interesante como polémico. Su nombre apareció por primera vez encabezando un largometraje en “Hellraiser: Infierno” (2000) para luego obtener un considerable éxito mundial con “El Exorcismo de Emily Rose” (2005), una película sobre posesiones demoniacas basada muy libremente en hechos reales. Fue durante la promoción de este título cuando afloraron las creencias evangélicas de Derrickson, unas convicciones que le habían llevado a retorcer el caso real para ajustarlo a su visión del mundo y la religión (posteriormente, transitaría por caminos similares de satanismo y asesinatos en “Líbranos del
Mal” (2014) como director, The Visitation” (2006) como productor o “Condenados” (2013) como coguionista)
La astrobióloga Helen Benson (Jeniffer Connelly) es requerida con urgencia por el ejército y trasladada a una base militar en plena efervescencia para asistir a una reunión secreta junto a otros científicos. Allí se les informa de que se ha detectado un objeto espacial que viaja a gran velocidad en rumbo de colisión con la Tierra. Pero cuando va a producirse el impacto sobre Nueva York, el objeto decelera y aterriza en Central Park: se trata de una esfera brillante de la que emerge una figura envuelta en una especie de capullo orgánico. Un militar nervioso le dispara y entonces surge de la esfera un robot gigante que neutraliza todo el armamento.
Trasladado el extraterrestre a una base secreta, el capullo se abre para revelar en su interior una figura humana que en cuestión de horas madura hasta un ser adulto e inteligente que dice llamarse Klaatu (Keanu Reeves). La Secretaria de estado Regina Jackson (Kathy Bates) hace oídos sordos a la petición de Klaatu de dirigirse a los líderes mundiales y ordena que lo droguen para interrogarlo y determinar el nivel de amenaza que representa. Los científicos se niegan a ello, pero Helen se presenta voluntaria, si bien su intención es la de administrarle una solución
salina inocua en lugar de la droga y avisarle para que escape. Así, Klaatu paraliza a su interrogador, le roba la ropa y escapa de la base. Más tarde, llama a Helen para pedirle ayuda pero ésta se da cuenta de que su auténtica misión es exterminar la especie humana de la Tierra, ya que las razas alienígenas a las que representa consideran al hombre como demasiado egoísta y desconsiderado como para tratar con responsabilidad a la frágil biosfera. Cuando Klaatu activa un enjambre de insectos nanotecnológicos que devoran todo lo que encuentran a su paso, Helen trata desesperadamente de convencerlo de que la Humanidad merece ser salvada y que puede cambiar su actitud hacia la Tierra.
Más que un remake, lo que nos encontramos aquí podría ser considerado una reformulación de la historia original. No podía ser de otra manera. La sociedad y el momento histórico son tan diferentes de los años cincuenta que no había forma de que un remake fiel al original pudiera resultar mínimamente convincente. Dado que ya no existe un peligro inminente de devastación nuclear global, el mensaje del film se traslada al problema medioambiental. Hay también muchos conceptos visuales que forzosamente deben actualizarse: el platillo volante de Klaatu se transforma en una esfera luminosa; Gort gana veinte metros de altura y se crea digitalmente. Además, su naturaleza es ahora biológica y no mecánica, puesto que se pensó que una raza mucho más avanzada habría desarrollado herramientas de manipulación orgánica más complejas que la propia tecnología. Klaatu tampoco es un alienígena humanoide sino una
forma de vida extraterrestre que genera un clon de un cuerpo preexistente para ocuparlo temporalmente. Asimismo, Helen deja de ser una secretaria para convertirse en una reputada astrobióloga.
La trama, a grandes rasgos, sigue esencialmente las pautas de la película original (de hecho, los créditos indican que la historia se basa en el film de los cincuenta, no en el relato de Harry Bates que se tomó como base para ésta): llega un visitante alienígena, los militares reaccionan con violencia y le disparan, el robot que le protege neutraliza las armas y el alienígena escapa de la custodia del ejército para unir fuerzas con una mujer que le servirá de contacto con la especie humana. Por otra parte, hay escenas que sí han desaparecido: por ejemplo, no hay muerte y resurrección de Klaatu (un tema que ya causó problemas con la censura en el original por sus connotaciones religiosas y que dadas las creencias de Derrickson puede que decidiera suprimir).
Pero la verdadera diferencia entre ambas películas, la clásica y la moderna, reside no tanto en sus detalles visuales y conceptos como en el mensaje.
