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La figura de Isaac Asimov entraña una curiosa paradoja. Fue nombrado Gran Maestro de la Ciencia Ficción en 1997 (cinco años después de su muerte) y tendría muchas posibilidades de ser el autor de ese género más famoso y leído del siglo XX. Y, sin embargo y al mismo tiempo, resulta muy fácil infravalorar a Isaac Asimov como escritor: su prosa plana y seca, personajes con escasa caracterización, poca capacidad para evocar imágenes visuales de los entornos en los que transcurren sus relatos… Todo ello tiende a despistar al lector crítico, ocultándole sus fortalezas. Ni siquiera los comentaristas más favorables han sido capaces de argumentar suficientemente su importancia en la historia de la ciencia ficción, limitándose a menudo a mencionar su talento para ofrecer argumentos originales y capacidad como divulgador científico.
Ello es debido en buena medida al peso que durante los años sesenta y setenta adquirió una nueva generación de críticos y escritores que reaccionaron contra el estilo propio de la Edad de Oro, más preocupado –en general- por hacer avanzar las historias a buen ritmo y limitarse a entretener sin adentrarse en temas de cierta profundidad intelectual.
Y, con todo, Asimov sigue reeditándose una y otra vez y sus obras apareciendo en las listas de libros más queridos por los aficionados setenta y cinco años después de su primera publicación.
Nacido en Petrovichi (Rusia) en 1920, Isaac Asimov emigró con sus padres a Estados Unidos
siendo aún muy pequeño. En 1923, los Asimov llegaron a Nueva York, ciudad en la que, a causa de su miedo a los aviones y con excepción de dos décadas de residencia en Boston como docente, pasó toda su vida el escritor. Su padre abrió un pequeño kiosko en Brooklyn en el que, entre otras cosas, vendía las revistas pulp de la época. Aquel negocio no sólo salvó a la familia de las penurias de la Gran Depresión, sino que le abrió al joven Isaac la puerta a su futuro.
Aquellas revistas de llamativas portadas y relatos pletóricos de aventura, particularmente las especializadas en ciencia ficción (“Amazing Stories”, “Wonder Stories”, “Astounding Stories”) fascinaron inmensamente a Asimov. Los cuentos que contenían marcaron de una forma u otra su infancia literaria e influyeron en su posterior carrera (esta etapa de su vida fue recogida en la obra “Antes de la Edad de Oro”, que ya comentamos en este blog). Su entusiasmo (y precoz talento) le llevó a involucrarse más profundamente en el objeto de su pasión, primero mandando cartas a la sección de correos de los aficionados de esas publicaciones y luego escribiendo él mismo sus propios relatos.
Su padre no aprobaba las lecturas de su hijo –consideraba esas revistas literatura de ínfima calidad y el muchacho tenía que leerlas a escondidas-, pero sí le apoyó sin reservas cuando empezó a escribir. Permitió que asistiera a las reuniones de los Futurianos, un grupo de aficionados pioneros entre los cuales se encontraban otros futuros escritores igualmente jóvenes entonces, como Frederik Pohl o Cyril Kornbluth. Por fin, con 19 años, se decidió a entregar en persona su primer relato al editor de la mejor revista del momento, “Astounding Science Fiction”: Joseph W.Campbell.
Campbell había accedido a ese puesto en 1937 decidido a mejorar la literatura de pobre calidad y escaso rigor científico propia de los pulp. Ningún otro autor fue más importante que Asimov para ese soñado proyecto. Ciertamente, fue la ciencia ficción de Robert A.Heinlein el modelo que tomó Campbell para diseñar las directrices de su revista, pero aquél era ya una persona madura, de fuerte personalidad y amplia experiencia vital. Otro de sus autores clave de los comienzos, A.E.van Vogt, era una especie de verso suelto cuya producción y popularidad no tardaron en disminuir. Asimov, en cambio, era un jovencísimo autor todavía maleable y dispuesto a adaptar su estilo a las exigencias de un editor al que admiraba.
Campbell rechazó aquel primer cuento de Asimov, pero no sólo hizo eso: le dio consejos e
indicaciones con tanta delicadeza que el muchacho no sólo no se desanimó, sino que retomó la tarea con entusiasmo renovado. En marzo de 1939 consigue ver publicado su primer cuento, “Aislados en Vesta”, en la revista “Amazing Stories”. Esta publicación sería la receptora de varios de sus relatos rechazados por Campbell en primera instancia. Por fin, tras ocho rechazos consecutivos, el interesante cuento “Tendencias”, apareció en “Astounding”, un verdadero éxito para él. Aún le costaría encajar más negativas de Campbell, pero a mediados de los cuarenta Asimov ya gozaba del favor casi incondicional del exigente editor y a finales de esa década ya se había consolidado como uno de los Tres Grandes (junto a Robert A.Heinlein y A.E.van Vogt primero y Arthur C.Clarke después). A su vez, Asimov le correspondió a Campbell con una férrea lealtad y un agradecimiento que no se apagaría nunca aun cuando su carrera fue distanciándose de aquella revista a partir de los cincuenta.
En realidad, durante mucho tiempo Asimov nunca consideró seriamente la posibilidad de
dedicarse profesionalmente a la escritura. Empezó a mandar relatos a las revistas movido sobre todo por su afición a imaginar y contar historias y cuando se dio cuenta de que podía venderlas, se convirtió en un bienvenido apoyo financiero con el que sufragó sus estudios en la Universidad de Columbia. Sin embargo, incluso cuando su nombre ya empezaba a ser conocido y sus relatos a ocupar las portadas de las revistas, creía firmemente que su verdadero trabajo estaría en la química, cuyo doctorado se esforzaba por obtener. Al estallar la Segunda Guerra Mundial, se casó y en 1942, obtuvo un empleo en los astilleros de la Marina de Annapolis dentro de la NAES (Naval Air Experimental Station) –puesto que le fue ofrecido, por cierto, por Robert A.Heinlein y al que se incorporó también L.Sprague de Camp-. Ese trabajo le salvó de marchar al frente y le dio cierta estabilidad, aunque sus labores allí le obligaron a estar más dos años sin escribir prácticamente nada.
Pero la llama de la escritura se mantuvo viva y cuando obtuvo un puesto docente en la
Universidad de Boston en 1948, siguió publicando sus relatos, que se convertirían en libros pocos años después. Fue entonces cuando empezó a desvincularse de “Astounding”. Sencillamente, aparecieron nuevas revistas que ejercieron una seria competencia a esa cabecera, como “Galaxy” o “The Magazine of Fantasy & Science Fiction”, y diversas editoriales de peso, empezando por Doubleday, comenzaron a editar novelas de ciencia ficción directamente en formato de libro sin necesidad de publicación previa en revista.
La mayoría de los mejores libros de CF de Asimov aparecerían en la siguiente década, la de los cincuenta (que él llamaba su “edad dorada”). En los sesenta, escribió mucha menos ciencia ficción, sobre todo porque se concentró en la divulgación científica e histórica. En este último terreno fue tan eficaz como en la ficción, con libros repletos de información expuesta de manera ordenada, rigurosa y, sobre todo, amena. Auténtico adicto al trabajo, se declaró feliz sólo delante de su máquina de escribir, que utilizó a un ritmo tan furioso que se convirtió en uno de los autores más prolíficos de su tiempo. Él mismo contabilizó 500 títulos en su bibliografía, aunque posteriores investigaciones han demostrado que, exceptuando recopilaciones diversas, el verdadero número se acercaba más a 200 (todavía una cifra espectacular).
Aunque las radicales innovaciones introducidas en el género en los sesenta y setenta por autores como Philip K.Dick, Ursula K.Leguin o Samuel R.Delany hicieron parecer desfasado el trabajo de Asimov –algo que él no tuvo reparo en reconocer- y las novelas que escribió en los ochenta son más flojas y menos interesantes en sí mismas que como innecesario intento de unificar y sintetizar sus diferentes universos de ficción (básicamente los de la Fundación y los Robots), su popularidad entre los aficionados (como sucedió con Heinlein y Clarke) jamás disminuyó y sus libros siguen figurando entre los más apreciados y leídos de toda la historia del género, especialmente los que escribió durante los cuarenta y cincuenta, en el corazón cronológico y cultural de lo que se ha llamado Edad de Oro de la CF.
A grandes rasgos, su obra durante esa primera etapa puede dividirse en tres bloques. Por un lado, los cuentos que, recopilados y ordenados, conformarían la famosa saga de la Fundación; por otro, sus historias de robots positrónicos; y, por último, los relatos cortos autoconclusivos. El libro que ahora comentamos es una compilación que el propio Asimov realizó en 1972 (editada en España por Alamut en un recomendable volumen titulado “Relatos Cortos I”) y que incluía, ordenadamente, todos los cuentos que consiguió publicar entre 1939 y 1949.
Esta obra es importante por varias razones. La primera es que fue el primer libro
“autobiográfico” de Asimov. Cada relato consta de una introducción y un epílogo en el que el autor cuenta la génesis del cuento, la historia de su publicación y su autovaloración crítica con la perspectiva que da el tiempo. Con posterioridad, el escritor publicaría otras obras en las que profundizaba más en su vida personal, pero esta fue la primera. Aunque parte de la información que facilita no es exacta y hay poco que no fuera contado más detalladamente en autobiografías posteriores, sigue siendo una crónica interesante, ligera y expuesta de forma amena y sincera. Es más, en este libro Asimov se centra en su obra de una forma más directa y profunda que en otros. Obtenemos así una excelente aproximación al proceso por el que Asimov se convirtió de un desconocido escritor de segunda hasta uno de los iconos del género.
Seamos sinceros: los cuentos incluidos en esta selección no se encuentran entre los más memorables de su extensa bibliografía. Al fin y al cabo, son sus primeras historias, relatos que, con razón, no habían sido incluidos en ninguna antología hasta ese momento. “La Amenaza de Calisto”, “El Arma Demasiado Terrible para ser Usada”, “El Sentido Secreto”, “La Magnífica Posesión” y, especialmente, el dúo “Mestizos” y “Mestizos en Venus”, no sólo están lastrados por los clichés, lugares comunes y el
ya caduco estilo pulp de la época sino que ni siquiera son buenas historias. No es de extrañar que Campbell los rechazara todos y Asimov acabara vendiéndolos a publicaciones de segunda fila que se alimentaban de todo aquello que no hubiera comprado “Astounding Science Fiction”.
Temáticamente, podemos encontrar aquí un poco de todo: historias de aventuras espaciales y romances planetarios–aunque nunca tan banales como lo que solía ser la norma-, viajes y paradojas temporales, intrigas políticas, parodias, sátiras y cuentos fantásticos. Sus intentos de hacer relatos netamente humorísticos, como “La Magnífica Posesión”, “Un anillo alrededor del Sol” o “Navidades en Ganímedes”, se saldan mayormente en fracaso. Tampoco acierta demasiado a la hora de tratar la fantasía (“El hombrecillo del metro”, “Ritos legales”) o iniciar posibles series con personajes fijos (“Mestizos”, “Mestizos en Venus”).
Pero no todos los cuentos son una pérdida de tiempo. Casi todos son de lectura fácil y muchos
son razonablemente buenos aún sin salir del todo del espíritu pulp, como “Fraile Negro de la Llama” –que el propio Asimov consideraba el peor de la antología. Y algunos, sobre todo los últimos, son incluso muy buenos, como “La Carrera de la Reina Roja”, “La Novatada””, “El Número Imaginario”, “Callejón sin Salida” o “Madre Tierra”.
Mencioné más arriba que una de las razones por las que este libro puede ser interesante es que proporciona una visión reveladora no sólo de la trayectoria del propio Asimov y del funcionamiento del mercado editorial de entonces, sino del origen de muchos de los temas que luego constituirían los pilares básicos de sus obras más importantes: varios de los protagonistas de estos cuentos son psicólogos/matemáticos y aparecen ya los robots positrónicos y la idea del Imperio Galáctico. Así, el último y mejor relato, la novela corta “Madre Tierra”, se puede considerar en realidad parte del ciclo extendido Fundación/Robots pese a haber aparecido en 1949.
Uno de los rasgos más chocantes de la ciencia ficción de Asimov es su renuencia a introducir extraterrestres, lo que, dado que muchos de sus relatos transcurrían en el marco de un amplísimo Imperio Galáctico, no deja de resultar una decisión poco habitual, especialmente en la época de la ciencia ficción pulp. No es que no supiera imaginar civilizaciones extraterrestres habitadas por criaturas inteligentes. De hecho, sí los hay en varios de estos primeros relatos (“Mestizos”, “Homo Sol”, ”Navidades en Ganímedes”, por ejemplo). Más que con su incapacidad, la explicación tiene que ver con su incomodidad respecto al tratamiento que muy probablemente se vería obligado a hacer de la relación entre nuestra especie y los alienígenas.
En la época pulp de la ciencia ficción, el espacio exterior era el “dominio natural” del hombre
blanco. En las historias que se publicaban entonces no había negros, orientales o judíos, por ejemplo. El héroe protagonista –ya fuera un brillante ingeniero o un aguerrido comando espacial- era de raza blanca y anglosajón y si alguna otra minoría hacía su anecdótica aparición, quedaba circunscrita a estereotipos racistas. ¿Era algo buscado? Quizá en algunos casos así fuera, pero es más probable que los escritores simplemente se dejaran llevar por las tendencias dominantes sin pensar demasiado en la cuestión.
Según esa “filosofía”, el hombre tenía que ser la especie dominante en la galaxia, pasando por encima de cualquier otra civilización extraterrestre. Asimov no pudo mantenerse al margen de semejante visión arrogante y etnocéntrica, pero, al fin y al cabo, él sí pertenecía a una minoría, la judía, y aunque nunca fue particularmente militante, no se encontraba a gusto recurriendo a tópicos raciales. Y, por desgracia, Campbell era, por decirlo suavemente, reaccionario e incluso racista, atributos que se agudizarían conforme fue envejeciendo. Algo de eso hay, por ejemplo, en “Homo Sol”: aunque los extraterrestres de esa historia, muy avanzados y civilizados, contemplan al hombre como una especie primitiva y brutal, también se dan cuenta de que su ingenio y agresiva energía los convertirán en los más aventajados de toda esa comunidad galáctica.
Intentando sortear el conflicto ideológico que para Asimov presentaba el improbable escenario de un universo lleno de sofisticada vida inteligente pero comandado por el soberbio ser humano, prefirió prescindir de los extraterrestres y crear una galaxia poblada exclusivamente por nuestra especie.
Asimismo, se detecta ya su predilección por desarrollar la acción a través de largos diálogos, dejando de lado las descripciones de entornos, personajes o tecnología. Los suyos no son protagonistas de gran profundidad emocional, sino más bien peones de una trama absorbente que avanza con ritmo ágil y que se suele resolver con un frenético momento de acción seguida, si se tercia, de la resolución del enigma planteado. Su inclinación por el funcionalismo sobre la estética se tradujo en la utilización de una prosa minimalista que años después le granjearía críticas negativas por parte de todo el movimiento New Wave. Pero a los lectores les dio igual. De hecho, además de la originalidad de las historias, lo que precisamente más apreciaban eran su claridad y falta de pretensiones.
La importancia que tuvo Asimov para la ciencia ficción derivó también del espíritu que, como
científico, supo insuflar en sus obras. Esa doble vertiente, la del escritor de ciencia ficción y el divulgador científico, siempre ha contado con representantes en sus filas, desde H.G.Wells hasta Gregory Benford, pasando por E.E.Smith o Arthur C.Clarke. Como uno de los grandes divulgadores de su tiempo, Asimov sirvió de defensor no solo de la ciencia, sino del racionalismo liberal, un racionalismo que impregnó también sus cuentos y novelas. Aunque su compromiso con esa causa siempre fue minoritario no sólo entre la ciencia ficción sino en el mundo literario en general, la originalidad e imaginación con que le dio forma permanece inigualada.
Así, a diferencia de muchos escritores pulp de la época más interesados en la pura evasión que en la verosimilitud científica, Asimov incluyó en sus relatos un rigor derivado de su propia formación –como he mencionado más arriba, cursó y se doctoró en Química por la Universidad de Columbia mientras estos cuentos fueron publicados-. Aunque, también es verdad, se permitía conscientemente amplias licencias con propósitos narrativos. Por ejemplo, aunque sabía perfectamente que las condiciones ambientales de Marte o Venus no permitirían la vida humana, prefería ignorar tales hechos en pos del dramatismo buscado.
Fue una tragedia cargada de ironía que su muerte el 6 de abril de 1992 se debiera, en último
término a la insuficiente formación científica de los médicos. Porque su fallecimiento lo causaron las complicaciones surgidas a raíz de una infección por el virus del SIDA que le fue contagiado durante una operación cardiaca en 1983, al transfundir sangre contaminada a su organismo. En otras palabras, sus propios doctores le mataron porque nadie en 1983 era lo suficientemente inteligente como para efectuar análisis víricos en la sangre donada. El científico que amaba la ciencia, murió por falta de ella.
En resumen, “El Primer Asimov”, además de una colección de relatos de calidad media aceptable, constituye una crónica temprana de la vida y obra del propio escritor, del entorno editorial y del momento histórico en el que la ciencia ficción experimentó una de sus mayores transformaciones. Para seguidores del escritor e interesados en conocer más ampliamente la historia del género.
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Vamos a retroceder a una época en la que no se había inventado Internet, ni los videojuegos, ni la televisión…¡ni los cómic books! Porque aunque hoy nos cueste creerlo, hubo una época en la que todos esos entretenimientos eminentemente visuales no existían, y otros, como el cine o los libros, no estaban al alcance de todo el mundo.
Viajemos a Estados Unidos durante los años de la Gran Depresión, un tiempo en el que los periódicos jugaron un papel hoy poco reconocido como creadores de iconos y fuente de diversión, entretenimiento y sueños. De hecho, a principios de los años treinta, las páginas que los diarios dedicaban a los comics constituían el único entretenimiento con contenido cultural para familias enteras. Los padres leían a sus hijos las “funny pages”, las páginas de los diarios dedicadas a los comics, su sección más popular. De hecho, y aunque no es el objeto de este artículo, editores legendarios como Joseph Pulitzer y William Randolph Hearst llegaron a entablar auténticas batallas económicas por hacerse con los servicios de algunos autores.
Pues bien, muchos de los chicos de entonces recortaban sus tiras favoritas y las pegaban consecutivamente una debajo de la otra para formar sus propios álbumes de comics. Era cuestión de tiempo que a alguien se le ocurriera que ahí había una oportunidad de negocio.
Ese alguien fue la Eastern Color Printing, que en mayo de 1934 puso a la venta “Famous
Funnies”, el primer comic book. Éste no contenía material original, sino reimpresiones de las páginas dominicales a color de algunas de las series más populares del momento aparecidas previamente en los periódicos, como Joe Palooka, The Bungle Family, Tailspin Tommy o Hairbreadth Harry. En su tercer número (octubre 1934), empezó a reeditar las tiras dominicales de Buck Rogers del año anterior. Fue la primera aparición de una serie de ciencia ficción en el nuevo medio.
Aquellos recién llegados, los comic books, resultaron ser un acierto espectacular y otros editores lanzaron sus propios títulos con reediciones de planchas dominicales. David McKay Publishing lanzó una nueva línea con King Comics (abril 1936), en el que se incluían Popeye, Mandrake el Mago, Brick Bradford, Flash Gordon y otros.
Los comic books pronto experimentaron su propia evolución desde una curiosidad minoritaria hasta el formado editorial de cadencia periódica con más espectacular crecimiento a finales de los años treinta. Desde 1935 a 1940, el número de títulos en los puntos de venta creció de sólo tres a más de ciento cincuenta, publicados por más de dos docena de editoriales. Sencillamente, las tiras de prensa y planchas dominicales de los periódicos no podían alimentar de material a semejante cantidad de cabeceras. Los comic books necesitaban nuevas historias y nuevos personajes si querían prosperar.
Fue entonces cuando nacieron los estudios. Se trataba de talleres de dibujantes y guionistas que trabajaban sobre encargos de las editoriales y cuyo sistema se asemejaba mucho al de una cadena de montaje: una serie de guionistas suministraban continuamente historias a equipos de dibujantes, a menudo noveles y más preocupados por entregar dentro del plazo exigido que por la calidad del material. Gente
como Jack Kirby, Bob Kane o Will Eisner, formaron parte de esta nueva pieza dentro del engranaje editorial cuya vida fue más bien efímera: cuando las editoriales se dieron cuenta de que podían prescindir del intermediario, contrataron directamente a los creativos para formar plantillas propias.
Muchos de los nuevos personajes que las editoriales encargaron a estos estudios estaban inspirados por otros de éxito ya probado en el ámbito de los periódicos. En el caso de la ciencia ficción, cuando los guionistas y dibujantes hubieron de crear algo “novedoso” para cumplir con los encargos de las editoriales de comics, dirigieron su mirada, naturalmente, a “Buck Rogers” y “Flash Gordon”.
La primera historia totalmente original de ciencia ficción en aparecer en formato comic book no se puede decir que ocultara sus orígenes. Fue en 1935, tan solo un año después
del debut de Alex Raymond en Flash Gordon. En lugar de “Flash Gordon en el Planeta Mongo”, los lectores del comic book se encontraron con “Don Drake en el Planeta Saro”. Don Drake apareció en los primeros tres números de “New Fun Comics” (febrero 1935), la segunda colección de comic-books de la historia y la primera en ofrecer material nuevo.
Clements Gretter, un ilustrador, dibujó las aventuras de Don y su novia Betty mientras que Kenneth Fitch se encargó de escribirlas, enfrentando a la pareja con amenazas tales como los Hombres Enanos de Marte y una raza de hormigas gigantes. El mismo equipo creativo produjo otra serie de ciencia ficción titulada “Super Police 2023” para “New Fun Comics”, protagonizada por el policía del futuro Rex y su coche/submarino/avión, el “Hi-Lo”.
Un año después, Gretter y Fitch, ahora trabajando para el
estudio de Harry “A” Chesler, crearon otra serie del mismo género para los comics. Su supercientífico Dan Hastings apareció por primera vez en “Star Comics” (febrero 1937). El estudio de Chesler vendió las aventuras de Hastings a diversos comic books durante los siguientes diez años, pasando más tarde a ser dibujadas por George Tuska y escritas por Otto Binder, un escritor de ciencia ficción cuya primera historia había aparecido publicada en 1932 en la revista “Amazing Stories”.
Binder escribió también otra serie pionera titulada “Mark Swift and His Time Retarder” para “Slam Bang Comics” (marzo 1939). Estas historias de viajes en el tiempo fueron dibujadas por su hermano, Jack Binder, quien ya había trabajado junto a Otto en el ámbito de las revistas pulp, ilustrando su historia “Reina de los Cielos” para “Astounding Science Fiction” en 1937.
Otra serie de carácter juvenil fue “Adventures into the Unknown”, publicada durante dos años en “All-American Comics” a partir de abril de 1939. Las historias, adaptaciones de una colección de novelas juveniles escritas por Carl H.Claudy, presentaban a Ted, Alan y el Profesor Lutyens en peripecias optimistas como “Mil años por Minuto”, “Los Destructores de Infrarrojos” o “Rescate en Marte”. En la primera aventura, los muchachos se embarcaban en la nave antigravedad del profesor y “caían” boca arriba hacia Marte…
El primer héroe espacial “uniformado” de los comic-books apareció en “Amazing Mystery Funnies” en agosto de 1938. El dibujante Bill Everett (más tarde famoso por crear a Sub-Mariner) tomó como modelo a “Buck Rogers en el año 2429 d.C.” para su serie “Skyrocket Steele en el Año X”. Skyrocket llevaba una pistola de rayos al estilo “Buck Rogers”, al parecer armamento estándar para los ciudadanos del año X.
“Star Comics” (mayo 1939) trató de mejorar la oferta futurista de “Buck Rogers en el siglo
XXV” llevando la acción de su serie cuatro veces más lejos en el futuro: “Dash of the 100th Century”. Otro héroe espacial pionero, “Cotton Carver” (“Adventure Comics”, febrero 1939) fue creado para DC Comics por el guionista Gardner Fox y el artista Ogden Whitney primero y John Lehti más adelante. También para DC, Tom Hickey escribió y dibujó las aventuras de otro de los “spacemen” de finales de los años treinta: “Mark Mason of the Interplanetary Police”.
Entre 1939 y 1941 los comic books albergaron docenas de series de ciencia ficción. En 1939, Martin Goodman, que por entonces publicaba una línea de revistas pulp como “Marvel Science Stories”, lanzó el primer número de “Marvel Comics” (octubre 1939). Goodman orientó este nuevo título a los mismos lectores que ya compraban las revistas pulp de ciencia ficción, y para ello contrató al popular artista Frank
R.Paul para dibujar la cubierta de ese histórico primer comic de la que, años más tarde, se convertiría en la poderosa e influyente Marvel.
Ned Pines, otro editor de revistas pulp de ciencia ficción como “Thrilling Wonder Stories” o “Startling Stories”, no quiso quedarse atrás y en 1940 lanzó su propia línea de comic books con “Thrilling Comics” (febrero 1940), “Exciting Comics” (abril 1940) y “Startling Comics” (junio 1940).
El principal personaje de “Startling Comics” se llamaba “Capitán Futuro”, tomando el nombre del héroe creado por Edmond Hamilton y Mort Weisinger para el mundo pulp. Kin Platt dibujó las aventuras del Capitán a partir de junio de 1940. También en “Startling Comics” participó Max Plaisted, dibujante de la tira de ciencia ficción “Zarnak”, serializada en “Thrilling Wonder Stories” desde agosto de 1936. Asimismo, Plaisted ayudaría a lanzar la serie “Space Rovers” en “Exciting Comics” (mayo 1940).
Otros artistas provenientes del mundo de la ilustración de las revistas pulp encontraron trabajo
en el bullente mercado de los comic books a medida que los editores de aquéllas iban ampliando sus publicaciones hacia los segundos. Cuando Hugo Gernsback decidió volcar su personal ciencia ficción en el comic book, contrató a Frank R.Paul para dibujar la totalidad de los tres números de “Superworld Comics” (abril de 1940). Alex Schomburg, otro dibujante de ciencia ficción que había firmado una portada para la revista “Science and Invention” –editada por Gernsback- en 1925, también se pasó a la nueva industria del comic book y dibujó docenas de cubiertas para muchas colecciones durante todos los años cuarenta.
Los guionistas de estos primeros comic books fueron también reclutados de entre las filas de las revistas de ciencia ficción. Edmond Hamilton, Otto Binder, Alfred Bester, Theodore Sturgeon, Manly Wade Wellman y Henry Kuttner trabajaron como escritores para uno u otro título. Mientras que autores con talento como Sturgeon se metieron en los comics para sobrevivir, otros menos dotados y anclados en el estilo pulp, como Hamilton o Binder, descubrieron que las viñetas les ofrecían más futuro que las revistas literarias. Hamilton, cuya primera historia de ciencia ficción (“Choque de Soles”) se
había publicado en un número de 1928 de “Weird Tales”, desarrolló y popularizó para los comics no pocos tópicos, como los transmisores de materia, las ciudades voladoras, los robots extraterrestres, la evolución acelerada, las poblaciones controladas por alienígenas y la Tierra contemplada como un organismo viviente. Binder, quien para 1939 ya había conseguido cierta reputación gracias a su productividad en las revistas pulp, trasladó esa capacidad al mundo de las viñetas: escribió guiones para más de 50.000 páginas de comic books en los siguientes treinta años.
Cuando el editor Mort Weisinger abandonó “Thrilling Wonder Stories” y “Startling Stories” en 1941 para hacerse cargo de los títulos de Superman en DC, esa “incestuosa” relación entre la ciencia ficción y los comics se consumó definitivamente. Editores, guionistas y artistas estaban aprendiendo a toda velocidad los trucos y lenguaje propios del comic book, el nuevo soporte para la ciencia ficción.
Aunque los comic books se nutrieron en gran medida de los profesionales curtidos en el mundo
de las revistas pulp de ciencia ficción, la mayor parte de sus series eran deudoras de los dos principales artistas que popularizaron ese género en la prensa: Dick Calkins y Alex Raymond. Desde 1939 hasta 1941 nacieron docenas de Buck Rogers y Flash Gordons en los nuevas revistas de historietas.
Como Buck y Flash, los héroes espaciales de los comic books fueron bautizados con nombres tan gráficos como pegadizos: Power Nelson, Future Man (“Prize Comics”, marzo 1940); Rocket Riley, Príncipe de los Planetas (“Rocket Comics”, marzo 1940); y Streak Chandler en Marte (“Top-Notch Comics “, abril 1940). Y la mayoría de ellos tenían a su lado a una novia de busto generoso y/o un ayudante ingenioso.
Space Smith (“Fantastic Comics”, diciembre 1939) era un
personaje típico de esta primeriza generación de héroes espaciales. Tenía una novia/compañera llamada Diana y se les definía como “exploradores interplanetarios que patrullaban las lejanas fronteras del espacio para mantener las rutas de mercancías y pasajeros libres de piratas”. Space y Diana llevaban a cabo alegremente sus rutinas cotidianas, como disparar a secuestradores espaciales y abandonarlos metidos en recipientes de radio fundido. Era una agradable relación laboral, inteligente y razonable como la que, sin duda alguna, hombres y mujeres tendrían en el futuro.
Otra parejita feliz se podía encontrar en las páginas de “Startling Comics” (1947). Lance Lewis, Detective Espacial, y su compañera profesional/sentimental, Marna, se enfrentaban a amenazas tales como los Hombres Cangrejo del Espacio o alienígenas de cabeza de martillo procedentes de Mercurio. Graham Ingels, entonces editor de la línea de comics de Ned Pine, escribía sus aventuras (más tarde alcanzaría la inmortalidad entre los aficionados gracias a sus historias de terror para la EC Comics). Veamos un ilustrativo ejemplo de lo que podíamos encontrar en este tipo de aventuras:
“Obligados a huir de Mercurio tras fracasar en su intento de detener el poderoso rayo de
fuerza con el que los mercurianos están empujando a Venus y la Tierra hacia el Sol, Lance y Marna se enfrentan a la situación: ¿Deben reconocer su derrota o persistir contra toda esperanza?
Marna: Bien Lance, ¿abandonamos o nos quedamos?
Lance: Por mi parte, me gustaría intentarlo otra vez, ¡pero no quiero exponerte a más peligros!
Marna: Si eso es lo único que te preocupa, ¡olvídalo! ¡No podemos dejar que nuestras vidas se interpongan en la salvación de toda la civilización terrestre! ¡Yo voto que nos quedemos y lo intentemos de nuevo!”
Gracias a los nuevos estereotipos femeninos que se habían presentado en las series de Buck Rogers y Flash Gordon, las compañeras de los héroes de los primeros comic books de ciencia ficción habían conseguido superar –hasta cierto punto- su papel de “novias en apuros” de otros géneros. Por ejemplo, Ultra-Man (“All-American Comics”, noviembre 1939) del año 2239 tenía una novia, Caroltta, que era también la
principal científico de la Tierra, una combinación de Dale Arden y el doctor Zarkov. Creado por el editor Sheldon Mayer y dibujado por Jon L.Blummer, Ultra-Man era un héroe futurista en la línea de Buck Rogers en tanto que defensor de la Tierra más que explorador espacial.
Sin embargo, la mayoría de los primeros héroes del futuro de los comic books sí eran vagabundos galácticos, viajeros que se sentían igual de a gusto en las playas de Venus que en las montañas nevadas de Neptuno. Era el caso, por ejemplo, de Whirlwind Carter, agente del “Servicio Secreto Interplanetario” (“Daring Mystery Comics”, mayo 1940). De la misma forma, Rex Dexter de Marte (“Mystery Men Comics”, agosto 1939), recorría el sistema solar de Mercurio a Plutón, peleando contra todo tipo de seres alienígenas, desde amebas espaciales a plantas monstruosas pasando por criaturas humanoides de varias cabezas.
(Finaliza en la siguiente entrada)
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(Continúa de la entrada anterior)Había héroes espaciales en Marte, Venus, Júpiter y la Luna; héroes del siglo XXIII, del siglo XXXVI y del 1.000.000 d. C. En resumen, héroes a paladas, tantos que los editores empezaron a agruparlos en tripulaciones y legiones (a semejanza de la literaria Legión del Espacio, escrita por Jack Williamson en 1934). Así aparecieron “Space Legoin” en “Crack Comics” (mayo 1940) y la “Solar Legoin” (“Crash Comics”, mayo 1940, por Jack Kirby y Joe Simon). Las aventuras de los “Space Rovers” se contaban en “Exciting Comics” (mayo 1940), mientras que las de la “Planet Patrol” ocupaban las páginas de “Silver Streak Comics” (enero 1940). Algunos nombres eran demasiado atractivos como para no duplicarlos: dos equipos diferentes de defensores de la ley y el orden adoptaron la denominación de “Space Rangers”, uno en “Mystic Comics” (abril 1940) y otro en “Planet Comics” (septiembre 1943).
Aunque muchos personajes espaciales acabaron adhiriéndose a estos equipos, la figura del
héroe solitario nunca dejó de existir. El tipo más duro en emerger de esta plétora de cowboys espaciales, detectives espaciales y policías espaciales fue Spacehawk “un poderoso lobo solitario, campeón de la ley y el orden por todo el espacio interplanetario” (“Target Comics”, junio 1940). En sus primeras aventuras, Spacehawk ocultaba su rostro tras una máscara en su faceta de vigilante: “un enemigo superhumano del crimen que golpea sin aviso”. Su misteriosa identidad y poderes (“¡Puedo leer tus malvados pensamientos como un libro abierto!”) insuflaba miedo y terror en los corazones de sus enemigos. Spacehawk era un siniestro pistolero que funcionaba como la cara más oscura de Buck Rogers o Flash Gordon.
En una historia de 1940, “Spacehawk y los Hombres Buitre del Vacío”, el duro héroe capturaba a dos contrincantes, los ataba juntos y los llevaba hasta la cima de un foso ardiente. “Ahora os voy a colocar bajo el poder antigravedad justo para que vayáis bajando suavemente hasta el cráter. ¡Si vuestras pieles son tan duras como vuestros corazones, el gas no os quemará…!” Escuchando a los alienígenas “aullar y retorcerse en los tormentos de su propia creación”, Spacehawk se consuela con su siniestra filosofía: “Era un trabajo desagradable, pero para eso estoy aquí!”.
Basil Wolverton, un artista original bajo cualquier punto de vista, fue el creador, artista y guionista de Spacehawk. Su experiencia previa como reportero y dibujante para el periódico Portland News había incluido encargos como los de entrevistar y retratar a sospechosos de asesinato, un trabajo poco convencional que sin duda preparó a Wolverton para imaginar más adelante al vigilante enmascarado del que hablamos.
Wolverton, gran aficionado a la ciencia ficción, empezó a dibujar comics en 1929, cuando vendió una tira cómica de ese género, “Marco de Marte”, al Independent Syndicate de Nueva York. Wolverton dibujó la tira justo después de que Buck Rogers hiciera su debut y el suyo parecía destinado a ser el segundo comic de CF de la historia… hasta que justo antes de que comenzara a ser distribuido a nivel nacional, Buck Rogers viajó a Marte… y el director del syndicate canceló la tira de Wolverton, según él, para no dar la impresión de “que estamos tratando de robar o imitar una idea”.
El primer trabajo de Wolverton en el ámbito de los comic books vendría años más tarde, en
1938, cuando dibujó una breve serie para “Circus the Comic Riot”. La siguiente, “Space Patrol”, se inició en 1939 en “Amazing Mystery Funnies” (diciembre 1939 a septiembre 1940). Wolverton recordaría más tarde esa serie como “algo salvaje y extraño”. Era un grupo pintoresco comandado por el piloto terrestre Nelson y en el que se incluía el artillero marciano Kodi y los extraños y feroces hombres-globo de Júpiter.
Los seres y paisajes alienígenas de Wolverton hicieron de sus políticamente incorrectas historias algo inolvidable. Maestro indiscutible de lo grotesco (en 1946 ganó un concurso organizado por la revista “Life” por dibujar a la mujer más fea posible), Wolverton salpimentaba sus relatos con seres arrugados y verrugosos. Sus extraterrestres parecían un cruce entre un pepinillo deforme y un órgano sexual masculino y moraban en cavernas uterinas o sobre montañas con formas de senos femeninos. En casi cualquier figura, forma y sombra de las historias que dibujaba podían identificarse contornos sexuales. “Sigmund Freud se volvería loco con mis trabajos”, decía el propio Wolverton, “Sé que dibujo las cosas asemejándose a todo tipo de órganos y glándulas”.
Su particular estilo gráfico suscitó las quejas de algunos lectores, que escribieron a la revista diciendo que los monstruos eran demasiado feos y las historias “demasiado fantásticas”. Pero Wolverton se negó a doblegarse ante las quejas de los papás de los lectores. “Estaba convencido, y aún lo estoy”, diría años después, “de que los lectores jóvenes absorben las historias con gran fuerza imaginativa. Su imaginación es generalmente muy fuerte y ese material se ajustaba a ello”.
Durante los dos años y medio que sobrevivió Spacehawk en “Target Comics”, Wolverton recuerda que “fue la principal serie del comic durante un tiempo. Entonces llegó la guerra y el editor quiso que devolviera a Spacehawk a la Tierra”. Así, el héroe se vio obligado a participar en el esfuerzo patriótico patrullando las fronteras de los Estados Unidos en el siglo XX. Según Wolverton: “Tuve el descaro de discutir con el editor y decirle que eso mataría a la serie. Sabía que el futuro de Spacehawk estaba sentenciado. Cualquiera con sólo dos neuronas se habría dado cuenta de que una serie interplanetaria no podría sobrevivir a semejante cambio. Relegar al personaje a escenarios ordinarios de la Tierra echó el cierre. En unos pocos meses, había perdido todo su encanto”.
En realidad, Spacehawk había conseguido sobrevivir muchísimo más que la mayoría de sus
colegas espaciales. El grueso de las series de ciencia ficción de los comic books desde 1935 a 1940 aparecían encajonadas entre historias de detectives, vaqueros y los primeros superhéroes. La filosofía de las editoriales entonces consistía en lanzar antologías de relatos en las que fuera cual fuera el gusto del lector, éste pudiera encontrar algo para él. Hacia 1941, sin embargo, los superhéroes habían desplazado casi completamente a los personajes espaciales y, metidos ya de lleno en la Segunda Guerra Mundial, los lectores deseaban héroes del presente, no venidos del lejano futuro.
Otro cambio de tendencia consistió en que los comic books empezaron a especializarse según géneros. En lugar de publicar un título que contuviera una serie de detectives, un cartoon humorístico con animalitos y una de vaqueros, los editores se dieron cuenta de que los lectores comprarían más fácilmente una publicación que sólo incluyera historias de una única modalidad temática. Un editor que sabía por experiencia que los lectores compraban
de acuerdo a su género favorito era Thurman T.Scott, presidente de Fiction House. Scott había triunfado gracias a una serie de revistas de ficción especializadas que cubrían todos los posibles gustos –mayormente masculinos-, desde “Fight Stories” (sobre boxeadores y soldados) a “Jungle Stories” (un clon de Tarzan llamado Ki-Gor) pasando por “”Wings” (aviadores). La ciencia ficción se hallaba representada por “Planet Stories”.
“Planet Stories”, aparecida en 1939, era el epítome de la space opera más tópica y chirriante. Sus portadas mostraban los monstruos más desagradables, las mujeres más hermosas y los más apuestos héroes. Historias con títulos como “La Bestia-Joya de Marte” o “¡La Criatura de Venus! “ prometían acción a raudales, diálogos ligeros y una sustancia intelectual mínima. Material perfecto, pensó Scott, para los comic books.
A finales de 1939, Thurman T.Scott contrató al estudio de Jerry Iger para que creara una línea
de comic books basados en sus revistas: “Jungle Comics”, “Fight Comics”, “Wings Comics”… y “Planet Comics”. Este último, aparecido en enero de 1940, fue el primer comic book dedicado exclusivamente a la ciencia ficción. De hecho, fue el único comic de ese género que apareció con regularidad durante toda la década de los cuarenta. Excepto por Buck Rogers, Flash Gordon y otros pocos personajes más, “Planet Comics” estableció, definió y dominó el género en su vertiente gráfica hasta principios de los cincuenta.
Como ya habían hecho “Planet Stories” y otros predecesores y contemporáneos del ámbito pulp, “Planet Comics” descansaba en la utilización repetitiva de una misma fórmula para sus portadas y sus historias y que fue sucinta y acertadamente resumida por un lector como “el triángulo eterno: el chico, la chica y el bobo”. En realidad, era la chica a la que más atención se prestaba no sólo en “Planet Comics”, sino en el resto de la línea de comics de Fiction House: heroínas de largas piernas claramente deudoras de los pin-ups como Sheena, la Reina de la Jungla (“Jumbo Comics”), Tiger Girl
(“Fight Comics”), Firehair (“Rangers Comics”) o Camilla (“Jungle Comics”). Para “Planet Comics”, las mujeres vestían una muy “razonable” moda futurista compuesta de sujetadores metálicos, sarongs de latex y botas de tacón alto. Para los varones adolescentes de todas las edades, el futuro nunca había parecido más invitador.
Resulta chocante que, a pesar de su nada disimulado sexismo, “Planet Comics” mantuviera un número apreciable de lectoras que a menudo escribían a las secciones de correo para expresar sus opiniones acerca de las heroínas futuristas. Charlene Stewart, de Nueva York, escribió en el número de noviembre de 1946 que le gustaba la nueva heroína Futura porque “tiene pelo oscuro como el mío”. Comentario no muy profundo, la verdad, pero que daba el tono de los lectores de la publicación.
Una de las primeras y más longevas series de “Planet Comics”,
Gale Allen y el Escuadrón de Chicas, no era más que una mínima escusa con la que exhibir un grupo de atractivas señoritas. Naturalmente, Gale y sus comandos (también conocidas como Girl Patrol y, durante los años de la guerra, como Women´s Space Battalion) vestían la reglamentaria minifalda. Sus misiones consistían en recorrer las rutas espaciales buscando piratas y esclavistas, aunque a menudo acababan atrapadas –sólo temporalmente- por babosos monstruos o robots lujuriosos.
Otra de las series de “Planet Comics” estaba protagonizada por una rubia platino, Mysta de la Luna. Descrita en su primer episodio como “una chica esbelta, sola contra la fuerza más malvada del universo”, no tardó mucho en redondear sus formas corporales a gusto de los lectores. Dependiendo del artista que la dibujara, Mysta
iba cambiando su vestuario, pero su modisto siempre parecía trabajar con caucho vulcanizado. Resulta curioso que uno de los artistas que se ocupara tanto de Mysta como de Gale Allen fuera una mujer, Frances (Fran) Hopper, una auténtica excepción en el panorama editorial del comic book de los años cuarenta. Su nombre podría verse también en las historias de otras heroínas de la casa en “Jungle Comics”, “Rangers Comics” o “Wing Comics”.
Fue otra de las mujeres que trabajaron para Fiction House, Lilly Renee, quien dio vida a una de las series más populares y recordadas de “Planet Comics”: “El Mundo Perdido”. En realidad, no había sido Renee la creadora original, sino que continuó el trabajo en la misma de Graham Ingels en 1944, ocupándose de ella hasta 1947, momento en el que la traspasó a George Evans. Pero sí fue ella quien dibujó la mayor parte de las historias de esta serie apocalíptica.
En el siglo XXXIII, los guerreros del planeta Volta han destruido muchos de los mundos
habitados del universo. La Tierra no se ha librado de su violencia y entre los escombros de la civilización sólo han quedado un puñado de supervivientes dispuestos a luchar contra los llamados Voltamen. Dos de esos últimos campeones de la Tierra son Hunt Bowman, un hábil arquero, y Lyssa, Reina del Mundo Perdido. Hunt y Lyssa se pasan la mayor parte del tiempo escapando y atacando a los Voltamen. Las repetitivas escaramuzas entre unos y otros tienen lugar entre las ruinas del Empire State Building y Central Park, amargos recordatorios de una cultura desaparecida.
La pesimista premisa de “El Mundo Perdido” resultaba morbosamente atractiva para unos lectores que habían crecido durante los inciertos años de la Segunda Guerra Mundial y sus muy reales holocaustos. Los mismos Voltamen, de piel verdosa, iban vestidos con uniformes y cascos claramente tomados de los de los soldados de artillería alemana de la Primera Guerra Mundial. Es más, hablaban una lengua que les identificaba claramente como extranjeros: “Una vez que su cerebro nublado esté, obedecernos deberá. ¡Mira! Ella en un autómata se ha convertido”.
La mayoría de las historias que se publicaban en las páginas de “Planet Comics” eran series de “continuará”. Además de las ya mencionadas “El Mundo Perdido”, “Mysta de la Luna” y “Gale Allen”, hubo muchas otras más efímeras, como “Auro Señor de Júpiter” (el espíritu de un terrestre habitando un cuerpo joviano), “Pirata Estelar” (un pícaro espacial con corazón de oro), “El Cometa Rojo” (un superhéroe interplanetario) o los “Space Rangers” Flint Baker y Reef Ryan.
Mención especial merece la popular heroína Futura (“¡Ayer, una secretaria en la Tierra, mañana una reina guerrera!”). La serie comienza en el siglo XXI mostrándonos cómo Marcia Reynolds termina su jornada laboral como administrativa en Ciudad Titán. Tiene la sensación que la acecha una presencia invisible. Ésta resulta ser Lord Menthor, un alienígena de gran cerebro y cabeza verde del planeta Cymradia. Secuestra a Marcia, la teletransporta a su planeta y somete
su núbil cuerpo a todo tipo de pruebas e indignidades. Se la considera apta para el experimento que están llevando a cabo, el Proyecto Supervivencia, y la asignan el nombre de Futura.
Cuando Futura se entera de que los Cymradianos pretenden usar su cuerpo como receptor del cerebro de Lord Menthor, se escapa y a lo largo de los siguientes números, se convierte en una luchadora de férrea voluntad capaz de medirse en combate con su archienemigo y sus soldados sintéticos. Salvaje, atractiva y siempre vestida con reveladores modelitos de dos piezas, Futura servía tanto de modelo de conducta para las lectoras más soñadoras y como fantasía erótica de los lectores masculinos.
Como Flash Gordon, la serie de Futura se narraba básicamente en forma de didascalias (esto es, con texto al pie de las viñetas y no con globos de diálogo) y su interés residía sobre todo en el dibujante Rafael Astarita, cuyo innegable talento a duras penas conseguía
sobreponerse a unos guiones pomposos, predecibles y estúpidos firmados por individuos que se escondían bajo seudónimos de la casa; por ejemplo, el prolífico e inexistente Thornecliffe Herric; contestaba cartas de los lectores, escribía historias de texto de dos páginas y los guiones de “El Mundo Perdido”. Algo más competente fue Jerome Bixby, escritor de ciencia ficción y guionista años más tarde para la serie televisiva de “Star Trek”, y que escribió historias para “Planet Stories” de 1948 a 1949 antes de convertirse en su editor.
No importaba quiénes fueran los guionistas –de hecho, no importaba siquiera de qué serie se tratara- todas las historias de “Planet Comics” estaban fuertemente especiadas con esa verborrea tecnocientífica propia de los cuarenta, tan imaginativa como irreal. Con la intención de que todo sonara futurista, los escritores se dedicaban a juntar palabras que formaran un pastiche altisonante. Héroes y villanos se disparaban unos a otros con rayos desintegradores de “dispistolas” o “discañones”; la gente del futuro medía el tiempo en astro-horas y se comunicaban por videopantallas; había robocamiones, nulo-bombas, oxi-máquinas, hipnodiscos, detectógrafos, micropantallas, electrógrafos, sintoesclavos y dinolagartos…
El apartado de las armas parecía despertar de manera especial la imaginación lingüística de los
autores. Los hombres del espacio utilizaban pararayos, magnorayos, radiondas, tractorayos, blastoanillos y atomrayos; había incluso una “hidropistola subsónica de neocristal” y, en caso de emergencia, la escapo-escotilla.
Todo en “Planet Comics” y otros títulos que seguían su estela estaba pensado para entretener. Simple y sencillamente. Fue el epítome de la ciencia ficción más intrascendente, descaradamente erótica y orientada totalmente a la acción sobre cualquier consideración intelectual. En muchos aspectos, estos comics fueron un paso atrás respecto a lo que las revistas pulp, especialmente “Astounding Science Fiction”, estaban intentando conseguir: una ciencia ficción más adulta.
Pero no duraría. En el mundo real se estaban produciendo acontecimientos que pronto empujarían a la ciencia ficción –y a los comics de ese género- hacia las más desalentadoras realidades del presente.
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Hasta comienzos de los años setenta, nadie relacionaba las palabras “Australia” y “Cine”. El que el noveno arte de las antípodas experimentara entonces una especie de eclosión –siempre modesta, pero eclosión al fin y al cabo- vino dado tanto por la modernización general que estaba experimentando el país, como por la aparición de un panorama cultural y artístico cada vez más pujante, así como de un apoyo decidido al cine por parte del gobierno, tanto mediante exenciones fiscales y subvenciones como estableciendo una escuela nacional de cine en la que formar a una nueva generación de profesionales. Esa coyuntura, a su vez, atrajo a empresarios que ahora sí veían posible obtener un beneficio a partir de la financiación de películas.
Amparada por esa favorable coyuntura surgió lo que se dio en llamar la Nueva Ola Australiana, en la que se desarrollaron dos vertientes cinematográficas. Por un lado, producciones elegantes de temática costumbrista, social o histórica firmadas por realizadores como Gillian Armstrong, Peter Weir o Fred Schepisi; por otro, cintas de serie B que desplegaban una frescura y energía narrativas cada vez más inusuales en las películas norteamericanas.
En esta última división debutó el realizador George Miller con “Mad Max”, una historia de acción futurista que cosechó un gran éxito en su país, y aunque en Estados Unidos sólo obtuvo una tibia acogida, no impidió que se convirtiera allí en un film de culto para un creciente número de aficionados. Pero, sobre todo, fue la primera película independiente que se aprovechó de la nueva fascinación de Hollywood por las trilogías.
Max Rockatansky, es un duro oficial de policía que patrulla por las carreteras australianas de
un futuro decadente que está dejando rápidamente atrás la civilización para sumergirse en la barbarie. En una escaramuza, Max mata al Jinete Nocturno, un homicida demente, y los camaradas de éste, una banda de motociclistas liderados por el Cortadedos, se entregan al pillaje, la violación y los asesinatos. Cuando el compañero de Max, Jim Goose, se enfrenta a ellos, lo queman vivo en el interior de su coche. A continuación, la banda se vuelve contra Max, arrollando a su mujer e hijo en la carretera. Enloquecido por la pena y la sed de venganza, roba un coche del cuartel de la policía y se lanza a perseguir a los motociclistas, decidido a tomarse la justicia por su mano.
George Miller estudió medicina en la Universidad de Nueva Gales del Sur, pero su verdadera pasión era el cine. Durante su último año de carrera, en 1971, rodó un corto con el que ganó un premio y un año más tarde se asoció con Byron Kennedy para fundar su propia productora. “Mad Max” fue un tributo a su entusiasmo por el cine, pues las dificultades que hubieron de superar y las estrecheces presupuestarias a las que tuvieron que amoldarse hubieran desanimado a muchos otros.
Para empezar, el gobierno australiano tendía a favorecer con sus subvenciones a películas de arte y ensayo y no a fantasías futuristas exaltadores de la violencia. Los propios Miller y Kennedy trabajaron tres meses como médicos de urgencia para reunir parte del modesto presupuesto (unos 350.000 dólares) con el que esperaban rodar la película. Ya comenzada la producción, recurrieron a coches de policía retirados del servicio que debían ser pintados una y otra vez para utilizarlos en diferentes escenas como si fueran vehículos diferentes, con los que a menudo había que rodar sin haberse secado la pintura, pues el rodaje se realizó en tan sólo 12 semanas. Hasta tal punto se vieron ahogados financieramente que se tuvieron que olvidar de muchas escenas de acción y el propio Miller hubo de donar su propia furgoneta para destrozarla en la secuencia de persecución inicial. Los actores no vestían ropa de cuero sino de vinilo barato y las motocicletas fueron donadas por Kawasaki.
Ni siquiera contaban con dinero para contratar verdaderos extras y la banda de motoristas que
aparecía en la película era una de verdad, los Vigilantes, que tenían que acudir todos los días al rodaje en sus motos, vestidos con sus propios atuendos y llevando las armas de atrezzo (lo cual generó no pocas preocupaciones para el director, que les proveyó de una carta para mostrar a la policía en caso de ser detenidos y en la que se explicaban las peculiaridades del rodaje en el que participaban, pidiendo la comprensión y cooperación de las fuerzas del orden. Una solución que sólo podría imaginarse y tener posibilidades de funcionar en un país como Australia). La edición final de imagen y sonido se realizó en el propio dormitorio de Byron Kennedy utilizando una montadora casera construida por su padre, ingeniero de profesión.
Con todas sus limitaciones, la combinación de acción automovilística y violencia histriónica convertiría a “Mad Max” en la película australiana más taquillera de la historia. Probablemente a ello no fue ajeno el culto al coche que existe en ese país de enormes distancias y larguísimas carreteras. Hasta cierto punto, la película roza la sátira exagerando ese rasgo nacional hasta casi el nivel de fetichismo: nadie parece conducir a menos de 150 km/h y la única forma de detenerse parece ser dando un frenazo que levante una nube de polvo y humo azul de los neumáticos quemados. El director de fotografía David Eggby llena la pantalla de rugiente energía cinética, colocando las cámaras junto a furiosos motores para capturar la belleza del poder mecánico desatado. Las escenas de persecución se resuelven con pericia gracias a un excelente trabajo de los especialistas.
En Estados Unidos, en cambio, su resultado comercial dejó mucho que desear, en buena medida a causa del innecesario y burdo doblaje que la distribuidora impuso al pensar –incorrectamente- que el acento australiano resultaría incomprensible para los espectadores norteamericanos.
“Mad Max” tendría dos secuelas de las que hablaremos en próximas entradas. Sin embargo,
existe una diferencia muy respetable entre la primera y sus continuaciones en cuanto al tono y la ambientación. Aquélla tiene lugar en un mundo en plena decadencia, pero en el que todavía existe un cierto orden social y un esfuerzo por mantenerlo. Pero entre la primera y la segunda parece haber tenido lugar un holocausto, nuclear o económico, dejando un panorama desolador y una especie humana sumida en la barbarie. “Mad Max 2” es una película de ciencia ficción que puede disfrutarse por su desbordante acción y energía y que apelaba a los espectadores adolescentes que habían quedado fascinados por “Star Wars”. En cambio, “Mad Max” sintonizaba mejor con los seguidores de Sam Peckinpah, las películas de Charles Bronson y las cintas de moteros de los setenta. En “Mad Max 2” la violencia se muestra de forma casi lúdica, con un toque jovial e irreal, como si se tratara de una película de Arnold Schwarzenegger; “Mad Max”, por el contrario, es sombría, totalmente desprovista de humor y con una violencia más salvaje (hay gente quemada viva en el interior de sus vehículos o ataques con hachas) a la que se acaba rindiendo un Max más enloquecido e implacable que nunca.
Es más, en el periodo que medió entre “Mad Max” y “Mad Max 2”, George Miller mejoró considerablemente su estilo de dirección. “Mad Max” es una película de serie B con mejor factura de lo habitual; “Mad Max 2” juega ya en primera división. En la primera entrega, George Miller, como hemos mencionado, tuvo que trabajar con un presupuesto muy ajustado y aunque consiguió hacer milagros con él, no pudo evitar que muy a menudo la puesta en escena se vea deslucida; el apartado de sonido (diálogos y efectos) es mediocre y a ello tampoco ayuda una banda sonora compuesta por Brian May que mezcla de forma fatigosa el espíritu western y la música de las películas de gangsters de los años cincuenta.
Con todo, Miller consigue insuflar en “Mad Max” una energía desbordante desde el primer
momento, con esa escena de persecución automovilística en la que el Jinete Nocturno provoca el caos, se embisten caravanas, vehículos de todo tipo e incluso cabinas telefónicas mientras se va presentando poco a poco al protagonista, Max, mediante planos cortos de las botas, gafas oscuras, la barbilla reflejada en el retrovisor… y finalmente su rostro. Esos primeros planos forman una especie de muro narrativo impenetrable contra el que se vienen a estrellar las frenéticas escenas de persecución del enloquecido villano.
Ese poderoso comienzo, sin embargo, decae rápidamente cuando Miller intenta perfilar con más detalle a su protagonista. La extensa parte central de la cinta nos cuenta cómo Max, asqueado por su embrutecedora profesión y la pérdida de sus amigos ante una justicia inoperante que deja en libertad a maniacos homicidas, decide abandonar la policía y dedicarse a su familia, con la que inicia un viaje que terminará en tragedia. Este segmento se antoja demasiado lento, arrastrándose hacia lo que todos los espectadores están esperando: el explosivo y violento clímax, en el que el director recupera su vigoroso ritmo inicial y margina los diálogos en beneficio de una acción acelerada.
“Mad Max” es un thriller de venganza de aspiraciones modestas, una película de serie B con
algunos puntos de interés. Algunos críticos han mencionado entre estos la forma en que Miller explora cómo la angustia y la venganza pueden cambiar el carácter de un hombre; pero en realidad este tema ya había sido bien establecido antes en películas como “El justiciero de la ciudad” (1974, protagonizada por Charles Bronson) y su reiteración durante la década de los setenta y ochenta en innumerables cintas de justicieros solitarios hace que “Mad Max” no resulte particularmente original en este sentido.
De hecho, “Mad Max” es un batiburrillo en el que se pueden identificar claramente elementos tomados del spaghetti western y las road movies de los sesenta, siendo en cambio mucho menos evidentes aquellos que la relacionen con la ciencia ficción. En este sentido, resulta notable la economía de medios con la que el director evoca un mundo cotidiano que se desliza hacia la anarquía y lo rápido que nuestra especie puede degenerar en cuanto las bases de la civilización empiezan a colapsarse. Miller, obligado por consideraciones presupuestarias, muestra sólo lo necesario, pero lo elige con acierto, dejando que el espectador imagine qué acontecimientos han llevado a ese evidente declive social y económico. El derrumbe total está cerca, pero aún no ha llegado. Los salvajes ya casi dominan las carreteras, pero la policía aun es capaz de plantarles cara. Mientras tanto, en las pequeñas poblaciones que bordean la carretera, la ley y el orden están perdiendo la batalla frente a la anarquía y el caos. Asimismo es de destacar la construcción de una eficaz atmósfera claustrofóbica y amenazante aun cuando toda la acción transcurre en los inmensos espacios abiertos de Australia.
“Mad Max” le ofreció a Mel Gibson –nacido en realidad en Estados Unidos, aunque criado en
Australia- su primer papel protagonista, consagrándole como héroe de acción y “duro” cinematográfico. En realidad se debió a una mera casualidad, puesto que acudió al casting acompañando a un amigo tras una agitada noche en la que una pelea de bar le había dejado la cara hecha un cromo. Su amoratado aspecto llamó la atención de algún responsable del casting que le dijo que volviera en tres semanas para realizar una audición porque necesitaban “tíos raros”. Para entonces, sus magulladuras ya habían sanado, pero no solo logró participar en la película sino que, a sus 23 años, obtuvo el papel protagonista.
A pesar de contar con escasas líneas de diálogo, Gibson supo equilibrar las dos facetas de su personaje: la imperturbabilidad ante el peligro que conlleva diariamente su trabajo y la calidez de un hombre cariñoso con su familia. Su atractivo era innegable. Sin embargo, no se puede decir que “Mad Max” supusiera el gran trampolín internacional de Mel Gibson. De hecho, siendo como era un desconocido, la promoción y trailers de la película en Estados Unidos se
centraban no en él, sino en las escenas de persecuciones y choques de coches. Pero sí le dio a conocer entre otros realizadores de su país, especialmente Peter Weir, que le escogió para protagonizar “Gallipolli” (1981) y “El Año que Vivimos Peligrosamente” (1982), dramas ambos de considerable éxito de crítica y público. Su regreso al papel de Max en “Mad Max 2: El Guerrero de la Carretera” (1981) no haría sino confirmar su capacidad para encarnar duros héroes de acción. A partir de ahí, y a pesar de algunos tropiezos, Gibson consiguió lanzar su carrera hasta convertirse en una de las figuras internacionales más importantes del cine contemporáneo, ganando dos Oscar de la Academia y triunfando como productor y director además de como intérprete.
También la carrera George Miller experimentó un considerable avance tras el éxito de “Mad
Max 2”, siendo invitado por Steven Spielberg para dirigir el que resultó ser el mejor de los episodios que componían la película “En Los Límites de la Realidad” (1983) y firmando la cinta fantástica sobre la guerra de sexos “Las Brujas de Eastwick” (1987) ya contando con un reparto estelar. Su carrera como director decaería a continuación, siendo más destacable su faceta de producción, con cintas como “Calma Total” (1989) o “Babe” (1995). Y ya en el siglo XXI, volvió a triunfar como director en el campo de la animación con “Happy Feet” (2006) y su secuela.
“Mad Max”, la primera entrega de la trilogía, ha recibido elogios más exagerados de los que realmente merece y sospecho que ello ha sido debido, más que a sus propios méritos, a su secuela, mucho más exitosa e influyente a todos los niveles, que a sus propios méritos. Se trata, en resumen, de una película más recomendable por su estilo directo, vigoroso y descarnado que por su escaso contenido, demostrando que no son necesarios unos costosos efectos especiales para retratar con sobria eficacia un mundo futuro al borde del abismo.
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Admitámoslo: ¿A quién no le encantan los dinosaurios? Esas criaturas que una vez dominaron la Tierra han sido fuente de fascinación para generaciones enteras desde que fueran descritos por primera vez a comienzos del siglo XIX. Medio siglo después, escritores como Julio Verne, Arthur Conan Doyle o Edgar Rice Burroughs ya los estaban resucitando en sus obras de ficción para emplazarlos en lugares recónditos en los que ser “descubiertos” por intrépidos exploradores de Reinos Perdidos. Desde entonces, nunca han dejado de estar presentes en la cultura popular. La gente sigue contemplando sus esqueletos con admiración en los Museos de Historia Natural al tiempo que disfrutan de su imponente presencia en libros, películas, documentales y comics.
Mark Schultz fue uno de tantos niños que se sintieron inspirados por los dinosaurios. Su visita,
a los seis años, al Instituto Carnegie de Pittsburgh cambió su vida. Allí se exhibía el esqueleto de un Tiranosaurio rex junto a un gran mural que lo representaba a tamaño natural. Desde entonces, ese recuerdo y la fascinación que le suscitó nunca han dejado de acompañarle y de hecho, fueron los dinosaurios los que fijaron su primera meta artística, ya de niño, llenando páginas y páginas con sus dibujos.
Luego vendrían las reposiciones televisivas de las películas de Tarzán y “King Kong”, clásicos de la aventura fantástica; o las peripecias africanas narradas en “¡Hatari!” (1962) de Howard Hawks, film en del que extraería gran parte de su inspiración de lo que se convertiría en “Xenozoic Tales” años después.
Todas aquellas influencias infantiles volvieron a él cuando compaginaba trabajos como guardia de seguridad y artista y diseñador gráfico publicitario. No le gustaban ninguno de los dos empleos y durante tres años acarició la idea de convertirse en un autor de comic books, mezclando todas esas influencias con su preocupación por la relación entre el hombre y su entorno natural para crear una historia cuya lectura él mismo pudiera disfrutar. Sin tener contactos en el mundo del comic, se acercó a las entonces nacientes tiendas especializadas en comic-books para comprobar con sorpresa el ascenso de la historieta independiente: “Rocketeer”, “Love and Rockets”, “American Flagg”… Después de todo, parecía haber un lugar en la industria para lo que él tenía en mente.
Así que estudió la técnica del relato gráfico corto a través de maestros como Will Eisner o Harvey Kurtzman, realizó páginas e ilustraciones de muestra y las mandó a varias editoriales. Kitchen Sink fue la que le contestó expresando su interés por la serie. Fue entonces cuando “Xenozoic Tales” cobró vida.
En años venideros, Schultz acumuló una larga carrera como guionista y artista, recibiendo por
su trabajo la espectacular cantidad de cinco Premios Harvey, dos Eisner, un Inkpot, un Spectrum y tres Premios Haxtur. Ha guionizado personajes tan emblemáticos como Superman o el Príncipe Valiente. Pero aún hoy sigue siendo especialmente recordado por su primera creación, “Xenozoic Tales”, que en tan sólo catorce episodios se convirtió en un magnífico sucesor en clave de CF de los hace tiempo extintos comics y películas clásicos de aventuras de los años treinta y cuarenta que tanto habían estimulado la imaginación de su creador.
Según la cronología de la serie, en 1996, una serie de transformaciones geológicas de amplitud cataclísmica cambiaron la superficie del planeta. La situación alcanzó tal punto de deterioro que para 2020, la mayor parte de la vida terrestre se había extinguido. Grupos de humanos dispersos y poco numerosos se refugiaron en bunkers subterráneos en un desesperado intento por sobrevivir. Quinientos años más tarde, regresan a la superficie y, para su sorpresa, no encuentran un páramo desolado sino un exuberante ecosistema en el que todas y cada una de las especies que alguna vez poblaron el planeta han resurgido, desde los trilobites hasta los mamuts, pasando por los dinosaurios o los caballos. Lejos de ser un sueño utópico, ese escenario natural es una locura biológica que, por alguna razón, ha conseguido alcanzar un difícil equilibrio. Ha comenzado un nuevo periodo geológico, la Era Xenozoica.
La humanidad, dividida en grupos aislados, ha pasado a ocupar los restos de la civilización que levantaron sus ancestros. Una de esas nuevas tribus se ha instalado en Ciudad del Mar, lo que queda de la antigua Manhattan, cuyos rascacielos emergen de un mar que hace siglos engulló el territorio. En una isla cercana vive el autonombrado guardián de Ciudad del Mar, Jack Tenrec, que divide su tiempo entre rescatar y reparar antiguos automóviles en su enorme garaje (aunque ya no se refina petróleo, ha diseñado un modo de convertir el estiércol de dinosaurio en combustible), colaborar a regañadientes con el consejo que gobierna la ciudad, proteger a los colonos mineros o granjeros del interior y perseguir a los cazadores furtivos.
Porque Jack (inspirado parcialmente en el personaje interpretado por John Wayne en “¡Hatari!”) es un hombre dispuesto a enfrentarse con todo el mundo por hacer lo que él cree que es lo correcto: que el hombre ocupe el puesto que le corresponde un nuevo mundo, sí, pero que lo haga lentamente y con total respeto a la Naturaleza, sin olvidar el cataclismo provocado por nuestra arrogancia y que siglos atrás a punto estuvo de acabar con nuestra especie.
La mayoría de aquellos que siguen a Jack Tenrec puede que no aprecien su celo, pero sí
entienden su mensaje y no olvidan que la raza humana todavía tiene que demostrar si será capaz de sobrevivir en el nuevo escenario: la supervivencia y cualquier futuro progreso dependen de la conservación del equilibrio natural. Hay otros, en cambio, que anteponen sus ambiciones personales a la cautela y tratan de socavar la credibilidad e influencia de Tenrec.
Las cosas se complican cuando a la ciudad llega una hermosa mujer, Hannah Dundee, en calidad de embajadora de otra poderosa tribu, los Wassoon. El peligroso entorno del mundo Xenozoico impide las comunicaciones fluidas entre los diferentes grupos humanos y, aunque es bien recibida en Ciudad del Mar”, también levanta sospechas entre los gobernadores de la tribu. Oficialmente, ha llegado para ofrecer conocimientos agrícolas y tratar de convencer a Jack de que deje de perseguir a los cazadores furtivos en territorio Wassoon. Tan valerosa como inteligente, se convierte en compañera de aventuras de Jack, pero éste sabe que los verdaderos propósitos que se esconden tras su misión diplomática son algo que la bella Hannah se ha cuidado de no revelar.
“Xenozoic Tales” combinó de forma tan inusual como atractiva las dos fascinaciones infantiles de Schultz: los dinosaurios y los automóviles clásicos de los cincuenta y sesenta, que en la serie simbolizan la belleza, la perfección y el poder de, respectivamente, el mundo natural y el tecnológico.
Es una historia en la que prima la Aventura, sí, pero en la que no se descuida la evolución de los personajes principales. Jack se retrata al principio como un tipo duro y algo testarudo, un varonil héroe de acción de mandíbula cuadrada al estilo de los que ofrecían a cientos las antiguas revistas pulp de los años veinte y treinta. Sin embargo, a medida que avanza la serie, su tosca fachada comienza a ganar en matices. Descubrimos, por ejemplo, que pertenece a una fraternidad de tecnochamanes cuyo linaje ayudó a mantener en funcionamiento las máquinas que permitieron sobrevivir a la humanidad durante sus siglos de exilio subterráneo; y que mantiene una extraña y secreta relación con una anciana raza híbrida inteligente de orígenes y propósitos inciertos. A pesar de su carácter hosco, muchos en Ciudad del Mar le consideran de más confianza que sus propios líderes, los gobernadores, y se dirigen a él en busca de consejo y ayuda. Ello sitúa a Jack en una situación que encuentra indeseable: la de héroe a la fuerza.
La relación entre ambos protagonistas es particularmente interesante. La tensión sexual es
palpable –aunque no se muestra de forma explícita hasta el final- pero los dos son, sobre todo, camaradas de aventuras y buscadores de conocimiento. Jack sabe que la verdadera misión de Hannah como embajadora de los Wassoon ante Ciudad del Mar incluye algo más que la simple diplomacia, pero prefiere ignorarlo por el momento y esperar a que ella se lo confiese. Al fin y al cabo, él mismo esconde secretos acerca de una fuerza misteriosa y secreta tras la nueva ecología de la Tierra, que Hannah ansía conocer. Ambos se salvarán la vida el uno al otro en más de una ocasión, puesto que Jack es el cazador más experto en los nuevos bosques jurásicos, pero Hannah, además de ser ella misma una extraordinaria rastreadora, acumula una gran experiencia como marinera. Y cuando Jack es traicionado por sus conciudadanos de Ciudad del Mar y se ve obligado a exiliarse con Hannah a Wassoon, toda su vida se trastoca. Acostumbrado a ser el líder, a conocer el terreno que pisa y sumergirse en la acción, pasa a depender de Hannah en una tierra extraña y verse envuelto en intrigas cortesanas que le repugnan.
Imbricado en el argumento como un elemento más, Schultz ofrece un mensaje acerca de la Tierra y su relación simbiótica con todos sus sistemas biológicos. El autor, sin embargo, consigue transmitir su interés ecologista sin caer en el sermón ni, por tanto, distraer al lector de lo que realmente importa: la Aventura en un marco de Ciencia Ficción.
El mundo postapocalíptico – neojurásico de “Xenozoic” vio la luz por primera vez en diciembre de 1986, como historieta de 12 páginas incluida en el número 8 de “Death Rattle”, una antología de ciencia ficción, fantasía y terror editada en blanco y negro por Kitchen Sink Press. La acogida fue tan calurosa que dos meses después, en febrero de 1987, aparecía el primer número de “Xenozoic Tales”, la serie regular (aunque el editor, Dennis Kitchen, estaba tan entusiasmado con ella que en realidad ya planificó el proyecto aun antes de la publicación de la primera historieta en “Death Rattle”). Aunque, bien pensado, el término “regular” quizá no sea el más apropiado, puesto que Schultz nunca accedió a someterse a un rígido calendario de entregas que acabara obligándole a anteponer la exigencia de terminar cada número en un plazo determinado por encima de la calidad artística. Tampoco fue del todo ajeno a los cada vez más prolongados intervalos entre número y número el desvío de su atención hacia otros proyectos relacionados con “Xenozoic Tales” de los que hablaremos más adelante.
En cualquier caso, la disponibilidad de mayor tiempo para la elaboración de cada episodio se
tradujo, a la postre, en una espectacular progresión ascendente y el crecimiento del autor en todas sus facetas: guionista, narrador y dibujante. Lo que comienza siendo una sucesión de historias anecdóticas y sencillas con final “sorpresa” muy en la línea de los viejos comics de CF de la EC en los años cincuenta, va complicándose a medida que se introducen nuevos elementos que hilan unos episodios con los siguientes y la estructura de relato corto se sustituye por una en la que cada número comprende una sola narración de mayor longitud. Con cada entrega, la historia cobra mayor solidez y complejidad, tejiendo intrigas, dramas, misterios y las claves para solucionarlos, como el origen del cataclismo, la causa de la reaparición de los dinosaurios o cómo consiguió la humanidad sobrevivir a su encierro subterráneo.
Por su parte, el apartado gráfico, realizado en blanco y negro, es otra de las numerosas demostraciones de lo sobrevalorado que puede llegar a estar el color. En el transcurso de los catorce números de la serie, Schultz experimenta una transformación extraordinaria que va desde su estilo sencillo pero prometedor de los comienzos hasta el arte de exquisita elegancia y atención por el detalle de los últimos episodios, pero siempre inspirándose en los grandes maestros de la escuela clásica del cómic y la ilustración.
Así, sus primeras historias exhiben un grafismo claramente deudor de los viejos maestros de la EC comics, como Wally Wood o Jack Kamen: figuras contundentes y carnales y un sombreado construido a base de combinar masas de negro y tramas mecánicas. Y entonces, en el número 3 (junio 1987), empieza a incorporar la esbeltez naturalista de otros tres de los grandes, Alex Raymond y su discípulo Al Williamson por una parte y Hal Foster por otra: la línea y las figuras humanas se estilizan y se pone mayor énfasis en el diseño y el enriquecimiento ornamental de las viñetas con multitud de detalles en los fondos, la decoración, la arquitectura, las indumentarias, las máquinas…. A partir del número cinco, el dibujo con el que nos encontramos es ya una impresionante fusión entre Williamson y el extraordinario Frank Frazzetta, con elementos tomados de pintores e ilustradores como Howard Pyle, NC Wyeth, Dean Cornwell o Winslow Homer.
Mención especial merecen, por supuesto, sus dinosaurios, que como todo lo demás en este
comic, completan su propia evolución gráfica y conceptual, de los tópicos lagartos cabezones de fauces babeantes del principio a criaturas más estilizadas y anatómicamente acordes con la ciencia paleontológica actual, sin que en la transición se pierda ese aspecto gráfico al tiempo maravilloso y amenazante inherente al género de aventuras. Schultz se interesó a fondo en el campo de los dinosaurios, realizando investigaciones, lecturas y consultas a expertos en un intento de plasmar con mayor verosimilitud esas criaturas, si bien el comic no pretende en ningún momento sacrificar el dramatismo a favor del realismo.
Tras una magnífica progresión y el aprecio generalizado de público y crítica, la serie llegó a una inesperada conclusión en octubre de 1996 con su número 14, dejando la historia totalmente inconclusa. El primer tomo recopilatorio, que incluía la historia introductoria y los números 1-4, fue editado en 1989 bajo el título de “Cadillacs y Dinosaurios” y disfrutó de varias reimpresiones a lo largo de los años. Entre 1991 y 1992, el sello Epic de Marvel Comics reeditó varias historias de “Xenozoic Tales” en una miniserie de seis números, de nuevo recurriendo al título “Cadillacs y Dinosaurios” y aplicando el color a las planchas originales en blanco y negro.
Por entonces, la serie pareció encontrarse en todas partes menos en su primer hogar editorial, Kitchen Sink Press. Así que cuando en 1993 la productora Nelvana vendió a la CBS una descafeinada serie de animación de trece episodios para su programación de los sábados por la mañana, también se la llamó “Cadillacs y Dinosaurios”. Ésta, a su vez, fue adaptada al comic con el mismo título por la editorial Topps (fabricante de chicles y trading cards metido en los noventa en el negocio del comic tras comprar los derechos de personajes como El Llanero Solitario o Xena). Aunque la nueva colección incluía material aislado de Schultz, las historias estaban principalmente guionizadas por Roy Thomas y dibujadas por Dick Giordano, Esteban Maroto o Rich Buckler. Aunque era un decente subproducto de la colección principal, no llegó a sobrepasar los nueve números, de febrero a noviembre de 1994. Y también se comercializaron videojuegos para máquinas recreativas y consolas domésticas así como un juego de rol. Nada mal para algo que comenzó siendo un aislado tebeo de aventuras de inspiración clásica publicado en una oscura revista marginal.
Aunque hay pocas perspectivas de que lleguemos a conocer el final de “Xenozoic” ello no debe desanimar a cualquier lector exigente de comics, porque, aún inconclusa, la obra de Mark Schultz es quizá el mejor comic de dinosaurios que se haya publicado y uno de los mejores del género de aventuras en un entorno de CF.
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Mientras que la Ciencia Ficción norteamericana apostó en la primera mitad del siglo XX por un tono optimista, orientado hacia el espacio y con vocación escapista (entiéndase esto no como algo necesariamente peyorativo), en Europa y particularmente en Gran Bretaña, las visiones futuristas siguieron un camino muy diferente, dominado por el pesimismo. No se podía esperar otra cosa. Durante los años cincuenta y sesenta del siglo pasado, Norteamérica experimentó un continuo crecimiento económico y político; Inglaterra, por el contrario, se plegó sobre sí misma.
Es difícil imaginar el efecto que para el ego británico tuvo la descomposición del Imperio. Lo que
pocos años atrás fuera una nación que controlaba las vidas y haciendas de un quinto de la población mundial, ahora iba disminuyendo hasta convertirse, “solamente”, en una isla de los márgenes de Europa. A eso se añadieron los profundos traumas de dos terribles guerras y las penurias materiales consecuencia de la segunda de ellas: el racionamiento de alimentos, por ejemplo, se mantuvo durante años tras el final del conflicto. Todo esto se fue filtrando en las obras de ciencia ficción producidas en ese país, tomando la forma de sentimiento de injusta pérdida, de fin de ciclo y de pesimismo acerca de lo por venir. En lugar de imaginar brillantes futuros supervisados por gobiernos y tecnologías benignos que abrían el camino hacia las estrellas, los autores de ciencia ficción británicos sólo se sentían con ánimos para imaginar oscuras distopias.