En la película de 1951, Klaatu llegaba a la Tierra con un mensaje que quería trasladar a los líderes de la Tierra. El problema en esos delicados momentos de la Guerra Fría es que resultaba imposible reunir a todos ellos en un solo lugar, así que el alienígena convoca en cambio a un grupo de importantes científicos y pensadores encabezados por el profesor Barnhardt (Sam Jaffe interpretando a una suerte de Albert Einstein). Su mensaje era este: hay una gran confederación de civilizaciones alienígenas que convive en paz y no tiene intención de dejar que la Tierra exporte su violencia. Los humanos pueden matarse entre sí, pero una vez que empecemos a colocar nuestras armas atómicas en el espacio, no tendrán más alternativa que destruirnos. “Ultimátum a la Tierra”, estrenada en plena Guerra Fría, con el fantasma atómico de Hiroshima y Nagasaki muy
presente y en mitad de la Guerra de Corea, funcionaba perfectamente como fábula admonitoria acerca de nuestro comportamiento y advertencia sobre nuestros posibles destinos: la guerra o la paz, la vida o la muerte.
La nueva versión mantiene, como he dicho, el marco general del film original, pero Klaatu está ahora más preocupado por la contaminación y el calentamiento global. No ha venido a salvarnos a nosotros ni a otras civilizaciones de nuestro destructivo comportamiento, sino a la propia biosfera terrestre. Esta sensibilidad medioambiental actualiza la película a nuestro tiempo, pero los productores no
aclaran por qué encontraron necesario reciclar esta historia para abordar esos temas. El contenido político de “Ultimátum a la Tierra” no era un simple chip que podía reemplazarse por uno nuevo para obtener una versión actualizada. El miedo y la paranoia de las autoridades terrestres en el film de 1951 reflejaban la ansiedad que impregnaba la sociedad. Pero aquí no parece haber detalles o escenas que recojan el espíritu del mundo contemporáneo. Es más, la Humanidad ya no tiene siquiera la opción de elegir. Klaatu viene a dejarnos un mensaje, pide reunirse con los líderes… e inmediatamente y sin llegar a comunicarse con ellos, decide exterminar a nuestra especie tras recibir el poco halagador informe de otro agente de su especie (James Hong) infiltrado entre nosotros durante décadas y que le confirma que no hay redención posible para el Hombre: nunca cambiaremos. Por tanto, ya no hay advertencia. Ese momento ha pasado y la misión de Klaatu se reduce a salvar tanta
fauna como sea posible en una suerte de arcas energéticas y desatar a continuación la destrucción de la especie humana antes repoblar el planeta. ¿Dónde está el valor educativo de la película? Si no se nos presenta alternativa, ¿dónde está la moraleja? De hecho, si de lo que se trataba era de destruir la civilización humana, ¿por qué molestarse siquiera en aterrizar? Bastaba con mandar una nave automática y utilizar a Gort para aniquilarnos.
Al convertir la advertencia del alienígena en un espectáculo de efectos especiales cuando
empieza la destrucción masiva, se anula el propósito último de la historia. La película original trataba sobre cómo a la Humanidad se le otorgaba una oportunidad para cambiar antes de que fuera demasiado tarde y comprobar si sus científicos y pensadores podían superar la paranoia e incompetencia de los líderes políticos y militares. Cuando Klaatu se gana la confianza de una madre viuda y su joven hijo, sabemos que hay esperanza. Aunque esos personajes se conservan en la nueva versión, su significado se ha perdido. El niño, Jacob (Jayden Smith), ahora hijastro de la mujer, no es más que un mocoso maleducado mientras que ella ya no ayuda a Klaatu a completar su misión sino que trata de convencerlo para que no la lleve a cabo. En lugar de tener a una raza alienígena más avanzada advirtiéndonos sobre nuestra deriva
armamentística, nos encontramos con unos extraterrestres destructores que no parecen mejores que los humanos. Sin duda los desafíos medioambientales y nuestra incapacidad para hacerles frente son temas dignos de reflexión, pero “Ultimátum a la Tierra” no es la historia adecuada para abordarlos.
“Ultimátum a la Tierra” fue uno más de los films de género fantástico que por la misma época
(junto a “El Día del Mañana”, 2004; “La Guerra de los Mundos”, 2005; “La Tierra de los Muertos Vivientes”, 2005, “El Diario de los Muertos”, 2007; “Soy Leyenda”, 2007; “La Niebla”, 2007; “Cloverfield”, 2008 o “El Incidente”, 2008) adoptaron esquemas propios del cine de catástrofes en respuesta a los atentados del 11-S y la Guerra de Irak. Todos ellos planteaban un escenario en el que la Humanidad o partes de ella se enfrentaban a una fuerza destructora de dimensiones colosales.