Son muchos los trabajos de CF que integran fuertes componentes satíricos, entre ellos, en un grado u otro, casi todas las novelas de ese género que escribió H.G.Wells. Hemos visto también magníficos ejemplos en la obra del escritor checo Karel Capek, concretamente en sus distopias “La Fábrica del Absoluto” (1922) o “La Guerra de las Salamandras” (1936). De hecho, la ficción distópica es, generalmente, satírica por naturaleza. Incluso las utopías, empezando por la de Tomás Moro que dio nombre a ese subgénero, servían como plataforma para criticar las sociedades reales en las que viven sus autores.
Dentro del subgénero de las distopias podríamos distinguir tres grandes bloques: aquellas que se centran en la polarización política socialismo- capitalismo; las que contemplan un escenario en la que la tecnología se ha adueñado de la vida del individuo; y aquellas cuyo punto de partida es la opresión de la mayoría por parte de una minoría sin que entre en juego una ideología particularmente definida. De entre estas últimas, hemos hablado ya en este blog de dos de las más importantes, como "Nosotros” (1924) de Yevgueni Zamiatin; y “Un Mundo Feliz” (1932) de Aldous Huxley, ambas novelas clave del género y ampliamente reconocidas como clásicos modernos de la literatura universal incluso por una “élite” literaria refractaria por lo general a la literatura de género. Hubo también otros ejemplos menos recordados hoy, como “Metrópolis” (1926), de Thea von Harbou o la novela escrita por la británica Amabel Williams-Ellis, “To Tell the Truth” (1933), en la que imagina una Inglaterra en la que las peores tendencias de comienzos de los años treinta se han agigantado hasta producir una sociedad desalentadora, autoritaria y empobrecida cuyo establishment cultural ha conseguido diluir cualquier intento de acción contra el sistema proveniente del ámbito obrero.
Pero quizá la más conocida de todas las distopias de la ciencia ficción sea esta que ahora comentamos, “1984”, escrita por George Orwell, portavoz político de una generación que sobrevivió a dos guerras mundiales, el declive económico y un terrible sufrimiento.
George Orwell fue el seudónimo del periodista, ensayista y novelista Eric Arthur Blair. Nació en la
India colonial, donde su padre era funcionario, pero a la edad de un año su madre lo llevó de regresó a Inglaterra, donde creció y recibió educación. Su aplicación y capacidad le valieron una beca para el prestigioso colegio de Eton, donde estudió desde 1917 a 1921 y en el que recibió clases de Aldous Huxley, sobre el que volveremos más adelante. Incapaz de costearse estudios universitarios, Blair se marchó al sudeste asiático, donde se alistó en la policía colonial británica de Birmania durante 1922. Desilusionado por esa experiencia, Blair volvió a Inglaterra en 1927 convertido en un acérrimo oponente del imperialismo. Había tomado la decisión de convertirse en escritor, aunque aún tenía por delante años de pobreza y trabajos de poca categoría, etapa de su vida que describiría con valentía y pasión en su primer libro de ensayo, “Sin Blanca en París y Londres” (1933), el primero de los reportajes que le aseguraron un lugar en los anales del periodismo británico y para el que ya adoptó el seudónimo por el hoy le conocemos.
La primera novela de Orwell, “Los días de Birmania” (1934), es un ataque al colonialismo a partir de sus propias experiencias allí. En el transcurso de la década de los treinta, Orwell se convirtió en un destacado miembro de la izquierda literaria de Inglaterra. En 1936, recibió el encargo de escribir un estudio de las condiciones de vida en las áreas más empobrecidas del norte del país. El resultado fue publicado en 1937 como “El Camino a Wigan Pier”.
En diciembre de 1937, Orwell se fue a España para combatir junto a las fuerzas republicanas. Aquella aventura, que narró en “Homenaje a Cataluña” (1938), cambió su vida. Por un lado, sufrió una grave herida en combate que le obligó a regresar a Inglaterra; por otra, experimentó una profunda desilusión ante las luchas intestinas que plagaban el bando de izquierdas, particularmente entre la facción socialista-anarquista que él apoyaba y los comunistas financiados por la Rusia de Stalin, que terminaron suprimiendo a los demás. Aquella experiencia le convirtió en un acérrimo enemigo del estalinismo, postura que reflejó en “Rebelión en la Granja” (1945), una sátira de la Unión Soviética en forma de fábula en la que los animales organizan una revolución contra los humanos que los dominan sólo para descender a los abismos de una nueva tiranía, esta vez animal. “Rebelión en la Granja” cosechó un gran éxito en una época, el amanecer de la Guerra Fría, cuyo clima favorecía este tipo de obras críticas con el estalinismo.
Ese mismo clima contribuyó a hacer de “1984” otro éxito inmediato y su trabajo más conocido.
Aunque muchos lectores lo interpretaron también como una alegoría antiestalinista, lo cierto es que sólo eso no explicaría su pervivencia en el tiempo y su consideración como un clásico de la literatura universal. Y es que, en realidad, la intención de Orwell había sido hasta cierto punto la contraria. Escribió esta novela como un correctivo del patente anti-estalinismo de “Rebelión en la Granja”, tratando de avisar de las posibles consecuencias que podrían conllevar la adopción de medidas anticomunistas extremas en Occidente y, al tiempo, queriendo distanciarse, como socialista, del movimiento anticomunista más beligerante. “1984” es, sobre todo, la distopia definitiva, una visión de pesadilla de un mundo dominado por políticos obsesionados y enloquecidos por el poder.
Como muchos textos distópicos, “1984” se estructura en torno a una oposición entre los deseos de un individuo (el protagonista Winston Smith) y las exigencias de una sociedad autoritaria que busca, precisamente, aniquilar esos deseos privados. Smith, un gris funcionario de 39 años, vive en Londres, la ciudad más grande de la Franja Aérea 1 (antiguamente, Inglaterra), la cual, junto con América, Australia y África meridional, constituyen Oceania, uno de los tres grandes superestados que dominan el planeta (los otros son Eurasia, formado cuando Rusia absorbió Europa continental, y Asia Oriental, amalgama de los antiguos Japón, China y Sudeste Asiático). Oceanía está gobernado con puño de hierro por el Partido, cuya meta principal es el simple ejercicio del poder y la demostración del mismo mediante la opresión.
Smith es un miembro del Partido Exterior, el numeroso colectivo de funcionarios encargados del trabajo administrativo cotidiano, pero que viven en condiciones que bordean lo mísero, sufriendo racionamientos de comida y escaseces crónicas de objetos de primera necesidad; todo lo contrario de las comodidades de las que disfrutan los miembros del Partido Interior. La mayor parte de la población de Oceanía, sin embargo, la componen los “proles” (proletarios), obreros de baja cualificación, carne de cañón, que no pertenecen al Partido y a los que apenas se considera humanos.
Smith trabaja para el Departamento de Registro del Ministerio de la Verdad, entidad que controla el flujo de noticias, información y entretenimiento de Oceanía. Los otros ministerios son el de la Paz, que se ocupa de perpetuar la guerra con los otros dos superestados; el de la Abundancia, que controla los asuntos económicos de un sistema empobrecido, y el del Amor, que mantiene la ley y el orden apoyándose en la siniestra Policía del Pensamiento. El que esos ministerios tengan nombres que sugieren lo contrario de sus verdaderas funciones resulta muy apropiado en esta sociedad en la que la técnica del Doblepensar es uno de los principales recursos del Partido para manipular las percepciones de la realidad en su propio beneficio, animando a sus miembros a desarrollar la habilidad de asimilar con naturalidad y simultáneamente nociones contradictorias.
El Partido gobierna Oceanía de acuerdo con los principios del “Ingsoc” o socialismo inglés, aunque
su filosofía política es la contraria del proyecto igualitario de aquella ideología. Ingsoc, de hecho, está diseñado específicamente para mantener el tipo de desigualdades de clase que el socialismo trató de erradicar y que el capitalismo requiere para funcionar. A diferencia de muchos gobiernos distópicos de la CF, el de “1984” ni siquiera pretende estar mejorando la calidad de vida de los ciudadanos. Tal y como explica un personaje, el Partido no puede permitir la idea de un igualitarismo social porque va en contra de su auténtico y único objetivo: la dominación. Sin embargo, sí se dan cuenta de que el progreso tecnológico ha ido empujando a la sociedad hacia la clase de ilustración y globalización que, en último término, desembocará en la igualdad; por tanto, su objetivo es el de extender y mantener la pobreza y la ignorancia gastando la mayor parte de los recursos en guerras tan inútiles y carentes de propósito como interminables con Asia Oriental o Eurasia. Mediante este y otros medios, el Partido busca deliberadamente crear la distopia definitiva, un mundo que sea “lo contrario de esas estúpidas utopías hedonistas que imaginaron los antiguos reformadores”.
Al comienzo del libro, Smith se encuentra desilusionado con el Partido y su icónico líder, el Gran Hermano, representado en los carteles e imágenes televisivas como “un hombre de unos cuarenta y cinco años con un gran bigote negro y facciones hermosas y endurecidas”. En un intento de mantener su integridad psicológica ante las manipulaciones del Partido, comienza a llevar un diario secreto en el que registrar sus pensamientos subversivos, un proyecto harto difícil habida cuenta de la continua vigilancia a la que el gobierno somete a todos sus ciudadanos, utilizando entre otros métodos las omnipresentes telepantallas, una de las ideas más memorables del libro y clarividente profecía del poder que años más tarde obtendría la televisión en nuestra sociedad contemporánea. Estas pantallas bidireccionales permiten al Partido tanto mantener vigilados a sus gobernados como bombardearlos con un continuo flujo de videopropaganda de entre la que destaca el martilleante eslogan del Partido: “La Guerra es la Paz, la Libertad es Esclavitud, la Ignorancia es Fuerza”. Funcionan continuamente, están por todas partes y sólo los miembros del Partido Interno tienen permitido desconectarlas.
El Ministerio de la Verdad mantiene también un estricto control sobre otros productos culturales,
suministrando a los ciudadanos “periódicos, películas, libros de texto, programas de telepantalla, comedias, novelas, con toda clase de información, instrucción o entretenimiento. Fabricaban desde una estatua a un slogan, de un poema lírico a un tratado de biología y desde la cartilla de los párvulos hasta el diccionario de neolengua…”. Incluso los proles no quedan exentos de este estricto control cultural; de hecho, una de las razones por las que el Ministerio de la Verdad no considera que haya que vigilarlos es porque ya los mantiene intelectualmente a raya con subproductos culturales como “periódicos que no contenían más que informaciones deportivas, sucesos y astrología, noveluchas sensacionalistas, películas que rezumaban sexo y canciones sentimentales compuestas por medios exclusivamente mecánicos en una especie de calidoscopio llamado versificador. Había incluso una sección conocida en neolengua con el nombre de Pornosec, encargada de producir pornografía de clase ínfima”.
Buscando apoyo, Winston confiesa sus sediciosos pensamientos al enigmático O´Brien, quien se hace pasar por otro conspirador, pero que resultará ser en realidad un importante miembro del Partido encargado de desenmascarar a “peligrosos” individuos como él. Las actividades subversivas de Smith pasan a un nivel significativamente superior cuando inicia una relación sexual clandestina con Julia, una joven que trabaja en el departamento de ficción del Ministerio de la Verdad. Tales relaciones están estrictamente prohibidas por el Partido, que pretende erradicar el deseo sexual, opinando que podría crear “un mundo propio fuera del control del Partido” y que la privación sexual le permitiría canalizar esas energías hacia sus propios intereses.
Por tanto, Smith y Julia interpretan sus intercambios sexuales como una forma de afirmar su individualidad en contraposición al poder oficial. Ambos coinciden en considerar su unión como “un golpe contra el Partido. Era un acto político”. Por otra parte, Smith siente cierta desilusión ante la falta de conciencia política de Julia, acusándola de ser “sólo una rebelde de cintura para abajo”. De hecho, la rebelión sexual de Smith y Julia acaba resultando inútil: ambos son arrestados por las autoridades, torturados, sus mentes reacondicionadas y obligados a acusarse mutuamente. Al final la apropiación del Partido de la pasión que siente Smith por Julia es completa: éste transforma su deseo por la mujer en un comportamiento socialmente aceptable, dándose cuenta de que el único al que puede ofrecer su amor es al Gran Hermano.
A pesar de su propensión a organizar ejecuciones públicas y torturar física y cruelmente a los
conspiradores reales e imaginarios, el Partido emplea principalmente técnicas psicológicas basadas en la intimidación y el miedo, como el recordar constantemente a sus miembros que se hallan bajo vigilancia. El Partido también promueve la lealtad demonizando a sus enemigos. En particular, toda oposición al Partido se personifica en la vilipendiada figura de Emmanuel Goldstein, el “enemigo” oficial (de apellido apropiadamente judío). Periódicamente se lleva a cabo un ritual llamado los Dos Minutos de Odio en el curso del cual los miembros del Partido se reúnen frente a una telepantalla para asistir a un programa centrado en la supuesta traición de Goldstein y diseñado para enfervorizar a las masas hasta el histerismo violento. Entonces, el incendiario mensaje se dulcifica con la entrada del Gran Hermano como salvador de la maldad satánica de Goldstein y la histeria de odio se transforma en una histeria de devoción y lealtad con claros ecos religiosos.
El papel de Goldstein como enemigo definitivo en “1984” remite tanto a la demonización de Leon Trotsky por parte del régimen estalinista de la Unión Soviética como a la demonización racial de los judíos por parte del Partido Nazi. Por su parte, las reminiscencias místicas de los Dos Minutos de Odio apuntan a la forma en que las autoridades pueden usar la religión para incrementar su influencia y poder muy en la línea del famoso dicho de Karl Marx según el cual en el capitalismo “La religión es el opio del pueblo”.
Las actividades religiosas convencionales están prohibidas en Oceania, al menos para los miembros del Partido, aunque Orwell sugiere que los proles sí podrían practicar algún tipo de culto. Sin embargo, resulta evidente que la prohibición no deriva de que sea algo completamente ajeno a las prácticas del Partido, sino porque, al contrario, se parece demasiado y, por tanto, competiría con aquél. Como en el caso de la sexualidad, el Partido busca apropiarse en exclusiva de todas las energías e intereses de los ciudadanos y utilizarlos para sus propios fines.
Entre otras cosas, el Partido refuerza su ideología con el celo de la Inquisición medieval, pero con
una comprensión más profunda de las sutilezas de la psicología y el poder. Está más que dispuesto a recurrir a elaboradas torturas físicas (como la de las ratas que sufre Winston en la terrorífica habitación 101), pero prefieren utilizar las mentales e incluso éstas se administran tras un velo de secreto que surte un efecto muy diferente a los espectaculares castigos públicos infligidos por la Iglesia medieval como advertencia a potenciales herejes. El oficial del Partido O´Brien explica así al prisionero Smith al final del libro en qué sentido las cámaras de tortura del irónicamente denominado Ministerio del Amor difieren de las inquisitoriales de la Edad Media:
“Pretendían erradicar la herejía y terminaron por perpetuarla. En las persecuciones antiguas por cada hereje quemado han surgido otros miles de ellos. ¿Por qué? Porque se mataba a los enemigos abiertamente y mientras aún no se habían arrepentido. Se moría por no abandonar las creencias heréticas. Naturalmente, así toda la gloria pertenecía a la víctima y la vergüenza al inquisidor que la
quemaba. Más tarde, en el siglo XX, han existido los totalitarios, como los llamaban: los nazis alemanes y los comunistas rusos. Los rusos persiguieron a los herejes con mucha más crueldad que ninguna otra inquisición. Y se imaginaron que habían aprendido de los errores del pasado. Por lo menos sabían que no se deben hacer mártires. Antes de llevar a sus víctimas a un juicio público, se dedicaban a destruirles la dignidad. Los deshacían moral y físicamente por medio de la tortura y el aislamiento hasta convertirlos en seres despreciables, verdaderos peleles capaces de confesarlo todo, que se insultaban a sí mismos acusándose unos a otros y pedían sollozando un poco de misericordia. Sin embargo, después de unos cuantos años, ha vuelto a ocurrir lo mismo. Los muertos se han convertido en mártires y se ha olvidado su degradación. ¿Por qué había vuelto a suceder esto? En primer lugar, porque las confesiones que habían hecho eran forzadas y falsas. Nosotros no cometemos esta clase de errores. Todas las confesiones que salen de aquí son verdaderas. Nosotros hacemos que sean verdaderas.”
Efectivamente, los prisioneros del Partido creen en sus confesiones y se arrepienten sinceramente.
Las técnicas de tortura psicológica, por tanto, están pensadas no para castigar, sino para exaltar la lealtad. La meta del Ministerio del Amor es convertir totalmente a sus enemigos y liberarlos, integrarlos de nuevo en la sociedad como leales miembros del Partido. En este sentido, el Partido vuelve a remitir al espíritu religioso de la Iglesia a través del sacramento de la confesión, el perdón de los pecados y la readmisión entre la comunidad de creyentes. Pero en la distopia de Orwell, los arrepentidos, a diferencia de los cristianos, una vez que han demostrado su nueva ortodoxia durante un tiempo (demostrando así la habilidad del Partido en transformarlos), quedan marcados para ser arrestados y ejecutados sin previo aviso. De esta forma, el Partido orwelliano es todavía más despiadado y cruel que la Iglesia medieval.
Entre las más memorables estrategias del Partido en su persecución del poder absoluto se encuentra uno de los cometidos del Ministerio de la Verdad en apoyo de lo que llaman “mutabilidad del pasado”: controlar no sólo el contenido de todos los periódicos y libros del presente, sino modificar continuamente, una y otra vez, los ejemplares antiguos de acuerdo con la última línea de pensamiento del Partido y expurgarlos de todo aquello que ahora pudiera contradecirla, no dejando ni uno solo de los archivos sin revisar. Smith y sus colegas “actualizan” continuamente la Historia recortando y modificando todo tipo de publicaciones y fotografías antiguas, eliminando cualquier pista de la existencia de personas o acontecimientos molestos para el Partido y creando, por el contrario, toda una historia ficticia de individuos y hechos que nunca existieron pero que ayuden a respaldar su política en cada momento.
Esa manipulación de la historia recuerda a la realizada por el régimen estalinista de la Unión Soviética, pero no ha sido el único ejemplo. La burguesía occidental ha reformulado en numerosas ocasiones los acontecimientos históricos para justificar su ascenso social y económico en el siglo XVIII. De hecho, toda la noción de Historia en un sentido moderno –que entiende el flujo de la misma como proceso lógico de causa-efecto gobernado por leyes científicas- fue una invención burguesa. Textos fundacionales como la monumental “Historia de la Decadencia y Caída del Imperio Romano”, de Edward Gibbons, interpreta el ascenso del poder aristocrático católico en la Edad Media como un declive de la verdadera civilización, mientras que el posterior florecimiento de la burguesía y el paso del feudalismo al capitalismo equivaldría a un regreso a las glorias civilizadoras del mundo clásico.
En el caso del Partido de “1984”, la manipulación del pasado va más allá de un simple intento de aparentar que su gobierno ha mejorado las condiciones de vida, sino que pretende controlar todos los aspectos de las vidas de los ciudadanos, incluidos sus recuerdos. Hasta cierto punto, se diría que el Partido quiere cambiar continuamente el pasado solamente para demostrar que es capaz de hacer que la gente, literalmente, lo recuerde tal y como el Partido quiere que sea, incluyendo recuerdos claramente contradictorios. De ahí la noción ya mencionada del “Doblepensar”, que permite a los miembros del Partido creer simultáneamente en nociones opuestas, pero también participar en la construcción de las mentiras oficiales, creyendo en las mismas al tiempo que sabiendo de su falsedad.
(Finaliza en la siguiente entrada)
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(Viene de la entrada anterior) Este deseo de controlar los pensamientos de sus ciudadanos ha llevado al Partido a manipular incluso el lenguaje. Uno de sus principales proyectos es el desarrollo de la Neolengua, un idioma oficial basado en el inglés pero modificado para limitar las ideas que puede formular: si uno no puede vehicular verbalmente una idea, no se puede pensar en ella. Así, su meta es clara: privar a la población de un vocabulario y una gramática con los que poder disentir. Por supuesto, equipos de traductores se ocupan de modificar los clásicos de la literatura adaptándolos a la Neolengua, suprimiendo por el camino las pasiones y pensamientos que el Partido considera poco acordes con sus principios.
El proyecto Neolengua es una parte integral de la ideología del Partido, según la cual, la
“realidad” es una construcción socio-lingüística. Para el Partido, nuestra percepción de la realidad emana no de un acceso directo a dicha realidad, sino que es un producto de todo un sistema de conceptos y creencias preexistentes: la Verdad no está en función de la Realidad, sino de la política del Partido.
La relación de “1984” con la Ciencia Ficción no ha sido fácil. Cuando se publicó por primera vez, no fue como novela de este género. No es que fuera algo extraordinario. Muchos libros que hoy consideramos claramente como pertenecientes a la Ciencia Ficción, no lo fueron entonces ya que ese término no se popularizaría en Inglaterra hasta los años cincuenta. Pero años después, muchos de los que se consideran a sí mismos intelectuales, siguen negando que “1984” sea ciencia ficción, lo cual no hace sino demostrar su ignorancia.
En primer lugar, porque la historia se desarrolla tres décadas después del momento en que fue escrita, y eso, automáticamente, la convierte en ciencia ficción; en segundo lugar, porque integra inventos avanzados que no existían entonces, como las telepantallas o cierta tecnología bélica. Lo que ocurre es que, por otra parte, el régimen político y social que describe la novela no tiene espacio para la tecnología. El repetido eslogan acerca de controlar el futuro es circular y sin sentido: no hay futuro en Oceanía, sólo un perpetuo presente dominado por el Partido. Incluso el año del título refuerza esta noción: Orwell, escribiendo en 1948, simplemente intercambió las dos últimas cifras para llegar a esa fecha ficticia. A diferencia de la tradición instaurada por los libros especulativos (a los cuales, en buena medida, deconstruye), “1984” no es ficción futurista porque no hay futuro hacia el que los ciudadanos de ese mundo puedan progresar, social, política, cultural o científicamente.
Y, sin embargo, la fantasia de Orwell es, sin duda y por mucho que les pese a algunos, ciencia
ficción. Eso sí, el modelo que sigue no es tanto la fábula tecnológica de los pulps norteamericanos de los años veinte o treinta como la sutil y profunda ciencia ficción de, por ejemplo, Olaf Stapledon. Ello se percibe claramente en la parte final de la novela, durante el interrogatorio al que O´Brien somete a Smith. Porque lo que tiene lugar en las cámaras del Ministerio de la Verdad no son interrogatorios, puesto que Smith tiene poco que confesar y el Partido ya lo sabe todo antes de comenzar el procedimiento. En cambio, es O´Brien quien lleva el peso de la escena, apoyándose en largos monólogos. Hay quien interpreta estos pasajes como un defecto. Y es que no resulta obvio por qué Smith merece ese tratamiento especial.
La explicación reside en que este libro no debe ser leído de acuerdo a la lógica propia de las “novelas de personajes” que nacieron en el siglo XIX. De hecho, el propio O´Brien deja bien claro que en esa sociedad no es el individuo el que importa, sino el Partido, una nueva forma de cuasidivino ser inmortal: “ si el hombre logra someterse plenamente, si puede escapar de su propia identidad,
si es capaz de fundirse con el Partido de modo que él sea el Partido, entonces será todopoderoso e inmortal “. La ausencia formal y conceptual de personajes es una de las razones por las que “1984” es una obra más vanguardista de lo que a menudo se piensa y de gran importancia no sólo para la ciencia ficción, sino en el marco del desarrollo de la novela del siglo XX.
Mencioné en la anterior entrega otras dos distopias consideradas clave en la CF y en las que se debatía una de las grandes cuestiones del siglo XX, la relación entre la ciencia, el poder y la política: “Un Mundo Feliz” y “Nosotros”. La primera fue escrita por Aldous Huxley, que fue, como dijimos, profesor de Orwell en Eton. Orwell y Huxley se encontraron por primera vez en el otoño de 1917, cuando ninguno de los dos tenía aún en mente sus respectivos libros por los que obtendrían la inmortalidad. Mientras profesor y alumno paseaban por los tranquilos pasillos de esa venerable institución, la historia avanzaba con rapidez más allá de Inglaterra. Rusia se hallaba al borde de la revolución bolchevique mientras que al otro lado del mundo Henry Ford impulsaba el capitalismo al hallar un método, el montaje en cadena, con el que fabricar un millón de coches baratos al año. Los trabajos de Orwell y Huxley reflejaron los miedos de un mundo que estaba transformándose, fracturándose y avanzando en direcciones opuestas al mismo tiempo. Huxley temía que aquello que más amamos, nos terminaría destruyendo; a Orwell pensaba que lo que odiamos, nos arruinaría.
Más allá de “Un Mundo Feliz”, el propio Orwell no sólo admitió haberse sentido siempre
fascinado por la CF, sino haberse inspirado en ella para escribir “1984”. Siendo un muchacho, había devorado tanto las revistas pulp norteamericanas como las novelas de Julio Verne o H.G.Wells. Aquella afición afloraría de nuevo en su profesión de escritor. En 1946, Orwell listó las cosas en las que creia: “…socialismo, industrialización, la teoría de la evolución… la educación universal obligatoria, la radio, los aviones…” Esa relación ponía de manifiesto su preocupación por el progreso y sus consecuencias sobre la sociedad. Durante su estancia en la BBC como editor, organizó programas con científicos como el biólogo evolucionista J.B.S.Haldane y el físico irlandés J.D.Bernal
En un ensayo escrito tras la Segunda Guerra Mundial, “¿Qué es la Ciencia?”, defendía la introducción del pensamiento crítico en la educación. Durante los años cuarenta, escribió sobre el avance industrial y la gran contradicción inherente a la idea del industrialismo: “La tendencia del progreso mecánico es hacer de lo que os rodea algo seguro y cómodo; y sin embargo os esforzáis para manteneros osados y duros. Estáis, al mismo tiempo, conteniéndoos y empujando desesperadamente… Así que en último término, el campeón del progreso es también el campeón del anacronismo”.
Además, de Huxley, la otra gran influencia de Orwell fue H.G.Wells. Él mismo reconoció el efecto que ese compatriota escritor tuvo en su juventud al inspirarle la idea de un cambio social: “allá por la primera década del siglo, descubrir a Wells fue una experiencia maravillosa para un muchacho… aquí tenía a ese fantástico hombre que podía hablarte sobre los habitantes de los planetas y el fondo del mar y que sabía que el futuro no iba a ser como la gente respetable se imaginaba”.
Pero Orwell no compartía la incondicional fe de Wells en la ciencia. En 1923, Wells había
escrito la novela utópica “Hombres como Dioses”, que ya comentamos aquí en su momento. En ella se describe un mundo en el que la ciencia ha eliminado la enfermedad. Wells, como muchos intelectuales de su tiempo, era un convencido partidario de la eugenesia: creía que los “indeseables” debían ser tratados como “un tumor maligno al que extirpar”. Para Wells, su sociedad de semidioses y científicos perfectos era una meta ideal. A Orwell le parecía una distopia fascista.
La idea política que con más tesón defendió Wells fue la del Estado Mundial. Esta sociedad, descrita por ejemplo en “La Liberación Mundial” (1914), consistiría en una meritocracia centralista que alentaría el avance científico; los nacionalismos desaparecerían de una vez por todas y la democracia, el gobierno de los mediocres, pertenecería al pasado. El ciudadano medio no recibiría la educación precisa para resolver las grandes cuestiones, porque éstas quedarían a cargo de quienes sí dispondrían de los conocimientos y, consecuentemente, del poder de decisión: ingenieros, científicos, planificadores… entre los que, supongo, se imaginaba el propio Wells.
En su ensayo “Wells, Hitler y el Estado Mundial” (1941), Orwell se muestra despiadado en su crítica a tales ideas. “La Alemania moderna es más científica que Inglaterra y mucho más bárbara. Gran parte de lo que Wells ha imaginado y por lo que ha luchado está ahí, en la Alemania Nazi”. Y eso es lo más amable que se puede encontrar en dicho ensayo. No es de extrañar que el propio Wells contestara a Orwell calificándolo de “mierda”.
La tercera gran referencia para entender “1984” es “Nosotros” (1924), de Yevgeni Zamiatin. Es más, se ha acusado repetidamente -y puede que no sin razón- a “1984” de ser un pastiche de esa antiutopía rusa. Aunque “Nosotros” no se publicó en Gran Bretaña hasta 1970, sí se había editado una traducción al inglés en los Estados Unidos en 1924, así como a otros idiomas en Europa antes de que Zamiatin muriera exiliado en París en 1937. Es muy posible que Orwell- y quizá Huxley antes que él- consiguiera una copia de ese libro en francés”. Si se lee “Nosotros” se ve inmediatamente que la idea orwelliana de un hombre contra el super Estado no era nueva ni original.
Brian Aldiss llega a apuntar la posibilidad de que Orwell también tomara prestados conceptos
de la particular ficción que el norteamericano A.E.van Vogt había ido desgranando en las páginas de las revistas pulp norteamericanas. Por ejemplo, la Neolengua bien podría ser una versión de la Semántica General de “El Mundo de los No-A”; el argumento del honrado hombre medio enfrentado al universo es asimismo propio de van Vogt…
La novela de Orwell, sin embargo, no se limita a ser, ni mucho menos, un revoltijo de ideas ajenas.
En su ensayo “Tú y la Bomba Atómica”, publicado en octubre de 1945, tan solo unos meses después de las explosiones de Hiroshima y Nagasaki, Orwell escribía con agudeza excepcional acerca de la nueva era del armamento nuclear que se avecinaba. Estaba, claramente, meditando sobre el negro futuro que imaginaría para “1984”:
“Tenemos ante nosotros la perspectiva de dos o tres monstruosos super Estados, cada uno de los cuales será poseedor de un arma con la que millones de personas puedan ser barridas en unos segundos, dividiéndose el mundo entre ellos”. Se ha asumido con cierta ligereza que eso significará guerras mayores y más sangrientas y, quizá, el auténtico final de la civilización mecánica”.
La visión de Orwell era una de superpotencias siempre enfrentadas pero al mismo tiempo tácitamente de acuerdo en no usar su armamento más devastador. Él no creía que ese equilibrio se rompería en forma de guerra nuclear total. De hecho, en “1984” describe cómo cada superestado se contenta con alentar conflictos locales en territorios fronterizos y alejados de los centros de poder, con el fin de mantener un continuo estado psicológico de miedo. Para cuando “1984” salió a la venta, la Guerra Fría ya era una realidad y, de hecho, fue Orwell quien inventó tal término en el ensayo que he mencionado. Su interpretación de la nueva geopolítica, no por menos apocalíptica más optimista, resultó acertada.
Por otra parte, a diferencia de sus predecesores utopistas como H.G.Wells o incluso los distópicos como Huxley, se identificaba con las clases más bajas de la sociedad aun cuando las encontraba repulsivas. Winston Smith, aunque asimilable a una clase media, comprende claramente que la única posibilidad de acabar con el estancamiento de esa pesadillesca sociedad reside en los “proles”: “ Si había esperanza, tenía que estar en los proles porque sólo en aquellas masas abandonadas, que constituían el ochenta y cinco por ciento de la población de Oceanía, podría encontrarse la fuerza suficiente para destruir al Partido. Éste no podía descomponerse desde dentro. Sus enemigos, si los tenía en su interior, no podían de
ningún modo unirse, ni siquiera identificarse mutuamente (…) Pero los proles, si pudieran darse cuenta de su propia fuerza, no necesitarían conspirar. Les bastaría con encabritarse como un caballo que se sacude las moscas. Si quisieran podrían destrozar el Partido mañana por la mañana”
Asimismo, las ideas de Orwell para una sociedad ideal son, por así decirlo, mucho más proletarias que las de Platón, Tomás Moro o el propio Wells. Nada de progreso científico deslumbrante, ausencia de guerras, paz social o eliminación de trabajos pesados para dedicarse en exclusiva a las elevadas tareas propias de la cultura, la filosofía y la ciencia. No, para gente como Winston Smith y sus semejantes sería suficiente disponer de una alimentación adecuada, privacidad, cierta comodidad material y una pareja sexual/sentimental.
A Orwell le preocupaban sobremanera los devastadores efectos de la ciencia y la tecnología. Escribió en 1937 que “Salvo guerras y desastres imprevistos, el futuro se imagina como una marcha cada vez más rápida de progreso mecánico; máquinas para ahorrar trabajo, máquinas para ahorrar pensamiento, máquinas para ahorrar dolor, higiene, eficiencia, organización… hasta que terminemos en la ya familiar “Utopía” wellsiana, acertadamente caricaturizada por Huxley en “Un Mundo Felix”, el paraíso de los hombrecillos gordos”.
Para Orwell, los avances científicos descritos en “Un Mundo Feliz”, no tenían ni sentido ni propósito. No había una razón clara de por qué la sociedad debería estratificarse de una forma tan grotesca y compleja como la que Huxley describía. La ciencia había hecho de la fuerza física algo innecesario. La vida “se había hecho tan inútil que es difícil de creer que semejante sociedad pudiera sobrevivir”.
Huxley había imaginado una tecnología excitante; Orwell la interpretaba como un instrumento
de control. En “1984”, la ciencia y la tecnología han avanzado tanto que podría haberse alcanzado una verdadera utopía; sin embargo, lejos de ese estado imaginado por H.G.Wells, el Partido mantiene deliberadamente la pobreza y la desigualdad para no perder el control. La insidiosa naturaleza de la cultura de la vigilancia de “1984” se materializa en las telepantallas y la Policía del Pensamiento. El Partido racionaliza el lenguaje y pervierte la Historia; se manipula el tiempo, las fechas y los acontecimientos; la ciencia de la información se utiliza como instrumento de control, subrayando el argumento de Orwell acerca de que “lo verdaderamente terrorífico del totalitarismo no es que cometa atrocidades, sino que ataca el concepto de verdad objetiva: afirma controlar el pasado tanto como el futuro”.
Como ya dijimos al principio, el impacto de “1984” se vio incrementado por el contexto en el que se editó por primera vez: el comienzo de la Guerra Fría, cuando los recuerdos del fascismo y el nazismo europeos aún estaban frescos y la retórica antiestalinista empezaba a cobrar impulso internacional. Así, la novela de Orwell pareció en su momento versar sobre temas y miedos de gran actualidad. Sus evocaciones de un futuro decadente resultaron especialmente vívidas en la Gran Bretaña de la posguerra, exhausta tras la guerra, despojada de su manto de gran potencia y sumida en la penuria material. Leída hoy, “1984” nos ofrece un vistazo a la psique del ciudadano medio británico de aquellos años. Pero en los Estados Unidos, el efecto fue diferente: la novela ayudó a alimentar la creciente demanda de advertencias sobre los horrores del estalinismo… en contra de la intención original del escritor.
Orwell había identificado el advenimiento de una nueva edad oscura. Para él, era necesario abordar un cambio social que se acompasara al frenético progreso de la ciencia y la tecnología y así “reinstaurar la fe en la comunidad humana”. La Guerra Fría, sin embargo, había creado la necesidad de una superarma ideológica… y la encontró en “1984” y su panorama desesperanzador en el que nadie tiene la menor oportunidad de victoria, ni siquiera la esperanza de obtenerla.
Lo que había sido descrito por el propio Orwell como un aviso contra los excesos que podrían
darse en Inglaterra en su intento de combatir el comunismo, se convirtió, contra sus deseos y alimentado por los medios de comunicación, en un instrumento de propaganda del bando occidental frente al encabezado por la Unión Soviética que anunciaba la llegada de una pesadilla de pasividad, control y pérdida de la individualidad. Y tuvieron éxito. La adaptación que realizó la BBC para la televisión en 1954 fue vista por más de nueve millones de espectadores. Fue un programa polémico que suscitó debates parlamentarios y quejas acerca de su naturaleza subversiva y terrorífico contenido.
Los militantes de izquierda se mostraban hostiles a “Rebelión en la Granja” o “1984” porque decían que atacaban el socialismo. Tenían razón. Pero los lectores simpatizantes de la derecha que aplaudían esas mismas obras, no se daban cuenta de que, por ejemplo, el Ministerio de la Verdad o la demonización de Goldstein, se referían a ellos. En lugar de facilitar la reflexión y un entendimiento más claro de la situación, la novela de Orwell se había convertido en una propaganda que animaba a millones de personas a seguir interpretando el enfrentamiento Este-Oeste en términos de blanco y negro.
Indignado por el sesgo anticomunista que los periódicos norteamericanos de tendencia republicana habían extraído de su novela, Orwell escribió una declaración desde la cama del hospital donde pronto moriría, a los 47 años de edad, en 1950. En ella, acusaba a los medios y las autoridades de tratar de manipular a los habitantes de los países occidentales, ya fueran socialistas o liberales, con el fin de prepararlos para una guerra contra la URSS. Asimismo, veía peligroso que los intelectuales de todas las inclinaciones ideológicas aceptaran como inevitables o incluso deseables las tendencias totalitarias.
“1984” es una novela dura cuya visión del futuro no ha satisfecho a otros autores de ciencia
ficción. El propio Ray Bradbury, autor de otra distopia imprescindible como “Fahrenheit 451”, declaró en una entrevista de 1979: “El “1984” de Orwell cumplió treinta años este verano. No hay ni una mención al viaje espacial en ella como alternativa al Gran Hermano, como forma de escapar de él. Eso demuestra lo miopes que eran los intelectuales de los años 30 y 40 acerca del futuro. No querían ver algo tan emocionante y revelador como el viaje espacial. Porque podemos escapar, y escapar es muy importante, tonificador para el espíritu humano. Escapamos de Europa hace 400 años y fue para bien”.
Pero aun sin naves ni aventuras espaciales, “1984” ha resultado ejercer más influencia en la conciencia popular de Estados Unidos y Gran Bretaña que cualquier otra novela de ciencia ficción. Es más, se trata de uno de los libros de este género más influyentes de toda la Literatura al ofrecer algunas de las imágenes e ideas más perdurables y conocidas de la cultura occidental posterior a la Segunda Guerra Mundial. Palabras y frases del libro como “Policía del Pensamiento”, “Doblepensar” o “El Gran Hermano te Vigila” se han convertido en parte del lenguaje inglés, siendo utilizadas incluso por aquellos que nunca han leído el libro. Hasta la palabra “orwelliano” se utiliza para describir cualquier cosa opuesta a una sociedad libre.
George Orwell murió tan solo un año después de publicar “1984”. Pero su obra, de estilo claro, sobrio y honesto y su original manera de exponer ciertas ideas que no eran ya nuevas, le han sobrevivido y lo seguirán haciendo aún mucho tiempo. Como he dicho, en 1954, la BBC realizó una adaptación televisiva, y treinta años más tarde se estrenó una cinematográfica dirigida por Michael Radford. Su influencia literaria ha sido también muy importante, con sucesores directos como “La Naranja Mecánica” (1962) de Anthony Burgess, especialmente recordada por el uso que las autoridades realizan de reacondicionamiento psicológico.
La pervivencia de “1984” en nuestra cultura ha tomado otras formas y caminos. Apple anunció
por primera vez su ordenador Macintosh mediante un corte televisivo emitido el 22 de enero de 1984, en el descanso del tercer tiempo de la Super Bowl. Fusionando diversos iconos de la ciencia ficción, el director de aquel anuncio fue nada menos que Ridley Scott, bien conocido ya entonces por sus magistrales “Alien” (1979) y “Blade Runner” (1982). En aquel minuto escaso, se nos mostraba una atlética heroína rubia que, como Dorothy en “El Mago de Oz”, aparecía en color contrastando con el mundo monocromo en el que se desenvolvía. Vestida con un top en el que figuraba el logo de Apple y un mazo en las manos, esta rebelde corre hacia el espectador huyendo de un anónimo ejército de policías y atravesando filas de obreros esclavizados salidos del “Metrópolis” de Fritz Lang que miran idiotizados una pantalla en la que un Gran Hermano –que representa a IBM- les alecciona con voz estentórea: “Hoy, celebramos el primer glorioso aniversario de las Directivas de Purificación de la Información. Hemos creado, por primera vez en nuestra historia, un jardín de
pura ideología en el que cada obrero puede florecer, a salvo de las plagas que venden pensamientos contradictorios. Nuestra Unidad de Pensamiento es un arma más poderosa que cualquier flota o ejército de la Tierra. Somos una sola persona. Con una sola voluntad, una sola resolución, una sola causa. Nuestros enemigos hablarán hasta morir y los enterraremos en su propia confusión. ¡Prevaleceremos!”. Entonces, la joven guerrera lanza el martillo contra la pantalla, todo explota y se anuncia un mundo nuevo. La imagen final del anuncio unifica el mensaje visual y sonoro: “El 24 de enero, Apple Computer presentará Macintosh. Y verán por qué 1984 no se parecerá a “1984”. Era una clara y deliberada referencia a la famosa distopia de Orwell en la que la individualidad queda suprimida.
Los PC aparecieron en los años 70 como herramientas utilitarias; en los 80, ya eran objetos de consumo doméstico definidos no sólo por su valor, sino por los significados, expectativas e ideales que la publicidad les otorgaba. La campaña de Apple aludía a los valores subversivos y revolucionarios del hacker ciberpunk. Con este anuncio de 1984, Apple identificaba a Macintosh con una puerta al poder, una interpretación de su PC como un arma con la que combatir contra la conformidad y afirmar la propia individualidad en un mundo dominado por las corporaciones –aún cuando ella misma era ya un gigante multinacional-.
No sólo “1984” es uno de los libros de ciencia ficción más famosos de todos los tiempos y uno de los mejores del subgénero distópico, sino que, en un mundo políticamente muy diferente del que lo vio nacer, no ha perdido relevancia ni interés. Puede que el comunismo y el fascismo ya no existan como tales, pero en este planeta nuestro, cada vez más globalizado y controlado por grandes consorcios capitalistas (comerciales, energéticos, mediáticos) siguen existiendo multitud de intereses que, como el Partido, pretenden que veamos la realidad e interpretemos el pasado no como es, sino como a ellos les conviene.
La sociedad descrita en el libro, una población de zombis sin criterio propio, esclavos de un sistema que aparentemente funciona a la perfección pero que en realidad condena a la mayor parte de sus ciudadanos a una vida dominada por la precariedad y las privaciones, guarda alarmantes semejanzas con el mundo que estamos creando, una percepción que no es nueva. En 1954, el historiador de la ciencia norteamericano Lewis Mumford declaró que el mundo del Gran Hermano “ya quedaba incómodamente claro”; el científico social William H.Whyte citó la influencia de Orwell en su ensayo superventas de 1956, “El Hombre de la Organización”, en el que se examinaban las dictaduras corporativas de compañías como General Electric o Ford. El sociólogo David Riesman explicó la popularidad de las distopias: “Cuando los gobiernos tienen poder para destruir el planeta, no resulta sorprendente que las novelas anti-utópicas como “1984” sean populares, mientras que el pensamiento político utópico… casi desaparezca”.
Hoy, las autoridades de los países desarrollados ejercen una continua vigilancia sobre la vida
pública y privada a través de cámaras urbanas, radares, satélites, ordenadores o televisiones interactivas. No es algo tan extremo como lo que Orwell describe, de acuerdo –al fin y al cabo nunca pretendió predecir nada con exactitud, sino describir una situación de su tiempo exagerando sus matices-, pero un fenómeno que hubiera resultado inadmisible cincuenta años atrás, el de la vigilancia global, lo hemos asumido y convertido en cotidiano ante las afirmaciones de los gobiernos de que, como en el mundo de Orwell, todo lo hacen para velar por nuestra seguridad…y libertad.
La visión que nos ofrece “1984” es extrema, deliberadamente repelente y, al mismo tiempo, fascinante. Como sátira de la política –cualquiera que sea su ideología- y los efectos corruptores del poder, no tiene igual en ninguna otra obra anterior o posterior. Es una de esas novelas por las que el siglo XX no sólo será recordado, sino juzgado.
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Imaginar líneas temporales en las que Alemania emergía victoriosa de la Segunda Guerra Mundial ha sido una idea tan recurrente entre los autores de ciencia ficción que casi se puede hablar de subgénero propio. Pero lo cierto es que el miedo a los ejércitos alemanes ha sido algo que se remonta más atrás aún, quizá hasta la guerra Franco-Prusiana de 1870-1871. Ingleses y franceses se recrearon desde entonces, con una mezcla morbosa de temor y fascinación, (Julio Verne incluido, en su recomendable “Los Quinientos Millones de la Begún”) en fantasear con relatos en los que o bien las tropas teutonas invadían sin resistencia sus territorios, o bien era la propia sociedad alemana la que se convertía en centro de una distopia mecanicista al estilo de lo que acabaría plasmando en imágenes –curiosamente- un alemán, Fritz Lang, en “Metrópolis”.
Sin embargo, lo que hoy es un ejercicio lúdico propio de lo que se ha dado en llamar Historia Alternativa, en los años treinta y cuarenta era algo mucho más angustioso. De los avisos cada vez más explícitos de algunas novelas escritas antes del estallido de la guerra (como “La Noche de la Esvástica”, de Katherin Burdekin) se pasó al temor fundado en cuanto el conflicto comenzó. Los autores de entonces no pensaban en términos de “¿qué hubiera pasado si…?”, sino en “¿qué pasará si…?”
De repente, las fantasías más negras podían convertirse en realidad y Gran Bretaña estaba en
la primera línea de combate, amenazada con sufrir, finalmente, la invasión tan temida durante casi un siglo. Y de la misma forma que en la Primera Guerra Mundial surgieron autores británicos que animaron a la sociedad a luchar y no dejarse vencer por la tentación de contemporizar (como fue el caso de “Cuando vino Guillermo” de H.H.Munro), ahora, en la Segunda, volvían a aparecer escritores que transmitían angustiosamente el mismo aviso. H.V.Morton, por ejemplo, seguía instrucciones del Ministerio de Información inglés cuando escribió “Yo, James Blunt”, en la que describía el proceso de “germanización” de la isla tras su invasión en 1944. El libro que ahora comentamos brevemente es otro ejemplo.
“Gran Cañón” fue publicada en 1942, en los días más oscuros de la Guerra, con Francia invadida, Gran Bretaña amenazada, el resto de Europa dominada, Rusia en jaque y Estados Unidos enredado en su propia guerra contra Japón. Era imposible entonces aventurar el desenlace de un conflicto que todavía se prolongaría tres largos años y por eso su hipótesis de una Alemania triunfante se siente menos como un experimento narrativo propio de la Historia Alternativa que como una inquietud muy real, la sensación de hallarse ante el final de una etapa de la Historia del propio país y del planeta en su conjunto.
En el libro, Alemania ha conseguido derrotar a Inglaterra para, a continuación, volverse hacia
Estados Unidos; pero no para prolongar el conflicto sino para, aparentemente, detenerlo. El gobierno americano acaba de poner un satisfactorio punto y final a su guerra con Japón cuando recibe una solicitud de mediación por parte de Alemania junto a los términos de un plausible acuerdo de paz basado en el statu quo anterior a 1939.
Por supuesto, se trata de un engaño. Engaño al que, sin embargo, los Estados Unidos se avienen por su deseo de figurar –¡ay, que poco han cambiado las cosas!- como los grandes artífices de la paz mundial. La novela examina las consecuencias de no haber puesto un definitivo punto y final a la guerra o, lo que es lo mismo, haber dejado a Alemania salirse con la suya con tal de detener la lucha.
A diferencia de otros relatos de “Nazis victoriosos”, “Gran Cañón” no está escrito al estilo de un thriller. Su prosa, muy cuidada, respira un fuerte tono lírico, mientras que las reflexiones y diálogos de los personajes tienen una cualidad que roza la abstracción. De hecho, durante la primera parte de la novela, su carácter de futuro especulativo se reduce a la mínima expresión.
Ambientada en un hotel emplazado en el borde del Gran Cañón, Arizona, la novela comienza
con el encuentro allí de dos extraños de mediana edad, Lester Dale y Helen Temple, dos exiliados de una Gran Bretaña ahora ocupada por los nazis. Junto a otros invitados y personal de ese establecimiento, ambos se recrean en una existencia autocontenida y apartada del nuevo orden global que la conclusión de la Segunda Guerra Mundial ha impuesto. Todos juntos forman una peculiar comunidad que pasa sus días comiendo, bebiendo y bailando.
Entonces, una noche, sin previo aviso, el ambiente festivo es interrumpido por el sonido de aviones que se aproximan. La invasión de América ha comenzado.
Los británicos sienten que la historia se repite. América nunca comprendió realmente el sufrimiento de Europa y la amenaza alemana, y cometió el error de preferir una paz incómoda pero segura a la prolongación de una guerra de dudoso final en la que empantanar sus tropas. Ahora llega el momento de pagar las consecuencias.
Así, la segunda parte del libro describe la invasión y las vivencias de los residentes en el hotel, ahora refugiados en el fondo del Cañón. Cuando éste se convierte en el nexo estratégico donde tendrá lugar la próxima gran batalla, Lester y Helen asumirán el papel de líderes de su pequeño grupo con la misión de conducirlo hacia un incierto futuro.
Aunque no tan conocida como otros miembros del grupo de Bloomsbury (un conjunto de
intelectuales y amantes de las artes que solían vivir o trabajar en el barrio londinense de ese nombre y entre los que se contaban Virginia Woolf, John Maynard Keynes o E.M.Forster) Vita Sackville-West fue sin duda el arquetipo de mujer liberada de comienzos del siglo XX. Hija de aristócratas, aceptó casarse por conveniencia a los 21 años con un joven diplomático con el que mantuvo un matrimonio “abierto” –en el que, sin embargo, nunca faltó el auténtico afecto- que incluía relaciones con miembros del mismo sexo. Así, Vita fue amante de la gran Virginia Woolf y la inspiración directa de su “Orlando”.
Vita inició su carrera literaria como poeta, obteniendo cierto éxito antes de pasar, a principios de los años treinta, a la novela social con especial énfasis en el papel que la mujer jugaba en ella. Sus dos principales títulos de esta época son “Los Eduardianos” y “Toda Pasión Apagada”. Pero su más original obra fue precisamente esta que ahora comentamos y que refleja claramente el cambio que experimentó la alta burguesía desde su sensual indolencia de los años veinte a la amarga percepción de la barbarie amenazante. Ello queda hábilmente reflejado en la novela mediante la tensión y drama crecientes que van acumulándose desde la existencia idílica descrita al comienzo del libro hasta la pesadilla de la guerra que sobreviene después.
Es una novela en la que Vita probablemente volcó sus propias emociones personales ante los bombardeos de la Luftwaffe alemana que llovieron sobre Londres y la angustia por un futuro que se adivinaba oscuro. Aún así, incluso en los pasajes en los que se describe la muerte y la destrucción, la autora nunca sacrifica la evocación de la belleza y la elegancia de la prosa a favor de un estilo más directo y contundente. Herencia, sin duda, de su etapa de Bloomsbury y su defensa de la importancia de la forma sobre el fondo.
“Gran Cañón” es una novela de ciencia ficción literaria que, probablemente, nunca pretendió ser considerada como tal. Escrita con la urgencia y sinceridad emocional propias de los tiempos de guerra, hoy puede leerse como el testimonio de los miedos y ansiedades de una generación ante la posibilidad de que todo lo que siempre conocieron se desvaneciera sustituido por todo aquello que siempre odiaron.
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Si se tuviera que escoger la película más influyente en el moderno boom de la ciencia ficción, “Star Wars” (1977) tendría muchas posibilidades de ser la elegida. Sin embargo, si nos limitáramos a films que hayan inspirado copias más o menos exactas de sí mismos, la lista se reduciría considerablemente: probablemente incluiría a “Alien” (1979), “Blade Runner” (1982) o “Terminator” (1984); pero quizá la ganadora, con clara diferencia respecto al resto, sería “Mad Max 2”.
Puede resultar curioso que en una lista de películas relevantes figure una secuela, y aún más
que esa secuela supere a la original en todos los órdenes. Y, sin embargo, por alguna infrecuente coincidencia temporal, la década de los ochenta vio una inusual concentración de ellas: “Star Trek II: La Ira de Khan”, “El Imperio Contraataca”, “Regreso al Futuro 2”… o la que ahora nos ocupa. Es más, esta es una de las pocas series de películas -quizá la única-, en la que es aconsejable ver la segunda entrega primero, después la primera y dejar la tercera para el final.
Los primeros años ochenta fueron un periodo dulce para los aficionados a la ciencia ficción. Steven Spielberg y George Lucas transformaron el género, inundándolo de emocionantes efectos especiales y un estilo visual próximo al video juego que, para bien o para mal, ha pervivido hasta la actualidad. Les siguieron otros jóvenes realizadores, como Ridley Scott o James Cameron, llevando al género un paso más lejos en sofisticación visual sin perder la solidez argumental ni el aprecio de público y crítica. Pero allá en las antípodas, también había alguien luchando por hacerse un nombre como director: el australiano George Miller.
El primer film de su saga futurista, “Mad Max”, había sido un bombazo en su Australia natal en 1979, aunque en el resto del mundo llamara poco la atención. Poco, pero sí lo suficiente como para que Warner Brothers se fijara en él como medio de capitalizar la nueva fascinación pública con la vertiente más rápida y espectacular de la ciencia ficción. Un contrato de distribución con esa compañía para Estados Unidos le permitió a Miller y su compañero a las labores de producción, Byron Kennedy, obtener un presupuesto diez veces superior, convirtiendo a “Mad Max 2” no sólo en la película más cara del cine australiano, sino en su producción más compleja.
En realidad, “Mad Max 2” no es exactamente una secuela, sino una película muy diferente de su antecesora hasta el punto de que casi pueden considerárselas independientes. Y ello no sólo porque la primera tuviera un presupuesto y ejecución propios de serie B mientras que su sucesora ya contaba con medios y financiación suficientes para ascenderla a primera división. Es que el marco general de la historia, su intencionalidad e influencias son tan diferentes que no es necesario haber visto la primera entrega para entender o disfrutar plenamente la segunda. Para el director y coguionista George Miller, el pasado y el futuro no importan y el personaje de Max parece vagar ahora por un lugar y un tiempo diferentes al de la primera película. De hecho, fuera de Australia, fue éste el film que la mayoría de los aficionados vieron en primer lugar.
“Mad Max” transcurría en un mundo que podría describirse como preapocalíptico: la
civilización se acercaba al abismo, deshecha por la escasez de recursos y la creciente incapacidad de mantener la ley, pero todavía era identificable como una construcción social ordenada. “Mad Max 2” discurre en un futuro algo más lejano en el tiempo que el descrito en la primera parte, cuando los conflictos nucleares han dejado el mundo convertido en un desierto –lo que en el caso de Australia no era ya muy complicado- en el que sólo los más rápidos, astutos y despiadados tienen posibilidad de sobrevivir. La gasolina se ha convertido en la sustancia más preciada sobre la Tierra, puesto que sin ella, en una tierra inmisericorde y de inmensas distancias, el movimiento resulta casi imposible.
Al volante de su interceptor y acompañado por un astroso perro, “Mad” Max Rockatansky vagabundea por las polvorientas carreteras al volante de su interceptor, luchando por sobrevivir frente a las bandas de salvajes bandidos que atacan los vehículos a la búsqueda de combustible. Él mismo se ha convertido en un carroñero que coge gasolina para su coche y alimentos para él mismo de las chatarras accidentadas que encuentra a su paso.
Max le salva la vida a un hombre procedente de una pequeña comunidad de colonos que se ha fortificado en unas instalaciones de extracción y refino de petróleo. A cambio de llenar el depósito, Max le lleva de vuelta con sus compañeros. Sin embargo, cuando el herido muere, los colonos lo hacen prisionero y él se ve envuelto en una guerra con malas perspectivas, porque éstos se hallan bajo el constante asedio de un escalofriante señor de la guerra, Humungus, a la cabeza de un pequeño ejército de sanguinarios guerreros de la carretera.
Mientras Max establece una especie de amistad con el “Chico Salvaje”, un niño asilvestrado
con el que se comunica sin palabras, la comunidad discute y se divide ante el curso de acción a tomar: rendirse y entregar el petróleo a Humungus, confiando en que les perdone la vida, o continuar una lucha desesperada con unos psicópatas que les superan en número y armamento. Es entonces cuando Max les promete ayuda: huirá con el camión cisterna que ansía Humungus, atrayendo su atención y permitiendo escapar al resto. La película termina con la misma voz en off que la abría y que resulta ser la de un envejecido Chico Salvaje, convertido muchas décadas después en uno de los sabios de la tribu que la valerosa acción de Max permitió fundar.
“Mad Max”, la primera entrega de la serie, no había sido sino una extensión futurista de películas como “Harry el Sucio” (1971) o “El justiciero de la ciudad” (1974). En cambio, “Mad Max 2” tiene un espíritu mucho más cercano al comic-book, a mitad de camino entre la exuberante acción de “En busca del Arca Perdida” (1981) y la visión mitad cínica mitad satírica característica de las historietas del Juez Dredd. La dirección de Miller prescinde de todo lo que no sea acción, reduciendo a los personajes a meros arquetipos y poniendo en escena un spaghetti western machista y exagerado en el que lo que importa es la velocidad, una violencia caricaturizada y un aliento mítico que bebía tanto de los films de samuráis como de los textos
de Joseph Campbell sobre el Camino del Héroe (ambas fuentes, por cierto, influencias también directas en “Star Wars”). Así, Max, el héroe torturado por su pasado, supera su egoísmo y encuentra su destino como líder salvador de los colonos, derrotando a sus enemigos y ayudando decisivamente al futuro renacimiento de la civilización. Para aquellos que lo conocieron, se convirtió en una figura legendaria cuyas hazañas se transmitirían de generación en generación. La escena final de la película, acompañada por la voz en off del Chico Salvaje, logra añadir una dimensión de tragedia épica a lo que hasta ese momento había sido una historia de pura acción.
Contrastando con películas de mediados de los ochenta como “El Día Después” (1983), “Juegos
de Guerra” (1983) o “Testamento Final” (1983), que miraban con alarma el rearme armamentístico de Ronald Reagan y ofrecían visiones de un pesadillesco holocausto nuclear, hubo otra corriente cinematográfica dentro de la CF encabezada por “Mad Max 2” que no sólo no veía con miedo ese escenario, sino que lo abrazaba con entusiasmo. Estos films nos decían que lo que el hombre necesitaba para sentirse de nuevo como tal era que toda esa corrupta civilización liberal saltara por los aires, dejando que cada uno se ganara su destino, por la fuerza si fuera preciso; en último término, triunfaría la decencia ganada con esfuerzo e incluso con sangre.
Las narraciones postapocalípticas, por otra parte, tienen un fuerte potencial como aventuras heroicas, lo que explica el por qué han mantenido una popularidad más o menos constante como subgénero cinematográfico desde los años cincuenta.
Naturalmente, habían existido films post-holocausto antes de “Mad Max 2”, desde “El Planeta
de los Simios” (1968) hasta “Un chico y su perro” (1975) pasando por “Contaminación” (1970) “Glen y Randa” (1971), “Nueva York 2012” (1975) o “Callejón Mortal” (1977), aunque sólo en estos dos últimos casos percibimos algo de lo que “Mad Max 2” llegaría a ser. Casi todas estas películas se centraban en la desagradable lucha por la supervivencia en un mundo del que la civilización había sido borrada. El acierto de “Mad Max 2” consistió en en transformar el paisaje postapocalíptico en el equivalente a la frontera del Oeste.
El género western se ha convertido en una fantasía de la cultura occidental que despierta sentimientos de nostalgia por un mundo que nunca existió en el que los hombres individualistas y decentes, acosados por indios y forajidos, labraban su propio destino en un mundo sin leyes. Pero el Western murió como género en la década de los setenta, en buena medida a consecuencia de un cambio en los valores de la sociedad. Durante ese periodo, el cine se alejó del maniqueísmo propio de ese género a favor de una mayor fidelidad histórica. Los cowboys pasaron de ser héroes a asesinos ebrios, y los indios de agresivos bárbaros a víctimas de un genocidio. En el proceso, claro, el Western perdió su aura mítica. Pero su papel lo asumieron otros géneros en los que no cabía el realismo histórico, como la ciencia ficción.
Así, “Mad Max 2” tomaba y adaptaba los tópicos del western a un escenario postapocalíptico.
Max bien podría ser el héroe sin nombre interpretado por Clint Eastwood en los spaghetti western de Sergio Leone, solo que su caballo se sustituye por un coche negro; la comunidad de colonos extractores de petróleo equivalen a los honrados pero aterrorizados habitantes del pueblo necesitado de un sheriff que les defienda de los malos; Humungus y su grupo de motoristas del desierto no son sino los bandidos o pieles rojas (algunos de ellos, incluso, llevan crestas en la cabeza en lo que probablemente es un consciente homenaje al género).
Entre ambos films, su director, George Miller, había pulido extraordinariamente su sentido
narrativo: “Mad Max” tiene algunos segmentos muy logrados, pero la línea que los une resulta tambaleante y aburrida; “Mad Max 2” es un tren desbocado en el que la cámara rara vez permanece estática. En concreto, la larga secuencia de la persecución del camión cisterna que constituye el clímax del film, es una de las mejores escenas de acción con automóviles a toda velocidad que se puedan disfrutar en el cine. Fue un rodaje peligroso en el que uno de los pilotos sufrió un accidente casi mortal (que no fue eliminado del montaje final) y en el que al conductor del camión no se le dejó comer nada en las doce horas previas al rodaje por si hubieran de llevarlo al hospital para una operación de urgencia.
Sus impresionantes imágenes de alto octanaje le deben mucho al trabajo de Deam Semler, el mejor de la nueva generación de directores de fotografía australianos, que consigue sacar el máximo provecho de las localizaciones desérticas. Como curiosidad, cabe decir que, a diferencia de lo habitual en cualquier película, esta fue rodada en el mismo orden que describe el guión. Hasta el sonido se mejoró exponencialmente: la banda sonora de “Mad Max” era oscura y de escasa calidad; la de “Mad Max 2” rezuma poder y energía. Además, fue la primera película australiana cuya pista de sonido fue grabada en Dolby estéreo.
El centro de la historia no son los personajes, sino la acción, y Miller prefiere concentrarse en la narración visual reduciendo los diálogos al mínimo posible. Y, dado que la película no engaña en cuanto a sus intenciones o aspiraciones y jamás tuvo pretensión alguna de estar lanzando algún mensaje trascendental, esta decisión demostró ser la acertada.
Así, aunque la primera película invertía más tiempo en desarrollar al personaje de Max,
dotándolo de un entorno laboral y familiar, es en la segunda parte donde alcanza su máxima intensidad, paradójicamente gracias a que Miller y Mel Gibson optaron por simplificarlo al máximo (sólo tiene 16 líneas de dialogo en toda la película, las mismas que Schwarzenegger en el primer “Terminator”) hasta ajustarlo al arquetipo del antihéroe solitario y perpetuamente ceñudo. De hecho, de la misma forma que la película puede verse como un pastiche posmoderno de “Centauros del Desierto” (1956) de John Ford, Max sería aquí la interpretación en clave futurista del personaje de Ethan Edwards que en esa cinta interpretó John Wayne.
Gibson obtiene un competente apoyo en el grupo de grotescos personajes que le rodean, especialmente Bruce Spence como el chiflado aviador Capitán Gyro y el niño-actor Emil Minty, que interpreta con graciosa verosimilitud al Chico Salvaje. Y, por supuesto, el protagonista sin nombre de esta película, como sucedía en la primera, es el coche, objeto de veneración por una Australia aún pugnando por salir de la crisis del petróleo de los setenta y consciente de su dependencia habida cuenta de su inmenso territorio. Sepultada por la acción, el guión sugiere tanto una crítica a la desmedida cultura del automóvil en ese país como una glorificación e incluso fetichización de la misma a través de las excitantes escenas protagonizadas por ruidosos coches modificados de formas aberrantes.
Uno de los apartados más subversivos de la producción de “Mad Max 2” fue el estilo de vestuario con que George Miller y la diseñadora Norma Moriceau vistieron a los bárbaros motoristas de Humungus. Inspirado en la moda fetichista gay –cuero, correajes, collares, cadenas- no eran los trajes la única conexión con el mundo homosexual: entre los motoristas no hay mujeres y se ofrecen señales poco ambiguas, como el guerrero de cresta roja y su novio rubio. Fue un toque provocador que se les pasó por alto a muchos críticos y comentaristas de la época, pero no a otros creativos, especialmente los relacionados con el video musical. Duran Duran, A-Ha o Frankie Goes to Hollywood adoptaron en algunos de sus vídeos esa estética bárbaro-fetish-gay.
A diferencia de la acogida que obtuvo “Mad Max”, considerada como una serie B barata, los críticos no ahorraron elogios para su segunda parte, especialmente en lo que se refiere a su frenética acción y el impresionante trabajo de sus especialistas. Miller triunfó por su sobriedad, agresividad narrativa y falta de pretensiones más allá de la acción de alto octanaje. Para la América de los ochenta, todavía sumida en la paranoia de la Guerra Fría y recobrándose de las recientes crisis del petróleo, el tema de la guerra por la gasolina en un escenario postnuclear tocaba un nervio sensible y garantizó un bombazo en la taquilla: sus 2 millones de dólares de presupuesto recaudaron 23 sólo en Estados Unidos.
Después de “Mad Max 2” fue ya casi imposible encontrar en el cine mundos postapocalípticos
por los que no circularan buggys areneros tuneados o individuos vestidos con retazos de cuero sin curtir. La relación de películas de calidad detestable que fusilaron todo o parte del argumento, concepto y/o estética de Mad Max sería tan interminable como dolorosa, desde la neocelandesa “Destructor” (1982) a la italiana “1990: Guerreros del Bronx” (1982) pasando por la filipina “Warriors of the Apocalypse” (1985)… Cualquiera con un mínimo sentido del gusto se sentiría incapaz de recomendar nada de toda esa morralla cinematográfica. Ninguno de todos esos imitadores se acercó siquiera a la emoción y sensación de movimiento que destila el referente original.
Kevin Costner fue uno de los que lo intentó nada menos que en dos ocasiones… y ambas veces con resultados desastrosos. “Waterworld” (1995) sustituyó a “Isthar” como sinónimo en Hollywood para “película maldita”, mientras que “El Cartero” pasó completamente desapercibida dos años más tarde. Más recientemente, “El Libro de Eli” (2013) recuperaba algunos elementos conceptuales y estéticos del “vagabundo postapocalíptico” popularizado por la trilogía Mad Max.
No particularmente imaginativa pero sí tremendamente emocionante, “Mad Max 2: El guerrero de la carretera” es una combinación de comic book violento, angustia postapocalíptica y estilo visual punk rock. Miller consiguió purgar de su ciencia ficción los elementos sentimentales y moralistas del “Star Wars” de Lucas, manteniendo, eso sí, los clichés propios del pulp y el gusto por la acción. Es casi como si el realizador australiano hubiera pensado, “¡Hey!, ¡Yo puedo hacer una de esas, pero sin la cucharada extra de azúcar!” Lo hizo, y los espectadores agradecieron su sabor amargo, de textura arenosa y aroma a gasoil, hasta elevarlo a la categoría de clásico de culto.
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"Existen innumerables soles; innumerables Tierras giran alrededor de esos soles de forma similar a la de nuestros planetas moviéndose alrededor de nuestro Sol. Seres vivos habitan esos mundos". Estas palabras las escribió el místico italiano Giordano Bruno en su obra “Del Universo Infinito y los Mundos”, (1584). Bruno, un seguidor del nuevo modelo del Cosmos descrito por Copérnico fue arrestado por la Inquisición en Venecia en 1591 y quemado en la hoguera en 1600 por creer en alienígenas y otras supuestas herejías
Bruno era un pluralista apasionado y visionario. Su crimen fue pensar y exponer que el universo era infinito y que en su interior albergaba incontables mundos. Poblaba de seres los planetas y las estrellas, les atribuía almas individuales e incluso dotaba de conciencia al Universo entero ¿Qué había de escandaloso en las ideas de Bruno? ¿Por qué se consideraba herético proclamar la existencia de mundos habitados diferentes de la Tierra? Al fin y al cabo, Dante, por ejemplo, había incluido en la "Divina Comedia" habitantes en varios mundos de su cosmos imaginario (aunque contemplaba un sistema solar ptolemaico, no copernicano) y la obra fue considerada pía y recomendable por la Iglesia.
El problema teológico se puede resumir de esta forma: si hay muchos mundos y cada uno de
ellos alberga seres inteligentes, implícitamente se niega el carácter extraordinario de la crucifixión de Jesucristo y, por lo tanto, el propio cristianismo se devalúa. La Iglesia predica que Dios envió a Cristo a la Tierra para redimir a la Humanidad, una raza creada a Su Imagen y Semejanza. Aquel sacrificio fue un hecho singular y milagroso que establecía un lazo sagrado entre el Hombre y Dios. Pero si la Humanidad no es sino una más entre muchas especies inteligentes en el Cosmos, ¿qué hay de los otros? ¿Han sido también redimidos por sus propios Cristos -una posibilidad que erosionaría la excepcionalidad del sacrificio de Jesús en nuestro mundo-? ¿O han quedado excluidos de la posibilidad de salvación -lo que ofrece una imagen ciertamente cruel e injusta de Dios-?
Así, aunque los fans de la ciencia ficción sientan que la religión no tiene cabida en el género, lo cierto es que la relación entre ambas visiones del mundo, la racional y la metafísica, han estado unidas desde el principio, tal y como demuestra el caso de Bruno y el de otros muchos escritores de ficciones fantásticas de los siglos XVII y XVIII que hubieron de andarse con pies de plomo a la hora de imaginar otro mundos o viajes interplanetarios para no llamar la atención de las autoridades eclesiales.
Ya en el siglo XX, los escritores de ciencia ficción tendieron a anclar sus historias en el racionalismo y, o bien ignorar el elemento religioso inherente en el hombre o bien tratarlo (como se puede ver en algunos relatos de Heinlein o Asimov) con simplista suspicacia cuando no clara animadversión.
Otros autores, en cambio, optaron por el camino opuesto, como C.S.Lewis, cuya Trilogía de Ransom (1938-1947) contemplaba el universo como el marco de actuación de fuerzas místicas donde Marte, la Tierra o Venus ejercían de campo de batalla entre el Bien y el Mal. El trabajo de Lewis llevó a otros escritores como Ray Bradbury (“El Hombre”, “Los Globos de Fuego”) o Harry Harrison (“Las calles de Ashkelon”) a considerar la cuestión de cómo entenderían los alienígenas la idea de Dios y si en sus culturas podría existir la figura del Mesías. La novela que ahora comentamos, “Un Caso de Conciencia” explora esas mismas ideas
Un equipo de cuatro científicos, (el biólogo y jesuita Ruiz-Sánchez, el físico Michelis, el geólogo
Agronski y el químico Carver) han sido enviados al planeta Litia en misión exploratoria y para decidir si es apto para el establecimiento de asentamientos de algún tipo o, por el contrario, someterlo a cuarentena. La particularidad de ese mundo es que es el único que se ha encontrado habitado por seres inteligentes. Aún más, su ecosistema se asemeja al de la Tierra jurásica, con espesos bosques y unos seres mezcla de canguros y dinosaurios que han construido lo que parece ser una utopía en la que reina la paz social: no existen guerras ni crimen y además gozan de desarrollo científico al tiempo que de una perfecta adaptación al medio ambiente.
El veredicto se halla dividido: Michelis cree que el planeta debería ser abierto al contacto con la Tierra para que así la Humanidad pueda beneficiarse del conocimiento de unos seres tan pacíficos como los litianos; Carver, por su parte, cree que la riqueza mineral en litio y tritio hace a ese mundo ideal como fábrica de armamento nuclear; Agronski vacila entre los puntos de vista de sus dos compañeros.
Pero la conclusión más chocante es la que aporta el jesuita Ruiz-Sánchez, profundamente afectado por descubrir la total ausencia de sentido divino en los litianos. No carecen de moralidad, pero ésta viene regida por la más fría lógica y no inspirada por creencias transmitidas, de una forma u otra, directa o indirectamente, por un ser superior. En lugar de plantearse que quizá sus propias creencias estén equivocadas, Ruiz-Sánchez llega a la conclusión de que esa disociación entre la perfección biológica y social y la ausencia de creencias en lo trascendente, unido a la imposibilidad estadística de encontrar en la inmensidad del universo un planeta con esas características (adaptado a la vida humana, poblado por seres inteligentes y con un ecosistema reminiscente al terrestre), obedece a un plan del Maligno.
Como la decisión final ante un empate ha de ser tomada por las autoridades de la Tierra, el equipo científico regresa a la Tierra… con un regalo. Chtexa, uno de los litianos, les ha entregado una de sus crías en estado embrionario para que crezca y sea educado en la cultura humana. De vuelta en la Tierra, Ruiz-Sánchez desconfía y se desvincula del pequeño litiano, Egtverchi, mientras se debate en sus propias dudas religiosas. Por su parte, privado del proceso socializador de su cultura nativa, pacífica y pragmática, Egtverchi no consigue entender la lógica –o falta de ella- del
mundo humano. Al crecer, se convierte primero en una celebridad televisiva gracias a sus poco ortodoxas opiniones, y luego en un peligroso agitador que amenaza con destruir el sistema económico y social vigente en la Tierra. El jesuita, entonces, recibe instrucciones directas del Papa: exorcizar todo el planeta Litia, borrándolo de la existencia.
“Un Caso de Conciencia” ganadora de un premio Hugo en 1959, es una ficción inteligente y brillantemente concebida, pero abordar su lectura desde una perspectiva católica es una experiencia intelectual completamente diferente a hacerlo desde una ajena a esa religión.
El jesuita Ruiz-Sánchez es capaz de combinar de forma retorcida y al mismo tiempo lógica y coherentemente, sus conocimientos en biología con sus creencias religiosas para llegar a la inquietante –para los católicos- conclusión de que los litianos son creación del Diablo, aunque ignorantes de su auténtico propósito: ser encontradas por el hombre y mostrarle que es posible crear una sociedad pacífica y desarrollada careciendo no sólo de sentimientos genuinos, sino de alma, sentido del pecado y un sustrato ético emanado de Dios. Este descubrimiento podría dinamitar las bases de las creencias religiosas pero, al
mismo tiempo, convierten al padre Ramón en un hereje y un enemigo de la Iglesia, puesto que afirmar que el Maligno es capaz de crear vida en iguales términos que Dios, es doctrina propia del maniqueísmo y opuesta a los dogmas católicos. Para colmo, esas criaturas no parecen tener malicia alguna, lo que equivale a negar la existencia en ellas del pecado original y, por tanto, del alma. Por supuesto, hay ciertos defectos en esa sociedad ideal, como el total desapego de los padres por las crías o la renuncia a la individualidad, pero aún así y en resumen, los litianos, sin creer en Dios, han conseguido la paz social sin renunciar al desarrollo científico y una perfecta integración con el medio ambiente.
Por tanto, de acuerdo con una perspectiva propia del pensamiento católico, la novela es una interesante exploración de una cuestión netamente teológica: ¿es posible la ética y la moral sin un sustrato religioso básico? Sin embargo, para los agnósticos o ateos, el relato es una descorazonadora historia de cómo la arrogancia y cortedad de miras de los humanos les hace ver en una raza bondadosa y pacífica a unos seres terribles a los que hay que aislar o incluso destruir. Al final de la novela (ATENCIÓN: SPOILER) en un pasaje que para un no creyente es difícil no interpretar como una monstruosa celebración del genocidio, Ruiz-Sánchez exorciza todo el planeta coincidiendo
con una letal reacción en cadena desatada por imprudentes investigadores humanos desplazados allí para explotar los recursos naturales litianos. Tal destrucción, ¿ha sido obra de Dios o fruto de la irresponsabilidad humana? Blish deja la cuestión en el aire, pero da igual, porque la enorme violencia de esa conclusión pone de manifiesto esa vena hostil que anida en el ser humano hacia todo lo que es diferente, y ello incluye, por supuesto, la idea de una pluralidad de mundos habitados.
En el prefacio a una de las reediciones del libro, Blish cuenta que recibió cartas de “teólogos versados en la postura actual de la Iglesia respecto al problema de la “pluralidad de mundos” y cita la opinión de Gerald Head: “si hubiera muchos planetas habitados por criaturas inteligentes, como muchos astrónomos (incluidos los jesuitas) sospechan, entonces cada uno de esos mundos debe poder incluirse en una de las tres siguientes categorías:
-Habitado por criaturas inteligentes pero sin alma; habrían de ser tratadas con compasión pero sin evangelizarlas.
-Habitado por criaturas inteligentes con almas contaminadas por un pecado original: habrían de ser evangelizadas en virtud de la caridad cristiana
-Habitado por criaturas inteligentes con alma sin pecado original que, por tanto viven en un mundo paradisiaco sin pecados y con los que deberíamos contactar, no para predicar, sino para aprender de su condición de seres en gracia perpetua.
Blish comentaba a continuación: “el lector observará (…) que los litianos no se ajustan a ninguna de estas categorías”. Efectivamente, aparentemente Blish propone una especie de alienígenas inteligentes, sin alma y creados por Satán para dañar a la Creación de Dios. Sin embargo, lo que hace es señalar la imperfección del análisis católico al sugerir una posibilidad que éste no desea tener en cuenta: que allá fuera existan planetas habitados por seres que no tengan nada que ver con el Dios de la Biblia, que no lo conozcan ni tengan la menor intuición de Él y que, por tanto, bien pudieran no haber sido creados por Él. Ahora bien, siguiendo el mismo razonamiento lógica, este argumento podría también aplicarse a la Tierra, corroyendo la misma esencia del mensaje religioso.