Precisamente uno de los aspectos más interesantes de “Ultimátum a la Tierra” reside en ver cómo la historia original ha sido reformulada en un film de desastres inserto en la era Bush.
Cuando Klaatu le afirma a la Secretaria de Estado que la Tierra no es nuestra, está atacando directamente a las actitudes prepotentes del gobierno americano; asimismo, resulta evidente que las acusaciones de que la esfera alienígena ha violado el espacio aéreo de ese país no tienen sentido. Cargando aún más las tintas, la muerte del padre de Jacob en la guerra de Afganistán ha convertido al niño en un ser amargado que busca venganza contra Klaatu a falta de alguien mejor. Como Roland Emmerich en “El Día del Mañana”, Derrickson y el guionista David Scarpa critican abiertamente la política medioambiental y el negacionismo del calentamiento global del gobierno Bush creando una amenaza que castiga a toda la especie humana por su incapacidad para actuar de forma sensata
y global. Ciertamente y como decía más arriba, el mensaje está mal articulado y rematado, pero la solución que propone sí es fiel al original: pensar en términos de fronteras nacionales y nacionalismos es lo que nos acabará llevando al desastre mientras que la salida está en abrir nuestra mente y aceptar la responsabilidad por la forma que tratamos al planeta sobre el que vivimos.
Independientemente del mensaje, temas de la película y cambios sobre la versión original, Derrickson arranca la historia con unas angustiosas tensión y sensación de inminencia cuando Helen es arrancada de su hogar sin que se le informe de nada. Durante la reunión con los científicos, el guionista no trata al público de tonto y consigue hacer creíble el soporte científico
del discurso. La llegada de la esfera, la aparición y derribo de Klaatu y la intervención de Gort, el “renacimiento” del alienígena, su interrogatorio y huída son momentos que transmiten la inquietante sensación de que algo inmenso está a punto de ocurrir, algo a lo que viene muy bien la frialdad interpretativa de Keanu Reeves y su indiferencia ante el nerviosismo de quienes le rodean.
Derrickson dirige con un suspense aceptable las escenas de Klaatu y Helen huyendo de las autoridades pero las expectativas de que esos pasajes se concreten en algo sólido nunca llegan a satisfacerse. Por ejemplo, la escena en la que
Klaatu se entrevista con el mencionado agente es una adición extraña –y risible en tanto en cuanto aquél obliga a Helen a parar en un McDonalds, una inclusión a todas luces publicitaria-. El énfasis de la segunda mitad se pone sobre todo en los efectos especiales a partir de la conversión de Gort en el enjambre de nanoinsectos. Al final, Klaatu cambia de opinión respecto a la destrucción de la Tierra pero es un giro que carece de cualquier soporte emocional: no vemos al alienígena transformado por lo que ve o siente. El único acto que parece llevarle a detener el apocalipsis es ver a Helen abrazar a su hijastro Jacob, algo claramente insuficiente llegados a ese punto. Para colmo, el final es abrupto y anticlimático: Klaatu simplemente detiene el enjambre destructor y se marcha en su esfera, sin siquiera haberse dirigido a los líderes políticos o científicos de la Tierra para informarles de lo sucedido y advertirles de las consecuencias.
Al final, y a pesar del fracaso de “Ultimátum a la Tierra” a la hora de actualizar una idea de éxito a tiempos modernos, no deberíamos pensar que todos los remakes han de ser forzosamente peores que el film original. El secreto reside en ponerlos en manos de directores como Carpenter o Cronenberg, realizadores que, para empezar, saben por qué están haciendo ese remake en concreto.
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September 5, 2017, 10:18 pm
Os comunico que tengo recién abierta una nueva página de facebook para este blog, donde iré colgando tanto los links a las nuevas entradas como material curioso que pueda ir encontrando por ahí. Aquellos que sigaís habitualmente este blog pero que no figuréis como seguidores del mismo en blogger, podéis estar al tanto de las novedades a través de esta nueva página.
La dirección del mismo es: https://www.facebook.com/Universo-de-ciencia-ficcion-113754349316356/ o simplemente buscando en facebook "Universo de Ciencia Ficción". ¡¡Allí os espero!!
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September 8, 2017, 8:38 am
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September 9, 2017, 1:13 am
A estas alturas no creo que haya nadie que pueda defender que “Avatar” (2009) de James Cameron, independientemente de su magnífica factura visual, ofrezca una historia mínimamente original. Se han mencionado siempre películas como “Bailando con Lobos” (1990) o “Pocahontas” (1995) como referentes inmediatos, pero lo cierto es que el tema del hombre occidental seducido por la pureza del mundo natural y quienes viven en contacto con él y erigido en campeón de su pueblo adoptivo contra sus antiguos y corruptos congéneres, se remonta por lo menos hasta Tarzán y sus enfrentamientos contra los codiciosos ladrones de marfil.