Más allá de su contenido religioso, la novela constituye un interesante ejemplo de creación de
especies extraterrestres, un aspecto éste que en la ciencia ficción ha seguido las pautas más variadas. En un extremo, tenemos a los autores que se conforman con breves pinceladas descriptivas de una cultura alienígena, meros apuntes que sirvan para apoyar el argumento y la interacción entre aquélla y los humanos. En el otro, están los escritores que se molestan en imaginar un complejo marco biológico, social o cultural para esos seres no humanos, especialmente si ello va a jugar un papel relevante en la historia. Tras la segunda Guerra Mundial, cuando el colonialismo pasó de política aceptada a comportamiento reprochable, hubo imaginativos intentos de presentar de forma más plausible alienígenas lo más diferenciados posible de nosotros por parte de autores como Hal Clement o Clifford D.Simak. James Blish puede incluirse también dentro de ese movimiento renovador.
Y es que otro de los brillantes aciertos de Blish en esta novela consiste en equilibrar perfectamente la Religión con la Ciencia. A menudo se ha acusado a la ciencia ficción de recrearse en inexactitudes –cuando no aberraciones- científicas. En muchos casos, tal acusación está justificada, pero el género no debería ser juzgado por sus obras más mediocres, de la misma forma que la novela realista no debería serlo por los excesos de, por ejemplo, Dan Brown. El escritor de ciencia ficción serio –y Blish lo era- verifica los hechos que plasma en su obra, científicos o no, hasta donde ello pueda hacerse.
“Un Caso de Conciencia” es claramente una alegoría, pero no por ello su autor descuidó la descripción meticulosa del sustrato científico que, por otra parte, juega un papel sustancial en la narración. James Blish no solo se graduó en Biología, sino que trabajó como editor científico para la multinacional farmacéutica Pfizer hasta que su talento como escritor le permitió dedicarse exclusivamente a la literatura. Y aunque la formación científica no es ni mucho menos una rareza entre los escritores de ciencia ficción, no deja de ser notable la forma en que aquí consiguió concentrar de forma armónica aspectos tan dispares a priori como la ciencia dura y la meditación teológica.
Así, “Un Caso de Conciencia” está bien fundamentado en lo que de Biología se sabía en su
momento. Integrado en la primera parte de la novela y desarrollado en profundidad en el apéndice incluido al final, se detalla con minuciosidad el ciclo evolutivo y la estructura ecológica del planeta Litia, su geología y estructura química. Se describe asimismo la ciencia que los litianos conocen, diferente a la nuestra pero a su modo igualmente avanzada: dado que en Litia no hay hierro, sus conocimientos de electromagnetismo son muy reducidos, pero a cambio se han hecho grandes especialistas en astronomía descriptiva, química y óptica.
En cuanto a su estructura narrativa, resulta evidente que “Un Caso de Conciencia” es una novela algo desequilibrada a causa de su origen como “fix-up”: la primera parte fue publicada como novela corta en 1953, ampliándose años más tarde con un segundo bloque para su edición en forma de libro. Ello hace que ambas partes, siendo diferentes su tono y tratamiento de los personajes, no terminen de encajar del todo bien.
El principal fallo de la primera parte, centrada en la exploración, descubrimientos y conclusiones de los científicos en Litia, es precisamente la caracterización de dos de ellos, Agronski y Carver. Este último se nos presenta tan estúpido, xenófobo y venal que su propuesta para el planeta ya resulta absurdo aún antes de que lo detalle. Agronski, por su parte, es una página en blanco, un invitado de piedra que no juega papel alguno de relevancia ni en el desarrollo de la acción ni en la exposición de contenido intelectual. Con todo, es esta primera parte la mejor de las dos gracias a su descripción del mundo litiano y la ingeniosa argumentación que el padre Ruiz-Sánchez utiliza para racionalizar su punto de vista, especialmente teniendo en cuenta que el propio Blish era agnóstico.
La segunda y más problemática mitad de la novela transcurre ya en la Tierra y narra el
desarrollo del espécimen litiano desde su estado de embrión hasta alcanzar la celebridad como estrella mediática. El estilo e ideas de Blish demuestran estar por delante de su tiempo, pudiendo perfectamente medirse con novelas más complejas y ambiciosas de los setenta. Su descripción de la Tierra del futuro, aun lastrada por la paranoia de la Guerra Fría y acosada por serios desequilibrios económicos y sociales, recuerda a la que luego imaginará John Brunner para “Todos sobre Zanzíbar” o Thomas M.Disch para “334”, aunque sin la experimentación estilística que marcó a los escritores de la New Wave.
En marcado contraste con la primera mitad de la novela y no para mejor, el tono mordaz domina esta segunda parte. En menos de cien páginas se pasa del debate teológico/científico a una sátira algo tosca del poder de la televisión, la irresponsabilidad de sus gestores y la doble moral y decadencia de la clase dirigente. En la primera parte el foco de la narración se
centraba en Ruiz-Sánchez y su dilema personal y moral; en la segunda, ese tema se halla también presente, pero Blish desplaza al jesuita del papel protagonista para incluir a otros personajes, especialmente Michelis y Liu, los “padres” adoptivos de Egtverchi en la Tierra. El desarrollo psicológico antisocial de éste último y su tránsito de criatura inocente a líder apocalíptico carece del suficiente dramatismo y no resulta convincente. Al tratar de cubrir demasiado terreno, el libro y sus personajes pierden impulso conforme avanza la acción. Uno tiene la impresión de que si la novela se hubiera concebido y escrito de una sola vez, los resultados habrían sido más armónicos y sólidos.
Con todo, “Un Caso de Conciencia” ha envejecido razonablemente bien y su primera parte sigue contándose entre la mejor ciencia ficción publicada en los últimos cincuenta años, una muestra de lo que James Blish hubiera podido llegar a ser: su carrera pasó de las “space operas” grandilocuentes y solo relativamente interesantes de los años cuarenta a un temprano declive, atrapado por mediocres novelizaciones
del universo Star Trek antes de fallecer a los 59 años. Es a su mejor periodo, encajonado entre esas dos anodinas etapas inicial y postrera, al que pertenece esta novela, considerada la mejor de su bibliografía y quizá el más profundo e intrigante intento de examinar, dentro de un marco de ciencia ficción, no sólo el choque entre dos culturas disímiles, sino el papel que en ello puede jugar el espíritu religioso, la validez del concepto del pecado original y la posibilidad de que el Mal pudiera ser creado de forma externa más allá de la responsabilidad individual.
Blish continuaría explorando la relación entre la ciencia y la metafísica y el precio que conlleva todo conocimiento en otros tres relatos: “Doctor Mirabilis” (1964, no estrictamente ciencia ficción), “Pascua Negra” (1968) y “El Día después del Juicio” (1970), conformando todos ellos una tetralogía conocida como “After Such Knowledge” (Tras ese Conocimiento).
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“Más allá de la Cúpula del Trueno” fue la tercera entrega en la saga del héroe postapocalíptico australiano. La primera, “Mad Max” (1979) fue un violento drama de venganza personal que obtuvo éxito en su país de origen pero que desapareció rápidamente de las carteleras norteamericanas. La segunda, “El Guerrero de la carretera” (1981), con más aspiraciones, presupuesto y apoyo promocional de la distribuidora norteamericana, Warner Brothers, se convirtió en un éxito internacional que inspiró multitud de films postapocalípticos en años posteriores. De la noche a la mañana, Mad Max pasó de ser héroe de culto a celebridad internacional.
La tercera película, que a continuación comentamos, vino a cerrar, por el momento, la
franquicia. Desde los noventa han venido circulando rumores sobre un próximo remake o reboot, rumores alimentados inicialmente por las ocasionales declaraciones de George Miller en relación a su interés en retomar la historia. Pero dado que Mel Gibson dejó atrás esta etapa de su carrera para ocuparse de otras cosas con igual éxito, desde “Arma Letal” a “Braveheart”, el proyecto nunca llegó a concretarse. Por fin, parece que el sueño de Miller se hará realidad en 2015, fecha de estreno previsto de la siguiente película de la saga, “Fury Road”, protagonizada por Tom Hardy y Charlize Theron.
Tras el éxito obtenido por “Mad Max 2”, Warner Brothers decidió no sólo distribuir la siguiente entrega, sino financiarla. Así, a diferencia de sus dos predecesoras, orgullosas hijas del cine independiente australiano, “Mad Max 3” disfrutó del respaldo de un gran estudio de Hollywood que se ocupó de triplicar el presupuesto de la anterior y lanzarla internacionalmente como una superproducción con actores americanos conocidos. Puede que el potencial comercial de la película se viera así sustancialmente incrementado, pero para ello hubo de pagar peajes en forma de una suavización de contenidos y el encajonamiento en rutinas más asimilables por el público convencional. En el tránsito de la producción independiente a la industria corporativa Mad Max perdió la frescura y espíritu rebelde que le habían llevado hasta allí.
El petróleo se ha convertido ya en algo tan escaso que Max (Mel Gibson) se ve obligado a
enganchar su coche a una reata de camellos. Cuando le roban los animales, se ve obligado a viajar a pie por el desierto hasta llegar a un destartalado y bullicioso asentamiento conocido como Negociudad. Símbolo de un renacido capitalismo despiadado, Max no puede esperar allí simple justicia porque todo se consigue mediante la venta de algo. Así que cierra un trato en virtud del cual vende temporalmente sus habilidades como luchador a cambio de recuperar sus camellos. Su nueva patrona es Tía Ama (Tina Turner), líder nominal del lugar pero cuya autoridad se ve continuamente socavada por el Maestro-Golpeador, la grotesca asociación de un gigante musculoso y un enano inteligente (Paul Larsson-Angelo Rossitto) que controlan la producción de energía de Negociudad. Ésta se basa en el metano y se genera en el subsuelo a base de estiércol de cerdo procesado por mano de obra esclava.
Max se las arregla para provocar una pelea con el Golpeador y desafiarlo a un combate a muerte en la Cúpula del Trueno, una especie de primitivo circo de gladiadores. Aunque por escaso margen, Max sale victorioso pero se niega a obedecer las órdenes de Tía Ama y matar al Golpeador. Ésta, enfurecida, lo apresa y lo expulsa al desierto sin medios de supervivencia. Allí, ya moribundo, es rescatado por un grupo de niños que fueron abandonados muchos años atrás en un escondido y fértil valle tras estrellarse el avión en el que viajaban con sus padres. Los niños ven a Max como su salvador mítico y creen que ha regresado para guiarlos hasta la prometida Tierra del Mañana-Mañana.
Llegado este punto de la franquicia, se ha abierto una enorme brecha entre lo que había sido
originalmente Mad Max y hacia lo que había evolucionado con la tercera película. Cada entrega fue rebajando su grado de violencia explícita –y, por tanto, su sello de calificación por edades-, desde el agresivo y deprimente primer film a la dinámica mezcla de comic book y western del segundo, hasta lo meramente convencional en esta tercera entrega. Quizá el director George Miller reconoció que la mayor parte de su audiencia estaba compuesta de adolescentes y bajó el listón de la violencia con el fin de sortear los organismos supervisores que calificaban los films por edades. O tal vez fue una exigencia del estudio, más preocupado por recuperar su inversión que por contentar a los fans más veteranos. Así, si en la primera parte Max había sido un vengador implacable y en la segunda un héroe solitario, ahora lo encontramos menos reacio a asumir el papel de salvador-mesías-padre adoptivo de unos niños perdidos. Al final de la película, Max casi ha cerrado su propio círculo: no ha recobrado a su familia, pero sí su alma.
“Mad Max 2” fue una de las películas de acción con un marco de CF más emocionantes de la década. Su sucesora tenía la poco envidiable misión de tratar de mejorarlo. Así, se recrean de nuevo y con mayor presupuesto los decorados a base de chatarra y los atuendos confeccionados con cuero y retales. Pero no todo es cuestión de dinero y aquí el “más” no es sinónimo de “mejor”. El aspecto visual del film ofrece un feísmo recargado e incluso exagerado en relación con el sobriamente eficaz resultado obtenido en la cinta anterior.
En esta ocasión, George Miller, que había dirigido también las dos películas anteriores, se hace
ayudar en las tareas de realización por otro colega y tocayo, George Ogilvie. Éste rodaría las secuencias dramáticas centradas en los personajes mientras que el primero se encargaría de las de acción. El problema es que Miller parece convencido de que “Mad Max 2” no se podría superar y, como resultado de esa resignación, deja algo de lado las escenas de persecución con vehículos. Así, la mejor secuencia de acción es el combate entre Max y Golpeador en la Cúpula del Trueno, mientras que aquellas en las que intervienen coches, aunque entretenidas, carecen del dinamismo de las de “Mad Max 2” y están más interesadas en presentar nuevos vehículos e individuos estrafalarios que en mantener un ritmo tan enloquecido como emocionante.
El característico y algo estrambótico sentido del humor de Miller asoma ocasionalmente por aquí y por allá –el niño con el muñeco de Bugs Bunny, el conductor vestido de Llanero Solitario o algunos momentos con los niños perdidos y su peculiar interpretación del pasado-, pero hay algo que no termina de funcionar en la historia. El final, por ejemplo: llega de forma súbita, deteniendo el relato en seco cuando parecía que aún quedaba otro cuarto de película por ver y con el héroe vencido abandonado en pleno desierto. No hay ni de lejos un clímax tan intenso como el que se pudo ver en la segunda entrega de la saga.
Por otra parte, la introducción de niños se antoja una traición al irreverente tono punk y
violento que había impulsado las dos películas anteriores, como si George Miller –que también ejercía de coguionista junto a Terry Hayes- se hubiera ablandado con la edad. También pudo influir en ese enfoque algo descafeinado y tendente al sentimentalismo el efecto que sobre Miller tuvo la muerte de su viejo amigo y productor Byron Kennedy en un accidente de helicóptero sucedido en 1983 mientras buscaba localizaciones para la película.
Paradójicamente, aunque resultan incoherentes con el Mad Max que ya conocíamos, las escenas con los niños son las mejores de la película, rodadas con un espíritu a mitad de camino entre la melancolía y la sátira, al tiempo que impregnadas con una resonancia mítica que acerca esta parte de la historia a los parámetros de “El Señor de las Moscas” (William Goldman,1954). Esos niños, con su lenguaje degenerado y su nebuloso y mítico sentido del pasado, tienen algo fascinante, inocente, primario y muy propio de la ciencia ficción.
Además de Mel Gibson, el único actor de entregas anteriores que repite en esta ocasión es Bruce Spence, aunque no queda claro si encarnando al mismo personaje de la película anterior. El reparto realiza un trabajo competente aunque no particularmente brillante... con una excepción y no para mejor. Aunque Tina Turner disponía de un personaje carismático y de gran potencial como némesis de Max y despótica gobernante de una posible protocivilización, su trabajo es plano y carente de matices. Es obvio que su presencia en la película obedeció más a su tirón como estrella musical en la cúspide de su popularidad que a sus habilidades interpretativas. Al menos consiguió que la película se incluyera en esa rara categoría de títulos de CF de cuya banda sonora se haya extraído un éxito rock: “We Don´t Need Another Hero”.
“Mad Max 3: Más Allá de la Cúpula del Trueno” funcionó bien en taquilla y aunque no es tan directa y visceral como la segunda película, sí que es mejor que la primera. Además, el tiempo no la ha maltratado tanto como a otras cintas de CF de la época, lo que no es decir poco. Como nos han demostrado ya otras franquicias de éxito, desde Alien a Terminator pasando por Robocop, Mad Max no ha muerto; solo duerme… y espera su regreso.
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La ciencia ficción ha tenido una presencia continuada en el cine desde sus mismos inicios, (ver “Viaje a la Luna” de Georges Méliès). Lo mismo se puede decir de la televisión y por las mismas razones. De hecho, las películas de ciencia ficción constituyeron un importante precursor a los programas de televisión del género. Ambos medios, por tanto, guardan una cercana relación.
Durante la primera mitad de los cincuenta, la radio y la televisión compitieron por la preeminencia –y la supervivencia- sirviéndose en sus programas de los géneros temáticos, entre ellos la ciencia ficción. Pero el resultado de la contienda era inevitable. La propia televisión era una tecnología tan nueva y sorprendente que ella misma casi parecía un ejemplo perfecto de ciencia ficción, y al final de la década había establecido claramente su dominio. Como resultado, los programas dramáticos radiofónicos, antaño inmensamente apreciados, desaparecieron completamente de la cultura popular norteamericana.
La genealogía de la ciencia ficción televisiva es más extensa de lo que a primera vista puede parecer. Sus predecesores más directos fueron los seriales cinematográficos de los años treinta, en particular los tres de Flash Gordon y el de Buck Rogers, todos ellos protagonizados por el atlético Buster Crabbe. Estos seriales, a su vez, estaban basados en los comics de prensa que, por su parte, bebían de las populares space opera que se publicaban en las revistas pulp.
De hecho, los seriales cinematográficos fueron desapareciendo rápidamente una vez la
televisión se convirtió en un medio cada vez más extendido. Aquellas aventuras de ciencia ficción de orientación infantil/juvenil que una vez dominaron las sesiones matinales de los sábados, se mudaron a la pequeña pantalla. Ésta, sin embargo, se hallaba en aquellos años fundacionales seriamente limitada por consideraciones presupuestarias, y los imprescindibles efectos especiales eran aún peores que los utilizados en los seriales cinematográficos de veinte años atrás. Tomando como modelo a los héroes espaciales popularizados en seriales y comics y creando aventuras dirigidas claramente a un público infantil, las primeras series de ciencia ficción televisiva consiguieron, no obstante, abrirse un hueco en la imaginación popular.
Primera del trío de pioneras series de ciencia ficción que contribuyeron a establecer la importancia de ese género en el nuevo medio, “El Capitán Video y sus Video Rangers”, estrenada en 1949 en la cadena DuMont, fue una de las maravillas de más bajo presupuesto de la pequeña pantalla: exploró la galaxia por el módico coste de 25 dólares semanales.
Como muchos programas de los cincuenta, “Capitán Video” reflejaba una ambivalencia social hacia la ciencia y tecnología, tanto como portadoras de un nuevo y maravilloso futuro como herramientas para una destrucción global.
Así, por un lado, el intrépido Capitán Video (encarnado primero por el suave Richard Coogan y a partir de 1950 por el más aguerrido Al Hodge), era un genio científico de trescientos años en el futuro con la misión de hacer del universo un lugar más seguro. Desde su cuartel general secreto en la cima de una montaña, controlaba una vasta red de agentes ayudado por Video Ranger (Don Hastings) y un robot –el primero de la televisión- bautizado como Tobor (los responsables de atrezzo se equivocaron al colocar invertido el troquelado con el que se pintó el nombre en su cuerpo)
Por otro lado, sus exóticos adversarios incluían a Mook el Hombre Lunar, Kul de Eos, Murgo
de Lyra, el doctor Clysmok y el doctor Pauli, el diabólico líder de la Sociedad Asteroidal, cuyo armamento científico rivalizaba con el del Capitán Video: mientras que el Escilómetro Óptico del Capitán le permitía ver a través de los objetos sólidos y su Vibrador Cósmico reducir a sus enemigos, el doctor Pauli era capaz de desviar las balas con su Compensador Trisónico y ocultarse con sus Capas de Silencio e Invisibilidad. El Capitán Video se enfrentaba siempre con éxito a estos y otros contrincantes utilizando su inteligencia y sabiduría científica más que la violencia y las armas.
Como otros programas de la época, “Capitán Video” se emitía en directo desde un pequeño estudio situado en el piso superior de un hotel de Manhattan e incorporaba material de vetustos westerns y dibujos animados presentados por el propio Capitán. Había sido creado por James Caddigan para la mencionada Dumont, una cadena televisiva neoyorquina y la producción corrió a cargo de Larry Menkin. Su formato era de episodios de treinta minutos que en el momento de su máxima popularidad llegaron a emitirse cinco noches a la semana. En su primera etapa (1949-1953) la mayor parte de los guiones fueron firmados por Maurice Brockhauser, aunque también intervinieron algunos de los principales escritores de ciencia ficción del momento, como Jack Vance, Damon Knight, James Blish, Robert Sheckley, C.M.Kornbluth, Walter M.Miller Jr., Isaac Asimov e incluso Arthur C.Clarke.
El éxito del programa propició otros espacios en la competencia que trataban de aprovechar su éxito, como “Tom Corbett, Space Cadet” (1950-1955) “Space Patrol” (1950-1955) o “Rocky Jones, Space Ranger” (1954).
Dos años cosechando popularidad y aumentando el número de cadenas que emitían el programa (hasta 24 por toda la nación), convencieron a Columbia para adquirir los derechos del personaje y producir un serial cinematográfico de 15 episodios, según anunciaron –incorrectamente-, el primero de su especie en estar basado en un programa televisivo. “Capitán Video, Señor de la Estratosfera” (1951), constó de 15 episodios dirigidos por el veterano Spencer Gordon Bennet complementado por Wallace Grissell. A pesar de contar con efectos especiales algo mejores que los del programa televisivo, el tono de la historia era igualmente infantil. Vultura (Gene Roth), siniestro dictador del planeta Atoma, desea conquistar tanto el pacífico planeta de Theros como la Tierra sirviéndose del traidor científico terrestre Dr.Tobor (George Eldredge) y sus secuaces. Pero el Capitán Video (Judd Holdren) y sus Video Rangers, gracias a su nave y avanzada tecnología, frustran los planes invasores.
Fue un serial soso y en absoluto destacable, con peleas absurdas, la habitual combinación de
automóviles de los cuarenta y cohetes, persecuciones sin propósito alguno y cháchara científica con más fantasía que rigor (como el rescate del héroe recurriendo a un “incremento temporal de la fuerza gravitacional terrestre”). Para mostrar los vuelos espaciales se recurría a la animación, como ya se había hecho anteriormente en los seriales de Superman producidos también por Columbia. Al menos, la ausencia de mujeres ahorraba las tópicas escenas de insulso romanticismo.
En 1953, el programa televisivo abandonó el formato de serial y se adoptó un nuevo nombre, “The Secret Files of Captain Video”, convirtiéndose en un programa semanal con historias autoconclusivas. El formato de serie fue una consecuencia de la esponsorización comercial que formaba parte integral del negocio televisivo norteamericano. La inserción de anuncios publicitarios marcaba tanto el tempo narrativo de cada entrega como su longevidad: en tanto en cuanto los sponsors estuvieran satisfechos, la serie continuaría sin final a la vista. Este planteamiento contrastaba con el de la televisión británica, más proclive a los programas unitarios o las miniseries (como “El Experimento del doctor Quatermass”) y menos sujeta a los mandatos de los anunciantes.
Sin embargo, esta nueva encarnación del Capitán Video no sobrevivió ni siquiera un año. En
1955, Hodge retomó su papel para un programa infantil de sesenta minutos y cadencia semanal producido por él mismo. Aunque aún vestía su característico uniforme –mezcla del de un marine y un portero de hotel- se limitaba a ejercer de presentador de films de aventuras y sencillos cortos de espíritu “educativo” sobre los que luego debatía con el público infantil del estudio. En 1956, el Capitán Video puso punto final a su carrera (que incluyó su propio comic-book a cargo de George Evans y Al Williamson) con otro programa, “Captain Video´s Cartoons, the Master of Time and Space”, si bien ya sólo se ocupaba de presentar los cortos de animación que conformaban el grueso del programa.
La calidad de los escenarios, la interpretación, las historias y los efectos era mínima. Pero, en honor a la verdad hay que reconocer que nadie en estos inicios de la historia televisiva estaba produciendo material que pudiera ni remotamente compararse con lo que hoy podemos disfrutar en este medio. No puede extrañar que Hollywood contemplase con desdén la televisión y, al principio, no la considerara en absoluto un digno rival.
“Capitán Video” estaba pensado para rellenar
sus treinta minutos diarios con cualquier cosa que pudiera hablar o moverse. La mayor parte del programa transcurría con los actores sentados frente a un “panel de control” hablando sin parar sobre la galaxia que atravesaban en ese momento –aunque nunca se veían más que fondos rudamente pintados-. De cuando en cuando, el Capitán activaba su Teletransportador Remoto para monitorizar el progreso de sus “agentes de California”, en realidad metraje de pobre calidad extraído de westerns de serie B insertado sin criterio alguno y con los que ocupar los diez minutos que los tramoyistas tardaban en cambiar el decorado y retomar la emisión en directo.
La razón por la que apenas nadie se acuerde ya del Capitán Video no tiene tanto que ver con su falta de calidad como por una cuestión meramente mercantil. Dado que se emitía en directo, no era factible su reposición una y otra vez en la misma u otras cadenas. Para colmo la mayor parte de las grabaciones se destruyeron sin remordimientos hace ya cuarenta y cinco años. Todo ello, a su vez, hizo que apenas se licenciaran productos con los que estimular el fetichismo coleccionista de los aficionados al vintage y al kitsch, auténticos conservadores no oficiales de tantas efímeras estrellas de la cultura popular.
Hoy muchos críticos ven tanto a los seriales de Buck Rogers y Flash Gordon como a estas series pioneras y otras que le siguieron (especialmente las creadas y producidas por Irwin Allen en los sesenta) como infantiles, banales y más centradas en el espectáculo que en la historia, productos de una industria sin escrúpulos que antepone los beneficios a la honestidad y seriedad intelectual.
Algo de eso hay, pero su importancia es mayor de la que se le quiere otorgar. En primer lugar,
no podemos equiparar la situación del cine en los cincuenta, que ya llevaba medio siglo experimentando temática y narrativamente, con la de la televisión. Hollywood ya era capaz de ofrecer proyectos ambiciosos que hacían uso de nuevas tecnologías como el Technicolor, el Cinemascope o incluso el 3D. Pero la televisión aún debía recorrer su propio camino y los temas relacionados con la destrucción de la Humanidad o las amenazas alienígenas, ya bien explorados en la pantalla grande, deberían esperar hasta el comienzo de los años sesenta para saltar a la televisión. Por el momento, como había sucedido en el caso del cine con los seriales de aventuras, se limitaron a contar sencillas peripecias espaciales protagonizadas por gallardos héroes.
En segundo lugar y en referencia a los reproches relacionados con la preeminencia de lo efectista sobre el argumento, es preciso recordar que la ciencia ficción en los medios visuales siempre ha dejado amplio espacio para la exhibición de efectos especiales; al fin y al cabo, la recreación de mundos y tecnologías no existentes es uno de
sus puntos fuertes, tanto como la caracterización de personajes lo es de la literatura. Y, por último pero no menos importante, esos críticos olvidan a menudo que esta modalidad de ciencia ficción-espectáculo satisfizo una necesidad de evasión en un momento concreto y jugó un papel fundamental no sólo en la mera supervivencia sino en el mismo desarrollo hacia la madurez de la ciencia ficción como género en la gran y pequeña pantalla.
Sin los seriales de Flash Gordon en los cuarenta, que animaron a los muchachos a acudir con regularidad a las salas de cine, la CF bien podría haber languidecido y muerto, imposibilitando la revitalización que se produjo en los cincuenta con películas como “Con Destino a la Luna”, “Invasores de Marte” o “Planeta Prohibido”.
Series como “Capitán Video” fueron hijas de un tiempo en el que la Carrera Espacial con la
Unión Soviética exigía una total devoción a las promesas de la exploración interestelar. Desde el comienzo de la televisión, las series de ciencia ficción sirvieron de barómetros del clima social, entonces dictado por el consenso ideológico: América debía ser la primera en llegar al espacio y ganar la Guerra Fría so pena de poner en peligro su tan estimada libertad. Las space operas destinadas a los niños puede que se basaran en personajes arquetípicos, sobados tópicos y reiterativos argumentos, pero también, con la perspectiva que da el tiempo, nos brindan un reflejo de la cara más conservadora de la psique nacional.
Las astronaves y cohetes que aparecían en Captain Video, los mostrados en películas como “Con Destino a la Luna” (1950) y sus contrapartidas reales del Programa Mercury de la NASA, brindaron inspiración para arquitectos, inventores y diseñadores involucrados en la Guerra Fría entre América y Rusia. Los coches de los cincuenta, con sus pulidas formas y exagerados alerones, eran ejemplos perfectos del movimiento a través del diseño, símbolos del optimismo tecnológico de la Edad Espacial, réplicas suburbanas de los cohetes que algún día irían al espacio.
Por otra parte y volviendo a la televisión, la naturaleza infantil y valores conservadores propios de la Guerra Fría que exhibía “Capitán Video” no estaban destinados a perdurar. Lo que es importante es que ese programa y los que surgieron en su estela, a pesar de sus deficiencias técnicas y narrativas, abrieron para la ciencia ficción la puerta de los hogares de millones de personas –muchas más de las que acudían a los cines o leían libros y revistas- y los prepararon para el siguiente paso en su evolución. Ya a finales de la década de los cincuenta surgieron series compuestas de episodios autoconclusivos como “Dimensión Desconocida” o “Rumbo a lo Desconocido”, que ofrecían una perspectiva madura sobre la sociedad y la cultura norteamericanas a través del filtro de la ciencia ficción, el terror y la fantasía.
Y, en último término, lo que hicieron estas series fue demostrar que la televisión era un medio capaz de integrar lo alienígena y lo humano en un entorno futurista. Se habían sentado las bases. Como suele pasar en la propia ciencia ficción, lo que estaba por venir fue imposible de imaginar entonces.
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“Astro Boy” es uno de los grandes clásicos del manga y el anime. Fue creado por Osamu Tezuka, el padre de ese estilo tan característico del manga reconocible por sus personajes adolescentes de grandes ojos. Su obra ha alcanzado el estatus de legendaria entre los aficionados al comic japonés gracias a títulos como “Kimba el león blanco” o “Black Jack”, pero fue probablemente “Astro Boy” su creación más popular. Por otra parte, el propio Tezuka ejerció durante un tiempo labores de director de anime y sus comics han servido de base para películas como “Space Firebird 2772” (1980), “Único” (1981) o “Metropolis” (2001)
Astro Boy, el manga original, nació en 1951 con el título “Tetsuwan Atomu” (que se podría
traducir como “El Poderoso Átomo”) y sus aventuras se serializaron hasta 1968. Su fama le llevó a protagonizar una serie de animación para la televisión que se emitió desde 1963 a 1966. Cuando la NBC adaptó la serie al inglés, se le bautizó como Astro Boy, un nombre que a su vez sería adoptado por sucesivas versiones japonesas.
Tanto el manga como el anime contaban la historia del androide Astro Boy, creado inicialmente por el Dr.Tenma para reemplazar a su fallecido hijo, pero al que luego rechazó. Más tarde, el profesor Elefun adopta al robot y fabrica para él toda una familia androide. Las aventuras de Astro Boy narraban sus peripecias superheroicas para defender la Tierra de diversas amenazas. Entre 1980 y 1981, la serie de anime fue resucitada en la forma de 52 episodios bajo el título “El Nuevo Astro Boy”, y simplemente como “Astro Boy” (2003-4) por otros 50 episodios más. A lo largo de los años se fueron estrenando películas de Astro Boy que no eran sino refritos de episodios televisivos… hasta 2009, cuando, por fin, más de medio siglo después de su creación, los seguidores del personaje pudieron dar la bienvenida a su auténtica primera película.
En el futuro, la Humanidad vive en Metro City, una ciudad que flota sobre la supuestamente abandonada superficie de la Tierra. La utilización de robots se ha convertido en algo tan general y cotidiano que se los considera algo desechable. Toby, el joven hijo del profesor Tenma, idea un plan para colarse en la demostración que su inventor padre va a realizar presentando a su nuevo robot Pacificador. Allí, el presidente Stone, que está en campaña para su reelección jugando la baza de una posible guerra contra la superficie, exige que el núcleo de Energía Azul que alimenta al Pacificador sea sustituido por la peligrosa Energía Roja Negativa. El gran robot siembra entonces el caos y Toby muere antes de que aquél pueda ser finalmente desconectado.
Abrumado por la pena, el doctor Tenma construye un androide alimentado por la Energía Azul
cuya apariencia no sólo es indistinguible de la de Toby, sino que lo programa con sus recuerdos. Pero cuando el robot empieza a mostrar el deseo de divertirse, el Dr.Tenma se siente decepcionado: tiene la memoria de su hijo, pero no su personalidad. El nuevo Toby mecánico, entretanto, descubre que tiene habilidades extraordinarias, como unos cohetes en sus pies que le permiten volar, y una tremenda fuerza física. Sin embargo, sus vuelos llaman la atención del presidente Stone y los militares, que se proponen capturarlo. En uno de esos intentos, Toby queda inconsciente y cae a la superficie.
Allí es encontrado por niños huérfanos y viejos robots desechados de Metro City. Los muchachos bautizan al androide como Astro, aunque éste no les revela que en realidad su naturaleza no es humana. Se pone de parte de los robots que son obligados a luchar como gladiadores para diversión de humanos y luego pasa a enfrentarse al presidente Stone, que reactiva el Pacificador utilizando, de nuevo, la Energía Roja Negativa.
“Astro Boy”, la película, es un producto de la compañía con base en Hong Kong Imagi
Animation, que un par de años antes había producido el anime “Los Inmortales: En Busca de la Venganza” (2007) y la cuarta película de las Tortugas Ninja, esta vez en animación por ordenador (2007). Las labores de dirección fueron otorgadas a Dave Bowers, un británico que se había labrado su propio camino en el mundo de la animación desde que empezara en 1988 como animador básico en “¿Quién Engañó a Roger Rabbitt?” hasta debutar como director un año antes con “Ratónpolis” (2006)
La película propuso varios cambios respecto a la historia del manga y el anime que suscitaron no poca polémica entre los seguidores del personaje. En la historia original, el Dr.Tenma, equivalente futurista del Dr.Frankenstein, reconstruye a su hijo Toby después de que éste muera en un accidente de coche. Además, el inventor tiene un sesgo mucho más cruel en el comic y la serie televisiva, culminando su rechazo a Astroboy en la venta de éste al circo del despiadado Hamegg. En la película, en cambio, la personalidad y los actos del científico se suavizan mientras que Hamegg se reinventa como un personaje más similar al Fagan de “Oliver Twist” (1838), un recolector de huérfanos a los que alimenta y cobija sólo para utilizarlos en su propio beneficio. También a diferencia del comic, el doctor Elefun juega un papel secundario como simple ayudante del Dr.Tenma. El argumento de un niño robot rechazado por su progenitor y tratando de encontrar el camino a casa y las destrucciones públicas de robots como entretenimiento parecen ser algo más que una mera coincidencia con “A.I: Inteligencia Artificial” (2001).
En la pantalla, Astro Boy parece algunas veces rebosante de florituras técnicas y otras
inocentemente simplón. Imagi realizó un admirable esfuerzo gráfico –los personajes parecen cuidadosamente coloreados por un aerógrafo y los fondos son impresionantes. La animación por ordenador le da a todo un aspecto vivo y exuberante y el equipo técnico disfrutó obviamente con varias de las secuencias, como aquella en la que Astro Boy aprende a volar; o cuando los militares le persiguen por los cielos de la ciudad y tratan de capturarlo; o las batallas en la arena de los Juegos Robóticos.
El problema es que el espectador acaba disfrutando más de la pulida estética de la película que de su historia, reducida a una serie de tópicos simplistas e ideas recicladas. El grueso del argumento está construido a base de unir retales de otras películas: quejumbrosos huérfanos abandonados, malvados militares, máquinas representadas como una minoría reprimida, energías buenas contra malas, el chico que es incapaz de decirle a sus amigos la verdad por temor a sufrir su rechazo… Tenemos también a una predecible serie de robots que ejercen de secundarios cómicos y que en una película normal de animación estarían representados por animales: una papelera robótica que actúa como un perro, un criado robótico, una pareja de limpiadores robóticos de ventanas y un trio de ineptos revolucionarios robóticos. Nada nuevo.
Sí resulta más sorprendente encontrar en una película “familiar” –detestable eufemismo para
“infantil”- la presencia de un personaje como el Presidente, quien trata de encontrar una excusa con la que comenzar una guerra que garantice su reelección y que constituía una nada sutil caricatura de George W.Bush. Pero claro, además de que llegó tres años tarde para surtir el efecto satírico que pretendía, uno se pregunta qué sentido tiene incluir ese guiño en una película claramente destinada a los más jóvenes.
“Astro Boy” ha disfrutado de cierto aprecio entre los fans más estúpidamente ortodoxos por cosas tales como mencionar las Tres Leyes de la Robótica de Asimov, pero en general el mundo en el que se ambienta la acción es simplón y poco trabajado. La gente que vive en la ciudad flotante tiene miedo del mundo de la superficie, mientras que el trabajo robótico está tan normalizado que es desechable. Resulta difícil de creer que alguien construiría una ciudad para escapar de la superficie y no hacer cosas tan consecuentemente obvias como, no ya vigilar qué está ocurriendo bajo sus pies, sino simplemente saber si está habitado (especialmente teniendo en cuenta que el Presidente quiere iniciar una guerra contra la superficie). Es más, si Metro City considera a los robots como algo tan fácil de obtener que no es necesario ni reciclar y que nadie baja a la superficie para trabajar en las minas, ¿de dónde procede entonces todo el metal necesario para construir los nuevos ejemplares? Las mismas incongruencias lógicas dominan el mundo de la superficie: si sólo está habitado por huérfanos… ¿dónde están sus padres?
En resumen, una película que obvia los elementos potencialmente más trágicos del perfil del
personaje y su mundo para asegurarse la atención de una audiencia infantil. Una decisión que demostró ser errónea si nos atenemos a los resultados económicos: la película no consiguió recaudar ni siquiera su coste y llevó al cierre de los estudios americanos de Imagi. Si eres adulto, podría interesarte verla por su bella estética y el dinamismo de sus escenas de acción, pero seguramente no por su argumento. Tan entretenida como intrascendente.
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La “Battlestar Galactica” original, emitida entre 1978 y 1979, fue uno de los primeros productos televisivos en aprovecharse del boom que el estreno de “Star Wars” (1977) produjo en la ciencia ficción. Ya hablamos ampliamente de ella en una entrada anterior, por lo que no me extenderé ahora mucho sobre el particular. Aunque, como digo, aspiraba a convertirse en la alternativa televisiva al épico espectáculo de efectos especiales que había sido “Star Wars” para el cine, en lo que en realidad derivó fue en un serial banal, repetitivo y poco valiente que acabó cancelándose tras quince episodios.
Aún así, su cancelación obedeció no a la deserción de la audiencia, sino a que en su momento fuera la serie más cara de la historia de la televisión y Universal, la productora, no podía seguir asumiendo semejante coste. Se resucitó con otros actores, premisas argumentales diferentes y un presupuesto mucho más ajustado, con el título “Galáctica 1980” (1980), pero el batacazo fue monumental y no se pasó de los diez episodios. Los productores habían prometido innovadores efectos especiales, pero ofrecieron las mismas secuencias de combate una y otra vez, semana tras semana, acompañando a historias autoconclusivas que no sabían desarrollar el argumento base hacia su conclusión lógica.