La ciencia ficción empezó a interesarse verdaderamente por los efectos de la acción humana
sobre el medio ambiente después de la Segunda Guerra Mundial y especialmente a partir de la década de los sesenta, cuando proliferaron los estudios y ensayos acerca de los peligros de la superpoblación y la polución. Fue por entonces que, cuando estas historias se trasladaban a mundos alienígenas, se introdujo en ellas un elemento de misticismo a raíz del enunciado de la Hipótesis Gaia por James Lovelock. Según él, la ecosfera ha ido construyendo poco a poco mecanismos homeostáticos que conectan toda la vida con los fenómenos atmósféricos, biológicos y químicos que en ella tienen lugar. Para mucha gente, la ecología simboliza un sentimiento de pérdida de la armonía con el mundo. Si a ello sumamos un elemento bélico que enfrenta a los habitantes del planeta en cuestión con los ambiciosos y desconsiderados colonos que llegan para explotar los recursos del planeta poniendo en peligro el equilibrio medioambiental, tenemos historias como “Dune” (1965), de Frank Herbert, películas como “Avatar” y comics como “Aquablue”.
El primer arco de la serie comienza con el álbum “Nao” (1988) mostrándonos la catástrofe de una nave de pasajeros, la Silver Star, a causa de una lluvia de meteoritos. Una pareja intenta llegar a las cápsulas de salvamento pero no consiguen salvarse y su hijo pequeño queda al cuidado de uno de los robots nodriza de la nave, Cybot. Ambos consiguen llegar a una de las naves salvavidas, donde pasarán ocho años antes de que encuentren un planeta habitado. Se trata de Aquablue, un mundo básicamente oceánico que sólo tiene un 3% de superficie sólida y en la que vive una raza humanoide de piel azul, pacífica, en sintonía con la naturaleza y cuya cultura y creencias giran –como no podía ser de otra manera- alrededor del agua.
Nada más amerizar y tomar contacto con los nativos, el muchacho tiene un encuentro con una enorme criatura, el Uruk-Uru, mezcla de ballena colosal y manta-raya, al que aquéllos consideran sagrada. Esa inmediata conexión hace que el chico sea fácilmente adoptado por el pueblo de Aquablue después de que Cybot caiga al agua y quede inutilizado.
Diez años después, el muchacho, al que han bautizado en su pueblo adoptivo como Tumu-Nao,
se ha convertido en un valioso miembro de la tribu a punto de pasar el rito de madurez, elegir compañera y ser considerado un pescador de pleno derecho. De hecho, su amada, Mi-Nuee, es la hija del jefe tribal, Melkeiok, mientras que los nativos lo consideran bendecido por su dios Uruk-Uru. Por desgracia, la vida idílica que disfruta Nao se hace trizas cuando una nave de exploración terrestre llega a Aquablue y el etnólogo Maurice Dupre, al mando de la expedición, reactiva a Cybot y descubre que Nao es nada menos que Wilfred Morgenstern, el heredero de un gran imperio financiero al que se daba por muerto.
Irónicamente, ese imperio financiero actúa ahora en su contra. La Texec (Texas Energy Consortium) ha firmado un acuerdo con los poderes políticos terrestres que la autorizan para apoderarse de Aquablue e instalar una red de centrales energéticas que acabará convirtiendo el planeta en una gran bola de hielo inhabitable. Para proteger a los ingenieros y técnicos de la compañía la Texec ha contratado a las Brigadas Morgenstern, un grupo de mercenarios creado
y dirigido por la propia tía de Nao, Ulla. La aparición de Nao-Wilfred en ese momento no hace ninguna gracia ni a los mandamases de Texec ni a Ulla, que deciden eliminarlo. Con lo que no cuentan es con la íntima conexión que Nao ha establecido con las fuerzas más poderosas del planeta…
Sin embargo, el poder militar de los terrestres es demasiado para los habitantes de Aquablue y Dupre convence a Nao para que le acompañe a la Tierra y defienda ante los tribunales sus derechos a presidir el Consorcio –lo que detendría el expolio del que ahora es su hogar- y denuncie ante los medios de comunicación la situación en el mismo. Éste es el punto de arranque de “Planeta Azul” (1989), el segundo álbum.