Pero los seguidores de “Battlestar Galáctica” permanecieron fieles a su memoria tras la
cancelación del programa. Se editaron varias novelizaciones y una serie de comic-books, incluso una colección de trading cards. A finales de los noventa, cuando se estrenó “Star Wars: La Amenaza Fantasma”, empezó a correr el rumor de que se preparaba un revival de la serie, ya fuera en la televisión o en el cine. Richard Hatch, que había interpretado al personaje de Apolo en la serie original y escrito cuatro novelas ambientadas en ese universo, fue uno de los más activos defensores de ese retorno, llegando a recaudar dinero para producir un tráiler de cuatro minutos y medio que sirvió de presentación de un nuevo programa que retomara la historia desde donde lo dejara la serie original y recuperara parte del antiguo reparto.
Más o menos por las mismas fechas el productor Todd Moyer y el creador de “Battlestar
Galáctica”, Glen A.Larson, anunciaron una película con un presupuesto de 40 millones de dólares y un reparto de actores más jóvenes, e incluso se llegó a mencionar que podría ser proyectada en cines IMAX. Los defensores de ambos proyectos se enfrentaron por sacar adelante sus respectivas criaturas mientras Universal lo hacía por dilucidar quién estaba en posesión de los derechos. Para animar la juerga todavía más, Bryan Singer, el director de “X-Men” (2000) afirmó estar interesado en dirigir el piloto de una nueva “Battlestar Galáctica”. Se llegaron a construir decorados en Vancouver, pero el proyecto se vino abajo cuando Singer se marchó a dirigir “X-Men 2” (2003) –aunque nunca ha dejado de manifestar su interés en la franquicia, últimamente en lo que se refiere a una posible traslación cinematográfica-.
Los auténticos responsables del renacimiento de “Battlestar Galáctica” (en adelante BSG en su nueva versión) fueron el experimentado guionista Ronald D.Moore y el productor David Eick (“American Gothic). Ambos supieron conservar lo mejor de la serie original y redefinir el resto en términos de una ciencia ficción moderna, pletórica de épica, acción y suspense, pero también de dramas personales y temas para la reflexión, trasplantando elementos del argumento y personajes de la serie clásica a un contexto más complejo, refinado y oscuro.
Moore y Eick dejaron claras sus intenciones desde el principio: “Nuestra meta es nada menos que la reinvención de la ciencia ficción televisiva. Damos por hecho que la space opera tradicional, con sus personajes del montón, tecnocháchara, aliens de cabeza abultada, dramatismo histriónico y heroísmo vacío, ha cumplido su ciclo y necesita una nueva aproximación. Ésta consiste en introducir realismo en lo que hasta ahora ha sido un género agresivamente irreal”.
Moore sabía de lo que hablaba. Había sido uno de los veteranos guionistas y productores de la
franquicia de “Star Trek” en varias de sus encarnaciones: “La nueva generación” (1987-94) y “Espacio Profundo Nueve” (1992-99) además de firmar los guiones para un par de películas de la serie “Next Generation” y escribir y producir otras series televisivas como “Roswell” (1999-2002) o “Carnivale” (2003-5). Abandonó la producción de “Star Trek: Voyager” (1995-2001) tras escribir solo dos episodios. Quería hacer algo diferente y lo consiguió en BSG: “Estoy aplicando ideas que me gustaría haber desarrollado en “Voyager”: la escasez de recursos, el desarrollo de instituciones civiles y culturales únicas, y las luchas internas entre la gente atrapada en sus naves sin esperanza razonable de encontrar pronto un santuario”.
Ese nuevo enfoque requería también de un nuevo entorno mediático. En ello fue capital la intervención del Sci-Fi Channel (hoy conocido como Sy-Fy), que por entonces buscaba recuperar material antiguo (otro caso fue “Dune”, también presentado por ese canal) aprovechando la nostalgia de un sector de la audiencia más adulta. Ese giro hacia el sentimentalismo pudiera haber estado relacionado con la madurez (o quizá cansancio) de la propia ciencia ficción en su vertiente televisiva. Pero también respondía a unas tendencias más generales.
Después de todo, al comienzo del siglo XXI, lo que una vez fue considerado el futuro se había convertido en el presente, un presente que, en términos generales, no habría satisfecho las expectativas de los visionarios y soñadores de cien años atrás. Mientras que los avances tecnológicos, especialmente en ordenadores y sistemas de comunicación, seguían produciéndose
a buen ritmo, el viaje espacial (el corazón de las esperanzas que la CF tenía depositadas en el futuro) no ha seguido una tendencia tan espectacular y, de hecho, casi ha llegado a un punto muerto. Además, muchos comentaristas anunciaban el final de un periodo histórico que, desde el siglo XVIII al XX, había definido el progreso como una mera evolución histórica. Algunos llegaban incluso más lejos, proclamando el fin de la misma Historia mientras que otros analistas encontraban cada vez más difícil proyectar un escenario futuro en el que el progreso pudiera continuar a la misma velocidad y con tan pocos impedimentos como hasta ahora.
En tal situación, no resulta sorprendente que la ciencia ficción televisiva también tuviera dificultades a la hora de ofrecer esas proyecciones, prefiriendo volver la vista atrás y echar mano de antiguos programas. Sin embargo, esa pérdida global de imaginación otorgaba a la ciencia ficción una importancia aún mayor como fuente de inspiración. Y, dado el poder de la
pequeña pantalla en nuestra cultura, la ciencia ficción televisiva puede ser nuestra última esperanza para recobrar el sentido de confianza y maravilla que propulsó a la civilización occidental desde el Renacimiento hasta lugares tan distantes entre sí como el espacio exterior y el ciberespacio.
Ese fue el contexto en el que, en diciembre de 2003, el Sci-Fi Channel recuperó por fin “Battlestar Galactica” en la forma de una miniserie en dos partes con una duración total superior a las cuatro horas, en las que se presentaba la premisa inicial y los personajes principales.
Las Doce Colonias de los humanos crearon la especie robótica de los Cylones como obreros y sirvientes, pero cuando éstos evolucionaron más allá de su programación original, se volvieron contra sus amos (darle cerebro a un robot siempre ha sido buscarse problemas), iniciando una sangrienta guerra. En el momento de comenzar la historia, nadie ha oído hablar de los Cylones
desde hace cuarenta años, cuando tras firmar un armisticio se retiraron a un apartado sector de la galaxia en busca de su propio destino. Lo que no saben los humanos es que en ese periodo, los Cylones han llevado a cabo su propia y acelerada evolución hasta crear una serie de doce modelos biomecánicos que, aunque son virtualmente indistinguibles de los seres humanos, aún mantienen ciertas características propias de una máquina: parecen ser programables y pueden conectarse directamente a una computadora. Pero también, al ser principalmente seres biológicos, pueden enfermar y necesitan comer y dormir. Varios de esos modelos se han infiltrado en las Doce Colonias para preparar un nuevo ataque.
En la capital de las Colonias, Caprica, el genio científico Gaius Baltar (James Callis) descubre abrumado que la atractiva mujer con la que ha estado compartiendo el lecho es en realidad una Cylon del nuevo modelo 6 (Tricia Helfer). Aún peor, lo ha utilizado para entrar en las computadoras de la red de defensa colonial e insertar un virus. Así, cuando los Cylones golpean en masa y por sorpresa a todos los mundos, éstos se hallan indefensos y no pueden hacer sino sucumbir a las armas nucleares que llueven sobre ellos.
La única nave de combate que sobrevive al ataque es la Galáctica, bajo el mando del
Comandante William Adama (Edward James Olmos), y ello solo por dos razones: dada la edad de la nave y su vetustez tecnológica, iba a ser puesta fuera de servicio, por lo que no se le prestó atención; y, segundo, porque su sistema electrónico no estaba conectado con el exterior, un viejo recurso que coartaba su operatividad pero lo protegía contra ataques víricos.
Con las colonias devastadas y su población aniquilada, la única miembro superviviente del gabinete político es la secretaria de educación, Laura Roslin (Mary McDonnell), que es inmediatamente nombrada Presidente. Convence a Adama a que abandone su instinto de devolver el golpe y forme rápidamente una flota de naves capaces de viajar por el hiperespacio. A bordo de esa variopinta flota se reúnen 50.0000 supervivientes, los únicos y últimos
representantes de la especie humana.
Comienza la huida hacia lo desconocido, pero no tardan en averiguar que entre ellos se han infiltrado agentes durmientes Cylon. Algunos saben que lo son, mientras que otros lo ignoran y solo esperan a ser activados para cometer sabotajes, asesinatos y sembrar la discordia entre lo que queda de la especie humana. En un intento de levantar la moral de la flota, Adama inventa una mentira piadosa: se dirigirán a la legendaria Decimotercera Colonia, la Tierra, y harán de ella su hogar.
A pesar de algunas quejas poco razonables de fans de la serie de los setenta por haber elegido a
una mujer (Katee Sackhoff) para encarnar al personaje de Starbuck, la miniserie inicial fue un éxito tremendo de audiencia. Pero no fue fácil llegar ahí. Cuando empezaron a filtrarse detalles de la producción, los comentarios más ácidos provinieron de los fans de la serie original, que criticaban a Ronald D.Moore por no haberse limitado a continuar la historia de los setenta y haberse apropiado de ella, reescribiéndolo todo desde el comienzo; o por no haber incluido a ningún actor del reparto original (aunque Richard Hatch sí pasaría a interpretar un importante personaje en la serie que seguiría a esta presentación inicial).
Puede que Battlestar Galactica conservara un activo núcleo de fans, pero la triste verdad es que el cariñoso recuerdo que guardaban de la serie respondía más a la nostalgia carente de criterio que a la calidad intrínseca de la misma. De hecho, como ya apuntaba al principio, era bastante mala. Sus historias estaban llenas de estupideces científicas y como estaba escrita por gente que tenía poca idea de ciencia ficción sus guiones se limitaban a trasladar a un marco de space opera tópicos manidos del Western o el cine bélico: en lugar de Colts, pistolas de rayos; en vez de soldados nazis o indios, los malvados robots Cylones. Las otras versiones propuestas para
BSG, el tráiler de Richard Hatch y la película de Glen A.Larson, se limitaban a retroceder hasta el punto en que lo dejaron y continuar una historia tejida a base de personajes planos, referencias mitológicas y refritos religiosos. En cambio, Ronald D.Moore no solo tuvo el valor de reconstruir todo ese universo cogiendo aquellos elementos con potencial dramático, sino que supo darle una amplitud, un sentido de la épica y una profundidad intelectual y emocional que sus creadores originales no habrían podido soñar. En resumen, transformó un producto kitsch hijo de los setenta en una epopeya de ciencia ficción atemporal de excelente calidad.
Casi lo único que sobrevivió intacto de la serie original fue el tema central, por otra parte un
episodio tan recurrente como eterno en la historia de la Humanidad: los últimos miembros de un pueblo, raza o especie huyen de una fuerza militar superior en busca de un nuevo hogar. Es el episodio de los israelitas huyendo de Egipto liderados por Moisés, sí, pero también la Expedición de los Diez Mil dirigida por Jenofonte… Es, al fin y al cabo y tal y como incluso sugieren evidencias genéticas, una tragedia que se ha repetido una y otra vez a lo largo de la Historia. No sería de extrañar por tanto que nuestro inconsciente colectivo sienta una especial afinidad por este tipo de narraciones.
Como digo, el tema central, el diseño general de la Galáctica y los Vipers, así como los nombres de los personajes fueron casi todo lo que sobrevivió de la encarnación original. Desde la primera escena de la nueva miniserie, cuando Caprica 6 (Tricia Helfer) destruye la Estación del Armisticio, el espectador se da cuenta de que va a asistir a una remodelación completa de la serie original, tanto conceptual como visual.
Los personajes originales también están ahí, pero nada tienen que ver con sus encarnaciones setenteras. Starbuck sigue siendo el mejor piloto de la Galáctica, le gusta el juego y fumar puros… pero ahora es una mujer (Katee Sackhoff) que no se limita a infringir con elegancia las normas, sino que no duda en pegar a un oficial superior. Baltar, que en la serie original era un traidor del Consejo de los Doce que, inexplicablemente, acababa convertido en líder de los Cylones, es ahora un genio científico atormentado por el secreto que esconde (aunque involuntario, fue responsable de la casi extinción de la especie humana) y las alucinaciones que le acosan.
En cambio, se eliminaron muchos de los personajes que no funcionaban en la serie original o
que eran superfluos: desaparecen la hija de Adama, Athena, como también Casiopea, Boxey (quien, aunque sí aparecen en BSG, nunca ocupa un primer plano) y el perro-robot Muffit. No hay equivalente a Selena, la periodista reconvertida rápidamente en esposa de Apolo y muerta en el segundo episodio, si bien algunos elementos de esa relación se conservan en la presidenta Laura Roslin.
Ya en la miniserie se introducen otros cambios interesantes. La mayoría de los personajes de la serie original hallan una traslación en BSG, pero nombres como Apolo, Starbuck o Boomer se convierten solo en apodos de combate, mientras que todos tienen auténticos nombres y apellidos…cristianos, lo que plantea implícitamente ciertas cuestiones acerca del pasado de las Colonias. Se sube la temperatura sexual –al menos en comparación con la casta serie original- y se introducen guiños al programa clásico (el hijo muerto de Adama, Zak, o viejos modelos de Cylones y sus naves como parte de una exposición museística).
(Continúa en la siguiente entrada)
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(Viene de la entrada anterior) BSG recibió asimismo un aspecto visual más realista y sucio que la serie original, que además supuso un giro radical respecto a la ciencia ficción televisiva más tradicional. En la pequeña pantalla, la CF había estado relacionada de forma general (quizá injustamente pero no del todo carente de razón) con diseños de mala calidad, baratos y predecibles en la forma de consolas llenas de lucecitas parpadeantes sin significado alguno, trajes plateados o con coloridos chillones y atrezo absurdo e inverosímil. Moore y Eick evitaron deliberadamente esta estética, intentado transmitir una sensación de verismo.
La Galáctica ya no es un navío esbelto de impolutas líneas exteriores e interiores, sino una
auténtica Estrella de Combate con un diseño claramente militar: grueso blindaje exterior, sin paneles de cristal con vistas al espacio –tan bonitos como inútiles y peligrosos-, ausencia de embellecimientos decorativos o comodidades superfluas, escotillas de manivela manchadas de grasa y óxido y corredores y hangares siempre bullendo con personal atareado en uniforme o monos de trabajo. El diseñador de producción Richardd Hudolin describía así cómo sintetizó su particular estilo: “No pusimos pantallas futuristas ni puertas deslizantes. Hay una mezcla de vieja y moderna tecnología, pero nada extraordinariamente llamativo. Combinamos elementos antiguos, como los teléfonos al viejo estilo y mapas de los que se hubieran podido ver en los barcos de guerra de los años cuarenta, con pantallas de ordenador y otros aparatos de los ochenta y noventa. Esto le dio al público un sentimiento de familiaridad con lo que veía”
En un episodio de la segunda temporada, “La Granja” (2005), tres personajes que se esconden de Adama (su rebelde hijo Lee, la presidenta Laura Roslin y el activista Tom Zarek) tratan de lanzar un mensaje a la flota defendiendo su postura. Para ello recurren nada menos que a un magnetofón y una cinta magnética, algo muy familiar todavía para gran parte de los espectadores. Este capítulo trata muchos de los temas más importantes de la serie: la lucha por el control entre militares y civiles, la difícil interacción entre los movimientos políticos legítimos e ilegítimos, la relación traumática entre padre e hijo… Sin embargo, en mitad de toda esa tensión y dramatismo, nos encontramos algo tan aparentemente anacrónico como un magnetófono. ¿Por qué, en una ficción en la que es posible el viaje más rápido que la luz, todavía se utiliza un casette analógico?
La respuesta se halla en el deliberado diseño retrofuturista de BSG, que incorpora entornos
tales como almacenes abandonados o herrumbrosas fábricas con líneas de montaje, y que quiere reforzar una estética que no se limite a retratar la simple suciedad con estilo documental, sino que ayude a definir la filosofía y tono de toda la serie. BSG optó por un estilo visual que previamente se había identificado con la televisión más barata y de baja calidad –los decorados mil veces reciclados del Doctor Who original (1963-1989) o “Los Siete de Blake” (1978-1981) pero al que ahora se le daba un sesgo positivo.
No es que esta aproximación visual fuera nueva. En el cine, por ejemplo, películas como “Star Wars” (1977) y su viejo “Halcón Milenario”, o “Alien” (1979) con su interpretación proletaria e industrial de los viajes espaciales, habían sido una prolongación estilística del cine de ciencia ficción distópica de los setenta al tiempo que una reacción a la limpieza ultratecnológica de los sesenta, tipificada por “Star Trek”, “2001: Una Odisea del Espacio” o las series televisivas de Gerry Anderson. De la misma forma, Ronald D.Moore reaccionó a las restricciones con las que había tenido que lidiar mientras trabajó en “Star Trek: “Creo que las naves de alta tecnología con pantallas táctiles y computadoras parlantes se han utilizado hasta la náusea y además tienden a desplazar a los seres humanos fuera de la ecuación dramática. Quería una serie sobre los personajes, no sobre la tecnología que utilizan”.
Para enfatizar ese estilo casi documental, se optó a menudo por rodar “cámara en mano”, lo
que permite movimientos más rápidos y naturales, además de transmitir una sensación de “visión subjetiva” potenciada por la inestabilidad, súbitos desenfoques, vibraciones y baja exposición lumínica inherentes a este tipo de técnica. Incluso para las secuencias de combate espacial, evidentemente realizadas mediante efectos visuales e infográficos, se optó por esa aproximación realista, como si contempláramos las evoluciones de las naves y los combates a través de una cámara instalada en una de ellas. Según Moore: “es como si un equipo documental de Discovery Channel estuviera mostrándote la historia”.
En relación a este aspecto de los efectos visuales, BSG fue una de las primeras space operas modernas que intentó y consiguió hacer algo diferente a partir de las escenas de combate espacial inventadas en “Star Wars”. Aquí vemos docenas de Vipers enzarzados simultáneamente en batalla contra las naves Cylonas, girando, disparando, esquivando misiles, regresando a la Galáctica en aterrizajes forzosos… todo con un grado de dinamismo sobresaliente sin sacrificar por ello la verosimilitud (que no realismo) en el tipo de evoluciones que las naves realizan.
También el montaje supuso un cambio sustancial respecto a lo que se venía haciendo en otras
series de CF. Un episodio típico de “Star Trek: La Nueva Generación”, por ejemplo, muestra un estilo de montaje mucho más lento, con una preponderancia de los planos medios y largos propia de los programas dramáticos televisivos. Esto era a menudo necesario para disimular los fallos y la artificialidad en los decorados. Por el contrario, el formato de alta definición de BSG permitía –y exigía- un mayor grado de detalle: hay, por ejemplo, planos muy cortos de dedos pulsando botones y conmutadores, algo que anteriormente no se podía hacer so pena de revelar que la consola de mando en cuestión no era más que una plancha de madera con bombillitas de colores. Adecuándose al movimiento de cámara, además, el montaje es más dinámico, con rápidas sucesiones de planos.
Los productores, por tanto, quisieron diferenciar la Ciencia Ficción, y a BSG en particular, de lo que a menudo se considera su pariente cercano, la Fantasía. En palabras de uno de los directores de la serie, Michael Rymer: “Todas las demás películas con efectos se están haciendo más y más irreales y fantásticas. Nosotros queríamos ir en la otra dirección”.
Cuando hablamos de realismo, hay que hacer algunas puntualizaciones. En la comunidad literaria, por ejemplo, Ursula K.Le Guin afirmó que la Ciencia Ficción es un género fundamentalmente realista antes de que el escritor aplique una aproximación estilística particular. En otras palabras, se espera que una obra de ciencia ficción sea internamente coherente en cuanto al mundo y el universo que presenta, y no recurra a una metafísica preexistente (magia, hechicería o incluso la mística “Fuerza” de “Star Wars”). En estos términos, “Star Trek” (especialmente “La Nueva Generación”) sería un ejemplo notable de ciencia ficción realista, puesto que convenciones del género tales como el que todos hablen inglés están adecuadamente justificados (un traductor universal en ese caso concreto) y los diferentes argumentos vienen sustentados por descubrimientos científicos, no reales pero sí coherentes, desde cristales de dilitium a replicadores de materia.
El realismo, por tanto, es relativo y viene determinado por el sistema de representación de la
realidad de una cultura o persona determinadas en un momento dado. Los temas y recursos visuales que a menudo son calificados como realistas no son a menudo más que opciones estéticas. En este sentido, BSG desafió la idea de que una estética tomada del formato documental tenga el monopolio de lo que se considere una representación fiel de la realidad, especialmente en el género de la ciencia ficción. Anteriormente, en la televisión norteamericana, este estilo “verista” había sido exclusivo del realismo “sucio” de series como “Policías de Nueva York” (1993-2005).
El estilo de movimiento y encuadre de cámara adoptado por BSG incorpora elementos propios del “reality” televisivo, un formato que ha cambiado profundamente la forma en que vemos la televisión de entretenimiento en la actualidad. Para una audiencia familiarizada ya con el formato documental y los “reality”, los movimientos subjetivos de la cámara se han convertido en sinónimo de realidad en lugar de una técnica alienante que distraiga la atención del espectador.
Como ya hemos dicho, el diseño y la puesta en escena general de la serie tienen una clara conexión con nuestro presente. A bordo de la Galáctica, los personajes abren escotillas, consultan documentos salidos de impresoras matriciales y escuchan las noticias en radios analógicas. En el episodio de la segunda temporada “El Corte Final” (2005), D´Anna Biers graba entrevistas para el telediario de la Flota utilizando una minicámara que hoy ya se antoja antigua; Adama se afeita utilizando un espejo de Ikea; los infantes de marina se protegen la cabeza con un casco hoy estándar en muchas fuerzas de seguridad; en Cáprica, los miembros de la resistencia se enfrentan a la ocupación Cylon a bordo de vehículos Humvee…
Se ha argumentado que aunque todos estos detalles separen a BSG de la ciencia ficción más
convencional tampoco la hacen más realista puesto que todas esas representaciones bien reconocibles de nuestra Tierra del siglo XXI, en lugar de sumergir al espectador en una estética familiar, le distraen con esas continuas referencias. Esta sensación llega a su clímax en la tercera temporada, cuando varios de los personajes comienzan a escuchar en sus mentes fragmentos de la canción de Bob Dylan “All Along the Watchtower” (1968). Hay una explicación “racional” -o al menos integrada en el argumento- de por qué sucede esto relacionándolo con ese mantra que se va repitiendo a lo largo de toda la serie: “todo ha sucedido ya antes y volverá a suceder de nuevo-; pero para algunos espectadores estos guiños resultaron imposibles de digerir. ¿Qué demonios pintaba todo eso en una serie de ciencia ficción?
Para esos fans que esperaban un remake más, digamos, respetuoso con los cánones de la ciencia ficción televisiva, las decisiones que se tomaron en cuanto al diseño de producción resultaron ser fuente de continuas distracciones. Para aquellos que esperaban ver pijamas plateados y alienígenas humanoides de piel verde, los intentos de establecer una ciencia ficción naturalista en BSG resultaron incómodos y poco satisfactorios. ¿Cómo es posible, por ejemplo, que en ese universo exista un tratamiento preventivo contra el envenenamiento por radiación y en cambio no se pueda curar el cáncer de pecho? ¿Se pueden tener al mismo tiempo motores FTL (Faster Than Light) y pistolas que todavía utilicen balas convencionales? ¿Cómo se explica que esos humanos que viven –o vivirán o han vivido- a millones de kilómetros de la Tierra, vistan y se comporten como nosotros?
En realidad, acercar al espectador actual al mundo ficticio de BSG a través de su conexión con esos objetos e imágenes cotidianos respondía no sólo a una opción estética y presupuestaria (siempre es más barato reciclar elementos ya existentes que diseñarlos y construirlos desde cero), sino que estaba en sintonía con la forma en que los guionistas decidieron explorar determinados temas de nuestra actualidad. Sobre eso hablaré un poco más adelante.
Otra de las razones del éxito masivo de BSG fue la forma en que Ronald D.Moore y su equipo
de guionistas supieron construir y desarrollar a los personajes. Éstos se presentan muy bien en la miniserie y a lo largo de las temporadas que siguieron no sólo nos irían dando más pistas sobre su pasado y los acontecimientos que les llevaron a ser quienes son, sino que les vemos cambiar y transformarse ante las dramáticas decisiones y experiencias que han de arrostrar: Cuando llega el final, todos han dejado atrás sus antiguos seres. Son personas nuevas, y la transición se ha realizado de forma coherente, verosímil y gradual, como debe ser en una buena obra de ficción.
Los productores reunieron a un conjunto de actores de gran solidez que brindaron una magnífica interpretación a lo largo de toda la serie. La elección de Edward James Olmos como Comandante Adama resultó sorprendente y polémica. En la serie original, el personaje estaba interpretado por Lorne Green, epítome de la autoridad patriarcal y bonachona. El Adama de Olmos es la antítesis de aquél. Con su característico estilo interpretativo sobrio y rasposo, da vida a un oficial que reprime sus emociones y que se ha distanciado de su propia familia. Es una buena persona, pero llegado el momento no dudará en hacer lo que sea necesario, por cruel que pueda parecer, en aras del deber o la seguridad de la Flota. Especialmente intensos, por lo escasos y por la genialidad de Olmos, son esos momentos en los que se rompe la frialdad de Adama, dando rienda suelta al fiero carácter que esconde en su interior.
Su hijo, Lee “Apolo” Adama (Jamie Bamber) es muy diferente a su padre… y al mismo tiempo
tan semejante que su relación no puede ser por menos que difícil. Excelente piloto de Viper y oficial responsable, las acciones de su padre acabarán poniéndole ante una difícil encrucijada: continuar en un ejército demasiado frecuentemente inclinado a la dictadura, o servir a la Flota en el ámbito civil, lo que para el comandante supondría una traición personal. No menos complicada será la relación que Apolo mantenga con Kara-“Starbuck”, de quien hablaré algo más adelante.
Otro de los personajes más complejos y atractivos de BSG es la presidenta Laura Roslin, interpretada por Mary McDonnell con una acertada mezcla de contención e intensidad, enfrentada y al tiempo atraída por el Comandante Adama. Antigua maestra metida a política, enferma de cáncer y obligada por las circunstancias a asumir una pesada responsabilidad que nunca deseó, Roslin irá pasando por diferentes fases en las que tendrá que tomar decisiones muy duras. En unos casos serán juiciosas y sensatas, otras serán innecesariamente crueles o incluso corruptas. El espectador sabe que en el fondo es una persona honesta que intenta hacer lo mejor posible su nada envidiable trabajo, pero al mismo tiempo no puede evitar disentir de ella en no pocos momentos de la serie.
Y, por supuesto, Gaius Baltar, personaje de cuyos cambios con respecto a la serie original ya
hablamos anteriormente y del que comentaremos más aspectos un poco más adelante.
BSG fue extensamente publicitado en su andadura inicial como un espectáculo televisivo de obligado visionado. No sólo insuflaba nueva vida a un clásico sino que iba dirigida a un mercado, el de las cadenas por cable como Sci Fi Channel, que funcionan como boutiques especializadas para espectadores que buscan temáticas y enfoques muy concretos. Tras el éxito cosechado con la miniserie inicial, los productores recibieron luz verde a una temporada adicional de trece episodios que tuvo aún mejor acogida. A ella le seguirían otras tres de 22 episodios.
No sólo fue el formato de BSG pensado para satisfacer a una audiencia moderna, sino que empleó técnicas propias del serial/culebrón como la “narrativa flexible” (en la que la historia principal se va desarrollando sobre un complejo puzle narrativo en el que, a su vez, evolucionan un amplio reparto de personajes). Al igual que en los seriales tradicionales, los acontecimientos pasados se repiten de vez en cuando en forma de flashbacks. Como el serial progresa de semana en semana, ha de enfrentarse a problemas derivados del propio formato: primero, deben ser capaces de enganchar a nuevos espectadores que se suban sobre la marcha y, al mismo tiempo, mantener la continuidad de tal forma que quien se pierda uno o dos episodios no se quede colgado; en segundo lugar, los seriales deben generar suficiente interés y emoción entre los espectadores como para sobrevivir al hiato estival entre temporadas. Los finales de cada temporada de “Galáctica” y los breves avances que el canal iba dosificando en los meses veraniegos, supieron cumplir perfectamente tal misión, generando expectación y aumentando el atractivo potencial de la serie.
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(Viene de la entrada anterior) El renacimiento de BSG bajo un formato de serial con un final concreto que cerraba definitivamente la historia , significaba que se podría poner más atención en la caracterización y la definición de las relaciones ente humanos y Cylones o en los conflictos políticos y personales entre los militares y el gobierno civil humanos, en lugar de limitarse a una historia eternamente estática como en la franquicia de Star Trek. Ofreciendo líneas narrativas y personajes entrelazados, se lanzaron posteriormente spin-offs como “Razor” (2007) o “El Plan” (2009) –de los cuales hablaremos al final- o webisodios en los que se ampliaba y completaba la historia principal narrada en la serie madre. BSG se ajustaba así a la tendencia de la televisión contemporánea de no apoyarse exclusivamente en el episodio de la semana, sino construir un suspense narrativo y una lealtad de los fans a través de la ampliación de ese particular universo en una multiplicidad de formatos (TV, Internet, comics, DVD). Otras series del momento, como “Héroes” o “Perdidos” siguieron también esta tendencia a la complejidad narrativa (la primera también contó con series de comic books y webisodios), alimentando sus estatus de programas postmodernos y de culto.
Por todas estas razones y más que comentaremos después, BSG se convirtió en una de las series
de CF más influyentes y seguidas de los últimos treinta años. Lo que se narró en el curso de las cuatro temporadas, setenta y cinco episodios y dos telefilmes que siguieron fue una saga madura, inteligente y absorbente que estudiaba en un marco de ciencia ficción temas tan actuales den nuestro mundo como el terrorismo, el imperialismo, el fundamentalismo religioso, la tecnofobia, la tensión entre el mundo militar y el civil, la guerra y las servidumbres de la paz, el odio al extraño, los límites del deber, la forma de definir la identidad personal y comunitaria, el racismo, la corrupción política, la justicia popular, el papel de los medios de comunicación, la perpetuación del clasismo en la sociedad... También se planteaban cuestiones, ya con una mezcla entre lo social, lo filosófico y lo científico, como la estrecha línea que separa la vida e inteligencia humanas de un sofisticado ser artificial o la posibilidad de que algo creado por el hombre tenga emociones y sentimientos genuinos… en definitiva, ¿qué nos hace humanos?
Los cambios más radicales respecto a la serie original y aquellos que marcaron el devenir de BSG se realizaron en la naturaleza de los Cylones. Éstos ya no fueron creados por una raza extraterrestre reptiliana, como se decía en la serie de los setenta, sino que fue una creación de los humanos, remitiendo a la vieja pero nunca caduca idea de la irresponsabilidad del hombre con sus creaciones y las consecuencias que entraña el mal uso de la tecnología. Y aunque los grandes robots de un solo ojo aún aparecen como fuerza militar de choque, no son ni los líderes ni los verdaderos enemigos.
El hecho de que la clase gobernante de los Cylones parezca humana crea una capa adicional de
misterio y peligro reminiscente del tipo de historias que tanto cultivó Philip K.Dick: paranoias identitarias en las que resulta imposible distinguir entre lo verdadero y lo falso, lo auténtico y la copia. La idea de que el peligro se esconda ante nuestros propios ojos y que nuestros vecinos o amigos puedan no ser lo que parecen, es uno de los ejes temáticos centrales de la nueva BSG. En determinadas circunstancias, los Cylones pueden incluso aparearse con humanos y engendrar descendencia. El espectador se pregunta además qué es lo que pasa por el cerebro de los Cylones mecánicos: si fueron ellos los que crearon a sus congéneres humanoides, ¿por qué ahora están a su servicio? ¿Se han limitado a cambiar unos amos por otros? ¿Se rebelarán contra los Cylones orgánicos también? (Preguntas que la serie acabará respondiendo hacia el final de su recorrido)
En cualquier caso, los Cylones orgánicos tienen una desventaja: sólo existen doce modelos. Pueden teñirse el pelo, cambiar su vestuario y maquillaje, pero no transformar sus estructuras fundamentales (no se explica por qué sólo hay doce o por qué los Cylones no pueden realizar ellos mismos manipulación genética que les permita cambiar su aspecto). Una vez que se identifica la apariencia de un modelo, cualquier otro que se ajuste a ella es, evidentemente, un Cylon. En el curso de los dos primeros años de la serie, los humanos conocerán el aspecto de siete de los doce modelos. Existen, sin embargo, cinco modelos que han permanecido ocultos incluso para los siete restantes y tratar de descubrir su identidad ha pasado a ser una herejía para los propios Cylones.
Los modelos conocidos eran: nº5 o Doral (Matthew Bennett); 6, el modelo conocido como
Caprica Seis (Tricia Helfer), de la que Gaius Baltar se enamoró; 8, modelado a imagen de la oficial de la Galáctica Boomer (Grace Park); el espiritualmente inquieto nº 3, D´anna, interpretado por Lucy Lawless; y tres modelos más cuyos números no se revelan: Leoben (Callum Keith Rennie), que mantiene una extraña relación con Starbuck a la que atribuye el fin de la Humanidad; Cavil (Dean Stockwell), que se hizo pasar por sacerdote a bordo de la Galáctica; y Simon (Rick Worthy), que se hizo pasar por un doctor humano y robó uno de los ovarios de Starbuck.
Como en la mayoría de las series televisivas de los setenta, la serie original de “Battlestar Galáctica” estaba protagonizada por personajes masculinos. El papel de las mujeres era siempre secundario: Atena, la oficial de comunicaciones y hermana de Apolo; Casiopea, una antigua prostituta reconvertida en enfermera (ambos roles identificados tradicionalmente con el género femenino); Serina, más atractiva por su belleza que por su capacidad como periodista profesional… en los últimos capítulos de la serie se intentó variar esa tendencia dándole mayor protagonismo a la teniente Sheba, una competente piloto, pero no dejaba de ser una excepción y, después de todo, su principal rol era el de interés romántico de Apolo.
Veinte años después del estreno de la serie, las mujeres ya formaban parte regular y cotidiana
del ejército de muchos países pero, ajenos a los cambios del mundo real, las series de CF insistían en descompensar la balanza a favor de los protagonistas varones. Ello quizá era consecuencia de la convicción de los productores de que este tipo de género es consumido principalmente por un público masculino que espera ver héroes de su mismo género acompañados de bellezas femeninas en una especie de proyección de sus propias fantasías.
También en esto BSG optó por cambiar las
cosas, presentando un amplio y variado elenco de mujeres fuertes, independientes y, al tiempo, conscientes de su sexo. Mujeres y hombres se relacionan en igualdad de condiciones a bordo de la Galáctica y ni siquiera los vestuarios o los dormitorios están segregados por sexos. El comandante de la nave, Adama, sigue siendo un hombre, sí, pero su superior, la almirante Cain, es una mujer tan eficaz y competente como despiadada. Ya hablamos más atrás de la presidenta Laura Roslin.
Dos de los principales oficiales, con un papel central en el destino de la especie humana habían sido encarnados por hombres en la serie original: Starbuck (Katee Sackhoff) y Boomer (Grace Park). Tristemente, estos cambios no fueron bien acogidos por los fans más veteranos (¿o debería decir rancios?), que criticaron con virulencia a Ronald D.Moore y a las actrices (se las llamó marimachos entre otras lindezas) negándose a entender que su capacidad guerrera no excluye su vocación de mujer o madre (ambos personajes pasan por una experiencia de maternidad, si bien totalmente diferente).
Boomer es un agente Cylon durmiente infiltrado en el bando humano y en cuyo cerebro se han
implantado falsos recuerdos. Pero ella no lo sabe, y el gradual descubrimiento de su auténtica naturaleza cambiará la deriva de toda la serie. Boomer no es ya el piloto fiel compañero de los protagonistas pero eternamente segundón de la serie original (interpretado entonces por Herb Jefferson Jr), sino una pieza fundamental en la resolución del drama, un personaje trágico atrapado entre dos lealtades, considerado como un monstruo entre los humanos con los que decide finalmente servir y un desertor entre los Cylones, su propio pueblo.
El nombre de “Starbuck” provenía originalmente del contramaestre del Pequod, el navío del capitán Ahab en la novela “Moby Dick”. En la serie original estaba interpretado por Dirk Benedict, que daba vida a un tipo atractivo, despreocupado, juerguista, trapisondista y mujeriego, pero que al mismo tiempo era un piloto de primera que a la hora de la verdad lo daba todo por sus amigos y la misión que se le hubiera encomendado. Ahora nos encontramos con un personaje femenino mucho más complejo y oscuro. Kara Thrace, alias Starbuck, es todavía una piloto extraordinario, pero también una mujer atormentada por una infancia marcada por los abusos y su incapacidad para aceptar la autoridad establecida. Tras el bombardeo de las Colonias, no sólo se convertirá en el centro involuntario de un inestable triángulo amoroso entre la antigua estrella deportiva Sam Anders (Michael Trucco) y Lee Adama, sino que descubrirá que escondido en su cerebro se encuentra nada menos que el destino de la especie humana.
También el bando Cylon tiene sus mujeres fuertes. D´Anna, el modelo nº 3, es un Cylon
inquisitivo que apareció por primera vez haciéndose pasar por periodista del canal de noticias de la Flota. Está obsesionada con averiguar la verdad sobre su propia especie, incluso si ello la conduce a la herejía. Es un giro interesante el que sea un robot quien pretenda llegar hasta el final arriesgándolo todo. De hecho, su modelo acaba siendo “retirado” por sus congéneres más ortodoxos, quienes la consideran una amenaza para su propio pueblo.
Caprica Seis (Tricia Helfer) y el Nº 8 (Boomer, de nuevo interpretada por Grace Park), por diferentes motivos, se hallan vinculadas a los humanos. Su desacuerdo con la política de exterminio humano que están llevando a cabo los Cylon acaba desembocando en abierta rebelión y abriendo una brecha en su propio campo.
Hacia el final de la serie, se produjo una deriva mística que no gozó del aprecio de muchos seguidores, discutiéndose de una forma no muy definida aspectos religiosos como el enfrentamiento entre politeísmo y monoteísmo, la naturaleza y autenticidad de las profecías, la existencia de seres superiores que manejan los hilos con un propósito oculto y que hacen notar su presencia mediante signos y presagios, el poder del amor, la reencarnación, la salvación….