En ausencia de Nao, tecnócratas y mercenarios han recurrido a las mismas tácticas que los imperialistas europeos utilizaron con otras culturas indígenas de la Tierra: destruirlos a base de minar su convivencia y armonía mediante el alcohol gratis y las baratijas. Melkeiok organiza un movimiento de resistencia, optando por huir con su tribu a las regiones polares, donde todavía no han llegado los humanos. Mientras tanto, en la Tierra, Nao está descontento con el laberinto judicial en el que se ha visto inmerso
pero dado que aún no ha podido acceder al dinero de su herencia no puede pagarse una nave que le devuelva a Aquablue para poder continuar la lucha sobre el terreno. Entonces, se producen dos felices acontecimientos: por una parte, se reencuentra con Mi-Nuee, que ha viajado hasta la Tierra como polizonte en una nave de la Texec; por otra, Beatrice, la exmujer de Maurice y periodista en horas bajas, encuentra la forma de que todos puedan viajar a Aquablue: utilizando los servicios de un antiguo amante suyo, Carlo, un pícaro italiano que transporta mercancías legales y contrabando a bordo de su nave –en claro homenaje a Han Solo y su Halcón Milenario, la cual también sirvió de inspiración gráfica a la Strómboli de Carlo-.
No quiero seguir detallando en exceso el argumento para no estropear las sorpresas y giros que reserva el guión. En “El Megofias” (1990) interviene en el conflicto el capitán Lochsore y su espectacular nave que da título al álbum. Se trata de un trasunto de capitán Ahab y empresario sin escrúpulos que inicialmente ayuda a la gente de Nao en su guerra contra la Texec y las brigadas
Morgenstern, pero que no duda en cambiar su afiliación en cuanto se le presenta ocasión de obtener beneficio. Gracias a su indestructible nave, Lochsore se convierte en un elemento decisivo del conflicto. En “Coral Negro” (1993), se suma a la refriega la Legión, un ejército profesional que la Texec ha conseguido que el gobierno terrestre ponga a su servicio. Estos duros comandos demuestran ser unos adversarios demasiado fuerte para los defensores de Aquablue y han de buscar su salvación donde menos se lo esperaban: en las profundidades del océano, donde se esconde el secreto tras los mitos y leyendas de Aquablue. La batalla por el planeta se resolverá en “Proyecto Atalanta” (1998), donde Nao encuentra nuevos aliados para enfrentarse a las unidades fuertemente acorazadas de la Legión mientras un virólogo sin escrúpulos a sueldo de Ulla Morgenstern experimenta guerra biológica con los nativos prisioneros.
Este primer arco de la colección es una clara crítica a las perversidades del capitalismo más desatado, aquel que compra voluntades, que corrompe políticos y amenaza a los medios de comunicación para salirse con la suya. Buscando exclusivamente el beneficio por encima de cualquier consideración ética, sus militantes están dispuestos a arruinar el medio ambiente y aniquilar culturas enteras. El uso de milicias
privadas, siempre menos controladas y reguladas que los ejércitos nacionales, desgraciadamente es un recurso que hoy están utilizando incluso algunos gobiernos. Cuando las cosas se complican, el gobierno terrestre recurre a las unidades regulares del su ejército para “pacificar” el territorio y garantizar la seguridad de sus compatriotas, una política que tampoco nos es ajena. También resulta familiar la servidumbre de los medios de comunicación a los grandes conglomerados financieros a los que pertenecen y que no admiten que desde aquéllos se cuestionen sus políticas o sus actos.
Thierry Cailleteau y Olivier Vatine se conocieron a los dieciséis años y trabajaron juntos en los dos primeros álbumes de la serie humorística “Las Aventuras de Fred y Bob” (1986-87), pero donde su colaboración alcanzó realmente el cénit fue en “Aquablue”, el ecothriller basado en las tropelías coloniales de Occidente y, especialmente, las consecuencias del choque cultural –o, más bien, atropello- sobre los pueblos polinesios.
El estilo de Vatine combina el talento de Mezieres (“Valerian”) a la hora de diseñar naves, artefactos y criaturas, la meticulosidad europea por el detalle y la construcción de ambientes y fondos y el dinamismo del comic-book americano. Desgraciadamente, Vatine abandonó la serie en el cuarto álbum a raíz de una diferencia de opinión respecto al futuro de la serie que degeneró al plano personal–empezó a colaborar entonces con la americana Dark Horse en la franquicia “Star Wars”, una experiencia que no le debió convencer del todo porque no tardó en regresar al comic francés-.