Hubo quien se quejó de la introducción de estos elementos acusando a la serie de propaganda
teológica, pero lo cierto es que también se hallaban presentes en la serie original, aunque tratados con mucha más torpeza. Al fin y al cabo, el creador de la serie, Glen A.Larson, era mormón y codificó en su historia alusiones más o menos evidentes a sus propias creencias y a la mitología antigua. En la nueva Battlestar Galactica, los Cylones son, como los humanos, seres espirituales. Creen en un dios reminiscente de la deidad judeo-cristiana, un ser de amor que recompensa las obras realizadas en su favor. Creen que todos los seres inteligentes deben amar a Dios, que la misión sagrada de Hombres y Cylones es procrear y que el suicidio es imperdonable. Incluso las Bases Cylonas son parte humanoide, con un híbrido biomecánico ejerciendo de cerebro computacional que murmura ininterrumpidamente palabras aparentemente aleatorias y sin sentido, pero que algunos modelos Cylon, como el 3-D´Anna, piensan que ocultan mensajes divinos.
Los humanos, por su parte, son politeístas. Aunque probablemente no conozcan sus orígenes, adoran a una variación del antiguo panteón griego. Sus dioses (Apolo, Ares, Artemisa, Atenea…) son conocidos como los Señores de Kobol, el planeta en el que, se dice, nació la Humanidad y donde el hombre vivió con los dioses hasta que una deidad celosa se hizo con el poder. Los humanos huyeron y establecieron las Doce Colonias, mientras que otro grupo se marchó a la Tierra. ¿Fue ese dios celoso y renegado el que ahora adoran los Cylones? Sea como fuere, es un giro refrescante ver a los héroes humanos como politeístas, posiblemente como un guiño a la creciente aceptación del paganismo en nuestro propio mundo.
Cada colonia recibe el nombre de uno de los doce signos del Zodiaco. De hecho, descubren que
la Tierra está situada en aquel punto de la galaxia desde el que puedan divisarse en la bóveda celeste los signos de las doce colonias en forma de constelaciones, dato este que les servirá a los humanos como referencia navigacional.
A lo largo de la serie, humanos y Cylones van encontrando signos y profecías que les guían hacia la Tierra. Pero no solo eso, sino que establecen un nexo entre ambas religiones y, por tanto, asumen la existencia de una inteligencia superior que guía los acontecimientos y cuya intención (Atención: Spoiler) parece ser la extinción de ambas especies por los errores (pecados) cometidos y su sustitución por una nueva, un híbrido de humano y Cylon que se apareará con los humanoides de la Tierra, dando lugar a algo nuevo: la especie humana (Fin de Spoiler).
La reencarnación fue otro de los temas religiosos explorados en BSG desde diferentes ángulos. Cuando muere el cuerpo de un Cylon, la mente es enviada en forma de señal electromagnética a un nuevo cuerpo. Éstos se hallan almacenados bien en bases emplazadas en diversos planetas remotos, bien en naves móviles que acompañan a sus flotas, muy apropiadamente denominadas Naves Resurrección. A menos que el Cylon muera muy lejos de una de esas naves, su conciencia pasará a ocupar un nuevo cuerpo casi inmediatamente tras su muerte física, lo que permite una ininterrumpida experiencia vital, conservando todos los recuerdos de las anteriores encarnaciones.
Esta habilidad tiene otras implicaciones. Por ejemplo, las naves de combate Cylon son mitad
mecánicas y mitad biológicas, y cuando una es destruida, sus memorias y habilidades son “descargadas” en nuevas naves. En el episodio “Cicatriz”, los pilotos de la Galáctica han de enfrentarse a uno de estos seres, que ha estado en tantas batallas y ha sido destruido en tantas ocasiones que se ha convertido en la nave más experimentada, astuta y letal de toda la Flota Cylon.
Otra consecuencia es que existe la posibilidad de recordar retazos inconexos del breve periodo que media entre la muerte y la reencarnación. D´Anna, el modelo nº 3 de los Cylones orgánicos, se ha obsesionado con averiguar qué ocurre en ese viaje espiritual posterior a la muerte y quiénes son los modelos secretos. La propia D´Anna ha muerto muchas veces y en esa especie de limbo previo a su reencarnación, cree haber visto cinco figuras brillantes, los cinco modelos perdidos. En un episodio de la segunda temporada, cuando D´Anna llega a un templo que podría dar la pista para encontrar la Tierra, ve los rostros de los cinco, un conocimiento herético que la condenará a los ojos de sus hermanos.
La reencarnación puede ser también la explicación a las alucinaciones que experimentan Gaius
Baltar y Caprica Seis. Porque, durante el ataque inicial a las colonias, una bomba nuclear explotó lo suficientemente cerca de la casa del científico como para que éste hubiera fallecido si Seis no lo hubiese protegido con su cuerpo. Quizá el impacto de la explosión envió la señal de reencarnación a través del cerebro de Baltar, dejando una impresión en sus neuronas y, al mismo tiempo, atrapando algo de Baltar que pasaría a formar parte de la mente de Caprica al resucitar. ¿Es esto algo mínimamente científico? Probablemente no, pero en el contexto de la obra funciona y, además, añade misterio, drama e interés a los personajes. Y eso es lo que importa.
Hay una vertiente más sutil y humana en el tema de la reencarnación. Cuando está sometido a interrogatorio por Starbuck, el modelo Cylon Leoban afirma que todos tienen un destino que ya ha sido vivido antes. ¿Podría esto ser una referencia a la serie original? Quizá se refiera al concepto espiritual de que el tiempo es cíclico y que la historia se repite eternamente, variando de forma gradual y sutil. En este sentido, quizá los personajes de esta serie son reencarnaciones de los originales de los setenta.
Con todo el subtexto religioso que impregna la serie, ya sea monoteísta o politeísta, BSG trata sobre la humanidad en busca de la salvación, algo que está presente en todos los aspectos de la vida en la Flota: una nave prisión se rebela y los reclusos obtienen el perdón, permitiéndoseles vivir como ciudadanos normales de la Flota; en lugar de destruir el mercado negro, se le permite continuar porque su desaparición sólo significaría la sustitución por otro.
Durante la miniserie, el comandante Adama se pregunta por qué la Humanidad merece
salvarse. Al fin y al cabo, crearon una nueva raza de esclavos y ahora los antiguos sirvientes han regresado para destruirlos. ¿Acaso los hombres no se merecen la extinción? Naturalmente, la creación de los Cylones no es culpa de todos y cada uno de los humanos, de hecho ni siquiera lo es de esta generación. Esta es la historia de los descendientes de dos bandos luchando la guerra de sus antecesores, algo que remite de forma evidente a la propia historia y cultura norteamericanas, reproduciendo la época del esclavismo y la opresión hacia la minoría negra.
En un momento determinado, los propios Cylones se enfrentan unos con otros, pues parte de los modelos, arrepentidos por las atrocidades cometidas contra los humanos, también ansían la salvación. De nuevo, ambas especies se van acercando y símbolo magnífico de ello es que la Galáctica acaba convertida ella misma en un híbrido de tecnología humana y Cylon.
Otro tema recurrente en la religión es el poder universal del amor y en BSG su símbolo más claro es que humanos y Cylones son capaces de procrear…siempre que el acto sexual lo sea también de amor. Todo lo cual resulta irónico si tenemos en cuenta cómo los Cylones trataron inicialmente de exterminar a la Humanidad en la creencia de que se trataba de una especie fracasada, indigna de Dios. Aún así, se dan cuenta de
que necesitan a los humanos supervivientes, ya que son incapaces de procrear entre ellos. Tienen miedo de extinguirse –lo que ya apuntaba a que en realidad fueron creados por alguien diferente a los Cylons robóticos originales, habiendo perdido la tecnología que les permitiría crear más modelos-.
Cuando Helo se queda en Cáprica tras el ataque nuclear, se encuentra con un modelo 8 que cree ser Boomer (en realidad es una copia de Boomer con sus recuerdos). Se enamoran y conciben un niño. Los Cylones que los vigilan en secreto afirman que ello solo puede suceder si el amor forma parte de la ecuación. ¿Sensiblero? Puede ser, pero al fin y al cabo el elemento biológico juega un papel importante en nuestras emociones y viceversa. Quizá los creadores de los Cylones conocían este condicionante y deseaban integrar ambas especies de tal forma que la descendencia híbrida tuviera mejores oportunidades para prosperar individual y colectivamente.
(Finaliza en la próxima entrada)
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(Viene de la entrada anterior) Otro acierto consistió en variar radicalmente la perspectiva moral y ética respecto a lo esperable en una serie de estas características. Los conceptos del bien y el mal se tornan borrosos a la hora de exponer las brutales decisiones que han de tomarse en aras de la supervivencia. ¿Es moralmente aceptable sacrificar unas pocas vidas si con ello se salvan otras muchas? ¿Debemos dar una oportunidad a los que siempre han actuado como nuestros enemigos? ¿De qué principios podemos prescindir sin dejar de ser humanos? Son preguntas para las que no hay respuestas correctas a priori; que éstas sean correctas o deplorables dependerá al final de las consecuencias que tengan las decisiones tomadas.
Mientras que la serie original prefería pasar por alto problemas obvios, como conseguir
alimento o combustible para la Flota, a menos que ello sirviera puntualmente como excusa para un argumento, BSG puso el énfasis en la ética del tipo de decisiones que, enfrentados a la supervivencia de toda una especie, se han de tomar. A veces, esas decisiones son brutales, como destruir una nave de pasajeros porque podría poner en peligro a toda la Flota; o abrir las esclusas al vacío para apagar un fuego, aun sabiendo que ello significará matar a decenas de personas; o dejar abandonados a la muerte a miles de humanos a bordo de naves que no pueden saltar al hiperespacio porque ello significará salvar al grueso de la Flota; o prohibir el aborto, aunque ello vulnere los derechos hasta el momento establecidos, en aras de aumentar el cada vez más menguado número de humanos vivos. Nunca el capitán Kirk o Picard tuvieron que tomar, en sus respectivas series de Star Trek, decisiones de tal envergadura.
El que personajes hacia los que el espectador siente una especial simpatía o proximidad tomen
decisiones moralmente ambiguas, aumenta su complejidad e incluso hace que, en determinadas situaciones, se comporten de manera contradictoria, algo que en el pasado se había considerado narrativamente confuso o, directamente, producto de la ineptitud literaria. Así, Adama es capaz de abandonar a algunos de sus hombres para que la Flota pueda ponerse a salvo, pero cuando es su hijo el que se pierde unos capítulos después, no duda en enfrentarse a la opinión de sus oficiales y poner en peligro a todos con tal de no abandonar la esperanza de encontrarlo. Su comportamiento quizá sea contradictorio, pero desde luego lo comprendemos. Es humano.
Es más, hay momentos en que los humanos parecen menos próximos a nosotros que los Cylones y éstos, a su vez, muestran rasgos claramente humanos. Poco a poco, una y otra especie van aproximándose. Ello se ejemplifica en la drástica evolución que experimentan algunos personajes. En la serie original, el conde Baltar fue un traidor sin fisuras, un humano que decidió aliarse con los Cylones por interés personal. En la versión de BSG, olvidado su título nobiliario, Gaius Baltar es un personaje más humano y complejo. Sí, le dio a los Cylones los códigos de defensa de las colonias; y no reveló a la Flota que Boomer era en realidad un Cylon; o que había mantenido un romance con uno de ellos, Cáprica Seis. Pero en lugar de parecernos malvado y traidor, lo vemos como un ser trágico, cobarde, atormentado, ansioso por sobrevivir a toda costa… humano al fin y al cabo… y al que, por tanto, podemos entender bien.
Pero además, sus experiencias, aunque dramáticas, le han brindado a Baltar una perspectiva única: que los Cylones no son necesariamente malvados. En cambio, a pesar de las evidentes semejanzas entre Cylones y humanos, Adama, la presidente Laura Roslin y, en general, todos los supervivientes de las doce colonias, los consideran máquinas y no dudan en arrojarlos al vacío.
Conforme avanza la serie, otros personajes empiezan a comprender que no todos los Cylones son engendros mecánicos. Una copia de Boomer, que de alguna forma incluso comparte las
memorias del original, se enamora de Karl Agathon (apodado en combate “Helo”). Agathon era una especie de página en blanco en lo que a caracterización se refiere y nunca se pretendió originalmente que alcanzara la importancia y desarrollo que luego obtuvo. En la miniserie original, quedaba abandonado en Cáprica tras el ataque nuclear y los guionistas no tenían previsto para él nada más interesante que una implícita muerte por radiación fuera de pantalla. Sin embargo, acabaría siendo segundo al mando y un auténtico héroe de la menguada raza humana. Todo un giro de la fortuna.
Pero volvamos a Boomer. La presidente Roslin estaba dispuesta a matarla, pero Starbuck la defiende. Este modelo nº 8 acabará siendo la esposa de Helo, con quien tendrá una hija, Hera, que juega un papel clave en el destino de ambas especies, la humana y la Cylon, como heraldo de una nueva raza. Boomer, además, conseguirá superar el rechazo de sus compañeros pilotos, demostrar su lealtad para con la Flota y forjar una cercana amistad con el comandante Adama, a quien ella misma trató de matar meses atrás.
La evolución de Baltar continúa cuando se convierte en el presidente electo de las Colonias y decide que la Flota detenga su huida y se establezca en un planeta al que se denomina Nueva Cáprica. Algunos preferirían continuar buscando la Tierra, pero otros están cansados de huir y de las condiciones de vida a bordo de muchas naves. Cuando parece que han conseguido escapar de la atención de los Cylones, empiezan a colonizar, no sin problemas, este nuevo mundo.
Un año después, al final de la segunda temporada, los Cylones los encuentran. La Galáctica y la Pegasus (otra estrella de combate que encontraron en esta misma temporada) están en órbita,
pero la mayor parte del personal se halla en la superficie comenzando una nueva vida y no pueden hacer sino huir para evitar su propia destrucción, abandonando a su suerte a quienes se han establecido en Nueva Cáprica. Los Cylones, sin embargo, no los aniquilan: tienen la intención de proteger y gobernar a los humanos como si fueran niños. Crean un estado policial contra el que surge un movimiento de resistencia humano que recurre a actos tales como los atentados suicidas en los que inevitablemente mueren congéneres. Son estos episodios, de extrema dureza, los que cambiaran para siempre la vida de los personajes y marcaran de forma indeleble el futuro devenir de la serie.
Estos capítulos, que abren la tercera temporada –como toda BSG en realidad- fueron además una muestra de cómo la ciencia ficción no sólo queda marcada por el devenir histórico, cultural y sociológico del mundo real, sino de la forma en que puede reflexionar con lucidez sobre éste. Tras los atentados del 11/S, la televisión funcionó como un instrumento catártico que
contribuyó a facilitar –si se puede llamar así- el periodo de duelo individual y nacional por aquellos acontecimientos. Junto a los obvios maratones informativos cubriendo el suceso, vinieron dramas, documentales y debates que ayudaron a digerir la tragedia. Bastante después de que aquellas imágenes hubieran quedado impresas a fuego en la memoria particular y colectiva, la televisión continuó reciclando aquella imaginería, pasando por alto el contexto político e histórico que en último término llevó a los atentados.
A pesar de que la televisión norteamericana prefirió mayormente ignorar cualquier análisis mínimamente crítico de los acontecimientos, debemos reconocer la influencia que esta atención al espectáculo y la imagen más que a la sustancia y la narrativa tuvieron sobre la programación regular que siguió a aquella fecha. Algunos críticos han hablado de “Televisión de Acontecimientos” o televisión diseñada para competir por las cifras de audiencia en el momento de producirse algún hecho social o político relevante. El terreno de la ciencia ficción televisiva
tampoco fue ajeno a las consecuencias que sobre el medio tuvo el 11/S, y series como “Héroes”, “Star Trek: Enterprise” y especialmente “Battlestar Galactica” hicieron en sus historias claras alusiones a los ataques terroristas de esa fecha o la ruptura social provocada por la política norteamericana en Guantánamo y la Guerra contra el Terror, desde la Patriot Act a la invasión de Afganistán e Irak pasando por los maltratos a internos de la prisión de Abhu Ghraib. BSG, además de satisfacer la fascinación de los espectadores por el espectáculo gracias a sus magníficos efectos especiales, también supo abordar aspectos incómodos de todos aquellos acontecimientos post 11-S.
En el episodio que abre la primera temporada, “33” (2005), los corredores de la nave se han
convertido en improvisados santuarios dedicados a los seres queridos desaparecidos en los ataques a las Doce Colonias a raíz del ataque nuclear Cylon, remitiendo directamente a las miles de fotos y mensajes que se colgaron en el lugar donde se colapsaron las Torres Gemelas de Nueva York. En el episodio de la tercera temporada “Precipicio” (2006), los humanos dejados atrás en Nueva Cáprica utilizan tácticas guerrilleras y atentados suicidas con bomba contra los Cylones y sus colaboradores. La forma en que se muestran estas acciones obliga a los espectadores a simpatizar con aquellos que en nuestro mundo consideramos terroristas, poniendo a prueba nuestras concepciones del bien y el mal, lo civilizado y lo bárbaro.
De hecho, la intención de los Cylones no es mala y no pretenden masacrar a los humanos, pero son incapaces de comprender la idiosincrasia humana, fuertemente individualista y celosa de su libertad. Así, una ocupación que pretendía “educar” en la civilización y la convivencia, acaba transformándose en un estado policial cada vez más cruel. Los humanos, por su parte, se
dividen en dos bandos: por un lado los colaboracionistas, ya sea por convicción o por necesidad; por otro, los rebeldes liderados por el coronel Tigh y Sam Anders, que empiezan a perder la claridad ética cuando recurren a terroristas suicidas. Ningún bando tenía completamente la razón y ningún bando estaba completamente equivocado. Toda esta situación remitía directamente a la ocupación norteamericana de Irak y el complejo y resbaladizo panorama que encontraron –y crearon- en ese país.
Como reconocimiento a la osadía de la serie y su aproximación realista dentro de un marco de ciencia ficción a problemas contemporáneos, en marzo de 2009, Naciones Unidas organizó un debate en el que intervinieron los productores, guionistas y reparto de la serie junto a comisarios de esa organización, para reflexionar junto a alumnos de las escuelas públicas de Nueva York sobre temas como los derechos humanos, el diseño de políticas, el terrorismo, el destino de los niños durante los tiempos de guerra y la intersección entre fe religiosa y política. Nada mal para una serie de TV de un género tan poco apreciado por muchos como la CF.
Las maquinaciones de la política democrática y el circo mediático que a menudo la rodea es otro de los temas centrales de la serie. Para una población, la de la Flota, que no supera la de una ciudad pequeña, las ruedas de prensa de Laura Roslin apuntan a una presencia desproporcionada de los medios de comunicación. El episodio “Día Colonial” (2004) se abre con el extracto de una emisión del Servicio de Noticias de la Flota, un programa de debates titulado “The Colonial Gang”. El formato de dos comentaristas políticamente enfrentados discutiendo es una parodia de algo muy familiar en la televisión y radio norteamericanas. Incluso el título es una referencia directa al programa político de la CNN “The Capital Gang”, en antena durante los años noventa.
La idea de que tanta energía y recursos de una Flota en continua amenaza de extinción se
dediquen a objetivos tan triviales parecería atentar contra la credibilidad de la historia. Y, sin embargo, a lo largo de todo ese episodio (Tom Zarek, Laura Roslin y Gaius Baltar dan entrevistas en el ficticio programa) se establece un claro paralelismo con las elecciones propias de nuestro mundo, satirizando de paso la naturaleza superficial, forzada y maliciosa de los debates en este tipo de shows y lo inadecuados que resultan para realizar un análisis serio de un programa político. De hecho, este es el primer paso en la carrera electoral que llevará a Gaius Baltar a asumir su desastroso periodo presidencial.
Volvamos, precisamente, con Gaius Baltar, quien tras el desesperado rescate de los humanos de Nueva Cáprica por parte de la Galáctica, acaba en manos de los Cylones. Éstos, sin embargo, lo devuelven a los oficiales de la Flota humana como parte de un trato e inmediatamente se
organiza un juicio para condenarle por rendir Nueva Cáprica a los Cylones y firmar órdenes de ejecución de insurgentes humanos. Aunque Baltar cometió graves equivocaciones, el espectador sabe que no tuvo más remedio que someterse a los deseos de los Cylones para salvar a la Humanidad y que se vio forzado a punta de pistola, literalmente, a firmar esas órdenes. A estas alturas, aquel genio científico atractivo y arrogante ya ha quedado sepultado por capas y capas de tormento, remordimiento y locura, magníficamente interpretado por James Callis.
El juicio de Baltar es otro de los clímax de la serie, un punto de inflexión que marca a varios personajes, como Lee Adama/Apollo, que deja la carrera militar para servir como odiado
abogado del antiguo científico. Inesperadamente y gracias al buen hacer de Lee, el juicio termina con la absolución de su defendido. Esa será para el científico el fin de una etapa y el comienzo de la siguiente: líder de un culto religioso, obligado a esconderse de unas víctimas que no olvidan su papel de Judas en Nueva Cáprica. Vez tras vez a lo largo de toda la serie, Baltar consigue sobrevivir a las circunstancias más adversas hasta el punto de que él mismo comienza a creerse, como constantemente le repite en su mente su ilusoria Cáprica Seis, un instrumento de Dios.
La tercera temporada terminó con más preguntas que respuestas. (ATENCIÓN: SPOILER):
¿Cómo sobrevivió Starbuck a la explosión de su nave? ¿Conoce realmente el camino a la Tierra? ¿Están programados los cinco Cylons secretos para traicionar a la raza humana? ¿O, como el modelo 8, Sharon Agathon, una máquina que actúa contra su programación, tienen libre albedrío? ¿Encontrarán humanos y Cylons humanoides una forma de vivir en paz, o continuará la batalla incluso a las puertas de la Tierra?
Tras muchos giros y sorpresas, BSG llegó a la cuarta y última temporada, centrada en el concepto de Salvación y, por fin, el hallazgo de la Tierra. Cuando los primeros colonos aterrizan en las llanuras de África, Adama bautiza a este mundo que han hallado como “Tierra”, en recuerdo del legendario planeta durante tanto tiempo buscado y que hallaron en la temporada anterior… solo para encontrarse con un mundo arrasado por una guerra nuclear y que, en una perversa inversión, resulta ser el planeta madre de los Cylons originales.
Los habitantes nativos de la nueva Tierra apenas han alcanzado los rudimentos de la civilización, pero su evolución los ha hecho biológicamente compatibles con los humanos de las Colonias. La serie termina con un epílogo situado en la moderna Times Square, en Nueva York, cuando dos “ángeles”, Caprica Seis y Gaius Baltar, reflexionan sobre el ciclo de violencia y
guerra entre hombres y máquinas, y se preguntan si podría suceder de nuevo dada nuestra dependencia de la tecnología en el mundo moderno. La revelación de que todo lo visto en las cuatro temporadas anteriores sucedió hace 150.000 años y que la pequeña Hera, híbrido de humano y Cylon, sirvió como Eva del moderno Homo sapiens, es una revelación interesante e inesperada, dado que la ciencia ficción suele especular más sobre el futuro que sobre el pasado. (FIN SPOILER)
“Battlestar Galáctica” cosechó un merecido éxito. La revista Time la votó una de las mejores series televisivas de 2005: “La mayoría de ustedes probablemente piensan que esta afirmación tiene que ser una broma. El resto, han visto la serie”.
Ronald D.Moore tuvo la honestidad creativa de establecer un final definido para BSG y no dejar que languideciera hasta su cancelación por falta de audiencia a base de alargar estúpidamente la historia planteada inicialmente o estancarse en una interminable cadena de episodios autoconclusivos. Para contentar a la legión de fans que la serie había ido acumulando y a medida que el final de la misma se acercaba, se fueron lanzando productos relacionados, como los webisodios de 2006, de varios minutos de duración y que cubrían los huecos entre temporadas. Probablemente inspirados por el éxito de las películas con que la franquicia de “Babylon 5” (1993-1998) había ido manteniéndose viva en el corazón de los fans después del cierre de la serie principal, los productores de BSG decidieron recurrir a la misma técnica, produciendo un par de telefilmes que expandían la historia principal.
Una de las mejores líneas argumentales de la segunda temporada era aquella en la que la Galáctica encontraba otra Estrella de Combate superviviente, la Pegasus, al mando de la
almirante Helena Cain (Michelle Forbes). En la serie original, este personaje había sido un impulsivo oficial (interpretado por Lloyd Bridges) cuyo deseo de alcanzar la gloria ponía en peligro la unidad y seguridad de la Flota. Era, sin embargo y en esencia, una buena persona. La almirante Cain, por el contrario, mostraba una frialdad y un comportamiento claramente criminal, fusilando a los disidentes y desmantelando naves civiles para abastecer su propio navío, abandonando luego a su suerte a los infelices que viajaban en ellas. La tensión creciente entre Adama y ella terminaba con ambas Estrellas de Combate enzarzadas en combate y con sus respectivos comandantes conspirando para asesinar a su rival.
La popularidad entre los fans del arco argumental de la almirante Cain llevó así a la producción de una primera película para televisión, “Razor”, estrenada en noviembre de 2007, previamente a la presentación el siguiente año de la cuarta y última temporada (que fue dividida en dos bloques de diez episodios emitidos a partir de abril de 2008 y enero de 2009 respectivamente). “Razor” fue escrita por Ronal D.Moore con la intención de que pudiera ser editada independientemente en DVD, y su visionado es opcional para quienes hayan seguido la serie, puesto que complementa y enriquece aquélla pero su historia no resulta esencial para la línea argumental general.
Para cuando se estrenó “Razor”, el equipo de producción de BSG ya había alcanzado un nivel
de calidad sobresaliente y ese talento se traslada íntegro a este telefilm, cuya acción se desarrolla a tres niveles: los flashbacks al Pegasus durante el ataque Cylon inicial y las dramáticas situaciones en las que se vio la nave inmediatamente después; otra historia ambientada en el tiempo de la serie con los personajes habituales; y más flashback menores protagonizados por un joven William Adama (Nico Cortez) durante la primera guerra Cylon.
La película no añade demasiado a lo que ya sabíamos de la almirante Cain, excepto que su particular odio hacia el modelo Caprica 6 proviene de que uno de estos ejemplares se había convertido en su amante antes de traicionarla, estando a punto de destruir la Pegasus. Pero lo que realmente importa en la película es su principal y mejor personaje: la teniente Kendra Shaw (Stephanie Jacobsen) y su particular y trágico viaje desde la bisoñez hasta el mando, de la inocencia al tormento por sus acciones y su búsqueda de la redención. Jacobsen consigue algo tan difícil como ajustar su estilo interpretativo frío e impávido a los requerimientos de su personaje.
Y ya en 2009, con la serie principal finiquitada, se lanzó una nueva película, “El Plan”, destinada como la anterior a ser editada independientemente en DVD. En ella, se ofrecía una
aproximación interesante: narrar los acontecimientos de la serie desde el punto de vista de los Cylones, para lo que se trajeron de vuelta a todos los actores que habían interpretado a los diferentes modelos en la serie –con la excepción de Lucy Lawless-. Los fans tenían así la ocasión de disfrutar de una película dedicada principalmente al personaje encarnado por Dean Stockwell (nº 1-Hermano Cavil), cuya interpretación seca y rayana en lo inhumano proporcionó algunos de los mejores diálogos de las tres últimas temporadas de la serie.
“El Plan” es una película dirigida exclusivamente a los seguidores de la serie madre, puesto que de otro modo su argumento, sus cambios de puntos de vista entre los diferentes personajes y la fusión entre el metraje de la serie reutilizado y el material nuevo resultarán incomprensibles. Por otra parte, y ese fue siempre su objetivo, amplia y mejora la comprensión que teníamos del
comportamiento de varios de los modelos Cylon.
A esta película siguió una nueva serie “Caprica” (2009-10), en realidad una precuela en tono tecno-policiaco en la que se contaba la génesis de los Cylones y que no tuvo ni la calidad ni el éxito esperados, cancelándose al cabo de 18 episodios. Lo último hasta la fecha ha sido un episodio piloto lanzado a través de la web para una posible serie-precuela: “Battlestar Galactica: Blood & Chrome” (2012).
BSG no se contentó con ofrecer a los espectadores norteamericanos una válvula de escape para las heridas psicológicas infligidas por el entonces reciente atentado del 11/S; en lugar de ello, recreó los problemas del mundo actual invitando al espectador a reflexionar sobre el individuo, la nación y las creencias, temas que no suelen encontrar acomodo en una televisión poco dada a
generar polémicas con ciertos temas. Como parte de una nueva generación de ciencia ficción televisiva, BSG no sólo visualizó otros mundos y especies no humanas (en este caso artificiales) sino que también consiguió utilizar esas ficciones futuristas para analizar nuestra propia naturaleza en un momento histórico en el que la historia parece haber perdido parte de su relevancia, el futuro se presenta poco claro y nuestra humanidad se asemeja a menudo a un conglomerado de fuerzas que escapan a nuestra comprensión y control, como la genética, el peso de la tradición cultural o los grandes movimientos políticos y económicos.
Si Battlestar Galáctica, la serie original, fue un producto de su tiempo tanto narrativa como
visualmente, lo mismo puede decirse de la nueva BSG. Ésta es hija de una ciencia ficción televisiva moderna y mucho más que una simple revisitación de un programa clásico. BSG pudo haber terminado como lo que fue inicialmente: una space opera ligera y poco atrevida, que no requiriera demasiado cerebro para verla y entenderla y que prometiera más de lo que diese. En cambio, sus numerosos niveles de discurso temático, la fuerza e intensidad de sus personajes y los exigentes valores de producción, revitalizaron decisivamente el género en su vertiente televisiva e hicieron de ella una serie imprescindible para cualquier aficionado. Ronald D.Moore tuvo el valor de prescindir de los efectos especiales vacuos y la tecnocháchara inverosímil propia de space operas más veteranas para concentrarse en lo que la CF hace mejor: ofrecer una mirada crítica y certera a la condición humana.
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Escribir una reseña sobre un libro de Lovecraft es tan complicado como cantar sobre comida o escribir acerca de la música: espinoso, impreciso y con frecuencia inútil. Eso no ha desaminado a infinidad de articulistas, intelectuales y aficionados hasta el punto de que este autor es sin duda uno de los escritores de fantasía del siglo XX más analizado, comentado, glosado y diseccionado.
Howard Phillips Lovecraft fue, en el ámbito del terror fantástico, sucesor de Edgar Allan Poe y
precursor de Stephen King, un puente entre los ensueños góticos propios del siglo XIX y la carnalidad que impregna el terror contemporáneo. Considerado como el más destacado autor de la revista pulp “Weird Tales”, fue también un individuo misántropo, hipocondriaco, reaccionario, misógino y tan anglófilo como racista. No es que fuera completamente asocial, tal y como demuestran las decenas de miles de cartas que intercambió con otros escritores; simplemente, no disfrutaba ni necesitaba del contacto personal. Esa falta de empatía emocional se transmitió inevitablemente a su obra de ficción, siempre narrada en primera persona por un protagonista del que no se nos cuenta nada acerca de su pasado, su carácter o sus relaciones personales. Todos sus personajes –nunca mujeres- eran tabulas rasas sin desarrollo alguno, meras herramientas con las que articular la acción que quería contar.
Los mórbidos escenarios evocados por su imaginación –Lovecraft era una persona que sufría pesadillas prácticamente todas las noches- dejó para la posteridad un legado literario que aún en la actualidad sigue gozando del aprecio de multitud de aficionados. Su nombre es hoy una leyenda para adolescentes, intelectuales, jugadores de rol, apasionados del género del terror y, en general, cualquiera mínimamente relacionado con la ficción fantástica.
Sin embargo, Lovecraft no fue un escritor particularmente apreciado en su momento. Fue sólo tras su muerte que empezó a acumular una legión de seguidores fascinados por lo que se ha dado en llamar –aunque el propio autor nunca utilizó tal denominación genérica- los Mitos de Cthulhu. Su premisa fundamental es que una raza de antiguos seres provenientes del espacio exterior se asentó en la Tierra durante la prehistoria más remota, para acabar siendo expulsados más adelante por un panteón de dioses aún más antiguos. Aunque gran parte de sus relatos no guardaron relación con esa particular cosmología, sí lo está la novela que ahora comentamos, una buena introducción para los lectores que se quieran familiarizar con los terroríficos seres que, según Lovecraft, aguardaban su regreso a nuestro mundo acechando tras un frágil velo dimensional.
En este caso, el narrador es William Dyer, un académico de la ficticia universidad de
Miskatonic, sita en la igualmente ficticia población de Arkham, en Nueva Inglaterra. Es el líder de una expedición a la Antártida que se topa con una serie de misterios, incluyendo unos grotescos seres congelados pero intactos y, finalmente, una antiquísima e inmensa ciudad asentada en las laderas de la cadena montañosa que da título al libro y cuya construcción tuvo lugar mucho antes de la aparición del Homo sapiens. El examen de la arquitectura y los bajorrelieves de sus muros revela a Dyer que sus habitantes fueron los Primordiales, unos seres que dominaron los secretos del tiempo y del espacio pero que hoy están extintos… ¿o no?
“En las Montañas de la Locura” sintetiza perfectamente el tipo de literatura fantástica que Lovecraft cultivó obsesivamente relato tras relato en su última etapa creativa: una continua sensación de terror acechante, misterios más allá de la comprensión humana, personajes llevados al límite de la cordura por las experiencias que atraviesan, las ciencias naturales aproximándose a las pesadillas de lo desconocido y pistas inquietantes de la existencia de unos seres tan inmensamente poderosos como inhumanos. La idea de partida del libro es muy atractiva, pero, a pesar de figurar como una de las novelas de terror fantástico más importantes del siglo XX, no puedo decir que sea una obra de la que todo el mundo pueda disfrutar.
Y es que, como alguien dijo muy acertadamente, Lovecraft fue el mejor de los malos escritores.
Para muchos -entre los que me cuento- sus narraciones son dignas de admiración al tiempo que difícilmente digeribles. Ello es debido, en primer lugar, a su estilo literario, lastrado por unas excesivas verbosidad y adjetivación así como de una pomposidad innecesaria y la total ausencia de diálogos -todo ello, por otra parte, muy común en el ámbito de la literatura pulp de los años veinte y treinta-. Toda su atención se centraba en las largas y concienzudas descripciones de lugares y las lúgubres sensaciones que ejercían sobre unos personajes planos y tan reaccionarios como el propio Lovecraft.
Su afán por sugerir en lugar de mostrar podía llegar a ser anticlimático y contraproducente para la creación de suspense. Por ejemplo, cuando parte de la expedición desaparece y sus compañeros encuentran lo que ha quedado de ella, ven que ha sucedido algo “horrible” de lo que el narrador “no puede hablar” pero que “ha arruinado su vida”… A continuación, pasa a describir la falsa historia que contarán a los medios, lo que hacen a continuación… y sólo 40 páginas después, cuando ya se encuentran en otro lugar, empieza a dar pistas sobre lo que vieron. Es una forma de narrar que, comprensiblemente, puede exasperar a algunos lectores.
Sin embargo, siendo un libro cuyas páginas soportan ya más de setenta años, “En las Montañas de la Locura” aún conserva una innegable capacidad de evocación. Todo él desprende una sensación onírica, alucinada, como si el lector estuviera navegando entre las nieblas de una pesadilla. Además, constituye un punto de inflexión dentro de la particular mitología creada por Lovecraft: antes de ella, los “horrores que acechaban desde el más allá” tenían un corte netamente sobrenatural, místico; se trataba de una especie de colosales demonios o dioses primigenios conjurados mediante hechizos y rituales.
Pero en esta historia el autor toma una dirección diferente, más orientada hacia la ciencia
ficción, lo que para muchos ha constituido la clave para su supervivencia hasta nuestros días. Efectivamente, las criaturas que según la mitología de Lovecraft dominaron una vez la Tierra eran en realidad entidades alienígenas inteligentes, aunque totalmente inhumanas –si bien esto se contradice con el tipo de ciudad y arte que los exploradores encuentran en la Antártida-. La cosmogonía de Cthulhu, por tanto, se puede explicar en términos racionales y “científicos”.
El origen extraterrestre de las horrendas criaturas imaginadas por Lovecraft en esta obra es, naturalmente, lo que me ha llevado a su inclusión en este blog. Y ello aunque “En las Montañas de la Locura” sea fundamentalmente una obra de terror. No sólo porque su intención sea despertar un sentimiento de incomodidad y desasosiego en el lector, sino por su aproximación a lo desconocido. La Ciencia Ficción se ha basado primordialmente en el amor al descubrimiento, la curiosidad inquisitiva por lo misterioso, el deseo y la necesidad de aprender
todo lo que de maravilloso tiene nuestro Universo. El Terror, en cambio, adopta hacia lo oculto y secreto una actitud opuesta: hay cosas en este y otros mundos que es mejor no conocer; lo inexplorado es peligroso y debe evitarse su contacto.
Así, lo que el narrador de “En las Montañas de la Locura” está haciendo en realidad es escribir una crónica de sus experiencias que sirva, y así lo manifiesta expresamente, para desalentar futuras expediciones científicas. Ciertamente, esa ansia por mantener escondido un descubrimiento de semejante calado denota una cerrazón intelectual más propia del líder de un culto esotérico que de un sabio con un puesto académico, pero sí casa con el pensamiento del propio Lovecraft y la filosofía del género terrorífico en general.
Por otra parte, el escenario elegido por el autor relaciona esta obra con el género de los Mundos Perdidos, abundantemente tratado en este blog. Incluso hoy
el gran continente austral sigue siendo un lugar lleno de misterios y maravillas, así que imaginemos lo que constituía para los exploradores y científicos ochenta años atrás. Al fin y al cabo, la conquista del Polo Sur se había llevado a cabo en fecha tan relativamente próxima a la publicación de la novela como 1911, los años de la Primera Guerra Mundial habían paralizado casi todas las expediciones y tan sólo se había arañado la región costera de lo que era un territorio inmenso en cuyo interior podían esperarse prodigios sin cuento. El propio Lovecraft, aun cuando siempre se mostró reacio a poner un pie fuera de Nueva Inglaterra, sintió desde su niñez una especial fascinación por ese lugar, uno de los últimos territorios inexplorados del globo.
No fueron las únicas razones que llevaron al escritor a narrar una historia cuya acción transcurría tan lejos del familiar marco geográfico en el que emplazó casi todos sus relatos: Nueva Inglaterra. Se ha sugerido, por ejemplo, que algo tuvo que ver su propia aversión a las bajas temperaturas, consecuencia de su enfermiza constitución física. Influencia declarada fue también la novela “La narración de Arthur Gordon Pym” (1838), de Edgar Allan Poe, un escritor clave en la formación literaria de Lovecraft. De hecho, la peripecia del protagonista de ese libro aparecía implícitamente incluida en la historia de “En las Montañas de la Locura”. Autores asiduos en la literatura pulp de la época, como Edgar Rice Burroughs (“Pellucidar”), Abraham Merritt (“El Estanque de la Luna”) o M.P.Shiel (“La nube púrpura”) han sido también citados como posibles fuentes de ideas para esta novela sin que de ello se derive necesariamente la existencia de plagio. Al fin y al cabo, como vimos en muchas entradas, el subgénero de Reinos Perdidos fue inmensamente popular y cultivado en aquellos años.