Cinco años hubieron de esperar los fans para leer una nueva entrega de la serie, “Proyecto Atalanta” (1998)… sólo para sentirse defraudados al ver que el sustituto de Vatine no estaba ni mucho menos a su altura. A favor de Ciro Tota hay que decir que el diseño y detalle de los ingenios técnicos y vehículos sigue siendo bueno, pero su línea carece de fuerza, de presencia. Tampoco puede destacarse favorablemente su tratamiento de figuras. Vatine había sabido dotar a cada personaje de su propio lenguaje corporal según su edad y procedencia, desde la perpetua tensión en la que vive Maurice a la
desfachatez chulesca de Carlo. Ciro, en cambio, tiene un registro limitado de expresiones y sus figuras se antojan rígidas e intercambiables. Nao pasa de ser un joven ágil y flexible con un cuerpo moldeado por la vida al aire libre (con cierto parecido al Kamandi de Jack Kirby, por cierto), a transformarse en un gigantón musculado al estilo superhéroico. No es que Tota sea un dibujante nefasto, porque no es así en absoluto, sino que su carga es la de que todo aquel que lea la serie lo comparará inevitablemente con su antecesor en la misma. Con todo, aunque el tránsito de Vatine a Tota sea bastante brusco, el lector interesado en la ciencia ficción de aventuras acabará muy probablemente acostumbrándose al nuevo estilo gráfico.
A destacar especialmente el color aplicado por Christophe Araldi e Isabelle Rabarot en los cuatro primeros álbumes; color que, en una época anterior al uso de medios digitales, ya mostraba una amplia gama de matices y profundidad a la hora de componer los cielos, los mares o los diferentes paisajes alienígenas, contribuyendo de esta forma no sólo a embellecer considerablemente el resultado final, sino a potenciar el trasfondo emocional de cada escena.
La entrada de Ciro Tota marca asimismo un cambio en la dirección de la serie. Ciertamente, la guerra por Aquablue ya se había alargado cuatro álbumes y no quedaba más que contar. El argumento y los personajes habían finalizado su ciclo y había que decidir entre dar carpetazo a la colección o encontrar un nuevo rumbo para la misma. Dado el éxito económico que reportaba a la editorial Delcourt, matar la gallina de los huevos de oro no parecía la mejor opción así que Cailleteau planteó un nuevo escenario ajeno al planeta Aquablue pero sin abandonar su tono ecologista.
No obstante, los dos siguientes álbumes, titulados ambos “La Estrella Blanca” (partes 1 y 2) y que conforman el segundo ciclo de la serie, sirven de transición entre una etapa y otra. Es, además, una historia que no se cuenta de forma lineal, sino que introduce dos tramas, una de ellas en flashback, que acaban fusionándose en el segundo álbum. Mientras Nao, Cybot, Carlo y Rabah (un antiguo compinche del italiano que desertó de la tripulación del Megofias antes que traicionar a su amigo) vuelven a la Tierra para arreglar los
cabos sueltos de la herencia del primero, sufren una avería y son recogidos y aprisionados por unos saqueadores espaciales cuyo destino es nada menos que los restos de la Estrella Blanca, la nave en la que murieron los padres de Nao y de la que éste y Cybot escaparon en el último momento. Estos delincuentes han sido contratados por el cardenal Cantor, recién electo gobernante del planeta colonia Stallion, un fanático religioso que desea recuperar del derelicto unas pruebas que podrían airear sus trapos sucios y el papel que jugó en la muerte de los Morgenstern –y de los otros tres mil pasajeros de la nave-.
Se trata de una aventura de ritmo trepidante que cambia el ecologismo por la crítica a los regímenes populistas de corte ultraconservador. La colonia del planeta Stallion tiene dificultades económicas debido a su todavía escasa trayectoria y su aislamiento respecto a la Tierra, lo que fomenta el descontento, la inseguridad y cierta tendencia al mesianismo. Condiciones todas ellas ideales para que el antiguo líder de una secta milenarista se recicle en político, forme un partido y conquiste el poder. El Cardenal Cantor es un individuo
carismático y ambicioso que dicta una ley para destruir todos los robots del planeta, una medida que sumirá a la sociedad en el atraso haciéndola, por tanto, más manejable. Inmediatamente, como no podía ser de otra manera, instaura un régimen policial en el que todo aquel que desacate sus normas es acusado de blasfemo y castigado en consecuencia. Cantor y su ideología están modelados a imagen y semejanza tanto de los cerriles y fanáticos predicadores cristianos que se pueden encontrar en el corazón de Estados Unidos como de los imanes musulmanes de diversos países de Oriente Medio –o, últimamente, también Europa- consumidos por el odio y la fiebre proselitista.
Aunque Tota sigue mostrando limitaciones en el ámbito de la expresividad facial y corporal de los personajes, su sentido del diseño resulta muy acertado. Naves, armamento, edificios, vehículos, ambientes… están muy bien pensados e insertos con acierto en la narración, haciendo olvidar hasta cierto punto a Vatine.
En el octavo álbum, “Fundación Aquablue” (2001), Cailleteau establece el marco general que
servirá para futuras aventuras: Nao, haciendo uso de su fortuna y no teniendo especial interés en dirigir su imperio económico, decide dedicarse a la exploración e investigación de la galaxia y la protección de las formas de vida autóctonas de cada planeta mediante los recursos de la fundación que da título a la aventura. Se trata de una premisa tan clásica como abierta bajo cuyo amparo puede desarrollarse prácticamente cualquier tema. En esta ocasión, encontramos a nuestros héroes en el planeta Doyle-1800, condenado a la destrucción por la proximidad de un voivoda, especie de agujero negro que engulle todo lo que encuentra en su camino. Se trata de un mundo que se asemeja a la Tierra del Jurásico y donde medran los dinosaurios. Como una suerte de Noe futurista, los protagonistas están reuniendo parejas de todos los especímenes de ese mundo para transportarlos a bordo de su nueva nave, la Uruk-Uru y salvarlos de cara a una posible repoblación en otro lugar.
Pero mientras la Fundación se esfuerza en arrebatar a la inminente destrucción cuanto pueden de la biosfera, una empresa de safaris para millonarios dirigida por Diane de Boer se dedica a masacrar por diversión a esos magníficos animales bajo el pretexto de que están condenados de todas maneras. El problema es que sus desconsideradas actividades acaban con la vida de un nativo perteneciente a una especie lobuna inteligente de la que se ignoraba su existencia, los Cynos. Comienza así una guerra a tres bandas en la que de Boer animará a sus clientes a cazar a los nativos, éstos se protegerán y vengarán y la Fundación Aquablue tratará de detener las tropelías de los cazadores. La aventura finalizará en el siguiente álbum, “El Tótem de los Cynos” (2004).
Cailleteau vuelve a poner el conservacionismo y el respeto por el medio natural y las culturas locales en el centro temático de la peripecia. Si en el primer ciclo se trataba del expolio y destrucción de un planeta por el plan de una megacorporación para instalar centrales de energía que afectaban al clima, aquí los villanos vuelven a ser los acaudalados y privilegiados de la sociedad y su absoluta desconsideración por todo lo que no sean ellos mismos y sus caprichos. Cuando tratan de explicar a Nao que la caza
significa para ellos “establecer un vínculo con nuestros instintos primitivos olvidados, contactar con nuestro espíritu animal olvidado” y apelando a la comprensión de Nao en su calidad de miembro de una tribu “primitiva”, éste les responde con uno de los mejores argumentos de toda la serie: “Francamente…Opino que ustedes no son más que un hatajo de pervertidos decadentes. Matar no es un lujo que se practica con la panza llena…La caza, tal y como ustedes la practican, no es más que un pretexto para desplumar a una panda de millonarios ociosos que gastan aquí mil veces el precio de la carne que van a abatir y que matan mil veces más de lo que serían capaces de comer, a pesar de mostrar todos una obesidad más que notable. Por eso, permítame que me ría cuando habla de los “instintos primitivos” o de la “animalidad perdida”. Sin sus helicópteros, sus armas de gran calibre y miras láser, sólo podrían roer raíces, porque su rebaño de asesinos gordinflones sería incapaz de acercarse a un dinosaurio ciego y sordo sin que los percibiese a un kilómetro de distancia”.
El cuarto ciclo está compuesto por dos álbumes, “El Beso de Arakh” (2006) y “La Fortaleza de las Arenas” (2006), en la que entra como nuevo dibujante Siro, cuyo estilo recuerda mucho al de Vatine si bien con un toque más sucio y violento. En esta ocasión, Nao, al frente de la Fundación, llega al desértico planeta Tetlaan para aprovisionar a una expedición arqueológica terrestre que a duras penas conserva el permiso para operar allí debido a las tensiones religiosas y políticas entre el líder local, el Salmir, y los rebeldes. La codicia del director del yacimiento, el profesor Marelian, le lleva a sobornar con armas al Salmir y abrir imprudentemente la tumba de la antigua Reina Marachna, sobre la que los nativos creen que pesa una maldición.