A pesar de su prosa caduca, la peculiar interpretación del terror de Lovecraft, subjetivo y poco
concreto, extraído de las oscuras visiones que le acosaban en sueños y que ocupaban la mayor parte de sus pensamientos, ha superado la prueba del tiempo. Sus inquietantes ideas, su capacidad de evocación de un pavor acechante, omnipresente e invisible, sigue fascinando hoy a las nuevas generaciones. “En las Montañas de la Locura” quizá no sea su mejor relato (personalmente prefiero “El Caso de Charles Dexter Ward” o “La Sombra sobre Innsmouth”) pero sí es uno de los más accesibles para el lector moderno que quiera comenzar la exploración de esta particular cosmología a mitad de camino entre la ciencia ficción y la fantasía terrorífica.
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La meta del pensamiento utópico consiste en tratar de imaginar una sociedad en la que las dificultades y conflictos sociales, políticos y económicos que afligen al mundo real hayan sido solucionados, dando lugar a un espacio ideal dominado por la justicia y la paz. Todas las ficciones, puesto que proyectan un mundo diferente del real, tienen un componente utópico potencial. De hecho, los intentos de imaginar un mundo mejor que el nuestro han sido reconocidos como una de las funciones primordiales de toda la Literatura. Sin embargo, algunas obras están más específicamente centradas en la proyección de visiones utópicas que otras. Hay, de hecho, todo un subgénero literario, a menudo integrado de forma íntima con la ciencia ficción o la fantasía, que trata de diseñar sociedades ideales, generalmente alejadas de la del autor geográfica y/o temporalmente.
“Islandia” fue una de las más interesantes e inusuales ficciones utópicas de los años cuarenta, en tanto que no ponía su fe en el avance tecnológico, sino que, al contrario, emplazaba su paraíso en una idílica isla del Pacífico Sur en la que la tecnología era virtualmente inexistente.
La historia comienza cuando John Lang, a la sazón cursando sus estudios en Harvard a
comienzos del siglo XX, conoce en una fiesta a Dorn, un estudiante de intercambio algo extraño de origen islandés (entiéndase la mencionada Islandia ficticia del Pacífico, no el país europeo actual). Pronto descubren una sintonía mutua que se transforma en amistad y, en el caso de Lang, auténtica fascinación. Su interés por Dorn le lleva a aprender los rudimentos lingüísticos y culturales de Islandia, lo que le facilita el nombramiento de cónsul de Estados Unidos en ese territorio y reencontrarse con su amigo.
La presencia de Lang en Islandia se hace posible gracias a la conjunción de dos factores, ninguno de ellos tranquilizador: por un lado, la influencia de su tío, un importante tiburón empresarial que quiere establecer relaciones comerciales con esa isla; por otro, que en la propia Islandia ha surgido un partido que aboga por la apertura del país al mundo exterior y la abolición de su tradicional aislacionismo.
Cuando Lang llega a la isla, descubre una sociedad agrícola que se mueve a un ritmo pausado y
cuyas costumbres, expectativas y forma de mirar al mundo no tienen nada que ver con cualquier cosa que él hubiera conocido antes. Dorn, por su parte, pertenece a la familia que abandera la oposición a la apertura de fronteras. Y aunque de forma involuntaria y en su calidad de cónsul extranjero Lang está trabajando para el campo antagonista a las ideas de su amigo, no tarda a apreciar y comprender la manera de vivir de lo que aparentemente es un pueblo subdesarrollado. Es más, Dorn no tiene reparo alguno en acogerle entre los suyos, puesto que, como buen islandés, valora más la amistad que cualquier diferencia política.
Lang viaja, observa, aprende y se sumerge en la cultura isleña, se enamora, es rechazado… Pero cuando el partido aperturista gana el debate político, se ve enfrentado a un dilema: debe ser leal a su país y a los motivos que en primer lugar le llevaron hasta allí, pero ello será a costa de todo lo que sus mejores amigos isleños aman tanto.
“Islandia” se ha clasificado a veces como una obra de fantasía. Es así, en tanto en cuanto se trata de una vívida descripción de una tierra imaginaria. Pero en realidad el núcleo de la historia reside en seguir a su aburrido protagonista y utilizarlo como explorador de ese mundo de ficción, haciendo que el lector lo acompañe en su periplo y descubra al mismo tiempo que él las peculiaridades de esa isla paradisíaca.
Además de la mera descripción de la estructura y funcionamiento social de la isla, la novela desarrolla otros dos temas. Por una parte, la crisis identitaria y política a la que se enfrentan los islandeses por el enfrentamiento de dos actitudes ante la vida irreconciliables entre sí: el aislacionismo y la defensa de la tradición o la apertura al exterior que permitiría la entrada de influencias extrañas. Por otra, la historia de John Lang, que atraviesa el doble proceso de descubrirse a sí mismo y su destino en la vida al tiempo que el extraño país al que ha sido destinado.
El problema de la novela es doble. No es ya que no se trate de una aventura épica repleta de
acontecimientos y acción: es que no se cuenta demasiado más allá del lento discurrir diario de un forastero en una sociedad agraria cuyo nivel tecnológico es equiparable al de la Europa de la Edad Media. Y, además, una parte no despreciable del argumento se desarrolla de una forma excesivamente lenta, especialmente en los primeros capítulos. Y es que Wright estaba más interesado en construir una sociedad modélica que en contar una historia, por lo que los elementos puramente narrativos del libro son su punto débil, incluso para los estándares de un subgénero a menudo criticado por la escasa solidez de sus narraciones y personajes. Es probablemente esta la razón por la que las utopías han estado ausentes del cine de CF, si bien cabría señalar, por ejemplo, que la Tierra del futuro que sirve de fondo para las diversas series de televisión de Star Trek es básicamente una sociedad utópica en la que los problemas económicos y sociales parecen haberse resuelto gracias al uso de tecnologías avanzadas.
El segundo problema es que, dada su lentitud y carácter expositivo más que narrativo, se trata de un libro excesivamente largo: más de mil páginas. Y eso que se trata sólo de una parte de lo que su autor llegó a imaginar en lo que se convirtió en la obra de toda una vida.
Aunque Wright desarrolló una exitosa carrera como abogado de alto nivel y profesor universitario de derecho, sus raíces se hallaban en una familia muy relacionada con el mundo literario: su padre era un intelectual especializado en el mundo clásico y su madre fue la novelista Mary Tappan Wright. Su primera publicación de cierto interés fue “1915?” una sátira de la mentalidad mercantilista norteamericana aparecida en el mismo año que le da título y en la que describe la ocupación de una ciudad sin nombre (pero claramente norteamericana) por parte de una despiadada fuerza extranjera.
Wright consagró en riguroso secreto la mayor parte de sus tiempos libres de toda su vida adulta
a escribir multitud de borradores sobre un enorme territorio imaginario, el Continente de Karain, cuyo centro era la utópica Islandia. La profunda disociación entre la profesión de Wright y lo que realmente gustaba de hacer en su intimidad creativa se ha puesto a veces en paralelo con J.R.R.Tolkien y su creación de la Tierra Media, o con el poeta modernista Wallace Stevens, que se ganaba la vida como ejecutivo de una compañía de seguros. A diferencia de éstos, sin embargo, Wright murió de forma prematura en un accidente de coche en 1931, a los 48 años, antes de poder ordenar y publicar el fruto de su gran fertilidad creativa.
Fue su mujer, Margaret Garrad Stone, la que descubrió las 2.300 páginas escritas por su marido narrando las aventuras de John Lang en un mundo tan ricamente construido como la Tierra Media tolkeniana (recordemos que Wright murió años antes de la publicación de “El Hobbit”, en 1937). En una muestra de amor y devoción poco habitual, Margaret dedicó el resto de su vida a conservar el legado creativo de su marido, y durante los siguientes diez años ella y su hija Sylvia se dedicaron a ordenar y mecanografiar toda aquella dispersa información, condensándola en un manuscrito con la longitud de una novela. Fue un trabajo oscuro y anónimo para el que sólo recibieron el apoyo de un joven editor de Farrar and Rinehart, Mark Saxton (quien, fascinado por la creación de Wright, se ocuparía de escribir las tres secuelas que seguirían).
Funcionó. “Islandia” se convirtió en un best seller, o al menos uno de esos libros de compra obligatoria que todo el mundo debía poner bien a la vista en la mesilla de su sala de estar… pero que casi nadie leía por las razones arriba aducidas. Con todo, consiguió acumular y conservar un leal grupo de seguidores que ha ido manteniendo el nombre de la novela hasta la actualidad, aunque ahora ya no sea más que una obra minoritaria.
Como en el caso de Tolkien, lo que acabó publicándose no fue más que la punta del iceberg de todo su trabajo: quedaron inéditos textos en los que se detallaba la geografía, historia, idioma, costumbres y mitos de ese mundo de fábula. Y lo interesante de este libro no es, como ya hemos dicho, la historia que se cuenta, sino que se trata de una de las más detalladas descripciones de toda la historia de la Literatura de una sociedad utópica.
Aunque resulta difícil de analizar y sintetizar, podemos decir que la cultura Islandesa esta
regida por un equilibrio entre la familia y la tierra. Solo existe una Ciudad y una Universidad, que no tienen nombres puesto que no hace falta diferenciarlas de otras. Ningún islandés considera a la Ciudad su hogar permanente; pueden pasar parte de su vida o trabajar en la Ciudad o la Universidad, pero siempre acaban regresando a la granja familiar.
A pesar de su aversión a la tecnología, los islandeses han construido una sociedad liberal y avanzada en muchos aspectos. Son moderados en su proceder y las mujeres son tan autosuficientes como los hombres. Es una cultura pacífica cuyo ethos reside en la consecución de la felicidad por medios sencillos no basados en la acumulación material, una especie de “hedonismo de corazón amable” en el que no se dejan a un lado las emociones, el sentimiento y la moderación. Así, por contraste, “Islandia” constituye una clara crítica a la supuesta modernidad del mundo “civilizado” del siglo XX, representada por Estados Unidos y basada en la rentabilidad económica y todo lo que ello conlleva: rapidez, codicia, ansiedad, insatisfacción, incertidumbre y devaluación de las relaciones personales.
Los pilares fundamentales de la sociedad inventada por Wright eran, en primer lugar, el amor por el lugar de uno en el mundo, entendido este como la conjunción del espacio geográfico y la familia. Ese amor se traduce en la ausencia de egoísmo o intereses personales y la interpretación del papel de uno mismo en la vida como parte de un largo proyecto de mejora que abarca generaciones enteras. En segundo lugar, el amor por el cónyuge, alguien con quien se debe sentir una conexión especial más allá del mero aspecto sexual.
Y, por último, la sintonía con la propia vida, la satisfacción con lo que se es y el rechazo a aspirar y luchar continuamente por lo que no se es, que es precisamente lo que caracteriza al espíritu norteamericano, en el que “padre e hijo pertenecen a civilizaciones diferentes y son extraños el uno con el otro. Se mueven demasiado rápido para observar nada más que el brillo superficial de una vida demasiado ligera para ser real”. Wright admite que lo contrario a esto puede llevar al estancamiento y a una falta de oportunidades para quien realmente tenga talento, pero no quiere profundizar demasiado en ello. O bien prefiere dejar su inocente construcción utópica a salvo de proyectiles lógicos, o bien es consciente de los peligros que entrañaría esa construcción social pero piensa que es un precio que merece la pena pagarse ¿Es acaso mejor un progreso material continuo que aliene a su población, dejándola cada vez menos satisfecha?
En conclusión, ¿consigue Wright crear una verdadera utopía? Bueno, supongo que tanto como
todo aquel que alguna vez haya intentado algo semejante. Algunas características de Islandia son seductoras e incluso convincentes, pero también hay otras que están lejos de resultarlo. Y es que, a pesar de su obvia fe en que un mundo construido de acuerdo a los principios islandeses sería mucho mejor que el que tenemos, Wright rebaja hasta cierto punto su amor por esa utopía dejando claro lo extraño que esa sociedad resultaría para un hijo de la civilización occidental. Hasta tal punto es así que muchos de los extranjeros que aparecen en el libro no pueden soportar el lugar, sufriendo una aversión casi física a todo lo islandés. El propio Lang ha de soportar un largo y doloroso camino de comprensión y asimilación de Islandia, tanto en su faceta de país como en la de conjunto de ideales sobre los que basar una nueva vida.
Y es que, como sucede con cualquier utopía, la Islandia de Wright exigiría para funcionar que el ser humano se comportara voluntariamente de manera no ya muy distinta a lo que consideramos “normal”, sino en contra de su propia e inconformista naturaleza. Además, como todas las utopías, se asienta en un frágil equilibrio que cualquier grupo de disidentes, aunque se tratara de una diminuta minoría, podría echar abajo; y resulta difícil de creer que tal cosa no hubiera ya sucedido en toda su historia. Probablemente, Wright era muy consciente de todos estos problemas utópicos –valga la contradicción-, pero prefirió obviarlos para centrarse en su crítica contra el mundo real y sugerir alternativas.
“Islandia” es tanto una construcción utópica como una novela sobre el crecimiento y el cambio, individual y colectivo, y las decisiones y consecuencias que ambos conllevan. Es una obra que puede enamorar tan fácilmente como despertar rechazo (entendido este como aburrimiento tras unos cuantos capítulos). Como orientación sobre en qué bando podría militar el lector, recuerde si es de los que prefirió saltarse los apéndices de “El Señor de los Anillos”. Si la respuesta es sí, probablemente debería también saltarse “Islandia”.
Pero de lo que no cabe duda es del amor y dedicación que su autor volcó en la construcción de este mundo, así como de su excepcional carácter en unos tiempos, los de la Segunda Guerra Mundial, tras los cuales se perdería mucha de la inocencia necesaria para imaginar mundos perfectos.
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La ciencia ficción siempre ha sido una buena forma de tomar el pulso de una sociedad: sus tendencias, esperanzas, problemas, desafíos… puesto que al proyectarlos a un escenario futuro, se puede reflexionar sobre ellos con cierta distancia e incluso plantear los posibles escenarios a los que aquellos podrían dar lugar. En la década de los cincuenta del siglo pasado, una nueva generación de editores de ciencia ficción comenzó a ofrecer una aproximación más liberal al género y, al mismo tiempo, con mayor calidad literaria que cualquier cosa que Hugo Gernsback o John W.Campbell hubieran podido imaginar años atrás.
La sátira económica y social, por ejemplo, fue una de las temáticas preferidas de Horace.L.Gold, editor de “Galaxy Science Fiction”. Así, en sus primeros años de existencia, esta revista publicó clásicos del peso de “El Hombre Demolido” de Alfred Bester, “Amos de Títeres” de Robert A.Heinlein, las historias que conformarían “Mercaderes del Espacio” de Frederik Pohl y C.M.Kornbluth, y, en su quinto número, el relato corto,”El Bombero”, de Ray Bradbury, germen de lo que más adelante se convertiría en “Fahrenheit 451”.
Una de las principales preocupaciones de los escritores de ciencia ficción –y, en realidad, de
cualquiera con cierta inquietud intelectual- es la creciente superficialidad de nuestra sociedad. Entre ellos destacó Ray Bradbury, casi un profeta de la ciencia ficción comprometida, puesto que ya en fecha tan temprana como 1953 supo detectar y avisar sobre los peligros que albergaba la tecnología audiovisual y la masificación y mercantilización de la literatura. El deseo de apelar a segmentos cada vez mayores de mercado llevaría a una literatura de mínimos que tendería a evitar el compromiso y la exigencia intelectual.
La hedonista sociedad de “Fahrenheit 451” rechaza la palabra escrita. Después de todo, leer lleva a pensar, y pensar aboca al conflicto y la infelicidad. Las masas buscan en la televisión una placidez vacía y artificial. Los bomberos ya no apagan fuegos, sino que su misión consiste en quemar aquellos que ciudadanos rebeldes se empeñan en esconder, entregando a continuación a sus propietarios a la policía para su consiguiente castigo. El título del libro hace referencia, precisamente, a la temperatura a la que arde el papel (si bien este es un dato incorrecto, puesto que tal temperatura depende de factores tales como la antigüedad y tipo del papel, su grosor, etc…).
Guy Montag es uno de esos “bomberos incendiarios”, pero algo en su interior ha empezado recientemente a atormentarle. Cuando una noche regresa a casa, conoce a Clarisse, una adolescente cuya libertad de pensamiento y abierta visión del mundo la convierten en una paria. Pero eso a ella no le importa: sabe disfrutar de las pequeñas cosas de la vida y eso a Montag le fascina. Ese encuentro inicia un proceso de metamorfosis en su interior que le llevará a cuestionar su trabajo, su matrimonio y el mundo en general. De repente, es consciente de la ignorancia que le rodea y del poder que esconden los libros. Su recién encontrada inquietud intelectual le llevará indefectiblemente a la rebeldía y a convertirse en un fugitivo.
Tal y como demuestran las portadas que acompañan a este artículo, el símbolo más poderoso en
la novela del fenómeno de infantilización de las masas a través de la muerte de la literatura es el destructivo cuerpo de bomberos. Esa institución, sin embargo, no es sino uno de los síntomas más llamativos de una sociedad profundamente antiintelectual. En ella, la posesión de libros no sólo constituye un delito, sino que actos tales como el pensamiento, la reflexión y la discusión se desalientan activamente.
De esta forma, las casas se construyen sin porches para que la gente no se siente por las tardes a conversar con los vecinos. La curiosidad y la imaginación se consideran rasgos anormales de la personalidad, así como cualquier interés por la Naturaleza o el simple disfrute de cosas tan sencillas como la lluvia, el olor de las flores o pasear por la noche. Se espera de la gente que extraiga toda su diversión del entretenimiento artificial preparado por el gobierno. Bradbury anticipó de forma magistral la fascinación moderna con las pantallas de gran formato, así como por la televisión basura. En la novela, los personajes de las “televisiones murales” son considerados “familia”, tan reales como la gente auténtica o incluso más. El pensamiento crítico ha desaparecido: los espectadores se limitan a absorber pasivamente y dar por cierto cualquier cosa que se les lance desde la televisión. Toda la sociedad está diseñada para vivir deprisa y que nadie tenga tiempo de detenerse y reflexionar sobre el mundo que les rodea. Y, causa y consecuencia de todo lo anterior, todo está dominado por un sentimiento de conformismo, lo que Bradbury denomina “el sólido e inconmovible ganado de la mayoría”. No es que nadie se atreva a ser diferente –después de todo, podrían acabar en la cárcel-; es que no lo desean.
Resulta difícil hablar de censura literaria y libros prohibidos sin pensar en Ray Bradbury. Y no
porque sus obras hayan sido especialmente perseguidas, sino por el interés que siempre demostró en la cuestión. Su idilio con los libros comenzó a edad muy temprana. Según él mismo admitió, a los nueve años se echó a llorar al enterarse del incendio de la Biblioteca de Alejandría acontecido dieciséis siglos antes. Amó las bibliotecas desde la niñez, frecuentándolas y devorando su contenido allá donde la vida le llevara en cada momento. “Todas las mujeres de mi vida han sido profesoras, bibliotecarias y libreras. Conocí a mi mujer, Maggie, en una librería en la primavera de 1946”.
No puede extrañar por tanto que esa pasión encontrara reflejo en su propia obra. Muchos de sus más de 500 escritos publicados, ya fueran poemas, ensayos, cuentos, novelas u obras teatrales, incluían o giraban alrededor de libros y/o bibliotecas. Y también escribió con igual ardor sobre sociedades sin libros, sin libertad intelectual y las terribles consecuencias que tendrían que arrostrar como resultado de tales carencias.
Como he comentado más arriba, el origen de la novela fue un relato titulado “El Bombero” cuya escritura, llevado por la inspiración, Bradbury abordó con absoluta pasión sirviéndose de máquinas de escribir de alquiler en el sótano de la biblioteca de la Universidad de California. Llevaba escribiendo cuentos desde finales de los años treinta, cuando aún era un adolescente (su primera historia publicada, en la revista “Mademoiselle”, fue aceptada por un entonces joven editor ayudante llamado Truman Capote) pero “El Bombero”, con sus 25.000 palabras, era lo más cerca que Bradbury había estado de una novela hasta la fecha. En ella reunía una serie de ideas ya vertidas con anterioridad en varios relatos –alguno de ellos inéditos- como “Hoguera”, “Brillante Fénix”, “Los Exiliados”, o “Usher H”, este último incluido en “Crónicas Marcianas” y del que ya hablamos en la entrada correspondiente.
Sin embargo, no le fue fácil venderlo. Lo rechazaron todas las revistas y sólo Horace Gold, editor de “Galaxy Science Fiction” se atrevió a publicarlo en un momento por lo demás muy delicado para los escritores norteamericanos comprometidos que se oponían activamente a la censura y la uniformidad ideológica. Por entonces, la caza de brujas desatada por el Comité de Actividades Antiamericanas empezaba a cobrar fuerza. De acuerdo con el propio Bradbury, fue esa situación la que inspiró su novela, aunque los temas que en él se tratan, como veremos, son más amplios que la “simple” quema de libros y el ejercicio de la censura directa.
Unos años después, la editorial Ballantine ofreció a Bradbury la posibilidad de publicar “El Bombero” siempre y cuando doblara su extensión. Bradbury, aunque reticente al principio, se puso manos a la obra y terminó la “nueva” novela, ahora titulada “Fahrenheit 451”. El libro fue publicado en 1953, cuando la marea de censura y vigilancia obsesiva del senador McCarthy alcanzaba su cénit. Tan solo habían pasado ocho años desde el final de la Segunda Guerra Mundial, pero nadie parecía recordar ya que la quema literal de libros en 1934 había sido uno de los actos fundacionales de la ideología nacionalsocialista en Alemania. Como Heinrich Heine ya había observado con acierto un siglo atrás: “Allá donde se queman libros, se acaban quemando también hombres”.
La novela original no tuvo demasiados problemas para verse publicada. Pero en los años cincuenta, si un autor quería que los lectores se interesaran por su obra, la opción más sensata era serializarla en alguna revista popular -por no mencionar que los derechos de serialización significaban recibir dinero por otra vía-. Pues bien, ninguna revista quiso aceptarr “Fahrenheit
451”, temerosas de atraer sobre ellas la atención paranoica del Comité de Actividades Antiamericanas con un relato sobre la censura y el autoritarismo… Con una excepción.
Un joven editor de Chicago con tantas energías como poco dinero leyó aquella historia de una sociedad que quema libros y no sólo le pareció adecuada a los tiempos que se estaban viviendo, sino lo suficientemente polémica y desafiante como para ser publicada en la nueva revista que acababa de fundar aquel mismo año 1953. Así que ofreció 450 dólares a Bradbury por el manuscrito y lo incluyó en los números dos, tres y cuatro de esa revista. El editor se llamaba Hugh Hefner y la publicación, “Playboy”.
Resulta también muy apropiado que la “caza de brujas” anticomunista que inspirara “Fahrenheit 451” sirviera asimismo como base para otra de las grandes críticas antimacarthistas: la obra teatral “El Crisol”, de Arthur Miller, que utilizó los juicios contra las brujas de Salem del siglo XVII como una alegoría de la locura anticomunista de los cincuenta. Y digo que resultaba apropiado porque Bradbury era descendente de una de aquellas brujas, Mary Perkins Bradbury, quien fue sentenciada a morir ahorcada en 1692 aunque consiguió escapar antes de la ejecución.
Pero, con macarthismo o sin él, el mayor temor de Bradbury respecto a la censura no tenía tanto que ver con opresoras leyes gubernamentales o regímenes totalitarios, como con la actitud del propio lector. Guardó siempre sus más ácidas declaraciones para aquellos que manipulaban u orientaban los libros en una u otra dirección con el propósito de hacerlos más atractivos para las masas; o aún peor, para evitar ofender a un grupo o minoría particular. Efectivamente, “Fahrenheit 451” es una distopia de la clase más peligrosa, porque la opresión y la censura proviene del propio individuo. En este sentido, se trata de un planteamiento muy diferente del utilizado por George Orwell tan solo cuatro años antes en otra gran obra distópica del siglo, “1984”.
Orwell había imaginado un horrible futuro a partir de los abusos soviéticos, en el que la gente sufría un control y una manipulación impuestos desde arriba por parte de un Gran Hermano omnipresente y omnisciente. Estas sociedades han existido, existen y existirán. Pero no era lo que interesaba a Bradbury. La suya es una distopia claramente norteamericana en el sentido de que son sus ciudadanos los que, libremente, eligen nublar su propio juicio y sumirse
en la apatía.
El personaje que mejor ilustra esa muerte intelectual es la esposa de Montag, Mildred: ama de casa atrapada bajo una densa capa de maquillaje, está tan anestesiada respecto a la realidad que al principio de la novela intenta suicidarse (los suicidios son tan frecuentes en esa sociedad que hay equipos de funcionarios que acuden a domicilio para realizar lavados de estómago, como si fueran fontaneros) y luego ni siquiera puede recordar tal episodio. Carece de cualquier empatía emocional, interés intelectual o aprecio por cualquier cosa que no sean los programas televisivos y las conversaciones superficiales que sobre ellos mantiene con sus repelentes amigas.
En alguna ocasión, Bradbury afirmó que su libro no versaba tanto sobre la censura como sobre la perspectiva de que el libro fuese sustituido por la televisión. Le preocupaba la forma en que la tecnología estaba reduciendo el nivel y capacidad intelectuales de la sociedad –y esto antes de los reality shows y las pseudocelebridades-. Describió un futuro en el que la tecnología, en lugar de unir a la Humanidad, desconectaba a ésta del mundo real y a todos sus miembros entre sí. Es más, utilizaban la tecnología para,
deliberadamente, bloquear cualquier contacto con la desagradable realidad exterior. Para Bradbury, los únicos culpables somos nosotros: “No tienes que quemar libros para destruir una cultura. Solo hacer que la gente los deje de leer”, declaró en una entrevista para el Seattle Times.
Bradbury había tenido su propia experiencia con esa censura emanada no del gobierno, sino de los propios generadores y consumidores de cultura. Varios de sus libros e historias cortas, en un lugar u otro del mundo, en uno u otro momento, se han intentado prohibir. Aunque no tanto como “Un mundo feliz” o “1984”, la novela “Fahrenheit 451” ha tenido que enfrentarse de vez en cuando con la oposición de ciertos colectivos desde que se publicó en 1953. Algunos padres y educadores, por ejemplo, no parecen entender la ironía inherente al acto de prohibir un libro que versa sobre prohibir libros. Sin embargo, quizá la censura más indignante que hubo de soportar esa novela vino, precisamente, de su editor.
Ya “Crónicas Marcianas” hubo de de enfrentarse a críticas y descalificaciones, algunas relacionadas con el lenguaje como “tomar el nombre del Señor en vano”, por ejemplo, o ciertos juramentos -no muy ofensivos, todo sea dicho de paso-. Pero otras fueron más serias, como la de los padres de la Escuela Hoover, en Edison, Nueva Jersey, en 1998, que atacaron el lenguaje racista de uno de los relatos: “Un camino a través del aire”, la historia de un grupo de ciudadanos de color que quieren empezar una nueva vida en Marte, habiendo de arrostrar la oposición de sus opresores patrones blancos. Bradbury trataba de poner en evidencia la ignorancia de cierto sector de la población blanca, subrayando mediante el lenguaje el odio racial y las desigualdades que se vivían en aquellos años. Retirar del libro las expresiones racistas –una de las armas más utilizadas por los blancos para humillar a los negros- es cercenar el impacto emocional del cuento. Y, sin embargo, ediciones posteriores de “Crónicas Marcianas” eliminaron este relato o bien lo conservaron suprimiendo, eso sí, palabras “políticamente incorrectas”.
Otras historias cortas de Bradbury también se encontraron con oposición, como “El Altiplano”
(1950), un lúgubre cuento sobre la capacidad deshumanizadora de la tecnología aderezado con un parricidio. En 2006, algunos padres cuestionaron su –supuesto- mensaje moral dada la creciente preocupación que suscitaba la violencia de hijos contra padres. Como si el relato pudiera realmente ser la chispa que decidiera a alguien a liquidar a sus progenitores….
Pero fue “Fahrenheit 451”, irónicamente, el mejor representante de la acción de la autocensura editorial. Aunque se escribió durante una época complicada desde el punto de vista político, la novela nunca pretendió –al menos de forma explícita- tomar postura a favor o en contra de ideología alguna. Pero se criticó su lenguaje ofensivo (como si las tímidas maldiciones que puntean el texto pudieran ofender el delicado oído neoyorquino), que la Biblia fuese uno de los muchos libros que resultan incinerados en el transcurso de la trama y que la figura de Jesucristo se utilizara como una especie de “famosete” que vende artículos comerciales.
Reaccionando a algunas de esas objeciones, Ballantine Books, editora del libro en aquel momento, lanzó una versión muy recortada para las escuelas e institutos a finales de los sesenta, eliminando exclamaciones supuestamente malsonantes como “¡diablos!”, “¡maldita sea!” o “aborto” y modificando algunas de las claves del argumento. Al principio, se publicaron ambas versiones de la novela, la censurada y la original, pero poco a poco, se fue retirando la segunda hasta que, hacia 1973, ya solo quedaba disponible la recortada. Esta situación perduró durante buena parte de los setenta hasta que un grupo de estudiantes escribió a Bradbury preguntándole acerca de las diferencias entre las ediciones que ellos tenían y las antiguas. Bradbury, indignado, se enteró entonces de lo sucedido y exigió a Ballantine no solo corregir el “error” sino incluir una coda incendiaria en las subsiguientes reediciones:
“Hay más de una forma de quemar un libro. Y el mundo está lleno de gente corriendo por ahí con cerillas encendidas. Cada minoría, ya sean Baptistas, Unitarios, Irlandeses, Italianos, Octogenarios, Budistas Zen, Sionistas, Adventistas del Séptimo Día, Feministas, Republicanos, Mataquinarios o Cristianos de la Iglesia Cuadrangular, creen que tienen la voluntad, la verdad y el deber de mojar con keroseno y encender la mecha”.
En la trama del propio libro hay un punto en el que el capitán de bomberos Beatty desarrolla esta idea hasta su conclusión natural: una sociedad sin libros ni pensamiento crítico, gobernada por la autocensura y la ignorancia:
“Ahora, consideremos las minorías en nuestra civilización. Cuanto mayor es la población, más
minorías hay. No hay que meterse con los aficionados a los perros, a los gatos, con los médicos, abogados, comerciantes, cocineros, mormones, bautistas, unitarios, chinos de segunda generación, suecos, italianos, alemanes, tejanos, irlandeses, gente de Oregón o de México. En este libro, en esta obra, en este serial de televisión la gente no quiere representar a ningún pintor, cartógrafo o mecánico que exista en la realidad. Cuanto mayor es el mercado, Montag, menos hay que hacer frente a la controversia, recuerda esto. Todas las minorías menores con sus ombligos que hay que mantener limpios. Los autores, llenos de malignos pensamientos, aporrean máquinas de escribir. Eso hicieron. Las revistas se convirtieron en una masa insulsa y amorfa. Los libros, según dijeron los críticos esnobs, eran como agua sucia. No es extraño que los libros dejaran de venderse, decían los críticos. Pero el público, que sabía lo que quería, permitió la supervivencia de los libros de historietas. Y de las revistas eróticas tridimensionales, claro está. Ahí tienes, Montag. No era una imposición del Gobierno. No hubo ningún dictado, ni declaración, ni censura, no. La tecnología, la explotación de las masas y la presión de las minorías produjo el fenómeno, a Dios gracias. En la actualidad, gracias a todo ello, uno puede ser feliz continuamente, se le permite leer historietas ilustradas o periódicos profesionales”
Para Bradbury, pues, el problema estaba claro: si los artistas (ya fueran escritores, pintores o cineastas) dedicaban sus esfuerzos a satisfacer las demandas de cada hombre, mujer y niño sin ofender ninguna sensibilidad, el resultado sería la esterilidad creativa, la mayor de las amenazas contra la libertad intelectual. A través de “Fahrenheit 451”, Bradbury nos advierte y nos anima a no sucumbir a la presión del conformismo, ni desde el lado de la creación artística ni desde el de su disfrute.
Otro de los temas capitales de la novela es el control que los medios de comunicación, y en especial la televisión, ejercen sobre la población, así como la perniciosa influencia que tienen sobre los hábitos lectores de los individuos y la alienación que provocan. En los ochenta se decía que el vídeo había matado la radio. Pues bien, de forma equivalente la televisión ha cambiado de forma rápida, brutal y completa los hábitos de ocio de la mayor parte de la sociedad.
Puede que esto suene obvio a estas alturas del siglo XXI, especialmente para un adolescente
nacido después de la Guerra Fría, pero hay que tener en cuenta que esta novela fue escrita hace más de seis décadas, cuando la televisión era todavía una novedad, divertida y en clara expansión, sí, pero cuyas dimensiones actuales no podían ni soñarse. Bradbury no sólo supo predecir esa tendencia tecnológico-social, sino también la aparición de dispositivos de reproducción portátiles (“Y en sus orejas las diminutas conchas, las radios como dedales fuertemente apretadas, y un océano electrónico de sonido, de música y palabras, afluyendo sin cesar a las playas de su cerebro despierto"), e incluso Facebook -la gente en la novela conversa a través de “muros” digitales- parece asomarse de forma profética a esta historia.
Resulta irónico –pero en absoluto infrecuente- para un escritor de ciencia ficción que su talento a la hora de predecir los avances tecnológicos venga acompañado de escepticismo respecto a los mismos. En el caso de Bradbury, ese escepticismo le acompañó siempre e incluso lo aplicó a su vida cotidiana: nunca aprendió a conducir y sólo autorizó que “Fahrenheit 451” se publicara en formato digital en una fecha tan tardía como noviembre de 2001. Sin embargo, aunque la novela abunda en alegatos antitelevisivos, no está en el fondo tan
en contra del progreso técnico como pudiera parecer. Montag conoce a Faber, un antiguo profesor que aún alimenta la esperanza de que pueda revivir una cultura intelectual. Faber, no obstante, rechaza el amor de los libros por los libros:
“No son libros lo que usted necesita, sino alguna de las cosas que en un tiempo estuvieron en los libros. El mismo detalle infinito y las mismas enseñanzas podrían ser proyectados a través de radios y televisores, pero no lo son. No, no: no son libros lo que usted está buscando. Búsquelo donde pueda encontrarlo, en viejos discos, en viejas películas y en viejos amigos; búsquelo en la Naturaleza y búsquelo por sí mismo. Los libros sólo eran un tipo de receptáculo donde almacenábamos una serie de cosas que temíamos olvidar. No hay nada mágico en ellos. La magia sólo está en lo que dicen los libros, en cómo unían los diversos aspectos del Universo hasta formar un conjunto para nosotros”
El problema con los medios de comunicación en “Fahrenheit 451” no reside por tanto en su existencia, sino en la forma en que exacerban una forma de pensamiento disperso y superficial. Bradbury, en las palabras del profesor Faber describe los tres requisitos que debe reunir cualquier sociedad que se precie en llamarse civilizada: “calidad de la información… tiempo libre para digerirla… y el derecho a actuar de acuerdo con lo que aprendamos de la interacción de los dos primeros”.
Cierto es que no hemos alcanzado todavía el pesadillesco futuro descrito por Bradbury. Aún
existen espacios para que quien lo desee pueda ejercitar los tres puntos anteriores. Pero hay signos poco halagüeños que apuntan a un empeoramiento de la situación. El culto al trabajo –o la necesidad imperiosa del mismo- van reduciendo cada vez más la disponibilidad de tiempo libre, que prefiere dedicarse a cosas superficiales que no necesiten de reflexión, como navegar sin rumbo por Internet o “zapear” de un canal a otro de la televisión. Ésta, además, satisface la demanda de sus espectadores dedicando el grueso de su programación a concursos banales, realities, culebrones o comedias ligeras. Y, para colmo, el control que las multinacionales ejercen sobre el mercado cultural y artístico ha dejado ya muchos cadáveres por el camino en forma de obras rechazadas, mal publicitadas o simplemente enterradas por miedo a molestar a este o aquél colectivo.
Bradbury escribió sobre sociedades que dejaron de entender y apreciar el valor de la lectura. Hoy vivimos en un mundo en el que la atención de la gente está absorbida por los dispositivos móviles, en el que resulta más importante atender un mensaje del móvil que atender a quien tienes al lado, el apoyo oficial a las bibliotecas públicas está en declive y las escuelas se enfrentan a recortes generalizados, las editoriales se encogen y las pequeñas librerías de barrio desaparecen… Se diría que las aciagas visiones de Bradbury sobre un mundo sin libros, no andaban del todo erradas.
Por supuesto, la quema de libros por parte de fundamentalistas sigue ocurriendo de cuando en cuando, desde ejemplares de Harry Potter hasta volúmenes del Corán. Este tipo de acciones, hijas de la ira, la frustración y la ignorancia, todavía despiertan rechazo y desconfianza en la mayor parte de la población. Pero como el propio Bradbury afirmó con acierto en el prólogo de la edición de “Fahrenheit 451” realizada con motivo de su cincuentenario: “No hace falta quemar libros si el mundo empieza a llenarse de gente que no lee,
que no aprende, que no sabe. Si el baloncesto y el fútbol inundan el mundo a través de la MTV, no se necesitan Beattys que prendan fuego al queroseno o persigan al lector. Si la enseñanza primaria se disuelve y desaparece a través de las grietas y las trampillas de ventilación de la clase, ¿quién, después de un tiempo, lo sabrá, o a quién le importará?”
¿Elegiremos finalmente crear nuestra propia distopia, tal y como hicieron los habitantes del siglo XXIV en la novela de Bradbury? ¿Preferiremos vivir como Mildred Montag, en un mundo saturado por los medios de comunicación, narcotizados mental y emocionalmente y sacrificando el desafío intelectual por una estimulación superficial y vacía? ¿U optaremos por mantener nuestra fascinación por aquellos libros que desafían nuestra visión de la realidad, ofreciendo nuevas perspectivas sobre aspectos que quizá preferiríamos evitar?
El aviso que Bradbury lanzó al mundo con “Fahrenheit 451” no esta articulado de una forma tan demoledora, colérica y deprimente como la que eligió Orwell para “1984”. Su tono es amable, elegíaco, a ratos poético y con un evocador espíritu nostálgico que lo invade todo, el mismo que utilizó en tantas de sus obras. Incluso, a pesar del estallido final de la guerra nuclear, intenta concluir con un mensaje tan esperanzador como iluso: el futuro nos aguarda en el campo, lejos de las ciudades, las autoridades y la tecnología; y los libros, o mejor dicho, el
contenido de los libros, puede sobrevivir en los cerebros de los lectores.
Bradbury murió en junio de 2012, a los 91 años de edad. En su lápida se grabó solamente una frase: ‘Ray Bradbury, autor de Fahrenheit 451‘. Así de importante es este libro, una obra maestra de la ciencia ficción distópica: inteligente, creativa, bellamente escrita e intelectualmente estimulante. Un clásico imprescindible.
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