Cailleteau traslada a su guión la situación histórica del Egipto del siglo XIX, cuando los arqueólogos y aventureros occidentales saqueaban el patrimonio del país con el consentimiento de los sobornados líderes locales, los sultanes turcos. En esta ocasión, el objeto de la crítica del guión es la codicia y el ansia de gloria de –algunos- arqueólogos que les llevan a corromper voluntades y socavar las culturas nativas. Aunque en último término es la reina Marachna la que se erige como principal villana, la resurrección de ésta no hubiera sido
posible sin los imprudentes actos del profesor Marelian y la cobardía del diplomático terrestre apostado allí, más preocupado por complacer al corrupto Salmir que por las injusticias a que éste somete a su pueblo.
Por otra parte, la inclusión de pirámides, nómadas belicosos pero revestidos de nobleza, políticos corruptos, tumbas malditas protegidas por alimañas… hacen de este un escenario más propio del género de aventuras que de la CF. Encontramos también algunos elementos que chirrían un tanto respecto al enfoque de space opera que había mantenido la serie hasta la fecha: brujerías y encantamientos, reinas que regresan a la vida, magia, zombis… Además, el desenlace se antoja apresurado e inconsistente. Desde el punto de vista del guión, quizá este sea la entrega más floja de la serie hasta el momento, pero con todo no deja de ser una lectura amena que se desarrolla a buen ritmo.
En Francia existe un quinto ciclo, compuesto hasta la fecha por cinco álbumes (el último aparecido en 2017), realizado ya por un equipo creativo diferente y del cual hablaré cuando se publique en España. Que esta serie haya sobrevivido treinta años gozando de buena salud es ya un indicio de que muchos lectores encuentran en ella virtudes más que suficientes para apoyarla. Las historias, en general, son interesantes, imaginativas, entretenidas y con un contenido crítico que anima a la reflexión. Es cierto, no obstante, que tratándose de un comic básicamente pensado para un público juvenil, no hay muchos matices. La separación entre buenos y malos siempre resulta transparente, incluso desde el punto de vista gráfico. Los villanos lo son sin reservas y los buenos no dudan, tropiezan ni se equivocan en sus objetivos. Tampoco se puede hablar de verdadera evolución de los protagonistas. Es cierto que lejos de permanecer atrapado en una eterna adolescencia, Nao madura y se convierte en padre (en el décimo álbum), abandonando su ingenuidad e inexperiencia originales para transformarse en un avezado aventurero y activista, pero tampoco se puede decir que se explore verdaderamente su personalidad ni se le someta a dilemas morales o personales (con la excepción del adulterio que comete en el decimoprimer álbum). “Aquablue” es una serie de aventuras centrada sobre todo en las tramas por encima de las caracterizaciones.
Encontramos aquí space opera, romance planetario, robots ingeniosos, mercenarios, piratas y legionarios espaciales, civilizaciones alienígenas escondidas en el fondo de los océanos,
científicos malvados, criaturas maravillosas, naves generacionales, virus letales, corporaciones despiadadas, fanáticos religiosos, robots rebeldes, dinosaurios, batallas en el espacio y los planetas… y todo ello integrado en una serie de historias pobladas por buenos personajes, suspense, acción, humor, romance, drama, mensajes ecológicos, un sólido sustrato humanista y un espíritu positivo…… una receta perfecta para el entretenimiento. Es cierto que no hay mucho original en “Aquablue” y que parece construida a base de retazos de otras obras: hay elementos de Tarzán, “Tropas del Espacio” de Heinlein, “Star Wars”, “Abyss” de James Cameron, “La Nave Estelar” de Brian Aldiss, “La Momia”, la saga de los robots de Asimov, Indiana Jones… pero, en primer lugar, esos préstamos serán sólo identificables para lectores y cinéfilos con cierta trayectoria; y, en segundo lugar, los pastiches no son necesariamente malos. La definición de “pastiche” es la de “imitación que consiste en tomar diversos elementos y combinarlos de manera que el resultado parezca una creación original”. Y eso es “Aquablue”, una obra que parece original sin serlo y que nunca deja de ser una lectura agradable que puede revisitarse cada cierto tiempo y especialmente disfrutable por un público juvenil.
Hay, eso sí y como he señalado, un cambio bastante considerable a la altura del quinto álbum, tanto en el planteamiento general como en el dibujo, que de seguro no convencerá a muchos lectores cautivados por el arte de Vatine. Yermo Ediciones está publicando la colección en una serie de lujosos volúmenes integrales, el primero de los cuales reúne los cinco primeros álbumes. Así, quien no esté seguro de si continuar o no más allá de esa primera etapa, dispondrá de una muestra del dibujo por venir en sucesivos números.
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